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«Una mujer ingeniosa es un tesoro; una beldad ingeniosa es una potencia.»
George Meredith
Buenos días queridos huéspedes:
Esperamos que hayan dormido bien. El parte meteorológico nos promete otro hermoso día en «Cypress Point».
Una llamada de atención. Algunos de nosotros olvidamos llenar el menú para el almuerzo. Y no queremos que nos hagan esperar después de todos los vigorosos ejercicios y deliciosas actividades de la mañana. Así que por favor, tómense un momento y marquen con un círculo los platos que elijan antes de abandonar el cuarto.
En un minuto, estaremos saludándolos durante el paseo de la mañana. Apresúrense y reúnanse con nosotros.
Y recuerden, otro día en «Cypress Point» significa otro día de chispeantes momentos dedicados a convertirlos en personas más hermosas, el tipo de persona con quien los demás desean estar, a quien desean tocar y amar.
Barón y baronesa Von Schreiber
Elizabeth caminó un buen rato antes del amanecer del lunes. Ni siquiera la natación había ejercido su magia usual. Durante casi toda la noche se sintió turbada, con sueños incompletos, fragmentos que aparecían y desaparecían en forma intermitente. Todos estaban en los sueños: su madre, Leila, Ted, Craig, Syd, Cheryl, Sammy, Min, Helmut… Hasta los dos maridos de Leila, esos charlatanes transitorios que habían usado el éxito de Leila para poder brillar el primero, un actor, el segundo, un supuesto productor y persona de sociedad…
A las seis de la mañana se levantó, corrió la persiana y regresó a la cama. Hacía frío, pero le gustaba ver amanecer. Sentía que esa hora temprana de la mañana tenía una cierta ensoñación, la tranquilidad humana era tan absoluta Los únicos sonidos que se oían eran las aves de la costa.
A las seis y media sintió que llamaban a la puerta. Era Vicky, la camarera, que le llevaba el zumo de la mañana y que hacía años que trabajaba en «Cypress Point». Era una mujer robusta de sesenta años que complementaba la pensión de su esposo con lo que ella irónicamente denominaba: «Llevar rosas en el desayuno a flores marchitas.» Se saludaron con la alegría de dos viejas amigas.
– Me resulta extraño estar del lado de los huéspedes -comentó Elizabeth.
– Te has ganado el derecho a estar aquí. Te vi en Hilltop. Eres muy buena actriz.
– Sin embargo, me siento más segura dando clases de ballet acuático.
– Y la princesa Diana puede conseguir trabajo como maestra jardinera. Vamos.
Aguardó adrede hasta estar segura de que la procesión diaria llamada «El Paseo Cypress» estaba en marcha. Cuando salió, los caminantes, con Min y el barón a la cabeza, se acercaban al sendero que conducía a la costa. El paseo incluía el terreno de «Cypress Point», la zona boscosa, «Pebble Beach Golf Course», la casa del guarda y regresar. En total, era un ejercicio de treinta y cinco minutos, seguido por el desayuno.
Elizabeth aguardó hasta perderlos de vista y luego se puso a trotar en dirección opuesta. Todavía era temprano y había poco tránsito. Hubiera preferido correr por la costa, donde podía tener una vista interminable del océano, pero se habría arriesgado a que la vieran.
«Si Sammy estuviera aquí -pensó mientras aceleraba la marcha-. Podría hablar con ella y tomar un avión esta misma tarde.» Deseaba irse de allí. Si creía lo que Alvirah Mechan le había contado, Cheryl había dicho que Leila era una «borracha perdida». Y todos, excepto Ted, su asesino, se habían reído.
Min, Helmut, Syd, Cheryl, Craig, Ted. Las personas más cercanas a Leila; las mismas que lloraron durante su funeral. «¡Oh, Leila!», pensó Elizabeth y de repente, acudieron a su mente frases de una canción que había aprendido de niña:
A pesar de que todo el mundo te traicione,
un arpa leal cantará tus loas…
«¡Yo cantaré tus loas, Leila!» Se le llenaron los ojos de lágrimas y se secó con un gesto impaciente. Comenzó a correr más aprisa, como si quisiera con ello borrar sus pensamientos. La niebla de la mañana comenzaba a disiparse bajo el sol; los arbustos que rodeaban las casas a lo largo del camino estaban bañados de rocío; las gaviotas sobrevolaban el lugar y luego regresaban a la playa. ¿Qué precisión podía tener Alvirah Meehan como testigo? Esa mujer tenía algo intenso, algo que iba más allá de su excitación por estar allí.
Pasó por los campos de golf de Pebble Beach donde ya había algunos jugadores. Había aprendido a jugar al golf en el colegio. Leila nunca lo jugó. Solía decirle a Ted que algún día se haría con tiempo para aprenderlo. «Nunca lo habría hecho», pensó Elizabeth, y una sonrisa se dibujó en sus labios. Leila era demasiado impaciente como para correr detrás de una pelotita durante cuatro o cinco horas…
Comenzaba a respirar con dificultad y disminuyó el paso. «Estoy en baja forma», se dijo. Ese día iría al gimnasio de mujeres y haría un programa completo de ejercicios y tratamientos. Sería una forma útil de pasar el tiempo. Giró para tomar el camino de regreso y al hacerlo… se topó con Ted. Él la sostuvo de los brazos para evitar que se cayera. Jadeante por la fuerza del impacto luchó para alejarlo de su lado.
– Suéltame. -Subió el tono de voz-. Te he dicho que me sueltes. -Era consciente de que no había nadie más en el camino. Él estaba sudoroso y tenía la camiseta pegada al cuerpo. El costoso reloj que Leila le había regalado brillaba bajo el sol.
Él la soltó. Sorprendida y asustada, Elizabeth vio que Ted la observaba con una expresión indescifrable.
– Elizabeth, tengo que hablarte.
«Ni siquiera iba a simular no haberlo planeado», pensó ella.
– Di lo que tengas que decir en el juicio. -Elizabeth trató de reanudar su camino, pero él le bloqueó el paso. ¿Así se había sentido Leila en el final, atrapada?
– Te he pedido que me escuches. -Era como si hubiese presentido el miedo de Elizabeth y estuviera molesto por ello.
»Elizabeth, no me has dado una oportunidad. Sé lo que todo parece ser. Tal vez, y eso es algo que no sé, tal vez tengas razón y yo haya vuelto a su apartamento. Estaba borracho y enojado, pero también muy preocupado por ella. Elizabeth, piensa esto: si tienes razón, si realmente regresé, si esa mujer que dice haberme visto luchando con Leila tiene razón, ¿no me concederás al menos que podría haber estado luchando para salvarla? Sabes lo deprimida que estaba Leila aquel día. Estaba fuera de sí.
– «Si realmente regresé.» ¿Me estás diciendo que aceptas haber regresado al apartamento? -Elizabeth sintió que le oprimían los pulmones. El aire parecía de repente húmedo y pesado, con la humedad de la tierra y de las hojas de los cipreses. Ted medía un metro ochenta, pero los pocos centímetros de diferencia entre ellos parecían no existir mientras se miraban a los ojos. Elizabeth era consciente de la intensidad de las líneas alrededor de los ojos y la boca.
– Elizabeth, sé cómo debes sentirte con respecto a mí, pero hay algo que tienes que entender. No recuerdo qué sucedió esa noche. Estaba tan borracho, tan triste. Durante estos meses, tuve la impresión de haber estado en el piso de Leila y de haber abierto la puerta. Así que tal vez, tengas razón, tal vez sí me oíste gritarle algo. ¡Pero no recuerdo nada más que eso! Ésa es la verdad. La siguiente pregunta es: ¿Crees que soy capaz de matar, estando sobrio o ebrio?
Sus ojos azul oscuro estaban empañados por el dolor. Se mordió los labios y extendió las manos en gesto de súplica.
– ¿Y bien, Elizabeth?
Con un movimiento rápido, ella lo esquivó y se echó a correr hacia «Cypress Point». El fiscal de distrito se lo había advertido. Si Ted pensaba que su mentira sobre no haber estado en la terraza con Leila no tenía eco, diría que había tratado de salvarla.
No se volvió hasta llegar a la puerta. Ted no había intentado seguirla. Permaneció donde lo dejó, mirándola, con las manos en las caderas.
Todavía le ardían los brazos por la fuerza con que la había sostenido. Recordó algo más que le había dicho el fiscal de distrito.
Sin ella como testigo, Ted saldría libre.
A las ocho de la mañana. Dora «Sammy» Samuels sacó su automóvil de la casa de su prima Elsie y con un suspiro de alivio inició el trayecto desde Napa Valley hasta la península de Monterrey. Con suerte, estaña allí a las dos de la tarde. En un principio, había pensado salir a última hora de la tarde y Elsie se disgustó por el cambio de planes, pero estaba ansiosa por regresar a «Cypress Point» y terminar de revisar la correspondencia.
Era una mujer fuerte, de setenta años, con cabello del color del acero recogido en un apretado rodete. Usaba gafas anticuadas, sin montura, en la punta de la nariz pequeña y recta. Había pasado un año y medio desde que estuvo a punto de morir a causa de una aneurisma, y la operación la había dejado con un permanente aspecto de fragilidad, pero hasta el momento, había rechazado tajantemente cualquier sugerencia acerca de su jubilación.
Había sido un fin de semana inquietante. Su prima nunca había aprobado el trabajo de Dora con Leila. «Contestar las cartas de los admiradores de mujeres insulsas», así denominaba ella el trabajo de Dora.
– Con tu inteligencia podrías encontrar un trabajo mejor. ¿Por qué no te haces maestra voluntaria?
Hacía tiempo que Dora había abandonado la lucha por tratar de explicarle a Elsie que, después de treinta y cinco años de enseñanza, no quería volver a ver un libro de texto nunca más, y que los ocho que llevaba trabajando con Leila habían sido los más excitantes de toda una monótona existencia.
Ese fin de semana había sido bastante abrumador, porque cuando Elsie la descubrió con la bolsa de correspondencia de los admiradores de Leila, quedó atónita.
– ¿Quieres decir que dieciséis meses después de la muerte de esa mujer sigues escribiendo a sus admiradores? ¿Estás loca?
«No, no lo estaba», se dijo Dora mientras sin pasar el límite de velocidad, atravesaba la zona vitivinícola. Era un día caluroso y lánguido, pero igual vio unos cuantos autobuses repletos de turistas que se dirigían a visitar los viñedos.
No le había explicado a su prima que el hecho de enviar notas personales a quienes habían amado a Leila era una forma de mitigar el sentimiento de pérdida. Tampoco le había contado la razón por la cual había llevado consigo el pesado saco de correspondencia. Quería saber si le habían enviado otra de esas cartas anónimas como la que había encontrado.
Ésa había sido enviada tres días antes de que Leila muriera. La dirección del sobre y la nota habían sido redactadas con palabras y frases recortadas de diarios y revistas. Decía así:
Al pensar en esa nota y en las otras que debieron de haberla precedido, sintió una nueva oleada de odio.
– Leila, Leila -susurró-. ¿Quién te haría una cosa así?
Ella había comprendido su terrible vulnerabilidad y que esa confianza externa, esa fascinante imagen pública era la fachada de una mujer muy insegura.
Recordó cuando Elizabeth tuvo que irse a estudiar justamente cuando ella había empezado a trabajar con Leila. Había visto a Leila regresar del aeropuerto desconsolada y bañada en lágrimas.
– Dios, Sammy -le dijo-, no puedo creer que no veré a Sparrow durante meses. ¡Un internado suizo! ¿No será una experiencia extraordinaria para ella? Una gran diferencia con el «Lumber Creek High», mi alma mater. -Luego agregó dudosa-: Sammy, no tengo programa para esta noche. ¿No quieres quedarte y comer algo juntas?
