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Margaret se sentía loca de preocupación mientras el clipper sobrevolaba Nueva Brunswick en dirección a Nueva York. ¿Dónde estaba Harry?
La policía había descubierto que viajaba con pasaporte falso; todos los pasajeros lo sabían. Ignoraba cómo lo habían averiguado, pero era una pregunta meramente convencional. Lo más importante era qué le harían si le encontraban. Lo más probable sería que le enviaran de vuelta a Inglaterra donde iría a la cárcel por robar aquellos horribles gemelos, o sería reclutado por el ejército. ¿Cómo podrían reunirse algún día?
Por lo que ella sabía aun no le habían cogido. La última vez que le vio había entrado en el lavabo de caballeros mientras ella desembarcaba en Shediac. ¿Había sido el principio de un plan para escaparse? ¿Ya conocía los problemas que se avecinaban?
La policía había registrado el avión sin encontrarle: así que debía de haber bajado en algún momento. ¿ A dónde había ido? ¿Estaría caminando en estos momentos por la estrecha carretera que atravesaba el bosque, intentando autoestop, o se habría embarcado en un pesquero y huido por mar? Independientemente de lo que hubiera hecho, la misma pregunta torturaba a Margaret: ¿volvería a verle?
Se dijo una y otra vez que no debía desanimarse. Perder a Harry la hacía sufrir, pero todavía contaba con Nancy Lenehan para que la ayudara.
Papá ya no podría detenerla. Era un fracasado y un exiliado, y había perdido su poder de coerción sobre ella. Sin embargo, aún temía que perdiera los estribos, como un animal herido y acosado, y cometiera alguna insensatez.
En cuanto el avión alcanzó la altitud de crucero, se desabrochó el cinturón y fue a ver a la señora Lenehan.
Los mozos estaban preparando el comedor para el almuerzo cuando pasó. Más atrás, en el compartimento número 4, Ollis Field y Frank Gordon estaban sentados codo con codo, esposados. Margaret llegó a la parte posterior del avión y llamó a la puerta de la suite nupcial. No hubo respuesta. Llamo otra vez y abrió. No había nadie.
Un terror frío invadió su corazón.
Quizá Nancy había ido al tocador, pero ¿dónde estaba el señor Lovesey? Si hubiera ido a la cubierta de vuelo o al lavabo de caballeros, Margaret le habría visto al pasar por el compartimento número 2. Se quedó de pie en el umbral, con templando la habitación con el ceño fruncido, como si se ocultaran en algún sitio, pero no había escondite posible.
Peter, el hermano de Nancy, y su acompañante se encontraban sentados a la derecha de la suite nupcial, frente al tocador.
– ¿Dónde está la señora Lenehan? -les pregunto Margaret.
– Decidió quedarse en Shediac -contestó Peter. Margaret dio un respingo.
– ¿Qué? ¿Cómo lo sabe?
– Me lo dijo.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué se quedó?
Peter pareció ofenderse.
– No lo sé -dijo con frialdad-. No me lo dijo. Se limito a pedirme que informara al capitán de que no pensaba continuar el vuelo.
Margaret sabía que era una grosería seguir interrogándole, pero pese a todo insistió.
– ¿A dónde fue?
Peter cogió un periódico del asiento contiguo.
– No tengo ni idea -replicó, y se puso a leer.
Margaret se sentía desolada. ¿Cómo era posible que Nancy hubiera hecho aquello? Sabía lo mucho que confiaba Margaret en su ayuda. No se habría marchado del avión sin decir nada, o al menos le habría dejado un mensaje.
Margaret miró con fijeza a Peter. Pensó que su mirada era huidiza. También parecía que las preguntas le molestaban en exceso.
– Creo que no me está diciendo la verdad -le espetó, obedeciendo a un impulso.
Era una frase insultante, y contuvo el aliento mientras aguardaba su reacción.
Peter, ruborizado, levantó la vista.
– Jovencita, ha heredado los malos modales de su padre -dijo-. Lárguese, por favor.
Se sintió abatida. Nada era más detestable a sus ojos que la comparasen con su padre. Se marchó sin decir palabra, a punto de llorar.
