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Para el amor, la belleza y el placer,
no existe la muerte, ni el cambio.
Shelley
Estimados huéspedes de «Cypress Point».
Algunos de ustedes nos dejan hoy. Recuerden, nuestra única preocupación han sido ustedes, su bienestar, su belleza, su salud. Regresen al mundo sabiendo que aquí, en «Cypress Point», han recibido amor y atenciones y que esperamos regresen pronto. En un poco tiempo estarán terminados nuestros magníficos Baños Romanos. Será una experiencia incomparable. Habrá horarios separados para hombres y mujeres excepto entre las dieciséis y las dieciocho, momento en que disfrutaremos de los baños mixtos al mejor estilo europeo, un gran deleite.
Regresen pronto para otro descanso saludable en el sereno ambiente de «Cypress Point».
Barón y baronesa Von Schreiber
Ese día amaneció claro y brillante. El tibio sol de la mañana comenzó a evaporar la niebla. Las gaviotas y mirlos se elevaban alto en el cielo y volvían para posarse sobre las rocas.
En «Cypress Point», los huéspedes que quedaban continuaban con sus programas. En la piscina olímpica tenía lugar una clase de gimnasia acuática; las masajistas moldeaban músculos y aporreaban las capas de grasa; cuerpos mimados que se envolvían con sábanas con olor a hierbas; el trabajo de la belleza y el lujo seguía funcionando.
Scott les había pedido a Min y Helmut, Syd y Cheryl, Elizabeth y Ted que se reunieran con él a las once. Lo hicieron en el salón de música, a puerta cerrada, lejos de los ojos y oídos de algún huésped o empleado curioso.
Elizabeth recordaba fragmentos de la noche anterior: Ted abrazándola… Alguien que la envolvía en una bata… El doctor Whitley que le ordenaba irse a la cama.
Ted llamó a la puerta de Elizabeth a las once menos diez. Caminaron juntos, tomados de la mano, sin necesidad de decir lo que existía entre ellos.
Min se sentó al lado del barón. Seguía teniendo una expresión de cansancio aunque, de alguna manera, más tranquila. En la determinación de su mirada quedaba algo de la vieja Min. El barón, siempre impecable, con una camisa deportiva, postura erguida y aire seguro. Para él también, la noche había exorcizado ciertos demonios.
Cheryl miró a Ted y entrecerró los ojos. Con su lengua puntiaguda se lamió los labios como un gato a punto de comerse un manjar prohibido.
Junto a ella estaba Syd. Había recuperado algo que le faltaba: esa confianza indiferente que otorga el éxito.
Ted estaba junto a ella, con el brazo apoyado en el respaldo de su silla, con una actitud protectora y atenta, como si temiera que se le escapara de las manos.
– Creo que hemos llegado al final del camino. -El cansancio en la voz de Scott sugería que no había dormido en toda la noche-. Craig retuvo a Henry Bartlett, quien le pidió que no hiciera ningún comentario. Sin embargo, cuando le leí la carta de Elizabeth, lo admitió todo.
– Déjenme que se la lea. -Scott extrajo la carta del bolsillo.
Querido Scott:
Sólo existe una forma de probar lo que sospecho y estoy a punto de hacerlo ahora. Puede salir mal, pero si algo llegara a sucederme, creo que será porque Craig ha decidido que me estoy acercando demasiado a la verdad.
Esta noche, prácticamente acusé a Syd y al barón de causar la muerte de Leila. Espero que eso sea suficiente como para que Craig se sienta seguro e intente hacerme daño. Creo que sucederá en la piscina. Pienso que estuvo allí la otra noche. Sólo puedo confiar en el hecho de que nado más rápido que cualquiera y, si trata de atacarme, se habrá expuesto. Si lo logra, ve tras él; por mí y por Leila.
Ya debes de haber escuchado las cintas. ¿Te diste cuenta de lo molesto que estaba cuando Alvirah Mechan comenzó a hacer tantas preguntas? Trató de interrumpir a Ted cuando éste dijo que Craig podía engañar a cualquiera con su imitación.
Yo creí haber escuchado a Ted que le gritaba a Leila que colgara el teléfono. Pensé que la había oído decir: «Tú no eres un halcón.» Pero Leila estaba llorando. Y por eso me equivoqué. Helmut estaba cerca. Él la oyó decir: «Tú no eres Halcón.» Él lo escuchó bien. Y yo no.
