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Diana Lovesey estaba furiosa con Mervyn, su marido, por subir al clipper en Foynes. Su persecución la ponía en una situación violentísima, y tenía miedo de que la gente considerase cómica la situación. Lo más importante era que no quería la oportunidad de cambiar de opinión que él le ofrecía. Había tomado una decisión y Mervyn se había negado a aceptarla como definitiva; ese detalle hacía flaquear su determinación. Ahora, debería tomar la decisión una y otra vez, porque él continuaría pidiéndole que la reconsiderase. En definitiva, había logrado amargarle el vuelo. Se suponía que iba a ser el viaje de su vida, un periplo romántico con su amante. Sin embargo, la embriagadora sensación de libertad que había experimentado cuando despegaron de Southampton se había desvanecido. Ya no extraía ningún placer del vuelo, el lujoso avión, la compañía elegante o la sofisticada comida. Tenía miedo de tocar a Mark, de besarle la mejilla, acariciarle el brazo o cogerle la mano, por si Mervyn pasaba por el compartimento en aquel momento y la sorprendía. No sabía muy bien dónde estaba sentado Mervyn, pero temía verlo a cada instante.
El desarrollo de los acontecimientos había abatido por completo a Mark. Después de que Diana rechazara a Mervyn en Foynes, Mark se había mostrado animado, afectuoso y optimista, hablando de California, bromeando y besándola siempre que tenía oportunidad, como solía comportarse. Después, había presenciado con horror la subida a bordo de su rival. Ahora, era como un globo deshinchado. Se sentó en silencio a su lado, ojeando desconsoladamente revistas sin leer ni una palabra. Diana comprendía que se sintiera deprimido. Ya había cambiado de opinión una vez acerca de huir con él; con Mervyn a bordo, ¿cómo podía estar seguro de que no volvería a cambiar?
Para colmo, había estallado una tormenta, y el avión se bamboleaba como un coche que corriera campo a través. Cada dos por tres pasaba un pasajero, pálido como la cera, en dirección al lavabo. Se rumoreaba que el tiempo iba a empeorar. Diana se alegró de que su disgusto le hubiera impedido cenar.
Tenía ganas de saber dónde estaba sentado Mervyn. Si lo supiera, tal vez dejaría de temer que se materializara de un momento a otro. Decidió ir al lavabo de señoras y buscarle por el camino.
Ella estaba en el compartimento número 4. Echó un rápido vistazo al número 3, pero no vio a Mervyn. Dio la vuelta, en dirección a popa, agarrándose a todo lo que podía para no caer. Atravesó el número 5 y comprobó que allí tampoco estaba. Era el último compartimento grande. El tocador de señoras, en el lado de estribor, ocupaba casi todo el 6, y sólo dejaba sitio para dos personas en el lado de babor. Estos asientos estaban ocupados por dos hombres de negocios. No eran unos asientos muy atractivos, pensó Diana. No resultaba divertido pagar tanto dinero para ir sentado durante todo el vuelo junto al lavabo de señoras. Después del número 6 sólo había la suite nupcial. Mervyn iría sentado en los compartimentos de delante, el 1 o el 2, a menos que estuviera jugando a las cartas en el salón principal.
Entró en el tocador y había dos taburetes frente al espejo, ocupado uno por una mujer con la que Diana aún no había hablado. Cuando cerró la puerta a su espalda, el avión pareció que se zambullía, y Diana casi perdió el equilibrio. Avanzó tambaleándose hasta derrumbarse sobre el taburete vacante.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó la otra mujer.
– Sí, gracias. No me gustan nada estas sacudidas.
– Ni a mí. Alguien ha dicho que va a empeorar. Nos espera una gran tempestad.
Las turbulencias disminuyeron. Diana abrió el bolso y empezó a cepillarse el cabello.
– Usted es la señora Lovesey, ¿verdad? -preguntó la mujer.
– Sí. Llámeme Diana.
– Soy Nancy Lenehan. -La mujer vaciló, y adoptó una expresión extraña-. Subí al avión en Foynes. Vine desde Liverpool con tu…, con el señor Lovesey.
– ¡Oh! -Diana enrojeció-. No me di cuenta de que venía acompañado.
– Me ayudó a salir de un buen lío. Yo necesitaba alcanzar este avión, pero me encontraba atrapada en Liverpool, sin ningún medio de llegar a tiempo a Southampton, así que fui al aeródromo y le pedí que me trajera.
– Me alegro por ti, pero me resulta muy violento.
– No entiendo por qué estás violenta. Debe ser bonito enamorar locamente a dos hombres. Yo ni siquiera tengo uno. Diana la miró por el espejo. Más que hermosa, era atractiva, de facciones regulares y cabello oscuro, vestida con traje rojo muy elegante y una blusa de seda gris. Proyectaba un aire de confianza y energía. No me extraña que Mervyn te trajera, pensó Diana; eres su tipo.
– ¿Fue educado contigo? -preguntó.
– No mucho -contestó Nancy, con una sonrisa triste.
– Lo siento. Su punto fuerte no son los buenos modales. Diana sacó el lápiz de labios.
– Ya le estaba bastante agradecida por traerme. -Nancy se sonó delicadamente con un pañuelo. Diana observó que lucía una alianza-. Es un poco brusco, pero creo que es un hombre estupendo. He cenado con él. Me hace reír. Y es terriblemente apuesto.
– Es un hombre estupendo -reconoció Diana-, pero es arrogante como una duquesa y carece de paciencia. Yo le saco de sus casillas, porque dudo, cambio de opinión y no siempre digo lo que pienso.
Nancy se pasó un peine por el cabello, espeso y oscuro, y Diana se preguntó si se lo teñía para disimular mechas grises.
– Da la impresión de que hará lo imposible por recuperarte -dijo Nancy.
– Puro orgullo -contestó Diana-. Es porque otro hombre me ha robado. Mervyn es competitivo. Si le hubiera dejado para ir a vivir a casa de mi hermana, ni tan sólo se habría inmutado.
Nancy rió.
– Da la impresión de que no le concedes la menor posibilidad.
– Ni la más mínima.
De repente, a Diana se le pasaron las ganas de continuar hablando con Nancy. Sentía una hostilidad incontenible. Guardó el maquillaje y el peine y se levantó. Sonrió para disimular su repentina sensación de malestar.
– Voy a ver si consigo llegar a gatas hasta mi asiento -dijo.
– Buena suerte.
Cuando salió del tocador, entraron Lulu Bell y la princesa Lavinia. Al llegar al compartimento, Davy, el mozo, estaba convirtiendo sus asientos en una litera doble. A Diana le intrigaba saber cómo un asiento normal podía transformarse en dos camas. Se sentó y observó.
Primero, quitó los almohadones y sacó los apoyabrazos de sus huecos. Se inclinó sobre el marco del asiento, tiró hacia abajo de dos aletas fijas en la pared a la altura del pecho y dejó al descubierto unos ganchos. Inclinándose más, soltó una correa y alzó un marco plano. Lo colgó de los ganchos, de manera que formara la base de la litera superior. El lado externo encajó en una ranura practicada en la pared lateral. Diana estaba pensando que no parecía muy resistente, cuando Davy cogió dos puntales de aspecto fuerte y los fijó a los marcos superior e inferior, formando los pilares de la cama. La estructura ya parecía más sólida.
Colocó los almohadones del asiento sobre la cama de abajo y utilizó los del respaldo a modo de colchón de la cama superior. Sacó de debajo del asiento sábanas y mantas de color azul pálido e hizo las camas con movimientos rápidos y precisos.
El aspecto de las literas era confortable, pero muy poco íntimo. No obstante, Davy liberó una cortina azul oscuro, ganchos incluidos, y la colgó de una moldura en el techo, que Diana había considerado un simple elemento decorativo. Aseguró la cortina a los marcos de las literas con pernos. Dejó una abertura triangular, como la entrada a una tienda de campaña, para que el ocupante pudiera entrar. Por fin desdobló una pequeña escalerilla y la dispuso para poder subir a la litera de arriba.
Se volvió hacia Mark y Diana con su leve sonrisa complacida, como si hubiera ejecutado un truco de magia.
– Avísenme cuando estén preparados y terminaré de arreglarlo -dijo.
– ¿No hará mucho calor ahí dentro? -preguntó Diana.
– Cada litera cuenta con su propio ventilador. Si miran hacia arriba, lo verán.
Diana levantó la vista y vio una rejilla provista de una palanca para abrirla y cerrarla.
– Tienen también su propia ventanilla, luz eléctrica, colgador para la ropa y un estante -continuó Davy-. Si necesitan algo, aprieten este botón y acudiré.
Mientras estaba trabajando, los dos pasajeros de babor, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field, habían cogido sus bolsas y marchado hacia el lavabo de caballeros. Davy empezó a preparar las literas del otro lado, que requería un proceso algo diferente. El pasillo no estaba en el centro del avión, sino más cercano a babor, y en este lado sólo había un par de literas, dispuestas más a lo largo que a lo ancho del avión.
La princesa Lavinia regresó con un salto de cama azul marino, largo hasta los pies, ribeteado de encaje azul, y con un turbante a juego. Su rostro era una máscara de dignidad petrificada; era obvio que consideraba dolorosamente indigno aparecer en público de aquella guisa. Contempló la litera con pavor.
– Moriré de claustrofobia -gimió.
Nadie le hizo caso. Se quitó las zapatillas de seda y se introdujo en la litera inferior. Cerró la cortina y la ajustó bien, sin decir buenas noches.
Un momento después, Lulu Bell hizo acto de aparición con un ligero conjunto de gasa rosa que apenas disimulaba sus encantos. Desde el incidente de Foynes, su comportamiento con Diana y Mark se había ceñido a las reglas estrictas de cortesía, pero ahora parecía haber olvidado de repente el pique.
– ¿A que no adivináis lo que me han contado sobre nuestro compañeros? -dijo, sentándose junto a ellos y apuntando con el pulgar a los asientos que ocupaban a Field y Gordon.
– ¿Qué te han dicho. Lulu? – preguntó Mark, lanzando una nerviosa mirada a Diana.
– !El señor Field es un agente del fbi!
No era tan sorprendente, pensó, Diana. Un agente del fbi no era más que un policía.
– !Y Frank Gordon es su prisionero! -añadió Lulu.
– ¿Quién te ha contado esto? -preguntó Mark, escéptico.
– En el lavabo de señoras sólo se habla de eso.
– Eso no significa que sea verdad, Lulu.
– ¡Sabía que no me creerías! Ese chico escuchó una discusión entre Field y el capitán del barco. El capitán estaba muy cabreado porque el fbi no avisó a la Pan American de que había un criminal peligroso a bordo. Se produjo un auténtico enfrentamiento y, al final, la tripulación le quito la pistola al señor Field.
Diana recordó que había pensado en Field como la carabina de Gordon.
– ¿Qué ha hecho ese tal Frank?
– Es un gángster. Mató a un tío, y violó a una chica y prendió fuego a un club nocturno.
A Diana le costaba creerlo. ¡Ella misma había conversado con aquel hombre! No era muy refinado, ciertamente, pero era guapo y vestía bien, y había flirteado con ella sin pasarse. Era fácil imaginarlo como un timador, un evasor de impuestos, o mezclado en juegos ilegales, pero le parecía imposible que hubiera matado gente a sangre fría. Lulu era una persona excitable, capaz de creerse cualquier cosa.
– Resulta difícil de creer -dijo Mark.
– Me rindo -dijo Lulu, con un ademán desdeñoso-. No tenéis sentido de la aventura. -Se puso en pie-. Me voy la cama. Si empieza a violar gente, despertadme.
Trepó por la escalerilla y se deslizó en la litera de arriba. Corrió las cortinas, se asomó y habló a Diana.
– Cariño, comprendo por qué te enfadaste conmigo en Irlanda. Lo he estado pensando, y me parece que recibí mi merecido. Sólo fui amable con Mark. Una tontería, supongo. Estoy dispuesto a olvidarlo en cuanto tú lo hagas. Buenas noches.
Era lo más parecido a una disculpa, y Diana carecía de ánimos para rechazarla.
– Buenas noches, Lulu -dijo.
Lulu cerró la cortina.
– Fue culpa mía tanto como suya -dijo Mark-. Lo siento, nena.
Diana, a modo de respuesta, le besó.
De pronto, se sintió a gusto con él otra vez. Todo su cuerpo se relajó. Se dejó caer sobre el asiento, sin dejar de besarle. Era consciente de que el pecho de Mark se apretaba contra su pecho derecho. Era fantástico volver a experimentar deseo físico hacia él. La punta de la lengua de Mark tocó sus labios, y ella los abrió para dejarla entrar. La respiración del hombre se aceleró. Nos estamos pasando, pensó Diana. Abrió los ojos… y vio a Mervyn.
Atravesaba el compartimento en dirección a la parte delantera, y tal vez no se habría fijado en ella, pero se volvió, miró hacia atrás y se quedó petrificado, como paralizado en mitad de un movimiento. Su rostro palideció.
Diana le conocía tan bien que leyó sus pensamientos. Aunque le había dicho que estaba enamorada de Mark, era demasiado tozudo para aceptarlo, y le había sentado como una patada en el estómago verla besando a otro, casi igual que si no le hubiera avisado.
Su frente se arrugó y frunció el ceño de ira. Por una fracción de segundo, Diana pensó que iba a iniciar una pelea. Después, se dio la vuelta y continuó andando.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Mark. No había visto a Mervyn… Estaba demasiado ocupado besando a Diana. Ella decidió no contárselo.
– Alguien nos puede ver -murmuró.
Mark se apartó, a regañadientes.
Diana experimentó cierto alivio, pero enseguida se enfureció. Mervyn no tenía derecho a seguirla por todo el mundo y fruncir el ceño cada vez que ella besaba a Mark. El matrimonio no equivalía a esclavitud. Ella le había dejado, y él debía aceptarlo. Mark encendió un cigarrillo. Diana sentía la necesidad de enfrentarse con Mervyn. Quería decirle que desapareciera de su vida.
Se puso en pie.
– Voy a ver qué pasa en el salón -dijo-. Quédate a fumar. Se marchó sin esperar la respuesta.
Había comprobado que Mervyn no se sentaba en la parte de atrás, así que siguió adelante. Las turbulencias se habían suavizado lo bastante para caminar sin agarrarse a algo. Mervyn no estaba en el compartimento número 3. Los jugadores de cartas se hallaban enfrascados en una larga partida en el salón principal, con los cinturones de seguridad abrochados. Nubes de humo flotaban a su alrededor y botellas de whisky llenaban las mesas. Entró en el número 2. La familia Oxenford ocupaba todo el lado del compartimento. Todos los que viajaban en el avión sabían que lord Oxenford había insultado a Carl Hartmann, el científico, y que Mervyn Lovesey había saltado en su defensa. Mervyn tenía sus cualidades; Diana nunca lo había negado.
Llegó a la cocina. Nicky, el camarero gordo, estaba lavando platos a una velocidad tremenda, mientras su colega hacía las camas. El lavabo de los hombres estaba frente a la cocina. A continuación venía la escalera que subía a la cubierta de vuelo, y al otro lado, en el morro del avión, el compartimento número 1. Supuso que Mervyn estaba allí, pero comprobó que lo ocupaban los tripulantes que descansaban.
Subió por la escalera hasta la cubierta de vuelo. Era tan lujosa como la cubierta de pasajeros. Sin embargo, la tripulación estaba muy ocupada.
– Nos encantaría recibirla como se merece en cualquier otro momento, señora -dijo un tripulante-, pero mientras dure la tempestad tendremos que pedirle que permanezca en su asiento y se abroche el cinturón de seguridad.
Por lo tanto, Mervyn tenía que estar en el lavabo de caballeros, pensó mientras bajaba la escalera. Aún no había averiguado dónde se sentaba.
Cuando llegó al pie de la escalera se topó con Mark. Diana le dirigió una mirada de culpabilidad.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.
– Lo mismo te pregunto -replicó Mark, con una nota desagradable en su tono de voz.
– Estaba echando un vistazo.
– ¿Buscabas a Mervyn?
– Mark, ¿por qué estás enfadado conmigo?
– Porque te has escapado para verle.
Nicky les interrumpió.
– ¿Quieren volver a sus asientos, por favor? De momento, el vuelo no es muy agradable, pero no durará mucho,
Regresaron al compartimento. Diana se sentía como una estúpida. Había seguido a Mervyn, y Mark la había seguido a ella. Qué tontería.
Se sentaron. Antes de que pudieran continuar su conversación, Ollis Field y Frank Gordon entraron. Frank llevaba una bata de seda amarilla con un dragón en la espalda, y Field, una vieja bata de lana. Frank se quitó la bata, dejando al descubierto un pijama rojo de cinturón blanco. Se quitó las zapatillas y trepó a la litera superior.
Entonces, ante el horror de Diana, Field sacó un par de esposas plateadas del bolsillo de su bata marrón. Dijo algo a Frank en voz baja. Diana no escuchó la respuesta, pero estaba segura de que Frank protestaba. Field, no obstante, insistió, y Frank le ofreció por fin una muñeca. Field le ciñó una esposa y aseguró la otra al marco de la litera. Después, corrió la cortina y fijó los pernos.
Así pues, era cierto: Frank era un prisionero.
– Mierda -dijo Mark,
– Aún no creo que sea un asesino -susurró Diana.
– ¡Espero que no! -exclamó Mark-. ¡Viajaríamos con más seguridad si hubiéramos pagado cincuenta pavos y viajáramos en el entrepuente de un carguero!
– Ojalá no le hubiera puesto las esposas. No sé cómo va a dormir ese chico encadenado a la cama. ¡Ni siquiera podrá darse la vuelta!
– Qué buena eres -dijo Mark, abrazándola-. Es probable que ese hombre sea un violador, y tú sientes pena por él porque no podrá dormir.
Diana apoyó la mano sobre su hombro. Mark le acarició el pelo. Se había enfadado con ellas apenas dos minutos antes, pero ya se le había pasado.
– Mark -dijo Diana-, ¿crees que caben dos personas en una litera?
– ¿Estás asustada, cariño?
– No.
Mark la miró, confuso, pero después comprendió y sonrió.
– Me parece que sí caben…, aunque al lado, no.
– ¿Al lado no?
– Parece muy estrecha.
– Bueno… -Diana bajó la voz-. Uno de los dos tendrá que ponerse encima.
– ¿Prefieres ponerte tú encima? -le susurró al oído Mark. Diana rió por lo bajo.
– Creo que no me costaría mucho.
– Tendré que pensarlo -respondió Mark con voz ronca-. ¿Cuánto pesas?
– Cincuenta y un kilos y dos tetas.
– ¿Nos cambiamos?
Ella se quitó el sombrero y lo dejó sobre el asiento, a su lado. Mark sacó sus maletas de debajo del asiento. La suya era una Gladstone muy usada, de color rojo oscuro, y la de ella un maletín de piel, provisto de bordes duros, con sus iniciales grabadas en letras doradas.
Diana se irguió.
– Rápido -dijo Mark, besándola.
Ella le abrazó, notando su erección.
– Dios mío -susurró-. ¿Podrás conservarla hasta que vuelvas?
– No creo, a menos que mee por la ventana. -Diana rió-. Te enseñaré un truco rápido para que se ponga dura otra vez.
– No puedo esperar -susurró Diana.
Mark cogió su maleta y salió, dirigiéndose al lavabo de caballeros, Mientras salía del compartimento, se cruzó con Mervyn. Intercambiaron una mirada, como gatos desde lados opuestos de una verja, pero no hablaron.
Diana se sorprendió al ver a Mervyn ataviado con un camisón de franela gruesa a rayas marrones.
– ¿De dónde demonios has sacado eso? -preguntó, sin dar crédito a sus ojos.
– Ríe, ríe -replicó él-. Es lo único que pude encontrar en Foynes. La tienda del pueblo jamás había oído hablar de pijamas de seda. No sabían si yo era maricón o un capullo.
– Bueno, a tu amiga la señora Lenehan no le vas a gustar con ese disfraz.
¿Por qué he dicho esto?, se preguntó Diana.