«Los años pasaron tan de prisa -pensó Sammy mientras un autobús le tocaba el claxon y le adelantaba, impaciente. Por alguna razón, ese día, el recuerdo de ella estaba vivo en su memoria. Leila con sus locas extravagancias, gastando el dinero con la misma rapidez con la que lo ganaba. Los dos matrimonios de Leila… Dora le había rogado que no se casara con el segundo-. ¿Todavía no has aprendido la lección? No puedes permitirte otro vividor.»
Leila abrazada a sus rodillas.
– Sammy, no es malo y me hace reír mucho. Eso es una virtud.
– Si quieres reír, contrata a un payaso.
El abrazo fuerte de Leila.
– Oh, Sammy, prométeme que siempre me dirás la verdad. Quizá tengas razón, pero supongo que lo haré de todos modos.
Librarse de aquel gracioso le costó dos millones de dólares.
Leila con Ted.
– Sammy, no va a durar. Nadie puede ser tan maravilloso. ¿Qué verá en mí?
– ¿Estás loca? ¿Has dejado de mirarte al espejo?
Leila siempre tan nerviosa cuando empezaba una nueva película.
– Sammy, estoy pésima en este papel. No tendría que haberlo aceptado. No es para mí.
– Vamos, yo también he leído las críticas. Estás maravillosa.
Había ganado un Oscar por esa actuación.
Pero en esos últimos años le habían dado un papel inapropiado en tres películas. La preocupación por su carrera se convirtió en una obsesión. Su amor por Ted sólo era igualado por su temor a perderlo. Y luego Syd le había llevado la obra de teatro.
«-Sammy, te juro que no tengo que actuar en esta obra. Sólo debo ser yo misma. Es maravilloso.»
«Y luego, todo terminó -pensó Dora-. Al final, todos la dejamos sola. Yo estaba enferma; Elizabeth estaba de gira con su propia obra; Ted siempre en viajes de negocios. Y alguien que conocía bien a Leila la atacaba con esas cartas malditas, rompiendo su frágil ego y precipitándola a la bebida…»
Dora se dio cuenta de que le temblaban las manos. Miró alrededor de ella en busca de un restaurante. Tal vez se sentiría mejor si se detenía a beber una taza de té. Cuando llegara a «Cypress Point» revisaría el resto de la correspondencia.
Sabía que, de alguna manera, Elizabeth hallaría la forma de descubrir a la persona que había enviado esas malditas cartas.
Cuando Elizabeth regresó a su bungalow, halló una nota de Min pinchada junto a su programa en el albornoz. Decía:
Mi querida Elizabeth:
Espero que mientras estés aquí disfrutes de un día de tratamientos y ejercicios. Como sabrás, es necesario que todos los nuevos huéspedes tengan una breve consulta con Helmut antes de comenzar cualquier actividad. Te anoté para su primera cita.
Por favor, quiero que sepas que tu felicidad y tu bienestar son muy importantes para mí.
La carta estaba escrita con la florida letra de Min. Elizabeth echó un rápido vistazo a su programa. Entrevista con el doctor Helmut von Schreiber a las 8.45, clase de danza aeróbica a las 9.00, masaje a las 9.30, trampolín a las 10.00; ballet acuático, nivel avanzado, a las 10.30 (ésa era la clase que daba ella cuando trabajaba en «Cypress Point»); masaje facial a las 11.00, masaje corporal a las 11.30 y un baño de hierbas al mediodía. El programa de la tarde incluía manicura, clase de yoga, pedicura y dos ejercicios acuáticos más…
Hubiera preferido no ver a Helmut pero no quería hacer un problema por ello. Su entrevista con él fue breve. Él le tomó el pulso, la presión sanguínea y luego le examinó la piel bajo la luz de un potente foco.
– Tu rostro es como una fina escultura -le dijo-. Eres una de esas personas afortunadas que se tornan más bellas con la edad. Todo depende de la estructura ósea.
Luego, como si estuviera pensando en voz alta, murmuró:
– Salvajemente hermosa, como Leila. Su belleza era del tipo que llega a un punto culminante y luego comienza a desaparecer. La última vez que estuvo aquí, le sugerí un tratamiento con colágeno y también habíamos pensado estirarle los ojos. ¿Lo sabías?
– No. -Elizabeth se dio cuenta con remordimiento de que su reacción ante el comentario del barón era la de sentirse herida porque Leila no le había confiado sus planes. ¿O él le mentía?
– Lo siento -se disculpó Helmut-. No tendría que haberla mencionado. Y si te preguntas sobre por qué no te lo dijo, creo que debes darte cuenta de que ella era muy consciente de la diferencia entre su edad y la de Ted. Yo le aseguré honestamente que eso no importaba entre personas que se aman, después de todo, yo debería saberlo, pero a pesar de eso, empezó a preocuparse. Y verte a ti cada vez más hermosa mientras que ella comenzaba a descubrirse pequeños signos de la edad…, fue un problema para ella.
Elizabeth se puso de pie. Como el resto de las oficinas, ésa tenía el aspecto de una sala bien amueblada. Los estampados azules y verdes de los sillones y las sillas eran claros y sosegados y las cortinas estaban abiertas para permitir que entrara la luz del sol. La vista incluía el campo de golf y el océano…
Sabía que Helmut la estudiaba con interés. Sus cumplidos extravagantes eran la cobertura dulce de una amarga píldora. Trataba de hacerle creer que Leila había comenzado a verla como una competidora. Pero ¿por qué? Recordó con qué hostilidad había estudiado la fotografía de Leila cuando no sabía que lo observaba. Se preguntó si Helmut trataba de vengarse de los comentarios irónicos de Leila sugiriendo que su belleza había comenzado a declinar.
De pronto, el rostro de ella se dibujó en su mente: la exquisita boca, la deslumbrante sonrisa, los ojos color verde esmeralda, el glorioso cabello rojizo como un fuego ardiente sobre sus hombros. Para tranquilizarse, fingió estar leyendo uno de los anuncios publicitarios de «Cypress Point». Una frase le llamó la atención: Como una mariposa que flotaba en una nube. ¿Por qué le resultaba familiar?
Se le había aflojado el cinturón de la bata y mientras se lo ajustaba se volvió hacia Helmut.
– Si el diez por ciento de las mujeres que gastan una fortuna en este lugar tuvieran tan sólo un fragmento de la belleza de Leila, no tendrías trabajo, barón.
Él no respondió.
El sector femenino estaba más concurrido que la tarde anterior, pero no al punto que lo fuera en otros tiempos. Elizabeth pasó de la clase de ejercicios al tratamiento, contenta de poder hacer gimnasia y también de relajarse bajo las manos expertas de la masajista. Se encontró varias veces con Cheryl en los recreos de diez minutos entre las distintas citas. «Una borracha perdida.» No fue muy amable con ella, pero Cheryl pareció no darse cuenta ya que actuaba en forma despreocupada.
¿Y por qué no? Ted estaba allí y era obvio que ella seguía obnubilada por él.
Alvirah Meehan estuvo en la misma clase de aeróbic que ella, una sorprendente Alvirah muy ágil y con sentido del ritmo. ¿Pero por qué usaba ese broche de forma de sol? Elizabeth se dio cuenta de que Alvirah jugueteaba con el broche cada vez que entablaba una conversación. Y también notó, divertida, los inútiles esfuerzos de Cheryl por librarse de la señora Meehan.
Regresó a su bungalow para almorzar; no quería volver a cruzarse con Ted junto a las piscinas. Mientras comía la ensalada de frutas y bebía té helado, llamó a la compañía y cambió su reserva. Podría tomar el vuelo de las 10.00 desde San Francisco a Nueva York a la mañana siguiente.
Había estado desesperada por salir de Nueva York. Ahora ansiaba regresar con el mismo fervor.
Se puso la bata y se preparó para la sesión de la tarde. Había estado tratando de apartar la imagen de Ted de su mente durante toda la mañana. Ahora volvía a ver su rostro. Dolorido, furioso, implorante. ¿Qué expresión había descubierto? ¿Se pasaría el resto de la vida tratando de apartar esa imagen, después del juicio y el veredicto?
Alvirah se dejó caer sobre la cama con un suspiro de alivio. Se moría por dormir un rato, pero sabía que era importante grabar sus impresiones mientras estaban frescas en su memoria. Se acomodó sobre las almohadas, tomó el cassette y comenzó a hablar.
– Son las cuatro de la tarde y estoy descansando en mi bungalow. Acabo de terminar mi primer día completo de actividades y debo reconocer que estoy agotada. Prosigamos. Comenzamos con una caminata, luego regresé aquí y la camarera me trajo el programa del día con la bandeja del desayuno, que consistió en un huevo escalfado, un par de tostadas de pan negro y café. Mi programa, que figura en una tarjeta que uno se prende a la bata, me incluía en dos clases de gimnasia acuática, una clase de yoga, un masaje facial, uno corporal, dos clases de baile, un tratamiento con chorros de agua tibia, quince minutos en la sauna y jacuzzi.
»Las clases de gimnasia acuática son muy interesantes. Hay que empujar una pelota de playa por el agua, lo que parece ser fácil, pero ahora me duelen los hombros y los músculos de las piernas que ni siquiera sabía que existían. La clase de yoga no estuvo mal, pero no pude poner mis rodillas en la posición del loto. La clase de baile fue divertida. Tengo que confesar que siempre fui buena bailarina, y a pesar de que esto es saltar de un pie al otro y patear en el aire, dejo atrás a muchas mujeres jóvenes. Tal vez tendría que haber sido bailarina de rock.
»El tratamiento con los chorros de agua es algo que sirve para el control de la obesidad. Encienden las poderosas mangueras sobre el cuerpo desnudo y hay que agarrarse a una barra de metal, rezando para no ser barrido por el agua. Se supone que esto rompe las células grasas y si es verdad, estoy dispuesta a soportar tratamientos diarios.
»La clínica es un edificio muy interesante. Desde fuera parece la casa principal, pero dentro es muy diferente. Todas las salas de tratamiento tienen entradas individuales y los senderos que conducen a ellas están disimulados por arbustos. La idea es que la gente no se cruce cuando se dirigen a sus citas o salen de ellas. A mí no me importa si todo el mundo se entera de que van a aplicarme inyecciones de colágeno para suavizar las líneas alrededor de la boca, pero entiendo que alguien como Cheryl Manning se molestase si fuera de conocimiento público.
»Tuve una entrevista con el barón Von Schreiber esta mañana acerca de las inyecciones de colágeno. El barón es un hombre apuesto y encantador. Me halaga la forma como se inclina para saludarme. Si fuera su esposa, temería poder perderlo, en especial si fuera quince años mayor que él. Creo que son quince años, pero lo verificaré cuando escriba mi artículo.
»El barón me examinó el rostro bajo una luz muy fuerte y me dijo que tenía la piel bastante tersa y que el único tratamiento que sugería, además de los masajes faciales y las máscaras de belleza, eran las inyecciones de colágeno. Le expliqué que cuando hice la reserva, la recepcionista. Dora Samuels, me sugirió que me hiciera una prueba para ver si era alérgica al colágeno y lo hice. No soy alérgica, pero le dije al barón que las agujas me asustan y le pregunté cuántas aplicaciones serían necesarias.
»Fue muy amable. Me dijo que a muchas personas les asustan las agujas, por esa razón, cuando reciba el tratamiento, la enfermera me dará un «Valium» doble y cuando comience con las inyecciones sólo sentiré como si fueran picaduras de mosquitos.
»Ah, una cosa más. La oficina del barón tiene hermosas pinturas, pero quedé realmente fascinada por la publicidad para «Cypress Point» que apareció en revistas tales como Architectural Digest, Town and Country y Vogue. Me dijo que había una copia en cada bungalow. ¡Está tan bien redactado!
»El barón parecía complacido de que lo hubiera notado. Y me dijo que él mismo había participado en su creación.
Ted pasó la tarde trabajando en el gimnasio de hombres. Con Craig a su lado, remó en botes estáticos, pedaleó en bicicletas estáticas y corrió en los aparatos de gimnasia.
