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Martes

1.º de septiembre

CITA DEL DÍA

A la mejor, la más hermosa, que es mi alegría y mi bienestar.

Charles Baudelaire

¡Buenos días! Bonjour, queridos huéspedes.

Esta mañana está un poco fresca, así que prepárense para el excitante estímulo del aire frío.

Para los amantes de la Naturaleza, ofrecemos una caminata de treinta minutos después del almuerzo, a lo largo de nuestra hermosa costa del Pacífico, para explorar las flores naturales de nuestra amada península de Monterrey. Así que, si son decididos, únanse a nuestro guía experto en la entrada principal a las doce y media.

Una idea fugaz. Nuestro menú de esta noche es particularmente exquisito. Pónganse el vestido o traje más elegante que tengan y festejen nuestros deliciosos manjares sabiendo que los gustos están equilibrados por la cantidad de calorías que consumen.

Una idea fascinante: la belleza está en el ojo del espectador, pero cuando se mira en el espejo, el espectador es usted.

Barón y baronesa Von Schreiber

1

El primer rayo de luz de la mañana encontró a Min despierta en la cama que compartía con Helmut. Con cuidado para no despertarlo, volvió la cabeza y se apoyó sobre un codo. Aun dormido era un hombre apuesto. Dormía de costado, mirando hacia ella, con una mano extendida como si quisiera tocarla; su respiración era pausada y suave.

No había dormido así toda la noche. No sabía a qué hora se había acostado, pero a las dos se había despertado al oír un movimiento agitado, Helmut que movía la cabeza y se quejaba con voz sorda y enojada. Min no pudo volver a conciliar el sueño cuando oyó lo que él decía: «Maldita Leila, maldita.»

Instintivamente, ella le apoyó una mano en el hombro, murmuró algunas palabras tranquilizadoras y él volvió a calmarse. ¿Recordaría luego el sueño y lo que había gritado? Ella no mostró indicio alguno de haberlo oído. Sería inútil esperar que le contara la verdad. Por increíble que pudiera parecer, ¿había sucedido algo entre él y Leila después de todo? ¿O había sido una atracción sólo por parte de Helmut hacia Leila?

Eso no lo hacía más fácil.

La luz, más dorada que rosada ahora, comenzó a iluminar el cuarto. Con cuidado, Min salió de la cama. Aun con su aflicción, apreció por un momento la belleza de la habitación. Helmut había elegido los muebles y el color de la decoración. ¿Quién otro podía haber equilibrado el exquisito gusto de las cortinas y cubrecama de satén color rosado contra el violeta oscuro de la alfombra?

¿Cuánto tiempo más seguiría viviendo allí? Esa podía ser la última temporada juntos. «El millón de dólares en la cuenta suiza -recordó ella-. Sólo el interés de eso será suficiente…»

¿Suficiente para quién? ¿Para ella? Tal vez. ¿Helmut? ¡Nunca! Siempre supo que parte de la atracción que sentía por él era ese lugar, su habilidad para pavonearse en ese ambiente, para mezclarse con las celebridades. ¿Creía en realidad que él se contentaría con llevar un estilo de vida simple junto a una esposa que envejecía?

Sin hacer ruido, Min atravesó el cuarto, se puso una bata y bajó las escaleras. Helmut dormiría otra media hora. Siempre tenía que despertarlo a las seis y media. En esa media hora, podía revisar tranquila alguna de las cuentas, en especial la de «American Express». Durante las semanas anteriores a la muerte de Leila, Helmut se había ausentado con frecuencia de «Cypress Point». Lo habían invitado a dar conferencias en varios seminarios y convenciones médicas; había prestado su nombre para algunos bailes de caridad y tuvo que presentarse en ellos. Eso era bueno para el negocio. ¿Pero qué otra cosa había estado haciendo durante su visita a la Costa Este? Ésa fue la época en que Ted tuvo que viajar mucho. Ella entendía a Helmut. El evidente desprecio que Leila sentía por él sería un desafío. ¿La había estado viendo?

La noche antes de que Leila muriera, habían asistido al preestreno de su obra; también estuvieron en «Elaine’s». Se habían hospedado en el «Plaza, y por la mañana, habían volado a Boston para asistir a un almuerzo de caridad. A las seis y media de la tarde, él la puso en un avión hacia San Francisco. ¿Había asistido a la cena a la que estaba invitado en Boston o había tomado el avión de las siete a Nueva York?

Esa posibilidad la atormentaba.

A medianoche, hora de California, tres de la mañana en el Este, Helmut la llamó para ver si había llegado bien. Supuso que la llamaba desde el hotel de Boston.

Era algo que podía verificar.

Al pie de la escalera, Min se dirigió hacia la izquierda con la llave de la oficina en la mano. La puerta estaba abierta. Se sorprendió por el estado en que encontró el cuarto. Las luces estaban encendidas y había una bandeja con la cena sin tocar junto al escritorio de Dora, el cual estaba cubierto de cartas. En los extremos, había bolsas de plástico cuyo contenido yacía desparramado por el suelo. La ventana estaba entreabierta y entraba una brisa fría que removía los papeles. Hasta la fotocopiadora estaba encendida.

Min revolvió un poco el escritorio y revisó las cartas. Enojada, se dio cuenta de que todas eran de los admiradores de Leila. Estaba harta de esa expresión sombría que adoptaba Dora cuando respondía las cartas. Por lo menos, hasta ahora había tenido la prudencia de no mezclar esa bebería con las cosas de la oficina. Desde ese momento en adelante, si quería contestar esas cartas, lo haría desde su propia habitación. Punto. ¿O tal vez había llegado el momento de librarse de alguien que insistía en canonizar a Leila? Qué fiesta se habría dado Cheryl si hubiese entrado allí y revisado los legajos personales. Probablemente Dora se sintió cansada y decidió ordenar todo por la mañana. Pero dejar la fotocopiadora y las luces encendidas era imperdonable. Decididamente, le diría a Dora que comenzara a hacer planes para su jubilación.

Pero ahora tenía que llevar a cabo el objetivo que la había conducido hasta allí. En el cuarto de archivo, Min sacó el legajo titulado: gastos de viaje, barón Von Schreiber.

Le llevó menos de dos minutos encontrar lo que buscaba. La llamada de la Costa Este a «Cypress Point» la noche en que Leila murió figuraba en la cuenta de teléfono de su tarjeta de crédito.

Había sido hecha desde Nueva York.

2

La fatiga hizo que Elizabeth se quedara dormida; pero no fue un sueño reposado pues estuvo lleno de imágenes. Leila estaba de pie frente a una hilera de sacas con correspondencia de sus admiradores; Leila le leía las cartas; Leila lloraba. «No puedo confiar en nadie… No puedo confiar en nadie…»

Por la mañana, ni se le pasó por la mente salir a hacer la caminata. Se duchó, se recogió el cabello en un moño, se puso un traje cómodo para hacer ejercicios y después de aguardar a que los caminantes hubiesen partido, se dirigió hacia la casa principal. Sabía que Sammy empezaba a trabajar unos minutos después de las siete.

Fue una sorpresa encontrar la oficina de recepción, por lo general impecable, llena de cartas desparramadas encima del escritorio de Dora y en el suelo. Una gran hoja de papel con las palabras: «Ven a verme», firmadas por Min revelaba que había visto el desorden.

¡No era típico de Sammy! Ni una vez, en todos los años que la conocía, había dejado desordenado su escritorio. Era impensable que se arriesgara a dejar todo eso así en la oficina de recepción. Era una forma segura de desatar uno de los famosos exabruptos de Min.

Pero ¿y si no estaba bien? Elizabeth bajó las escaleras corriendo hacia el vestíbulo de la casa principal y se dirigió a la escalera que conducía al ala del personal. Dora tenía un apartamento en el segundo piso. Llamó con firmeza a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Sintió que del otro lado del pasillo llegaba el ruido de una aspiradora. La camarera, Nelly hacía mucho tiempo que trabajaba allí y había estado también cuando Elizabeth fue instructora. Fue fácil hacer que abriera la puerta con gran temor, Elizabeth atravesó las cómodas habitaciones: la sala decorada en verde claro y blanco con las plantas que Sammy tanto cuidaba en el borde de la ventana y encima de las mesas; la cama de una plaza bien hecha con su Biblia sobre la mesita de noche.

Nelly señaló la cama.

– No durmió aquí anoche, señorita Lange. ¡Y mire! -Nelly se acercó a la ventana-. Su coche está en el estacionamiento. ¿Cree que se sintió mal y pidió un taxi o algo para ir al hospital? Eso sería muy típico de la señorita Samuels. Ya sabe lo independiente que es.

Pero no había rastro de Dora Samuels en el hospital de Monterrey. Elizabeth aguardó a que Min regresara de la caminata matinal. En un esfuerzo por mantener la mente libre de malos pensamientos, comenzó a ojear la correspondencia de los admiradores. Había pedidos de autógrafos mezclados con cartas de condolencias. ¿Dónde estaba la carta anónima que Dora había planeado fotocopiar?

¿La tendría todavía con ella?

3

A las siete y cinco, Syd recorrió el sendero para unirse a los demás en la caminata matutina. Cheryl podía leer en su rostro como un libro abierto. Tendría que ser cuidadoso. Bob no tomaría la decisión final hasta esa tarde. Si no fuera por esa maldita obra, ya tendría el papel en el bolsillo.

«¿Lo oís bien todos? Me voy.»

