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Dormí horas y horas, y cuando me desperté encontré al señor Contreras en mi cuarto de estar. Pese a que Conrad le había telefoneado desde el hospital la noche anterior, el viejo había seguido vigilando el vestíbulo hasta que aparecimos. Eran entonces un poco más de las cuatro. Me fui inmediatamente a la cama, sin la menor noción de si Rawlings se quedaba o no.
El señor Contreras, que se había quedado con un juego de llaves, subió algo después de las dos.
– Sólo quería ver con mis propios ojos si estabas bien, pequeña. ¿Te apetece contarme lo que sucedió anoche? Creí que ibas nada más a buscar el Impala.
– Eso era lo que yo creía también. ¿No le ha puesto al tanto Conrad?
Le conté lo del ataque de Hulk, y su espantosa muerte bajo la avenida Stevenson. Al final del relato, una vez el señor Contreras hubo repasado los acontecimientos para aliviar lo peor de sus preocupaciones, le dije que creía que nuestros problemas se habían terminado.
– Lo único que nos tiene que preocupar ahora son las citaciones, y nos van a caer encima unas gordas dentro de nada. Pero puede cesar su vigilancia. Y devuélvame mis llaves, por favor.
– ¿Para que se las puedas dar a Conrad? -su tono de voz era sarcástico, pero en su cara se pintaba una verdadera pena.
– Usted es el único tío que haya tenido llaves de mi casa. No voy por ahí distribuyéndolas al azar.
Se negó a dejarme aligerar el tono de la conversación.
– Sí, pero… me pareció que te sujetaba verdaderamente de cerca anoche. Esta mañana. Y no se ha marchado hasta las doce del mediodía.
– Ya sé que no le gusta que me cite con nadie -repuse en tono amable-. Lo siento mucho, lo siento porque a usted lo aprecio, ¿sabe?, y detesto hacerle daño.
Entrelazó las manos.
– Es sólo que… tienes que enfrentarte a ello, pequeña: él es negro. Africano, si lo prefieres así. En mi antiguo barrio os prenderían fuego a los dos en tu cama.
Sonreí tristemente.
– Me alegro de no estar en el sur, entonces.
– No te lo tomes a broma, Victoria. No tiene gracia. Puede que tenga prejuicios. Coño, seguramente los tengo, tengo setenta y siete años, uno no puede cambiar su educación, y yo crecí en otros tiempos. Pero no me gusta verte con él, me hace sentir molesto. Y si no…, bueno, no puedes imaginarte lo horrible que puede ser la gente de esta ciudad. No quiero que te granjees un montón de problemas, pequeña.
– Acabo de ver con mis propios ojos lo horrible que puede ser la gente de esta ciudad -me incliné hacia adelante y le di un golpecito en la pierna-. Mire, sé lo difícil que es juntarse un negro y una blanca. Pero aún no hemos llegado tan lejos. Somos dos personas que siempre nos hemos gustado y respetado, y ahora estamos intentando saber si nuestra… bueno, nuestra atracción, es sólo la terrible fiebre de la jungla de siempre, o si hay algo más sustancial en ella. Además, Conrad no es negro. Es más bien cobrizo.
El señor Contreras se agarró las orejas.
– Ya veo, por tu forma de decirlo, que te gusta ese tipo.
– Claro que me gusta. Pero no me presione para que haga más declaraciones. Todavía no estoy lista para eso.
Me alargó mis llaves sin decir palabra y se puso en pie.
Trató de zafarse del brazo con el que lo rodeé, pero no le solté el hombro.
– Por favor, no me borre de su vida, ni trate de borrarse de la mía. No pienso decir una estupidez, como que sé que al final volverá por aquí. Quizá lo haga, o quizá no. Pero usted y yo llevamos siendo amigos mucho más tiempo del que hace que conozco a Conrad. Me dolería mucho perderle.
Del fondo de sí mismo sacó fuerzas para una sonrisa.
– Está bien, pequeña. Ahora mismo no puedo seguir hablando de eso. Además, llevo mucho tiempo ya sin estar con la princesa. Necesita salir más a menudo desde que está alimentando a sus cachorros.
Me quedé melancólica cuando se fue mi vecino. Había iniciado una relación con Rawlings porque siempre había habido una chispa erótica entre nosotros, y de alguna forma la semana pasada había sido el momento indicado. Pero no necesitaba que ningún Jesse Helms ni ningún Louis Farrakhan me dijeran que nos esperaba un arduo camino si Rawlings y yo nos empezábamos a tomar lo nuestro en serio.
Mientras hurgaba distraídamente en el refrigerador llamó Murray, prácticamente babeando de impaciencia al otro extremo del teléfono por conocer mi historia. El Herald-Star de esa mañana había sacado una buena foto de los restos del camión de Simon y del Impala, pero el texto era corto y ambiguo. El periódico no quería acusar a los chicos Felitti de ninguna fechoría, dadas sus conexiones políticas. Pero tampoco querían meterse conmigo, ya que yo había sido una fuente importante para ellos durante años. Le di a Murray mi versión de los acontecimientos: no tenía nada que ganar y sí mucho que perder dándole un corte mientras los Felitti reunían municiones. Cuando terminamos, le remití a Ben Loring con la esperanza de que Paragon Steel le proporcionara alguna documentación contundente en apoyo de mi propio caso.
