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Tan pronto como Pichea y yo dejamos de reñir, oímos a los perros. El labrador poblaba la noche con sus profundos ladridos; la bola peluda respondía con una estridente antífona, y los tres de dentro ponían un pequeño acompañamiento al que hacían eco los demás perros de la calle. A nuestras espaldas, incluso Peppy interrumpió su lactancia con algún que otro ladrido. Bueno, puede que la señora Frizell no fuese la vecina más maravillosa del mundo, pero ¿por qué los Pichea no se habían quedado en Lincoln Park, donde les correspondía?
Cuando abrimos la puerta de la verja de la señora Frizell, el labrador acudió corriendo y saltó sobre mí. Le cogí las patas delanteras antes de que me hiciese perder el equilibrio.
– Calma, chico, calma. Sólo queremos ver si tu ama está bien.
Le solté las patas y subí los pequeños escalones hasta la puerta de entrada. Me golpeé la espinilla con una vieja silla metálica y solté un taco entre dientes. Afortunadamente, el señor Contreras se había acordado de traer una linterna. Me alumbró la puerta mientras yo forcejeaba con la cerradura.
– Esos estúpidos les tienen miedo a los perros. Y tienen miedo de que les pillen forzando la puerta y entrando contigo. Ese abogado es de esa clase de lameculos con los que hay que llevar cuidado: no es capaz de hacer su propio trabajo sucio, ése coge el teléfono y contrata a alguien para que lo haga por él.
– Sí -gruñí-. No mueva la linterna, ¿vale?
Ese cerrojo no se me hubiera resistido más de treinta segundos, pero el labrador no dejaba de enredarse en mis piernas, hasta que Carol consiguió agarrarlo por el pescuezo y sujetarlo. Después sólo tuve que batallar para que el señor Contreras no moviese la luz al recalcar su desprecio hacia Todd y Vinnie. Pasaron unos buenos cinco minutos hasta que por fin oí ceder el sencillo pestillo.
Tan pronto como abrí, los demás perros, que habían estado ladrando y arañando la puerta por dentro, se precipitaron sobre nosotros. Detrás de mí oí un agudo chillido de uno de los tipos, y luego el gañido de un perro.
– Pero ¡habrase visto! -no pude discernir si el furioso chillido pertenecía a Todd o a Vinnie-. El asqueroso bastardo me ha mordido.
– Que el autor dé un paso al frente para recibir una galleta y una medalla -dije en voz baja.
El hedor de la casa era tan fuerte que lo único que deseé fue entrar y salir lo más rápido posible. Le arrebaté la linterna al señor Contreras y enfoqué a mi alrededor, esperando encontrar un interruptor. Los perros que estaban dentro habían hecho sus necesidades junto a la puerta, y no quería pisar esa porquería. No encontré ningún interruptor, así que calculé lo más exactamente posible las dimensiones del charco de orina y di un gran brinco por encima.
– ¡Señora Frizell! ¡Señora Frizell! ¿Está usted en casa?
Su vecina, que se había quedado inmóvil en la entrada mientras yo manipulaba la cerradura, entró con Carol, chasqueando la lengua y emitiendo guturales sonidos de preocupación. Los perros pasaron corriendo junto a nosotras, salpicándonos las piernas de orina.
– ¿Señora Frizell? Soy yo, la señora Hellstrom. Sólo queremos saber si se encuentra bien.
La señora Hellstrom encontró una lámpara al otro lado de la puerta del cuarto de estar. A su tenue luz vi por fin el interruptor del vestíbulo. Hacía mucho tiempo que la señora Frizell no sentía ya ningún impulso por limpiar nada. El polvo se había acumulado, formando una espesa capa de mugre; nuestros zapatos mojados la convirtieron en fango. Pero, pese al hedor y al caos, era evidente que el único sitio donde los perros habían hecho sus necesidades era junto a la puerta. Su ama les atendía aunque no cuidase de sí misma.
Seguí al labrador al piso de arriba, recorriendo con la linterna el raído tapiz, tosiendo y estornudando por el polvo que levantaba con los pies. El perro me condujo al cuarto de baño. La señora Frizell estaba tendida en el suelo, desnuda, cubierta apenas por una toalla atada al costado.
Pulsé el interruptor pero la bombilla estaba fundida. Llamé a Carol informándola de mi hallazgo y me arrodillé para tomarle el pulso a la señora Frizell. El labrador, lamiéndole enérgicamente la cara, me gruñó pero no hizo ademán de morderme. Justo cuando Carol y la señora Hellstrom se acercaban a mí, sentí un leve latido.