«Y me destruiste, maldita», pensó. Logró dibujar en su rostro el esbozo de una sonrisa. Allí estaban todos preparados para la caminata, cada cabello en su lugar, la piel sin arrugas y las manos arregladas. Era obvio que ninguno de ellos se comía las uñas aguardando una llamada, ni había tenido que abrirse camino en un negocio tan duro, ni temido que alguien, con un solo movimiento de cabeza, lo arruinara para siempre.

Sería un espléndido día de playa. El sol comenzaba a calentar y el aire salado del Pacífico se mezclaba con la fragancia de los árboles en flor que rodeaban el edificio principal. Syd recordó la casa en Brooklyn donde había nacido. Tal vez tendrían que haberse quedado allí. Quizá él también debió quedarse allí.

Min y el barón se asomaron a la galería. Syd se dio cuenta de inmediato de lo ojerosa que estaba Min. La expresión de su rostro era la misma que adoptan las personas al presenciar un accidente y no pueden creer lo que ven. ¿Cuánto habría adivinado? No miró a Helmut y se volvió para ver que Ted y Cheryl llegaban juntos. Syd podía leer la mente de Ted. Siempre se había sentido culpable por haber dejado a Cheryl por Leila, pero era obvio que no quería volver a salir con ella. Obvio para todos, excepto para Cheryl.

¿Qué diablos había querido decir ella con ese tonto comentario sobre la «prueba» de que Ted era inocente? ¿Qué estaría planeando ahora?

– Buenos días, señor Melnick. -Se volvió y vio a una Alvirah radiante-. ¿No quiere que caminemos juntos? -le preguntó-. Sé lo desilusionado que debe sentirse de que a Margo Dresher le den el papel de Amanda. Le digo que cometen un grave error.

Syd no se dio cuenta de lo fuerte que la asía del brazo hasta que la vio hacer una mueca.

– Lo siento, señora Meehan, pero no sabe de qué está hablando.

Demasiado tarde, Alvirah se dio cuenta de que sólo los que estaban en el negocio tenían esa información. El periodista del Globe que era su contacto para el artículo le había dicho que estudiara la reacción de Cheryl Manning cuando recibiera la noticia. Había cometido un error.

– ¿O me equivoco? -preguntó-. Tal vez es porque mi esposo leyó que la cosa estaba entre Cheryl y Margo Dresher.

Syd adoptó un tono de voz confidencial.

– Señora Meehan, ¿quiere hacerme un favor? No hable con nadie sobre eso. No es verdad y no se hace una idea de cómo puede afectar a la señorita Manning.

Cheryl tenía una mano apoyada sobre el brazo de Ted. Le había dicho algo que lo hizo reír. Era una excelente actriz, aunque no lo suficiente como para mantenerse en calma si perdía el papel de Amanda. Y se volvería contra él como un gato callejero. Luego, mientras Syd observaba, Ted levantó la mano a modo de saludo y echó a correr hacia la puerta principal.

– Buenos días a todos -saludó Min en un fallido intento por demostrar su vigor habitual-. En marcha, y recuerden, por favor, paso vivo y respiración profunda.

Alvirah retrocedió cuando Cheryl se unió a ellos. Formaron una línea por el sendero que conducía al bosque. Syd descubrió a Craig que caminaba junto al abogado, Henry Bartlett, unos metros más adelante. El jugador de tenis iba de la mano con su novia. El conductor del programa de juegos estaba con su pareja de la semana, una modelo de veinte años. Los demás invitados, en grupos de dos y tres, le eran desconocidos.

«Cuando Leila eligió este lugar como su preferido, lo situó en el mapa», pensó Syd. Nunca se sabía cuándo se la podía encontrar aquí. Min necesita otra superestrella. Había notado cómo todas las miradas persiguieron a Ted cuando éste echó a correr. Ted era una superestrella.

Era obvio que Cheryl estaba de muy buen humor. El cabello oscuro le enmarcaba el rostro; las cejas negras como el carbón y arqueadas sobre los ojos color ámbar; la boca malhumorada tenía ahora una sonrisa seductora. Comenzó a susurrar una canción romántica. Tenía los pechos erguidos y se le marcaban debajo de su chándal. Nadie más se pondría uno que pareciera una segunda piel.

– Tenemos que hablar -se apresuró a decirle Syd.

– Adelante.

– Aquí no.

– Entonces, luego. No estés tan amargado, Syd. Respira profundamente. Libérate de las malas ideas.

– No te molestes en ser amable conmigo. Cuando regresemos, iré a verte a tu bungalow.

– ¿De qué se trata? -Era evidente que Cheryl no quería que le cambiara el humor.

Syd echó una mirada por encima del hombro. Alvirah estaba justo detrás de ellos. Syd casi podía sentir su aliento en el cuello.

Le pellizcó levemente el brazo a Cheryl para advertírselo.

Cuando llegaron al camino, Min siguió a la cabeza del grupo en dirección al ciprés, y Helmut retrocedió para conversar un poco con el grupo.

– Buenos días… Hermoso día… Traten de acelerar el paso… Lo están haciendo muy bien…

Su alegría artificial irritaba a Syd. Leila tenía razón. El barón era un soldadito de juguete. Le daban cuerda y avanzaba hacia delante.

Helmut se detuvo delante de Cheryl.

– Espero que hayáis disfrutado de la cena de anoche. -Su sonrisa era amplia y mecánica. Syd ni siquiera recordaba qué había comido.

– Estuvo bien.

– Me alegro. -Helmut retrocedió para unirse a Alvirah y preguntarle cómo se sentía.

– Perfectamente bien -dijo con tono estridente-. Podría decir que estoy tan contenta como una mariposa flotando en una nube. -Su risa resonante hizo que Syd tuviera un escalofrío.

¿Hasta Alvirah Meehan se habría dado cuenta?

Henry Bartlett no estaba muy feliz con su situación en particular. Cuando le pidieron que tomara el caso de Ted Winters, arregló de inmediato su agenda. Pocos abogados criminalistas estarían demasiado ocupados como para no representar a un prominente multimillonario. Pero existía un problema entre él y Ted Winters. La definición sería la palabra «química» y la de ellos no combinaba.

Mientras continuaba con esa forzada marcha detrás de Min y del barón, Henry tuvo que admitir que ese lugar era lujoso, que los alrededores eran hermosos y que bajo diferentes circunstancias podría apreciar los encantos de la península de Monterrey y el «Cypress Point». Pero ahora estaba en la cuenta regresiva. El juicio del Estado de Nueva York contra Andrew Edward Winters III comenzaría en una semana exactamente. La publicidad era algo deseable cuando se ganaba un caso, pero a menos que Ted Winters comenzara a cooperar, eso no sucedería.

Min estaba acelerando el paso. Henry hizo lo mismo. No había pasado por alto las miradas de aprecio de la rubia ceniza de unos cincuenta años que estaba con la condesa. Bajo otras circunstancias, se le habría acercado. Pero no en ese momento.

Craig lo seguía con paso firme y ritmo estable. Henry aún no había podido descubrir qué era lo que impulsaba a Craig Babcock. Por un lado, había hablado del almacén de su padre en el Este, y por otro, era el hombre de confianza de Ted Winters. Era una lástima que fuera demasiado tarde como para declarar que Ted estaba hablando por teléfono con él cuando la testigo afirmó haberlo visto. Ese pensamiento le recordó a Henry algo que quería preguntarle a Craig.

– ¿Qué pasó con el detective que se ocupaba de Sally Ross?

– Puse a tres detectives para que se ocuparan de ella: dos para que buscaran antecedentes y uno para que la siguiera.

– Tendrían que haberlo hecho hace meses.

– Estoy de acuerdo, pero el primer abogado de Ted no lo creía necesario.

Estaban llegando al camino que conducía al Ciprés Solitario.

– ¿Cómo quedó en recibir los informes?

– El que dirige todo quedó en llamarme todas las mañanas, a las nueve y media, hora de Nueva York, seis y media de aquí. Acabo de hablar con él. Todavía no tiene nada importante. Todo lo que ya sabemos. Ella se divorció un par de veces; se pelea con los vecinos, y siempre está acusando a los demás de que la observan. Y se pasa llamando a la Policía todo el tiempo para informar sobre individuos sospechosos.

– Podría deshacerla y pisotearla en el estrado -dijo Bartlett-. Si no fuera por el testimonio de Elizabeth Lange, el fiscal estaría volando con una sola ala. A propósito, quiero saber cómo está de la vista, si usa anteojos qué graduación, cuándo fue que los cambió por última vez, etcétera… Todo acerca de su vista.

– Bien. Llamaré para decírselo.

Durante unos minutos, siguieron caminando en silencio. Era una mañana cálida; el sol absorbía el rocío de las hojas y arbustos; el camino estaba tranquilo y sólo pasaba algún automóvil ocasional; el estrecho puente que conducía al Ciprés Solitario estaba vacío.

Bartlett se volvió para mirar atrás.

– Hubiera querido ver a Ted de la mano de Cheryl.

– Siempre corre de mañana. Tal vez estuvieron de la mano toda la noche.

– Eso espero. Tu amigo Syd no parece muy contento.

– Corre el rumor de que Syd está quebrado. Estaba bien cuando tenía a Leila de cliente. Había firmado un contrato para una película con ella y parte del trato era que usarían a un par de sus otros clientes en alguna otra. Así consiguió que Cheryl siguiera trabajando. Ahora está sin Leila y sin todo el dinero que perdió con la obra; tiene problemas. Le encantaría poner el brazo alrededor de Ted ahora. Pero no se lo permitiré.