Al pasar por el compartimento número 4 se fijó en Diana Lovesey, la bella esposa de Mervyn. Todo el mundo se había interesado por el drama de la esposa fugitiva y el marido que la perseguía, drama que se convirtió en vodevil cuando Nancy y Mervyn se vieron obligados a compartir la suite nupcial. Ahora, Margaret se preguntó si Diana estaría enterada de lo ocurrido a su marido. Sería muy embarazoso preguntárselo, desde luego, pero Margaret estaba demasiado desesperada para preocuparse por eso. Se sentó al lado de Diana y dijo:
– Perdone, pero ¿sabe lo que les ha pasado a la señora Lenehan y al señor Lovesey?
Diana aparentó sorpresa.
– ¿Pasado? ¿No están en la suite nupcial?
– No… No están a bordo.
– ¿De veras? -Era obvio que Diana se encontraba asombrada y confusa-. ¿Cómo es posible? ¿Han perdido el avión?
– El hermano de Nancy me ha dicho que decidieron no continuar el vuelo, pero no le creí.
– Ninguno de los dos me lo comunicó -dijo Diana, malhumorada.
Margaret dirigió una mirada interrogativa al acompañante de Diana, el plácido Mark.
– A mí no me dijeron nada, desde luego -respondió.
– Espero que estén bien -comentó Diana, en un tono de voz diferente.
– ¿Qué quieres decir, cariño? -preguntó Mark.
– No sé lo que quiero decir. Sólo espero que estén bien.
Margaret se mostró de acuerdo con Diana.
– No confío en el hermano. Creo que no es honrado.
– Es posible que tenga razón -intervino Mark-, pero no podremos hacer nada mientras volemos. Además…
– Sé que ya no es de mi incumbencia -dijo Diana, irritada-, pero hemos estado casados durante cinco años y estoy preocupada por él.
– Supongo que nos entregarán un mensaje suyo cuando lleguemos a Port Washington -la calmó Mark.
– Eso espero -dijo Diana.
Davy, el mozo, tocó el brazo de Margaret.
– La comida está servida, lady Margaret, y su familia ya se ha sentado a la mesa.
– Gracias.
Margaret no estaba interesada en la comida, pero la pareja no podía decirle nada más.
– ¿Es usted amiga de la señora Lenehan? -preguntó Diana cuando Margaret se levantó.
– Iba a darme un empleo -respondió la joven con amargura. Se alejó, mordiéndose el labio.
Sus padres y Percy ya estaban sentados en el comedor, y habían servido el primer plato: cóctel de langosta, preparado con langostas frescas de Shediac. Margaret se sentó y se disculpó automáticamente.
– Lamento llegar tarde.
Papá se limitó a mirarla.
Jugueteó con la comida. Tenía ganas de apoyar la cabeza en la mesa y derramar abundantes lágrimas. Harry y Nancy la había abandonado sin previo aviso. Estaba igual que al principio, sin amigos que le ayudaran ni ánimos para continuar adelante. Era injusto: había intentado ser como Elizabeth y planificarlo todo, pero su cuidadoso plan se había venido abajo.
Se llevaron la langosta, sustituida por sopa de riñones. Margaret tomó un sorbo y dejó la cuchara sobre la mesa. Se sentía cansada e irritable. Tenía dolor de cabeza y nada de apetito. El superlujoso clipper empezaba a parecer una prisión. El vuelo duraba ya veintisiete horas, y tenía bastante. Quería dormir en una cama de verdad, con un colchón blando y montones de almohadas; dormir durante una semana.
Los demás también experimentaban la misma tensión. Mamá estaba pálida y agotada. Papá, con los ojos inyectados en sangre y la respiración dificultosa, se hallaba al borde del ataque de nervios. Percy se mostraba inquieto y nervioso, como alguien que hubiera tomado demasiado café, y no cesaba de lanzar miradas hostiles hacia papá. Margaret tenía la sensación de que iba a cometer alguna atrocidad de un momento a otro.
Como plato principal podían elegir entre lenguado frito con salsa cardenal, o solomillo de ternera. No le apetecía ninguna de ambas cosas, pero eligió el pescado. La guarnición consistía en patatas y coles de Bruselas. Pidió a Nicky una copa de vino blanco.