– Creo que no le gusto de ninguna manera -contestó Mervyn, malhumorado, y salió del compartimento.
El mozo entró.
– Davy, ¿quieres hacernos las camas, por favor?
– Ahora mismo, señora.
– Gracias.
Diana cogió su maleta y salió.
Mientras atravesaba el compartimento número 5, se preguntó dónde dormiría Mervyn. No habían preparado aún ninguna litera, ni tampoco el número 6. Sin embargo, había desaparecido. Diana pensó de repente que debía estar en la suite nupcial. Un momento después, se dio cuenta de que no había visto sentada a la señora Lenehan en ningún sitio, después de haber recorrido el avión de punta a punta. Se quedó ante el lavabo de señoras, con el maletín en la mano, paralizada por la sorpresa. Era inaudito ¡Mervyn y la señora Lenehan tenían que compartir la suite nupcial!
Las líneas aéreas no lo permitirían, por descontado, quizá la señora Lenehan ya se había acostado, oculta tras la cortina de alguna litera.
Tenía que averiguarlo.
Se detuvo ante la puerta de la suite nupcial y vaciló un momento.
Después, aferró el tirador y abrió la puerta.
La suite tenía el mismo tamaño de un compartimento normal, con una alfombra de color terracota, paredes beige y el tapizado azul con el mismo dibujo formado por estrellas que había en el salón principal. Al final de la habitación había un par de literas, con un sofá y una mesilla de café a un lado, y un taburete, un tocador y un espejo al otro. Había una ventana a cada lado.
Mervyn se hallaba de pie en el centro de la habitación, sorprendido por su aparición. La señora Lenehan no se veía por parte alguna, pero su chaqueta de cachemira gris estaba tirada sobre el sofá.
Diana cerró la puerta de golpe a su espalda.
– ¿Cómo puedes hacerme esto? -preguntó.
– ¿Hacerte qué?
Una buena pregunta, pensó Diana. ¿Por qué estaba tan furiosa?
– ¡Todo el mundo se enterará de que has pasado la noche con ella!
– No me quedó otra elección -protestó Mervyn-. No había otra plaza.
– ¿No te das cuenta de que la gente se reirá de nosotros? ¡Ya es bastante horrible que me hayas seguido!
– ¿Qué más me da? Todo el mundo se ríe de un tío cuya esposa se larga con otro individuo.
– ¡Pero lo estás empeorando! Tendrías que haber aceptado la situación tal como era.
– A estas alturas, ya deberías conocerme.
– Y te conozco… Por eso intenté evitar que me siguieras.
Mervyn se encogió de hombros.
– Bien, pues fracasaste. No eres lo bastante lista como para engañarme.
– y tú no eres lo bastante listo como para rendirte con elegancia!
– Nunca he pretendido ser elegante.
– ¿Qué clase de puta es esa tía? Está casada… ¡He visto su anillo!
– Es viuda. En cualquier caso, ¿con qué derecho te das esos aires de superioridad? Tú sí que estás casada, y vas a pasar la noche con tu querido,
– Al menos, dormiremos en literas separadas en un compartimento público, mientras que tú te pegas el lote en una suite nupcial -contestó Diana, reprimiendo una punzada de culpabilidad al recordar lo que iba a hacer con Mark en la litera.
– Pero yo no mantengo relaciones con la señora Lenehan -replicó Mervyn, en tono exasperado-. En cambio, tú no has parado de follar con ese playboy durante todo el verano, ¿verdad?
– No seas tan vulgar -siseó Diana, aun a sabiendas de que tenía razón. Eso era exactamente lo que había hecho: follar con Mark en cuanto tenía la menor ocasión. Mervyn tenía razón,
– Es vulgar decirlo, pero mucho peor hacerlo -dijo él.
– Al menos, yo fui discreta… No me dediqué a exhibirme para humillarte.
– No estoy tan seguro. No creo que tarde mucho en averiguar que era la única persona de todo Manchester que ignoraba tus manejos. Los adúlteros no son tan discretos como suelen pensar.
– ¡No me insultes! -protestó Diana. La palabra la avergonzaba.
– No te insulto, te defino.
– Suena despreciable -dijo Diana, apartando la vista.
– Da gracias a que ya no se lapide a los adúlteros, como en los tiempos de la Biblia.
– Es una palabra horrible.
– Tendrías que avergonzarte de los hechos, no de la palabra.
– Eres tan justo… Nunca has hecho nada malo, verdad?
– ¡Contigo siempre me he portado bien!
La exasperación de Diana alcanzó su punto álgido.
– Dos esposas han huido de ti, pero tú siempre has sido la parte inocente. ¿Nunca se te ha ocurrido preguntarte en qué te habías equivocado?
Sus palabras le hirieron. Mervyn la sujetó sacudiéndola.
– Te di cuanto querías -gritó, irritado.
– Pero hiciste caso omiso de mis sentimientos -chilló Diana-. Siempre en todo momento Por eso te dejé. Apoyó las manos en el pecho de Mervyn para apartarle…
y la puerta se abrió en aquel momento, dando paso a Mark. Se quedó inmóvil, contemplándoles, vestido con el pijama
– ¿Qué coño está pasando, Diana? -preguntó-. ¿Piensas pasar la noche en la suite nupcial?
Diana empujó a Mervyn, y éste la soltó.
– No, claro que no -dijo ella a Mark-. Este es el alojamiento de la señora Lenehan… Mervyn lo comparte con ella. Mark lanzó una carcajada desdeñosa.
– Fantástico! ¡Algún día lo utilizaré para un guion!
– ¡No es divertido! -protestó Diana.
– ¡Pues claro que sí! ¡Este tipo persigue a su mujer como un lunático, ¿y qué hace después? ¡Liarse con la primera chica que se encuentra en su camino!
Su actitud dolió a Diana, que tampoco deseaba defender a Mervyn.
– No se han liado -puntualizó, impaciente-. Eran las únicas plazas que quedaban.
– Deberías estar contenta -dijo Mark-. Si se enamora de ella, tal vez deje de perseguirte.
– ¿No comprendes que estoy abatida?
– Por supuesto, pero no entiendo por qué. Ya no quieres a Mervyn. A veces, hablas como si le odiaras. Le has abandonado. ¿Qué te importa con quién se acuesta?
– ¡No lo sé, pero me importa! ¡Me siento humillada!
Mark estaba demasiado enfadado para mostrarse comprensivo.
– Hace pocas horas decidiste volver con Mervyn. Después, te enfadaste con él y cambiaste de idea. Ahora, la idea de que pueda acostarse con otra te vuelve loca.
– No me acuesto con ella -puntualizó Mervyn.
Mark no le hizo caso.
– ¿Estás segura de no seguir enamorada de Mervyn -preguntó a Diana, en tono irritado.
– ¡Lo que acabas de decirme es horrible!
– Lo sé, pero ¿no es verdad?
– No, no es verdad, y te odio por pensar que sí. Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas.
– Entonces, demuéstramelo. Olvídate de él y de dónde duerme.
– ¡Las demostraciones nunca han sido mi fuerte! -grito Diana-. ¡Deja de ser tan lógico! ¡Esto no es el Congreso!
– ¡No, desde luego que no! -dijo una voz nueva. Los tres se volvieron y vieron a Nancy Lenehan en la puerta. Una bata de seda azul resaltaba su atractivo-. De hecho, creo que ésta es mi suite. ¿Qué demonios está pasando?
Margaret Oxenford estaba enfadada y avergonzada. Tenía la certeza de que los demás pasajeros la miraban y pensaban en la espantosa escena del comedor, dando por sentado que compartía las horribles ideas de su padre. Tenía miedo de mirarles a la cara.
Harry Marks había rescatado los restos de su dignidad. Se había comportado con inteligencia y comprensión al entrar, apartarle la silla y ofrecerle el brazo al salir; un gesto insignificante, casi tonto, pero para ella había representado un mundo de diferencia.
De todos modos, sólo le quedaba un vestigio de autoestima, y hervía de resentimiento hacia su padre, por ponerla en una situación tan vergonzosa.
Un frío silencio reinaba en el compartimento dos horas después de la cena. Cuando el tiempo empeoró, mamá y papá se retiraron para cambiarse.
– Vamos a disculparnos -dijo Percy, sorprendiéndola. Su primer pensamiento fue que sólo serviría para aumentar su embarazo y humillación.
– Creo que me falta valor -contestó.
– Bastará con acercarnos al barón Gabon y al profesor Hartmann y decirles que sentimos mucho la grosería de papá.
La idea de mitigar en parte la ofensa de su padre era muy tentadora. Después, se sentiría mejor.
– Papá se enfurecerá -dijo.
– No tiene por qué saberlo, pero no me importa si se enfada. Creo que se ha pasado. Ya no le tengo miedo.
Margaret se preguntó si era sincero. Percy, cuando era pequeño, siempre decía que no tenía miedo, cuando en realidad estaba aterrorizado. Pero ya no era un niño pequeño.
La idea de que Percy hubiera escapado al control de su padre la preocupaba un poco. Sólo papá podía refrenar a Percy. Sin nadie que reprimiera sus travesuras, ¿qué haría?
– Vamos -la animó Percy-. Hagámoslo ahora. Están en el compartimento número 3. Lo he verificado.
Margaret continuaba vacilando. Pensar en acercarse al hombre que papá había insultado de aquella manera le ponía los pelos de punta. Podía herirles todavía más. Tal vez prefirieran olvidar el incidente lo antes posible, pero quizá se estuvieran preguntando cuánta gente estaba de acuerdo en secreto con papá. Era más importante oponerse a los prejuicios raciales, ¿no?
Margaret decidió acceder. Solía dar muestras de su carácter pusilánime, y siempre se arrepentía. Se levantó, cogiéndose el brazo del asiento para mantener el equilibrio, pues el avión no paraba de sacudirse.
– Muy bien -dijo-. Vamos a disculparnos.
Temblaba un poco de temor, pero la inestabilidad del avión disimulaba sus estremecimientos. Cruzó el salón principal y entró en el compartimento número 3.
Gabon y Hartmann estaban en el lado de babor frente a frente. Hartman se hallaba absorto en un libro, con su largo y delgado cuerpo curvado, la cabeza inclinada y la nariz ganchuda apuntando a una página llena de cálculos matemáticos. Gabon, aburrido en apariencia, no hacía nada, y fue el primero en verles. Cuando Margaret se detuvo a su lado, aferrándose al respaldo del asiento para no caer, se puso rígido y les miró con hostilidad.
– Hemos venido a disculparnos -se apresuró a explicar Margaret.
– Su valentía me sorprende -dijo Gabon. Hablaba un inglés perfecto, con un acento francés casi inexistente.
No era la reacción que Margaret había esperado, pero no por ello se desanimó.
– Lamento muchísimo lo sucedido, y mi hermano también. Admiro mucho al profesor Hartmann, como dije antes.
Hartmann levantó la cabeza del libro y asintió. Gabon continuaba airado.
– Es demasiado fácil para gente como ustedes pedir disculpas -dijo. Margaret miró al suelo, deseando no haber venido-. Alemania está llena de gente rica y educada que «lamenta muchísimo» lo que está sucediendo allí, pero ¿qué hacen? ¿Qué hacen ustedes?
Margaret enrojeció. No sabía qué decir o hacer.
– Basta, Philippe -intervino Hartmann. ¿No ves que son jóvenes?
– Miró a Margaret-. Acepto sus disculpas, y le doy las gracias.
– Oh, Dios mío -exclamó ella-. ¿He hecho algo que no debía?
– En absoluto -contestó Hartmann-. Ha mejorado un poco las cosas, y se lo agradezco. Mi amigo el barón está terriblemente disgustado, pero creo que al final adoptará también mi punto de vista.
– Será mejor que nos vayamos -dijo Margaret, abatida. Hartmann asintió con la cabeza.
Margaret se dio la vuelta.
– Lo siento muchísimo -dijo Percy, siguiendo a su hermana.
Regresaron a su compartimento. Davy, el mozo, estaba preparando las literas. Harry había desaparecido, seguramente en el lavabo de caballeros. Margaret decidió acostarse. Cogió la bolsa y se dirigió al lavabo de señoras para cambiarse. Mamá salía en aquel momento, espléndida con su bata color castaño.
– Buenas noches, querida -dijo.
Margaret pasó por su lado sin hablar.
El lavabo estaba abarrotado. Margaret se puso a toda prisa el camisón de algodón y el albornoz. Su indumentaria parecía poco elegante entre las sedas de colores brillantes y las cachemiras de las demás mujeres, pero no le importó. Disculparse, a fin de cuentas, no la había tranquilizado, porque los comentarios del barón Gabon eran muy ciertos. Era demasiado fácil pedir perdón y no hacer nada acerca del problema.
Cuando regresó al compartimento, papá y mamá estaban en la cama, tras las cortinas cerradas, y un ronquido apagado surgía de la litera de papá. La de Margaret aún no estaba hecha, y decidió esperar en el salón.
Sabía muy bien que sólo existía una solución a su problema. Tenía que dejar a sus padres y vivir sola. Estaba más decidida que nunca a hacerlo, pero aún no había resuelto los problemas prácticos de dinero, trabajo y alojamiento.
La señora Lenehan, la atractiva mujer que había subido en Foynes, se sentó a su lado, luciendo una bata azul vivo que cubría un salto de cama negro.
– He venido a tomar un coñac, pero el camarero parece muy ocupado -dijo. No aparentaba una gran decepción. Agitó la mano en dirección a los demás pasajeros-. Parece una fiesta en que el pijama sea la prenda obligatoria, o una orgía de medianoche en el dormitorio… Todo el mundo en deshabillé. ¿No te parece?
Margaret nunca había asistido a una fiesta en pijama ni dormido en un dormitorio universitario.
– Me parece muy extraño. Hace que parezcamos una gran familia.
La señora Lenehan se abrochó el cinturón de seguridad. Tenía ganas de charlar.
– Supongo que es imposible comportarse con formalidad vestido para ir a dormir. Hasta Frankie Gordino estaba guapo con su pijama rojo, ¿verdad?
Al principio, Margaret no supo muy bien a quién se refería. Después, recordó que Percy había escuchado una agria discusión entre el capitán y el agente del fbi.
– ¿Es el prisionero?
– Sí.
– ¿No le tienes miedo?
– Creo que no. No va a hacerme ningún daño.
– Pero la gente dice que es un asesino, y cosas todavía peores.
– Siempre habrá crímenes en los bajos fondos. Quita de en medio a Gordino y otro se encargará de los asesinatos. Yo le dejaría allí. El juego y la prostitución han existido desde que Dios era un crío, y si tiene que haber crimen, mejor que esté organizado.
Estas afirmaciones resultaban bastante chocantes. Tal vez la atmósfera reinante en el avión invitaba a la sinceridad. Margaret imaginó que la señora Lenehan no hablaría así si hubiera hombres presentes: las mujeres eran más realistas cuando no había hombres delante. Fuera cual fuera el motivo, Margaret estaba fascinada.
– ¿No sería mejor que el crimen estuviera desorganizado? -preguntó.
– Por supuesto que no. Si está organizado, está contenido. Cada banda posee su propio territorio, y no lo abandona. No roban a la gente de la Quinta Avenida y no exigen al club Harvard que les pague protección. No hay de qué preocuparse.
Margaret consideró excesivo esto último.
– ¿Y la gente que se arruina en el juego? ¿Y esas chicas desgraciadas que arruinan su salud?
– No he querido decir que no me preocupe por esa gente -dijo la señora Lenehan. Margaret la miró con fijeza a la cara, preguntándose si era sincera-. Escucha, yo fabrico zapatos.- Margaret pareció sorprenderse-. Así me gano la vida. Soy propietaria de una fábrica de zapatos. Mis zapatos de hombre son baratos, y duran cinco o diez años. Es posible comprar zapatos aún más baratos, pero no son buenos; tienen suelas de cartón que se estropean al cabo de unas diez semanas. Y, lo creas o no, algunas personas compran las de cartón. Bien, creo que yo he cumplido mi deber fabricando zapatos buenos. Si la gente es lo bastante imbécil como para comprar zapatos malos, yo no puedo hacer nada. Y si la gente es lo bastante imbécil como para dilapidar su dinero en el juego, cuando ni siquiera puede comprar un filete para comer, tampoco es mi problema.
– ¿Has sido pobre alguna vez? -preguntó Margaret. La señora Lenehan rió.
– Una pregunta muy aguda. No, nunca, de modo que tal vez debería callarme. Mi abuelo hacía botas a mano y mi padre abrió la fábrica que yo dirijo ahora. No sé nada sobre la vida en los barrios bajos. ¿Y tú?
– No mucho, pero creo que existen motivos por los que la gente juega, roba y vende su cuerpo. No sólo son imbéciles. Son las víctimas de un sistema cruel.
– Supongo que debes ser comunista -dijo la señora Lenehan, sin hostilidad.
– Socialista -corrigió Margaret.
– Me parece bien -fue la sorprendente respuesta de la señora Lenehan-. Es posible que cambies de ideas más adelante, a todo el mundo le pasa a medida que se hace mayor, pero si se carece de ideales, ¿qué se puede mejorar? No soy cínica. Creo que se aprende de la experiencia, pero hay que aferrarse a los ideales. Me pregunto por qué te estaré predicando de esta manera. Tal vez porque hoy cumplo cuarenta años.
– Felicidades.
Margaret solía rebelarse cuando la gente decía que sus ideas cambiarían cuando se hiciera mayor. Implicaba un tono de superioridad, y esas personas lo decían por lo general, cuando habían perdido en una discusión y no querían admitirlo. Sin embargo, la señora Lenehan era diferente.
– ¿Cuáles son tus ideales? -preguntó Margaret.
– Me conformo con fabricar buenos zapatos -sonrió con humildad-. No es un gran ideal, pero para mí es importante. Mi vida ha sido agradable. Vivo en una casa bonita, mis hijos van a colegios caros, gasto una fortuna en ropa. ¿Y por qué me lo puedo permitir? Porque fabrico zapatos buenos. Si fabricara zapatos de cartón, pensaría que soy una ladrona. Sería tan mala como Frankie.
– Un punto de vista bastante socialista -indicó Margaret, sonriendo.
– En realidad, adopté los ideales de mi padre -dijo la señora Lenehan, en tono reflexivo-. ¿De dónde has sacado tus ideales? De tu padre no, desde luego.
Margaret enrojeció.
– Te han hablado de la escena ocurrida durante la cena.
– Estaba presente.
– He de alejarme de mis padres.
– ¿Qué te lo impide?
– Sólo tengo diecinueve años.
– ¿Y qué? -dijo la señora Lenehan, con cierta sorna-. ¡Hay gente que se va de casa a los diez!
– Lo intenté. Me metí en un lío y la policía me cogió.
– Te rindes con mucha facilidad.
Margaret quería demostrar a la señora Lenehan que no se trataba de falta de valentía.
– No tengo dinero, no sé hacer nada. Nunca recibí una educación adecuada. No sé qué hacer para ganarme la vida.
– Cariño, te diriges a los Estados Unidos. La mayoría de la gente ha llegado a ese país con mucho menos que tú, y alguna ya es millonaria. Sabes leer y escribir en inglés, eres agradable, inteligente, bonita… No te costará mucho encontrar trabajo. Yo te contrataré.
El corazón le dio un vuelco. Un momento antes, detestaba la actitud poco comprensiva de la señora Lenehan. Ahora, le estaba dando una oportunidad.
– ¿De veras? ¿De veras vas a contratarme?
– Claro.
– ¿Y qué haré?
La señora Lenehan reflexionó unos instantes.
– Te pondré en la oficina de ventas; pegarás sellos, irás a por café, contestarás al teléfono, tratarás con amabilidad a los clientes. Si demuestras tu utilidad, pronto serás ascendida a subdirectora de ventas.
– ¿En qué consiste eso?
– En hacer lo mismo por más dinero.
A Margaret le parecía un sueño imposible.
– Dios mío, un trabajo de verdad en una oficina de verdad -dijo, en tono soñador.
La señora Lenehan rió.
– ¡Casi todo el mundo piensa que es una lata!
– Para mí, representa una aventura.
– Al principio, quizá.
