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«El poder de la belleza, aún lo recuerdo.»
Dryden
Queridos huéspedes de «Cypress Point»:
Tengan un muy buen día. Espero que mientras lean esto estén disfrutando de uno de nuestros deliciosos zumos. Como algunos de ustedes sabrán, todas las naranjas y pomelos son cultivados especialmente para nosotros.
¿Han hecho alguna compra en nuestra boutique esta semana? Si todavía no lo hicieron, tienen que pasar a ver las maravillosas prendas que acabamos de recibir para hombres y mujeres. Todas prendas únicas, por supuesto, ya que cada uno de nuestros huéspedes es único.
Un recordatorio en cuanto a la belleza. En estos momentos, deben de estar sintiendo músculos que habían olvidado que tenían. Recuerden, el ejercicio nunca es dolor. Una leve molestia demuestra que están logrando el estiramiento. Y cada vez que se ejerciten, recuerden mantener las rodillas relajadas.
¿Tienen una buena apariencia? Para aquellas diminutas líneas que el tiempo y las experiencias de la vida han dejado en nuestro rostro, recuerden que el colágeno, como una mano amable, está aguardando para suavizarlas.
Manténganse serenos, tranquilos, felices. Y disfruten de un buen día.
Barón y baronesa Von Schreiber
Mucho antes de que los primeros rayos de sol anunciaran otro día brillante en la península de Monterrey, Ted estaba despierto pensando en las semanas que tenía por delante. El juicio. El banquillo del acusado, donde se sentaría, sintiendo las miradas de los demás posadas sobre él, tratando de captar el impacto del testimonio sobre los miembros del jurado. El veredicto: culpable de asesinato en segundo grado. «¿Por qué segundo grado? -le había preguntado a su primer abogado-. Porque en el Estado de Nueva York, el primer grado se reserva para los agentes del orden público. Pero en realidad, en lo referente a sentencias, es lo mismo.». «De por vida -se dijo-. Una vida en prisión.»
A las seis se levantó para salir a correr. La mañana era clara y fresca, pero sería un día caluroso. Sin saber muy bien adonde ir, dejó que sus pasos eligieran solos el camino y no se sorprendió cuando, al cabo de veinte minutos, se encontró frente a la casa de su abuelo en Carmel. Quedaba frente al océano. En aquel entonces era blanca, pero los actuales propietarios la habían pintado de un verde musgo; era bonita, pero él la prefería de blanco porque de ese modo reflejaba el sol de la tarde. Uno de sus primeros recuerdos era de esa playa. Su madre lo ayudaba a construir castillos de arena, riendo, con el cabello oscuro sobre el rostro, feliz de estar allí y no en Nueva York, agradecida por el descanso. ¡Ese maldito bastardo que había sido su padre! La forma en que trataba a su madre, la ridiculizaba, se burlaba de ella. ¿Por qué? ¿Qué hace que una persona sea tan cruel? ¿O era el alcohol lo que poco a poco fue convirtiendo a su padre en ese ser salvaje y maligno en que finalmente se convirtió? Eso era su padre: botella y puños. ¿Había heredado él su carácter siniestro?
Ted permaneció de pie en la playa, observando la casa, viendo a su madre en el porche, recordando a sus abuelos en el funeral de su madre, escuchando que su abuelo decía: «Tendríamos que haber hecho que lo dejara.» Y su abuela que le respondía: «Ella no lo habría dejado, porque ello habría significado dejar a Ted.»
De niño se preguntó si todo habría sido por su culpa. Aún seguía haciéndose la misma pregunta. Y seguía sin hallar la respuesta.
Vio que alguien lo miraba desde una ventana y, rápidamente, retomó la marcha.
Bartlett y Craig lo aguardaban en su bungalow. Ellos ya habían desayunado. Ted fue hasta el teléfono y ordenó un zumo, café y tostadas.
– Regresaré en seguida -les dijo. Se duchó y se puso un par de pantalones cortos y una camiseta de algodón. Cuando salió, la bandeja del desayuno estaba aguardándolo-. Qué servicio más rápido. Min sí que sabe cómo dirigirlo. Habría sido una buena idea hacer una franquicia de este lugar para nuevos hoteles.
Ninguno de los dos hombres le respondió. Permanecieron sentados junto a la mesa de la biblioteca observándolo como si supieran que Ted no esperaba, o no quería, ningún comentario al respecto. Bebió el zumo de un trago y tomó la taza de café.
– Mañana partiremos a Nueva York. Craig, organiza una reunión de dirección urgente para el sábado por la mañana. Voy a renunciar como presidente y director de la compañía y te nombraré en mi lugar.
Su expresión hizo que Craig no discutiera. Se volvió hacia Bartlett con frialdad.
– He decidido declararme culpable, Henry. Quiero que me prepares para la mejor y para la peor sentencia que puedo esperar.
Todavía estaba acostada cuando Vicky le llevó la bandeja con el desayuno. La colocó junto a la cama y estudió a Elizabeth con atención.
– No te sientes muy bien.
Elizabeth acomodó las almohadas contra la cabecera de la cama y se incorporó.
– Oh, supongo que sobreviviré. -Intentó sonreír-. De una forma u otra, tenemos que hacerlo, ¿no? -Tomó el florero con una sola flor que estaba sobre la bandeja-. ¿Qué es eso que siempre dices acerca de llevarle rosas a las flores marchitas?
– No me refiero a ti. -El rostro angular de Vicky se suavizó-. Estuve fuera estos dos últimos días. Acabo de enterarme de lo que le sucedió a la señorita Samuels. Era una mujer muy agradable. ¿Pero qué diablos hacía en la casa de baños, puedes decirme? Una vez me dijo que con sólo mirar ese lugar sentía escalofríos. Decía que le recordaba una tumba. Aun si no se sentía bien, ése sería el último lugar adonde iría…
Después de que Vicky partió, Elizabeth tomó el programa que estaba sobre la bandeja del desayuno. No tenía intenciones de ir a «Cypress Point» para ningún tratamiento o clase de ejercicios, pero cambió de parecer. Tenía un masaje con Gina a las diez. Los empleados hablan. Vicky acababa de confirmarle su impresión de que Sammy jamás habría ido por propia decisión a la casa de baños. El domingo cuando llegó y estuvo con Gina para un masaje, ella le había comentado los problemas financieros por los que estaban atravesando. Podría llegar a enterarse de algo más si hacía las preguntas adecuadas.
Como de todas formas tenía que ir allí, Elizabeth decidió seguir el programa completo. La primera clase de ejercicios la ayudó a animarse, aunque le resultaba difícil no mirar hacia el lugar donde Alvirah Meehan había estado la última vez. Se había esforzado tanto en los ejercicios, que al final de la clase respiraba con dificultad. «Pero no aflojé», le había comentado orgullosa a Elizabeth.
Encontró a Cheryl en el corredor que llevaba a las salas de masaje facial. Estaba envuelta en un albornoz. Tenía las uñas de los pies y de las manos pintadas de un color rosa violáceo. Elizabeth hubiera pasado sin dirigirle la palabra, pero Cheryl la tomó del brazo.
– Elizabeth, tengo que hablarte.
– ¿Sobre qué?
– Esas cartas anónimas. ¿Existe la posibilidad de encontrar alguna otra? -Sin esperar una respuesta, continuó-: Porque si tienes otra o encuentras otra, quiero que sea analizada, que rastreen las huellas, cualquier cosa que tú y el mundo de la ciencia puedan hacer para descubrir a la persona que las envió. ¡Y esa persona no fui yo! ¿Entendido?
Elizabeth la observó alejarse por el corredor. Tal como Scott le había dicho, parecía convincente. Por otra parte, si estaba segura de que esas dos cartas eran las únicas que se podían encontrar, no coma ningún riesgo mostrando tanto interés. Después de todo, Cheryl no era tan mala actriz.
A las diez, Elizabeth estaba en la camilla de masajes. Cuando Gina entro en el gabinete, comentó:
– Parece que están todos muy excitados.
– ¿Lo crees?
Gina le colocó una gorra de plástico para protegerle el cabello.
– Lo sé. Primero, la señorita Samuels, luego la señora Meehan. Es una locura. -Se echó un poco de crema en las manos y empezó a masajearle el cuello-. Otra vez en tensión. Ha sido un tiempo difícil para ti. Sé que tú y la señorita Samuels erais muy amigas.
Era más fácil no hablar sobre Sammy. Logró murmurar:
– Sí, lo éramos. ¿Gina, alguna vez te tocó atender a la señora Meehan?
– Por supuesto. El lunes y el martes. Es todo un personaje. ¿Qué le sucedió?
– No están seguros, están tratando de verificar su historial clínico.
– Hubiera jurado que era fuerte como un toro, un poco gordita, pero tenía buena tonificación, buenos latidos, buena respiración; le tenía miedo a las agujas, pero eso no provoca un ataque al corazón.
Elizabeth sintió dolor en la espalda mientras los dedos de Gina masajeaban los músculos tensos. De repente, Gina se echó a reír.
– ¿Crees que había alguien que no supiera que iba a recibir un tratamiento de colágeno en la sala C? Una de las muchachas oyó que le preguntaba a Cheryl Manning si ella se había hecho un tratamiento con colágeno alguna vez. ¿Te imaginas?
– En realidad, no. Gina, la otra vez me comentaste que «Cypress Point» no ha sido el mismo desde la muerte de Leila. Sé que ella atraía a aquellos que buscan estar en compañía de celebridades, pero el barón traía una buena cantidad de caras nuevas cada año.
Gina se echó más crema en las manos.
– Es gracioso. Eso se terminó hace casi dos años. Nadie sabe por qué. Hacía muchos viajes, pero la mayoría eran a Nueva York. Recuerdas, solía asistir a los bailes de caridad en una docena de ciudades importantes, y entregaba en persona el certificado para una semana gratis en «Cypress Point» al ganador. Para cuando terminaba su discurso, el afortunado ganador ya tenía a tres o cuatro amigos dispuestos a acompañarlo… Y por supuesto, ellos sí que pagaban.
– ¿Y por qué crees que eso se terminó?
Gina bajó el tono de voz.
– Él andaba en algo. Nadie supo muy bien qué era, ni siquiera Min, supongo… Ella comenzó a viajar de repente con él. Estaba preocupada de que Su Alteza Real, o como quiera que él se autodenomine, tuviera algo en Nueva York…
«¿Algo en Nueva York?» Mientras Gina seguía con el masaje, Elizabeth se quedó callada. ¿Ese algo sería la obra llamada Merry-Go-Round? De ser así, Min había adivinado la verdad hacía mucho tiempo.
Ted salió del sector masculino a las siete. Después de dos horas de ejercicios en los aparatos «Nautilus» y unos cuantos largos en la piscina, se dio un masaje y luego se sentó en uno de los jacuzzi individuales al aire libre. El sol era cálido, no había brisa; una bandada de cormoranes oscureció por un momento un cielo sin nubes. Los camareros estaban poniendo las mesas para el almuerzo en el patio. Las sombrillas rayadas en tonos suaves de verde limón y amarillo hacían juego con las coloridas baldosas del piso.