Pensó en los espantosos días que la aguardaban. Se alojaría con papá y mamá en el Waldorf, pero Harry no se introduciría a hurtadillas en su cuarto; se tendería sola en la cama y anhelaría su compañía. Tendría que ir con mamá a comprar ropa. Después, todos viajarían a Connecticut. Sin consultarle, inscribirían a Margaret en un club de equitación y en otro de tenis, y recibiría invitaciones a fiestas. Mamá les integraría en un círculo social en un periquete, y no tardarían en aparecer chicos «convenientes» para tornar el té, asistir a fiestas o pasear en bicicleta. ¿Cómo podía participar en esta pantomima, si Inglaterra estaba en guerra? Cuanto más lo pensaba, más deprimida se sentía.
Como postre se podía escoger entre tarta de manzana con nata o helado bañado en chocolate. Margaret pidió el helado y lo devoró.
Papá pidió un coñac con el café, y luego carraspeó. Iba a pronunciar un discurso. ¿Se disculparía por la horrible escena de ayer? Imposible.
– Tu mádre y yo hemos estado hablando de ti -empezó.
– Como si fuera una criada respondona -espetó Margaret.
– Eres una niña respondona -dijo mamá.
– Tengo diecinueve años y me viene la regla desde hace seis… ¿Cómo voy a ser una niña?
– ¡Calla! -ordenó mamá, escandalizada-. ¡El hecho de que emplees semejantes palabras delante de tu padre demuestra que aún no eres adulta!
– Me rindo -dijo Margaret-. No puedo ganar.
– Tu estúpido comportamiento sólo confirma todo lo que hemos hablado -siguió su padre-. Aún no podemos confiar en que lleves una vida social normal entre gente de tu clase.
– ¡Gracias a Dios!
Percy rió a carcajada limpia, y papá le miró, pero continuó hablando a Margaret.
– Hemos pensando en un lugar donde enviarte, un lugar donde no tendrás la menor oportunidad de causar problemas.
– ¿Habéis pensado en un convento?
Lord Oxenford no estaba acostumbrado a que su hija le replicara, pero controló su ira con un gran esfuerzo.
– Hablar así no mejorará tu situación.
– ¿Mejorar? ¿Cómo puede mejorar mi situación? Mis amantísimos padres están decidiendo mi futuro, teniendo sólo en cuenta lo que más me conviene. ¿Qué más podría pedir?
Ante su sorpresa, mamá se secó una lágrima.
– Eres muy cruel, Margaret -dijo.
Margaret se sintió conmovida. Ver llorar a su madre destruía su rebeldía. Volvió a ablandarse y preguntó en voz baja:
– ¿Qué quieres que haga, mamá?
Papá respondió a la pregunta.
– Irás a vivir con tu tía Clare. Tiene una casa en las montañas de Vermont, bastante aislada. No podrás molestar a ningún vecino.
– Mi hermana Clare es una mujer maravillosa -añadió mamá-. Es soltera. Es la espina dorsal de la iglesia episcopaliana de Brattleboro.
Una fría rabia se apoderó de Margaret, pero logró controlarla.
– ¿Cuántos años tiene tía Clare? -preguntó.
– Unos cincuenta y pico.
– ¿Vive sola?
– Aparte de los criados, sí.
Margaret temblaba de ira.
– De modo que éste es mi castigo por intentar vivir a mi gusto -dijo, con voz vacilante-. Vivir exiliada en las montañas con una tía loca y solterona. ¿Cuánto tiempo habéis calculado que estaré allí?
– Hasta que te hayas serenado -respondió papá-. Un año, tal vez.
– ¡Un año!
Se le antojó toda una vida, pero no podían obligarla a permanecer en aquel horrible lugar.
– No seáis estúpidos. Me volveré loca, me suicidaré o escaparé.
– No podrás marcharte sin nuestro consentimiento -dijo papá-. Y si lo haces… -titubeó.
Margaret le miró de frente. Dios mío, pensó, hasta él se siente avergonzado de lo que iba a decir. ¿A qué demonios se refería?
Papá apretó los labios hasta formar una fina línea y continuó.
– Si te escapas, te declararemos loca y te internaremos en un manicomio.
Margaret respingó. Se quedó muda de horror. No le había imaginado capaz de semejante crueldad. Miró a su madre, pero ésta desvió la vista.