Decidieron terminar con natación y encontraron a Syd en la piscina cubierta. Impulsivamente, Ted los desafió a una carrera. Había estado nadando todos los días en Hawai, pero llegaba apenas antes que Craig. Para su sorpresa, hasta Syd llegó a pocos centímetros detrás de él.
– Te mantienes en forma -le dijo. Siempre había pensado que Syd era sedentario, pero el hombre tenía una fuerza sorprendente.
– Tuve tiempo de mantenerme en forma. Estar todo el día sentado en una oficina esperando que suene el teléfono es aburrido. -Con un tácito acuerdo, se dirigieron hacia las sillas más alejadas de la piscina para evitar ser oídos.
– Me sorprendí al encontrarte aquí, Syd. Cuando hablamos la semana pasada no me dijiste que vendrías. -Ted lo miró con frialdad.
Syd se encogió de hombros.
– Vosotros tampoco me dijisteis que vendríais. No fue idea mía. Cheryl tomó la decisión. -Miró a Ted-. Debe de haber escuchado que estañas aquí.
– Min tendría que empezar por callarse la boca…
Syd interrumpió a Ted. Le hizo señas al camarero que iba de mesa en mesa ofreciendo bebidas.
– «Perrier».
– Que sean tres -dijo Craig.
– ¿Piensas tragarla por mí también? -preguntó Ted-. Yo quiero un refresco -le dijo al camarero.
– Nunca tomas refrescos -comentó Craig con suavidad. Lo miró con ojos tolerantes y cambió de opinión-. Traiga dos «Perrier» y un zumo de naranja.
Syd prefirió ignorar el juego.
– No creo que Min hablara, pero hay empleados que reciben dinero de los columnistas a cambio de información. Bettina Scuda llamó a Cheryl ayer por la mañana. Seguramente le dijo que vosotros estabais en camino. ¿Qué diferencia hay? Ella trata de atraparte otra vez. ¿Acaso es algo nuevo? Úsala. Se muere por salir de testigo por ti en el juicio. Si alguien puede convencer al jurado de lo loca que estuvo Leila en «Elaine’s», ésa es Cheryl. Y yo la apoyaré.
Puso una mano sobre el hombro de Ted en gesto amistoso.
– Todo esto apesta. Te ayudaremos a vencerlo. Puedes contar con nosotros.
– Traducido, eso significa que le debes una -comentó Craig mientras se dirigían al bungalow de Ted-. No dejes que te afecte. ¿Qué hay si perdió un millón de dólares en esa maldita obra? Tú perdiste cuatro millones y fue él quien te convenció de que invirtieras.
– Invertí porque leí la obra, y sentí que alguien había logrado captar la esencia de Leila; había creado un personaje que era divertido, vulnerable, obstinado, imposible y compasivo a la vez. Tendría que haber sido todo un éxito para ella.
– Fue un error de cuatro millones -dijo Craig-. Lo siento Ted, pero me pagas para que te aconseje.
Henry Bartlett se pasó la mañana en el bungalow de Ted revisando la transcripción de la audiencia con el gran jurado y hablando por teléfono con su oficina de Park Avenue.
– Si decidimos la defensa por locura temporal, necesitaremos mucha documentación acerca de casos similares que hayan tenido éxito -les dijo-. Llevaba una camiseta de algodón de cuello abierto y pantalones cortos color caqui. «¡El sahib!», pensó Ted. Se preguntó si Bartlett usaba pantalones hasta la rodilla en el campo de golf.
La mesa estaba cubierta de papeles escritos.
– ¿Recuerdas cuando Leila, Elizabeth, tú y yo jugábamos al «Scrabble» en esta mesa? -le preguntó a Craig.
– Y tú y Leila ganabais siempre. Elizabeth perdía conmigo. Tal como Leila decía: «Los bulldogs no saben deletrear.»
– ¿Y eso qué quiere decir? -preguntó Henry.
– Oh, Leila le ponía sobrenombres a todos sus amigos íntimos -le explicó Craig-. El mío era Bulldog.
– No estoy seguro de que me hubiese gustado que me llamara así.
– Sí, le hubiese gustado. Cuando Leila apodaba a alguien era que ese alguien formaba parte de su círculo íntimo.
«¿Era eso verdad?», se preguntó Ted. Si se analizaban los sobrenombres que Leila ponía, siempre tenían un doble sentido. Halcón: ave entrenada para cazar y matar. Bulldog: un perro de pelo corto, mandíbulas cuadradas, musculatura pesada y fuertes garras.
– ¿Qué os parece si almorzamos? -propuso Henry-. Nos espera una larga tarde de trabajo.
Mientras comían un emparedado, Ted explicó su encuentro con Elizabeth.
– Así que puedes olvidar la sugerencia de ayer -le dijo a Henry-. Es como pensaba. Si admito la posibilidad de que regresé al apartamento de Leila, cuando Elizabeth termine con su testimonio estaré camino a Ática.
De hecho fue una tarde larga. Ted escuchó la teoría sobre locura temporal que explicó Henry Bartlett.
– Leila te rechazó en público y, además, había abandonado la obra donde invertiste cuatro millones de dólares. Al día siguiente, trataste de convencerla para que os reconciliarais, pero ella siguió insultándote.
– Podía permitirme esa pérdida de dinero -lo interrumpió Ted.
– Tú lo sabes. Yo lo sé. Pero el tipo del jurado que está atrasado en los pagos del coche no lo creerá.
– Me niego a aceptar que pude haber matado a Leila. Ni siquiera lo consideraré.
El rostro de Bartlett comenzaba a encenderse.
– Ted, es mejor que entiendas que estoy tratando de ayudarte. No podemos admitir que pudiste haber regresado al apartamento de Leila. Si no admitimos un bloqueo total de tu parte, tenemos que destruir el testimonio de Elizabeth Lange o el de la testigo. Pero ambos, no. Ya te lo dije antes.
– Hay una posibilidad que me gustaría examinar -sugirió Craig-. Tenemos información psiquiátrica acerca de esa testigo. Yo le había sugerido al primer abogado de Ted que pusiera un detective para que la siguiera y tener así un panorama más completo sobre ella. Sigo pensando que es una buena idea.
– Lo es. -Los ojos de Bartlett desaparecieron bajo el entrecejo fruncido-. Quisiera que se hubiese hecho hace mucho tiempo.
«Están hablando de mí -pensó Ted-. Están discutiendo lo que puede o no hacerse para ganar mi eventual libertad como si yo no estuviera aquí.» Sintió una furia que ya le era familiar y deseos de darles una patada. ¿Darles una patada? ¿Al abogado que supuestamente ganaría su caso? ¿Al amigo que había sido sus ojos, sus oídos y su voz durante esos últimos meses? «Pero no quiero que me saquen la vida de las manos -pensó Ted y sintió un gusto amargo en la boca-. No puedo culparlos, pero tampoco puedo confiar en ellos. No importa cómo, pero será lo que he sabido desde siempre: tendré que cuidarme solo.»
Bartlett seguía hablando con Craig.
– ¿Tienes alguna agencia en mente?
– Dos o tres. Las usamos cuando tuvimos un problema interno y no quisimos que trascendiera. -Le nombró las agencias de investigación.
Bartlett asintió.
– Todas son buenas. Averigua cuál puede ocuparse de inmediato del caso. Quiero saber si Sally Ross bebe; si tiene amigos en los que confía; si ha discutido el caso con ellos; si alguien estuvo con ella la noche en que murió Leila LaSalle. No olvides que todos creen que estaba en su piso mirando hacia la terraza de Leila en el preciso momento en que la empujaron.
Miró a Ted.
«Con la ayuda de Teddy o sin ella», pensó.
Cuando por fin Craig y Henry lo dejaron, a las cinco y cuarto, Ted se sentía exhausto. Encendió el televisor pero lo apagó al instante. Por cierto que no aclararía sus ideas mirando melodramas. Un paseo le haría bien, un largo paseo a fin de poder respirar el aire salado del mar y pasar quizá por la casa de sus abuelos, donde habían transcurrido tantos momentos felices de su niñez.
Sin embargo, prefirió darse una ducha. Fue hasta el baño y se quedó mirando su imagen en el espejo. Tenía algunas canas en las sienes, marcas de cansancio alrededor de los ojos y tirantez alrededor de la boca. «La tensión se manifiesta tanto mental como físicamente.» Había oído decir esa frase a un psicólogo en un programa de noticias matutino. «No miente», pensó.
Craig le había sugerido que compartieran un bungalow con dos dormitorios, pero no obtuvo respuesta y captó el mensaje.
¿No sería agradable que todos entendieran, sin tener que decirlo, que necesitaba un poco de espacio? Se desvistió y arrojó la ropa sucia al cesto. Con una sonrisa a medias recordó cómo Kathy, su primera esposa, le había quitado la costumbre de ir arrojando la ropa por doquier a medida que se desvestía. «No me importa lo rica que sea tu familia -le gritaba-. Creo que es desagradable esperar que otro ser humano vaya recogiendo lo que dejas tirado por ahí.»
– Pero es ropa distinguida.
Su rostro en el cabello de ella. Su perfume de veinte dólares.
«Ahorra tu dinero. No puedo usar perfumes caros. Me trastornan.»
La ducha helada lo alivió del fuerte dolor de cabeza. Sintiéndose un poco mejor, Ted se envolvió en la bata y llamó a la camarera para que le llevara un poco de té helado. Hubiera sido agradable disfrutarlo fuera, pero era demasiado riesgo. No quería entablar conversación con nadie. Cheryl. Sería típico de ella pasar «por casualidad» por allí. ¿Nunca se repondría de esa relación pasajera que habían tenido? Era hermosa, había sido divertida y tenía una cierta habilidad para lograr lo que quería pero, aun cuando no estuviera pendiente el juicio, no volvería a salir con ella.
Se acomodó en el sofá desde donde podía observar las gaviotas sobrevolando la espuma del mar, alejadas de la amenaza de las mareas y del poder de las olas que podían estrellarlas contra las rocas.
Sintió que empezaba a sudar al pensar en el juicio. Impaciente, se puso de pie y abrió la puerta que daba a uno de los lados. Los últimos días de agosto solían tener ese aire fresco. Se apoyó contra la barandilla.
¿Cuándo había empezado a darse cuenta de que, después de todo, él y Leila no lo lograrían? La desconfianza en los hombres tan arraigada en su mente se había tornado insoportable. ¿Era ésa la razón por la que sin escuchar el consejo de Craig, había invertido todo ese dinero en su obra? ¿Inconscientemente había deseado que ella alcanzara un éxito tan grande que le hiciera olvidar los requerimientos sociales de su vida o su deseo de formar una familia? Leila era actriz, en primer y último lugar, siempre lo había sido. Hablaba de querer tener un hijo, pero no era verdad. Había satisfecho sus instintos maternales al criar a Elizabeth.
Comenzaba a caer el sol sobre el Pacífico. Un rumor de grillos y saltamontes llenaba el aire. Noche. Cena. Ya podía imaginar la expresión de los rostros alrededor de la mesa. Min y Helmut, sonrisas tontas, miradas preocupadas. Craig tratando de leerle la mente. Syd, con un cierto nerviosismo desafiante. ¿Cuánto les debía Syd a las personas que equivocadamente habían invertido dinero en sus obras? ¿Cuánto le pediría prestado? ¿Cuánto valía su testimonio? Cheryl, toda seducción. Alvirah Meehan, jugando con ese maldito broche en forma de sol, y mirándolo todo con curiosidad. Henry, mirando a Elizabeth a través de los cristales que dividían el comedor. Y finalmente, Elizabeth, con el rostro frío y lleno de desprecio, estudiándolos a todos.
Ted bajó la mirada. El bungalow había sido construido sobre una loma y desde allí podía observar los arbustos con sus flores rojas. Ciertas imágenes acudieron a su mente y se apresuró a entrar.
Todavía temblaba cuando la camarera le llevó el té helado. Sin prestarle atención a la delicada colcha de satén, se arrojó sobre la cama. Deseó que la noche, con todo lo que acarreaba, hubiera terminado.