Ted volvió a pensar en lo bien dirigido que estaba el lugar. Si las cosas fueran diferentes, pondría a Min y al barón al frente de una docena de «Cypress Point» en todo el mundo. Casi sonrió. No totalmente al frente. Los gastos del barón serían controlados por un administrador muy cuidadoso.
Bartlett habría hablado con el fiscal de distrito. Ahora ya tendría una idea del tipo de sentencia que podía esperar. Seguía pareciéndole increíble. Algo que no recordaba haber hecho lo había obligado a convertirse en una persona completamente diferente, lo había obligado también a cambiar de estilo de vida.
Caminó lentamente hacia su bungalow, saludando con la cabeza a los huéspedes que estaban sentados cerca de la piscina olímpica después de la clase de ejercicios. No se sentía con ánimo de conversar con ninguno de ellos. Tampoco quería enfrentarse a las discusiones que tendría con Henry Bartlett.
Recuerdos. Una palabra que lo obsesionaba. Fragmentos. Pedazos. Volvía a subir en el ascensor. Estaba en el pasillo. Se balanceaba. Estaba ebrio. ¿Y luego, qué? ¿Por qué se había bloqueado? ¿Porque no quería recordar lo que había hecho?
La prisión. Confinamiento en una celda. Sería mejor que…
No había nadie en su bungalow. Por lo menos, era un alivio. Estaría más en paz. Sin embargo, estaba seguro de que regresarían para el almuerzo.
Craig. Era un hombre detallista. La compañía no llegaría a la cima con él, pero podría mantenerla donde estaba. Tendría que estarle agradecido. Craig había aparecido cuando el avión con los ocho mejores ejecutivos de la empresa se estrelló en París. Le fue indispensable cuando Kathy murió, y le era indispensable ahora. Y pensar…
¿Cuántos años estaría encerrado? ¿Siete? ¿Diez? ¿Quince?
Le quedaba sólo una cosa por hacer. Tomó el papel de carta con membrete personal y se puso a escribir. Cuando terminó, cerró el sobre, llamó a una camarera e hizo que lo llevara al bungalow de Elizabeth.
Hubiera preferido esperar hasta el día siguiente en que partía, pero tal vez si sabía que no habría juicio ella se quedaría allí un poco más de tiempo.
Al regresar a su bungalow al mediodía, Elizabeth encontró el sobre en la mesa. Cuando vio el nombre Winters escrito con aquella letra tan firme y derecha que le era tan familiar, sintió que se le secaba la boca. ¿Cuántas veces había recibido una nota en ese papel, con esa letra, en su camerino durante los entreactos? «Hola, Elizabeth. Acabo de llegar a la ciudad. ¿Qué te parece si cenamos juntos? A menos que estés cansada. El primer acto estuvo sensacional. Con amor, Ted.» Entonces cenaban y llamaban a Leila desde el restaurante. «Cuídalo por mí, Sparrow. No dejes que una putita barata lo enloquezca.»
Ambos tenían el oído pegado al teléfono «Tú ya me enloqueciste, Estrella», le decía Ted.
Y ella era consciente de su cercanía, de su mejilla rozando la suya, y apretaba con fuerza el teléfono, siempre deseando haber tenido el coraje de rechazar la invitación.
Abrió el sobre. Pudo leer dos oraciones antes de dejar escapar un grito ahogado y luego tuvo que esperar un momento, antes de poder seguir leyendo.
Querida Elizabeth:
Sólo puedo decirte que lo siento, y esa palabra no tiene mucho significado. Tenías razón. El barón me oyó pelear con Leila aquella noche. Syd se cruzó conmigo en la calle. Le dije que Leila estaba muerta. Es inútil seguir simulando que no estuve allí. Créeme, no recuerdo nada de todos esos momentos, pero en vista de los hechos, voy a declararme culpable de asesinato en cuanto regrese a Nueva York.
Por lo menos, esto pondrá punto final a este terrible asunto y te evitará la agonía de tener que atestiguar en mi juicio y de verte forzada a revivir las circunstancias de la muerte de Leila.
Que Dios te bendiga y te proteja. Hace mucho tiempo, Leila me contó que cuando eras pequeña y salisteis de Kentucky para venir a Nueva York, tú estabas muy asustada y que ella te cantó esa hermosa canción… «No llores más, my Lady…»
Piensa en ella cantándote esa canción ahora, y trata de comenzar un nuevo y más feliz capítulo de tu vida.
Ted
Durante las dos horas siguientes, Elizabeth permaneció acurrucada en el sofá, abrazada a sus rodillas y con la mirada perdida. «Esto era lo que querías -trató de convencerse-. Pagará por lo que le hizo a Leila.» Pero el dolor era tan intenso que gradualmente se fue convirtiendo en aturdimiento.
Cuando por fin se levantó, le dolían las piernas y caminaba con la vacilación de los ancianos. Todavía quedaba por desvelar el asunto dejas cartas anónimas.
No descansaría hasta descubrir quién las había enviado y precipitado esa tragedia.
Eran más de la una cuando Bartlett llamó a Ted.
– Tenemos que hablar en seguida -le dijo Henry en tono cortante-. Ven en cuanto te sea posible.
– ¿Existe alguna razón por la que no podamos vernos aquí?
– Estoy esperando algunas llamadas de Nueva York. Y no quiero arriesgarme a perderlas.
Cuando Craig le abrió la puerta, Ted no perdió tiempo con rodeos.
– ¿Qué sucede?
– Algo que no te gustará.
Bartlett no estaba frente a la mesa oval que solía utilizar como escritorio. Esta vez, estaba reclinado sobre el teléfono como si esperara que saltara en cualquier momento. Tenía una expresión meditativa. «Como un filósofo enfrentado a un problema demasiado difícil», pensó Ted.
– ¿Es muy malo? -preguntó Ted-. ¿Diez años? ¿Quince?
– Peor. No aceptan tu declaración. Ha surgido un nuevo testigo ocular.
Con pocas palabras e incluso, con brusquedad, le explicó:
– Como sabrás, pusimos detectives privados para que se ocuparan de Sally Ross. Queríamos desacreditarla en todas las formas posibles. Uno de los detectives estaba en su edificio hace dos noches. Atraparon a un ladrón con las manos en la masa en el apartamento que queda en el piso de arriba de la señora Ross. Hizo un trato con el fiscal de distrito. Ya había estado una vez en el lugar. La noche del veintinueve de marzo. ¡Él dice que te vio empujar a Leila por la terraza!
Observó que Ted palidecía.
– No podré declarar culpabilidad y negociar la sentencia -murmuró Ted en un tono tan bajo que Henry tuvo que inclinarse hacia delante para oír lo que decía.
– Con un testigo así, no tienen necesidad de hacer ningún trato. Por lo que me informó mi gente, su visión no tenía ningún obstáculo. Sally Ross tenía ese eucalipto en la terraza, obstruyendo su línea de visión. Esto fue un piso más arriba, y sin árbol.
– No me interesa cuántas personas vieron a Ted aquella noche -estalló Craig-. Estaba ebrio. No sabía lo que hacía. Voy a perjurar. Diré que estaba hablando por teléfono conmigo a las nueve y media.
– No puedes perjurar -le respondió Bartlett-. Ya declaraste haber oído el teléfono y no haber respondido.
Ted se puso las manos en los bolsillos.
– Olvidaros de ese maldito teléfono. ¿Qué es exactamente lo que este testigo dice haber visto?
– Hasta el momento, el fiscal de distrito se ha negado a atender mis llamadas. Tengo algunos contactos allí y pude saber que este tipo sostiene que Leila estuvo luchando por su vida.
– ¿Entonces, podrían darme la pena máxima?
– El juez asignado a este caso es un imbécil. Puede dejar ir a un magnicida con sólo una palmada en la mano, pero le gusta mostrar lo rudo que es con la gente importante. Y tú eres importante.
Sonó el teléfono. Bartlett ya lo tenía en el oído antes de que sonara por segunda vez. Ted y Craig vieron cómo fruncía el entrecejo, se humedecía los labios con la lengua y luego se mordía el labio inferior. Escucharon mientras él ladraba instrucciones.
– Quiero un informe con los cargos de ese tipo. Quiero saber qué tipo de trato le ofrecieron. Quiero que saquen fotografías del balcón de esa mujer en una noche de lluvia. Pónganse a trabajar.
Cuando colgó el auricular, estudió a Ted y Craig: Ted se había derrumbado en su silla mientras que Craig se había enderezado en la suya.
– Vamos a juicio -anunció-. Ese nuevo testigo había estado antes en el apartamento. Describió el interior de varios armarios. Esta vez lo pillaron cuando puso los pies en el pasillo de entrada. Dice que te vio, Teddy. Leila estaba aferrada a ti, tratando de salvar su vida. Tú la levantaste, la pusiste del otro lado de la balaustrada y la sacudiste hasta que se soltó. No será una escena muy agradable cuando la describan en el juicio.
– Yo… la… sostuve… al otro… lado… de… -Ted tomó un florero que estaba encima de la mesa y lo arrojó contra la chimenea de mármol en el otro extremo del cuarto. Se hizo añicos, y pedazos del fino cristal quedaron desparramados por la alfombra-. ¡No! ¡No es posible! -Se volvió y corrió enloquecido hacia la puerta. La cerró detrás de sí con tanta fuerza que destrozó el panel de vidrio.
Lo vieron correr atravesando el parque hacia los árboles que separaban «Cypress Point» del Bosque Crocker.
– Es culpable -dijo Bartlett-. No hay forma de salvarlo ahora. Si me dan un mentiroso, puedo trabajar con él. Si lo llevo al estrado, el jurado encontrará que Teddy es arrogante. Si no lo hago, Elizabeth describirá la forma en que le gritó a Leila, y tendremos a los dos testigos relatando cómo la mató. ¿Y yo tengo que trabajar con eso? -Cerró los ojos-. A propósito, acaba de demostrarnos que tiene un temperamento violento.
– Hay una razón especial para ese exabrupto -explicó Craig con calma-. Cuando Ted tenía ocho años, su padre, en un arranque de furia estando ebrio, sostuvo a su madre por encima de la terraza de su apartamento, que quedaba en el último piso.
Hizo una pausa para recuperar el aliento.
– La diferencia es que su padre decidió no arrojarla.
A las dos de la tarde, Elizabeth llamó a Syd y le pidió que se reuniera con ella en la piscina olímpica. Cuando ella llegó allí, estaba por comenzar una clase de ballet acuático. Hombres y mujeres con balones hinchables seguían las instrucciones del profesor.
– Sostengan el balón entre las manos; muévanlo de un lado al otro… no, manténganlo bajo el agua… Ahí es donde se hace la fuerza. -Pusieron la música.
Eligió una mesa en el extremo más alejado del patio. No había nadie cerca. Diez minutos después, oyó un ruido detrás de sí y se asustó. Era Syd. Había cortado camino por entre los arbustos; apartó una silla y se sentó. Movió la cabeza en dirección a la piscina.
– Cuando era pequeño, vivíamos en la portería de un edificio. Es sorprendente los músculos que mi madre sacó barriendo con la escoba.
Su tono era agradable, pero su actitud reservada. La camiseta con cuello polo que llevaba y los pantalones cortos revelaban la fuerza de sus brazos y piernas. «Es gracioso -pensó Elizabeth-, siempre consideré a Syd un debilucho, tal vez porque le falta porte. Y es un error.»