– Él y Cheryl son los dos testigos más importantes que tenemos -lo interrumpió Henry-. Tal vez sería mejor que fueras más generoso. De hecho, se lo sugeriré a Ted luego.

Habían pasado por el «Pebble Beach Club» y ahora regresaban a «Cypress Point».

– Nos pondremos a trabajar después del desayuno -le informó Bartlett-. Tengo que decidir la estrategia a seguir en este caso y si debo poner a Ted en el estrado. Opino que no será un buen testigo para sí mismo; pero no importa lo que el juez le instruya al jurado; hay una gran diferencia psicológica cuando un acusado no se somete al interrogatorio.

Syd caminó con Cheryl hasta su bungalow.

– Seamos breves -le dijo ella cuando cerró la puerta tras ellos-. Quiero darme una ducha y además invité a Ted a desayunar. -Se quitó la camiseta de entrenamiento, los pantalones y se puso una bata-. ¿De qué se trata?

– Siempre practicando, ¿eh, querida? -le dijo Syd-. Ahórralo para los dopados, muñeca. Preferiría luchar con un tigre. -Se quedó estudiándola un momento. Se había oscurecido el cabello para la audición de Amanda, y el efecto era sorprendente. El color más suave le había borrado esa mirada desvergonzada y vulgar que nunca había podido dominar y acentuado esos ojos maravillosos. Aun en esa bata de toalla tenía clase. Pero Syd sabía que, por dentro, seguía siendo la putita barata con la que había tratado durante casi dos décadas.

Ella le sonrió complaciente.

– Oh, Syd, no peleemos. ¿Qué quieres?

– Seré breve. ¿Por qué sugeriste que Leila pudo haberse suicidado? ¿Por qué habría creído que Ted salía con otra mujer?

– Tengo pruebas.

– ¿Qué tipo de pruebas?

– Una carta. -De inmediato, se lo explicó todo-. Ayer subí a ver a Min. Tuvieron el atrevimiento de dejarme la cuenta cuando saben muy bien que soy una atracción para este lugar. Ellos estaban dentro y entonces descubrí que sobre el escritorio de Sammy estaban las cartas de los admiradores de Leila. Me puse a mirarlas y descubrí ésta. Y la cogí.

– ¡La cogiste!

– Por supuesto. Te la mostraré. -Corrió al dormitorio, se la trajo, se recostó sobre el hombro de Syd y empezó a leérsela:

– ¿No te das cuenta? Ted pudo haber tenido una relación con otra persona. ¿Y eso no lo habría alegrado de poder romper con Leila? Y si quiere decir que salía conmigo, está bien. Lo apoyaré.

– Eres una estúpida.

Cheryl se enderezó y caminó hasta el sofá. Se sentó, se inclinó hacia delante y le habló como si se estuviera dirigiendo a un niño muy despierto.

– Pareces no darte cuenta de que esta carta es mi oportunidad para hacer que Ted entienda que estoy de su lado.

Syd se acercó a Cheryl, le sacó la carta y la hizo pedazos.

– Hace una hora, Bob Koening me llamó para asegurarse de que no podía surgir nada desfavorable con respecto a ti. ¿Sabes por qué? Porque desde ahora estás en camino de conseguir el papel de Amanda. Margo Dresher ha tenido demasiada publicidad desfavorable. ¿Qué tipo de publicidad crees que recibirías si los admiradores de Leila se enteraran de que la llevaste al suicidio con esta clase de cartas?

– Yo no escribí esa carta.

– ¡Por supuesto que sí! ¿Cuántas personas sabían lo del brazalete? Observé tu mirada cuando Ted se lo dio a Leila. Estabas dispuesta a destrozarla. Esos ensayos eran cerrados. ¿Cuántas personas sabían que Leila tenía problemas con el libreto? Tú lo sabías. ¿Por qué? Porque yo mismo te lo dije. Tú escribiste esa carta y otras como ésa. ¿Cuánto tiempo te llevó recortar las palabras y pegarlas? Me sorprende que hayas tenido tanta paciencia. ¿Cuántas otras cartas hay que puedan aparecer?

Cheryl parecía preocupada.

– Syd, te juro que yo no escribí esta carta ni ninguna otra. Ahora cuéntame lo de Bob Koening.

Hablando en forma pausada, repitió la conversación con Bob. Cuando terminó, Cheryl le extendió la mano.

– ¿Tienes una cerilla? Ya sabes que dejé de fumar.

Syd observó cómo la carta hechas trizas, con sus desparejas palabras pegadas, desaparecía en el cenicero.

Cheryl se le acercó y lo abrazó.

– Sabía que me conseguirías ese papel, Syd. Tienes razón en que tengo que deshacerme de la carta. Sin embargo, pienso que debo prestar testimonio en el juicio. La publicidad será formidable. ¿Pero no crees que mi actitud debería ser de sorpresa al saber que mi querida amiga estaba tan deprimida y perturbada? Entonces tendría que explicar cómo incluso nosotros, los que estamos arriba, tenemos terribles periodos de ansiedad.

Abrió los ojos y dos lágrimas corrieron por las mejillas.

– Pienso que Bob Koening quedará satisfecho con ese enfoque, ¿no lo crees así?

4

– ¡Elizabeth! -La voz sorprendida de Min le hizo dar un salto.

– ¿Pasa algo malo? ¿Dónde está Sammy?

Los equipos deportivos de Min y Helmut hacían juego; Min llevaba el cabello negro recogido en un moño, pero el maquillaje apenas disimulaba las desacostumbradas arrugas alrededor de los ojos, los párpados hinchados. El barón, como siempre, parecía estar en pose, con las piernas ligeramente separadas, las manos entrelazadas en la espalda, la cabeza inclinada hacia delante, los ojos con aire de sorpresa e inocencia.

Elizabeth les contó rápidamente lo sucedido. Sammy no estaba; no había dormido en su cama.

Min pareció alarmada.

– Yo bajé alrededor de las seis. Encontré las luces encendidas, la ventana abierta y la fotocopiadora funcionando. Me enojé. Pensé que Sammy estaba volviéndose descuidada.

– ¡La fotocopiadora estaba encendida! Entonces bajó a la oficina anoche. -Elizabeth atravesó la habitación-. ¿Alcanzaste a ver si la carta que quería fotocopiar estaba en la máquina?

No estaba allí, pero junto a la fotocopiadora Elizabeth encontró la bolsa de plástico con la que habían envuelto la carta.

En quince minutos habían organizado un grupo de búsqueda. De mala gana, Elizabeth tuvo que aceptar los ruegos de Min para que no llamara de inmediato a la Policía.

– Sammy estuvo muy enferma el año pasado -le recordó Min-. Tuvo un ataque leve y se sintió desorientada. Pudo haberle sucedido de nuevo. Ya sabes cómo odia molestar. Tratemos de encontrarla primero.

– Esperaré hasta el mediodía -anunció Elizabeth con tono rotundo-, y luego informaré sobre su desaparición. Por lo que sabemos, si tuvo algún tipo de ataque, puede estar perdida en algún lugar de la playa.

– Minna le dio trabajo a Sammy por lástima -intervino Helmut-. La esencia de este lugar es la privacidad y la reclusión. Si viene la Policía, la mitad de los invitados harán las maletas y se marcharán.

Elizabeth enrojeció de rabia, pero fue Min quien respondió.

– Se han ocultado demasiadas cosas por aquí -dijo en un tono calmo-. Demoraremos en llamar a la Policía por el bien de Sammy, no por el nuestro.

Juntos volvieron a colocar las cartas desparramadas en las bolsas.

– Ésta es la correspondencia de Leila -les dijo Elizabeth. Anudó los extremos de las bolsas-. Más tarde, las llevaré a mi bungalow. -Estudió los nudos y quedó satisfecha al comprobar que nadie podría deshacerlos sin romper las bolsas.

– ¿Entonces, piensas quedarte? -Helmut trató de que su tono sonara jovial, pero no lo consiguió.

– Por lo menos, hasta encontrar a Sammy -respondió Elizabeth-. Ahora, consigamos ayuda.

El grupo de búsqueda estaba compuesto por los empleados más antiguos y de más confianza: Nelly, la camarera que le había abierto la puerta del apartamento de Dora; el chófer; el jardinero principal. Permanecían de pie, a una distancia prudencial del escritorio de Min, aguardando instrucciones.

Fue Elizabeth quien les habló.

– Para proteger la intimidad de la señorita Samuels, no queremos que nadie sospeche que existe algún problema. -Luego, procedió a dividir las responsabilidades-. Nelly, busca en los bungalows desocupados. Pregunta a las demás empleadas si han visto a Dora. Hazlo con indiferencia. Jason, ponte en contacto con las compañías de taxi, pregunta si han venido a recoger aquí a una persona entre las nueve y media de anoche y las siete de esta mañana. -Le hizo señas al jardinero-. Quiero que se busque en cada rincón del jardín. -Se volvió hacia Min y el barón-. Min, tú revisa la casa y el área de mujeres. Helmut, comprueba si no está en algún lugar de la clínica. Yo recorreré los alrededores.

Consultó el reloj.

– Recuerden, tenemos hasta el mediodía para encontrarla. Cuando Elizabeth se dirigió hacia la salida, se dio cuenta de que no había hecho la concesión por Min y por Helmut, sino porque sabía que ya era demasiado tarde para Sammy.