– Bruce -oí que decía débilmente la señora Frizell mientras me levantaba-. Bruce, no me dejes.
– No, querida -intervino la señora Hellstrom-. No te va a dejar. Pronto te vas a poner bien, sólo has tenido una mala caída.
– ¿Puedes conseguirme otra luz mejor, Vic? -dijo vivamente Carol-. Y llama al 911. Va a tener que ir al hospital.
Me abrí paso entre los perros apiñados en la puerta y encontré el dormitorio de la anciana. Al entrar tropecé y me caí sobre un montón de mantas apiñadas en el suelo. Supuse que eran para los perros, aunque no sé por qué me había imaginado que dormirían con ella en la cama. Desenrosqué la bombilla de veinte vatios de la lámpara sin pantalla que había junto a la cama y la llevé al cuarto de baño.
– Mantas, Vic, y llama a esa ambulancia -dijo apresuradamente Carol sin levantar la vista.
– ¡Señora Hellstrom! ¿Puede traer unas mantas mientras busco el teléfono?
La señora Hellstrom se alegró de poder ser útil, pero volvió a gruñir de consternación cuando vio las mantas.
– Éstas están demasiado sucias, tal vez debería ir a casa a por algo limpio.
– Creo que lo único importante es mantenerla caliente. No puede ensuciarse mucho más de lo que ya está, tirada como lleva todo el día en el suelo.
Abajo encontré al señor Contreras tratando de limpiar lo más gordo de la suciedad junto a la puerta.
– ¿La has encontrado, pequeña? ¿Está viva?
Le hice un pequeño informe mientras miraba alrededor buscando un teléfono. Finalmente encontré un modelo antiguo, negro, sepultado bajo una pila de periódicos, en el cuarto de estar. El disco estaba duro, pero aún tenía línea. Así que por lo visto aún no había perdido tanto el contacto con la realidad como para no pagar sus facturas.
Llamé a urgencias y expliqué el problema, luego fui a la cocina a buscar algo que me sirviera para limpiar. Era importante que Todd Pichea y Vinnie no supieran que los perros habían estado defecando en la casa. Aunque cualquiera que entendiera un poquito de qué iba sabría que tenían que haberlo hecho. Ni los perros mejor educados pueden aguantarse veinticuatro horas.
Cogí el recipiente de agua de los perros y una botella de limpiador tan vieja que el líquido se había solidificado. Saqué el detergente con una cuchara, lo mezclé con agua, y empecé a frotar con unos trapos de cocina que encontré en el fondo de un armario. La cocina estaba tan horrible como el vestíbulo, así que vacié el recipiente de comida de los perros y volví a echar jabón para el señor Contreras. Cuando llegaron los camilleros, escoltados por un par de municipales, ya habíamos limpiado lo más gordo del desastre. Los camilleros fruncieron la nariz ante las nubes de polvo mientras subían las escaleras, pero por lo menos no podrían informar al municipio de que habían visto cagadas de perro.
– ¿Es usted su hija? -preguntó uno de los polis mientras los camilleros bajaban a la señora Frizell.
– No, somos todos vecinos -respondí-. Nos preocupamos porque no la habíamos visto en varios días.
– ¿Tiene hijos?
– Sólo un hijo. Vive en San Francisco, pero viene a verla de vez en cuando. Creció aquí, pero no lo conozco muy bien; nunca puedo recordar su nombre de pila -intervino la señora Hellstrom.
Uno de los sanitarios se inclinó sobre la camilla.
– ¿Puedes decirnos el nombre de tu hijo, cielo? ¿O su número de teléfono?
Los ojos de la señora Frizell estaban abiertos, pero desenfocados.
– Bruce. No dejen que se lleven a Bruce.
La señora Hellstrom se arrodilló pesadamente junto a ella.
– Yo cuidaré de Bruce por ti, cielo, pero ¿cuál es el número de tu hijo?
– Bruce -repitió roncamente la anciana-. Bruce.
Los sanitarios la levantaron y la sacaron por la puerta. Pude ver a Vinnie y a los Pichea esperando aún junto a la verja.
– ¿Bruce no es su hijo? -pregunté.
– No, querida -dijo la señora Hellstrom-. Es el perro grande, el negro.
– ¿Puede usted hacerse cargo de los perros mientras ella está en el hospital? ¿O al menos hasta que podamos localizar a su hijo?
La señora Hellstrom puso cara de disgusto.
– No es que me apetezca hacerlo. Pero supongo que podré darles de comer y sacarlos mientras estén aquí.
