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Me detuve al bajar para hacerle saber al señor Contreras adónde iba. En tanto que socio de pleno derecho en la lucha contra el delito, merecía saberlo. Además, el hecho de que alguien hubiese estado espiando en la escalera la noche anterior me hacía ser más precavida que de costumbre. Quería que controlara el tráfico en el edificio aún más rigurosamente de lo habitual.
– Puede que Vinnie deje a algún matón por aquí. Mantenga ojo avizor. No se exponga innecesariamente, pero si ve subir a unos extraños al tercero, llame a la pasma. Es decir, llame a Conrad -le di el número particular de Rawlings así como el número de la comisaría y me marché antes de que empezara a agobiarme con acusaciones sobre mi intimidad con un agente.
Durante el lento trayecto en tren hacia el sur me estuve preguntando qué hacer respecto a los Pichea, a Vinnie y a la señora Frizell. Aunque demostrara que Vinnie y Chrissie habían engatusado a la señora Frizell para que comprara algunos de los inútiles bonos de Diamond Head, no estaba segura de que el fiscal del Estado considerara aquello lo bastante corrupto como para quitarles a los Pichea su tutela. Me pregunté si sería posible convencer al extraño y distante hijo de la señora Frizell de que entablara una demanda. Ya que sus principales rivales en el afecto de ella, los perros, estaban fuera de juego, quizá quisiera al menos proteger su propia magra herencia.
El tren me dejó en la Treinta y dos y Kedzie a eso de las cinco y media. Había más de tres kilómetros de allí al bar de Barney, pero me apetecía un largo paseo para desentumecerme el cuerpo. Unos nubarrones habían empezado a ocultar el sol cuando hice el transbordo en el centro, pero creí poder caminar lo bastante rápido como para llegar antes que la tormenta.
Después de recorrer unas cuantas manzanas bajo el polvo que levantaban los camiones en la estrecha carretera, empecé a dudar del valor higiénico de la caminata. A mis viejas Tigers tampoco les quedaba todo el espesor de suela que hubiese deseado. Empezaron a dolerme los pies. Cada vez que llegaba a una parada de autobús, esperaba unos minutos para ver si se acercaba alguno detrás de los camiones. Pasaban un montón de autobuses en dirección al norte, pero debían de caer por el borde de la tierra cuando llegaban a Congress: ninguno de ellos volvía hacia el sur.
Apenas divisaba el letrero de Barney's cuando estalló la lluvia. Recorrí a todo tren las dos últimas manzanas y doblé la esquina de la Cuarenta y uno.
La lluvia y mis pies doloridos me tenían atontada. Había un camión aparcado en doble fila al otro lado de la calle, con el motor en marcha. Le eché un rápido vistazo, abrí el Impala, y me dispuse a subirme al asiento del conductor.
Un movimiento procedente del camión me sobresaltó y me apresuré a subirme, intentando sacar la Smith & Wesson. Mi error consistió en querer hacer las dos cosas a la vez. Abrieron la puerta de un tirón y me pusieron una pistola en la sien mientras yo seguía intentando sacar mi propia arma. Con cuidado de no mover la cabeza, giré los ojos hasta donde pude. Ante mi vista estaba Hulk.
No habló ni se movió. Mi estómago dio un vuelco. Me alegré de haberle metido sólo medio plato de tofu. Eso reducía la posibilidad de una humillación total. Oí un estallido de cristales a mi derecha. Me volví involuntariamente y sentí el cañón de la pistola en mi cuello.
Uno de los colegas de Hulk había roto el cristal del lado del pasajero y estaba quitando tranquilamente el seguro de la puerta. También él llevaba una pipa. Después de hundírmela en el costado, el Hulk subió al asiento de atrás. Estúpidamente, lo único que se me ocurrió fue lo cabreado que se iba a poner Luke cuando viera la ventanilla rota del coche que quería vender.
– Arranca -gruñó el Hulk.
– Sus deseos son órdenes. ¿Hacia dónde, oh mi rey? -pese a tener la boca seca y el estómago revuelto, la voz no me tembló. Todos esos años ejercitando el control de la respiración, pese a las críticas de mi madre, servían en caso de crisis.
– Hasta la esquina y luego a la izquierda -dijo el Hulk.
Giré a la izquierda por Albany.
– ¿Volvemos a casa de Eddie Mohr?
– ¡Tú a callar! -un trozo de metal se pegó a mi nuca-. Ahí, en la esquina.
– A Diamond Head, entonces.
– He dicho que a callar. A la izquierda por Archer.
Nos dirigíamos a la fábrica. La lluvia empezaba a colarse por la ventanilla rota, empapando al hombre a mi lado, y también el salpicadero. Otra cosa más que iba a cabrear a Luke.