– ¿Lo dices en serio? -preguntó Margaret con solemnidad-. Si me presento en tu oficina dentro de una semana, ¿me darás un empleo?
La señora Lenehan aparentó sorpresa.
– Santo Dios, hablas muy en serio, ¿verdad? Pensaba que estábamos hablando en teoría.
Margaret notó una opresión en el corazón.
– Entonces, ¿no vas a darme el empleo? -dijo, en tono quejumbroso-. ¿Hablabas por hablar?
– Me gustaría contratarte, pero hay un problema. Es posible que dentro de una semana me haya quedado sin trabajo. Margaret deseaba llorar.
– ¿A qué te refieres?
– Mi hermano está intentando arrebatarme la empresa.
– ¿Cómo va a hacerlo?
– Es complicado, y tal vez no lo consiga. Estoy oponiendo resistencia, pero no estoy segura de cómo acabará todo.
Margaret no podía creer que su oportunidad se hubiera desvanecido en cuestión de segundos.
– ¡Has de ganar! -exclamó enérgicamente.
Antes de que la señora Lenehan pudiera contestar, Harry apareció, con el aspecto de un amanecer gracias al pijama rojo y la bata azul cielo. Verle calmó a Margaret. Se sentó. Margaret le presentó.
– La señora Lenehan ha venido a tomar un coñac, pero los camareros están ocupados.
Harry fingió sorpresa.
– Es posible que estén ocupados, pero aún pueden servir bebidas-. Se levantó y se asomó al compartimento siguiente-. Dávy, ¿quieres hacer el favor de traer un coñac a la señora Lenehan?
– ¡Eso está hecho, señor Vandenpost! -fue la respuesta del mozo. Harry tenía la habilidad de lograr que la gente se plegara a sus deseos.
Volvió a sentarse.
– No he podido por menos que fijarme en sus pendientes, señora Lenehan. Son absolutamente maravillosos.
– Gracias -sonrió la mujer, muy complacida en apariencia por el cumplido.
Margaret los observó con más atención. Cada pendiente consistía en una única perla introducida en un enrejado hecho de alambres de oro y diminutos diamantes. Eran de una elegancia exquisita. Deseó llevar ella también alguna joya que despertara el interés de Harry.
– ¿Los compró en Estados Unidos? -preguntó el joven.
– Sí, son de Paul Flato.
Harry asintió con la cabeza.
– Pero yo diría que fueron diseñados por Fulco di Verdura.
– No lo sé -repuso la señora Lenehan-. No es frecuente encontrar a un hombre joven interesado en las joyas. Margaret tuvo ganas de decir «Sólo le interesa robarlas, así que vaya con cuidado», pero estaba impresionada por su conocimiento de la materia. Siempre se fijaba en las mejores piezas, y solía saber quién las había diseñado.
Davy trajo el coñac de la señora Lenehan. Conseguía caminar sin tambalearse, pese a las bruscas sacudidas del avión.
Nancy cogió la copa y se levantó.
– Creo que voy a dormir.
– Buena suerte -dijo Margaret, pensando en el contencioso de la señora Lenehan con su hermano. Si lo ganaba, contrataría a Margaret, tal como había prometido.
– Gracias. Buenas noches.
– ¿De qué estabais hablando? -preguntó Harry, un poco celoso.
Margaret no sabía si contarle la oferta de Nancy. La perspectiva era emocionante, pero existía un problema, y no podía pedirle a Harry que compartiera su alborozo. Decidió ocultarlo por el momento.
– Empezamos hablando de Frankie Gordino -dijo-. Nancy cree que hay que dejar en paz a la gente de su calaña. Se limitan a organizar cosas como el juego y la… prostitución…, que sólo hacen daño a la gente que se mezcla en ellas.
Se ruborizó levemente; nunca había pronunciado en voz alta la palabra «prostitución».
Harry parecía pensativo.
– No todas las prostitutas son voluntarias -dijo al cabo de un minuto-. A algunas se las obliga. ¿Has oído hablar de la trata de blancas?
– ¿Qué quiere decir eso?
Margaret había visto la expresión en los periódicos, y había imaginado vagamente que las muchachas eran secuestradas y enviadas a Estambul para servir como criadas. Qué tonta era.
– No hay tanta como dicen los periódicos -siguió Harry-. En Londres sólo hay un tratante de blancas. Se llama Benny de Malta, porque es de Malta.
Margaret estaba estupefacta. ¡Pensar que todo aquello ocurría ante sus propias narices!
– ¡Me podría haber pasado a mí!
– Sí, aquella noche que huiste de casa. Es la típica situación que Benny aprovecha. Una chica sola, sin dinero ni sitio donde dormir. Te invitaría a una cena excelente y te ofrecería un empleo en una compañía de baile que partiría hacia París por la mañana, y tú pensarías que ese hombre era tu salvación. La compañía de baile resultaría ser un espectáculo de desnudos, pero no lo averiguarías hasta quedar atrapada en París sin dinero ni forma de volver a casa; tu situación, en la fila de atrás y menearías el trasero lo mejor que pudieras.
Margaret se imaginó en aquella situación y comprendió que haría exactamente eso.
– Una noche -prosiguió Harry-, te pedirían que «fueras amable» con un corredor de bolsa borracho, y en caso de negarte te sujetarían para que él gozara de ti. -Margaret cerró los ojos, asqueada y asustada al pensar en lo que podría haberle sucedido-. Al día siguiente te irías, pero ¿a dónde? Aunque tuvieras unos francos, no bastarían para volver a casa. Y empezarías a meditar lo que dirías a tu familia cuando llegaras. ¿La verdad? Jamás. De modo que volverías al alojamiento, con las demás chicas, que al menos te tratarían con cordialidad y comprensión. Después, empezarías a pensar que si lo has hecho una vez, puedes hacerlo dos, y con el siguiente agente de bolsa te lo tomarías con más calma. Antes de que te dieras cuenta, sólo pensarías en las propinas que los clientes te dejarían por la mañana en la mesilla de noche.
Margaret se estremeció.
– Es lo más horrible que he oído en mi vida -dijo.
– Por eso creo que no se debe dejar en paz a Frankie Gordino.
Se quedaron en silencio uno o dos minutos.
– Me pregunto qué relación existe entre Frankie Gordino, y Clive Membury -dijo Harry después, meditabundo.
– ¿Existe alguna?
– Bueno, Percy dice que Membury lleva una pistola. A mí ya me había parecido que era un policía.
– ¿De veras? ¿Por qué?
– El chaleco rojo. Es lo que un policía pensaría apropiado para pasar por un playboy.
– Quizá colabore en la custodia de Frankie Gordino.
– ¿Por qué? Gordino es un malchechor norteamericano que vuela camino a una cárcel norteamericana. Se halla fuera de territorio británico y bajo custodia del fbi. No se me ocurre por qué Scotland Yard enviaría a alguien para colaborar en su vigilancia, sobre todo teniendo en cuenta el precio del billete.
Margaret bajó la voz.
– ¿Es posible que te siga a ti?
– ¿A Estados Unidos? ¿En el clipper? ¿Con una pistola? ¿Por un par de gemelos?
– ¿Se te ocurre otra explicación?
– No.
– En cualquier caso, lo de Gordino hará olvidar el espectáculo que dio mi padre durante la cena.
– ¿Por qué crees que perdió los estribos así? -preguntó Harry con curiosidad.
– No lo sé. No siempre fue así. Recuerdo que era bastante razonable cuando yo era más joven.
– He conocido a pocos fascistas… Suelen ser personas asustadas.
– ¿Tú crees? -Margaret consideraba la idea sorprendente y poco plausible-. Pues parecen muy agresivos.
– Lo sé, pero por dentro están aterrorizados. Por eso les gusta desfilar arriba y abajo y llevar uniformes. Se sienten a salvo cuando forman parte de una banda. Por eso no les gusta la democracia; demasiado incierta. Se sienten más a gusto en una dictadura, pues siempre se sabe qué ocurrirá a continuación y no hay peligro de que el gobierno caiga por sorpresa.
Margaret comprendió la sensatez de aquellas aseveraciones. Asintió con aire pensativo.
– Me acuerdo, incluso antes de que el carácter se le agriara tanto, que se irritaba hasta extremos inimaginables con los comunistas, los sionistas, los sindicalistas, los independentistas irlandeses, los quintacolumnistas… Siempre había alguien decidido a someter a la nación. Si te paras a pensarlo un momento, nunca pareció muy verosímil que los sionistas sometieran a Inglaterra, ¿verdad?
– Los fascistas siempre están enfadados -sonrió Harry-.
Suele ser gente decepcionada de la vida por un motivo u otro.
– Es el caso de papá. Cuando mi abuelo murió y heredó la propiedad, descubrió que estaba en bancarrota. Vivió en la ruina hasta que se casó con mamá. Entonces, se presentó al Parlamento, pero no fue elegido. Ahora, le han expulsado de su propio país.
– De pronto, se dio cuenta de que comprendía mejor a su padre. Harry era sorprendentemente perceptivo-. ¿Dónde has aprendido tantas cosas? No eres mucho mayor que yo.
Harry se encogió de hombros.
– Battersea es un sitio muy politizado. La sección más poderosa del partido Comunista en Londres, creo.
Al comprender un poco más a su padre, Margaret se sintió menos avergonzada de lo ocurrido. No tenía excusa, desde luego, pero resultaba consolador pensar en él como un hombre amargado y asustado, en lugar de un ser desquiciado y vengativo. Harry Marks era muy inteligente. Ojalá la ayudara a escapar de su familia. Se preguntó si querría volver a verla cuando llegaran a Estados Unidos.
– ¿Ya sabes dónde irás a vivir? -preguntó.
– Supongo que me alojaré en Nueva York. Tengo algo de dinero y no tardaré en conseguir más.
Qué fácil parecía, dicho así. Debía ser más fácil para los hombres. Una mujer necesitaba protección.
– Nancy Lenehan me ha ofrecido un empleo -dijo ella, guiada por un impulso-, pero tal vez no pueda cumplir su promesa, porque su hermano está tratando de robarle la empresa.
Él la miró y después apartó la vista, con una inusual impresión de timidez en el rostro, como si, por una vez, se hallara inseguro.
– Bien, no me importaría, o sea, echarte una mano. Era lo que ella estaba deseando escuchar.
– ¿De verás lo harás?
Daba la impresión de pensar que no podía hacer gran cosa.
– Podría ayudarte a encontrar una habitación. Qué alivio tan tremendo.
– Sería maravilloso. Nunca he buscado alojamiento, y no sabría por dónde empezar.
– Mirando en los periódicos.
– ¿Cuáles?
– Todos.
– ¿En los periódicos informan sobre alojamientos?
– Sacan anuncios.
– En el Times no salen anuncios de alojamientos. Era el único periódico que papá compraba.
– Los periódicos vespertinos son mejores.
Ignorar cosas tan sencillas la hacía sentirse como una tonta.
– Supongo que, al menos, podré protegerte del equivalente norteamericano de Benny de Malta.
– Estoy tan contenta. Primero, la señora Lenehan. Después, tú. Ahora sé que podré tirar adelante si tengo amigos. Te estoy tan agradecida que no sé qué decir.
Davy entró en el salón. Margaret reparó en que el avión volaba con suavidad desde hacía cinco o diez minutos.
– Miren todos por las ventanas -dijo Davy-. Dentro de unos segundos verán algo.
Margaret miró por la ventana. Harry se desabrochó el cinturón y se acercó para mirar por encima de su hombro. El avión se inclinaba a babor. Al cabo de un momento, vio que volaban a baja altura sobre un gran transatlántico, iluminado como Piccadilly Circus.
– Habrán encendido las luces en nuestro honor -dijo alguien-. Suelen navegar a oscuras desde que se declaró la guerra… Tienen miedo de los submarinos.
Margaret era consciente de la cercanía de Harry, que no la disgustaba lo más mínimo. La tripulación del clipper habría hablado por radio con la del barco, pues los pasajeros del buque se habían congregado en la cubierta, contemplando el avión y agitando las manos. Estaban tan cerca que Margaret pudo distinguir su indumentaria: los hombres llevaban chaquetas de esmoquin blancas y las mujeres trajes largos. El barco se movía con rapidez. Su proa hendía las gigantescas olas sin el menor esfuerzo y el avión pasó sobre él con suma lentitud. Fue un momento especial; Margaret se sentía hechizada. Miró a Harry y ambos intercambiaron una sonrisa, compartiendo la magia. Él apoyó su mano derecha en la cintura de la muchacha, en la parte que ocultaba el cuerpo, para que nadie lo viera. Su tacto era suave como una pluma, pero ella notó que la quemaba. Estaba excitada y confusa, pero no deseaba que apartara la mano. Al cabo de un rato, el barco fue disminuyendo de tamaño; sus luces se fueron apagando una a una, hasta extinguirse por completo. Los pasajeros del clipper volvieron a sus asientos y Harry retrocedió.
La gente fue desfilando hacia sus respectivas literas, y al final sólo quedaron en el salón los jugadores de cartas, Margaret y Harry. Margaret no sabía qué hacer. Se sentía torpe y tímida.
– Se está haciendo tarde -dijo-. Será mejor que nos vayamos a la cama.
¿Por qué lo he dicho?, pensó. ¡No quiero irme a la cama! Harry aparentó decepción.
– Creo que me iré dentro de un minuto.
Margaret se levantó.
– Muchas gracias por ofrecerme tu ayuda -dijo.
– De nada.
«¿Por qué nos comportamos con tanta formalidad?, pensó Margaret. ¡No quiero despedirme así!»
– Que duermas bien -dijo.
– Lo mismo te digo.
Margaret hizo ademán de marcharse, pero no se decidió.
– Has dicho en serio que me ibas a ayudar, ¿verdad? No me decepcionarás.
El rostro de Harry se suavizó y le dirigió una mirada casi amorosa.
– No te decepcionaré, Margaret. Te lo prometo.
De pronto, la joven sintió que le quería muchísimo. Guiada por un impulso, sin pararse a pensar, se inclinó y le beso, Sólo rozó los labios con los de él, pero cuando se tocaron experimentó una oleada de deseo que recorrió su cuerpo como una corriente eléctrica. Se irguió de inmediato, sorprendida por su acto y sus sensaciones. Por un momento, se miraron a los ojos. Después, Margaret pasó al compartimento siguiente.
Las rodillas le fallaban. Miró a su alrededor y vio que el señor Membury ocupaba la litera superior de babor, dejando la de abajo libre para Harry. Percy también había elegido una litera superior. Se introdujo en la que había debajo de Percy y sujetó la cortina.
Le he besado, pensó, y fue estupendo.
Se deslizó bajo la sábana y apagó la luz. Era como estar en una tienda de campaña, cálida y confortable. Miró por la ventana, pero no se veía nada interesante; sólo nubes y lluvia. Aun así, resultaba excitante. Recordó aquella vez en que Elizabeth y ella habían obtenido permiso para plantar una tienda en el jardín y dormir allí, cuando eran niñas y el calor impregnaba las noches de verano. Siempre pensaba que la excitación le impediría pegar ojo, pero al instante siguiente era de día y la cocinera se presentaba en la puerta de la tienda con una bandeja de té y tostadas.
Se preguntó dónde estaría Elizabeth en este momento.
Mientras pensaba, se oyó un golpe suave en la cortina.
Al principio, pensó que lo había imaginado porque estaba pensando en la cocinera, pero se repitió de nuevo, un sonido como el producido por una uña, tap, tap, tap. Vaciló, se levantó, apoyándose sobre el codo y se cubrió con la sábana hasta el cuello.
Tap, tap, tap.
Abrió un poco la cortina y vio a Harry.
– ¿Qué pasa? -susurró, aunque creía saberlo.
– Quiero besarte otra vez -susurró él.
Margaret se sintió complacida y aterrorizada al mismo tiempo.
– ¡No seas tonto!
– Por favor.
– ¡Vete!
– Nadie nos verá.
Era una pequeña ofensiva, pero muy tentadora. Recordó la descarga eléctrica del primer beso y deseó otro. Casi involuntariamente, abrió un poco más la cortina. Harry asomó la cabeza y le dirigió una mirada suplicante. Era irresistible. Ella le besó en la boca. Olía a pasta de dientes. Ella pensaba en un beso rápido, como el de antes, pero Harry tenía otras ideas. Le mordisqueó el labio inferior. Margaret lo encontró excitante. Abrió la boca de forma instintiva, y sintió que la lengua de Harry acariciaba sus labios secos. Ian nunca había hecho eso. Era una sensación rara, pero agradable. Sintiéndose muy depravada, unió su lengua con la de él. Harry empezó a respirar con rapidez. De pronto, Percy se removió en la litera de arriba, recordándole dónde estaba. El pánico se apoderó de ella; ¿cómo podía hacer esto? ¡Estaba besando en público a un hombre al que apenas conocía! Si papá lo veía, se armaría un follón de mucho cuidado. Se apartó, jadeante. Harry introdujo más la cabeza, con la intención de volver a besarla, pero ella se lo impidió.
– Déjame entrar -dijo él.
– ¡No seas ridículo! -susurró Margaret.
– Por favor.
Esto era imposible. Ni siquiera estaba tentada, sino asustada.
– No, no, no -se resistió.
Harry parecía abatido.
Ella se enterneció.
– Eres el hombre más agradable que he conocido en mucho tiempo, tal vez el que más; pero no hasta ese punto. Vete a la cama.
Harry comprendió que lo decía en serio. Sonrió con algo de tristeza. Intentó decir algo, pero Margaret cerró la cortina antes de que pudiera.
Ella escuchó con atención y creyó oír sus pasos al alejarse.
Cerró la luz y se acostó, respirando con fuerza. Oh, Dios mío, pensó, ha sido como un sueño. Sonrió en la oscuridad, reviviendo el beso. Le habría apetecido mucho continuar. Se acarició con suavidad mientras pensaba en lo ocurrido.
Su mente retrocedió hasta su primer amante, Monica, una prima que se instaló en su casa el verano que Margaret cumplió trece años. Monica tenía dieciséis, era rubia y bonita, y parecía saberlo todo. Margaret la adoró desde el primer momento.
Vivía en Francia, y tal vez por esta causa, o quizá porque sus padres eran más tolerantes que los de Margaret, Monica se paseaba desnuda con toda naturalidad por los dormitorios y el cuarto de baño situados en el ala de los niños. Margaret nunca había visto a una persona mayor desnuda, y se quedó fascinada por los grandes pechos de Monica y la mata de vello color miel que florecía entre sus piernas; en aquel tiempo, tenía el busto muy pequeño y unos pocos pelos en el pubis.
Pero Monica había seducido en primer lugar a Elizabeth, la fea y dominante Elizabeth, ¡que hasta tenía granos en la barbilla! Margaret las había oído murmurar y besarse por las noches, y se había sentido en rápida sucesión perpleja, irritada, celosa y, por fin, envidiosa. Se dio cuenta del profundo afecto que Monica deparaba a Elizabeth. Se sintió herida y excluida por las fugaces miradas que intercambiaban y el roce, en apariencia accidental, de sus manos cuando caminaban por el bosque o se sentaban a tomar el té.
Un día que Elizabeth fue a Londres con mamá por algún motivo, Margaret sorprendió a Monica en el baño. Yacía en el agua caliente con los ojos cerrados, acariciándose entre las piernas. Oyó a Margaret, parpadeó, pero no interrumpió su actividad, y Margaret fue testigo, asustada pero fascinada, de cómo se masturbaba hasta alcanzar el orgasmo.
Monica acudió aquella noche a la cama de Margaret, desechando a Elizabeth, pero ésta montó en cólera y amenazó con contarlo todo, de manera que acabaron compartiéndola, como esposa y amante en un triángulo de celos. La culpa y las mentiras pesaron sobre Margaret todo aquel verano, pero el intenso afecto y el placer físico recién descubierto eran demasiado maravillosos para dar marcha atrás. Todo terminó cuando Monica volvió a Francia en septiembre.