Sus labios se curvaron en un débil intento por sonreír. ¿Por qué quería que finalizara el día? ¿Qué tipo de comidas sirven en la prisión?
Tendría mucho tiempo para descubrirlo.
Dora llegó a las dos y media de la tarde, dejó la maleta en su habitación y se dirigió directamente a su escritorio en la recepción.
Min le había permitido guardar la correspondencia sin contestar de los admiradores de Leila en el cuarto de archivos. Dora solía sacar un grupo de cartas por vez y las guardaba en el último cajón de su escritorio. Sabía que ver la correspondencia de Leila irritaba a Min, pero en ese momento no le importaba. Tenía el resto del día libre y quería otras cartas.
Una vez más. Dora estudió la carta anónima. Cada vez que la leía, aumentaba su convicción de que en ella había algo de verdad. A pesar de lo feliz que Leila había sido con Ted, su aflicción por las últimas tres o cuatro películas la había convertido en un ser temperamental y malhumorado. Dora había notado la creciente impaciencia de Ted ante sus estallidos. ¿Se habría relacionado con otra mujer?
Eso es en lo que Leila pensaría al leer las cartas. Eso explicaría la ansiedad, la bebida, el desaliento de los últimos meses. Leila solía decirle: «Sólo hay dos personas en las que puedo confiar en este mundo: Sparrow y Halcón. Y ahora en ti también, Sammy.» Dora se sintió honrada. «Y Queen Elizabeth II (así llamaba Leila a Min) es una amiga entrañable siempre que haya dinero de por medio y si no contradice lo que su Soldadito de Juguete quiere.»
Dora llegó a la oficina y se alegró de que Helmut y Min no estuvieran allí. Era un día soleado y corría una leve brisa del Pacífico. A lo lejos, sobre el terraplén encima del océano, veía las escarchadas, esas plantas que vivían del agua y el aire.
Elizabeth y Ted habían sido como el agua y el aire para Leila.
Se apresuró a entrar en el archivo. Con la pasión de Min por la decoración, hasta ese pequeño cuarto tenía un diseño extravagante. Los archivadores hechos por encargo eran de color amarillo y el piso de cerámica de color oro y ámbar, un aparador jacobino se había convertido en un armario para guardar cosas.
Todavía quedaban dos sacos llenos de correspondencia. Iban desde hojas arrancadas de cuadernos de algún niño hasta papeles exquisitamente perfumados. Dora tomó algunos sobres y los llevó hasta su escritorio.
Era un proceso lento. No podía suponer que otra carta anónima estaría escrita con las mismas letras y números recortados como la que ya había encontrado. Comenzó con las que Leila ya había visto. Después de cuarenta minutos, no había encontrado nada. La mayoría de las cartas decían lo usual: «Eres mi actriz preferida… Le puse su nombre a mi hija. La vi en el programa de Johnny Carson. Estaba hermosa y fue muy graciosa…» Sin embargo, también había duras críticas: «Es la última vez que gasto cinco dólares para verla. Qué película tan mala… ¿Lees los guiones, Leila, o aceptas todo lo que puedas conseguir?»
Estaba tan concentrada que no se dio cuenta de la llegada de Min y Helmut a las cuatro de la tarde. Un minuto antes estaba sola y ahora ellos se acercaban a su escritorio. Alzó la mirada y trató de adoptar una sonrisa natural; con un movimiento rápido, ocultó la carta anónima en la pila de sobres.
Era evidente que Min estaba molesta. Pareció no notar que Dora había llegado temprano.
– Sammy, tráeme el archivo de la casa de baños.
Min aguardó a que Sammy fuera a buscarlo. Cuando regresó, Helmut extendió la mano para tomar el sobre manila, pero Min se le adelantó. Estaba muy pálida. Helmut le palmeó el brazo.
– Min, por favor, te estás poniendo muy nerviosa.
Ella lo ignoró.
– Ven adentro -le ordenó a Dora.
– Primero ordenaré un poco -respondió indicándole el escritorio.
– Olvídalo, no importa.
No había nada que hacer. Si intentaba esconder la carta en su cajón, Min le exigiría que se la mostrara. Dora se acomodó el cabello y siguió a Min y Helmut a su oficina privada. Algo andaba muy mal y tenía que ver con el maldito baño romano.
Min fue a su escritorio, abrió el archivo y comenzó a buscar entre los papeles. La mayoría eran cuentas del contratista.
– Quinientos mil dólares, trescientos mil, veinticinco mil… -repetía alzando cada vez más el tono de voz-. ¡Y ahora otros cuatrocientos mil antes de empezar a trabajar en el interior! -Arrojó los papeles sobre el escritorio y dejó caer el puño sobre ellos.
Dora fue a buscar un vaso con agua fría a la nevera. Helmut dio la vuelta al escritorio, puso las manos sobre las sienes de Min y comenzó a masajearla suavemente para que se tranquilizara.
– Minna, Minna, debes relajarte. Piensa en algo agradable. Te subirá la tensión.
Dora le entregó el vaso de agua a Min y miró con desprecio a Helmut. «Este despilfarrador llevará a Min a la tumba con sus locos proyectos», pensó. Min había tenido razón cuando sugirió que pusieran una tarifa menor para la parte de atrás de «Cypress Point». Eso hubiera funcionado. En esos días, tanto las secretarias como los de la alta sociedad iban a los establecimientos de descanso. En su lugar, ese estúpido pomposo había convencido a Min para que construyera la casa de baños. «Será algo de lo que hablará todo el mundo», era su frase favorita. Dora conocía las finanzas del lugar tan bien como ellos. Y no podía continuar así. Interrumpió los ruegos de Helmut.
– Minna, Minna…
– Suspendan los trabajos en la casa de baños de inmediato -sugirió Dora-. La fachada está terminada así que no queda mal. Digan que el mármol que encargaron del exterior se ha retrasado. Nadie notará la diferencia. El contratista ya ha recibido bastante dinero, ¿no es así?
– En efecto -asintió Helmut. Y le dedicó una amplia sonrisa a Dora como si ella acabara de resolver un intrincado problema-. Dora tiene razón Min. Suspenderemos los trabajos en la casa de baños.
Min lo ignoró.
– Quiero revisar los números otra vez. -Durante la siguiente media hora estuvieron revisando y comparando los contratos, las cifras estimativas y las reales. En un momento, Min abandonó la habitación y después lo hizo Helmut. «Que no se acerquen a mi escritorio», rogó Dora. Sabía que en cuanto Min se calmara, se molestaría por el desorden en el escritorio.
Por fin, Min arrojó los bocetos originales sobre su escritorio.
– Quiero hablar con ese maldito abogado. Parece como si el contratista pudiera cobrar suplementos por cada fase del trabajo.
– Este contratista tiene alma -explicó Helmut-. Comprended concepto de lo que estamos haciendo. Minna, dejemos la obra por el momento. Dora tiene razón. Convirtamos el problema en una virtud. Estamos aguardando un cargamento de mármol de Carrara. No nos conformamos con nada menos, ¿verdad? Seguirán admirándonos como puristas. Liebchen, ¿no sabes que crear el deseo por algo es tan importante como concretarlo?
De repente. Dora se dio cuenta de que había otra persona en la oficina. Alzó la mirada. Cheryl estaba de pie con su sinuoso cuerpo contra el marco de la puerta y una mirada divertida.
– ¿Vine en un mal momento? -preguntó con tono alegre. Sin esperar una respuesta, se acercó al escritorio y se inclinó por encima de Dora-. Oh, veo que está revisando los planos del baño romano. -Se puso a estudiarlos.
»Cuatro piscinas, cuartos de vapor, saunas, más salas de masajes, cuartos de descanso… Me encanta la idea de dormir una siesta después de un baño de aguas minerales. A propósito, ¿no saldrá una fortuna poner verdadera agua mineral en los baños? ¿Piensan fraguarla o traerla desde Baden-Baden? -Se enderezó con gracia-. Me parece que necesitáis un poco de capital. Ted respeta mi opinión, ¿sabéis? De hecho, él solía escucharme antes de que Leila lo atrapara en sus garras. Nos veremos en la cena.
Cuanto llegó a la puerta se detuvo y se volvió.
– Oh, a propósito, Min, querida, dejé mi cuenta sobre el escritorio de Dora. Estoy segura de que por error la dejaron en mi bungalow. Sé que querías que fuera tu invitada.
Cheryl efectivamente lo había hecho. Dora sabría que eso significaba que había revisado la correspondencia. Cheryl era lo que era. Y seguramente había visto la carta anónima.
Min miró a Helmut con los ojos anegados de lágrimas de frustración.
– Sabe que estamos atravesando por un problema financiero y sería típico de ella hacer correr la noticia. Ahora tenemos otro huésped que no paga, y no creas que no usará «Cypress Point» como su segundo hogar. -Con desesperación, Min guardó las cuentas y bocetos en el sobre.
Dora lo archivó nuevamente. El corazón le latía con fuerza cuando se acercó a su escritorio. Las cartas estaban todas desparramadas y faltaba la que le habían enviado a Leila.
Consternada, Dora trató de pensar qué daños podría causar esa carta. ¿Podrían utilizarla para chantajear a Ted? ¿O el que la había enviado estaba ansioso por recuperarla por miedo a que la rastrearan?
¡Si no hubiese estado leyéndola cuando Min y Helmut llegaron! Sólo entonces notó que, pegado a su calendario, estaba la cuenta de Cheryl por la semana en «Cypress Point».
Y además había escrito en ella pagado.
A las seis y media sonó el teléfono en el bungalow de Elizabeth. Era Min.
– Quiero que esta noche cenes conmigo, y con Helmut. Ted, su abogado, Craig, Cheryl y Syd se irán a comer fuera. -Por un momento pareció la Min de siempre imperiosa, sin aceptar nunca una negativa. Pero luego, antes de que Elizabeth pudiera responder, su tono se suavizó-. Por favor, Elizabeth. Te irás a casa mañana por la mañana. Te hemos extrañado.
– ¿Es otro de tus juegos, Min?
– Me equivoqué al forzar el encuentro de anoche. Sólo puedo decir que lo siento.
Min parecía cansada y Elizabeth sintió pena por ella. Si había elegido creer en la inocencia de Ted, era su problema. Su plan para que se encontraran había sido atroz, pero así era Min.
– ¿Estás segura de que ninguno de ellos estará en el comedor?
– Lo estoy. Ven con nosotros. Te irás mañana y casi no te hemos visto.
No era típico de Min tener que rogar. Ésa sería la única ocasión para estar con ella y, además, a Elizabeth no le entusiasmaba demasiado la idea de cenar sola.
Había tenido una tarde completa en el salón, incluyendo un tratamiento de belleza, dos clases de gimnasia, pedicuro, manicura y, por último, una clase de yoga en la que había tratado de liberar su mente, pero por más que se concentrara, no podía obedecer las relajantes sugerencias del instructor. Una y otra vez, contra su voluntad, escuchaba la pregunta de Ted: «Si admito haber regresado a su apartamento, ¿no pude haber estado tratando de salvarla?»
– ¿Elizabeth…?
Elizabeth apretó con fuerza el teléfono y miró alrededor, observando el monocromático decorado de ese costoso bungalow. Min lo llamaba «verde Leila». Había sido bastante despótica la noche anterior, pero ciertamente había amado a Leila. Elizabeth se oyó aceptar la invitación.
El espacioso baño incluía una profunda bañera, jacuzzi, ducha escocesa y una instalación de vapor. Eligió la forma preferida de Leila para relajarse. Recostada en la bañera aprovechaba el jacuzzi y el vapor al mismo tiempo. Con los ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre una almohadilla blanda, sintió que la tensión comenzaba a ceder bajo el vapor relajante y el masaje del agua.
Volvió a maravillarse de lo costoso del lugar. Min debió de haber gastado los millones que heredó. Era notorio que los empleados más antiguos estaban preocupados por lo mismo. Rita, la manicura, le había contado la misma historia que la masajista.