Ese sonido que había hecho al llegar. ¿Era una silla lo que había oído que movían la noche anterior al salir de la piscina? Y el lunes a la noche creyó haber visto a alguien o algo que se movía. ¿Era posible que la hubiesen estado observando mientras nadaba? La idea era inquietante.
– Para pagar tanto por relajarse, hay bastante gente tensa por aquí -comentó Syd. Se sentó justo frente a ella.
– Y yo soy la más tensa de todos, supongo. Syd, tú habías invertido tu propio dinero en Merry-Go-Round. Tú le llevaste a Leila el libreto. Y también te ocupaste de algunas correcciones Tengo que hablar con el autor, Clayton Anderson. ¿Dónde puedo encontrarlo?
– No tengo la menor idea. No lo conozco. El contrato se negoció a través de su abogado.
– Dime su nombre.
– No.
– Es porque no hay ningún abogado, ¿no es así Syd? Helmut fue quien escribió la obra, ¿no es verdad? Él te la llevó a ti y tú se la llevaste a Leila. Helmut sabía que Min se enojaría si se enteraba del asunto. Esa obra fue escrita por un hombre obsesionado por Leila. Es por eso que la obra habría funcionado para ella.
Syd enrojeció.
– No sabes de qué estás hablando.
Le mostró la nota que Ted le había escrito.
– ¿Que no sé? Cuéntame cuando te reuniste con Ted la noche en que Leila murió. ¿Por qué no me diste esa información hace meses?
Syd estudió la nota.
– ¡Y lo puso por escrito! Es más tonto de lo que creía.
Elizabeth se inclinó hacia delante.
– Según esta nota, el barón oyó a Ted luchando con Leila, y Ted te dijo a ti que Leila había muerto. ¿A ninguno de vosotros se os ocurrió ver qué había sucedido, si había alguna posibilidad de ayudarla?
Syd echó la silla hacia atrás.
– Te he escuchado demasiado.
– No, aún no. Syd, ¿por qué fuiste al apartamento de Leila aquella noche? ¿Por qué fue el barón allí? No esperaba a ninguno de los dos.
Syd se puso de pie. La ira le distorsionaba las facciones.
– Escucha, Elizabeth, tu hermana me arruinó cuando dejó la obra. Iba a pedirle que lo reconsiderara. Nunca llegué al edificio. Ted pasó corriendo junto a mí y yo lo seguí. Él me dijo que ella estaba muerta. ¿Quién sobrevive a una caída como ésa? No quise meterme. En ningún momento vi al barón aquella noche. -Le devolvió la carta-. ¿No estás satisfecha? Ted irá a prisión. ¿No es lo que querías?
– No te vayas aún, Syd, todavía tengo que hacerte muchas preguntas. La carta que robó Cheryl. ¿Por qué la destruiste? Podía haberlo ayudado. Pensé que estabas ansioso por ayudarlo.
Syd se dejó caer sobre la silla.
– Mira, Elizabeth, haré un trato contigo. Romper esa carta fue un error de mi parte. Cheryl jura no haber escrito esa carta ni ninguna otra. Y yo la creo.
Elizabeth aguardó. No iba a admitir que Scott también la creía.
– Tienes razón acerca del barón -continuó-, él escribió la obra. Ya sabes cómo se burlaba Leila. Él quería tener poder sobre ella, hacer que le debiera algo. Otro tipo querría llevársela a la cama. -Hizo una pausa-. Elizabeth, si Cheryl no puede irse mañana y asistir a esa conferencia de Prensa, perderá la serie. El estudio no la contratará si descubre que está detenida. Scott te tiene confianza. Convéncelo de que Cheryl no tiene nada que ver con todo esto y te daré una pista acerca de esas cartas.
Elizabeth lo miró. Syd asumió que su silencio era una aceptación. Mientras hablaba, golpeaba la mesa con la punta de los dedos.
– El barón escribió Merry-Go-Round. Tengo los cambios hechos a mano en los primeros libretos. Juguemos a las suposiciones, Elizabeth. Supongamos que la obra es un éxito. El barón ya no necesita a Min. Está cansado del juego de «Cypress Point». Ahora es un escritor de Broadway y siempre junto a Leila. ¿Cómo podía Min evitar que eso sucediera? Asegurándose de que la obra es un fracaso. ¿Cómo lo logra? Destruyendo a Leila. Y ella era quien sabía cómo hacerlo. Ted y Leila estuvieron juntos durante tres años. Si Cheryl hubiera querido entrometerse, ¿por qué iba a esperar tanto?
Syd no aguardó la respuesta. La silla hizo el mismo ruido que había hecho cuando la corrió para sentarse. Elizabeth se quedó mirándolo. Tenía sentido. Casi podía oír a Leila decir: «Oh, Sparrow, Min sí que está caliente con el Soldadito de Juguete. No me gustaría trabar amistad con él. Min me perseguiría con un hacha.»
¿O con tijera y goma de pegar?
Syd desapareció de la vista. Elizabeth no pudo ver su sonrisa cuando estuvo fuera de su campo visual.
«Podría llegar a funcionar», pensó Syd. Había estado pensando en cómo jugar esa carta, y ella le había facilitado las cosas. Si le creía, Cheryl podría quedar limpia. La sonrisa desapareció. Podría quedar…
Pero ¿qué sucedería con él?
Elizabeth permaneció inmóvil cerca de la piscina hasta que la voz del instructor de gimnasia interrumpió la violenta impresión que le produjo la posible traición de Min. Se puso de pie y se dirigió hacia el edificio principal.
La tarde había cumplido la promesa de la mañana. El sol era cálido y no soplaba viento; hasta los cipreses parecían más acogedores con sus brillantes hojas inmóviles. Las petunias, geranios y azaleas, vivaces pues acababan de regarlas, se abrían a la tibieza del sol.
En la oficina de recepción, encontró a una empleada temporal, una muchacha de unos treinta años de rostro agradable. El barón y la baronesa habían ido al hospital de Monterrey para ofrecer su ayuda al marido de la señora Meehan.
– Están muy abatidos por ella. -La recepcionista parecía muy impresionada por lo preocupados que estaban.
«También estuvieron abatidos cuando Leila murió», pensó Elizabeth. Ahora se preguntaba cuánto del dolor de Min provenía de su culpa. Escribió una nota para el barón y la colocó en un sobre.
– Por favor, entréguele esto en cuanto regrese.
Miró la máquina de escribir. Sammy había estado usando esa máquina cuando, por alguna razón, entró en la casa de baños. ¿Y si realmente había tenido alguna especie de ataque que la había desorientado? ¿Y si había dejado la carta en la fotocopiadora? Min había bajado temprano a la mañana siguiente. Debió de haberla descubierto y la destruyó.
Cansada, Elizabeth regresó a su bungalow. Nunca sabría quién había enviado esas cartas. Nadie lo admitiría jamás. ¿Y por qué permanecía allí entonces? Todo había terminado. ¿Y qué haría con el resto de su vida? En la nota, Ted le decía que comenzara un nuevo y más feliz capítulo en su vida. ¿Dónde? ¿Cómo?
Le dolía mucho la cabeza. Se dio cuenta de que otra vez se había saltado el almuerzo. Llamaría para ver cómo seguía Alvirah Meehan y luego comenzaría a hacer sus maletas. Es horrible no tener ningún lugar adonde querer ir ni ninguna persona con quien querer estar. Sacó una maleta del armario, la abrió, pero se detuvo abruptamente.
Todavía tenía el broche de Alvirah. Estaba en el bolsillo de los pantalones que había usado al ir a la clínica. Cuando lo sacó y lo sostuvo en la mano, se dio cuenta de que era más pesado de lo que esperaba. No era una experta en joyas, pero era evidente que ese broche no era de gran valor. Le dio la vuelta y comenzó a estudiar la parte de atrás. No tenía el habitual broche de seguridad. En lugar de eso, había un implemento extraño. Volvió otra vez el broche para estudiar la parte de adelante. ¡La apertura del centro era un micrófono!
El impacto de su descubrimiento la dejó atónita. Las preguntas aparentemente inocentes, la forma en que Alvirah Meehan jugaba con el broche… Estaba orientando el micrófono para que captara las voces de las personas con quienes estaba. El bolso en su bungalow con el costoso cassette, las cassettes… Tenía que apoderarse de ellas antes de que otro lo hiciera.
Llamó a Vicky.
Quince minutos después, estaba de vuelta en su bungalow, con el cassette y las cassettes de Alvirah Meehan. Vicky parecía preocupada y temerosa.
– Espero que nadie nos haya visto entrar allí -le dijo.
– Le entregaré todo al sheriff Alshorne -la tranquilizó Elizabeth-. Sólo quiero estar segura de que no desaparezcan si el marido de la señora Meehan se lo cuenta a alguien. -Elizabeth aceptó un té con un emparedado. Cuando Vicky regresó con la bandeja, la encontró con los auriculares puestos, tomando notas mientras escuchaba las cintas.
A Scott Alshorne no le gustaba tener una muerte sospechosa y otra casi muerte sospechosa sin resolver. Dora Samuels había sufrido un leve ataque justo antes de morir. ¿Cuánto tiempo antes? Alvirah Meehan tenía una gota de sangre en la cara que sugería una inyección. El informe de laboratorio mostró un nivel muy bajo de azúcar en la sangre, posiblemente el resultado de una inyección. Los esfuerzos del barón le habían salvado la vida. ¿Y eso qué aclaraba?
No había podido localizar al marido de la señora Meehan hasta la una de la mañana, hora de Nueva York. Él alquiló un avión y llegó a las siete de la mañana, hora local. A la tarde temprano, Scott fue hasta el hospital para hablar con él.
Scott no podía creer lo que veía: Alvirah Meehan, muy pálida, respirando con dificultad y conectada a unas máquinas. Se suponía que la gente como ella no se enfermaba. Estaba demasiado llena de vida. El hombre corpulento que estaba de espaldas pareció no notar su presencia. Estaba inclinado, susurrándole algo a Alvirah.
Scott le tocó un hombro.
– Señor Meehan, soy Scott Alshorne, sheriff del condado de Monterrey. Siento lo sucedido con su esposa.
Willy Meehan señaló con la cabeza el lugar donde estaban las enfermeras.
– Ya me informaron sobre su estado. Pero le aseguro que ella se pondrá bien. Le he dicho que si se muere y me deja, iba a gastarme todo el dinero en una rubia callejera. Ella no dejará que eso suceda, ¿no es verdad, querida? -Comenzaron a rodarle lágrimas por las mejillas.
– Señor Meehan, tengo que hablar con usted unos minutos.
Podía sentir que Willy se acercaba, pero no podía comunicarse con él. Alvirah nunca se había sentido tan débil. Ni siquiera podía mover una mano, estaba tan cansada…
Y tenía que decirle algo. Sabía lo que le había sucedido. Todo estaba muy claro ahora. Tenía que esforzarse por hablar. Trató de mover los labios, pero no pudo. Quiso mover un dedo. Willy tenía la mano apoyada sobre la suya y no pudo juntar la fuerza como para hacerle entender que estaba tratando de comunicarse.