Después de Monica, acostarse con Ian constituyó un duro golpe. El muchacho se había comportado con torpeza e ineptitud. Margaret comprendió que un joven como él no sabía casi nada sobre el cuerpo de una mujer, y era incapaz de proporcionarle tanto placer como Monica. Sin embargo, pronto superó el desagrado inicial. Ian la amaba con tal desesperación que su pasión suplía su inexperiencia.
Como siempre, pensar en Ian avivó sus deseos de llorar. Ojalá le hubiera hecho el amor con más dedicación y frecuencia. Se había resistido mucho al principio, aunque lo deseaba tanto como él. Ian se lo pidió durante meses seguidos, hasta que ella accedió por fin. Después de la primera vez, aunque Margaret deseaba hacerlo de nuevo, opuso algunas dificultades. No quería hacer el amor en su dormitorio por si alguien descubría la puerta cerrada con llave y se preguntaba la razón; le daba miedo hacerlo al aire libre, aunque conocía muchos escondites en los bosques que rodeaban su casa; y temía utilizar los pisos de sus amistades por temor a ganarse mala reputación. En el fondo, el auténtico obstáculo era el terror a la reacción de su padre si llegaba a enterarse.
Desgarrada entre el deseo y la angustia, siempre había hecho el amor, a escondidas, deprisa y devorada por la sensación de culpa. Sólo lo hicieron tres veces antes de que él se fuera a España. Ella había imaginado que tenían todo el tiempo por delante. Luego, Ian resultó muerto, y la noticia trajo aparejada la espantosa comprensión de que jamás volvería a tocar su cuerpo. Pensó que su corazón iba a estallar, destrozado por el frenesí de su llanto. Había pensado que pasarían el resto de sus vidas aprendiendo a darse mutua felicidad; pero nunca volvió a verle.
Ahora, deseaba haberse entregado a él sin ambages desde el primer momento, haciendo el amor a la menor oportunidad. Sus temores parecían espantosamente triviales, ahora que Ian estaba enterrado en una polvorienta ladera de Cataluña.
De repente, pensó que tal vez estuviera cometiendo el mismo error.
Deseaba a Harry Marks. Todo su cuerpo clamaba por él. Era el único hombre que había despertado estas sensaciones desde Ian. Sin embargo, ella le había rechazado. ¿Por qué? Porque tenía miedo. Porque estaba en un avión, porque las literas eran pequeñas, porque alguien podía oírles, porque su padre se encontraba cerca, porque sería horrible que les sorprendieran.
¿Volvía a hacer gala de aquella cobardía aborrecible?
¿Y si el avión se estrella?, pensó. Viajaban en uno de los primeros vuelos transatlánticos. Se hallaban a mitad de camino entre Europa y América, a cientos de kilómetros de tierra en cualquier dirección; si algo fallaba, todos morirían en cuestión de minutos. Y su último pensamiento sería para arrepentirse de no haber hecho el amor con Harry Marks.
El avión no se iba a estrellar, pero igualmente podía ser su última oportunidad. No tenía ni idea de lo que ocurriría cuando llegaran a Estados Unidos. Pensaba alistarse en las Fuerzas Armadas lo antes posible, y Harry había comentado que quería llegar a ser piloto de las Reales Fuerzas Aéreas de Canadá. Tal vez muriera en combate, como Ian. ¿Qué importaba su reputación, quién iba a preocuparse de la ira paterna, si la vida era tan breve? Casi deseó haber dejado entrar a Harry.
¿Lo intentaría de nuevo? Era poco probable. Le había rechazado con firmeza. Cualquier chico que hiciera caso omiso de un rechazo como aquel sería un auténtico pelmazo. Harry había insistido y empleado lisonjas, pero no era terco como una mula. No se lo volvería a pedir esta noche.
Qué tonta soy, pensó. Ahora estaría conmigo; sólo tenía que decir «sí». Se abrazó, imaginando que era Harry quien la abrazaba. En su imaginación, alargó una mano y acarició vacilante la cadera desnuda de Harry. Tendría vello rubio rizado en los muslos, pensó.
Decidió levantarse para ir al lavabo de señoras. Quizá Harry tuviera la misma idea, en ese preciso momento, para pedir una copa al camarero, o lo que fuera. Deslizó los brazos en la bata, desató las cortinas y se incorporó. La litera de Harry tenía las cortinas bien atadas. Se calzó las zapatillas y se levantó.
Casi todo el mundo se había acostado. Se asomó a la cocina: estaba vacía. Los camareros también necesitaban dormir, claro. Estarían en el compartimento número 1, con la tripulación libre de servicio. Tomó la dirección contraria y entró en el salón. Los trasnochadores, todos hombres, continuaban jugando al póker. Había una botella de whisky sobre la mesa, de la que se iban sirviendo. Margaret siguió hacia la parte trasera, oscilando de un lado a otro al compás del avión. El piso ascendía hacia la cola, y había peldaños entre los compartimentos. Dos o tres personas estaban leyendo, con las cortinas abiertas, pero casi todos los cubículos estaban cerrados y silenciosos.
El tocador de señoras estaba vacío. Margaret se sentó frente al espejo y se miró. Le resultaba chocante que un hombre considerara deseable a esta mujer. Su rostro era bastante vulgar, la piel muy pálida, los ojos de un curioso tono verde. Lo mejor era el cabello, pensaba en ocasiones; era largo y liso, de un color broncíneo refulgente. Los hombres solían fijarse en ese pelo.
¿Qué habría pensado Harry de su cuerpo, si le hubiera dejado entrar? Los grandes pechos le habrían encendido, trayéndole a la memoria la maternidad, ubres de vaca o cualquier cosa similar. Le habían dicho que a los hombres les gustaban pequeños, bien formados, del mismo tamaño que las copas de champán que se servían en las fiestas. Los míos no caben en una copa de champán, pensó con timidez.
Le habría gustado ser menuda, como las modelos de Vogue, pero parecía una bailarina española. Siempre que se ponía un vestido de baile debía llevar corsé debajo, de lo contrario sus pechos se desbordaban. Sin embargo, Ian había adorado su cuerpo. Decía que las modelos parecían muñecas. «Eres una mujer de verdad», le había dicho una tarde, en la antigua ala que se había utilizado como cuarto de los niños, mientras le besaba el cuello y le acariciaba los dos pechos a la vez por debajo del jersey de cachemira. A Margaret le habían gustado sus pechos en aquella época.
El avión se adentró en una zona de turbulencias, y tuvo que aferrarse al borde del tocador para no caer del taburete. Antes de morir, pensó morbosamente, me gustaría que me acariciaran los pechos otra vez.
Cuando el avión se estabilizó volvió a su compartimiento. Todos los cubículos tenían las cortinas cerradas. Se quedó de pie un momento, deseando que Harry abriera la cortina, pero no ocurrió. Miró en ambas direcciones del pasillo. No se veía un alma.
Toda su vida había sido pusilánime.
Pero nunca había deseado algo con tal fuerza. Agitó la cortina de Harry.
No pasó nada. Tampoco había pensado en ningún plan. No sabía qué iba a decir o hacer.
No se oía nada en el interior. Agitó la cortina de nuevo. Un instante después, Harry asomó la cabeza.
Se miraron en silencio: él, asombrado, ella, sin habla. Entonces, oyó un movimiento a su espalda.
Distinguió una mano que surgía de la litera de su padre. Iba a salir para ir al lavabo.
Sin pensarlo dos veces, Margaret empujó a Harry y se metió en la cama con él.
Mientras cerraba la cortina vio que papá salía de su cubículo. No la había visto por puro milagro, ¡gracias a Dios!
Se arrodilló al pie de la litera y miró a Harry. Estaba sentado en el otro extremo con las rodillas apoyadas en la barbilla, contemplándola a la escasa luz que se filtraba por la cortina. Parecía un niño que hubiera visto a Papá Noel bajar por la chimenea; apenas podía creer en su buena suerte. Abrió la boca para hablar, pero Margaret apoyó un dedo en sus labios para obligarle a callar.
De pronto, recordó que se había dejado fuera las zapatillas.
Llevaban bordadas sus iniciales, y cualquiera sabría a quién pertenecían. Estaban en el suelo, junto a las de Harry, como zapatos ante la puerta de una habitación de hotel, para que todo el mundo supiera que estaba durmiendo con él.
Sólo habían pasado un par de segundos. Se asomó al exterior. Papá estaba bajando por la escalerilla de la litera, dándole la espalda. Margaret extendió la mano entre las cortinas. Si se volvía ahora, todo habría terminado. Tanteó en busca de las zapatillas y las encontró. Las cogió justo cuando papá posaba sus pies sobre la alfombra. Las metió dentro en una fracción de segundo antes de que él volviera la cabeza.
En lugar de miedo, sentía excitación.
No tenía una idea muy clara de qué deseaba que ocurriera ahora. Sólo sabía que quería estar con Harry. La perspectiva de pasar la noche en su litera muriéndose de ganas por él se le antojaba intolerable. De todas formas, no iba a entregársele. Tenía muchas, muchísimas ganas, pero existían toda clase de problemas prácticos, empezando por el señor Membury, que dormía pocos centímetros encima de ellos.
Al momento siguiente se dio cuenta de que Harry, al contrario que ella, sabía muy bien lo que quería.
Se inclinó hacia adelante, colocó la mano detrás de su cabeza, la atrajo hacia sí y besó sus labios.
Tras una brevísima vacilación, Margaret decidió abandonar toda idea de resistencia y entregarse sin más a las sensaciones.
Lo había pensado durante tanto tiempo que experimentó la sensación de llevar horas haciendo el amor con él. Sin embargo, esto era real: una mano fuerte en su nuca, una boca auténtica besando la suya, una persona auténtica fundiendo su aliento con el de ella. Fue un beso lento, tierno, suave, de ensayo, y tenía conciencia de todos los detalles: los dedos de Harry removiéndole el pelo, la aspereza de su barbilla afeitada, el cálido aliento sobre su mejilla, la boca que no cesaba de moverse, los dientes que mordisqueaban sus labios y, por fin, la lengua exploradora que se apretaba contra sus labios y buscaba la suya. Entregándose a un impulso irresistible, abrió su boca.
Se separaron al cabo de un momento, jadeantes, y Harry bajó la vista hacia sus pechos. Margaret observó que la bata se había abierto, y que sus pezones empujaban el algodón del camisón. Harry los contemplaba como hipnotizado. Extendió una mano, como a cámara lenta, y acarició el pecho izquierdo con las yemas de los dedos, acariciándo la sensible punta a través de la fina tela, logrando que la joven jadeara de placer.
De pronto, no soportó el hecho de estar vestida. Se despojó de la bata rápidamente. Aferró el borde del camisón, pero titubeó. Una voz en el fondo de su mente dijo: «Después de esto, no podrás volver atrás», y ella pensó «¡Estupendo!», y se quitó el camisón por encima de la cabeza, arrodillándose desnuda frente a él.
Se sentía vulnerable y tímida, pero la angustia aumentaba su excitación. Los ojos de Harry recorrieron su cuerpo. Margaret leyó en ellos adoración y deseo. Harry se retorció en el estrecho espacio y se arrodilló, inclinándose hacia adelante para acercar la cabeza a sus pechos. Margaret dudó por un momento: ¿qué pretendía hacer? Los labios de Harry rozaron sus pezones, primero uno, después el otro. Sintió que posaba la mano bajo su pecho izquierdo, primero acariciando, después sopesando, apretando suavemente a continuación. Bajó poco a poco los labios hasta llegar al pezón. Lo mordisqueó con extrema suavidad. El pezón estaba tan tumefacto que, por un momento, Margaret creyó que iba a estallar. Después, Harry empezó a chuparlo, y ella gruñó de placer.
Pasados unos instantes, deseó que hiciera lo mismo con el otro, pero era demasiado tímida para pedirlo. Sin embargo, Harry tal vez adivinó su deseo, porque lo hizo un momento después. Margaret acarició el erizado pelo de su nuca, y luego, cediendo a un impulso, aplastó la cabeza de Harry contra sus pechos. Él, en respuesta, chupó con mayor fervor.
Margaret deseaba explorar el cuerpo del joven. Cuando él descansó un momento, le apartó, desabrochándole los botones del pijama. Los dos jadeaban como corredores de fondo, pero no hablaban por temor a que les oyeran. Harry se quitó la chaqueta. No tenía pelo en el pecho. Margaret quería tenerle completamente desnudo, igual que ella. Encontró el cordón de los pantalones del pijama y, sintiéndose lasciva, lo desanudó.
Harry aparentaba vacilación y sorpresa, y Margaret experimentó la desagradable sensación de que tal vez era más atrevida que otras chicas con las que había estado. Sin embargo, se creyó en el deber de proseguir lo que había iniciado. Le empujó hasta tenderle en la cama, con la cabeza apoyada sobre la almohada, aferró la cintura de sus pantalones y tiró. Harry alzó las caderas.
Surgió la mata de vello rubio oscuro en la base de su estómago. Ella bajó aún más el algodón rojo, y respingó cuando su pene se irguió en libertad, como el mástil de una bandera. Lo contempló, fascinada. La piel se tensaba sobre las venas y el extremo estaba hinchado como un tulipán azul. Harry se quedó quieto, intuyendo que así lo deseaba ella. No obstante, el que Margaret lo mirara de aquella forma pareció excitarle, porque su respiración adquirió un tono gutural. Margaret sintió el impulso, por curiosidad y alguna otra emoción, de tocarlo. Su mano avanzó, movida por una fuerza irresistible. Harry emitió un leve gruñido cuando comprendió lo que ella iba a hacer. Margaret vaciló en el último instante. Su mano pálida titubeó junto al tumefacto pene. Harry lanzó una especie de gemido. Después, suspirando, Margaret se apoderó del miembro, y sus esbeltos dedos envolvieron la gruesa vara. La piel estaba caliente al tacto, y suave, pero cuando la apretó un poco, a lo cual reaccionó Harry con un jadeo, descubrió que era dura como un hueso. Margaret miró a Harry. Su rostro estaba encendido de deseo y su respiración se había acelerado aún más. Experimentó un enorme deseo de darle placer. Empezó a acariciarle el pene con un movimiento que Ian le había enseñado: hacia abajo con fuerza y hacia arriba con suavidad.
El efecto la sorprendió. Harry gimió, cerró los ojos y apretó las rodillas. Después, cuando ella repitió la caricia por segunda vez, el joven se agitó convulsivamente, su rostro se transformó en una mueca y semen blanco brotó del extremo de su pene. Estupefacta y embelesada, Margaret continuó agitando el miembro, y cada vez salía más semen. Un deseo incontenible se apoderó de la muchacha: sus pechos se endurecieron, la garganta se le secó y notó que un reguero de humedad mojaba la parte interna de sus muslos. Por fin, tras la quinta o sexta caricia, todo terminó. Los músculos de Harry se relajaron, su rostro adoptó una expresión más serena y su cabeza se derrumbó de costado sobre la almohada.
Margaret se tendió a su lado.
Harry parecía avergonzado.
– Lo siento -susurró.
– ¡No debes sentirlo! -replicó ellá-. Fue increíble. Nunca lo había hecho. Me he sentido muy bien.
Harry se quedó sorprendido.
– ¿Te ha gustado?
Margaret estaba demasiado avergonzada para decir sí en voz alta, y se limitó a asentir con la cabeza.
– Pero yo no… -dijo Harry-. Quiero decir, tú no has…
Margaret calló. Harry podía hacer algo por ella, pero tenía miedo de pedírselo.
Él se puso de costado para que pudieran verse la caras
– Quizá dentro de unos minutos…
No puedo esperar unos minutos, pensó ella. ¿Por qué no, puedo pedirle que haga lo que yo he hecho por él? Cogió su mano y la apretó, pero continuaba sin poder pedir lo que deseaba. Cerró los ojos y llevó la mano de Harry hasta su entrepierna. Acercó la boca a su oreja y susurró:
– Con suavidad.
Harry comprendió. Su mano se movió, explorando. Ella estaba húmeda. Deslizó los dedos con suma facilidad entre sus labios. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le aferró con fuerza. Los dedos de Harry se movieron en su interior. Ella quiso gritar: «¡Ahí no, más arriba!», pero él, como si leyera sus pensamientos, deslizó el dedo hacia el punto más sensible. Ella se sintió transportada al séptimo cielo. Espasmos de placer sacudieron su cuerpo. Se estremeció como una posesa, y mordió el brazo de Harry para reprimir sus gritos Harry detuvo sus movimientos, pero ella se frotó contra su mano y las sensaciones no disminuyeron.
Una vez aplacado el placer, Harry volvió a mover el dedo y otro orgasmo tan intenso como el primero sacudió a Margaret.
Después, la sensibilidad del punto se hizo insostenible, y Harry apartó la mano.
Al cabo de un momento, Harry se deshizo del abrazo y frotó el hombro que ella había mordido.
– Lo siento -dijo ella, sin aliento-. ¿Te duele?
– Ya lo creo -murmuró, y ambos rieron por lo bajo. Intentar reprimir sus carcajadas fue peor, y se pasaron uno o dos minutos sofocados.
– Tu cuerpo es maravilloso…, maravilloso -dijo él cuando se calmaron.
– Y el tuyo también -contestó ella con fervor. Harry no le creyó.
– Te lo digo en serio.
– ¡Y yo también! -exclamó Margaret.
Nunca olvidaría su pene tumefacto irguiéndose de la mata de cabello dorado. Recorrió su estómago con la mano, buscándolo, y lo encontró recostado contra su muslo como una manguera, ni tieso ni encogido. La piel era sedosa. Experimentó el deseo de besarlo, y su propia depravación la sorprendió.
En lugar de ello, besó el hombro que le había mordido. A pesar de la oscuridad, vio las marcas de sus dientes. Iba a salirle un buen cardenal.
– Lo siento -musitó, en voz demasiado baja para que él la oyera. La embargó una gran tristeza por haber dañado aquella piel perfecta, después de que su cuerpo le hubiera proporcionado tanto placer. Besó el morete de nuevo.
Se quedaron inmóviles de agotamiento y placer, y no tardaron en adormecerse. Margaret creyó escuchar todo el rato el zumbido de los motores, como si estuviera soñando con aviones. En una ocasión oyó pasos que atravesaban el compartimento y regresaban unos minutos después, pero estaba demasiado feliz para que despertaran su curiosidad.
El avión voló durante un rato sin sacudidas y se sumió en un sueño profundo.
Se despertó sobresaltada. ¿Ya era de día? ¿Se habría levantado todo el mundo? ¿La verían todos saliendo de la litera de Harry? Su corazón latió con violencia.
– ¿Qué pasa? -susurró él.
– ¿Qué hora es?
– Noche cerrada.
Tenía razón. Nadie se movía fuera, las luces de la cabilla estaban apagadas y no se veía ni rastro de luz del día por la ventana. Podía salir sin peligro.
– He de volver a mi litera ahora mismo, antes de que descubran -dijo, presa del nerviosismo. Empezó a buscar sus zapatillas, pero no pudo encontrarlas.
Harry apoyó una mano en su hombro.
– Tranquila -susurró-. Tenemos horas por delante.
– Pero estoy preocupada por papá…
Calló. ¿Por qué estaba tan preocupada? Contuvo el aliento y miró a Harry. Cuando sus ojos se encontraron en la semioscuridad, ella recordó lo que había ocurrido antes de que se durmieran, y adivinó que él estaba pensando en lo mimo. Intercambiaron una sonrisa, una sabia e íntima sonrisa de amantes.
De pronto, sus preocupaciones se esfumaron. Aún no era necesario que se marchara. Quería quedarse aquí, luego lo haría. Había mucho tiempo.
Harry se apretó contra ella, y Margaret notó su pene erecto.
– No te vayas aún -musitó Harry. Ella suspiró de felicidad.
– Muy bien, no me iré -dijo, y empezó a besarle.
Eddie Deakin se sometía a un férreo control, pero hervía como una tetera destapada, como un volcán a punto de entrar en erupción. Sudaba sin cesar, le dolían las tripas y no podía estarse quieto. Intentaba hacer su trabajo, pero sólo lo justo.