Percy se levantó y tiró la servilleta sobre la mesa.
– Maldito loco, has perdido la chaveta -dijo, y se marchó. Si Percy hubiera hablado así una semana antes, se habría producido un buen escándalo, pero ahora nadie le hizo caso. Margaret volvió a mirar a papá. Su expresión era desafiante, obstinada y culpable. Sabía que se equivocaba, pero no iba a cambiar de opinión.
Por fin, encontró las palabras que expresaban lo que sentía en su corazón.
– Me has sentenciado a muerte -dijo.
Mamá se puso a llorar en silencio.
De pronto, el sonido de los motores cambió. Todo el mundo lo oyó y todas las conversaciones cesaron. Se notó una sacudida y el avión empezó a descender.
Cuando los dos motores de babor se detuvieron al mismo tiempo, la suerte de Eddie quedó sentenciada.
Hasta aquel momento podía haber cambiado de idea. El avión habría seguido volando, nadie sabría lo que había planeado. Pero ahora, pasara lo que pasara, todo saldría a la luz. Nunca volvería a volar, excepto quizá como pasajero. Su carrera habría terminado. Combatió la furia que amenazaba con poseerle. Debía conservar la frialdad y cumplir su encargo. Después, pensaría en los bastardos que habían arruinado su vida.
El avión debería realizar un amaraje de emergencia. Los secuestradores subirían a bordo y rescatarían a Frankie Gordino. Después, podía pasar cualquier cosa. ¿Saldría indemne Carol-Ann? ¿Tendería la Marina una emboscada a los gángsteres cuando se dirigieran hacia la orilla? ¿Iría Eddie a la cárcel por su participación en el complot? Era un prisionero del destino, pero se contentaba con estrechar a Carol-Ann entre sus brazos, sana y salva.
Un momento después de que los motores se detuvieran, la voz del capitán Baker sonó por los altavoces.
– ¿Qué demonios sucede?
Eddie tenía la garganta seca por la tensión y tuvo que tragar saliva dos veces para poder contestar.
– Aún no lo sé.
Claro que lo sabía. Los motores se habían detenido porque carecían de combustible: él había cortado el suministro.
El clipper contaba con seis depósitos de combustible. Dos pequeños depósitos alimentadores situados en las alas abastecían los motores. Casi todo el carburante se guardaba en dos enormes depósitos de reserva ubicados en los hidroestabilizadores, las alas rechonchas sobre las que caminaban los pasajeros para bajar del avión.
El combustible podía vaciarse de los depósitos de reserva, pero no por Eddie, porque el control se hallaba en el puesto del segundo piloto. Sin embargo, Eddie podía bombear carburante desde los tanques de reserva a las alas y viceversa. La operación era controlada mediante dos grandes ruedas de mano que se encontraban a la derecha del panel de instrumentos del mecánico. El avión sobrevolaba la bahía de Fundy, a unos ocho kilómetros del lugar de encuentro, y los depósitos de las alas se habían quedado sin combustible durante los últimos minutos. El depósito de estribor tenía combustible para unos cuantos kilómetros más. El depósito de babor estaba seco, y los motores se habían parado.
Sería muy fácil bombear carburante desde los depósitos de reserva, por supuesto. Sin embargo, mientras el avión hacía escala en Shediac, Eddie había subido a bordo y manipulado las ruedas de mano, moviendo los cuadrantes de forma que cuando indicaran «Bombeo» estuvieran desconectados, y al revés. En este momento, los cuadrantes indicaban que estaba intentando alimentar los depósitos de las alas, cuando en realidad no ocurría nada.
Había utilizado la estratagema de los cuadrantes cambiados durante la primera parte del vuelo, desde luego; otro mecánico lo habría descubierto y se preguntaría qué demonios sucedía. Eddie se había preocupado cada segundo de que su ayudante, Mickey Finn, libre de servicio, estuviera arriba, pero no había tardado en dormirse por completo en el compartimento número 1, como Eddie esperaba. En esta fase del largo viaje, la tripulación libre de servicio siempre se dormía.