Para entonces eran casi las seis. Me armé de valor y llamé a Luke Edwards para contarle lo del Impala. Se puso furioso. El hecho de que su bebé estuviera en los laboratorios de la policía y que fuese a ser presentado como prueba en un juicio por homicidio no hizo más que enrabiarle más. Me amenazó con aplicarle un martillo neumático al Trans Am sólo para que me enterara de cómo se sentía. Estuve al teléfono con él cerca de una hora. Cuando colgué no es que volviésemos a quedar exactamente como amigos, pero al menos terminó por aceptar que fuese a recoger el Trans Am.
– Aunque otro menos generoso se lo quedaría como rehén, Warshawski -fue su golpe final.
También llamé a Freeman Carter. No estaba segura de querer que me representara en los juicios y persecuciones que me esperaban. Freeman estaba en casa, pero había oído una versión bastante completa de los acontecimientos por parte de uno de sus antiguos asociados. Sacó el tema de la representación antes de que lo hiciera yo.
– Yo he estado demasiado cercano a esa situación, Vic. He dejado que mi propia exasperación por lo que Yarborough estaba haciendo en la empresa me nublara la mente, y la he tomado contigo, algo que es inexcusable entre un abogado y su cliente. Pero el verdadero problema es un posible conflicto de intereses. Necesitas que quien hable por ti sea imposible de impugnar, porque puede que Yarborough utilice munición de la más gorda. Voy a proporcionarte unos cuantos nombres. Y me encargaré de que los honorarios no se disparen. Y después de eso…, no sé, puedes tomarte tu tiempo para decidir si quieres que trabaje para ti en el futuro o no.
– Gracias, Freeman -contesté suavemente-. Dejaremos las cosas así por el momento.
Empecé a pasearme agitadamente por el cuarto de estar, con ganas de hablar con Lotty, pero no de otra conversación dolorosa, cuando apareció inesperadamente el señor Contreras. Había ido hasta la esquina a por una pizza, de la que nos gusta a los dos, con mucha verdura y cubierta de anchoas. Y había conseguido una botella del Ruffino que suelo ofrecerle.
– Sé que debería haber llamado para asegurarme de que no tenías… otros planes para la cena, pero he visto que no te quedaba mucha comida. Y hemos corrido una tremenda aventura. He pensado que deberíamos celebrarlo.
Carol Alvarado apareció de improviso cuando la botella casi tocaba a su fin. Ese día hacía el turno de noche para sustituir a alguien, explicó, y sólo se quedaría un minuto, de paso hacia el hospital. Había leído la breve noticia en el Herald-Star de la mañana, pero quería hablar conmigo específicamente de la señora Frizell.
Declinó el vino que le ofrecí.
– Nunca cuando estoy de servicio. ¿Recuerdas que te dije que pensaba tener una respuesta respecto a la señora Frizell?
Habían sucedido tantas cosas en los últimos días que se me había olvidado nuestra conversación en el hospital. En ese momento no le había dado importancia a su misterioso optimismo, pero asentí por educación.
– Se trataba de sus medicamentos. Lo he hablado con Nelle McDowell, la enfermera jefe, y está de acuerdo: demasiado Valium puede tener ese efecto en una mujer mayor: provocarle agitación y al mismo tiempo síntomas de senilidad. Y cuando se combina con Demerol es casi la receta perfecta para volverse senil. Así que hemos interrumpido los fármacos durante setenta y dos horas y hoy está francamente mejor, no lo ha superado totalmente, pero es capaz de contestar a preguntas sencillas, fijar su atención en la persona que le habla, y cosas así. Sólo que sigue preguntando por su perro Bruce. No sé lo que vamos a hacer con eso.
– Ni yo tampoco -dije-. Pero es una noticia estupenda. Ahora, si consiguiera borrar de su vida a los Pichea, podría regresar a su casa un día de éstos.
– Va a tener que estar todavía en alguna casa de reposo, o en algún otro lugar durante su convalecencia -advirtió Carol-. Es demasiado pronto para pensar en llevársela a casa… ¿Crees que podrías ir a verla? Nelle dice que tienes un efecto positivo en ella.
Hice una mueca.
– Quizá. Ahora mismo no me siento muy en forma, he tenido un par de días duros detectando minas.
Carol me pidió detalles sobre las hazañas de la noche pasada. Cuando terminé, sólo dijo:
– Caray, Vic. Lástima que no te hayan llevado al hospital del condado en lugar del Mount Sinai. Podía haberte remendado yo, habría sido como en los viejos tiempos.
Sacudí la cabeza.
– Quizá el que hayas dejado la clínica ha sido buena cosa tanto para mí como para ti. Es hora de que deje de acudir a ti y a Lotty cada vez que me rasguño una rodilla.
Carol sacudió la cabeza.
– Tú y Lotty no lo entendéis. Apoyarse en la gente que te quiere no es un pecado. En absoluto, Vic.
– Intenta decírselo -ironizó el señor Contreras-. Yo ya llevo bastante tiempo rompiéndome la crisma contra ese muro de ladrillo.
Le di un golpecito con el puño en la nariz antes de acompañar a Carol hasta la puerta.