Si tan sólo pudiera mover los labios, llamar su atención. Estaba hablando de los viajes que harían juntos. La irritaba que no pudiera escucharla. «Cállate y escucha… -quería gritarle-. Oh, Willy, por favor, escucha…»
La conversación fuera de la sala de cuidados intensivos no fue satisfactoria. Alvirah era «fuerte como un toro». Nunca se enfermaba. No tomaba ningún medicamento. Scott ni se molestó en preguntar si existía la posibilidad de que se drogara. No existía y no quería ofender a ese hombre tan angustiado.
– Estaba tan ansiosa por hacer este viaje -dijo Willy Mechan-. Incluso estaba escribiendo artículos para el Globe. Tendría que haber visto lo excitada que estaba cuando le mostraron cómo grabar las conversaciones de la gente.
– ¡Escribía artículos! -exclamó Scott-. ¿Grababa lo que la gente decía?
En ese momento, apareció una enfermera.
– ¿Señor Meehan, puede entrar? Está tratando de hablar. Queremos que usted le hable.
Scott entró detrás de él. Alvirah luchaba por mover los labios.
– Vo… vo…
Willy la tomó de la mano.
– Estoy aquí, querida, estoy aquí.
El esfuerzo era demasiado. Se estaba cansando mucho. Se quedaría dormida en cualquier momento. Si tan sólo pudiera pronunciar una palabra para advertirles. Con un esfuerzo tremendo, Alvirah logró pronunciar esa palabra. Lo hizo en un tono lo suficientemente alto como para oírla ella misma.
– Voces -dijo.
Las sombras de la tarde se hacían más profundas; Elizabeth, indiferente al tiempo, continuaba escuchando las cintas grabadas por Alvirah Meehan. A veces detenía el cassette, retrocedía y volvía a escuchar algún trozo. Tenía el cuaderno lleno de notas.
Estas preguntas que parecían tan faltas de tacto habían sido en realidad muy inteligentes. Elizabeth pensó en la noche cuando se sentó a la mesa de la condesa y deseaba estar escuchando lo que se decía en la mesa de Min. Ahora podía hacerlo. Parte de la conversación no era muy clara, pero sí lo suficiente como para notar la tensión, la evasión, los intentos por cambiar de tema.
Comenzó a sistematizar sus anotaciones, asignando una página por separado para cada uno de los comensales. Al pie de cada página, anotaba las preguntas que le iban surgiendo. Cuando terminó de escuchar la tercera cinta, le pareció que sólo tenía un montón de frases confusas.
«Leila, cómo me gustaría que estuvieras aquí. Eras demasiado cínica pero casi siempre tenías razón acerca de las personas. Podías ver a través de su fachada. Algo no está bien, pero no logro captarlo. ¿Qué es?»
Casi le parecía oír la respuesta, como si Leila estuviera en la habitación. «Por Dios, Sparrow, abre los ojos. Deja de ver aquello que la gente quiere que veas. Empieza por escuchar. Piensa. ¿Acaso no te lo enseñé?»
Estaba a punto de escuchar la última cassette grabada con el broche de Alvirah cuando sonó el teléfono. Era Helmut.
– Me dejaste una nota.
– Sí, lo hice. Helmut, ¿por qué fuiste al apartamento de Leila la noche en que ella murió?
Oyó cómo contenía el aliento.
– Elizabeth, no hablemos por teléfono. ¿Puedo ir a verte ahora?
Mientras aguardaba, escondió el cassette y sus notas. No quería que Helmut se enterara de la existencia de las cintas.
Por una vez, su postura militar parecía haberlo abandonado. Se sentó frente a ella con los hombros abatidos. Hablaba con voz baja y presurosa, con su acento alemán más marcado que nunca. Le contó lo mismo que le había contado a Min: él había escrito la obra y había ido a ver a Leila para que reconsiderara su decisión.
– Sacaste el dinero de la cuenta de Suiza.
Helmut asintió.
– Minna lo ha adivinado.
– ¿Es posible que lo haya sabido desde un principio? ¿Y que haya enviado las cartas porque quería perturbar a Leila para así destruir su actuación? Nadie conocía mejor que ella los estados emocionales de Leila.
El barón abrió los ojos.
– Qué extraordinario. Es el tipo de cosa que Min haría. Entonces, supo desde un principio que no le quedaba dinero. ¿Podía estar castigándome a mí?
A Elizabeth no le importó si en su rostro se veía el desprecio que sentía.
– No comparto tu admiración por ese plan, si efectivamente fue obra de Min. -Fue hasta el escritorio para buscar una libreta en blanco-. ¿Oíste a Ted pelear con Leila?
– Sí.
– ¿Dónde estabas tú? ¿Cómo entraste? ¿Cuánto tiempo permaneciste allí? ¿Qué oíste exactamente?
Elizabeth tomaba nota de todo lo que Helmut decía. Había oído a Leila rogar por su vida, y no trató de ayudarla.
Cuando terminó, tenía el rostro bañado en sudor. Quería que saliera de allí inmediatamente, pero no resistió decir:
– ¿Y si en lugar de haber salido corriendo hubieras entrado en el apartamento? Leila podría estar viva ahora. Ted no se declararía culpable para conseguir una sentencia menor si no hubieses estado tan preocupado por salvarte.
– No lo creo, Elizabeth, todo sucedió en segundos. -El barón abrió los ojos-. ¿No te has enterado? No aceptaron la declaración de culpabilidad. Lo escuché en las noticias de esta tarde. Un segundo testigo ocular vio a Ted sostener a Leila sobre la balaustrada de la terraza y arrojarla al vacío. El fiscal de distrito quiere que lo sentencien a cadena perpetua.
Leila no había caído en medio de la lucha. Él la sostuvo en alto y la arrojó en forma deliberada. Al pensar que la muerte de Leila tardó unos segundos más de lo que había imaginado en un principio, le pareció aún mucho más cruel. «Me gustaría que le dieran la pena máxima -se dijo-. Me gustaría poder testimoniar en su contra.»
Sentía una terrible necesidad de estar a solas, pero logró hacerle una pregunta más:
– ¿Viste a Syd cerca del apartamento de Leila aquella noche?
¿Podía confiar en la expresión de asombro de su rostro?
– No, no lo vi -dijo con convicción-. ¿Estuvo allí?
«Se terminó», se dijo Elizabeth. Llamó a Scott Alshorne. El sheriff había salido por un asunto oficial. ¿Alguien podía ayudarla? No. Le dejó un mensaje para que se comunicara con ella. Le entregaría el equipo de grabación de Alvirah Mechan y tomaría el siguiente vuelo a Nueva York. No era de extrañarse que todos estuvieran molestos ante el constante interrogatorio de Alvirah. La mayoría tenía algo que ocultar.
El broche. Comenzó a guardarlo en el bolso, junto al cassette, cuando se dio cuenta de que no había escuchado la última cinta. Pensó en el hecho de que Alvirah llevaba el broche en la clínica… Logró extraer el cassette del diminuto compartimiento. Si a Alvirah le asustaban tanto las inyecciones de colágeno, ¿habría dejado el cassette funcionando durante el tratamiento?
Sí. Elizabeth subió el volumen y se puso el cassette contra el oído. La cassette comenzaba con la voz de Alvirah hablando con la enfermera en la sala de tratamientos. La enfermera la tranquilizaba y la calmaba con «Valium», el click de la puerta; la respiración regular de Alvirah; otra vez el click de la puerta… La voz del barón un tanto ahogada y confusa que tranquilizaba a Alvirah, le daba una inyección; el click de la puerta, los ahogos de Alvirah, su intento de pedir ayuda, su respiración frenética, otra vez el click de la puerta, otra vez la voz cordial de la enfermera. «Aquí estamos, señora Meehan, ¿lista para el tratamiento de belleza?» Y luego, la voz de la enfermera preocupada que decía: «¿Señora Mechan, qué le ocurre?»
Hubo una pausa, luego la voz de Helmut dando órdenes, pidiendo que le abrieran el vestido, que le dieran oxígeno. Un ruido que sonaba a golpe, debió de ser cuando le oprimía el pecho; luego, Helmut que pedía la intravenosa. «Allí llegué yo -pensó Elizabeth-. Él trató de matarla. La inyección que le dio era para matarla. Las insistentes referencias de Alvirah a la oración «una mariposa flotando en una nube», cuando decía que le recordaba algo, cuando decía que Helmut era un excelente escritor… ¿Helmut se había dado cuenta de que ella estaba jugando con él? ¿Esperaba seguir ocultándole la verdad a Min acerca de la obra y de la cuenta en Suiza?»
Volvió a escuchar la última cassette una y otra vez. Había algo que no lograba entender. ¿Pero qué? ¿Qué se le escapaba?
Sin saber lo que buscaba, releyó las notas que tomó de la descripción de Helmut sobre la muerte de Leila. Su mirada quedó fija en una oración. «Pero no podía ser», pensó.
A menos que…
Como un exhausto escalador a metros de la cima, volvió a revisar las notas que había tomado de las cassettes de Alvirah Meehan.
Y halló la clave.
Siempre había estado allí, aguardándola. ¿El se había dado cuenta de lo cerca que ella había estado de la verdad?
Sí.
Tuvo un escalofrío al recordar las preguntas, al parecer tan inocentes, pero cuyas respuestas debieron de ser una amenaza para él.
Tomó el teléfono. Llamaría a Scott. Pero luego se arrepintió. ¿Qué le diría? No tenía pruebas. Nunca las habría.
A menos que lo obligara a actuar.
Scott permaneció cerca de una hora sentado junto al lecho de Alvirah, con la esperanza de que dijera algo más. Luego, tocó el hombro de Willy Meehan y dijo:
– En seguida regreso. -Había visto pasar a John Whitley y lo siguió hasta su oficina.
– ¿Puedes decirme algo más, John?
– No. -El médico parecía enojado y perplejo al mismo tiempo-. No me gusta ignorar a qué me estoy enfrentando. Su nivel de azúcar era tan bajo que sin un antecedente de hipoglucemia tengo que sospechar que alguien le inyectó insulina. Tiene la marca de un pinchazo en el lugar donde encontramos la mancha de sangre, en la mejilla. Si Von Schreiber dice que no la inyectó, algo no encaja.
– ¿Qué posibilidades tiene? -preguntó Scott.
John se encogió de hombros.
– No lo sé. Es demasiado pronto como para saber si hubo daño cerebral. Si la fuerza de voluntad puede hacerla reaccionar, su marido lo logrará. Hace todo lo correcto. Le habla sobre el avión que contrató para venir aquí, sobre cómo van a arreglar la casa cuando regresen. Si puede oírlo, querrá quedarse con nosotros.
La oficina de John daba a los jardines. Scott se acercó a la ventana, deseando poder tener más tiempo para estar solo y meditar sobre el asunto.
– No podemos probar que la señora Meehan haya sido víctima de un intento de asesinato. Ni que la señorita Samuels en realidad fue asesinada.
– No creo que puedas hacerlo, no.
– Y eso significa que aunque podamos imaginar quién deseaba la muerte de esas dos mujeres, seguimos sin poder probar nada.
– Ésa es tu especialidad, pero estoy de acuerdo contigo.
Scott tenía una pregunta más.