– Te digo algo, Elizabeth, «Cypress Point» no es lo mismo desde que Leila murió. Ahora, los que siguen a las celebridades van a «La Costa». Por cierto que ves a algunas estrellas por aquí, pero te aseguro que ninguna de ellas paga la cuenta.
A los veinte minutos, el vapor se apagaba en forma automática. Elizabeth se dio una ducha fría rápida y luego se envolvió en un esponjoso toallón y se puso una toalla en la cabeza. Pero había algo que pasó por alto debido a su furia por hallar a Ted allí. Min había amado a Leila de verdad. Su angustia después de su muerte no fue ficticia. ¿Pero Helmut? La forma hostil en que observaba la fotografía, la sutil sugerencia de que estaba perdiendo su belleza…, ese odio… No podían ser las bromas que Leila le hacía llamándolo «soldadito de juguete». Siempre se reía cuando las oía. Recordó la vez en que se presentó a cenar en el apartamento de Leila llevando un viejo sombrero de soldadito de juguete.
– Pasé por una tienda de disfraces, vi el sombrero en el escaparate y no pude resistirme -explicó mientras todos lo aplaudían. Leila rió hasta el cansancio y lo besó.
– Sois un buen muchacho, mi Lord… -le dijo…
¿Qué había provocado entonces su ira? Elizabeth se secó el cabello con la toalla, se lo cepilló hacia atrás y lo recogió en un rodete. Mientras se maquillaba y se aplicaba brillo en los labios y las mejillas, le parecía oír la voz de Leila: «Por Dios, Sparrow, cada día estás más bonita. Tuviste suerte de que mamá tuviera un romance con el senador Lange cuando te concibió. ¿Recuerdas a algunos de los demás hombres? ¿Qué te parecería haber sido hija de Matt?»
El año anterior había participado en el repertorio de verano. Cuando el espectáculo llegó a Kentucky, fue al diario más importante de Louisville y buscó referencias de Everett Lange. Su necrología de cuatro años antes, daba detalles de su familia, medio ambiente, educación, su casamiento con una mujer de la alta sociedad, sus logros en el Congreso. En la fotografía, descubrió una versión masculina de sus rasgos… ¿Su vida hubiera sido diferente de haber conocido a su padre? Descartó ese pensamiento.
Todos se vestían de gala para la cena en «Cypress Point». Había elegido una túnica de seda blanca con un cinturón anudado y sandalias plateadas. Se preguntó si Ted y los demás habrían ido al «Cannery» en Monterrey. Era su lugar favorito.
Una noche, tres años atrás, cuando Leila tuvo que salir inesperadamente para rodar algunas escenas adicionales, Ted la había llevado al «Cannery». Se quedaron conversando durante varias horas y él le contó acerca de los veranos que había pasado en Monterrey en casa de sus abuelos, del suicidio de su madre cuando él tenía doce años, de cuánto había odiado a su padre. Y también del mortal accidente que le costó la vida a su esposa y a su hijo.
– No podía funcionar -le dijo-. Durante dos años estuve como un zombie. Si no hubiese sido por Craig, habría pasado el control ejecutivo de mi empresa a otra persona. Él funcionó por mí. Se convirtió en mi voz. Era prácticamente yo.
Al día siguiente, Ted le dijo:
– Sabes escuchar.
Sabía que se sentía incómodo por haber revelado tantas cosas íntimas sobre su vida.
Ella aguardó deliberadamente a que la hora del cóctel hubiera terminado para salir del bungalow. Cuando llegó hasta el sendero que conducía a la casa principal, se detuvo para apreciar la escena que se desarrollaba en la galena. La casa iluminada, las personas elegantes reunidas en grupos de dos o tres, bebiendo sus cócteles sin alcohol, riendo, conversando, separándose, reuniéndose en nuevas unidades sociales.
Era consciente de la deslumbrante claridad de las estrellas contra la oscuridad del cielo, de los faroles situados con gracia para iluminar los caminos y acentuar las flores de los setos, del sonido plácido del Pacífico al bañar el borde de la playa, de la sombra vaga de la casa de baños, con su exterior de mármol negro que brillaba bajo el reflejo de la luz.
«¿Adónde pertenecía?», se preguntó Elizabeth. Mientras trabajaba en Europa le había resultado más fácil olvidar su soledad. En cuanto la película estuvo terminada, regresó de inmediato a su apartamento, segura de que allí encontraría el Paraíso, y que la familiaridad de Nueva York le daría una cálida bienvenida. Pero a los diez minutos, la asaltó la imperiosa necesidad de huir de allí y se aferró a la invitación de Min como una ahogada a un salvavidas. Ahora, contaba las horas que le faltaban para regresar a Nueva York. Se sentía como si no tuviera hogar.
¿Sería el juicio como una purga para sus emociones? ¿El hecho de saber que había colaborado en el castigo del asesino de Leila la ayudaría a relajarse, a comunicarse con otras personas, a comenzar una nueva vida?
– Disculpe. -Una joven pareja estaba detrás de ella. Elizabeth reconoció al muchacho: era un conocido jugador de tenis. ¿Durante cuánto tiempo había estado bloqueándoles el camino?
– Lo siento. Estaba distraída. -Elizabeth se hizo a un lado y los jóvenes pasaron junto a ella con las manos entrelazadas. Ella los siguió lentamente hasta la terraza al final del sendero. Un camarero le ofreció una bebida. La aceptó y se acercó al extremo más alejado. No sentía deseos de conversar banalidades.
Min y Helmut caminaban por entre sus invitados con la habilidad de veteranos anfitriones. Min llevaba una túnica de seda color amarillo y pendientes de diamantes que caían en cascada. Un tanto sorprendida, Elizabeth notó que en realidad Min era delgada y que era su abundante pecho y su andar soberbio lo que la convertía en una figura imponente.
Como siempre, Helmut estaba impecable con una chaqueta de seda azul marino y pantalones de franela color borgoña. Exudaba encanto, se inclinaba al tomar las manos, sonreía, levantaba una ceja perfectamente arqueada… El caballero ideal. Pero ¿por qué odiaba a Leila?
Esa noche, los salones del comedor estaban decorados de tonos rosados: manteles, servilletas, centros de mesa y una delicada porcelana «Lenox» engamados en el mismo color. La mesa de Min estaba preparada para cuatro personas. Cuando Elizabeth se acercó, vio que el maître le tocaba el brazo a Min y la dirigía hacia el teléfono de su escritorio.
Cuando Min regresó se la veía que estaba molesta. A pesar de eso, su saludo pareció genuino:
– Elizabeth, al fin un rato para estar juntas. Quería daros a ti y a Sammy una agradable sorpresa. Sammy regresó temprano. No debió de haber visto la nota que le dejé y no se ha enterado de que estabas aquí. La invité a nuestra mesa para que cenemos juntos, pero acaba de llamar para disculparse porque no se siente bien. Le he dicho que tú estabas con nosotros e irá a buscarte a tu bungalow después de la cena.
– ¿Está enferma? -preguntó preocupada Elizabeth.
– Tuvo un largo viaje. De todas formas, tiene que comer. Esperaba que hiciera el esfuerzo. -Era evidente que Min no quería seguir hablando sobre el tema.
Elizabeth observó cómo vigilaba los alrededores. Les hacía señas a los camareros que no estaban correctamente vestidos, volcaban alguna copa o rozaban la silla de algún huésped. Luego, se le ocurrió que no era propio de Min invitar a Sammy a su mesa. ¿Era posible que Min sospechara que existía una razón en especial por la que había esperado ver a Sammy y quería averiguar cuál era?
¿Y era Sammy capaz de eludir la trampa?
– Siento llegar tarde. -Alvirah Meehan corrió la silla antes de darle tiempo al camarero para que la ayudara-. La cosmetóloga me hizo un maquillaje especial después de vestirme -comentó radiante-. ¿Cómo estoy?
Alvirah llevaba un caftán de cuello alto color beige con una intrincada guarda en marrón. Parecía una prenda costosa. Lo compré en la boutique -explicó-. Tienen cosas hermosas. Y compré todos los productos que me indicó la cosmetóloga. Me ayudó mucho.
Cuando Helmut se acercó a la mesa, Elizabeth estudió divertida el rostro de Min. Uno tenía que ser invitado a sentarse a la mesa de Min y Helmut, cosa que la señora Meehan parecía no comprender. Min podía explicárselo y llevarla a otra mesa. Pero, por otra parte, la señora Meehan ocupaba el bungalow más costoso de todo «Cypress Point»; era obvio que compraba todo lo que veía y ofenderla sería una tontería. Una sonrisa profesional se dibujó en los labios de Min.
– Está elegantísima -le dijo a Alvirah-. Mañana, la ayudaré personalmente a elegir otras cosas.
– Es muy amable. -Alvirah jugó con su broche y se volvió hacia Helmut-. Barón, tengo que decirle que estuve releyendo su publicidad, ya sabe, la que ha puesto en el bungalow.
– ¿Sí?
Elizabeth se preguntó si sería su imaginación o Helmut se mostraba precavido.
– Bien, déjeme decirle que todo lo que dice sobre este lugar es verdad. Recuerde: «Después de una semana aquí, se sentirá libre y sin problemas como una mariposa flotando en una nube.»
– Sí, el anuncio dice algo parecido.
– Pero fue usted quien lo escribió, ¿no?
– Dije que había participado, pero tenemos una agencia.
– Tonterías, Helmut. La señora Meehan está obviamente de acuerdo con el texto del anuncio. Sí, señora Meehan, mi esposo es muy creativo. El personalmente escribe el saludo de todos los días, y hace diez años, cuando convertimos el hotel en lo que es ahora, no aceptaba la copia que nos habían dado de la publicidad y la reescribió por completo. El anuncio ganó varios premios, y es por eso que pusimos una copia del mismo en cada habitación.
– Hizo que personas importantes quisieran venir aquí -dijo Alvirah-. Cómo me hubiese gustado ser una mosca en la pared para escucharlos a todos… -Miró a Helmut-. «O una mariposa flotando en una nube.»
Estaban comiendo el postre de bajas calorías cuando Elizabeth pensó en lo hábil que había sido la señora Meehan para provocar a Helmut y a Min. Le habían relatado historias que Elizabeth jamás había oído antes: acerca de un millonario excéntrico que se presentó el día de la inauguración en bicicleta arrastrado por su majestuoso «Rolls-Royce», o sobre cómo habían enviado un avión especialmente de Arabia Saudí para recoger una fortuna enjoyas que una de las cuatro esposas de un jeque había olvidado detrás de una mesa cerca de la piscina…
Cuando estaban por dejar la mesa, Alvirah formuló una última pregunta:
– ¿Quién fue el huésped más excitante que han tenido?
Sin dudarlo, sin ni siquiera mirarse entre sí, ambos respondieron:
– Leila LaSalle.
Por alguna razón, Elizabeth tuvo un escalofrío.
Elizabeth no esperó el café ni el programa musical. En cuanto llegó a su bungalow, llamó a Sammy por teléfono. No respondió nadie. Sorprendida, marcó el número de su oficina.
La voz de Sammy tenía un acento de urgencia.
– Elizabeth, casi me desmayo cuando Min me dijo que estabas aquí. No, estoy muy bien. Iré en seguida.
Diez minutos después, Elizabeth abría la puerta de su cabaña para abrazar a la mujer frágil y ferozmente leal que había compartido con ella los últimos diez años de la vida de Leila.
Se sentaron en sillones opuestos y se observaron. Elizabeth quedó anonadada al notar lo mucho que Dora había cambiado.
– Lo sé -comentó Dora con una agria sonrisa-. No estoy tan bien.
– No te veo muy bien, Sammy -le dijo Elizabeth-. ¿Cómo te encuentras?
– Todavía me siento tan culpable. Tú no estabas y no podías ver cómo Leila iba cambiando diariamente. Cuando fue a visitarme al hospital, me di cuenta. Algo estaba destruyéndola, pero no quiso hablarme de ello. Debería haberme puesto en contacto contigo. Siento que la dejé caer. Y ahora tengo que descubrir lo que ocurrió. No descansaré hasta conseguirlo.