La cinta de Alvirah Mechan en la sala de tratamientos. Escúchala con cuidado. Esa primera voz. Parece la del barón, pero hay algo que no funciona. Creo que era Craig imitando la voz del barón. Scott, no existe prueba de nada de esto. La única prueba que se obtendrá es si Craig me considera demasiado peligrosa.
Veremos qué sucede. Sé una cosa y, probablemente, siempre lo supe. Ted es incapaz de cometer un asesinato, y no me importa cuántos testigos sostengan que lo vieron matar a Leila.
Elizabeth
Scott dejó la carta y miró con seriedad a Elizabeth.
– Me hubiese gustado que confiaras en mí. Casi perdiste la vida.
– Era la única manera -dijo Elizabeth-. ¿Pero qué le hizo a la señora Meehan?
– Una inyección de insulina. Como sabrás, mientras estudiaba trabajaba en el hospital de Hannover durante las vacaciones de verano. En esos años aprendió varias cosas. Pero en un principio, la insulina no estaba destinada a Alvirah Meehan. -Scott miró a Elizabeth-. Se había convencido de que eras peligrosa. Había planeado eliminarte en Nueva York, la semana antes del juicio. Pero cuando Ted decidió venir aquí, Craig convenció a Min para que te invitara también. La persuadió de que tal vez tú no declararías contra él si volvías a verlo. Lo que quería era una oportunidad para arreglar un accidente. Alvirah Meehan se había convertido en una amenaza. Y ya tenía los medios para deshacerse de ella. -Scott se puso de pie-. Y ahora, me voy a casa.
Junto a la puerta, hizo una pausa.
– Me gustaría hacer un último comentario. Usted, barón, y tú, Syd, obstruisteis a la justicia cuando creísteis que Ted era culpable. Al tomar la ley en vuestras manos, indirectamente sois responsables de la muerte de Sammy y del ataque que sufrió la señora Meehan.
Min se incorporó de un salto.
– De haber venido hace un año, habrían convencido a Ted de declararse culpable y negociar la sentencia. Ted tendría que estarles agradecido.
– ¿Tú estás agradecida, Min? -le preguntó Cheryl-. Entiendo que fue el barón quien escribió la obra. No sólo estás casada con un noble, un médico, un decorador de interiores, sino también un escritor. Debes de estar emocionada y… arruinada.
– Me casé con un hombre del Renacimiento -respondió Min-. El barón retomará sus operaciones en la clínica. Ted nos prometió un préstamo. Todo saldrá bien.
Helmut le besó la mano. Y Elizabeth pensó en la imagen de un niño pequeño dándole un beso a su madre. «Min ahora lo ve tal como es -pensó-. Le costó un millón de dólares descubrirlo, pero tal vez para ella haya valido la pena.»
– A propósito -agregó Scott-, la señora Meehan se pondrá bien. Y todo gracias al tratamiento de emergencia que le dio el doctor Von Schreiber. -Ted y Elizabeth lo acompañaron fuera-. Que todo esto quede atrás -les aconsejó Scott-. Tengo el presentimiento de que las cosas mejorarán para vosotros de ahora en adelante.
– Ya han mejorado -replicó Ted.
El sol del mediodía brillaba por encima de sus cabezas. Una brisa suave soplaba desde el Pacífico, llevándoles el aroma del mar. Hasta las azaleas destruidas por las ruedas del coche policial parecían estar reviviendo. Los cipreses, grotescos en la noche, parecían familiares y acogedores bajo los rayos del sol.
Juntos, Ted y Elizabeth observaron partir a Scott, y luego se miraron.
– Todo ha terminado -dijo Ted-. Elizabeth, apenas estoy empezando a darme cuenta. Puedo volver a respirar. No volveré a despertarme en medio de la noche para pensar cómo será vivir en una celda y cómo será perder todo lo que valoro en la vida. Quiero ponerme a trabajar otra vez. Quiero… -Y la rodeó con sus brazos-. Te quiero a ti.
«Adelante, Sparrow. Esta vez está bien. No pierdas el tiempo. Haz lo que te digo. Sois el uno para el otro.»
Elizabeth levantó la cabeza y le sonrió. Le tomó la cabeza entre sus manos y le acercó los labios a su boca.
Casi podía oír a Leila cantando otra vez, tal como lo había hecho mucho tiempo atrás: «No llores más, my Lady…»