A las dos de la mañana, hora de Inglaterra, terminaba su turno. Cuando faltaba poco para la hora falseó más cifras concernientes al combustible. Antes había disminuido el consumo de carburante, para dar la impresión de que quedaba suficiente para realizar la travesía e impedir que el capitán volviera atrás. Ahora lo incrementó, para que cuando Mickey Finn, su sustituto, ocupara su puesto y leyera los datos del combustible no hubiera discrepancias. La curva Howgozit mostraría bruscas fluctuaciones en el consumo de carburante, y Mickey se preguntaría la razón, pero Eddie explicaría que era debido al mal tiempo. En cualquier caso, Mickey constituía la última de sus preocupaciones. Su mayor angustia, la que atenazaba de temor su corazón, era que el avión agotara el combustible antes de llegar a Terranova.
Estaban fuera del mínimo estipulado. Las normas dejaban un margen de seguridad, por cierto, pero los márgenes de seguridad tenían una razón de ser. Este vuelo se había quedado sin reserva extra de combustible para casos de emergencia, como el fallo de un motor. Si algo iba mal, el avión caería en picado al revuelto océano Atlántico. No podría aterrizar sin problemas en mitad del océano; se hundiría al cabo de pocos minutos. No habría supervivientes.
Mickey subió a la cabina de vuelo unos minutos antes de las dos, con aspecto más descansado, juvenil y animado.
– Vamos muy justos de combustible -dijo Eddie al instante-. Ya he informado al capitán.
Mickey asintió con aire indiferente y cogió la linterna. Su primera tarea consistía en realizar una inspección visual de los cuatro motores.
Eddie le dejó y bajó a la cubierta de pasajeros. El primer oficial, Johnny Dott, el navegante, Jack Ashford, y el operdor de radio, Ben Thompson, le siguieron escaleras abajo, cuando llegaron sus sustitutos. Jack se dirigió a la cocina para prepararse un bocadillo. Pensar en la comida despertó náuseas en Eddie. Cogió una taza de café y fue a sentarse en el compartimento número 1.
Cuando no estaba trabajando, le resultaba imposible apartar de su mente el pensamiento de Carol-Ann en manos de sus secuestradores.
Ahora serían las nueve de la noche en Maine. Habría oscurecido. Carol-Ann estaría preocupada y abatida, en el mejor de los casos. Solía quedarse dormida mucho antes desde que estaba embarazada. ¿Le facilitarían un lecho donde tenderse? Esta noche no dormiría, pero al menos descansaría el cuerpo. Eddie sólo confiaba en que la idea de irse a la cama no alentara otros pensamientos en las mentes de los matones que la custodiaban…
Antes de que su café se enfriara, la tempestad se desencadenó.
El vuelo había sido movido durante varias horas, pero ahora las cosas habían empeorado. Era como estar a bordo de un barco en plena tempestad. El enorme avión era como un barco sobre el oleaje, que se alzaba poco a poco para derrumbarse al instante con un golpe sordo y volver a levantarse, rodando y oscilando de un lado a otro al capricho de los vientos. Eddie se sentó en una litera y se abrazó, apoyando los pies en el poste de la esquina. Los pasajeros empezaron a despertarse, tocaron el timbre para avisar a los mozos y salieron corriendo hacia el cuarto de baño. Nicky y Davy, que dormían en el compartimento número 1 con la tripulación libre de servicio, se abrocharon el cuello de la camisa y se pusieron la chaqueta, saliendo a toda prisa para atender las llamadas.
Al cabo de un rato, Eddie fue a la cocina en busca de más café. Cuando llegó, se abrió la puerta del lavabo de caballeros y salió Tom Luther, pálido y sudoroso. Eddie le miró con desprecio. Experimentó el deseo de lanzar las manos a su cuello, pero la reprimió.
– ¿Es normal esto? -preguntó Luther, con voz asustada. Eddie no sintió ni un ápice de compasión.
– No, no es normal -replicó-. Tendríamos que haber rodeado la tempestad, pero no nos queda bastante combustible.
– ¿Por qué no?
– Se está agotando.
Luther se mostró aterrorizado.
– ¡Pero usted dijo que daríamos media vuelta antes de llegar al punto crítico!
Eddie estaba más preocupado que Luther, pero el desasosiego del otro hombre le proporcionó una sombría satisfacción.
– Tendríamos que haber regresado, pero yo falsifiqué los datos. Tengo razones de peso para desear que este vuelo cumpla el horario previsto, ¿recuerda?
– ¡Hijo de puta chiflado! -chilló Luther, desesperado-. ¿Intenta matarnos a todos?
– Prefiero aprovechar la oportunidad de matarle que dejar a mi mujer con sus amigos.
– ¡Pero si todos morimos, no le servirá de nada a su mujer!
– Lo sé. -Eddie comprendió que arrastraba un peligro enorme, pero no podía soportar la idea de dejar a Carol-Ann con sus raptores ni un día más-. Es posible que esté chiflado -dijo.
Luther parecía enfermo.
– Pero este avión puede aterrizar en el mar, ¿verdad?
– Se equivoca. Sólo podernos aterrizar sobre una mar en calma. Si nos posáramos sobre el Atlántico en medio de una tempestad como ésta, el avión se despedazaría en cuestión de segundos.
– Oh, Dios mío -gimió Luther-. No tenía que haber embarcado en este avión.
– Nunca debió jugar con mi mujer, bastardo -dijo Eddie, rechinando los dientes.
El avión se bamboleó frenéticamente. Luther dio media vuelta y entró tambaleándose en el lavabo.
Eddie atravesó el compartimento número 2 y entró en el salón principal. Los jugadores de cartas se habían abrochado el cinturón de seguridad y se agarraban a donde podían. Vasos, cartas y una botella rodaban sobre la alfombra al compás de las sacudidas y oscilaciones del aparato. Eddie eche una ojeada a uno y otro lado del pasillo. Después del pánico, inicial, los pasajeros se habían tranquilizado. La mayoría se hallaban de nuevo en sus literas, bien asegurados, comprendiendo que era la mejor forma de afrontar las sacudidas. Yacían con las cortinas abiertas, unos resignados alegremente a las incomodidades, otros muertos de miedo. Todo lo que no estaba sujeto había caído al suelo, y la alfombra estaba sembrada de libros, gafas, batas, dentaduras postizas, calderilla, gemelos y demás objetos que la gente guarda cerca de sus camas cuando se acuesta. Los ricos y sofisticados del mundo parecían de pronto muy humanos, y Eddie experimentó una súbita punzada de culpabilidad: ¿iba a morir toda este gente por su culpa?
Regresó a su asiento y se ciñó el cinturón de seguridad. Ya no podía hacer nada en relación al consumo de combustible, y la única manera de ayudar a Carol-Ann era asegurar el aterrizaje de emergencia, siguiendo las directrices del plan.
Mientras el avión se estremecía en mitad de la noche, trató de contener su ira y repasar el plan.
Estaría de guardia cuando despegaran de Shediac, la última escala antes de Nueva York. Empezaría de inmediato a tirar combustible. Las cifras lo revelarían, por supuesto. Cabía la posibilidad de que Mickey Finn se diera cuenta de la pérdida, si aparecía en la cubierta de vuelo por algún motivo, pero en aquel momento, veinticuatro horas después de abandonar Southampton, lo único que importaba a la tripulación libre de servicio era dormir. No era probable que otro miembro de la tripulación echara un vistazo a las cifras del combustible, sobre todo en el trayecto más corto del vuelo, cuando el consumo de carburante no revestía tanta importancia. La idea de engañar a sus compañeros le repugnaba, y el furor volvió a poseerle por un momento. Cerró los puños, pero no tenía nada que golpear. Intentó concentrarse en su plan.
Cuando el avión estuviera cerca de lugar donde Luther quería que se posara, Eddie arrojaría más combustible, de forma que apenas quedara cuando llegaran a la zona precisa. En aquel momento avisaría al capitán que el combustible se había agotado casi por completo y amarar era necesario.
Tendría que controlar la ruta con minuciosidad. No siempre seguían la misma: la navegación no era una ciencia exacta. Sin embargo, Luther había elegido el lugar de la cita con gran inteligencia. Era el punto más adecuado en un amplio radio para que un hidroavión se posara, pues aunque se desviaran algunas millas de la ruta, el capitán sabía que, en caso de emergencia, podían llegar a él.
Si quedara tiempo, el capitán preguntaría a Eddie, irritado, por qué no había reparado en la dramática falta de combustible antes de que fuera crítica. Eddie debería responder que todos los datos eran erróneos, una contingencia harto improbable. Apretó los dientes. Sus compañeros confiaban en él para que llevara a cabo la tarea fundamental de vigilar el consumo de combustible del avión. Le confiaban sus vidas. Descubrirían que les había engañado.
Una lancha rápida estaría a la espera en la zona de amaraje y se acercaría al clipper. El capitán pensaría que venían en su ayuda. Les invitaría a subir a bordo, ignorando que Eddie les había abierto las puertas. Entonces, los gángsteres reducirían al agente del fbi, Ollis Field, y rescatarían a Frankie Gordino.
Actuarían con rapidez. El operador de radio enviaría una llamada de socorro antes de que el avión se posara sobre el agua, y el clipper era lo bastante grande para ser visto desde lejos; otros buques se acercarían antes de que pasara mucho rato. Incluso cabía la posibilidad de que los guardacostas se presentaran a tiempo de impedir el rescate, lo cual significaría el fracaso para la banda de Luther, pensó Eddie. Por un momento, recobró las esperanzas… hasta recordar que no deseaba el fracaso de Luther, sino su éxito.
No podía acostumbrarse a la idea de confiar en que los delincuentes se salieran con la suya. Se devanaba los sesos, buscando una forma de frustrar el plan de Luther, pero siempre tropezaba con el mismo problema: Carol-Ann. Si Luther no rescataba a Gordino, Eddie no rescataría a Carol-Ann.
Había pensado en alguna manera de conseguir que Gordino fuera apresado veinticuatro horas más tarde, cuando Carol-Ann estuviera a salvo, pero era imposible. Gordino estaría muy lejos en aquel momento. La única alternativa consistía en persuadir a Luther de que entregara antes a Carol-Ann, y era demasiado listo para aceptar aquel trabajo. El problema era que Eddie no tenía con qué amenazar a Luther. Éste tenía a Carol-Ann, y Eddie tenía…
Bueno, pensó de repente, tengo a Gordino.
Espera un momento.
Ellos tienen a Carol-Ann, y no puedo recuperarla sin colaborar con ellos. Pero Gordino se encuentra en este avión, y ellos no pueden recuperarle a menos que colaboren conmigo. Quizá no tengan en su poder toda la baraja.
Se preguntó si existía alguna manera de tomar la iniciativa, de pasarles la mano por la cara.
Miró abstraído la pared de enfrente, cogiéndose con fuerza al asiento, sumido en sus pensamientos.
Existía una manera.
¿Por qué era necesario entregar primero a Gordino? Un intercambio de rehenes debería ser simultáneo.
Reprimió sus esperanzas renovadas y se obligó a pensar con frialdad.
¿Cómo se realizaría el intercambio? Tendrían que trasladar al clipper a Carol-Ann en la lancha que se llevaría a Gordino.
¿Por qué no? ¿Por qué narices no?
Se preguntó frenéticamente si podría negociarlo a tiempo. Había calculado que la retenían a ciento veinte o ciento cuarenta kilómetros de su casa a lo sumo, lo que significaba a unos ciento cuarenta kilómetros del lugar previsto para el amaraje de emergencia. En el peor de los casos, se hallaba a cuatro horas de distancia en coche. ¿Sería demasiado lejos?
Supón que Tom Luther accede. La primera oportunidad que tendría de llamar a sus compinches sería en la primera escala, Botwood, donde el clipper debía aterrizar a las nueve de la mañana, hora de Inglaterra. Después, el avión se dirigiría hacia Shediac. El amaraje improvisado se produciría una hora más tarde de despegar de Shediac, alrededor de las cuatro de la tarde, hora de Inglaterra, siete horas después. La banda podría llegar con Carol-Ann dos horas antes de lo convenido.
Eddie apenas pudo contener su excitación mientras acariciaba la perspectiva de recuperar a Carol-Ann antes de lo que creía. También imaginó que tenía una posibilidad, más bien remota, de hacer algo para impedir el rescate de Luther, lo cual le redimiría a los ojos de la tripulación. Olvidarían su traición si le veían capturar a una banda de gángsteres asesinos.
Se obligó de nuevo a no alentar esperanzas. Se trataba de una simple idea. Era muy probable que Luther no aceptara el trato. Eddie podía amenazarles con rechazar su plan si no accedían a sus condiciones, pero se darían cuenta de que era una amenaza vana. Ya habrían imaginado que Eddie haría cualquier cosa con tal de salvar a su mujer, y no errarían. Sólo trataban de salvar a un camarada. Eddie estaba más desesperado, y esa circunstancia debilitaba su posición, pensó. Se sumió de nuevo en el abatimiento.
De todos modos, todavía podía plantear un problema a Luther, introduciendo dudas y preocupaciones en su mente. Luther tal vez no creyera en la amenaza de Eddie, pero ¿cómo podía estar seguro? Hacían falta redaños para afrontar el farol de Eddie, y Luther no era valiente, al menos en este momento.
En cualquier caso, pensó, ¿qué puedo hacer?
Lo probaría.
Se levantó de la litera.
Pensó que debería ensayar toda la conversación y preparar las respuestas a las preguntas de Luther, pero estaba al borde de la histeria y le resultaba imposible seguir pensando. Tenía que hacerlo o enloquecería.
Se dirigió hacia el salón principal, agarrándose a todo lo que encontraba a su paso.
Luther era uno de los pasajeros que no se habían acostado. Estaba en un rincón del salón, bebiendo whisky, pero sin unirse a la partida de cartas. El color había vuelto a su cara, y parecía haber superado las náuseas. Se encontraba leyendo una revista inglesa, The Illustrated London News. Eddie le palmeó el hombro. El hombre levantó la vista, sobresaltado y algo asustado. Cuando vio a Eddie, su rostro adquirió una expresión hostil.
– El capitán desea hablar con usted, señor Luther -dijo Eddie.
Luther parecía angustiado. Se quedó inmóvil un momento. Eddie le azuzó con un perentorio movimiento de la cabeza. Luther dejó la revista, se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso en pie.
Eddie le siguió a través del compartimento número 2, pero en lugar de subir por la escalerilla a la cubierta de vuelo, abrió la puerta del lavabo de caballeros e invitó a Luther a entrar.
Olía débilmente a vómitos. Por desgracia, no estaban solos; un pasajero en pijama se estaba lavando las manos. Eddie señaló el water y Luther entró, mientras Eddie se peinaba y esperaba. Al cabo de unos momentos, el pasajero se fue. Eddie tabaleó con los dedos sobre la puerta del cubículo y Luther salió.
– ¿Qué coño pasa? -preguntó.
– Cierre el pico y escúcheme -le interrumpió Eddie. No tenía la intención de comportarse con agresividad, pero Luther le sacaba de quicio.
– Sé por qué está aquí, he adivinado sus planes y pienso efectuar un cambio. Cuando este avión aterrice, quiero que Carol-Ann esté en el barco, esperando.
– No está en posición de exigir nada -se revolvió Luther. Eddie no había esperado que cediera de inmediato. Debería echarse un farol.
– Muy bien -respondió con tanta convicción como pudo reunir-. No hay trato.
Luther aparentó cierta preocupación.
– Escuche, pedazo de mierda: usted quiere recobrar a su mujercita. Haga aterrizar el avión.
Era verdad, pero Eddie meneó la cabeza.
– No confío en usted -respondió-, y no tengo motivos para hacerlo. Podría engañarme en cualquier momento. No voy a correr el riesgo. Quiero cambiar el trato.
La confianza de Luther aún no se tambaleaba.
– Ni hablar.
– Muy bien. -Había llegado el momento de arriesgarlo todo-. Muy bien, irá a la cárcel.
Luther lanzó una nerviosa carcajada.
– ¿De qué está hablando?
Eddie se sintió algo más confiado: Luther flaqueaba.
– Se lo contaré todo al capitán. Le sacarán del avión en la próxima escala. La policía le estará esperando. Le encarcelarán…, pero en Canadá, y ninguno de sus compinches podrá sacarle. Le acusarán de secuestro, piratería… Coño, Luther, puede que nunca vuelva a salir.
Luther, por fin, se mostró impresionado.
– Todo está preparado -protestó-. Es demasiado tarde para cambiar el plan.
– No, no lo es. Llame a sus cómplices desde la siguiente escala y dígales lo que hay que hacer. Tendrán siete horas para embarcar a Carol-Ann en esa lancha. Aún queda tiempo.
Luther se rindió de repente.
– Muy bien. Lo haré.
Eddie no le creyó; el cambio se había producido con demasiada rapidez. Su instinto le dijo que Luther había decidido engañarle.
– Dígales que deberán llamarme a la última escala, Shediac, para confirmarme que aceptan el acuerdo.
Una expresión de ira asomó por un instante al rostro de Luther, y Eddie supo que sus sospechas eran acertadas.
– Y cuando la lancha se encuentre con el clipper -prosiguió-, he de ver a Carol-Ann en la cubierta del barco antes de abrir las puertas, ¿entendido? Si no la veo, daré la alarma. Ollis Field le detendrá antes de que usted pueda abrir la puerta, y los guardacostas se presentarán antes de que sus gorilas irrumpan. Por lo tanto, asegúrese de que todo se cumpla a la perfección, o morirá.
Luther recobró de súbito su presencia de ánimo.
– Usted no va a hacer nada de lo que ha dicho -siseó-. No arriesgará la vida de su mujer.
Eddie trató de disipar sus dudas.
– ¿Está seguro, Luther?
No era suficiente. Luther meneó la cabeza con determinación.
– No está tan loco.
Eddie sabía que debía convencer a Luther al instante. Era el momento crucial. La palabra loco le proporcionó la inspiración que necesitaba.
– Le voy a demostrar lo loco que estoy.
Empujó a Luther contra la pared, cerca de la gran ventana cuadrada. El hombre estaba asombrado para oponer resistencia.
– Le voy a demostrar lo muy loco que estoy.
Apartó las piernas de Luther de una patada, y el hombre se desplomó como un saco sobre el suelo. En ese momento, tuvo la sensación de que sí estaba loco.
– ¿Ves esta ventana, cacho mierda? -Eddie aferró la persiana veneciana y la soltó-. Estoy lo bastante loco para tirarte por esta jodida ventana, mira lo que te digo.
Se plantó de un salto sobre el lavabo y lanzó una patada contra el cristal de la ventana. Llevaba botas recias, pero la ventana estaba hecha de sólido plexiglás, de cinco milímetros de espesor. Golpeó de nuevo, con más fuerza, y esta vez el cristal se rajó. Otra patada lo rompió. Fragmentos de cristal cayeron sobre el suelo. El avión volaba a doscientos cincuenta kilómetros por hora. El viento helado y la lluvia fría penetraron en el interior como un huracán.
Luther, aterrorizado, intentó levantarse. Eddie saltó sobre él, impidiendo que huyera. Agarró al hombre y lo tiró contra la pared. La rabia le daba fuerzas para imponerse a Luther, aunque pesaban más o menos lo mismo. Cogió a Luther por las solapas y sacó su cabeza por la ventana.
Luther chilló.
El fragor del viento era tan potente que el grito apenas se oyó.
Eddie le tiró hacia atrás y gritó en su oído:
– ¡Juro por Dios que te arrojaré al vacío!
Volvió a sacar la cabeza de Luther y le alzó del suelo.
Si el pánico no se hubiera apoderado de Luther, habría conseguido liberarse, pero había perdido el control y se sentía a merced de Eddie. Chilló de nuevo, mascullando palabras apenas inteligibles.
– ¡Lo haré, lo haré, suélteme, suélteme!
Eddie estuvo a punto de cumplir su palabra; después, comprendió que también él corría el peligro de perder el control. No quería matar a Luther, se recordó, sólo darle un susto de muerte. Ya lo había logrado. Era suficiente.
Dejó caer a Luther, soltándole. Luther corrió hacia la puerta.
Eddie le dejó marchar.
He actuado como un auténtico loco, pensó Eddie, aunque sabía que no había actuado.