Si lo que pensaban era llevarme a la fábrica para poder matarme sin testigos, no me parecía que tuviera ninguna oportunidad. Ojalá hubiese visto a Lotty antes de ir allí. Ojalá no hubiese pasado las dos últimas semanas atemorizada por mi culpa. Y ojalá no tuviera que pasar mis últimos momentos llena de terror.
Todavía tenía mi pistola. Pero no se me ocurría cómo alcanzarla sin que uno de mis custodios disparara primero. Cuando nos detuvimos en la zona asfaltada frente a la fábrica, Hulk saltó de su asiento y abrió mi puerta. Su compinche me ordenó que apagara el motor. Lo hice, pero dejé la llave en el contacto. El Hulk me agarró el brazo izquierdo, sacándome del coche de un tirón, mientras su colega seguía apuntándome. Oí el ronroneo de motores de camión procedente del costado del edificio.
Me enrosqué bajo el brazo de Hulk, para que su cuerpo me escudara de su socio, y le asesté una fuerte patada en la espinilla. Las malditas Tigers eran demasiado blandas.
Hulk gruñó, pero no me soltó.
– No te lo pongas más difícil de lo que ya lo tienes, nena.
Me metió en el edificio manteniéndome pegada a él, con su socio apuntándonos. Recorrimos el largo pasillo, pasando delante de la sala de montaje donde las mujeres se habían mostrado tan compadecidas con mi tío. Pasamos la intersección en forma de T que conducía a los muelles de carga. Seguimos hasta el pequeño tramo de corredor al que daban las oficinas. Hulk llamó a la puerta de Chamfers. Una voz nos dijo que entráramos.
Milt Chamfers estaba sentado en una silla frente a su mesa. Jason Felitti le hacía frente. Tras la mesa estaba el hermano mayor, Peter.
– Gracias, Simon -dijo Chamfers-. Puedes esperarnos fuera.
Simon. ¿Por qué no podía acordarme nunca de su nombre?
– Tenía un arma la otra vez que estuvo aquí -dijo el Hulk.
– ¡Ah!… un arma. ¿La habéis registrado? -ése era Peter Felitti.
Simon no tardó nada en encontrar la Smith & Wesson. Su mano se detuvo más de lo necesario sobre mi pecho izquierdo. Le eché una mirada glacial, esperando tener en el futuro la oportunidad de responder más apropiadamente.
– Buenas tardes, señorita Warshawski. Recuperó su apellido de soltera después de su divorcio, ¿verdad? -preguntó Peter Felitti cuando Simon hubo cerrado la puerta tras él.
– No -me masajeé la parte del hombro que Hulk me había desencajado.
– ¿No, qué? -inquirió Chamfers.
– No recuperé mi propio apellido: nunca lo abandoné. Gracias a Dios, entre todas las estupideces que hice cuando era joven y estaba enamorada, nunca permití que me llamaran señora de Yarborough. Y hablando de él, ¿dónde está el distinguido asesor?
Jason y Peter intercambiaron miradas furiosas.
– Yo quería traerlo -empezó a decir Jason, pero Peter le interrumpió.
– Ya te lo dije, cuanto menos sepa, mejor.
– Quieres decir si esto llega a los tribunales -prosiguió Jason-. Pero no paras de decirme que las cosas no irán tan lejos.
– Así que, ¿hasta dónde está Dick enterado de sus maquinaciones? -probablemente era lo que menos debía preocuparme en ese momento, pero sí me parecía importante saber si Dick estaba implicado en los intentos de homicidio sobre mi persona.
– Creíamos que lo escucharías -dijo Peter-. Por la forma en que te colgabas de su brazo en aquel concierto, pensé que aún estabas colada por él. Él dijo que hacía millones de años que no le hacías ningún caso. Lástima que tuviera razón.
– ¿Colada por él? -repetí-. Eso ya no se dice. Además, ¿qué es lo que se suponía que tenía que escuchar?
– Que no metieras tus jodidas narices a fisgonear en Diamond Head -Peter dio un manotazo sobre la mesa. Su delgado tablero metálico se combó con el golpe; se frotó la mano-. Todo funcionaba perfectamente bien hasta que…
– Hasta que llegué yo y descubrí lo de la venta de bonos y la estafa a las ancianas y el robo de material de Paragon. Por no mencionar el trapicheo con el fondo de pensiones.
– Eso fue perfectamente legal -intervino Jason-. Me lo dijo Dick.
– ¿Y robar el cobre de Paragon? ¿A eso también le dio el visto bueno?
– Todo hubiera salido bien si a Jason no se le hubiera ocurrido ganarse una pasta fácil bajo cuerda.
– Fue idea de Milt -gimoteó Jason-. Quería su parte del pastel en lugar de una prima de producción.