5

Ted se negó rotundamente a comenzar a trabajar en su defensa hasta no pasar una hora en el gimnasio. Cuando Bartlett y Craig llegaron a su bungalow, acababa de terminar de desayunar y llevaba una camiseta deportiva color azul y pantalones cortos blancos. Al verlo, Henry Bartlett entendió por qué mujeres como Cheryl se le arrojaban encima, por qué una superestrella como Leila LaSalle había estado locamente enamorada de él. Ted poseía esa indefinible combinación de apariencia, inteligencia y encanto que atraía tanto a las mujeres como a los hombres.

A través de los años, Bartlett había defendido a ricos y pobres. La experiencia lo había hecho cínico. Ningún hombre es un héroe para su criado. O su abogado. A Bartlett le daba cierto sentido de poder conseguir que acusados culpables resultaran absueltos, preparando una defensa con pretextos que la misma ley le proporcionaba. Sus clientes le estaban agradecidos y le pagaban enormes sumas de dinero con presteza.

Ted Winters era diferente. Trataba a Bartlett con desprecio. Era el abogado del diablo de su propia estrategia de defensa. No hacía caso de las alusiones que Bartlett le hacía, alusiones que, por ética, Bartlett no podía expresar en forma explícita. Esta vez le dijo:

– Empieza a preparar mi defensa, Henry. Yo me voy al gimnasio por una hora. Y luego tal vez nade un poco. Y puede ser que vuelva a correr. Cuando regrese, quiero ver cuál es exactamente la línea de defensa que vas a seguir, y si estoy de acuerdo con ella. Supongo que te darás cuenta de que no tengo intenciones de decir: sí, tal vez, quizá volví a subir.

– Teddy, yo…

Ted se puso de pie. Hizo a un lado la bandeja del desayuno. Miró al otro hombre con actitud amenazadora.

– Déjame explicarte algo. Teddy es el nombre de un niño de dos años. Te lo describiré. Asiera como mi abuela llamaba a un pequeño rubio, de pelo muy, muy claro. Era un niñito fuerte que comenzó a caminar a los nueve meses y a los quince ya decía oraciones. Él era mi hijo. Su madre era una joven muy dulce que lamentablemente no pudo adaptarse a la idea de que se había casado con un hombre muy rico. Se negaba a tomar un ama de llaves. Hacía las compras ella misma y no tenía chófer. Tampoco quería conducir un automóvil costoso. Kathy temía que la gente de Iowa creyera que se había vuelto engreída. Una noche lluviosa ella volvía de hacer las compras en el supermercado y pensamos que una maldita lata de tomates se le cayó de la bolsa y fue a parar bajo su pie. Así que no pudo detenerse cuando vio la señal de stop y un camión con remolque arrolló ese montón de chatarra que ella llamaba coche. Y ella y ese niñito rubio llamado Teddy murieron. Eso fue hace ocho años. ¿Ahora entiendes por qué cuando me llamas Teddy veo a un niñito rubio que empezó a caminar y a hablar temprano y que dentro de un mes cumpliría diez años?

A Ted le brillaban los ojos.

– Ahora planea mi defensa. Para eso te pago. Yo iré al gimnasio. Craig, haz lo que prefieras.

– Iré contigo.

Salieron del bungalow y se dirigieron al sector de hombres.

– ¿De dónde lo sacaste? ¡Por Dios!

– Tranquilízate, Ted. Es el mejor criminalista del país.

– No, no lo es. Y te diré por qué. Porque vino con una idea preconcebida y trata de amoldarme para que sea el acusado ideal. Y es estúpido.

El jugador de tenis salía del bungalow con su novia. Saludaron a Ted con amabilidad.

– Te eché de menos la última vez en Forest Hills -le dijo el jugador.

– El año que viene, seguro.

– Estamos contigo. -Esta vez fue la muchacha quien habló con su sonrisa de modelo.

Ted le devolvió la sonrisa.

– Si pudiera tenerlos en el jurado… -Hizo un gesto de asentimiento con la mano y siguió caminando. La sonrisa desapareció.

– Me pregunto si habrá celebridades del tenis en Attica.

– No tiene que importarte. No tendrá nada que ver contigo. -Craig se detuvo-. ¿Ésa no es Elizabeth?

Estaban casi frente a la casa principal. Desde el otro extremo observaron cómo la esbelta figura de Elizabeth bajaba la escalera de la terraza y se dirigía hacia la salida. El color miel del cabello, la posición de la barbilla, la gracia de sus movimientos eran inconfundibles. Estaba frotándose los ojos y, luego, sacó un par de gafas oscuras del bolsillo y se las puso.

– Pensé que volvía a su casa esta mañana -dijo Ted con tono impersonal-. Algo anda mal.

– ¿Quieres averiguar qué es?

– Es obvio que mi presencia sólo empeorará más las cosas. ¿Por qué no la sigues tú? Ella no cree que tú hayas matado a Leila.

– ¡Ted, por favor, basta! Pondría las manos en el fuego por ti y lo sabes, pero ser un saco de arena no me hará funcionar mejor. Y tampoco veo en qué puede servirte a ti.

Ted se encogió de hombros.

– Lo siento. Tienes razón. Ve si puedes ayudar a Elizabeth. Te veré en mi bungalow en una hora.

Craig la alcanzó en la entrada. Ella le explicó rápidamente lo sucedido. Su reacción la tranquilizó.

– ¿Quieres decir que hace horas que Sammy pudo haber desaparecido y todavía no avisaron a la Policía?

– Lo harán en cuanto revisen el lugar y yo pensé en buscar en caso de que tal vez… -Elizabeth no pudo terminar-. Recuerdas cuando tuvo el primer ataque. Se sintió tan desorientada y tan avergonzada…

Craig la rodeó con un brazo.

– Muy bien, tranquilízate. Caminemos un poco. -Cruzaron el camino para dirigirse al sendero que conducía al Ciprés Solitario. El sol había dispersado toda la niebla de la mañana y el día era brillante y cálido. Las gaviotas volaban por encima de sus cabezas y regresaban a sus nidos en la costa rocosa. Las olas se estrellaban contra las piedras despidiendo espuma para luego regresar al mar. El Ciprés Solitario, una atracción turística constante, ya estaba rodeado de cámaras fotográficas.

Elizabeth comenzó a interrogar a las personas.

– Estamos buscando a una señora mayor… Puede estar enferma… Es pequeña…

– Chaqueta y blusa color beige y una falda oscura.

– Parece mi madre -comentó un turista de camiseta deportiva roja y cámara al hombro.

– Podría ser la madre de cualquiera -comentó Elizabeth.

Llamaron a las puertas de las casas ocultas tras los árboles del bosque. Las camareras, algunas molestas y otras amables, prometieron avisar si veían algo.

Fueron al «Pebble Beach Lodge.»

– Sammy desayuna aquí a veces, en su día libre -dijo Elizabeth. Esperanzada, revisó los comedores, rogando hallar la figura pequeña y erguida, y a una Sammy sorprendida por todo ese alboroto. Sin embargo, sólo encontraron veraneantes, vestidos con costosos equipos deportivos, la mayoría aguardando la hora del recreo.

Elizabeth se volvió para partir y Craig la tomó de un brazo.

– Apuesto a que no desayunaste. -Le hizo señas al camarero.

Mientras tomaban el café, se estudiaron mutuamente.

– Si no hay señales de ella cuando regresemos, insistiremos en llamar a la Policía -le dijo él.

– Algo le ha sucedido.

– No puedes estar segura de eso. Dime exactamente cuándo la viste y si mencionó algo acerca de tener que salir.

Elizabeth dudó. No estaba segura de querer contarle a Craig lo de la carta que Sammy iba a copiar o de la que habían robado. Sentía, sin embargo, que la preocupación de su rostro la tranquilizaba bastante y que si era necesario, utilizaría todo el poder de las Empresas Winters para hallar a Sammy. Su respuesta fue medida.

– Cuando Sammy me dejó, dijo que regresaría a la oficina por un rato.

– No puedo creer que tuviera tanto trabajo acumulado y que ello la obligara a trabajar de noche.

Elizabeth sonrió.

– No toda, hasta las nueve y media. -Para evitar más preguntas, bebió lo que le quedaba del café.

»¿Craig, no te molesta si regresamos? Puede ser que ya tengan noticias.

Pero no las había. Y de acuerdo con el informe de las camareras, el jardinero y el chófer, se había registrado cada centímetro de los alrededores. En ese momento, incluso Helmut estuvo de acuerdo en no aguardar hasta el mediodía, y en informar a la Policía sobre la desaparición.

– No es suficiente -les dijo Elizabeth-. Quiero llamar a Scott Alshorne.

Aguardó a Scott junto al escritorio de Sammy.

– ¿Quieres que me quede? -le preguntó Craig.

– No.

Echó un vistazo al cesto de papeles.

– ¿Qué es todo eso?

– La correspondencia de los admiradores de Leila. Dora se ocupaba de contestarla.

– No la mires, sólo te deprimirá. -Craig echó un vistazo hacia la oficina de Min y Helmut. Estaban sentados juntos en el sillón Art Déco, hablando en voz baja. Se inclinó hacia delante y dijo-: Elizabeth, tienes que saber que estoy entre la espada y la pared. Pero cuando esto termine, sin importar cómo, tenemos que hablar. Te he extrañado mucho. -Con un movimiento ágil, se colocó del otro lado del escritorio, le apoyó una mano en el cabello y le dio un beso en la mejilla-. Estoy siempre para ti -le susurró-. Si algo le sucedió a Sammy y necesitas un hombro o un oído… Ya sabes dónde encontrarme.