Se apoyó contra el lavabo, recuperando el aliento. La rabia le abandonó con la misma rapidez que había llegado. Se sintió calmado, pero aturdido por la violencia a la que había dado rienda suelta, casi como si le hubiera ocurrido a otra persona.
Un pasajero entró al instante siguiente.
Era Mervyn Lovesey, el hombre que había subido en Foynes, un individuo alto ataviado con un camisón a rayas que le daba un aspecto muy divertido. Era el típico inglés y aparentaba unos cuarenta años.
– Caramba, ¿qué ha pasado aquí? -dijo, inspeccionando los daños.
Eddie tragó saliva.
– Se ha roto una ventana -dijo.
Lovesey le dirigió una sonrisa irónica.
– Incluso yo lo he adivinado.
– Es frecuente cuando hay tormenta -siguió Eddie-. Esos vientos violentos arrastran trozos de hielo, e incluso piedras.
Lovesey parecía escéptico.
– ¡Vaya! Llevo volando diez años en mi propio avión y nunca había escuchado nada semejante.
Tenía razón, por supuesto. A veces, se rompían ventanas durante los viajes, pero cuando el avión recalaba en un puerto, nunca en pleno Atlántico. Contaban, para evitar tal eventualidad, con cubreventanas de aluminio llamadas portillas, dispuestas también en el lavabo de caballeros. Eddie abrió un armarito y sacó una.
– Para eso las llevamos -dijo. Lovesey se convenció por fin.
– Peculiar -comentó, y entró en el water.
Con las claraboyas se guardaba el destornillador, la herramienta necesaria para instalarlas. Eddie decidió que la mejor forma de disimular el incidente sería encargarse de realizar el trabajo. Sacó el marco de la ventana en pocos segundos, quitó los restos de cristal roto, colocó la portilla y puso de nuevo el marco.
– Muy impresionante -dijo Mervyn Lovesey cuando salió del water. Eddie intuyó que, de todos modos, aún no estaba convencido del todo. Sin embargo, no pensaba hacer nada para remediarlo.
Eddie salió y observó que Davy estaba preparando una bebida de leche en la cocina.
– Se ha roto la ventana del lavabo -le dijo.
– La arreglaré en cuanto haya servido su cacao a la princesa.
– He instalado la portilla.
– Caray, Eddie, gracias.
– Pero barre los cristales en cuanto puedas.
– Muy bien.
A Eddie le habría gustado encargarse de la tarea, pues el culpable era él. Así le había educado su madre. Sin embargo, corría el riesgo de despertar suspicacias si se mostraba demasiado servicial, traicionado por su conciencia. A regañadientes, dejó que Davy se encargara de ello.
En cualquier caso, había conseguido algo. Había asustado a Luther. Pensaba que Luther seguiría al pie de la letra el nuevo plan y arreglaría que Carol-Ann, se encontrara a bordo de la lancha. Al menos, tenía motivos para confiar.
Su mente se centró en su otra preocupación: la reserva de combustible del avión. Aunque aún no debía reincorporarse a su puesto, subió a la cubierta de vuelo para hablar con Mickey Finn.
– ¡La curva ocupa todo el sitio! -exclamó Mickey en cuanto Eddie entró.
«¿Nos queda bastante combustible?», pensó Eddie, aparentando serenidad.
– Déjame ver.
– Mira: el consumo de carburante es increíblemente elevado durante la primera hora de mi turno, y se normaliza durante la segunda.
– También ocupaba todo el espacio durante mi turno-dijo Eddie, intentando aparentar una leve preocupación, a pesar de que estaba aterrorizado-. Creo que la tormenta da al traste con todas las previsiones. -Entonces hizo la pregunta que le estaba atormentando-. ¿Nos queda suficiente combustible para llegar a casa? -Contuvo el aliento.
– Sí, nos queda bastante -respondió Mickey.
Eddie, aliviado, relajó sus músculos. Gracias a Dios. Al menos, esa preocupación ya no existía.
– Pero la reserva esta vacía -añadió Mickey-. Espero que no se estropee un motor.
Eddie no podía permitirse el lujo de preocuparse por una posibilidad tan remota; tenía demasiadas cosas en la cabeza.
– ¿Cuál es la previsión meteorológica? Puede que estemos a punto de dejar atrás la tempestad.
Mickey meneó la cabeza.
– No -dijo, con semblante lúgubre-. Va a empeorar mucho más.
Nancy Lenehan consideraba perturbador estar acostada en una habitación que compartía con un completo desconocido.
Como Mervyn Lovesey le había asegurado, la suite nupcial tenía literas, a pesar de su nombre. Sin embargo, no había logrado que la puerta estuviera abierta de forma permanente, por culpa de la tempestad; por más que se esforzaba, la puerta se cerraba una y otra vez, hasta que ambos llegaron a la conclusión de que era menos embarazoso dejarla cerrada que hacer equilibrios para mantenerla abierta.
Nancy había hecho lo posible por seguir de pie. Estuvo tentada de instalarse en el salón durante toda la noche, pero era un lugar incómodamente masculino, lleno de humo de cigarrillos, aroma a whisky y las carcajadas y maldiciones de los jugadores. Tuvo la sensación de que todos la miraban. Al final, no le quedó otra solución que irse a la cama.
Apagaron las luces y se metieron en sus literas. Nancy se tendió con los ojos cerrados, pero no tenía sueño. La copa de coñac que el joven Harry Marks le había conseguido no sirvió de gran ayuda. Estaba tan despejada como si fueran las nueve de la mañana.
Intuía que también Mervyn seguía despierto. Oía todos sus movimientos en la litera de arriba. Al contrario que las demás, las de la suite nupcial carecían de cortinas, y sólo la oscuridad le procuraba cierta privacidad.
Mientras yacía despierta pensó en Margaret Oxenford, tan joven e ingenua, tan insegura e idealista. Presentía que bajo la superficie vacilante de Margaret bullía una gran pasión, y se identificaba con ella en ese sentido. También Nancy se había peleado con sus padres o, al menos, con su madre. Mamá quería que se casara con un chico perteneciente a una antigua familia de Boston, pero Nancy se enamoró a los dieciséis años de Sean Lenehan, un estudiante de Medicina cuyo padre, ¡horror!, era el capataz de la fábrica de papá. Mamá libró una dura campaña contra Sean durante meses, relatando espantosas habladurías acerca de él y otras chicas, vertiendo calumnias sobre sus padres, enfermando y atrincherándose en su lecho sólo para volver a levantarse y sermonear a su hija por su egoísmo e ingratitud. Nancy sufrió durante el proceso, pero se mantuvo firme, y al final se casó con Sean y le amó con todo su corazón hasta el día en que murió.
Margaret carecía de la fortaleza de Nancy. «Tal vez he sido un poco ruda con ella», pensó, diciéndole que si no estaba de acuerdo con su padre se marchara de casa. Sin embargo, daba la impresión de necesitar que alguien le aconsejara dejar de gimotear y comportarse como una persona adulta. ¡A su edad yo ya tenía dos hijos!
Le había ofrecido ayuda práctica, tanto como consejos sensatos. Confiaba en poder cumplir su promesa y proporcionarle un empleo a Margaret.
Todo dependía de Danny Riley, el antiguo réprobo que controlaba el equilibrio del poder en la batalla contra su hermano. El problema volvió a preocupar a Nancy. ¿Se habría puesto Mac en comunicación con Danny? De ser así, ¿cómo habría digerido la historia de que se iba a investigar uno de sus antiguos delitos? ¿Sospecharía que se trataba de un montaje para presionarle, o estaría asustado? Dio vueltas en la cama mientras pasaba revista a todas las preguntas sin respuesta. Ojalá pudiera hablar con Mac en la siguiente escala, Botwood, en Terranova. Quizá podría desvelar parte de la intriga.
El avión no paraba de saltar y oscilar, aumentando el nerviosismo y la inquietud de Nancy, y los movimientos empeoraron al cabo de una o dos horas. Nunca había tenido miedo en un avión, pero, por otra parte, jamás había vivido la experiencia de una tormenta tan fuerte. Se aferró a los bordes de la litera cuando el viento zarandeó el poderoso aparato. Se había enfrentado sola a muchas cosas desde la muerte de su marido, y se dijo que no debía desfallecer, pero la idea de que las alas se rompieran o los motores quedaran destruidos, precipitándoles al mar, la aterrorizaba. Cerró los ojos con fuerza y mordió la almohada. De pronto, dio la impresión de que el avión caía en picado. Esperó a que el descenso terminara, pero siguió y siguió. No pudo reprimir un sollozo de miedo. Por fin, se oyó un golpe sordo y el avión pareció enderezarse.
Un momento después, sintió la mano de Mervyn sobre su hombro.
– Sólo es una tormenta -dijo, con su preciso acento británico-. Las he vivido peores. No hay nada que temer.
Ella encontró su mano y la aferró con desesperación. Mervyn se sentó en el borde de la litera y le acarició el pelo durante los momentos en que el avión se mantuvo estable. Nancy continuaba asustada, pero el contacto de otra mano la ayudó a sentirse mejor.
No supo cuánto rato permanecieron así. Por fin, la tormenta se apaciguó. Recobró sus energías y soltó la mano de Mervyn. No sabía qué decir. Por suerte, el hombre se levantó y salió de la habitación.
Nancy encendió la luz y saltó de la cama. Se irguió temblorosa, cubrió su salto de cama negro con una bata de seda azul y se sentó ante el tocador. Se cepilló el pelo, lo cual siempre la serenaba. Estaba violenta por haberle cogido la mano. Se había olvidado del decoro, agradeciendo que alguien la consolara, pero ahora se sentía extraña. La aliviaba el hecho de que él lo fuera lo bastante sensible para dejarla sola durante unos minutos.
Volvió con una botella de coñac y dos copas. Las llenó y pasó una a Nancy. Ésta sostuvo la copa en una mano y se agarró al tocador con la otra: el avión seguía sacudiéndose.
Su desazón habría sido mayor de no llevar Mervyn aquel cómico camisón. Estaba ridículo, y él lo sabía, pero se comportaba con tanta dignidad como si se paseara con su traje de chaqueta cruzada, lo cual acentuaba aún más la faceta divertida de la situación. Era un hombre que no temía el ridículo. A ella le gustó la forma en que llevaba el camisón.
Nancy sorbió su coñac. El cálido licor contribuyó a tranquilizarla, y bebió un poco más.
– Ha ocurrido algo extraño -comentó Mervyn-. Cuando iba al lavabo de caballeros, salió otro pasajero, con el aspecto de estar muerto de miedo. Al entrar, vi que la ventana estaba rota, y de pie en medio del lavabo se hallaba el mecánico, con aire de culpabilidad. Me contó la increíble historia de que un pedazo de hielo había chocado contra el cristal, pero a mí me dio la impresión de que los dos hombres se habían peleado.
Nancy le agradeció que hablara de algo, en lugar de quedarse sentados en silencio, pensando en que se habían cogido de la mano.
– ¿Quién es el mecánico? -preguntó.
– Un tipo atractivo, más o menos de mi estatura, cabello rubio.
– Ya sé quién es. ¿Y el pasajero?
– No sé cómo se llama. Un hombre de negocios, que viaja solo, vestido con un traje gris claro.
Mervyn se levantó y sirvió más coñac.
La bata de Nancy sólo la cubría hasta las rodillas, y se sentía casi desnuda con los tobillos y los pies al descubierto. Recordó de nuevo que Mervyn perseguía frenéticamente a su adorada esposa, y que no tenía ojos para nadie más. Ni siquiera se daría cuenta si veía a Nancy desnuda de pies a cabeza. Estrecharle la mano había sido un gesto puramente amistoso de un ser humano a otro, así de sencillo. Una voz cínica le dijo, desde el fondo de su mente, que coger la mano del marido de otra mujer pocas veces era sencillo y nunca puro, pero no hizo caso.
– ¿Tu mujer aún está enfadada contigo? -preguntó, por decir algo.
– Como un gato con un ratón -respondió Mervyn.
Nancy sonrió al recordar la escena que había encontrado en la suite cuando volvió a cambiarse: la mujer de Mervyn chillaba a su marido, y el amante la chillaba a ella, mientras Nancy observaba desde la puerta. Diana y Mark se habían callado al instante y abandonado la habitación, con aspecto avergonzado, para continuar su trifulca en otra parte. Nancy se había abstenido de hacer comentarios porque no quería que Mervyn pensara que se reía de su situación. Sin embargo, no tuvo reparos en formularle preguntas personales: las circunstancias habían forzado la intimidad entre ellos.
– ¿Volverá contigo?
– No lo sé. Ese tipo que va con ella… Creo que es un lechuguino, pero tal vez sea eso lo que ella desee.
Nancy asintió con la cabeza. Los dos hombres, Mark y Mervyn, no podían ser más diferentes. Mervyn era alto y dominante, moreno, bien parecido y rudo. Mark era mucho más blando, de ojos color avellana y pecoso, con una expresión irónica permanente en su cara redonda.
– No me gustan los hombres de aspecto juvenil, pero a su manera es atractivo -dijo.
En realidad, estaba pensando: si Mervyn fuera mi marido, no lo cambiaría por Mark, pero sobre gustos no hay nada escrito.
– Sí. Al principio, pensé que Diana se estaba portando como una idiota, pero ahora que le he conocido no estoy tan seguro. -Mervyn se quedó pensativo unos instantes, y después cambió de tema-. ¿Y tú? ¿Vas a presentar batalla a tu hermano?
– Creo que he descubierto su punto débil -dijo Nancy con sombría satisfacción, pensando en Danny Riley-. Estoy en ello.
Mervyn sonrió.
– Cuando miras de esa forma, creo que prefiero tenerte por amiga antes que por enemiga.
– Es por mi padre. Yo le quería con locura, y la empresa es lo único que me queda de él. Es como un monumento en su memoria, y aún más, porque lleva la impronta de su personalidad hasta en el menor detalle.
– ¿Cómo era?
– Uno de esos hombres al que nadie olvida jamás. Era alto, de cabello negro y voz potente, y sabías en cuanto le veías que era un hombre enérgico. Sabía el nombre de todos sus empleados, si sus esposas enfermaban y si sus hijos salían adelante en el colegio. Pagó la educación de incontables hijos de obreros, que ahora son abogados o contables; sabía ganarse la lealtad de la gente. En ese sentido era anticuado…, paternalista. Tenía el mejor cerebro para los negocios que he conocido. En plena Depresión, cuando las fábricas cerraban a lo largo y ancho de Nueva Inglaterra, seguíamos contratando trabajadores, porque nuestras ventas subían. Comprendió el poder de la publicidad antes que ningún fabricante de zapatos, y lo utilizó con brillantez. Le interesaba la psicología, cómo motivar a la gente. Tenía la habilidad de arrojar luz sobre cualquier problema que le presentaras. Le echo de menos cada día. Le echo de menos casi tanto como a mi marido. -De repente, la ira se apoderó de ella-. Y no me quedaré cruzada de brazos, viendo a mi inútil hermano destruir el trabajo de toda su vida. -Se removió inquieta en el asiento al recordar sus angustias-. Estoy intentando presionar a un accionista, pero no sabré si he tenido éxito hasta…
No terminó la frase. El avión fue atrapado por la turbulencia más violenta hasta el momento y se sacudió como un caballo salvaje. Nancy dejó caer la copa y se aferró al tocador con ambas manos. Mervyn intentó sujetarse con los pies, pero no pudo, y cayó al suelo cuando el avión se inclinó a un lado, golpeándose contra la mesita de café.
El avión se estabilizó. Nancy extendió la mano para ayudar a Mervyn.
– ¿Estás bien? -preguntó.
Entonces, el avión osciló de nuevo. Nancy resbaló, perdió el apoyo y se desplomó sobre Mervyn.
Al cabo de un momento, Mervyn lanzó una carcajada.
Nancy tenía miedo de que se hubiera hecho daño, pero ella pesaba poco y él era muy grande. Estaba tendida sobre él, y los dos dibujaban una X en la alfombra color terracota. El avión se enderezó. Nancy se irguió y le miró. ¿Estaba histérico, o sólo divertido?
– Debemos parecer un par de tontos -dijo Mervyn, y volvió a reír.
Su risa era contagiosa. Por un momento, Nancy olvidó las tensiones acumuladas de las últimas veinticuatro horas: la traición de su hermano, el amago de colisión con el avión de Mervyn, su embarazosa situación en la suite matrimonial, la desagradable discusión acerca de los judíos en el comedor, su estupor ante la cólera de la esposa de Mervyn, el miedo a la tormenta. De pronto se dio cuenta de que había algo muy cómico en estar sentada en el suelo, vestida con ropa de cama, en compañía de un extraño, mientras el avión se agitaba salvajemente. Ella también se puso a reír.
El siguiente bandazo del avión les arrojó a uno en brazos del otro. Se encontró presa entre los brazos de Mervyn, sin dejar de reír. Se miraron.
De repente, ella le besó.
Su sorpresa fue mayúscula. Jamás había cruzado por su cabeza la idea de besarle. Ni siquiera estaba segura de si le gustaba. Se le antojó un impulso insólito.
El se quedó estupefacto, pero lo superó enseguida y le devolvió el beso con entusiasmo. No vaciló ni un momento; se inflamó en un abrir y cerrar de ojos.
Al cabo de unos instantes, ella le apartó, jadeando.
– ¿Qué ha pasado? -fue su estúpida pregunta.
– Me has besado -replicó él, con aspecto complacido.
– No era mi intención.
– Me alegro de que lo hicieras, de todos modos -dijo Mervyn, y volvió a besarla.
Ella quería rechazarle, pero Mervyn la abrazaba con mucha fuerza y la voluntad de ella flaqueó. Notó que él deslizaba la mano por debajo de su bata, y se puso rígida, por temor a que sus pechos pequeños le decepcionaran. Su gran mano se cerró sobre su pecho redondo y diminuto, y Mervyn emitió un sonido gutural. Las yemas de sus dedos buscaron el pezón, y Nancy volvió a sentir preocupación: sus pezones eran enormes, pues había dado de mamar a sus hijos. Pechos pequeños y pezones grandes. Se consideraba peculiar, casi deforme, pero Mervyn no demostró desagrado, sino todo lo contrario. La acarició con sorprente suavidad, y ella se abandonó a las deliciosas sensaciones. Había pasado mucho tiempo desde la última vez.
¿Qué estoy haciendo?, pensó de súbito. Soy una viuda respetable, y estoy revolcándome por el suelo de un avión con un hombre al que conocí ayer. ¿Qué me ha pasado?
– ¡Basta! -exclamó en tono perentorio. Se apartó, reincorporándose. El salto de cama dejaba al descubierto sus rodillas. Mervyn acarició su muslo desnudo-. Basta -repitió, apartándole la mano.
– Como quieras -dijo Mervyn, muy a regañadientes-, pero si cambias de opinión, estaré preparado.
Nancy echó un vistazo al bulto que su erección formaba en el camisón. Desvió la vista al instante.
– Ha sido culpa mía -dijo, aún jadeante por los besos-, pero fue una equivocación. Sé que estoy actuando como una calientabraguetas. Perdona.
– No te disculpes. Es lo más agradable que me ha pasado en muchos años.
– Pero quieres a tu mujer, ¿verdad? -le espetó ella. Mervyn se encogió.
– Eso pensaba. Ahora estoy un poco confuso, si quieres que te diga la verdad.
Así se sentía Nancy exactamente: confusa. Después de diez años de soltería, descubría que se moría de ganas de abrazar a un hombre al que apenas conocía.
Pero le conozco, pensó. Le conozco muy bien. He recorrido un largo camino con él y nos hemos confesado nuestras penas. Sé que es áspero, arrogante y orgulloso, pero también apasionado, leal y fuerte. Me gusta a pesar de sus defectos. Le respeto. Es terriblemente atractivo, aunque lleve un camisón a rayas. Y me cogió la mano cuando estaba asustada. Sería maravilloso tener a alguien que me cogiera la mano siempre que estuviera asustada.
Como si Mervyn hubiera leído su mente, volvió a tocarle la mano. Esta vez la giró y besó su palma. Le puso la piel de gallina. Al cabo de unos momentos, la atrajo hacia sí y la besó en la boca.