Chamfers se agitó en su silla, irritado, y empezó a protestar, pero se calló ante un gesto de Peter.
– Siempre has sido un jodido maleante de pacotilla, Jason. Te cabreaste y protestaste porque papá no te dejó a ti la compañía, pero él sabía que eras demasiado estúpido para dirigirla. Y luego seguiste cabreado durante cuarenta años mientras vivías del cuento arrimándote a los políticos de postín, así que te ayudé a hacerte con tu propia compañía. Y ahora lo has jodido todo.
– ¿Y quién tiene la culpa? -la cara redonda de Jason parecía verde bajo la tenue luz-. Tú tuviste que utilizar a tu valioso yerno para hacer el trabajo legal. Yo podía haber…
– Podías haberte jodido hasta el hueso si se lo hubiera pasado a tus compinches del condado de Du Page. Voy a quitarte a la Warshawski de en medio, pero ya sabes con qué condición. Dejas de mangar material de Paragon.
Al oír sus palabras mis piernas flaquearon. Me agarré al pomo de la puerta para sostenerme. Tenía un pequeño seguro. Lo pulsé hacia adentro. Eso no detendría mucho tiempo a Simon, pero cualquier fracción de segundo podría ser útil.
– ¿Quitarme de en medio? -repetí las palabras de amenaza, tratando de desactivarlas-. Vamos, chicos. Ben Loring, de Paragon, lo sabe todo. Los polis de la ciudad saben que Chamfers mandó a Hulk que tirara a Mitch Kruger al canal. ¿Mató también a Eddie Mohr, Milt? ¿O lo hizo usted mismo?
– Ya te dije que sabía demasiado -dijo Jason-. Teníais que haber hecho algo antes.
– Oh, Jason, por el amor de Dios. Te estoy diciendo que ésta es la última vez que me envuelves en tus problemas.
– Entérate bien, grandullón -dije vivamente-. Éste probablemente te llevará todo el resto de tu vida para resolverlo.
– Ya veo por qué Yarborough se deshizo de ti en cuanto pudo -dijo Peter-. Si hubieras sido mía, te habría metido por las malas algo de sentido común.
Una rabia fría se apoderó de mí, enderezándome las piernas.
– Podría haberlo intentado una vez, Felitti, pero seguro que no le quedaban ganas de volver a hacerlo.
Reparé en el interruptor de la luz con el rabillo del ojo. Por primera vez desde que había llegado me sentía capaz de pensar con claridad, de preparar una acción.
Felitti apretó los labios.
– Eres todo aquello que por suerte mis hijas no son. Sencillamente, no entiendo qué pudo atraer a un hombre como Yarborough en una… marimacho como tú.
Era un insulto tan flojo y pareció desahogarse tanto al decirlo que no pude evitar reírme.
– Sí, ríete -dijo Jason-. Dentro de un momento te vas a reír de dientes para afuera. Además, ¿por qué tenías que venir a fisgonear aquí?
– Mitch Kruger. Era un viejo colega de un buen amigo mío. Y terminó muerto en el canal. Si todo lo que estaban haciendo con el fondo de pensiones y los bonos era tan legal, ¿por qué Chamfers se salió tanto de sus casillas cuando Mitch Kruger vino el mes pasado a pedir su parte del pastel para mantener el pico cerrado?
– Ya te dije que Eddie Mohr sería un socio demasiado débil -le espetó Milt a Peter-. Afirmaba que nunca había dicho nada a ninguno de los muchachos que les diera a pensar que su pasta procedía de la compañía. Pero yo siempre tuve mis dudas.
– ¿Y qué pasaba con Eddie Mohr y Chicago Settlement? -insistí-. ¿Por qué diablos le estaba dando dinero a esa asociación?
– Eso fue idea de Dick -intervino Jason-. Ya le dije que era un error, pero dijo que se habían quedado con un montón de bonos, sólo teníamos que animar a la gente que se había beneficiado del trato a que contribuyera.
– Y tienes que admitir que el tipo se pavoneaba fotografiándose con los ricachones del centro -añadió Chamfers.
– Ya veo -sonreí-. Mi… mi socio no podía imaginárselo, dijo que Eddie fue siempre miembro de los Caballeros de Colón.
– ¿Tu socio? -inquirió Peter-. ¿Desde cuándo tienes un socio?
– ¿Desde cuándo mis negocios son asunto suyo? -apagué la luz y me tiré al suelo.
– ¡Simón! -aullaron.
Oí a Simon forcejear con el pomo al otro lado, jurar y empujar la puerta con el hombro. Alguien se acercó por detrás de mí, intentando dar con el interruptor. Lo cogí de las rodillas y tiré lo más fuerte que pude. Cayó encima de mí al mismo tiempo que Simon abría la puerta de una patada. Me liberé del cuerpo que había derrumbado. Pasé a gatas por delante de Simon y salí.