Elizabeth le tomó la mano y la sostuvo un momento contra su mejilla. Sentía su fuerza a través de sus gruesos dedos. Sin querer, pensó en las manos gráciles y los dedos finos de Ted. Le quitó la mano y se apartó.

– Basta o me harás llorar -le dijo tratando de que su voz no traicionara la intensidad del momento.

Craig pareció comprender. Se enderezó y dijo con indiferencia:

– Estaré en el bungalow de Ted por si me necesitas.

La espera era lo peor. Recordó la noche en la que había permanecido sentada en el apartamento de Leila esperando, rezando para que Leila y Ted se arreglaran, salieran juntos, a pesar de que su instinto le decía que algo andaba mal. Estar sentada ante el escritorio de Sammy la llenaba de angustia. Quería echar a correr hacia cualquier parte, preguntar a la gente si la había visto, buscar en el Bosque Croker por si había entrado allí confundida.

En lugar de eso, Elizabeth abrió una de las sacas de correspondencia y sacó un manojo de sobres. Por lo menos, haría algo. Buscaría más cartas anónimas.

6

El comisario Scott Alshorne había sido el amigo de toda la vida de Samuel Edgers, el primer marido de Min, el hombre que había construido «Cypress Point Hotel». Él y Min habían congeniado desde un principio y él se sintió complacido de que Min mantuviera su parte del trato. Durante los cinco años que estuvieron casados, Min le dio al avinagrado octogenario un nuevo incentivo para su vida.

Scott observó con admiración y curiosidad cómo Min y ese tonto con el que se casó se apoderaron de un hotel cómodo y rentable para convertirlo en un monstruo que iba consumiéndose a sí mismo. Min solía invitarlo por lo menos una vez al mes a cenar en «Cypress Point» y durante el último año y medio, había llegado a conocer muy bien a Dora Samuels. Esa fue la razón por la cual, cuando Min lo llamó para comunicarle la noticia de su desaparición, temió lo peor.

Si Sammy hubiera tenido uno de sus ataques y hubiera comenzado a vagar sin rumbo la habrían visto. Las personas mayores y enfermas no pasan inadvertidas en la península de Monterrey. Scott estaba orgulloso de su jurisdicción.

Su oficina estaba situada en Salinas, la sede del condado de Monterrey, a quince kilómetros de Pebble Beach. De inmediato dio instrucciones para que se pusiera un aviso de desaparición y pidió que una patrulla se reuniera con él en «Cypress Point».

Durante el trayecto permaneció en silencio. El policía que conducía el automóvil notó que tenía unas arrugas insólitas y profundas en la frente y que el rostro bronceado, debajo de ese manto de cabello blanco ingobernable, tenía un gesto de preocupación. Cuando el jefe estaba así era porque se aproximaba un problema grande.

A las diez y media atravesaron las puertas de entrada. Los edificios y los alrededores estaban tranquilos. Había algunas personas caminando. Scott sabía que la mayoría de los huéspedes estaría trabajando en el gimnasio o en alguna sesión de masaje o de belleza para que, cuando regresaran a sus casas, todos los familiares los felicitaran por lo bien que estaban. O bien estarían en la clínica, en uno de los sofisticados y costosos tratamientos de Helmut.

Según le habían dicho, el avión privado de Ted Winters había aterrizado en el aeropuerto el domingo por la tarde y Ted se encontraba allí. No sabía si llamarlo o no. Ted estaba acusado de asesinato en segundo grado, pero también era el muchacho que solía salir a navegar con su abuelo y Scott.

Como sabía que Ted estaba alojado en «Cypress Point», quedó atónito al ver a Elizabeth sentada ante el escritorio de Sammy. Ella no lo oyó llegar y Scott aprovechó la oportunidad para observarla sin que se diera cuenta. Estaba muy pálida, tenía los ojos enrojecidos y algunos mechones de cabello le caían sobre el rostro. Iba sacando unas cartas de unas bolsas, las miraba y luego las hacía a un lado con impaciencia. Era obvio que buscaba algo. Notó que le temblaban las manos.

Llamó a la puerta y Elizabeth dio un respingo. En su expresión observó una mezcla de alivio y preocupación. En forma espontánea, se levantó rápidamente y corrió hacia él con los brazos extendidos. Justo antes de alcanzarlo, se detuvo de manera abrupta.

– Lo siento… Quiero decir, ¿cómo estás, Scott?

Él supo lo que ella estaba pensando. Debido a su larga amistad con Ted, podría considerarla como el enemigo. Pobrecita. Le dio un fuerte abrazo. Para disimular su propia emoción, le dijo entre dientes:

– Estás delgada. Espero que no estés siguiendo una de esas dietas de Min para famosos.

– Sigo una dieta para engordar rápido: trocitos de plátano y batidos de chocolate.

– Muy bien.

Juntos se dirigieron hacia la oficina de Min. Scott levantó las cejas con asombro cuando vio el rostro demacrado de Min y la mirada cautelosa del barón. Ambos estaban preocupados y Scott sintió que esa preocupación iba más allá de Sammy. Las preguntas directas que formuló reunieron la información que necesitaba.

– Me gustaría echar un vistazo al apartamento de Sammy.

Min lo guió hasta allí. Elizabeth y Helmut los siguieron también. De alguna manera, la presencia de Scott le daba a Elizabeth una leve esperanza. Por lo menos se haría algo. Había visto la expresión de desaprobación en su rostro al enterarse de que habían aguardado tanto tiempo para llamarlo.

Scott observó la sala y pasó luego al dormitorio. Señaló la maleta en el suelo, cerca del armario.

– ¿Tenía pensado ir a algún lado?

– Acababa de regresar -le explicó Min y luego pareció sorprendida-. No es típico de Sammy dejar la maleta así.

Scott la abrió. Había una caja de cosméticos llena de frascos de medicinas. Leyó las indicaciones:

– Una cada cuatro horas; dos por día; dos al acostarse. -Frunció el entrecejo-. Sammy era cuidadosa con los medicamentos. No quería sufrir otro ataque. Min, muéstrame en qué condiciones hallaste la oficina.

Lo que más lo intrigaba era la fotocopiadora encendida.

– La ventana estaba abierta y la máquina encendida. -Se detuvo frente a ella-. Estaba por copiar algo. Se asomó a la ventana, ¿y luego qué? ¿Se sintió mareada? ¿Salió a caminar? ¿Pero a dónde quería ir? -Miró por la ventana. Desde allí se veía el predio sur, los bungalows distribuidos a lo largo del camino hacia la piscina olímpica y el baño romano… ¡Esa horrible monstruosidad!

– ¿Dijeron que buscaron en todo el predio y en todos los edificios?

– Sí. -Helmut fue el primero en responder-. Yo mismo me ocupé de eso.

Scott lo interrumpió.

– Comenzaremos todo de nuevo.

Elizabeth permaneció las horas siguientes sentada ante el escritorio de Sammy. Tenía los dedos entumecidos de tanto manipular sobres. Todas las cartas eran parecidas: pedidos de autógrafos o de una fotografía. Al parecer, no había ninguna otra carta anónima.

A las dos en punto, Elizabeth oyó un grito. Corrió hacia la ventana justo a tiempo para ver que un policía hacía señas desde la entrada a la casa de baños. Bajó la escalera velozmente y en el último escalón, resbaló y cayó de lleno contra el suelo de baldosas. Sin prestar atención al dolor de los brazos y las piernas, atravesó el césped corriendo hasta llegar a la casa de baños y llegó justamente en el momento en que Scott desaparecía en su interior. Ella lo siguió a través de la zona de los armarios hacia la piscina.

Un policía estaba de pie junto al borde la piscina señalando el lugar donde yacía el cuerpo desplomado de Sammy.

Luego, recordaría vagamente haberse arrodillado junto a Sammy, haberle quitado el cabello ensangrentado de la frente, y también que Scott la había tomado de un brazo con fuerza y le había ordenado que no la tocara. Sammy tenía los ojos abiertos, sus rasgos denotaban una expresión de terror, las gafas aún permanecían colocadas, aunque caídas sobre la nariz; tenía las palmas extendidas como si quisiera empujar algo hacia atrás. Todavía tenía abotonada la chaqueta; los bolsillos parecían abultados.

– Vean si tiene la carta de Leila -se oyó que decía Elizabeth-. Busquen en los bolsillos. -De pronto le pareció que la chaqueta color beige se convertía en el pijama de satén blanco de Leila, y creyó estar otra vez junto al cuerpo sin vida de su hermana…

Afortunadamente, se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento, estaba recostada en la cama de su bungalow. Helmut, inclinado sobre ella, sostenía algo con un olor muy fuerte debajo de la nariz de Elizabeth. Min le frotaba las manos. De repente, comenzó a sacudirse con incontrolables sollozos.

– Sammy también, no; Sammy también, no.

Min la abrazó con fuerza.

– Elizabeth, no…, no…

Helmut susurró:

– Esto te ayudará. -Y sintió un pinchazo en el brazo.

Cuando se despertó, el cuarto estaba en penumbras. Nelly, la camarera que la había ayudado le tocaba el hombro.

– Siento molestarla, señorita -le dijo-, pero le traje un poco de té y algo para comer. El sheriff no puede esperar más y tiene que hablar con usted.

7

La noticia de la muerte de Dora se extendió por «Cypress Point» como una inesperada tormenta en un picnic familiar, despertó una leve curiosidad: «¿Qué hacía ella en ese lugar?» Un sentido de moralidad: «¿Qué edad tenía?» Un intento por ubicarla: «¿Oh, se refieren a esa señora de la oficina?» Para luego regresar cada uno a sus agradables actividades. Después de todo ése era un lugar muy costoso. La gente iba allí para olvidar los problemas y no para encontrarlos.