– No hagas eso -susurró ella-. Si empezamos otra vez no podré parar.
– Tengo miedo de que si paramos ahora no volvamos a empezar jamás -murmuró él, con voz ronca de pasión.
Ella presintió la formidable pasión que alentaba en Mervyn, apenas contenida, y eso atizó más la llama de su deseo. Se había citado demasiadas veces con hombres débiles y obsequiosos que deseaban proporcionarle seguridad, hombres que se rendían con excesiva facilidad cuando ella rechazaba sus requerimientos. Mervyn iba a ser insistente, muy insistente. La deseaba, y la deseaba ahora. Ella anhelaba entregarse.
Sintió su mano bajo el salto de cama; sus dedos acariciaron la suave piel de la parte interna del muslo. Nancy cerró los ojos y, casi de forma involuntaria, abrió las piernas. Esa era toda la invitación que él necesitaba. Un momento después, la mano encontró su sexo, y ella gimió. Nadie le había hecho esto desde que su marido murió. Este pensamiento la abrumó de tristeza. Oh, Sean, te echo de menos, pensó, nunca me permitiré reconocer cuánto te echo de menos. No se había sentido muy apenada desde el funeral. Las lágrimas desbordaron sus párpados cerrados y resbalaron sobre su rostro. Mervyn la besó y saboreó sus lágrimas.
– ¿Qué pasa? -murmuró.
Nancy abrió los ojos. Vio su rostro, borroso a causa de las lágrimas, hermoso y preocupado; vio también el salto de cama recogido alrededor de su cintura, y la mano de Mervyn entre sus muslos. Cogió su muñeca y le apartó la mano con suavidad, pero también con firmeza.
– No te enfades, por favor -suplicó.
– No me enfadaré, pero dime que te pasa.
– Nadie me ha tocado ahí desde que Sean murió, y eso me ha hecho pensar en él.
– Tu marido.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto hace?
– Diez años.
– Mucho tiempo.
– Soy fiel. -Le dirigió una sonrisa velada por las lágrimas-. Como tú.
Mervyn suspiró.
– Tienes razón. Me he casado dos veces, y esta es la primera vez que estoy a punto de ser infiel. Estaba pensando en Diana y ese tío.
– ¿Estamos locos?
– Tal vez. Deberíamos dejar de pensar en el pasado, vivir el momento, preocuparnos sólo del presente inmediato.
– Quizá tengas razón -dijo ella, besándole de nuevo.
El avión se bamboleó como si hubiera chocado con algo. Se dieron un golpe en la cara y las luces parpadearon. El aparato se sacudió y osciló. Nancy dejó de pensar en besos y se aferró a Mervyn para conservar el equilibrio.
Cuando la turbulencia se apaciguó un poco, Nancy vio que el labio de Mervyn sangraba.
– Me has mordido -dijo él, con una sonrisa burlona.
– Lo siento.
– Yo no. Confío en que me deje una cicatriz.
Ella le abrazó con fuerza, invadida por un oleada de ternura.
Se tendieron juntos en el suelo mientras la tormenta rugía a su alrededor. Mervyn aprovechó la tregua siguiente para decir:
– Intentemos llegar a la litera… Estaremos más cómodos que sobre esta alfombra.
Nancy asintió. Gatearon por el suelo hasta trepar a la litera de ella. Mervyn se tendió a su lado. La rodeó con sus brazos y Nancy se apretó contra su camisón.
Cada vez que las turbulencias empeoraba, ella le abrazaba con fuerza, como un marinero atado a un mástil. Cuando los movimientos se suavizaban, aflojaba su presa, y él la acariciaba.
En algún momento, Nancy se sumió en un sueño profundo.
La despertó una llamada a la puerta y una voz que gritó:
– ¡Mozo!
Abrió los ojos y se dio cuenta de que yacía en brazos de Mervyn.
– Oh, Dios mío -exclamó, presa del pánico. Se incorporó y miró frenéticamente a su alrededor.
Mervyn apoyó la mano en su hombro para tranquilizarla.
– Espere un momento, mozo -respondió, en tono autoritario.
– Tómese su tiempo, señor -dijo una voz asustada.
Mervyn saltó de la cama, se puso en pie y cubrió a Nancy con las mantas. Ella le dirigió una mirada de gratitud y se dio la vuelta, fingiendo que dormía, para no tener que mirar al mozo.
Oyó que Mervyn abría la puerta y el mozo entraba.
– ¡Buenós días! -saludó, risueño. Nancy olió el aroma a café recién hecho-. Son las nueve y media de la mañana, hora de Inglaterra, las cuatro y media de la madrugada en Nueva York, y las seis en punto en Terranova.
– ¿Ha dicho que son las nueve y media en Inglaterra, pero las seis en punto de Terranova? -se extrañó Mervyn-. ¿Van tres horas y media retrasados con respecto a Inglaterra?
– En efecto, señor.
– No sabía que se empleaban medias horas. Debe complicar la vida a la gente que confecciona los horarios de las líneas aéreas. ¿Cuánto tiempo tardaremos en aterrizar?
– Dentro de treinta minutos, y sólo con un retraso de una hora, por culpa de la tormenta.
El camarero salió y cerró la puerta.
Nancy se dio la vuelta. Mervyn abrió las persianas. Era de día. Ella le miró mientras servía el café, y una serie de vívidas imágenes reprodujeron la noche pasada: Mervyn cogiéndole la mano durante la tempestad, los dos cayendo al suelo, la mano de Mervyn sobre su pecho, ella aferrada a su cuerpo mientras el avión oscilaba y se bamboleaba, la forma en que la había acariciado para que durmiera. Santo Dios, pensó, este hombre me gusta un montón.
– ¿Cómo lo tomas? -preguntó Mervyn.
– Sin azúcar.
– Igual que yo.
Le tendió una taza.
Ella lo bebió, agradecida. De repente, experimentó curiosidad por saber cientos de cosas acerca de Mervyn. ¿Jugaba al tenis, iba a la ópera, le gustaba ir de compras? ¿Leía mucho? ¿Cómo se anudaba la corbata? ¿Se limpiaba él mismo los zapatos? Mientras le veía beber el café, supo que podía adivinar muchas cosas. Era probable que jugara al tenis, pero no leía muchas novelas y, desde luego, no le gustaba nada ir de compras. Debía ser un buen jugador de póker y un mal bailarín.
– ¿Qué piensas? -preguntó él-. Me miras como si te estuvieras preguntando si vale la pena proponerme un seguro de vida.
Nancy rió.
– ¿Qué tipo de música te gusta?
– Carezco de oído. Cuando era un crío, antes de la guerra, el ragtime hacía furor en las salas de baile. Me gustaba el ritmo, aunque no sabía bailar mucho. ¿Y a ti?
– Oh, yo bailaba… Tenía que hacerlo. Cada sábado por la mañana iba a una escuela de baile, con un vestido blanco muy emperifollado y guantes blancos, para aprender bailes de sociedad con chicos trajeados de doce años. Mi madre pensaba que de esta manera se me abrirían las puertas de la alta sociedad de Boston. No fue así, por supuesto, pero a mí no me importó, por suerte. Me interesaba más la fábrica de papá…, para desesperación de mamá. ¿Combatiste en la Gran Guerra?
– Sí. -Una sombra cruzó por su rostro-. Estuve en Ypres, y juré que nunca permitiría que otra generación de jóvenes fuera enviada a la muerte de aquella forma. Pero no me esperaba lo de Hitler.
Ella le dirigió una mirada compasiva. Mervyn levantó la vista. Se miraron a los ojos y ella supo que también él pensaba en los besos y caricias de la noche. De repente, experimentó una intensa turbación. Desvió la vista hacia la ventana y vio tierra. Eso le recordó que cuando llegara a Botwood la esperaba una llamada telefónica que cambiaría su vida, para bien o para mal.
– ¡Casi hemos llegado! -exclamó, saltando de la cama-. He de vestirme.
– Deja que salga yo primero. Será más conveniente para ti.
– De acuerdo.
Ya no estaba segura de si le quedaba alguna reputación que proteger, pero no quería expresarlo. Le miró mientras descolgaba su traje y cogía la bolsa de papel que contenía la ropa nueva que había comprado en Foynes, además del camisón: una camisa blanca, calcetines negros de lana y ropa interior gris de algodón. Vaciló en la puerta, y ella adivinó que se estaba preguntando si podía besarla de nuevo. Se acercó a él y alzó la cara.
– Gracias por cobijarme en tus brazos toda la noche -dijo.
Él se inclinó y la besó. Fue un beso suave, apoyando sus labios cerrados sobre los de ella. Permanecieron así unos momentos, y después se separaron.
Nancy abrió la puerta y Mervyn salió.
Suspiró cuando cerró la puerta a su espalda. Creo que podría enamorarme de él, pensó.
Se preguntó si volvería a ver aquel camisón.
Miró por la ventana. El avión perdía altura poco a poco. Tenía que apresurarse.
Se peinó rápidamente ante el tocador, cogió su maletín y fue al lavabo de señoras, que estaba al lado de la suite matrimonial. Lulu Bell y otra mujer estaban allí, pero la esposa de Mervyn no, por suerte. Le habría gustado bañarse, pero se conformó con lavarse la cara en el lavabo. Se puso ropa interior y una blusa azul marino limpias bajo el traje rojo. Mientras se vestía, recordó la conversación matutina con Mervyn. Pensar en él la hizo feliz, pero cierta inquietud subsistía bajo la felicidad. ¿Por qué? En cuanto se hizo la pregunta, la respuesta se abrió paso sin dificultad. Mervyn no había hablado de su mujer. Por la noche había confesado que estaba «confuso». Desde entonces, silencio. ¿Quería que Diana regresara? ¿Aún la amaba? Había dormido abrazado a Nancy toda la noche, pero eso no borraba de un plumazo un matrimonio.
¿Qué quiero yo?, se preguntó. Me encantaría volver a ver a Mervyn, desde luego, incluso mantener relaciones con él, pero ¿quiero que rompa su matrimonio por mí? ¿Cómo voy a saberlo, después de una noche de pasión no consumada?
Se quedó inmóvil mientras se aplicaba lápiz de labios y miró su cara en el espejo. Corta, Nancy, se dijo. Ya sabes la verdad. Quieres a este hombre. Es el primero del que te enamoras en diez años. Ya tienes cuarenta y un día y acabas de conocer al Hombre Perfecto. Deja de hacer niñerías y empieza a seducirle.
Se puso perfume Pink Clover y salió del lavabo. Cuando salio vio a Nat Ridgeway y a su hermano Peter, cuyos asientos se hallaban situados junto al lavabo de señoras.
– Buenos días, Nancy -saludó Nat.
Nancy recordó al instante lo que había sentido por este hombre cinco años antes. Sí, pensó, con el tiempo me habría enamorado de él, pero no hubo tiempo. Y tal vez tuve suerte; tal vez él deseaba más a «Black’s Boots» que a mí. Al fin y al cabo, todavía intenta apoderarse de la empresa, pero no de mí. Le saludó con un cortés movimiento de cabeza y entró en su suite.
Habían desmontado las literas, transformándolas otra vez en una otomana. Mervyn estaba sentado, afeitado y vestido con su traje gris y la camisa blanca.
– Mira por la ventana -dijo-. Casi hemos llegado.
Nancy miró y vio tierra. Volaban a escasa altura sobre un espeso bosque de pinos, atravesado por ríos plateados. Mientras miraba, los árboles dieron paso al agua, no a las aguas profundas y oscuras del Atlántico, sino a un sereno estuario gris. Al otro lado se veía un puerto y un puñado de edificios de madera, coronados por una iglesia.
El avión descendió con gran rapidez. Nancy y Mervyn se quedaron sentados con los cinturones abrochados, cogidos de la mano. Nancy casi no notó el impacto cuando el casco hendió la superficie del río, y no estuvo segura de que habían amarado hasta unos instantes después, cuando la espuma cubrió la ventana.
– Bueno -dijo ella-, ya he cruzado el Atlántico.
– Sí. Muy pocos pueden decir lo mismo.
Nancy no se sentía muy animada. Se había pasado la mitad del viaje preocupada por su negocio, la otra mitad cogiendo la mano del marido de otra. Sólo había pensado en el vuelo cuando el tiempo empeoró y se asustó. ¿Qué les diría a los chicos? Querrían saber todos los detalles. Ni siquiera sabía a qué velocidad volaba el avión. Resolvió averiguar ese tipo de cosas antes que llegaran a Nueva York.
Cuando el avión se detuvo, una lancha se acercó. Nancy se puso la chaquetilla, y Mervyn su chaqueta de cuero. La mitad de pasajeros habían decidido salir a estirar las piernas. Los demás seguían acostados, encerrados tras las cortinas azules de sus literas.
Atravesaron el salón principal, caminaron sobre el hidroestabilizador y abordaron la lancha. El aire olía a mar y a madera nueva; habría una serrería en las cercanías. Cerca del malecón del clipper se había parado una barcaza que llevaba escrito en un lado Servicio Aéreo Shell. Hombres cubiertos con monos blancos procedían a llenar los depósitos del avión. En el puerto también había dos enormes cargueros. Las aguas debían ser profundas.
La mujer de Mervyn y su amante se hallaban entre los que habían decidido ir a tierra. Diana miró a Nancy cuando la lancha se dirigió hacia la orilla. Nancy se sintió incómoda y evitó mirarla a la cara, aunque era mucho menos culpable que Diana; al fin y al cabo, Diana había cometido adulterio.
Llegaron a tierra gracias a un muelle flotante, una pasarela y un desembarcadero. A pesar de la hora temprana, se había congregado una pequeña multitud de curiosos. Al final del desembarcadero estaban los edificios de la Pan American, uno grande y dos pequeños, hechos de madera pintada de verde, con adornos de un tono pardo-rojizo. Junto a los edificios se extendía un campo, donde pastaban algunas vacas.
Los pasajeros entraron en el edificio grande y enseñaron su pasaporte a un dormido empleado. Nancy observó que los habitantes de Terranova hablaban de prisa, con un acento más canadiense que irlandés. Había una sala de espera, pero no sedujo a nadie, y todos los pasajeros decidieron explorar el pueblo.
Nancy estaba impaciente por hablar con Patrick MacBride. Iba a pedir un teléfono cuando la llamaron por los altavoces del edificio. Se identificó a un joven ataviado con el uniforme de la Pan American.
– La llaman por teléfono, señora.
El corazón le dio un vuelco.
– ¿Dónde está el teléfono? -preguntó, mirando a su alrededor.
– En la oficina de telégrafos de la calle Wireless. Está a un kilómetro de distancia.
¡Un kilómetro de distancia! Apenas podía contener su impaciencia.
– ¡Démonos prisa, antes de que la comunicación se corte! ¿Tiene un coche?
El empleado la miró tan sorprendido como si le hubiera pedido una nave espacial.
– No, señora.
– Pues iremos a pie. Enséñeme el camino.
Nancy y Mervyn salieron del edificio, precedidos por el mensajero. Subieron una colina y siguieron una carretera de tierra sin cunetas. Ovejas sueltas pastaban por los bordes. Nancy dio gracias por sus cómodos zapatos…, fabricados por «Black’s», evidentemente. ¿Seguiría siendo suya la empresa mañana por la noche? Patrick MacBride estaba a punto de decírselo. La espera era insoportable.
Al cabo de unos diez minutos llegaron a otro edificio de madera pequeño y entraron. Invitaron a Nancy a tomar asiento en una silla, frente al teléfono. Se sentó y descolgó el aparato con mano temblorosa.
– Nancy Lenehan al habla.
– Llamada desde Boston -dijo la operadora.
Se produjo una larga pausa.
– ¿Nancy? ¿Eres tú? -oyó por fin.
Al contrario de lo que esperaba, no era Mac, y tardó un momento en reconocer la voz.
– ¡Danny Riley! -exclamó.
– ¡Nancy, tengo problemas y has de ayudarme!
Nancy apretó el teléfono con más fuerza. Parecía que su plan había funcionado. Procuró que su voz sonara serena, casi aburrida, como si la llamada la molestara.
– ¿Qué clase de problemas, Danny?
– ¡Me han llamado por aquel viejo caso!
¡Estupenda noticia! Mac había asustado a Danny. El pánico se aparentaba en su voz. Eso era lo que ella quería, pero fingió no saber de qué hablaba.
– ¿Qué caso? ¿A qué te refieres?
– Ya lo sabes. No puedo hablar de eso por teléfono.
– Si no puedes hablar de eso por teléfono, ¿por qué me llamas?
– ¡Nancy! ¡Deja de tratarme como a una mierda! ¡Te necesito!
– De acuerdo, cálmate -estaba bastante asustado. Ahora, debía utilizar su miedo para manipularle-. Dime exactamente qué ha pasado. Olvídate de nombres y direcciones. Me parece saber de qué caso estás hablando.
– Guardas todos los viejos documentos de tu padre, ¿verdad?
– Claro, en la caja fuerte de mi casa.
– Es posible que alguien te pida permiso para examinarlos.
Danny estaba contando a Nancy la historia que ella había fraguado. De momento, la trampa funcionaba a la perfección.
– No sé por qué te preocupas… -dijo Nancy, en tono desenvuelto.
– ¿Cómo puedes estar segura? -la interrumpió Danny, frenético.
– No sé…
– ¿Los has examinado todos?
– No, hay muchos, pero…
– Nadie sabe lo que contienen. Tendrías que haberlos quemado hace años.
– Supongo que tienes razón, pero nunca pensé… ¿Quién quiere examinarlos?
– Se trata de una investigación impulsada por el Colegio de Abogados.
– ¿Les ampara la ley?
– No, pero negarme no me beneficiará.
– ¿Y a mí sí?
– Tú no eres abogado. No pueden presionarte.
Nancy hizo una pausa, fingiendo vacilar, manteniéndole en vilo un momento más.
– Entonces, no hay ningún problema -dijo por fin.
– ¿Te negarás al registro?
– Haré algo mejor. Lo quemaré todo mañana.
– Nancy… -Daba la impresión de que iba a llorar-. Nancy, eres una amiga de verdad.
– Ni se me hubiera ocurrido hacer otra cosa -dijo, sintiéndose hipócrita.
– Te lo agradezco muchísimo. No sé cómo darte las gracias.
– Bueno, ya que lo mencionas, sí hay algo que puedes hacer por mí-. Se mordió el labio. Era el momento crucial-. ¿Sabes por qué regreso con tantas prisas?
– No lo sé. He estado tan preocupado por lo otro… -Peter está intentando vender la empresa a mis espaldas. Se produjo un silencio al otro extremo de la línea.
– Danny, ¿sigues ahí?
– Claro que sí. ¿Tú no quieres vender la empresa?
– ¡No! El precio es ridículo y me quedaré sin empleo en la nueva empresa… Claro que no quiero vender. Peter sabe que es un trato espantoso, pero lo hace para perjudicarme.
– ¿Un trato espantoso? La empresa no funcionaba demasiado bien últimamente.
– Sabes por qué, ¿verdad?
– Supongo…
– Anda, dilo. Peter es un director espantoso.
– Bien…
– En lugar de permitirle que venda la empresa por cuatro chavos, ¿por qué no le despedimos? Dejadme tomar las riendas. Puedo invertir la situación, y tú lo sabes. Después, cuando ya ganemos dinero, podremos volver a pensar en vender… a un precio mucho más elevado.
– No lo sé.
– Danny, acaba de estallar una guerra en Europa y eso significa que los negocios subirán como la espuma. Venderemos zapatos con más rapidez que los fabricaremos. Si esperamos dos o tres años a vender la empresa, obtendremos el doble o el triple que ahora.
– Pero la asociación con Nat Ridgeway sería beneficiosa para mi bufete.
– Olvida lo que es beneficioso… Te estoy pidiendo que me ayudes.
– La verdad es que no sé si va en pro de tus intereses.
Maldito mentiroso, quiso decir Nancy, estás pensando en tus intereses, pero se mordió la lengua.
– Sé que es lo mejor para todos.
– Muy bien, lo pensaré.