Los policías se quedaron un poco más, preguntando cómo habíamos descubierto a la señora Frizell, qué relación teníamos con ella, y esas cosas. No hicieron caso de los chillidos indignados de Todd acusándome de haber forzado la puerta.
– Por lo menos ha encontrado a la anciana, hijo. ¿Crees que era mejor dejar que se muriera? -dijo uno de los agentes, que parecía estar a punto de jubilarse.
Cuando se enteraron de que Carol era enfermera, la llevaron aparte para hacerle otra serie de preguntas más detalladas.
– ¿Sabes qué es lo que tiene? -le pregunté a Carol cuando por fin se fueron los policías.
– Creo que se ha roto algo, probablemente la cadera, al salir de la bañera. Está tremendamente deshidratada, por eso se le va un poco la cabeza. No he podido determinar con exactitud en qué momento se cayó. Puede que haya estado tirada ahí un par de días. Menos mal que hemos venido, Vic; creo que no hubiera pasado de la noche.
– Así que ha estado bien que decidiera intervenir -declaró Todd.
– ¿Intervenir? -se indignó el señor Contreras-. ¿Intervenir? ¿Quién la ha encontrado? ¿Quién ha avisado a la ambulancia? Usted no ha hecho más que quedarse fuera para no pringarse la punta del ala.
Ese comentario no era acertado: Pichea llevaba mocasines.
– Escuche, vejete -empezó a decir, inclinándose sobre el señor Contreras.
– No intentes discutir con ellos, Todd. Esa gente no es capaz de entenderte -la señora Pichea enganchó su brazo al de su marido y echó un vistazo al vestíbulo, frunciendo la nariz con desprecio.
La señora Hellstrom me tocó el brazo.
– ¿Va a intentar encontrar a su hijo, querida? Porque yo me tengo que ir a casa. Quiero cambiarme de ropa.
– ¡Ah!, ¿hay un hijo? -dijo Pichea-. Quizá sea hora de que venga a casa y se haga cargo de su madre.
– Y quizá ella quiera vivir su propia vida -estallé-. ¿Por qué no te vas a dormir ya, Pichea? Ya has hecho tu buena acción del día.
– De eso nada. Quiero hablar con el hijo, y hacerle entender que su madre está saliéndose de sus cabales.
Los perros, que habían estado ladrándole a la ambulancia, entraron gruñendo en la casa y se abalanzaron sobre nosotros. Pichea adelantó uno de sus mocasines para patear a la bola peluda. Al alejarse el perrito con un gañido, golpeé a Pichea en la espinilla.
– Ésta no es tu casa, grandullón. Si le tienes miedo a los perros, quédate en la tuya.
Su hermética cara cuadrada se encendió de ira.
– Podría hacerte encerrar por agresión, Warshawski.
– Podrías, pero no lo harás. Eres demasiado gallina para enfrentarte a alguien de tu talla -pasé con determinación delante de él e inicié la desalentadora búsqueda de algún papel con el nombre del hijo de la señora Frizell. Sólo necesité media hora para darme cuenta de que podía llamar a información de San Francisco. ¿Cuántos Frizell podía haber? Resultó que seis, con dos ortografías diferentes. El cuarto con el que hablé, Byron, era su hijo. Decir que fue tibia sería sobrevalorar su reacción a las noticias sobre su madre.
– ¿La han llevado al hospital? Bien, bien. Gracias por molestarse en llamar.
– ¿Quiere saber a qué hospital?
– ¿Qué? Sí, estaría bien. Escuche, ahora mismo estoy ocupado. ¿Sharansky, dice que se llama? ¿Qué tal si la llamo por la mañana?
– Warshawski -empecé a deletrearlo, pero había cortado la comunicación.
Todd seguía allí, esperando, hasta que Byron colgó.
– ¿Qué ha dicho que va a hacer?
– No piensa salir en el primer avión. La señora Hellstrom cuidará de los perros. Los demás deberíamos volver a casa y dejarlo por ahora.
Al igual que la señora Hellstrom, estaba deseando cambiarme de ropa. Carol se había ido mientras yo hablaba con el segundo Frizell. El señor Contreras andaba en la cocina, poniéndoles comida fresca y agua a los perros. Estaba impaciente por volver con Peppy, pero era demasiado caballeroso como para dejarme sola allí.
– ¿Crees que estarán bien, pequeña?
– Creo que estarán estupendamente -respondí con firmeza. Ni muerta me iba a endilgar a mí cinco perros más que cuidar.
Mientras cerraba la casa los oímos gemir y arañar la puerta desde el otro lado.