A media tarde, Ted había ido a darse un masaje, esperando hallar un poco de alivio a su tensión bajo las manos del masajista sueco. Acababa de regresar a su bungalow cuando Craig le dio la noticia.

– Hallaron su cuerpo en la casa de baños. Debe de haberse mareado y cayó.

Ted pensó en aquella tarde en Nueva York cuando Sammy tuvo su primer ataque. Estaban todos en el apartamento de Leila y en medio de una frase la voz de Sammy se apagó. Fue él quien se dio cuenta de que le ocurría algo grave. Se alegraba de no haberla encontrado esos días en «Cypress Point». Creía que para Sammy, la cuestión de su culpabilidad era sólo eso, una cuestión, y se sentiría incómoda cerca de él.

– ¿Cómo está Elizabeth? -le preguntó a Craig.

– Bastante mal. Oí que se había desmayado.

– Era muy amiga de Sammy. Ella… -Ted se mordió el labio y cambió de tema-. ¿Dónde está Bartlett?

– En el campo de golf.

– No sabía que lo había traído aquí para que jugara al golf.

– ¡Vamos, Ted! Ha estado trabajando desde temprano esta mañana. Henry dice que puede pensar mejor si hace un poco de ejercicio.

– Recuérdale que mi juicio es la semana próxima. Será mejor que abrevie el ejercicio. -Ted se encogió de hombros-. Fue una locura venir aquí. No sé por qué pensé que me ayudaría a calmarme; no está funcionando.

– Dale una oportunidad. No sería mejor en Nueva York o en Connecticut. Por cierto, acabo de ver a tu viejo amigo, el comisario Alshorne.

– ¿Scott está aquí? Entonces, debe de haber algo especial sobre la muerte de Sammy.

– No lo sé. Tal vez vino por rutina.

– ¿Sabe que estoy aquí?

– Sí, de hecho me preguntó por ti.

– ¿Sugirió que lo llamara?

La duda de Craig fue apenas perceptible.

– Bueno, no exactamente. Pero no fue una conversación social.

«Otra persona que trata de evitarme -pensó Ted-. Otra persona que aguarda el veredicto del jurado.» Nervioso, comenzó a pasearse por la sala de su bungalow. De repente, la cabaña se había convertido en una prisión. Pero todas las habitaciones lo hacían sentir así desde el comienzo del proceso. Debía de ser una reacción psicológica.

– Saldré a dar un paseo -dijo, y anticipándose al ofrecimiento de Craig de acompañarlo, agregó-: Regresaré a tiempo para la cena.

Cuando pasó por el «Pebble Beach Club», pensó en la sensación de aislamiento que lo hacía sentir tan apartado de las personas que caminaban por los senderos, dirigiéndose a los restaurantes, los negocios de ropa o los de golf. Su abuelo había comenzado a llevarlo a ellos cuando tenía ocho años. Su padre detestaba California, de modo que sólo iban su madre y él, y allí veía cómo su nerviosismo se tomaba más joven y alegre.

«¿Por qué no había abandonado a su padre?», se preguntó. La familia de su madre no tenía los millones de los Winters pero no le habría faltado el dinero. ¿Era por temor de perder la custodia de Ted que soportó ese maldito matrimonio? Su padre nunca la dejó que olvidara ese primer intento de suicidio. Y ella se había quedado y soportado los periódicos ataques de furia debidos al alcohol, sus insultos, sus burlas, el desprecio de sus miedos íntimos. Hasta que una noche decidió que no podía soportarlo más.

Sin darse cuenta, Ted caminó por el Seventten Mile Drive, sin notar el Pacífico que brillaba más allá de las casas que se elevaban sobre Stillwater Cove y la bahía de Carmel; sin notar el perfume de las buganvillas.

Carmel seguía atestado de turistas y estudiantes aprovechando los últimos días antes de que comenzara el semestre de invierno. Cuando él y Leila paseaban por la ciudad, ella detenía el tráfico. Ese pensamiento lo llevó a sacar las gafas oscuras que llevaba en el bolsillo. En aquellos días, los hombres lo observaban con envidia. Ahora era consciente de la hostilidad en los rostros extraños que lo reconocían.

Hostilidad. Aislamiento. Temor.

Esos últimos dieciocho meses habían destruido su vida, lo habían forzado a hacer cosas que jamás hubiera soñado. Ahora aceptaba el hecho de que existía un obstáculo más que debía enfrentar antes del juicio.

Sintió el cuerpo bañado en sudor ante la idea de lo que sería.

8

Alvirah estaba sentada frente a su tocador, estudiando con alegría la hilera de cosméticos y cremas que le habían dado en la clase de maquillaje aquella tarde. Tal como le había dicho la profesora, tenía mejillas lisas y podía resaltarlas con un rubor suave en lugar del rojo fuerte que usaba. También la convenció de que probara usar rímel marrón en lugar de negro que, según creía, resaltaba el encanto de sus ojos. «Menos es mejor», le había asegurado la experta, y a decir verdad, había diferencia. De hecho, el nuevo maquillaje castaño oscuro con el que le habían teñido el cabello, hacía que se pareciera a la tía Agnes, y Agnes siempre había sido la belleza de la familia. También estaba contenta de que sus manos comenzaran a perder las callosidades. Basta de trabajo pesado para ella. Nunca más. Punto.

– Y si piensa que ahora está bien, espere a que el barón Von Schreiber termine con usted -le había dicho la experta en maquillaje-. Sus inyecciones harán que desaparezcan esas pequeñas líneas alrededor de la boca, la nariz y los ojos. Hacen milagros.

Alvirah suspiró. Flotaba de alegría. Willy siempre le había dicho que era la mujer más hermosa del Queens y que le gustaba poder abrazarla y sentir que había algo a qué aferrarse. Pero en esos últimos años había aumentado de peso. Sería bueno aparentar tener clase ahora que estaban por buscar un nuevo apartamento. No porque tuviera intenciones de codearse con los Rockefeller, gente de clase media como ellos a quienes les había ido bien, pero si ella y Willy habían tenido más suerte que los demás, era bueno saber que podían beneficiar a otras personas.

Después de que terminara los artículos para el Globe, escribiría ese libro. Su madre siempre le decía: «Alvirah, tienes tanta imaginación que algún día serás escritora.» Tal vez ese día había llegado.

Alvirah estiró los labios y se aplicó, con cuidado, brillo de color coral con el pincel que había comprado. Años atrás, como estaba convencida de que sus labios eran demasiado angostos, se había acostumbrado a marcar los contornos como una muñeca, pero ahora la habían convencido de que eso no era necesario. Dejó el pincel y estudió los resultados.

En cierto modo, se sentía un poco culpable por estar tan contenta mientras aquella agradable dama yacía en la morgue. Pero ella tenía setenta y un años. Alvirah trató de convencerse. «Debió de haber sido muy rápido. Es así como quiero que sea cuando me llegue el turno», pensó. Aunque no esperaba que sucediera demasiado pronto. Tal como solía decir su madre. «Nuestras mujeres son duras de roer.» Su madre tenía ochenta y cuatro años y seguía jugando a los bolos todos los miércoles por la noche.

Cuando Alvirah quedó conforme con el maquillaje, sacó el cassette de la maleta y colocó la cinta de la cena del domingo. Mientras escuchaba, frunció el entrecejo. Es gracioso cuando se escucha a la gente, se tiene una perspectiva diferente de cuando se está con ella. Como Syd Melnick, que supuestamente era un gran agente pero dejaba que Cheryl Manning lo manipulara a gusto. Y ella podía ser tan cambiante…, un momento le protestaba a Syd Melnick por el agua que ella misma se había derramado, y al siguiente era toda dulzura para preguntarle a Ted si alguna vez podía ir con él a ver el gimnasio Winters en el colegio Dartmouth. «Dart-muth -pensó Alvirah-, y no Dart-mouth.» Craig Babcock la había corregido. Tenía una voz tan agradable y calma. Ella le había dicho:

– Parece tan educado.

– Tendría que haberme conocido en la adolescencia -le respondió él riendo.

La voz de Ted Winters era tan refinada. Alvirah sabía que no había tenido que trabajar en ello. Los tres tuvieron una agradable conversación sobre el tema.

Alvirah revisó su micrófono para cerciorarse de que estuviera en su lugar, en el centro del broche e hizo un comentario:

– Las voces -declaró- dicen mucho sobre las personas.

Se sorprendió al oír sonar el teléfono. Apenas eran las nueve, hora de Nueva York, y se suponía que Willy estaba en la reunión del sindicato. Ella hubiera querido que dejara el trabajo, pero él le pidió tiempo. No estaba acostumbrado a ser un millonario.

Era Charley Evans, el editor de trabajos especiales del New York Globe.

– ¿Cómo está mi mejor periodista? -le preguntó-. ¿Algún problema con el cassette?

– Trabaja a la perfección -le aseguró Alvirah-. Estoy pasándolo muy bien y conociendo a gente interesante.

– ¿Alguna celebridad?

– Oh, sí. -Alvirah no pudo evitar jactarse-. Me trajeron desde el aeropuerto en una limusina con Elizabeth Lange, y estoy en la misma mesa que Cheryl Manning y Ted Winters. -Del otro lado de la línea se oyó que contenían el aliento, para satisfacción de Alvirah.

– ¿Me está diciendo que Elizabeth Lange y Ted Winters están juntos?