– La señora Meehan trataba de hablar. Por fin pudo pronunciar una palabra: «voces». ¿Es posible que alguien en sus condiciones esté tratando de comunicarnos algo que tenga sentido?
Whitley se encogió de hombros.
– Mi impresión es que su coma es muy profundo como para estar seguros de que recuerda algo. Pero podría equivocarme. No sería la primera vez que ocurre algo así.
Scott volvió a hablar con Willy Meehan en el corredor. Alvirah planeaba escribir una serie de artículos. El editor del New York Globe le había pedido que recogiera la mayor cantidad de información posible acerca de las celebridades. Scott recordó sus interminables preguntas la noche que se había quedado a cenar en «Cypress Point». Se preguntó si Alvirah habría descubierto algo, eso al menos podría explicar el ataque del que había sido víctima, si es que había sido un ataque. Y esto también explicaba el equipo de grabación tan sofisticado que encontraron en su bolso.
Tenía que reunirse con el alcalde de Carmel a las cinco de la tarde. Por la radio de su automóvil, supo que Elizabeth lo había llamado dos veces. La segunda llamada tenía carácter urgente.
El instinto lo hizo cancelar su cita con el alcalde por segunda vez consecutiva y fue directamente hacia «Cypress Point».
A través de la ventana, pudo ver a Elizabeth hablar por teléfono. Aguardó a que cortara la comunicación para llamar a la puerta. En el intervalo de treinta segundos, tuvo la oportunidad de estudiarla. El sol de la tarde que se filtraba en el cuarto creaba sombras que resaltaban los pómulos, la boca amplia y sensible, los ojos luminosos. «Si fuera escultor -pensó-, querría que posara para mí. Posee una elegancia que va más allá de la belleza.»
A la larga, su belleza superaría a la de Leila. Elizabeth le entregó las cassettes. Le indicó también las anotaciones que había hecho.
– Hazme un favor, Scott -le pidió-. Escucha con suma atención estas cassettes. Ésta -le señaló la cassette que había sacado del broche- va a sorprenderte. Escúchala y veamos si oyes lo mismo que yo.
Tenía una expresión decidida en los ojos.
– ¿Elizabeth, qué planeas?
– Tengo que hacer algo que sólo yo puedo hacer.
A pesar de la insistencia de Scott para que se explicara mejor, Elizabeth se mantuvo firme en su determinación de no decir nada. Scott le contó que Alvirah Meehan había logrado pronunciar una palabra.
– ¿Te sugiere algo la palabra «voces»?
La sonrisa de Elizabeth era enigmática.
– Claro que sí -respondió.
Ted había salido al mediodía. Eran las cinco de la tarde y aún no había regresado. Henry Bartlett estaba obviamente irritado y quería volver a Nueva York cuanto antes.
– Vinimos aquí para preparar la defensa de Ted -dijo-. Espero que se dé cuenta de que su juicio comenzará dentro de cinco días. Si no se reúne conmigo, no puedo hacer nada sentado aquí.
Sonó el teléfono. Craig saltó para contestar.
– Elizabeth, qué agradable sorpresa… Sí, es verdad. Me gustaría creer que todavía podemos convencer al fiscal de distrito para que acepte la declaración de culpabilidad, pero es bastante improbable… No, todavía no hemos decidido nada acerca de la cena, pero por supuesto que sería agradable estar contigo… ¡Oh, eso! No lo sé… No pareció más gracioso. Y siempre le molestó a Ted. Bueno. Te veré en la cena.
Scott condujo hasta su casa con las ventanillas abiertas, gozando la fresca brisa que había comenzado a soplar del océano. Le hacía bien, pero no aliviaba la sensación de temor que lo dominaba. Elizabeth estaba tramando algo y su instinto le decía que podía ser peligroso.
Una ligera niebla comenzaba a instalarse a lo largo de la costa del Pacific Grove. Más tarde, se convertiría en una niebla densa. Dobló en la esquina y estacionó frente a una agradable casa, a cien metros del acantilado. Ya hacía seis años que llegaba a esa casa vacía y ni una sola vez dejaba de sentir la nostalgia de que Jeanie no lo estuviera esperando. Solía comentar los casos con ella. Esa noche, le hubiera hecho algunas preguntas hipotéticas. «¿Crees que existe alguna relación entre la muerte de Dora Samuels y el coma de Alvirah Meehan?» Otra pregunta le vino a la mente: «¿Crees que exista alguna relación entre esas dos mujeres y la muerte de Leila?»
Y por último: «¿Qué diablos estará tramando Elizabeth?»
Para despejarse, Scott se dio una ducha y se puso ropa cómoda, Había preparado café y comenzó a cocinar una hamburguesa. Cuando estuvo lista para comer, puso la primera cassette de Alvirah.
Comenzó a escuchar las grabaciones a las seis menos cuarto. A las siete, su cuaderno de notas, al igual que el de Elizabeth, estaba repleto. A las ocho menos cuarto, escuchó la cassette que documentaba el ataque que había sufrido Alvirah.
– ¡Ese hijo de puta de Von Schreiber! -murmuró-. Entonces sí le inyectó algo. ¿Pero qué? ¿Y si cuando comenzó a aplicarle el colágeno vio que Alvirah estaba sufriendo algún tipo de ataque? De hecho había regresado casi de inmediato con la enfermera.
Scott volvió a pasar la cinta, luego lo hizo una tercera vez y por fin se dio cuenta de lo que Elizabeth quería que escuchara. Había algo extraño en la voz del barón la primera vez que se dirigió a Alvirah Meehan. Era una voz ronca, gutural, muy diferente de su voz unos momentos después, cuando le daba órdenes a la enfermera.
Llamó al hospital de Monterrey y pidió hablar con el doctor Whitley. Tenía que hacerle una pregunta.
– ¿Crees que una inyección que le hizo salir sangre pudo haber sido dada por un médico?
– He visto dar muchas inyecciones mal, y por cirujanos de primera línea. Y si un médico aplicó la inyección con la intención de hacer daño, debes sumarle también que estaría nervioso.
– Gracias, John.
– De nada.
Estaba recalentando el café cuando sonó el timbre. Atravesó la casa a grandes zancadas, abrió la puerta y encontró a Ted Winters.
Traía la ropa rasgada, el rostro sucio de barro y el cabello desordenado; tenía rasguños que le cubrían los brazos y las piernas. Estuvo a punto de caer hacia delante si Scott no lo sostenía.
– Scott, tienes que ayudarme. Alguien tiene que ayudarme. Es una trampa, lo juro. Estuve tratando de hacerlo durante horas, pero no pude. No pude hacerlo.
– Calma… Calma… -Lo rodeó con un brazo y lo acompañó hasta el sofá-, Estás a punto de desmayarte. -Le sirvió una generosa copa de coñac-. Vamos, bebe esto.
Después de unos cuantos sorbos, Ted se pasó la mano por la cara, como si tratara de borrar el pánico que había mostrado. Su intento por sonreír fue un fracaso y se echó hacia atrás, agotado. Parecía joven, vulnerable, no se parecía en nada al sofisticado director de una corporación multimillonaria. Se desvanecieron veinticinco años y Scott sintió que volvía a estar frente a aquel niño de nueve años que solía salir a pescar con él.
– ¿Comiste algo hoy? -le preguntó.
– No que recuerde.
– Entonces, bebe el coñac despacio mientras te preparo un emparedado y un poco de café.
Aguardó a que Ted terminara de comer antes de decir:
– Muy bien, cuéntamelo todo.
– Scott, no sé qué está sucediendo, pero sí estoy seguro de algo: no pude haber matado a Leila en la forma que dicen. No me importa cuántos testigos haya… Hay algo que no encaja.
Se inclinó hacia delante con expresión de súplica.
– Scott, ¿recuerdas el terror que sentía mi madre por la altura?
– Y tenía sus razones. Ese hijo de puta de tu padre…
Ted lo interrumpió.
– Estaba disgustado porque veía que yo estaba adquiriendo la misma fobia. Un día, cuando tenía alrededor de ocho años, la hizo que se asomara por el balcón de nuestro apartamento en el último piso. Ella comenzó a llorar. Me dijo: «Ven Teddy» e intentamos entrar. Pero él la levantó y ese hijo de puta la sostuvo sobre la baranda en el vacío. Eran treinta y ocho pisos de altura. Ella gritaba, suplicaba. Yo estaba aferrado a él. No la bajó hasta que se desmayó. Luego, la tiró al suelo y me dijo: «Si alguna vez veo que te asusta estar aquí afuera, te haré lo mismo.»
Ted tragó saliva y se le quebró la voz.
– Este nuevo testigo afirma que me vio hacerle eso a Leila. Hoy intenté caminar por los acantilados de Point Sur. ¡Y no pude hacerlo! No podía lograr que mis piernas se movieran.
– Las personas suelen hacer cosas extrañas cuando están bajo una presión.
– No, no. Si hubiese matado a Leila lo habría hecho de otra forma. Decir que ebrio o sobrio la sostuve por encima de la balaustrada… Syd jura que le dije que mi padre arrojó a Leila por la terraza; puede que él conociera esa historia sobre mi padre. Puede ser que todos estén mintiéndome. Scott, tengo que recordar lo que sucedió aquella noche.
Con compasión, Scott estudió a Ted, el cansancio de sus hombros caídos, la fatiga que emanaba de todo su cuerpo. Había estado caminando todo el día, obligándose a llegar al borde del acantilado, luchando contra su propio demonio para llegar a la verdad.
– ¿Les dijiste esto cuando comenzaron a interrogarte sobre la muerte de Leila?
– No, hubiera parecido ridículo. Construyo hoteles donde hacemos que la gente quiera tener un balcón. Siempre logré evitar asomarme sin hacer un problema de ello.
Estaba oscureciendo. Gotas de sudor corrían por las mejillas de Ted. Scott encendió una luz. La habitación sobrecargada de muebles, los almohadones que Jeanie había bordado, la mecedora, la librería de pino, todo cobró vida. Ted no pareció darse cuenta, estaba en un mundo aparte, atrapado por el testimonio de otras personas, a punto de ser confinado a prisión durante veinte o treinta años. «Tiene razón -decidió Scott-. Lo único que desea es volver a aquella noche.»
– ¿Quieres someterte a una prueba de hipnosis o de sodio pentotal? -le preguntó.
– Cualquiera…, o ambos…
No importa. Scott se acercó al teléfono y volvió a llamar a John Whitley al hospital.
– ¿Nunca te vas a casa? -le preguntó.
– Sí, de vez en cuando. De hecho, estaba por salir.
– Me temo que no podrás, John. Tenemos otra emergencia…
Craig y Bartlett caminaron juntos hasta el salón comedor. Habían preferido saltar la hora del cóctel y vieron a los últimos huéspedes que abandonaban la terraza ante el gong que anunciaba la cena. Había comenzado a soplar la brisa fresca del océano y los líquenes que pendían de los gigantescos pinos en el extremo norte de la propiedad se balanceaban en un movimiento rítmico y solemne, acentuado por las luces esparcidas por todo el predio.
– No me gusta -comentó Bartlett-. Elizabeth Lange está planeando algo extraño si nos pide cenar con nosotros. Te aseguro que al fiscal de distrito no le gustará nada que su principal testigo comparta la mesa con el enemigo.