Había vivido dos desagradables momentos en Shediac. El primero, cuando la policía anunció que sabía el nombre del cómplice de Frankie Gordino que viajaba a bordo. Eddie supuso que hablaban de Luther; pensó por un momento que el juego había terminado y se devanó los sesos, imaginando otra forma de rescatar a Carol-Ann. Después, nombraron a Harry Vandenpost, y Eddie casi dio saltos de alegría. No tenía ni idea de quién era Vandenpost, quien se trataba, por lo visto, de un cordial joven norteamericano de familia rica que viajaba con pasaporte falso. Agradeció que el hombre distrajera la atención sobre Luther. La policía no prosiguió su búsqueda, Luther pasó inadvertido y el plan continuó adelante.
Pero el cúmulo de incidentes había sido demasiado para el capitán Baker. Mientras Eddie todavía se recobraba del susto, Baker había lanzado una bomba. El hecho de un cómplice viajara a bordo significaba que alguien se tomaba muy en serio el rescate de Gordino, dijo, y quería que el delincuente bajara del avión. Eso también habría arruinado los planes de Eddie.
Se produjo un tenso enfrentamiento entre Ollis Field, el agente del FBI, y Baker, pues aquel amenazó al capitán con denunciarle por obstrucción a la justicia. Al final, Baker había llamado a la Pan American de Nueva York, responsabilizando a la compañía del problema. La línea aérea había decidido que Gordino siguiera a bordo del aparato. Eddie experimentó un gran alivio de nuevo.
Había recibido otra buena noticia en Shediac. Un críptico pero obvio mensaje de Steve Appleby había confirmado que un guardacostas de la Marina estadounidense patrullaría la costa sobre la que descendería el clipper. Se mantendría oculto hasta el amaraje, e interceptaría posteriormente a cualquier barco que entrara en contacto con el hidroavión.
Eso bastaba para Eddie. Sabiendo que los gángsters serían detenidos después, tomó las precaucioness necesarias para que el plan se desarrollara sin el menor problema.
Ahora, su misión casi estaba concluida. El avión no se hallaba lejos del lugar de la cita y sólo volaba con dos motores.
El capitán Baker se plantó al lado de Eddie en un abrir y cerrar de ojos. Al principio, Eddie no dijo nada. Conectó con mano temblorosa el alimentador de los motores, a fin de que el depósito del ala de estribor distribuyera combustible a todos los motores, y volvió a poner en marcha los motores de babor.
– El depósito del ala de babor se ha secado y no puedo llenarlo-dijo a continuación.
– ¿Por qué? -preguntó el capitán.
Eddie señaló las ruedas de mano.
– He conectado las bombas, pero no ocurre nada -indicó, sintiéndose como un traidor.
Los instrumentos de Eddie no mostraban flujo de combustible o presión de combustible entre los depósitos de reserva y los depósitos de alimentación, pero en la parte posterior de la cabina había cuatro ventanillas para comprobar que el depósito circulara por los tubos. El capitán Baker miró por cada una de ellas.
– ¡Nada! -exclamó-. ¿Cuánto combustible queda en el depósito del ala de estribor?
– Está casi vacío… Unos pocos kilómetros.
– ¿Cómo es posible que no se haya dado cuenta? -preguntó, enfurecido.
– Pensé que estábamos bombeando -dijo Eddie débilmente.
Era una respuesta inadecuada, y el capitán estaba furioso.
– ¿Cómo podrían funcionar las dos bombas al mismo tiempo?
– No lo sé, pero contamos con una bomba de mano, gracias a Dios.
Eddie asió la manija cercana a su mesa y empezó a manipular la bomba de mano. Sólo se empleaba cuando el mecánico vaciaba agua de los depósitos de carburante en pleno vuelo. Lo había hecho nada más despegar de Shediac, y había omitido a propósito volver a conectar la válvula que permitía al agua caer al mar. Como resultado, sus vigorosos movimientos de bombeo no llenaban los depósitos de las alas, sino que expulsaban el combustible.
El capitán no lo sabía, por supuesto, pero veía que el combustible no fluía.
– ¡No funciona! -gritó-. ¡No entiendo cómo pueden fallar las tres bombas al mismo tiempo!
Eddie examinó sus cuadrantes.
– El depósito del ala de estribor está casi vacío -dijo-. Si no amaramos pronto, nos desplomaremos como un saco.