– Oh, no exactamente juntos -se apresuró a explicar Alvirah-. De hecho, ella ni siquiera se le acercó. La señorita Lange pensaba regresar de inmediato, pero quería ver a la secretaria de su hermana. El único problema es que fue hallada muerta esta tarde en la casa de baños.

– Señora Meehan, aguarde un minuto. Quiero que repita todo lo que acaba de decirme, y despacio. Alguien va a tomar nota de todo.

9

A petición de Scott Alshorne, el forense del condado de Monterrey realizó una autopsia inmediata de los restos de Dora Samuels. La muerte se había producido por una severa lesión en la cabeza, presión en el cerebro por fragmentos de cráneo, lo que había contribuido a causar un ataque considerablemente severo.

En su oficina, Scott estudió el informe de la autopsia en silencio y trató de sintetizar las razones que le hacían sentir que había algo siniestro en la muerte de Dora Samuels.

Esa casa de baños. Parecía un mausoleo; y terminó siendo el sepulcro de Sammy. ¿Quién diablos se creía que era el marido de Min para haberle encajado eso a ella? Inconscientemente, Scott pensó en el concurso que Leila había llevado a cabo para ver si debía apodarlo «soldadito de plomo» o «soldadito de juguete». Al ganador, lo invitó con la cena.

¿Por qué Sammy estaba en la casa de baños? ¿Había entrado allí sin motivo alguno? ¿Planeaba encontrarse con alguien? No tenía sentido. La electricidad no había sido conectada. Seguramente estaba muy oscuro.

Min y Helmut declararon que la casa de baños debía haber estado cerrada. Pero también admitieron que tuvieron que salir de allí apresuradamente la tarde anterior.

– Min estaba molesta por los costos totales -explicó Helmut-. Estaba preocupado por su estado emocional. Es una puerta muy pesada; es posible que no la haya cerrado bien.

La muerte de Sammy fue causada por las heridas en la parte posterior de la cabeza. Había caído hacia atrás a la piscina. ¿Había caído o la habían empujado? Scott se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro de la oficina. Una prueba práctica, si no científica, podía demostrar que las personas no suelen caminar hacia atrás a menos que estén huyendo de algo o de alguien…

Volvió a sentarse detrás de su escritorio. Se suponía que debía asistir a una cena con el alcalde de Carmel. Pero no iría. Regresaría a «Cypress Point» para hablar con Elizabeth Lange. Tenía el presentimiento de que ella sabía el motivo por el que Sammy había regresado a la oficina a las nueve y media de la noche y cuál era el documento tan importante que debía fotocopiar.

Durante el camino a «Cypress Point», dos palabras bailaban en su mente:

¿Caído?

¿Empujado?

Luego, cuando pasó junto al «Pebble Beach Lodge», se dio cuenta de aquello que lo había estado molestando. ¡Era la misma cuestión que llevaba a Ted Winters a juicio, acusado de homicidio!

10

Craig pasó el resto de la tarde en el bungalow de Ted revisando la abultada correspondencia que le habían enviado de su oficina de Nueva York. Con práctica, revisó notas, informes y proyectos. A medida que leía, su expresión se tornaba cada vez más hostil. Ese grupo de «Harvard y Wharton Business M.B.A.» que Ted había contratado hacía un par de años era una continua preocupación. Si se hubieran salido con la suya, Ted estaría construyendo hoteles en plataformas espaciales.

Por lo menos, habían tenido la inteligencia suficiente como para darse cuenta de que no podían acudir más a Craig. Las notas y cartas estaban todas dirigidas a él y Ted juntos.

Ted regresó a las cinco. Era obvio que la caminata no lo había calmado. Estaba de mal humor.

– ¿Hay alguna razón por la que no puedas trabajar en tu bungalow?

– Ninguna, excepto que me pareció más fácil estar aquí por ti. -Craig le indicó algunos papeles-. Me gustaría que vieras algunas cosas.

– No me interesa. Haz lo que te parezca mejor.

– Creo que lo «mejor» sería que te tomaras un whisky y te relajaras un poco. Y creo que lo «mejor» para las «Empresas Winters» es deshacerse de estos dos estúpidos de «Harvard». Sus cuentas de gastos parecen un robo a mano armada.

– No quiero tratar eso ahora.

Bartlett llegó enrojecido después de haber pasado toda la tarde al sol. Craig notó la forma en que Ted apretó la boca ante el saludo de Bartlett. Luego se tomó el primer whisky de un trago y no protestó cuando Craig volvió a llenarle la copa.

Bartlett quería discutir la lista de testigos de la defensa que Craig le había preparado. Se la leyó en voz alta: un resonante conjunto de nombres famosos.

– Falta el Presidente -dijo Ted con tono sarcástico.

Bartlett cayó en la trampa.

– ¿Qué Presidente?

– El de los Estados Unidos, claro. Era uno de mis compañeros en el golf.

Bartlett se encogió de hombros y cerró el legajo.

– Es obvio que no será una buena sesión de trabajo. ¿Piensan ir a comer fuera esta noche?

– No voy a quedarme aquí, y ahora pienso irme a dormir una siesta.

Craig y Bartlett salieron juntos.

– Como verás, la situación se hace imposible -le dijo Bartlett.

A las seis y media, Craig recibió una llamada de la agencia que había contratado para que investigara a la testigo Sally Ross.

– Hubo un revuelo en el edificio donde vive Ross -le informaron-. La mujer que vive en el piso superior entró justamente cuando trataban de robarle. Atraparon al tipo, un ladrón con un largo historial delictivo. Ross no salió para nada.

A las siete, Craig se encontró con Bartlett en el bungalow de Ted. No estaba allí. Se dirigieron entonces hacia el edificio principal.

– Estos días, eres tan popular para Teddy como yo -comentó Bartlett.

Craig se encogió de hombros.

– Escuche, si quiere desquitarse conmigo, no me importa. En cierta forma, es por mi culpa que está en esta situación.

– ¿Y eso a qué viene?

– Yo le presenté a Leila. Ella salía conmigo.

Llegaron a la terraza a tiempo para oír la última broma: «En “Cypress Point”, por cuatro mil dólares a la semana, se podían utilizar las piscinas que tenían agua.»

No hubo rastros de Elizabeth durante la hora del cóctel. Craig esperó un rato por si la veía llegar, pero no apareció. Bartlett se unió al tenista y su novia. Ted estaba conversando con la condesa y su grupo; Cheryl estaba cogida de su brazo. Un Syd malhumorado estaba solo. Craig se le acercó.

– ¿Esa prueba de la que habló Cheryl anoche, estaba ebria o era la estupidez habitual?

Sabía que a Syd no le hubiese molestado dirigir un golpe contra él. Syd lo consideraba, como a todos los parásitos del mundo de Ted, el obstáculo para la generosidad de Ted. Craig se consideraba más bien un guardameta: había que pasar a través de él para hacer un gol.

– Diría, más bien -respondió Syd-, que Cheryl nos estaba regalando con una de sus habituales y espléndidas actuaciones dramáticas.

Min y Helmut no aparecieron en el comedor hasta que todos los invitados estuvieron sentados. Craig notó lo demacrados que estaban y lo artificial de sus sonrisas mientras iban saludando de mesa en mesa. ¿Y por qué no? Su negocio consistía en retardar la vejez, la enfermedad y la muerte y esa tarde, Sammy les probó que era un esfuerzo inútil.

Al sentarse, Min se disculpó por llegar tarde. Ted ignoró a Cheryl cuya mano seguía aferrada a él con insistencia.

– ¿Cómo está Elizabeth?

Fue Helmut quien le respondió.

– No muy bien. Tuve que darle un sedante.

«¿Alvirah Mechan no dejará nunca de jugar con ese maldito broche?», se preguntó Craig. Se había colocado entre él y Ted. Miró alrededor. Min, Helmut, Syd, Cheryl, Bartlett, Ted, la señora Meehan, él mismo. Había un lugar más preparado a su lado. Le preguntó a Min para quién era.

– Para el sheriff Alshorne. Acaba de regresar. En estos momentos está hablando con Elizabeth. Por favor, todos sabemos lo tristes que estamos por haber perdido a Sammy, pero sería mejor que no habláramos de ello durante la cena.

– ¿Por qué el sheriff quiere hablar con Elizabeth Lange? -preguntó Alvirah Mechan-. No creerá que hay algo raro en que la señorita Samuels haya muerto en la casa de baños, ¿no?

Siete pares de ojos petrificados desalentaron nuevas preguntas.

La sopa era de melocotón helado y fresas, una de las especialidades de «Cypress Point». Alvirah tomó la suya con satisfacción. El Globe estaría muy interesado en saber que Ted se preocupaba por Elizabeth.

Estaba ansiosa por conocer al sheriff.

11

Elizabeth permaneció de pie junto a la ventana de su bungalow y miró hacia el edificio principal justo a tiempo para ver entrar a los invitados. Insistió en que Nelly se fuera.

– Ha sido un día largo para ti y me siento muy bien ahora. -Se había levantado para tomar un té con tostadas, luego se dio una ducha rápida con la esperanza de que el agua fría la despejara un poco. El sedante la había dejado un poco mareada.

Se puso un suéter blanco y un par de mallas oscuras, su indumentaria favorita. De alguna manera, estar así vestida y con el cabello recogido con informalidad la hacía sentirse ella misma.

Habían desaparecido todos los invitados, y luego vio a Scott dirigirse hacia su habitación.