– Ex principal testigo -le recordó Craig.
– Sigue siéndolo. Esa mujer, Ross, es una loca. El otro testigo es un ladrón. No me molestará ser quien interrogue a esos dos en el estrado.
Craig se detuvo y lo tomó del brazo.
– ¿Quieres decir que Ted todavía tiene una oportunidad?
– Diablos, claro que no. Es culpable. Y no es tan buen mentiroso como para ayudarse a sí mismo.
Había un anuncio en el vestíbulo. Esa noche habría un recital de flauta y arpa. Barden leyó el nombre de los artistas.
– Son de primera. Los oí el año pasado en el «Carnegie Hall». ¿Alguna vez vas allí?
– A veces.
– ¿Qué tipo de música te gusta?
– Las fugas de Bach. Y supongo que esto te sorprende.
– La verdad, no pensé en nada -contestó Bartlett cortante.
«Dios -pensó-, no veo el momento de terminar con este caso. Un cliente culpable que no sabe cómo mentir y un segundón resentido que nunca se sobrepondrá a su complejo de inferioridad.»
Min, el barón, Syd, Cheryl y Elizabeth ya estaban sentados a la mesa. Sólo Elizabeth parecía estar perfectamente relajada. Fue ella quien asumió el papel de anfitriona en lugar de Min. Había dos lugares vacíos a cada lado de ella. Cuando los vio aproximarse, extendió los brazos en gesto de bienvenida.
– Reservé estos asientos para ustedes.
«¿Y esto qué diablos significa?», se preguntó Bartlett con amargura.
Elizabeth observó cómo el camarero llenaba las copas con un vino sin alcohol.
– Min, tengo que confesarte que en cuanto llegue a casa tomaré algo bueno y fuerte -le dijo.
– Tendrías que hacer como todos los demás -sugirió Syd-. ¿Dónde está tu maletín secreto?
– Su contenido es mucho más interesante que el licor -le respondió Elizabeth. Ella dirigió la conversación durante toda la cena recordando la época en que habían estado todos juntos en «Cypress Point».
Cuando sirvieron el postre, Bartlett la desafió:
– Señorita Lange, tengo la clara impresión de que está jugando a algún tipo de juego, y a mí no me gusta participar en ninguno a menos que conozca las reglas.
Elizabeth se estaba llevando una cucharada de frambuesas a la boca. Las tragó y luego dejó la cuchara.
– Tiene razón -le dijo-. Quería estar con vosotros esta noche por una razón en especial. Tenéis que saber que ya no creo que Ted haya sido el responsable de la muerte de mi hermana.
Todos la miraron con el rostro petrificado.
– Dejadme hablar sobre eso -continuó Elizabeth-. Alguien la destruyó en forma deliberada con esas cartas anónimas. Creo que fuisteis tú, o tú. -Señaló primero a Cheryl y luego a Min.
– Te equivocas por completo -protestó esta última indignada.
– Yo te sugerí que encontraras más cartas para investigarlas. -Cheryl escupió las palabras.
– Puede ser que lo haga -respondió Elizabeth-. Señor Bartlett, ¿Ted le comentó que Syd y el barón estuvieron cerca del apartamento de mi hermana la noche en que ella murió? -Elizabeth parecía disfrutar de su expresión de asombro-. Hay mucho más en torno a la muerte de mi hermana de lo que ha salido a la luz. Lo sé. Uno de ustedes, o tal vez ambos, lo saben. Existe un nuevo argumento. Syd y Helmut habían invertido dinero en la obra. Syd sabía que Helmut era el autor. Y juntos fueron a hablar con Leila. Algo salió mal y Leila murió. Habría sido considerado un accidente si esa mujer no hubiera jurado haber visto a Ted luchar con Leila. En ese punto, mi testimonio de que Ted había regresado, lo atrapó.
El camarero estaba cerca y Min le hizo señas para que se alejara. Bartlett se dio cuenta de que las personas de las mesas cercanas los observaban, sintiendo la creciente tensión.
– Ted no recuerda haber regresado al apartamento de Leila -continuó Elizabeth-, pero supongamos que sí lo hizo y supongamos que se fue en seguida. ¿Y si uno de vosotros peleó con Leila? Todos tenéis la misma estatura. Estaba lloviendo. La testigo Ross pudo haber visto a Leila peleando y supuso que se trataba de Ted. Ambos os pusisteis de acuerdo en dejar que Ted fuera acusado de la muerte de Leila y en la historia que luego le contaríais. Es una posibilidad, ¿no es cierto?
– Minna, esta mujer está loca -se quejó el barón-. Debes saber…
– Niego absolutamente haber estado en el apartamento de Leila aquella noche -declaró Syd.
– Admites haber corrido detrás de Ted. Pero ¿desde dónde? ¿Desde el apartamento? Habría sido un golpe de suerte que Ted quedara tan traumatizado como para perder la memoria. El barón sostiene que oyó a Leila discutir con Ted. Pero yo también los oí. Estaba al otro lado de la línea telefónica. ¡Y yo no escuché lo que él sostiene haber escuchado!
Elizabeth apoyó los codos sobre la mesa y observó con atención los dos rostros furiosos que tenía frente a ella.
– Le agradezco mucho esta información -le dijo Henry Bartlett-, pero parece haber olvidado que hay un nuevo testigo.
– Un nuevo testigo muy conveniente -comentó Elizabeth-. Hablé con el fiscal de distrito esta tarde. El testigo no es muy inteligente que digamos. La noche que sostiene haber estado en ese apartamento observando cómo Ted arrojaba a Leila, estaba en la cárcel. -Se puso de pie-. ¿Craig, me acompañas hasta mi cabaña? Quiero terminar de hacer el equipaje y luego ir a nadar un poco. Puede ser que pase mucho tiempo antes de que regrese a este lugar… Si es que alguna vez lo hago.
Afuera, la oscuridad era absoluta. La luna y las estrellas habían quedado cubiertas por la niebla; los faroles esparcidos en los arbustos y los árboles eran apenas un punto de luz. Craig pasó un brazo por encima del hombro de Elizabeth.
– Fue una buena actuación -le dijo.
– Pero no fue más que eso: una actuación. No puedo probar nada. Si se mantienen unidos, no hay evidencia.
– ¿Tienes alguna otra de esas cartas que recibía Leila?
– No, era un engaño.
– Gran sorpresa lo del nuevo testigo.
– Mentí también acerca de eso. Él estaba en la cárcel aquella noche, pero lo soltaron bajo fianza a las ocho. Leila murió a las nueve y treinta y uno. Lo mínimo que pueden hacer es lograr que duden sobre su credibilidad.
Cuando llegaron a su bungalow se reclinó sobre él.
– Oh, Craig, todo esto es una locura. Siento como si estuviera excavando y excavando para hallar la verdad, tal como hacen los buscadores de oro… El único problema es que no me queda tiempo y por eso tuve que comenzar con las explosiones. Pero por lo menos, pude haber molestado a uno de ellos, de modo que él… o ella, puedan cometer algún error.
Craig le acarició el cabello.
– ¿Regresas mañana?
– Sí. ¿Y tú?
– Ted aún no ha aparecido. Puede ser que se esté emborrachando y no lo culpo. Aunque no sería propio de él… Obviamente, tenemos que esperarlo. Pero cuando todo esto termine, cuando estés lista… prométeme que me llamarás.
– ¿Y oír tu imitación de un japonés en el contestador? Ah, me olvidé que dijiste que lo habías cambiado. ¿Por qué lo hiciste, Craig? Siempre pensé que era muy gracioso. Y Leila también.
Craig pareció avergonzado y Elizabeth no aguardó la respuesta.
– Este lugar era tan divertido -murmuró ella-. ¿Recuerdas cuando Leila te invitó aquí la primera vez, antes de que llegara Ted?
– Por supuesto que lo recuerdo.
– ¿Cómo conociste a Leila? Lo he olvidado.
– Ella se alojaba en el «Beverly Winters». Le envié flores a su suite. Llamó para agradecérmelo y tomamos una copa. Ella venía para aquí y me invitó a acompañarla.
– Y luego conoció a Ted… -Elizabeth le dio un beso en la mejilla-. Ruega que lo de esta noche funcione. Si Ted es inocente, quiero que esté fuera de esto tanto como tú…
– Lo sé. Estás enamorada de él, ¿no?
– Lo estuve desde la primera vez que nos lo presentaste a Leila y a mí.
En su bungalow, Elizabeth se puso el traje de baño y la bata. Fue hasta el escritorio y escribió una larga carta a Scott Alshorne. Luego llamó a la camarera. Era una muchacha nueva, nunca la había visto antes, pero tenía que correr el riesgo. Colocó el sobre dentro de otro y escribió una nota.
– Entrégale esto a Vicky por la mañana -le explicó-. A nadie más. ¿Entendido?
– Por supuesto -respondió la muchacha un tanto ofendida.
– Gracias. -Elizabeth observó a la muchacha que se iba y se preguntó qué diría ella si hubiera leído la nota de Vicky. Ésta decía: «En caso de que muera, entrégale esto al sheriff Alshorne de inmediato.»
A las ocho, Ted ingresó en un cuarto privado del hospital de Monterrey. El doctor Whitley le presentó a un psiquiatra que lo estaba aguardando para darle la inyección. Ya habían preparado una cámara de vídeo. Scott y un ayudante serían los testigos de las declaraciones hechas bajo el pentotal.
– Sigo pensando que tu abogado debería estar aquí -le sugirió Scott.
Ted hizo una mueca.
– Bartlett fue justamente quien insistió en que no me sometiera a esta prueba. No quiero perder más tiempo hablando de ello. Quiero que se conozca la verdad.
Se quitó la chaqueta y los zapatos y se acomodó en el diván.
Unos minutos después de que le hiciera efecto la inyección comenzó a responder a las preguntas sobre la última hora que pasó con Leila.
– Ella seguía acusándome de que la engañaba. Tenía fotos mías con otras mujeres. Le dije que eso era parte de mi trabajo. Los hoteles. Nunca estuve solo con otra mujer. Traté de que razonáramos juntos. Ella había estado bebiendo todo el día. Yo bebí con ella. Me sentía mal. Le advertí que debía confiar en mí; no podía enfrentarme a este tipo de escenas por el resto de mi vida. Me dijo que sabía que trataba de romper el compromiso con ella. Leila. Leila. Se volvió loca. Traté de calmarla y ella me arañó las manos. En ese momento sonó el teléfono. Era Elizabeth. Leila seguía gritándome. Salí y fui a mi apartamento que quedaba debajo del de Leila. Me miré en el espejo. Tenía sangre en las mejillas. Y en las manos. Traté de llamar a Craig. Sabía que no podía seguir viviendo así. Sabía que todo había terminado. Pero pensé que tal vez Leila podía lastimarse a sí misma. Será mejor que me quede con ella hasta que pueda localizar a Elizabeth. Dios, estoy tan ebrio. El ascensor. El piso de Leila. La puerta estaba abierta. Leila gritaba.
Scott se inclinó hacia delante y preguntó:
– ¿Qué está gritando, Ted?
– «¡No! ¡No!» -Ted temblaba y movía la cabeza de un lado a otro como si no pudiera creer lo que veía.