A Elizabeth se le llenaron los ojos de lágrimas.
– No me hagas empezar -le dijo-. Durante el primer año tuve que usar gafas oscuras. Nunca sabía cuándo comenzaría a llorar. Las llamaba mi «equipo para el dolor».
Elizabeth entrelazó las manos.
– Sammy, dime una cosa, ¿existe la posibilidad de que esté equivocada con respecto a Ted? No me equivoqué con la hora y si fue él quien empujó a Elizabeth por la terraza tiene que pagar por ello. ¿Pero es posible que haya tratado de sostenerla? ¿Por qué estaba tan molesta? ¿Por qué bebía? Tú sabes cómo le disgustaba la gente que bebía demasiado. Esa noche, minutos antes de su muerte, no me porté bien con ella. Traté de hacer lo que ella le hacía a mi madre: golpearla, tratar de que se diera cuenta de lo que estaba haciéndose a sí misma. Tal vez, si hubiera mostrado más compasión… ¡Oh, Sammy, si tan sólo le hubiese preguntado por qué!
Ambas se movieron al unísono en un gesto espontáneo. Los brazos delgados de Dora rodearon el cuerpo esbelto y tembloroso de Elizabeth y recordó lo mucho que había adorado a su hermana mayor durante su juventud.
– Oh, Sparrow -dijo sin pensar el nombre que Leila solía utilizar para Elizabeth-, ¿qué pensaría Leila de nosotras si nos viera así?
– Diría: dejad de lamentaros y haced algo. -Elizabeth se secó los ojos y esbozó una sonrisa.
– Exacto. -Con movimientos rápidos y nerviosos. Dora se arregló el cabello que le caía del rodete-. Recapitulemos. ¿Leila había comenzado a actuar así antes de que partieras de gira?
Elizabeth frunció el entrecejo mientras trataba de recordar.
– El divorcio de Leila llegó antes de que yo partiera. Ella había estado con su administrador. Era la primera vez en años que la veía preocupada por el dinero. Me dijo algo así como: «Sparrow, he hecho mucho dinero, pero para ser honesta, ahora estoy en aprietos.»
»Le dije que los dos aprovechados que había tenido por esposos la habían puesto en esa situación, y que no consideraba que estuviera en aprietos ya que estaba a punto de casarse con un multimillonario como era Ted. Ella dijo algo así como: «Ted me ama de verdad, ¿no es así?» Le dije que acabara con eso. Recuerdo que le dije que si seguía poniéndolo en duda lo espantaría, y que lo mejor que podía hacer era ir a ganarse los cuatro millones que él había invertido en su obra.
– ¿Y ella qué respondió? -quiso saber Dora.
– Se echó a reír… Con esa risa estupenda, profunda, que tenía. «Como siempre, tienes razón, Sparrow», me dijo. Estaba muy excitada con la obra.
– Y luego, cuando tú te fuiste, aprovechando que yo estaba enferma y Ted de viaje, alguien comenzó una campaña para destruirla. -Dora buscó en el bolsillo de su chaqueta-. Hoy desapareció de mi escritorio la carta sobre la que te había escrito. Pero justo antes de que me llamaras encontré otra en la correspondencia de Leila. Ella no llegó a leerla; todavía estaba cerrada, pero habla por sí sola.
Horrorizada, Elizabeth leyó una y otra vez las palabras pegadas sin cuidado sobre el papel.
Dora observó cómo Elizabeth palidecía.
– ¿Leila no la vio? -preguntó con calma.
– No, pero debió de haber recibido toda una serie de ellas.
– ¿Quién pudo haberse llevado hoy la otra carta?
Dora le resumió en pocas palabras la explosión de Min acerca de los gastos de la casa de baños y de la inesperada llegada de Cheryl.
– Sé que Cheryl estuvo en mi escritorio. Dejó allí su cuenta. Pero cualquiera pudo haberla cogido.
– Esto es característico de Cheryl. -Elizabeth sostenía la carta por uno de los extremos, sin poder casi tocarla-. Me pregunto si podrá rastrearse.
– ¿Huellas digitales?
– Eso y el tipo de letra tiene un código. Saber de qué revistas y diarios fueron recortadas podría ayudarnos. Aguarda un momento. -Elizabeth entró en el dormitorio y regresó con una bolsa de plástico. Con cuidado, envolvió en ella la carta anónima-. Averiguaré adonde hay que enviarla para que la analicen. -Volvió a sentarse y cruzó los brazos sobre las piernas-. Sammy, ¿recuerdas exactamente lo que decía la otra carta?
– Eso creo.
– Entonces, escríbelo. Espera un segundo. Hay papel sobre el escritorio.
Dora escribía y luego tachaba las palabras unas cuantas veces hasta que por fin le entregó el papel a Elizabeth.
– Es muy parecida.
Leila:
¿Cuántas veces tengo que escribir? ¿No entiendes que Ted se cansó de ti? Su nueva novia es hermosa y mucho más joven que tú. Te dije que la gargantilla de esmeraldas que le regaló hace juego con el brazalete que te dio a ti. Le costó el doble y es diez veces mejor. Me dijeron que tu obra es horrible. Tendrías que aprenderte la letra. Volveré a escribirte pronto.
Tu Amigo
Elizabeth estudió con cuidado la carta.
– Sammy, el brazalete. ¿Cuándo se lo dio Ted?
– Después de Navidad, para el aniversario de su primera cita. Me dijo que se lo guardara en la caja de seguridad porque estaba ensayando y sabía que no lo usaría.
– A eso me refiero. ¿Cuántas personas estaban enteradas del brazalete? Ted se lo entregó durante una cena. ¿Quiénes estaban allí?
– Los de siempre. Min, Helmut, Craig, Cheryl, Syd, Ted, tú y yo.
– Los mismos que sabíamos la suma que Ted había invertido en la obra. Recuerda que él no quería que se hiciera publicidad sobre ello. Sammy, ¿has terminado de revisar el correo?
– Aparte del que comencé esta tarde, hay otro saco enorme. Puede tener unas seiscientas o setecientas cartas.
– Mañana por la mañana te ayudaré a revisarlo. Sammy, piensa en quién pudo haber escrito estas cartas. Min y el barón no tienen nada que ver con la obra: a ellos les convenía que Ted y Leila estuvieran aquí juntos, con todas las personas que ellos atraían. Syd había invertido un millón de dólares en la obra. Craig actuaba como si los cuatro millones que invirtió Ted hubieran salido de su bolsillo. No haría nada que pudiera arruinar la obra. Pero Cheryl jamás perdonó a Leila por haberle quitado a Ted. Nunca le perdonó que se convirtiese en una superestrella. Ella conocía las vulnerabilidades de Leila. Y podría ser ella quien quisiera recuperar las cartas ahora.
– ¿Y para qué las quiere?
Elizabeth se puso lentamente de pie. Se acercó a la ventana y corrió la cortina. La noche seguía siendo brillante.
– Porque si la pista llevara hasta ella, su carrera se vería arruinada. ¿Cómo se sentiría el público si supiera que Leila llegó al suicidio impulsada por una mujer que ella consideraba una amiga?
– Elizabeth, ¿tienes conciencia de lo que acabas de decir?
Elizabeth se volvió.
– ¿No crees que tengo razón?
– Acabas de aceptar el hecho de que Leila pudo haberse suicidado.
Elizabeth contuvo el aliento. Caminó a tientas por el cuarto, se arrodilló y apoyó la cabeza sobre las piernas de Sammy.
– Sammy, ayúdame -le rogó-. Ya no sé qué creer. Ya no sé qué hacer.
Fue por sugerencia de Henry Bartlett que salieron a cenar e invitaron a Cheryl y a Syd para que fueran con ellos. Cuando Ted protestó argumentando que no quería verse comprometido con Cheryl, Henry lo interrumpió con dureza.
– Teddy, te guste o no, estás comprometido con Cheryl. Ella y Syd Melnick pueden ser testigos importantes para ti.
– No veo cómo.
– Si no admitimos que pudiste haber regresado al piso de Leila, debemos probar que Elizabeth Lange se confundió con respecto a la hora exacta de la conversación telefónica y tenemos que hacer que el jurado crea que Leila pudo haberse suicidado.
– ¿Y qué pasa con la testigo ocular?
– Ella vio que se movía un árbol en la terraza. Su intensa imaginación decidió que eras tú luchando con Leila. Ella está loca.
Fueron al «Cannery». Una multitud alegre y conversadora llenaba el popular restaurante; pero Craig había hecho una reserva por teléfono y tenían una mesa junto a la ventana desde donde se veía todo el puerto de Monterrey. Cheryl se sentó junto a Ted y le apoyó una mano en la rodilla.
– Como en los viejos tiempos -le murmuró a Ted en el oído. Llevaba un sombrero de lame que hacía juego con los pantalones apretados del mismo material. Un murmullo de excitación la había seguido mientras atravesaba el salón.
Durante todos esos meses en que no se habían visto, Cheryl lo llamó varias veces, pero él jamás contestó a la llamada. Ahora, mientras sus cálidos dedos le acariciaban la rodilla, Ted se preguntó si no era un tonto al no tomar lo que le ofrecían. Cheryl diría cualquier cosa que lo ayudara en su defensa. ¿Pero a qué precio?
Era evidente que Syd, Bartlett y Craig se sentían aliviados de estar allí y no en «Cypress Point».
– Espera sólo unos momentos -le comentó Syd a Henry-. Sabrás qué es comer marisco y pescado.
Llegó el camarero y Bartlett pidió un «Johnnie Walker» etiqueta negra. Su chaqueta de lino color champaña estaba impecable, al igual que la camisa a juego y los pantalones color canela, todo obviamente hecho a medida. El cabello blanco, grueso pero meticulosamente cortado, contrastaba con el rostro bronceado y sin arrugas. Ted lo imaginó hablando con el jurado, explicando, aleccionando. Un personaje que impresionaba al auditorio. Obviamente, le iba bien. ¿Pero durante cuánto tiempo? Comenzó pidiendo un martini con vodka pero luego lo cambió por una cerveza. No era momento de entorpecer sus facultades.
Era temprano para cenar, apenas las siete, pero había insistido en eso. Craig y Syd mantenían una animada conversación. Syd parecía casi alegre. «Testimonio en venta -pensó Ted-. Hacer que Leila pareciera una borracha adicta. Todo podría salir mal, muchachos, y de ser así, seré yo quien pague.»
Craig interrogaba a Syd acerca de su agencia y lo compadecía por el dinero perdido en la obra de Leila.
– A nosotros también nos fue mal -dijo. Miró a Cheryl y le sonrió-. Y creemos que fuiste muy buena en querer salvar la nave, Cheryl.
«¡Por amor de Dios, no se lo des todo!», sintió deseos de gritarle a Craig. Pero todos sonreían con satisfacción. Él era el extraño del grupo, el extraterrestre. Podía sentir la mirada de los demás puesta en él. Casi podía sentir los comentarios hechos sotto voce: «Su juicio comienza la semana próxima…» «¿Crees que él lo haya hecho?» «Con el dinero que tiene, es probable que se salve. Siempre se salvan.»
No necesariamente.
Impaciente, Ted miró hacia la bahía. El puerto estaba lleno de botes, grandes, pequeños, veleros, yates. De niño, cada vez que su madre podía, lo llevaba a visitar el puerto. Era el único lugar donde ella se sentía feliz.
– La familia de la madre de Ted es de Monterrey -le decía Craig a Henry Bartlett.
Ted volvió a sentir esa salvaje irritación que Craig le provocaba desde hacía un tiempo. ¿Cuándo había comenzado? ¿En Hawai? ¿Antes que eso? «No leas mis pensamientos. No hables por mí. Estoy harto de todo eso.» Leila siempre le preguntaba si no estaba cansado de tener al Bulldog pegado a los talones todo el tiempo… Llegaron las bebidas. Bartlett retomó la conversación.