Se sentaron frente a frente, inclinados hacia delante, con ganas de comunicarse y sin saber muy bien por dónde comenzar. Al observar la mirada amable e interrogativa de Scott recordó que Leila una vez le dijo: «Es el tipo de hombre que hubiera querido tener como padre.» La noche anterior, Sammy le había sugerido que le mostrara la carta anónima.

– Lo siento, pero no podía aguardar hasta mañana para verte -le dijo Scott-. Hay muchas cosas sobre la muerte de Sammy que me molestan. Por lo que sé hasta ahora, Sammy condujo ayer cinco horas desde Napa Valley hasta aquí. Llegó a las dos de la tarde y no la esperaban hasta entrada la noche. Debía de estar bastante cansada, pero ni siquiera se detuvo un momento para deshacer su equipaje. Fue directamente a su oficina. Dijo que no se sentía bien y no se presentó en el comedor, pero la camarera me informó que había una bandeja en la oficina y que ella estaba ocupada revisando bolsas de correspondencia. Luego, vino a verte y se fue alrededor de las nueve y media. Debía de estar exhausta para entonces, sin embargo, regresó a la oficina y encendió la fotocopiadora. ¿Por qué?

Elizabeth se puso de pie y empezó a caminar por el cuarto. Sacó de su maleta la carta que Sammy le había enviado a Nueva York y se la mostró a Scott.

– Cuando me di cuenta de que Ted estaba aquí, quise irme de inmediato, pero tenía que esperar y ver a Sammy para saber de que se trataba todo esto. -Le contó acerca de la carta que habían robado de la oficina de Sammy y le mostró la transcripción que Sammy había hecho de memoria-. Es bastante parecido a lo que decía.

Cuando vio la escritura de Sammy, a Elizabeth se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Encontró otra de esas cartas anónimas en una de las sacas que revisaba anoche. Iba a hacer una copia para mí, y pensábamos llevarte a ti el original. La he escrito tal como la recuerdo. Esperábamos que se pudiera investigar el original. La letra de las revistas está codificada, ¿no es así?

– Sí. -Scott leyó y releyó las transcripciones de las cartas-. Qué sucio.

– Alguien estaba tratando de destruir a Leila -dijo Elizabeth-. Hay alguien que no quiere que esas cartas se encuentren. Alguien sacó la carta que estaba en el escritorio de Sammy ayer por la tarde y la otra que Sammy llevaba consigo.

– ¿Me estás diciendo que pudieron haber asesinado a Sammy?

Elizabeth vaciló y luego lo miró directamente a los ojos.

– No puedo responder a eso. Pero sé que alguien estaba lo suficientemente preocupado por esas cartas como para querer recuperarlas. Sé que esas cartas pueden explicar la conducta de Leila de los últimos días. Precipitaron la pelea con Ted, y están relacionadas con la muerte de Sammy. Te juro, Scott, que voy a encontrar a quien las ha escrito. Tal vez no pueda hacerse un procesamiento criminal, pero tiene que haber alguna manera para que esa persona pague. Es alguien que estaba muy cerca de Leila, y tengo mis sospechas.

Quince minutos después, Scott dejó a Elizabeth con las transcripciones de las dos cartas en el bolsillo. Elizabeth creía que Cheryl había escrito esas cartas. Tenía sentido. Eran los métodos habituales de Cheryl. Antes de dirigirse al comedor, caminó hacia la derecha del edificio principal. Allí arriba estaba la ventana por donde Sammy había mirado al encender la fotocopiadora. Si hubiera habido alguien en las escaleras de entrada a la casa de baños y le hubiera hecho señas para que bajara…

Era posible. Pero Sammy no habría bajado a no ser por alguien que conociera y en quien confiara.

Cuando Scott llegó al comedor, los demás habían comenzado ya el segundo plato. La silla vacía estaba situada entre Min y la mujer que le presentaron como Alvirah Meehan. Scott tomó la iniciativa para saludar a Ted. «Presunción de Inocencia.» Ted siempre había tenido esa apariencia tan atractiva. No era de extrañar que una mujer llegara a esos extremos para separarlo de otra mujer. Scott notó también que Cheryl no perdía oportunidad para tocarle la mano o rozarlo con el hombro.

Se sirvieron costillas de cordero de la bandeja de plata que le había acercado el camarero.

– Deliciosas -comentó Alvirah Meehan en tono de susurro-. En este lugar no irán a la bancarrota por el tamaño de las porciones que se sirven, pero les aseguro que cuando termino me siento como si hubiera comido muchísimo.

Alvirah Meehan. Por supuesto. Había leído en el Monterrey Review acerca de la ganadora de cuarenta millones de dólares en la lotería que pensaba hacer realidad su más preciado sueño al visitar «Cypress Point».

– ¿Lo está pasando bien, señora Meehan?

Alvirah sonrió radiante.

– Claro que sí. Todos han sido maravillosos conmigo, y tan amables. -Dirigió una sonrisa a toda la mesa. Min y Helmut intentaron devolvérsela-. Los tratamientos me hacen sentir como una princesa. La especialista en nutrición me dijo que en dos semanas podría bajar dos kilos y medio. Mañana, me aplicarán colágeno para librarme de las arrugas que tengo alrededor de la boca. Tengo miedo a las inyecciones, pero el barón Von Schreiber me dará algo para los nervios. Me iré de aquí sintiéndome… como…, como una mariposa volando en una nube. -Alvirah señaló a Helmut-. El barón escribió eso. ¿No es un estupendo escritor?

Alvirah se dio cuenta de que hablaba demasiado. Es que se sentía culpable por ser una periodista encubierta y quería decir algo agradable sobre esas personas. Pero ahora era mejor que se callara y escuchara para saber si el sheriff decía algo acerca de la muerte de Dora Samuels. Pero lamentablemente, nadie sacó el tema. Cuando estaban a punto de terminar la crema de vainilla, el sheriff preguntó, y no fue algo casual:

– ¿Seguirán aquí unos días más? ¿Nadie tiene pensado irse?

– No tenemos planes determinados -le respondió Syd-. Puede ser que Cheryl tenga que regresar a Beverly Hills en cualquier momento.

– Será mejor que me avise si se va a Beverly Hills o a cualquier otro lugar -dijo Scott con tono amable-. Y a propósito, barón, me llevaré las sacas de correspondencia de Leila.

Dejó la cuchara que sostenía y comenzó a correr la silla hacia atrás.

– Es gracioso -dijo-, pero tengo la impresión de que una de las personas sentadas a esta mesa, a excepción de la señora Meehan, pudo haber escrito unas cartas bastante sucias a Leila LaSalle. Y estoy ansioso por descubrir quién fue.

Para desaliento de Syd, la mirada fría de Scott se posó deliberadamente en Cheryl.

12

Eran casi las diez cuando quedaron a solas en su apartamento. Min había sufrido todo el día pensando en si debía o no enfrentar a Helmut con la prueba de que él había estado en Nueva York la noche en que murió Leila. Hacerlo era forzarlo a admitir que tuvo algo que ver con Leila. Y no hacerlo, era permitir que permaneciera vulnerable. ¡Qué estúpido había sido en no destruir el recibo de la llamada!

Helmut fue directamente a su vestidor. Cuando regresó, Min lo aguardaba en uno de los sillones cerca de la chimenea del dormitorio. Lo estudió de manera impersonal. Estaba peinado tan formalmente como si tuviera que asistir a un baile de etiqueta; llevaba una bata de seda anudada con un cordón también de seda; su postura militar lo hacía parecer más alto de lo que era en realidad, casi un metro ochenta era apenas superior al normal de los hombres.

Se preparó un escocés con soda y sin preguntar, le sirvió un jerez a Min.

– Ha sido un día difícil, Minna. Lo manejaste bien -le dijo. Ella seguía sin hablar y por fin, Helmut se dio cuenta de que su silencio era desusado-. Este cuarto es tan placentero… -le dijo-. ¿No estás contenta de haberme dado el gusto de seguir adelante con los colores que había elegido para ti? Y además, te quedan bien. Colores fuertes y hermosos para una mujer fuerte y hermosa.

– No diría que el rosado es un color fuerte.

– Se hace fuerte cuando está junto a un violeta profundo. Como yo, Minna. Me hago fuerte porque estoy contigo.

– Y entonces, ¿por qué esto? -Sacó de su bata el resumen de la cuenta de teléfono y observó cómo la expresión de Helmut pasaba del asombro al temor-. ¿Por qué me mentiste? Estabas en Nueva York aquella noche. ¿Estabas con Leila? ¿Fuiste a verla?

Helmut suspiró.

– Minna, me alegro de que lo hayas descubierto. Quería decírtelo.

– Dímelo ahora. Estabas enamorado de Leila y salías con ella.

– No, te juro que no.

– Mientes.

– Minna, te digo la verdad. Fui a verla como amigo, como médico. Llegué allí a las nueve y media. La puerta de su apartamento estaba entreabierta. Sentí que Leila lloraba histéricamente y Ted le gritaba que colgara el teléfono. Ella le contestó gritando. En ese momento, llegaba el ascensor y no quería que me vieran. Así que me escondí…

Helmut se arrodilló a los pies de Min.

– Minna, me moría por decírtelo. Minna, Ted la empujó. La oí gritar: «No, no…» Y luego, el grito al caer.

Min palideció.

– ¿Quién salió del ascensor? ¿Alguien te vio?

– No lo sé. Bajé corriendo por la escalera de incendios.

Luego, como si su compostura, su sentido del orden, lo hubieran abandonado, se inclinó hacia delante, apoyó la cabeza en las manos y se puso a llorar.