»Abro bien la puerta. La habitación está a oscuras. La terraza. Leila. Sostente. Sostente. Ayúdala. ¡Sostenía! ¡No la dejes caer! ¡No dejes caer a mami!
Ted comenzó a llorar… Un llanto profundo, desgarrador, que llenaba el cuarto. Contorsionaba el cuerpo con movimientos convulsivos.
– Ted, ¿quién le hizo eso?
– Manos. Sólo manos. Ella se ha ido. Es mi padre. -Se le quebró la voz-. Leila está muerta. Papá la empujó. Papá la mató.
El psiquiatra miró a Scott.
– No obtendrá nada más por ahora. O es todo lo que sabe o sigue sin poder enfrentarse a la verdad.
– Eso es lo que temía -susurró Scott-. ¿En cuánto tiempo se recuperará?
– No tardará mucho. Será mejor que descanse un poco.
John Whitley se puso de pie.
– Iré a ver a la señora Meehan. Vuelvo en seguida.
– Quisiera ir contigo. -El cámara estaba guardando su equipo-. Deja la película en mi oficina -le dijo Scott. Luego se volvió hacia su asistente-: Quédate aquí. No dejes que el señor Winters se vaya.
La enfermera jefe de la unidad de vigilancia intensiva parecía muy excitada.
– Doctor, estábamos por ir a buscarlo. La señora Meehan parece estar saliendo del coma.
– Volvió a decir la palabra «voces» -anunció Willy Meehan esperanzado-. Y con claridad. No sé a qué se refería, pero trataba de decir algo.
– ¿Eso significa que está fuera de peligro? -le preguntó Scott al doctor Whitley.
Éste estudió su tabla de anotaciones y le tomó el pulso. Respondió en voz baja para que Willy Meehan no lo oyera.
– No necesariamente. Pero es un buen signo. Si sabes alguna plegaria comienza a rezar, ahora.
Alvirah abrió los labios. Miraba hacia delante y clavó la mirada en Scott hasta poder distinguirlo con claridad. Tenía una expresión de urgencia.
– Voces -susurró-. No era.
Scott se inclinó sobre ella.
– Señora Meehan, no comprendo.
Alvirah se sintió igual que cuando limpiaba la casa de la vieja señora Smythe. La señora Smythe siempre le decía que corriera el piano para poder barrer detrás. Era como tratar de empujar el piano, pero mucho más pesado. Quería decirles quién la había herido, pero no recordaba cómo se llamaba. Lo podía ver con claridad, pero no recordaba el nombre. Con desesperación, trató de comunicarse con el sheriff.
– No fue el doctor quien me hizo esto… No era su voz… Otra persona… -Cerró los ojos y sintió que se quedaba dormida.
– Está mejorando -dijo Willy Meehan con alegría-. Está tratando de decirles algo.
«No era el doctor… No era su voz… ¿A qué diablos se referiría?», se preguntó Scott.
Corrió hasta el cuarto donde Ted lo aguardaba. Estaba sentado con las manos cruzadas.
– Abrí la puerta -dijo sin expresión-. Unas manos sostenían a Leila sobre la balaustrada. Puede ver el satén blanco que flotaba en el aire y cómo agitaba los brazos…
– ¿No viste quién la tenía en brazos?
– Todo fue tan rápido. Creo que traté de gritar, pero ya había caído y sea quien fuere el que la arrojó, se había ido. Debió de haber salido corriendo por la terraza.
– ¿Recuerdas qué tamaño tenía?
– No, era como si estuviera viendo a mi padre cuando le hizo eso a mi madre. Incluso vi la cara de mi padre. -Alzó la mirada-. No te he ayudado en nada; ni a mí, ¿verdad?
– No, no me has ayudado en absoluto -respondió Scott bruscamente-. Quiero que hagas una asociación libre. «Voces». Dime lo primero que se te ocurra.
– Identificación.
– Continúa.
– Únicas. Personales.
– Sigue.
Ted se encogió de hombros.
– La señora Mechan. Ella sacó varias veces el tema. Al parecer tenía la idea de tomar clases de fonética y armó una discusión sobre acentos y voces.
Scott pensó en lo que Alvirah había susurrado. «No era el doctor… No era su voz…» Mentalmente, repasó las conversaciones que Alvirah había grabado. Identificación. Únicas. Personales.
La voz del barón en la última cinta. De repente, contuvo el aliento.
– ¿Ted, recuerdas alguna otra cosa que haya dicho la señora Meehan acerca de las voces? ¿Algo sobre Craig imitando la tuya?
Ted frunció el entrecejo.
– Me preguntó acerca de una historia que había leído hace años en la revista People… Que Craig solía contestar mis llamadas durante la universidad y que las muchachas no se daban cuenta de la diferencia. Le dije que era cierto. Que en la universidad Craig nos entretenía a todos con sus imitaciones.
– Y ella trató de que le hiciera una demostración y él se negó. -Scott vio la mirada de sorpresa y meneó la cabeza con impaciencia-. No importa cómo lo supe, pero eso era lo que Elizabeth quería que notara al escuchar las cintas.
– No sé de qué estás hablando.
– La señora Meehan le insistía a Craig para que imitara tu voz. ¿No te das cuenta? No quería que nadie pensara que es un buen imitador. El testimonio de Elizabeth en tu contra se basa en el único hecho de haber oído tu voz. Elizabeth sospecha de él, y si él se da cuenta, irá tras ella.
Alarmado, cogió a Ted de un brazo.
– ¡Vamos! -le gritó-. Tenemos que apresurarnos antes de que sea demasiado tarde. Mientras corría hacia la salida, le gritó las órdenes al patrullero-: Llama a Elizabeth Lange a «Cypress Point». Dile que se quede en su cuarto y que cierre la puerta con llave. Envía otro patrullero para allá.
Corrió por el vestíbulo con Ted pisándole los talones. Ya en el coche, Scott conectó la sirena. «Es demasiado tarde para ti -pensó mientras en su mente se dibujaba la imagen del asesino-. Matar a Elizabeth no te ayudará en nada…»
El automóvil corría por la autopista entre Salinas y Pebble Beach. Scott daba instrucciones por radio. Mientras Ted escuchaba, el impacto de lo que oía penetró en su conciencia; las manos que habían sostenido a Leila por encima de la balaustrada se convirtieron en brazos, un hombro, tan conocido como el suyo, y al darse cuenta de que Elizabeth estaba en peligro, apretó los pies contra el suelo en un esfuerzo inútil por hacer contacto con un acelerador imaginario.
¿Ella había estado jugando con él? Por supuesto que sí. Pero al igual que los demás, lo había subestimado. Y, como los demás, pagaría por ello.
Con metódica calma, se quitó la ropa y abrió la maleta. La máscara estaba encima del traje de neopreno y de la botella de oxígeno. Le hacía gracia recordar cómo, en el último momento, Sammy lo había reconocido a través de las gafas. Cuando la llamó imitando la voz de Ted, ella corrió a su encuentro. Pero toda la evidencia que había planeado con tanto cuidado, incluso el nuevo testigo, no habían convencido a Elizabeth.
El traje de neopreno era una molestia. Cuando todo terminara, se desharía de todo ese equipo. En caso de que alguien cuestionara la muerte de Elizabeth, no sería bueno tener una prueba visible de que era un excelente buzo. Ted, por supuesto, lo recordaría. Pero en todos esos meses, a Ted ni siquiera se le había cruzado por la cabeza que tenía esa habilidad especial para imitarlo. Ted, tan estúpido, tan ingenuo. «Traté de llamarte, lo recuerdo bien.» Y así, Ted se había convertido en la coartada perfecta. Hasta que esa estúpida de Alvirah Mechan comenzó a acosarlo: «Déjeme oír cómo imita la voz de Ted. Sólo una vez. Por favor, diga cualquier cosa.» Hubiera querido ahorcarla ahí mismo, pero había tenido que esperar hasta ayer, cuando se adelantó y entró primero en la sala C y la aguardó en la habitación con la aguja hipodérmica en la mano. Qué lástima que no se haya dado cuenta de su gran imitación cuando creyó escuchar la voz del barón.
Se había puesto el traje. Se colocó la botella de oxígeno en la espalda, apagó las luces y aguardó. Todavía se le helaba la sangre al pensar que la noche anterior había estado a punto de abrir la puerta y encontrar a Ted. Ted había querido conversar con él. «Estoy empezando a pensar que tú eres mi único amigo verdadero», le había dicho.
Abrió levemente la puerta y aguardó. No había nadie a la vista y no se oían pisadas. Comenzaba a caer la niebla, de modo que le sería fácil esconderse detrás de los árboles hasta llegar a la piscina. Tenía que llegar allí antes que ella, aguardarla y, cuando pasara a su lado, sacarle el silbato antes de que pudiera usarlo.
Salió sin hacer ruido y comenzó a caminar por el césped, evitando las zonas iluminadas por los faroles. Si hubiera podido terminar todo el lunes a la noche… Pero había visto a Ted de pie, cerca de la piscina, observando a Elizabeth…
Ted siempre en su camino. Siempre el que tenía el dinero y la apariencia, siempre rodeado de mujeres hermosas. Se había forzado a aceptarlo, a tratar de ser útil para Ted, primero en la universidad, luego en el trabajo: el tenaz, ayudante. Había tenido que luchar para ascender hasta que ese accidente aéreo donde murieron los ejecutivos lo convirtió en la mano derecha de Ted, y luego, cuando perdió a Kathy y a Teddy, había podido reemplazarlo y tomar las riendas de la compañía…
Hasta Leila.
Sintió un dolor en el pecho al recordar a Leila. Cómo había sido hacer el amor con ella. Hasta que lo llevó allí y le presentó a Ted. Y ella lo descartó, como la basura que se arroja al cesto.
Vio esos brazos esbeltos abrazar a Ted, ese cuerpo impúdico apoyarse contra el de Ted, y se había alejado pues no podía soportar el verlos juntos. Entonces planeó vengarse, esperando el momento justo.
Y lo había encontrado con la obra. Tuvo que demostrar que la inversión en ella había sido un error. Ya era obvio que Ted comenzaba a enfriarse. Y era su oportunidad para destruir a Leila. El exquisito placer de enviar esas cartas, de verla caer. Incluso se las había mostrado al recibirlas. Y le había aconsejado que las quemara, que no se las mostrara a Ted ni a Elizabeth. «Ted se está cansando de tus celos y si le dices a Elizabeth lo triste que estás, ella podría abandonar la obra para venir a estar contigo. Eso podría arruinar su carrera.»
Agradecida por el consejo, Leila estuvo de acuerdo. «Pero dime -le había rogado-. ¿Hay otra mujer?» Sus elaboradas protestas tuvieron el efecto deseado. Ella creyó en las cartas.
No se había preocupado por las últimas dos. Creyó que la correspondencia sin abrir se había arrojado a la basura. Pero no importaba. Cheryl había quemado una y él le había quitado a Sammy la otra. Por fin todo le estaba saliendo bien. Mañana se convertiría en el presidente y director de las «Empresas Winters».
Llegó a la piscina.