– Como sabéis, todos sois testigos potenciales para la defensa de Teddy. Es obvio que podáis testificar por la escena en «Elaine’s». Pero en el estrado, quisiera que me ayudarais a pintar, para el jurado, un cuadro más completo de Leila. Todos conocéis su imagen pública. Pero también sabéis que era una mujer muy insegura, que no tenía fe en sí misma y que la perseguía el fantasma del fracaso.
– Una defensa al estilo de Marilyn Monroe -sugirió Syd-. Con todas las locas historias que se tejieron sobre la muerte de la Monroe, todos terminaron aceptando que pudo haberse suicidado.
– Exacto -afirmó Bartlett con una sonrisa amistosa-. Ahora, la cuestión es saber el motivo. Syd, cuéntame sobre la obra.
Syd se encogió de hombros.
– Era perfecta para ella. Podía haber sido su historia. A ella le encantaba el libreto. Y los ensayos comenzaron muy bien. Solía decirle que podíamos estrenar en una semana. Y luego sucedió algo. Llegó al teatro deshecha a las nueve de la mañana y, a partir de entonces, todo fue cuesta abajo.
– ¿Miedo al público?
– Muchos sufren este miedo. Helen Hayes vomitaba antes de cada representación. Cuando Jimmy Stewart terminaba una película, estaba seguro de que nunca le pedirían que actuara en otra. Leila vomitaba y estaba preocupada. Así es el negocio.
– Eso es justo lo que no quiero oír en el estrado -lo interrumpió Henry con desagrado-. Trato de pintar el cuadro de una mujer con un problema de alcoholismo que sufría de una profunda depresión.
Un adolescente estaba de pie detrás de Cheryl.
– ¿Podría darme su autógrafo? -Colocó un menú delante de ella.
– Por supuesto -aceptó Cheryl radiante y estampó su firma.
– ¿Es verdad que tendrá el papel de Amanda en la nueva serie?
– Eso espero. Mantén los dedos cruzados. -La mirada de Cheryl bebió profundamente la admiración del adolescente.
– Estará fantástica. Gracias.
– Si tan sólo hubiésemos filmado esto para enviárselo a Bob Koening -comentó Syd con sequedad.
– ¿Cuándo lo sabrás? -preguntó Craig.
– Tal vez en los próximos días.
Craig alzó su copa.
– Por Amanda.
Cheryl lo ignoró y se volvió hacia Ted.
– ¿No piensas brindar?
Ted levantó el vaso.
– Por supuesto. -Y lo decía en serio. La esperanza que se dibujaba en sus ojos era conmovedora. Leila siempre le había hecho sombra a Cheryl. ¿Por qué mantuvieron la farsa de una amistad? ¿Era tal vez que la infatigable búsqueda de Cheryl por superar a Leila era un desafío para Leila, un estímulo constante que le hacía bien y la mantenía en forma?
Cheryl debió de ver algo en el rostro de Ted porque le rozó la mejilla con los labios. Y esta vez, él no se apartó.
Fue después del café que Cheryl apoyó los codos sobre la mesa y reclinó la cabeza en las manos. El champaña que había bebido le nublaba la mirada y ahora sus ojos parecían encendidos con promesas secretas. Tenía la voz un tanto pastosa cuando le dijo a Bartlett:
– Supongamos que Leila creía que Ted quería dejarla por otra mujer. ¿Eso ayudaría en la teoría del suicidio?
– No tuve nada que ver con ninguna otra mujer -respondió Ted con tono rotundo.
– Querido, esto no es Confesiones verdaderas. Tú no tienes que abrir la boca -replicó Cheryl-. Henry, responde a mi pregunta.
– Si tuviéramos una prueba de que Ted estaba interesado en otra persona, y que Leila lo sabía, le daríamos una razón para que estuviera desalentada. Destruiríamos la declaración del fiscal de que Ted mató a Leila porque ella lo rechazó. ¿Me estás diciendo que había algo entre tú y Ted antes de que Leila muriera? -preguntó Bartlett esperanzado.
– Yo responderé a eso -irrumpió Ted-. ¡No!
– No me habéis escuchado -protestó Cheryl-. Dije que podría tener pruebas de que Leila creía que Ted estaba a punto de dejarla por otra mujer.
– Cheryl, sugiero que te calles. No sabes de qué estás hablando -le dijo Syd-. Ahora, vámonos de aquí. Has bebido demasiado.
– Tienes razón -dijo Cheryl en tono amistoso-. No siempre la tienes, Syd, querido, pero esta vez, sí.
– Un momento -interrumpió Bartlett-. Cheryl, a menos que esto sea una especie de juego, será mejor que pongas tus cartas sobre la mesa. Cualquier cosa que nos aclare el estado mental de Leila es vital para la defensa de Ted. ¿A qué llamas «prueba»?
– Quizás algo que ni siquiera le interese -respondió Cheryl-. Lo consultaré con la almohada.
Craig hizo señas para que le llevaran la cuenta.
– Tengo la sensación de que esta conversación es una pérdida de tiempo.
Eran las nueve y media cuando la limusina los dejó en «Cypress Point».
– Quiero que Ted me acompañe a mi bungalow -dijo Cheryl.
– Yo te acompañaré -se ofreció Syd.
– Ted me acompañará -insistió ella.
Cheryl se reclinó contra él mientras se dirigían a su bungalow. Los invitados comenzaban a salir del edificio principal.
– ¿No fue divertido salir juntos? -murmuró Cheryl.
– Cheryl, ¿lo que dijiste sobre la «prueba» es otro de tus juegos? -le preguntó Ted mientras le apartaba un mechón de cabello negro del rostro.
– Me gusta cuando me tocas el cabello. -Habían llegado a su bungalow-. Entra, querido.
– No. Te saludaré aquí.
Ella inclinó la cabeza hasta que estuvo casi a la altura de sus labios. Bajo la luz de las estrellas, Cheryl lo miró con ojos radiantes. «¿Habría simulado estar bebida?», se preguntó Ted.
– Querido -le susurró al oído-, ¿no te das cuenta de que soy la única que puede ayudarte a salir libre del juicio?
Craig y Bartlett se despidieron de Syd y se dirigieron a sus bungalows. Era obvio que Henry Bartlett estaba satisfecho.
– Parece como si Teddy hubiera por fin captado el mensaje. Tener a esa damita de su lado en el juicio será importante. ¿Qué habrá querido decir con eso de que Ted estuviera complicado con otra mujer?
– Es un deseo. Seguramente querrá ofrecerse para desempeñar el papel.
– Entiendo. Si es inteligente, aceptará.
Llegaron al bungalow de Craig.
– Me gustaría entrar un momento -le dijo Bartlett-. Es una buena oportunidad para que conversemos. -Cuando estuvieron dentro, miró alrededor-. La decoración es diferente.
– Es el efecto rústico, masculino, de Min -le explicó Craig-. No se ha olvidado de ningún detalle: mesas de pino, tablas anchas en el suelo. Ella me pone automáticamente aquí. Creo que en su inconsciente me ve como un tipo simple.
– ¿Y lo eres?
– No lo creo. Y a pesar de que me inclino por las camas king size, es un gran salto desde la Avenida B y la Calle 8, donde mi padre tenía una salchichería.
Bartlett estudió a Craig con atención. Decidió que «bulldog» era una descripción acertada de él. Cabello color arena, rasgos impersonales. Un ciudadano sólido. Una buena persona para tener al lado.
– Ted es afortunado al tenerte -le dijo-. No creo que lo aprecie.
– Te equivocas. Ted tiene que confiar en mí para seguir adelante con el negocio y eso lo resiente. Y él piensa que soy yo el resentido. El problema es que mi sola presencia en este lugar es un símbolo del problema en que está metido.
Craig caminó hasta el armario y extrajo un maletín.
– Al igual que tú, yo también traigo mis provisiones. -Sirvió dos vasos de «Courvoisier», le entregó uno a Bartlett y se acomodó en el sofá, inclinado hacia delante, con el vaso entre las manos-. Te daré el mejor ejemplo que pueda. Mi prima sufrió un accidente y estuvo postrada en un hospital durante casi un año. Su madre se mató cuidando a los niños. ¿Quieres saber algo? Mi prima estaba celosa de su madre. Dijo que su madre disfrutaba de sus hijos mientras que era ella quien tenía que estar con los niños. Sucede lo mismo con Ted y conmigo. En cuanto mi prima salió del hospital, llenó a su madre de elogios por el gran trabajo que había hecho. Cuando Ted sea absuelto, todo volverá a ser normal entre nosotros. Y déjame decirte algo, prefiero soportar sus arranques a estar en sus zapatos.
Bartlett se dio cuenta de que se había apresurado en hacer a un lado a Craig Babcock como un lacayo adulador.
«El problema por ser demasiado engreído», se dijo. Eligió la respuesta con cuidado.
– Entiendo, y creo que eres bastante perceptivo.
– ¿Inesperadamente perceptivo? -preguntó Craig con una semisonrisa.
Bartlett prefirió ignorar el golpe.
– Yo también comienzo a sentirme mejor acerca de este caso. Podríamos llegar a organizar una defensa que por lo menos creará una duda razonable en la mente del jurado. ¿Te ocupaste de la agencia de investigaciones?
– Sí, hay dos detectives buscando todo lo que haya acerca de esa mujer Ross. Y otro la está siguiendo. Tal vez sea demasiado, pero nunca se sabe.
– Nada que pueda ayudamos es demasiado. -Bartlett se acercó a la puerta-. Como verás, Ted Winters tiene el mismo resentimiento hacia mí y tal vez por las mismas razones que lo hacen sentirse así contigo. Ambos queremos que salga libre del juicio. Una línea de defensa que no había considerado hasta hoy es convencer al jurado de que poco antes de que Leila LaSalle muriera, él y Cheryl habían vuelto a salir juntos y que el dinero invertido en la obra era la despedida para Leila.
Bartlett abrió la puerta y se volvió para agregar:
– Piensa en ello y te espero mañana con algún plan de acción.
Hizo una pausa.
– Pero tenemos que convencer a Teddy para que esté de acuerdo con nosotros.
Cuando Syd llegó a su bungalow vio que estaba encendida la luz de mensajes en el contestador. De inmediato presintió que se trataba de Bob Koening. El presidente de la «World Motion Pictures» tenía fama de hacer llamadas telefónicas a cualquier hora. Sólo podía significar que se había llegado a una decisión en cuanto a Cheryl y el papel de Amanda. Sintió un sudor frío.
Con una mano sacó un cigarrillo y con la otra tomó el teléfono. Mientras pronunciaba su nombre, sostuvo el auricular con el hombro y encendió el cigarrillo.
– Me alegro de que me hayas llamado esta noche, Syd. Tenía pedida una llamada para ti a las seis de la mañana.
– Habría estado despierto. ¿Quién puede dormir en este negocio?
– Yo duermo. Syd, tengo que hacerte un par de preguntas.
Estaba seguro de que Cheryl había perdido el papel. La luz del teléfono había sido como la señal del desastre. Sin embargo, Bob tenía que hacerle preguntas. No se había tomado ninguna decisión.
Podía visualizar a Bob en el otro extremo de la línea, recostado sobre su sillón de cuero en la biblioteca de su casa. No había llegado a ser director del estudio dejándose llevar por los sentimientos. «La prueba de Cheryl fue excelente -se dijo esperanzado Syd-. ¿Y entonces qué?»
– Adelante -dijo tratando de parecer relajado.
– Seguimos estudiando a quién darle el papel, si a Cheryl o a Margo Dresher. Sabes lo difícil que es lanzar una serie. Margo es más conocida que Cheryl. Pero Cheryl estuvo muy bien, excelente en la prueba, tal vez mejor que Margo, aunque negaré haberlo dicho. Cheryl no ha hecho nada grande en años, y ese fiasco en Broadway aparecía una y otra vez en la reunión.
La obra. Otra vez la obra. El rostro de Leila cruzó por la mente de Syd. La forma en que le había gritado en «Elaine’s». En ese momento hubiera querido aporrearla, ahogar esa voz cínica y burlona para siempre…
– Esa obra fue un medio para Leila. Yo tengo la culpa de haber forzado a Cheryl a hacerla.