Eso no bastaba. Tendría que enseñar sus cartas.
– Te acuerdas de los documentos de papá, ¿verdad? Contuvo el aliento.
Danny habló en voz más baja y con mayor lentitud.
– ¿Qué quieres decir?
– Te pido que me ayudes a cambio de mi ayuda. Sé que eres experto en este tipo de cosas.
– Creo que lo entiendo. Suele llamársele chantaje. Nancy vaciló, pero enseguida recordó con quién estaba hablando.
– Cosa que tú no has parado de hacer en toda la vida, bastardo hipócrita.
– Tocado, nena -rió Danny. Un pensamiento acudió a su mente-. No habrás impulsado esa investigación tú misma, con el fin de presionarme, ¿verdad?
Se había acercado peligrosamente a la verdad.
– Eso es lo que tú habrías hecho, lo sé, pero no responderé a más preguntas. Todo lo que necesitas saber es que si votas a mi favor mañana, te habrás salvado; de lo contrario, tendrás problemas.
Ahora le estaba amenazando, algo que él podía entender muy bien. ¿Se rendiría, o la desafiaría?
– No puedes hablarme así. Te conozco desde que llevabas pañales.
Nancy suavizó el tono.
– ¿No te basta eso para ayudarme?
Se produjo una larga pausa.
– No me queda otra elección, ¿verdad? -dijo Danny por fin.
– Creo que no.
– Muy bien -aceptó a regañadientes-. Te apoyaré mañana, si te ocupas del otro asunto.
Nancy casi lloró de alivio. Lo había logrado. Había conseguido que Danny cambiara de opinión. Iba a ganar. «Black’s Boot's» seguiría siendo suya.
– Me alegro, Danny -dijo una voz débil.
– Tu padre dijo que esto pasaría.
Nancy no comprendió el inesperado comentario.
– ¿A qué te refieres?
– Tu padre quería que Peter y tú os pelearais.
Nancy captó en su voz una nota de astucia muy sospechosa. Danny detestaba rendirse a ella y quería ahondar la separación. Nancy se resistía a propocionarle aquella satisfacción, pero la curiosidad se sobrepuso a la cautela.
– ¿De qué coño hablas?
– Siempre dijo que los hijos de los ricos salían malos hombres de negocios, porque no habían pasado hambre. Estaba muy preocupado por ese motivo… Pensaba que echarías por tierra todo cuanto él había conseguido.
– Nunca me dijo nada parecido -replicó ella, suspicaz.
– Por eso arregló las cosas para que os pelearais. Te preparó para que tomaras el control después de su muerte, pero nunca te puso en el puesto, y le dijo a Peter que su trabajo consistiría en dirigir la empresa. De esta forma tendrías que enfrentarte con él, y el más fuerte vencería.
– No me lo creo -dijo Nancy, sin tanta seguridad como aparentaba. Danny estaba irritado porque había dado al traste con sus planes, y reaccionaba de manera desagradable para desahogarse. Sin embargo, eso no demostraba que estuviera mintiendo. Nancy sintió un escalofrío.
– Puedes creer lo que te dé la gana -continuó Danny-. Te estoy diciendo lo que tu padre me contó.
– ¿Papá le dijo a Peter que le quería en el puesto de presidente?
– Por supuesto. Si no me crees, pregúntaselo a Peter.
– Si no te creo a ti, tampoco voy a creer a Peter.
– Nancy, te conocí cuando tenías dos días -dijo Danny, con voz cansada-. Te he conocido durante toda tu vida y la mayor parte de la mía. Eres una buena persona, de carácter fuerte, como tu padre. No quiero discutir contigo de negocios o de lo que sea. Lamento haber sacado el tema a colación.
Ahora sí que le creyó. Su voz delataba auténtico pesar, lo cual parecía demostrar que era sincero. Esta revelación la conmocionó. Se sintió débil y algo aturdida. Calló unos momentos, intentando recobrar la serenidad.
– Supongo que nos veremos en la junta de accionistas -dijo Dany.
– Muy bien.
– Adiós, Nancy.
– Adiós, Danny.
Nancy colgó.
– ¡Por Dios que has estado brillante! -dijo Mervyn. Ella esbozó una sonrisa.
– Gracias.
Mervyn lanzó una carcajada.
– Me refiero a la forma en que le manejaste…, sin darle la menor oportunidad. El pobre diablo ni siquiera sabía de dónde venían los tiros…
– Cierra el pico -dijo Nancy.
Mervyn la miró como si le hubiera abofeteado.
– Como quieras -respondió, tirante.
Nancy se arrepintió al instante.
– Perdóname -dijo, acariciándole el brazo-. Al final, Danny ha dicho algo que me ha dejado de una pieza.
– ¿Quieres contármelo? -preguntó Mervyn con cautela.
– Ha dicho que mi padre preparó de antemano este enfrentamiento entre Peter y yo para que el más fuerte se hiciera con el control de la empresa.
– ¿Y le has creído?
– Sí, y eso es lo peor. Tal vez sea cierto. Nunca lo había pensado, pero explica muchas cosas sobre mi hermano y yo.
Mervyn cogió su mano.
– Estás apenada.
– Sí. -Nancy le acarició los escasos pelos negros que crecían sobre sus dedos-. Me siento como un personaje de película, interpretando un papel que ha sido escrito por otra persona. He sido manipulada durante años, y me duele ni siquiera estoy segura de querer ganar esta batalla contra Peter, sabiendo que fue arreglada de antemano hace mucho tiempo.
Él asintió con la cabeza, comprendiendo sus sentimientos -¿Qué te gustaría hacer?
Nancy supo la respuesta en cuanto Mervyn terminó de formular la pregunta.
– Me gustaría escribir yo misma el guión; eso es lo que me gustaría hacer.
Harry Marks era tan feliz que apenas podía moverse.
Yacía en la cama recordando cada momento de la noche: el súbito estremecimiento de placer cuando Margaret le había besado; la angustia cuando había reunido el coraje para dar el paso decisivo; la decepción cuando ella le rechazó; y el asombro y placer que experimentó cuando Margaret se introdujo en su litera como un conejito zambulléndose en su madriguera.
Se encogió al recordar su reacción cuando ella le tocó. Siempre le ocurría la primera vez que estaba con una chica; no había logrado remediarlo. Era humillante. Una chica se había burlado de él. Por suerte, Margaret no se sintió disgustada o frustrada. Al contrario, aún se excitó más. En cualquier caso, Margaret fue feliz al final. Y él también.
Apenas daba crédito a su suerte. No era inteligente, no tenía dinero y no procedía de la clase social adecuada. Era un completo fracaso, y lo sabía. ¿Qué veía la joven en él? No era un misterio qué le atraía a él de ella: era bonita, adorable, tierna y vulnerable; y, por si no era suficiente, poseía el cuerpo de una diosa. Cualquiera se enamoraría de ella. Pero ¿él? No era mal parecido, desde luego, y sabía vestir, pero presentía que estas cosas no influían para nada en Margaret. Sin embargo, él la intrigaba. Consideraba su estilo de vida fascinante, y él sabía muchas cosas que ella desconocía, sobre la vida de la clase obrera en general y de los bajos fondos en particular. Harry suponía que le veía como una figura romántica, como Pimpinela Escarlata, o algún tipo de proscrito, como Robin de los Bosques o Billy el Niño, o un pirata. Le había agradecido extraordinariamente que le apartara la silla en el comedor, algo trivial que Harry había hecho sin pesar, pero que significaba muchísimo para ella. De hecho, estaba seguro de que en ese momento se había enamorado él. Las chicas son raras, pensó, encogiéndose mentalmente de hombros. En cualquier caso, ya no importaba el origen la atracción; en cuanto se desnudaron, lo demás fue pura química. Nunca olvidaría la visión de sus pechos a la escasa luz que se filtraba por la cortina, de pezones tan pequeños y pálidos que apenas se distinguían, la mata de vello castaño entre sus piernas, las pecas de su garganta…
Y ahora iba a correr el riesgo de perderlo todo. Iba a robar las joyas de su madre.
No era algo despreciable para una chica. Sus padres estaban enfadados con ella, ella debía creer que sería parte la herencia. En cualquier caso, sufriría una conmoción terrible. Robar a alguien era como una bofetada en plena cara, no hacía mucho daño, pero encolerizaba sobremanera. Podía significar el fin de su relación con Margaret.
Pero el conjunto Delhi estaba aquí, en el avión, en la bodega de equipajes, a pocos pasos de donde él se encontraba las joyas más hermosas del mundo, que valían una fortuna suficientes para que viviera sin problemas por el resto de vida.
Anhelaba sostener aquel collar en sus manos, regalar los ojos con el rojo inmaculado de los rubíes birmanos y acariciar los diamantes faceteados.
Habría que destruir las monturas, por supuesto, y romper el juego, en cuanto lo vendiera. Era una tragedia, aunque inevitable. Las piedras sobrevivirían, y terminarían convertidas en otro juego de joyas sobre la piel de la esposa de algún millonario. Y Harry Marks compraría una casa.
Sí, eso era lo que iba a hacer con el dinero. Comprar una casa de campo, en Estados Unidos, tal vez en la zona que llamaban Nueva Inglaterra, fuera cual fuera su ubicación. Ya la veía, con sus jardines y árboles, los invitados del fin de semana vestidos con pantalones blancos y sombreros de paja, y su mujer bajando por la escalera de roble con pantalones y botas de montar…
Pero su mujer tenía la cara de Margaret.
Ella se había marchado al amanecer, deslizándose por las cortinas cuando nadie podía verla. Harry había mirado por la ventana, pensando en ella, mientras el avión sobrevolaba los bosques de abetos de Terranova y aterrizaba en Botwood. Margaret dijo que se quedaría a bordo durante la escala y dormiría una hora; Harry dijo que haría lo mismo, aunque no albergaba la menor intención de dormir.
Vio una multitud de personas que abordaban la lancha, protegidas con abrigos: la mitad de los pasajeros y casi toda la tripulación. Ahora, mientras la mayoría del pasaje dormía, tendría la oportunidad de acceder a la bodega. Las cerraduras de las maletas no le supondrían grandes dificultades. El conjunto Delhi no tardaría en pasar a sus manos.
Sin embargo, no cesaba de preguntarse si los pechos de Margaret eran las joyas más preciosas de las que jamás se había apoderado.
Se conminó a ser realista. Ella había pasado una noche con él, pero ¿volvería a verla después de bajar del avión? Había oído rumores acerca de que los «romances de barco» eran muy efímeros; a bordo de un avión aún lo serían más. Margaret anhelaba con desesperación dejar a sus padres y llevar una vida independiente, pero ¿lo conseguiría algún día? Muchas chicas ricas acariciaban la idea de la independencia, pero, en la práctica, muy pocas renunciaban a una vida de lujos. Aunque Margaret era sincera al cien por ciento, no tenía ni idea de cómo vivía la gente normal, y cuando la probara no le gustaría.
No, era imposible predecir qué haría. Las joyas, por el contrario, eran muy fiables.
Todo sería más sencillo si se tratara de una elección radical. Si el diablo se le acercara y dijera «Puedes elegir entre quedarte con Margaret o robar las joyas», se decantaría por Margaret. Sin embargo, la realidad era mucho más compleja. Podía olvidar las joyas y perder a Margaret. O conseguir ambos trofeos.
Toda la vida se había arriesgado.
Decidió apostar por ambas cosas.
Se levantó.
Se puso las zapatillas y la bata y paseó la vista a su alrededor. Las cortinas seguían corridas sobre las literas de Margaret y su madre. Las otras tres, la de Percy, la de lord Oxenford y la del señor Membury, estaban vacías. No había nadie en el salón, a excepción de una mujer de la limpieza, que se cubría la cabeza con un pañuelo. Habría subido en Botwood y vaciaba los ceniceros con movimientos perezosos. La puerta que daba al exterior estaba abierta, y el frío aire marino remolineó alrededor de los tobillos desnudos de Harry. En el compartimento número 3, Clive Membury conversaba con el barón Gabon. Harry se preguntó de qué estarían hablando, ¿quizá de chalecos? Más atrás, los mozos estaban transformando las literas en otomanas. En todo el avión reinaba una atmósfera de languidez.
Harry siguió adelante y subió la escalera. Como de costumbre, no había preparado ningún plan, ni excusas, ni tenía idea de qué iba a hacer si le sorprendían. Consideraba que trazar proyectos de antemano y anticipar errores le ponía demasiado nervioso. Incluso cuando improvisaba, como ahora, la tensión le dejaba sin aliento. Cálmate, se dijo, lo ha hecho cientos de veces. Si sale mal, ya te inventarás algo, como de costumbre.
Llegó a la cubierta de vuelo y miró a su alrededor. Tenía suerte. No había nadie. Respiró aliviado. ¡Vaya chiripa!
Vio una escotilla abierta bajo el parabrisas, entre los asientos de los dos pilotos. Miró por la escotilla y vio un gran espacio vacío, en las entrañas del avión. Había una puerta abierta en el fuselaje, y uno de los tripulantes más jóvenes hacía algo con una cuerda. Mala suerte. Harry retiró la cabeza antes de que le vieran.
Recorrió a toda prisa la cabina de vuelo y atravesó 1s puerta de la pared posterior. Se encontraba entre las dos bodegas de carga, bajo la escotilla que se utilizaba para introducir la carga, y donde también se encontraba la cúpula del navegante. Eligió la bodega de la izquierda, entró y cerró la puerta a su espalda. Nadie podía verle. Imaginó que la tripulación no tenía motivos para echar un vistazo a la bodega.
Examinó el lugar. Era como estar en una maletería de lujo. Maletas de piel caras estaban apiladas por todas partes y sujetas con cuerdas a los costados. Harry tenía que encontrar cuanto antes el equipaje de los Oxenford. Se puso manos a la obra.
No fue fácil. Algunas maletas se habían colocado con 12 etiqueta del nombre en la parte inferior, y otras estaban cubiertas por maletas difíciles de apartar. En la bodega no había calefacción y su bata no le protegía del frío. Le temblaban las manos y los dedos le dolían mientras desataba las cuerdas que impedían caer durante el vuelo a las maletas Trabajaba de una manera sistemática, para no pasar por alto o registrar dos veces una misma pieza. Volvió a atar las cuerdas como mejor pudo. Los nombres eran internacionales: Ridgeway, D’Annunzio, Lo, Hartmann, Bazarov…, pero no Oxenford. Al cabo de veinte minutos había inspeccionado todas las maletas, estaba temblando y había llegado a la conclusión de que las maletas ansiadas se hallaban en la otra bodega. Maldijo para sus adentros.
Ató la última cuerda y paseó la vista a su alrededor con gran atención; no había dejado pruebas de su visita.
Ahora, debería repetir el mismo procedimiento en la otra bodega. Cuando abrió la puerta y salió, una voz asombrada gritó:
– ¡Mierda! ¿Quién es usted?
Era el oficial que Harry había visto en el compartimento de proa, un joven risueño y pecoso que llevaba una camisa de manga corta.
Harry estaba igual de sorprendido, pero lo disimuló en seguida. Sonrió, cerró la puerta y respondió con calma:
– Harry Vandenpost. ¿Quién es usted?
– Mickey Finn, el ayudante del mecánico. No debería estar aquí, señor. Me ha dado un buen susto. Siento haber lanzado un taco. ¿Qué está haciendo?
– Busco mi maleta. Me he olvidado la navaja de afeitar -respondió Harry.
– Está prohibido el acceso al equipaje consignado durante el viaje, señor, en cualquier circunstancia.
– Pensé que no hacía ningún mal.
– Bueno, lo siento, pero está prohibido. Puedo prestarle mi navaja de afeitar.
– Se lo agradezco, pero prefiero la mía. Si pudiera encontrar mi maleta…
– Caramba, ojalá pudiera ayudarle, señor, pero es imposible. Pídale permiso al capitán cuando vuelva, pero sé que le dirá lo mismo.
Harry comprendió, desalentado, que debía aceptar la derrota, al menos de momento. Sonrió, disimulando lo mejor que pudo.
– En este caso, aceptaré su oferta y le quedaré muy agradecido.
Mickey Finn le abrió la puerta. Harry salió a la cabina de vuelo y bajó la escalera. Vaya mierda, pensó irritado. Unos segundos más y lo habría conseguido. Dios sabe cuándo tendré otra oportunidad.
Mickey entró en el compartimento número 1 y volvió un momento después con una maquinilla de afeitar, una hoja nueva, aún envuelta en papel, y jabón de afeitar en una taza Harry lo cogió todo y le dio las gracias. No le quedaba otra opción que afeitarse.
Cogió su bolsa de aseo y entró en el cuarto de baño, pensando todavía en aquellos rubíes birmanos. Carl Hartmann. el científico, estaba lavándose en camiseta. Harry dejó sus útiles de afeitar en la bolsa y se afeitó a toda prisa con la navaja de Mickey.
– Menuda noche -dijo.
Hartmann se encogió de hombros.
– Las he tenido peores.
Harry contempló sus huesudos hombros. El hombre era un esqueleto ambulante.
– Seguro que sí -repuso.
No hubo más conversación. Hartmann no era hablador y Harry estaba preocupado.
Después de afeitarse, Harry sacó una camisa azul nueva. Desenvolver una camisa nueva era uno de los pequeños pero intensos placeres que la vida le procuraba. Adoraba el crujido del papel de seda y el tacto fresco del algodón virgen. Se deslizó en ella embelesado y se anudó la corbata de seda color vino con un nudo perfecto.
Cuando volvió a su compartimento, observó que las cortinas de Margaret continuaban cerradas. Imaginó su rápida zambullida en el sueño, su adorable cabello esparcido sobre la almohada blanca, y sonrió para sí. Echó una ojeada al salón y vio que los camareros habían preparado el bufet del desayuno. Se le hizo la boca agua al contemplar los cuencos de fresas, las jarras de nata y zumo de naranja, el champán puesto a enfriar en cubos plateados. En esta época del año, pensó, debían ser fresas de invernadero.
Guardó su bolsa de aseo, y después, con los útiles de afeitar que Mickey Finn le había prestado, subió por la escalera hasta la cubierta de vuelo para intentarlo de nuevo.
Mickey no estaba, pero, para decepción de Harry, otro tripulante estaba sentado ante la gran mesa de mapas, realizando cálculos en un cuaderno. El hombre levantó la vista y sonrió.
– Hola. ¿Qué desea?
– Busco a Mickey para devolverle su navaja.
– Le encontrará en el número uno, el compartimento situado más hacia adelante.
– Gracias.
Harry vaciló. Tenía que sacarse de encima a este tipo…, pero ¿cómo?
– ¿Algo más? -preguntó el hombre.
– La cubierta de vuelo es increíble -comentó Harry-. Parece una oficina.
– Increíble, es verdad.
– ¿Le gusta volar en estos aviones?
– Me encanta. Mire, ojalá tuviera tiempo para charlar, pero he de terminar estos cálculos y estaré ocupado casi hasta la hora del despegue.
El corazón le dio un vuelco a Harry. Esto significaba que el camino a la bodega estaría bloqueado hasta que ya fuera demasiado tarde. No se le ocurrió ninguna excusa para entrar en ella. Se obligó de nuevo a disimular su disgusto.
– Lo siento -dijo-. Me largo ahora mismo.
– Por lo general, nos gustar charlar con los pasajeros, porque conocemos a gente muy interesante. Pero en este momento…
– Es culpa mía.
Harry se devanó los sesos para conseguir más tiempo, pero luego se rindió. Dio la vuelta y bajó la escalera, maldiciendo por lo bajo.
Parecía que la suerte le estaba fallando.
Devolvió los útiles de afeitar a Mickey y volvió a su compartimento. Margaret aún no se había levantado. Harry atravesó el salón y salió al hidroestabilizador. Aspiró varias bocanadas profundas del frío y húmedo aire. Estoy desperdiciando la oportunidad de mi vida, pensó encolerizado. Le picaban las palmas de las manos cuando imaginaba las fabulosas joyas, a pocos metros sobre su cabeza. Pero aún no se había rendido. Quedaba otra escala, Shediac. Sería su última oportunidad de robar una fortuna.