Entró en el agua oscura y nadó hasta la parte más profunda. Elizabeth siempre se tiraba al agua en ese extremo. Aquella noche en «Elaine’s» supo que había llegado el momento de matar a Leila. Todos creerían que se había suicidado. Había entrado por una de las suites de invitados del piso superior del dúplex y los oyó pelear, oyó cuando Ted salió y, entonces, tuvo la idea de imitar su voz y de hacer que Elizabeth creyera que estaba con Leila antes de que ella muriera.
Oyó pasos en el camino. Ella se acercaba. Pronto, él estaría a salvo. En esas semanas después de la muerte de Leila llegó a pensar que había perdido. Ted no quedó deshecho. Se volcó hacia Elizabeth. La muerte fue considerada un accidente. Hasta ese inesperado golpe de suerte cuando apareció la loca y dijo que había visto a Ted luchar con Leila. Y Elizabeth se convirtió en el testigo principal.
Estaba destinado a que todo saliera así. Ahora Helmut y Syd se habían convertido en testigos materiales en contra de Ted. El barón no podría negar que oyó a Ted pelear con Leila. Syd lo vio en la calle. Hasta Ted debió de haberlo visto en la terraza, pero con lo ebrio y muy oscuro, relacionó ese episodio con lo sucedido con su padre.
Los pasos se acercaban cada vez más. Se sumergió hasta el fondo de la piscina. Ella estaba tan segura de sí misma, era tan inteligente…, esperaba que fuera allí, que la atacara, segura de poder nadar más rápido que él, lista para tocar el silbato y pedir ayuda. Pero no tendría oportunidad de hacerlo.
Eran las diez y la atmósfera de «Cypress Point» era diferente. Muchos de los bungalows ya estaban a oscuras y Elizabeth se preguntó cuántas personas ya se habrían marchado. El show había terminado; la condesa y sus amigas debieron de partir antes de la cena; el jugador de tenis y su amiguita no estuvieron en el comedor.
La niebla ya se había asentado, pesada, penetrante, envolvente. Hasta los faroles a lo largo del sendero parecía que tuvieran los cristales empañados.
Dejó la bata junto a la piscina y estudió con atención el agua. Estaba totalmente quieta. Todavía no había nadie.
Palpó el silbato que llevaba al cuello. Lo único que tendría que hacer era apoyar los labios sobre él. Un toque y la ayuda vendría de inmediato.
Se tiró al agua. Esta le parecía fría. ¿O era porque estaba asustada? «Puedo nadar más aprisa que cualquiera», se tranquilizó a sí misma. Es la única forma. ¿Le aceptarían el desafío?
«Voces.» Alvirah Meehan había insistido en eso. Y esa insistencia podría haberle costado la vida. Eso era lo que había tratado de decirles. Se había dado cuenta de que no era la voz de Helmut.
Había llegado al extremo norte de la piscina; giró y comenzó a nadar de espaldas. «Voces.» Era su identificación de la voz de Ted la que lo situó en aquel cuarto con Leila, unos minutos después de su muerte.
La noche del crimen, Craig dijo que estaba en su apartamento mirando un programa de televisión cuando Ted trató de comunicarse con él. Ted había sido su coartada.
«Voces.»
Craig quería que Ted fuera declarado culpable, y ahora estaba a punto de delegar en él la dirección de las «Empresas Winters».
¿Cuando le preguntó a Ted si había cambiado el mensaje de su contestador, lo había asustado lo suficiente como para forzarlo a un ataque?
Elizabeth comenzó a nadar en estilo libre. Desde abajo sintió que un par de brazos la rodeaban, aprisionándole los suyos a ambos lados del cuerpo. Al abrir la boca sorprendida tragó un poco de agua. Mientras tosía luchando por respirar, se vio arrastrada hacia el fondo de la piscina. Comenzó a dar patadas con los talones, pero resbalaban sobre el pesado traje de goma de su asaltante. Con un desesperado golpe de fuerza, le clavó ambos codos en las costillas. Por un instante, los brazos que la sostenían se aflojaron y Elizabeth logró subir a la superficie. Apenas pudo emerger la cabeza y tomar una bocanada de aire, cuando los brazos volvieron a envolverla y arrastrarla hacia abajo, a las oscuras aguas de la piscina.
– Después de la muerte de Kathy y Teddy, quedé destruido.
Era como si Ted hablara consigo mismo y no con Scott. El automóvil pasó a toda velocidad por el puesto de peaje sin detenerse. La estridente sirena interrumpió la paz de los alrededores; las luces alcanzaban apenas a iluminar un pedazo del camino debido a la densa niebla.
– Craig asumió la dirección de toda la empresa. Le gustaba hacerlo. A veces atendía al teléfono y se hacía pasar por mí. Imitaba mi voz. Por fin tuve que decirle que dejara de hacerlo. Luego, él conoció a Leila primero. Yo se la quité. La razón por la que estaba tan ocupado durante esos meses antes de la muerte de Leila era porque quería comenzar una reorganización. Mi intención era descentralizar su trabajo y dividir sus responsabilidades con otras dos personas. Él se dio cuenta de lo que sucedía.
»Y fue él quien contrató a los detectives para que siguieran a la primera testigo; los detectives que precisamente estaban allí para asegurarse de que no escapara.
Habían llegado. Scott atravesó el césped y se detuvo frente al bungalow de Elizabeth. Salió una camarera corriendo de uno de los cuartos de limpieza. Ted se puso a golpear su puerta.
– ¿Dónde está Elizabeth?
– No lo sé -contestó la camarera con tono de preocupación-. Me dio una carta. No me dijo que fuera a salir.
– Déjeme verla.
– No creo…
– Déme la carta.
Scott se puso a leerla.
– ¿Adónde está? -preguntó Ted.
– Oh, Dios, esa muchacha loca… La piscina -gritó Scott-. ¡La piscina!
El automóvil aplastó arbustos y flores mientras corría hacia el extremo norte de la piscina. Las luces comenzaron a encenderse en los bungalows.
Llegaron al patio. Se llevaron por delante una mesa con sombrilla que cayó con estrépito al suelo. El automóvil se detuvo junto al borde. Scott dejó las luces encendidas para que iluminaran el agua. Oleadas de neblina brillaban bajo los focos.
Miraron dentro.
– Aquí no hay nadie -dijo Scott, y un profundo temor se apoderó de él. ¿Habrían llegado demasiado tarde?
Ted señaló unas burbujas que llegaban a la superficie.
– Está allí. -Se quitó los zapatos y se arrojó al agua. Llegó al fondo y volvió a subir-. Trae ayuda -gritó y se sumergió otra vez.
Scott buscó una linterna en el automóvil y la encendió justo a tiempo para ver que una figura con traje de buceo subía por la escalerilla al otro lado de la piscina. Sacó la pistola y corrió hacia allí. Con un movimiento violento, el buzo se tiró sobre él y la pistola cayó al suelo mientras Scott caía hacia atrás.
Ted volvió a salir a la superficie. Llevaba un cuerpo en los brazos. Comenzó a nadar hacia la escalerilla mientras Scott, mareado, lograba sentarse. El buzo se arrojó entonces sobre Ted, empujándolo a él y a Elizabeth hacia el fondo.
Mientras recuperaba el aliento, Scott estiró una mano vacilante. Cogió la pistola, apuntó hacia arriba y disparó dos veces. De inmediato, sintió las sirenas de los patrulleros que se dirigían en su dirección.
Ted trataba desesperadamente de sostener a Elizabeth con un brazo mientras que con el otro se defendía de su atacante. Le dolían los pulmones; aún estaba mareado por los efectos del pentotal; sintió que perdía el conocimiento. Trató de golpear contra el grueso traje de goma, pero sus golpes eran inútiles ante ese pecho sólido y macizo.
La máscara de oxígeno. Tenía que sacársela. Soltó a Elizabeth y trató de empujarla con toda su fuerza hacia la superficie. Por un momento, la mano que lo sostenía se relajó. Eso le dio la oportunidad de apoyar la mano sobre la máscara de oxígeno, pero antes de que pudiera quitársela, un poderoso golpe lo echó hacia atrás.
Elizabeth había mantenido la respiración en un enorme esfuerzo por no tragar agua. Dejó el cuerpo fláccido, pero no había forma de librarse de él. Su única esperanza era que, creyéndola inconsciente, se fuera. Apenas sentir los brazos que la rodeaban, ya supo que se trataba de Craig. Lo había forzado a actuar otra vez, pero volvería a salirse con la suya. Poco a poco, Elizabeth caía en la inconsciencia. «Resiste -se dijo. No, era Leila que le pedía que resistiera-. Sparrow, esto es lo que trataba de decirte. No me decepciones ahora. Él piensa que está a salvo. Tú puedes hacerlo, Sparrow.»
Sintió que los brazos comenzaban a soltarla. Ella se dejó caer hacia el fondo, tratando de resistir el impulso de salir a la superficie. «Aguarda, Sparrow, aguarda. No dejes que se dé cuenta de que aún sigues consciente.»
Luego sintió que alguien la tomaba y trataba de llevarla hacia arriba; eran otros brazos, brazos que la sostenían, que la acunaban. Ted.
Sintió el aire fresco de la noche sobre el rostro, aspiró profundamente y con desesperación. El brazo de Ted la sostenía por el cuello mientras la arrastraba hacia el borde; sintió su propia respiración. Tosía. Se ahogaba.
Y luego, antes de que pudiera verlo, una pesada figura caía sobre ambos. Logró aspirar una gran bocanada de aire antes de volver a hundirse.
Sintió que el brazo de Ted se tensaba. Y que se agitaba. Craig quería matarlos a ambos. Ya nada le importaba más que destruirlos. Ted la apretaba con fuerza y no podía soltarse, pero luego, le dio un fuerte empujón hacia arriba para que llegara a la superficie. Craig no lo permitió: la tomó de un tobillo obligándola a bajar otra vez.
En la superficie, Elizabeth alcanzó a oír los gritos y las sirenas de los autos que se acercaban. Pudo llenarse los pulmones de aire y se sumergió, allí donde Ted seguía luchando por su vida. Sabía dónde estaba Craig; el arco de su descenso quedaba justo encima de su cabeza. Estaba apretándole el cuello a Ted. Bajó los dos brazos. Había luces sobre el agua. Podía ver la silueta de los brazos de Craig, la lucha desesperada del cuerpo de Ted. Sólo tendría una oportunidad.
Ahora. Dio una patada, un movimiento fuerte y cortante. Estaba sobre Craig. En un arranque salvaje, logró poner los dedos debajo de la máscara de la cara. Él trató de agarrarla, pero ella lo esquivó y siguió tirando, tirando hasta lograr arrancarle la máscara.
Elizabeth la aferró entre sus manos mientras Craig, desesperado, trataba de quitársela; la aferró mientras el cuerpo de su agresor era arrastrado hacia la superficie; hasta que sus pulmones estuvieron a punto de estallar. Y no la soltó cuando otros brazos la guiaron en busca del aire.
Por fin podía respirar. Siguió tosiendo y recuperando el aliento mientras Ted entregaba a Craig a uno de los policías que lo rodeaban. Luego, como dos figuras atraídas por una fuerza magnética irresistible, ambos se abrazaron y así, unidos, se dirigieron hacia la escalerilla en el extremo de la piscina.