– Syd, ya hemos hablado de todo eso. Seré franco contigo. El año pasado, tal como salió publicado en todos los periódicos. Margo tuvo un problemita por drogas. El público se está cansando de las estrellas que se pasan la mitad de sus vidas en centros de rehabilitación. Te lo diré bien claro: ¿Cheryl tiene algo que pudiera comprometernos si la elegimos?
Syd se aferró al teléfono. Cheryl estaba en el buen camino. Un golpe de esperanza le aceleró el pulso. Le sudaban las manos.
– Bob, te juro que…
– Todo el mundo me jura. Trata de decirme la verdad. Si me la juego y elijo a Cheryl, ¿no se volverá en mi contra? Si llegara a suceder, Syd, sería tu fin.
– Te lo juro. Lo juro por la tumba de mi madre…
Syd colgó el auricular, se inclinó hacia delante y hundió la cara en las manos. Estaba empapado en sudor. Una vez más, la sortija dorada estaba a su alcance.
Sólo que esta vez era Cheryl, y no Leila, quien podía arruinarlo todo…
Cuando dejó a Elizabeth, Dora llevaba la carta anónima envuelta en la bolsa de plástico dentro de su chaqueta. Habían decidido que Dora haría una copia de la carta en la fotocopiadora y por la mañana, Elizabeth llevaría el original a la oficina del sheriff, en Salinas.
Scott Alshorne, el sheriff del condado, era un invitado regular en las cenas de «Cypress Point». Había sido amigo del primer marido de Min y siempre ayudaba cuando surgía un problema, como la desaparición de una joya. Leila lo adoraba.
– Estas malditas cartas no son lo mismo que una joya robada -le advirtió Dora a Elizabeth.
– Lo sé, pero Scott podrá decirme adonde puedo enviar la carta para que la analicen o si debo entregarla a la oficina del fiscal de distrito en Nueva York. Yo también quiero una copia.
– Entonces, déjame hacerla esta noche. Mañana, cuando Min esté cerca, no podemos arriesgarnos a que la lea.
Cuando Dora estaba por partir, Elizabeth la abrazó.
– Tú no crees que Ted sea culpable, ¿verdad, Sammy?
– ¿De asesinato premeditado? No, no puedo creerlo. Y si estaba interesado en otra mujer, no tenía motivos para matar a Leila.
De todas formas. Dora tenía que regresar a la oficina. Había dejado las cartas desparramadas sobre el escritorio y la bolsa de plástico con la correspondencia sin revisar, en la oficina de recepción. Min podía sufrir un ataque si lo veía.
La bandeja con su cena seguía sobre una mesa cerca del escritorio sin que la hubiera probado. Era gracioso el poco apetito que tenía en esos días. Setenta y un años no eran tantos. Era sólo que con la operación y la muerte de Leila se había apagado una chispa, el entusiasmo con el que recibía las bromas de Leila.
La fotocopiadora estaba disimulada en un armario de nogal. Abrió la parte superior y encendió la máquina; sacó la carta del bolsillo y le quitó el envoltorio de plástico tomándola con cuidado por las puntas. Sus movimientos eran rápidos. Existía siempre la posibilidad de que Min se diera una vuelta por la oficina. Helmut, sin duda, estaría encerrado en su estudio. Sufría de insomnio y leía hasta muy tarde.
Miró por la ventana entreabierta. El rugido truculento del Pacífico y el olor a sal eran vigorizantes. No le molestaba la ráfaga de aire frío que la hacía temblar. Pero ¿qué le había llamado la atención?
Todos los invitados ya estaban en sus bungalows y podía ver la luz a través de las cortinas. Contra el horizonte pudo ver las siluetas de las mesas con sombrilla alrededor de la piscina olímpica. A la izquierda el contorno de la casa de baños se recortaba contra el cielo. La noche comenzaba a cubrirse de niebla. La visión se hacía difícil. Luego, Dora se inclinó hacia delante. Alguien caminaba oculto bajo la sombra de los cipreses, como si temiera ser visto. Se ajustó los lentes y logró ver que la silueta llevaba un equipo de buceo. ¿Qué estaría haciendo allí? Parecía dirigirse hacia el sector de la piscina olímpica.
Elizabeth le había dicho que iría a nadar. Dora sintió una oleada de irracional temor. Guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta y salió corriendo de la oficina. Bajó la escalera con toda la rapidez que le permitía su cuerpo reumático, atravesó el vestíbulo a oscuras y salió por una puerta lateral que rara vez se utilizaba. El intruso iba ya por la casa de baños. «Sería probablemente uno de los estudiantes que paraban en la posada de Pebble Beach», se dijo. Cada tanto, se colaban en «Cypress Point» para nadar en la piscina olímpica. Pero no le gustaba la idea de que ése se encontrara con Elizabeth mientras ella estaba allí.
Se volvió y se dio cuenta de que la figura la había visto. Las luces del carrito del guardia de seguridad se acercaban desde la loma cerca de las puertas de acceso. La figura con el traje de buceo corrió hacia la casa de baños. Dora pudo ver que la puerta estaba entreabierta. Ese tonto de Helmut no se había molestado en cerrarla aquella tarde.
Le temblaban las rodillas cuando corrió detrás del hombre. El guardia pasaría por allí en cualquier momento y no quería que el intruso escapara. A tientas, dio unos pasos dentro de la casa de baños.
El vestíbulo de entrada era una extensión enorme con dos escaleras en el extremo. La luz que se filtraba de los faroles externos la ayudó a comprobar que estaba vacío. Las obras habían avanzado bastante desde la última vez que había estado allí, unas semanas atrás.
Por una puerta entreabierta de la izquierda, alcanzó a ver el haz de luz de una linterna. La arcada conducía a los armarios y más atrás, se encontraba la primera de las piscinas con agua salada.
Por un instante, la indignación dejó paso al temor. Decidió salir y esperar al guardia.
– ¡Dora, aquí!
La voz familiar hizo que se sintiera aliviada. Con cuidado, avanzó por el vestíbulo a oscuras, atravesó el área de los armarios y llegó a la piscina cubierta.
Él estaba esperándola con la linterna en la mano. La oscuridad del traje mojado, las gruesas gafas para el agua, la inclinación de la cabeza, el repentino movimiento convulsivo de la linterna, la hicieron retroceder con inseguridad.
– Por Dios, no me apuntes con esa cosa que no me deja ver -le dijo ella.
Una mano gruesa y amenazadora con el pesado guante negro se extendió en dirección a su garganta. La otra le apuntaba la linterna directamente a los ojos, cegándola.
Horrorizada, Dora comenzó a retroceder. Levantó las manos como para protegerse sin darse cuenta de que había tirado la carta que llevaba en el bolsillo. Casi no sintió el vacío debajo de sus pies antes de que su cuerpo cayera hacia atrás.
Su último pensamiento antes de que su cabeza golpeara contra el suelo de cemento de la piscina fue que por fin sabía quién había matado a Leila.
Elizabeth nadaba de un extremo a otro de la piscina a un ritmo furioso. La niebla comenzaba a cubrir, por momentos, los alrededores de la piscina, pero era un vapor oscuro que aparecía y volvía a desaparecer. Ella prefería la plena oscuridad. Podía forzar cada centímetro de su cuerpo sabiendo que el esfuerzo físico borraría, de alguna manera, la ansiedad emocional.
Llegó al extremo norte de la piscina, tocó la pared, inhaló, giró, rebotó y con una furiosa brazada, comenzó a correr hacia el extremo contrario. Le latía el corazón con fuerza por el ritmo que se había impuesto. Era una locura. No estaba en condiciones para ese tipo de esfuerzo. Sin embargo, siguió nadando a ese ritmo, con la esperanza de que ese gasto de energía física borrara sus pensamientos.
Por fin sintió que empezaba a calmarse entonces, se volvió de espaldas y comenzó a flotar impulsada por leves movimientos de los brazos.
Las cartas. La que tenían; la otra que alguien había robado; las demás que podían encontrar en la saca de correspondencia que aún quedaba por abrir. Aquellas que Leila seguramente había visto y destruido. «¿Por qué Leila no me habló de ellas? ¿Por qué no confió en mí? Siempre me utilizaba como tabla de salvación. Decía que yo podría convencerla de que no tomara las críticas demasiado en serio.»
Leila no se lo había dicho porque creía que Ted salía con otra mujer, y no había nada que pudiera hacerse. Pero Sammy tenía razón: si Ted salía con otra, no tenía motivos para matar a Leila.
Pero no me equivoqué con respecto a la hora de la llamada.
¿Y si Leila había caído, se le había resbalado de los brazos, y él había perdido la memoria? ¿Y si esas cartas la habían llevado al suicidio? «Tengo que encontrar a quien las haya enviado», pensó Elizabeth.
Era hora de regresar. Estaba muerta de cansancio y por fin, más calmada. Por la mañana, revisaría el resto de la correspondencia con Sammy. Le mostraría la carta que encontraron a Scott Alshorne. Tal vez, él le aconsejaría que la llevara directamente al fiscal de distrito de Nueva York. ¿Le daría así una coartada a Ted? ¿Y con quién habría estado saliendo?
Mientras subía por la escalerilla de la piscina, comenzó a temblar. El aire que soplaba era helado y había permanecido en el agua más de lo que había pensado. Se puso la bata y buscó el reloj que había dejado en el bolsillo. La esfera luminosa le indicó que eran las diez y media.
Creyó oír algún ruido proveniente de los cipreses que bordeaban la terraza.
– ¿Quién está ahí? -preguntó con voz nerviosa.
No hubo respuesta. Caminó entonces hasta el extremo del patio para tratar de divisar algo por entre los setos y los árboles. Las siluetas de los cipreses se veían grotescas en la oscuridad, pero no había otro movimiento que el suave balanceo de las hojas. La brisa fría del mar era cada vez más fuerte. Era eso, claro.
Hizo un gesto con la mano como si desechara las malas ideas, se envolvió en la bata y se colocó la capucha.
Sin embargo, la sensación de incomodidad persistía y aceleró la marcha a lo largo del sendero que iba hasta su bungalow.
Él no había tocado a Sammy pero se harían preguntas. ¿Qué hacía ella en la casa de baños? Maldijo el hecho de que la puerta estuviera entreabierta y de haber entrado allí. Si hubiera rodeado el edificio, ella nunca lo habría encontrado.
Algo tan simple podía traicionarlo.
Pero el hecho de que tuviera la carta con ella, que se le hubiera caído del bolsillo, había sido sólo buena suerte. ¿Debía destruirla? Era un arma de doble filo.
En ese momento, la carta estaba contra su piel, dentro del traje húmedo. Oyó que cerraban la puerta de la casa de baños con llave. El guardia había hecho su ronda habitual y ya por esa noche no regresaría. Lentamente, con infinito cuidado, regresó a la piscina. ¿Estaría ella allí? Era probable. ¿Debía arriesgarse esa noche? Dos accidentes. ¿Era más arriesgado que dejarla con vida? Elizabeth exigiría respuestas cuando hallaran el cuerpo de Sammy. ¿Elizabeth había visto la carta?
Sintió el chapoteo en el agua. Con precaución, se separó unos pasos del árbol para observar el cuerpo en movimiento. Tendría que esperar a que disminuyera la velocidad. Para entonces, ya estaría cansada. Podría ser el momento de hacerlo. Dos accidentes no relacionados entre sien una sola noche. ¿La confusión subsiguiente mantendría a la gente fuera de la pista? Dio un paso en dirección a la piscina.
Y lo vio. De pie detrás de un arbusto. Estaba observando a Elizabeth. ¿Qué hacía él allí? ¿Sospechaba acaso que ella estaba en peligro? ¿O también él había decidido que era un riesgo inaceptable?
El traje húmedo se reflejó en la noche cuando la figura se escondió detrás de las ramas protectoras de los cipreses y desapareció.