El colega de Simon llegaba corriendo. Intentó agarrarme al pasar, pero falló. Me precipité pasillo abajo, tratando de volver a la entrada. Alguien me disparó. Empecé a correr en zigzag, pero era un blanco demasiado fácil. Cuando volvieron a disparar giré por la intersección en forma de T hacia los muelles de carga.
La misma disimulada actividad que había interrumpido la semana anterior seguía realizándose en la planta. Un par de hombres aseguraban allá arriba una carga en la grúa, mientras otra pareja esperaba para recibirla junto a la parte trasera abierta de un camión.
Pasé corriendo a su lado por el muelle y salté hasta el suelo. No podía oír nada con el ruido del motor del camión, para saber si Hulk me seguía de cerca o no, y no me detuve a mirar. Sentía la gravilla bajo la delgada suela de mis zapatillas, sentía mis pies húmedos de sudor o de sangre. Seguía lloviendo. No desperdicié fuerzas enjugándome los ojos, sino que seguí corriendo sin detenerme hasta llegar al Impala.
– No me falles ahora -le dije jadeando, girando la llave mientras cerraba de un portazo. El motor se encendió e hice marcha atrás con un gran chirrido de gomas. Una bala penetró por una de las ventanillas traseras. Pasé la primera sin frenar. Las marchas rechinaron pero los dedos mágicos de Luke mantenían la transmisión suave y a punto, y salimos disparados.
Seguí serpenteando por la carretera hasta la plaza Treinta y uno. Estaba casi en la intersección cuando vi las luces de uno de los tráilers que avanzaba hacia mí por detrás. Giré a la derecha bruscamente, tan bruscamente que el coche patinó sobre la calzada mojada. Giré en círculo, con los brazos ateridos de miedo, repitiéndome las lecciones de mi padre para enderezarse en un derrape. Lo enderecé sin volcar, pero ahora tenía el camión justo detrás de mí, tocando casi el culo del Impala. Aceleré a tope, pero venía embalado a todo trapo.
Corríamos por uno de los accesos a la autovía, junto a los pilares de la rampa de salida de Damen, que iban menguando progresivamente la altura de la calzada. Apenas veía la barrera a través de la lluvia.
Otro tráiler se estaba acercando a nosotros, haciendo señales con las luces y dando bocinazos. En el último segundo me salí de la carretera hacia las altas hierbas. Ya tenía la puerta abierta antes de salir de la calzada. Justo antes de que el Impala se aplastara contra la valla anticiclones salté y rodé por la hierba.
Hubo un tremendo estrépito de metales entrechocados cuando el camión que me seguía alcanzó el Impala, sacándolo de su carril. Trepé por la valla anticiclones, caí de barriga sobre su cresta puntiaguda abriéndome la camisa y el estómago, y aterricé sobre el pavimento de cemento.
Me obligué a levantarme y a ponerme en movimiento, pero un ardiente dolor me punzaba los pulmones y estaba a punto de desvanecerme. Tropecé con un tapacubos y me caí. Tumbada boca arriba divisé cómo el tráiler arremetía contra la valla y se dirigía derecho a mí, clavándome en el sitio con las luces de sus faros.
Me levanté, tambaleante. El pie derecho se me enganchó en un neumático viejo y sentí que me desplomaba sobre el asfalto. Parecía caer en picado, pero aterricé lo bastante despacio como para ver el camión abalanzándose sobre mí.
En el momento en que golpeaba el suelo surgieron unas chispas de la parte superior de la cabina. Estalló un cañonazo, haciendo vibrar mi cabeza sobre el hormigón. El motor rompió la rejilla de la cabina y un géiser de anticongelante roció la noche. Mientras liberaba mi tobillo del neumático y saltaba hacia un lado, oí un alarido espeluznante. Una estrella de sangre afloró en el parabrisas del camión.
Me tumbé detrás de un pilar, jadeando. La rampa de salida estaba allí demasiado baja para dar cabida a un camión, pero Simon estaba tan absorto en su propósito de matarme que no se había dado cuenta. La parte superior del camión se había estampado contra el techo de la rampa.
Levanté la vista hacia el hormigón resquebrajado. En el oscuro aire nocturno sólo pude distinguir trozos de barras al desnudo. El tráfico rugía por encima de mí. Me parecía tan extraño que la gente siguiera corriendo a un lado y a otro por encima de mi cabeza, totalmente inconsciente de la violencia de aquí abajo… El mundo debería haber hecho una pausa para recuperar el aliento, una señal de reconocimiento. La propia autovía debería haberse estremecido. Pero los pilares se alzaban por encima de mí, inmutables.