– Todo el mundo preparado para amaraje de emergencia -dijo el capitán. Apuntó con un dedo a Eddie-. No me gusta cómo trabaja, Deakin. No confío en usted.
Eddie se sintió destrozado. Tenía buenos motivos para mentir a su capitán, pero eso no impedía que se detestara.
Toda su vida había sido honrado con la gente, y despreciaba a los hombres que utilizaban engaños y añagazas. Ahora estaba actuando de esa manera despreciable. Al final lo comprenderás, capitán, pensó, pero tuvo ganas de decirlo en voz alta.
El capitán se volvió hacia el puesto del navegante y se inclinó sobre el mapa. Jack Ashford, el navegante, dirigió una mirada de sorpresa a Eddie. Después, puso un dedo sobre el mapa y dijo al capitán:
– Estamos aquí.
Todo el plan dependía de que el clipper descendiera en el canal que separaba la costa de la isla Grand Manan. Los gángsteres confiaban en ello, y también Eddie. Sin embargo, cuando se producían emergencias, la gente hacía cosas raras. Eddie decidió que si Baker elegía, irracionalmente, otro lugar, hablaría para exponer las ventajas del canal. Baker sospecharía, pero vería la lógica de la elección y, en todo caso, sería él quién se comportaría de manera extraña si amaraba en otro sitio.
Sin embargo, no hizo falta que interviniera.
– Aquí, en este canal -dijo Baker, al cabo de un momento-. Ahí descenderemos.
Eddie se volvió para que nadie viera su expresión de triunfo. Se había acercado un paso más a Carol-Ann.
Mientras llevaban a cabo los preparativos para el amaraje de emergencia, Eddie miró por la ventana y escrutó el mar. Vio un pequeño barco, parecido a un pesquero deportivo, moviéndose sobre el oleaje. La mar estaba picada. El amaraje sería brusco.
Oyó una voz que paralizó su corazón.
– ¿Cuál es la emergencia?
Era Mickey Finn, que subía por la escalera para investigar.
Eddie le miró, horrorizado. Mickey descubriría en menos de un minuto que la válvula situada sobre la rueda de mano no había sido conectada de nuevo. Eddie tenía que deshacerse de él a toda prisa.
Pero el capitán Baker hizo el trabajo por él.
– ¡Largo de aquí, Mickey! -ordenó-. ¡Los tripulantes libres de servicio han de estar sujetos con el cinturón de seguridad durante un amaraje de emergencia, no paseando por el avión y haciendo preguntas estúpidas!
Mickey se marchó como espoleado por un rayo, y Eddie respiró con mayor facilidad.
El avión perdió altura rápidamente. Baker quería encontrarse cerca del agua en caso de que el combustible se agotara antes de lo esperado.
Giraron hacia el oeste para no sobrevolar la isla; si se quedaban sin combustible sobre tierra, todos morirían. Pocos momentos después se hallaron sobre el canal.
Eddie calculó que las olas medían alrededor de un metro veinte. La altura crítica del oleaje se estimaba en unos noventa centímetros; sobrepasado este límite, resultaba peligroso para el clipper amarar. Eddie apretó los dientes. Baker era un buen piloto, pero todo dependería de la suerte.
El avión descendió a toda velocidad. Eddie notó que el casco rozaba la cresta de una gigantesca ola. Siguieron volando durante uno o dos segundos y volvieron a tocar agua. El impacto fue más violento esta vez, y su estómago se revolvió cuando rebotaron hacia arriba.
Eddie temía por su vida. Así se estrellaban los hidroaviones.
Aunque el avión seguía en el aire, el impacto había reducido la velocidad, y se encontraba a una altitud muy baja. En lugar de deslizarse por el agua sin hundirse demasiado, chocaría con violencia. Era la diferencia entre zambullirse y darse una panzada, sólo que el estómago del avión, de fino aluminio, podía romperse como una bolsa de papel.
Se quedó inmóvil, esperando el impacto. El avión golpeó el agua con un estrépito terrorífico que se trasmitió a lo largo de su columna vertebral. El agua cubrió las ventanas. Eddie salió lanzado hacia el lado izquierdo, pero consiguió aferrarse a su asiento. El operador de radio, que estaba sentado mirando hacia adelante, se golpeó la cabeza con el micrófono. Eddie pensó que el avión iba a romperse en mil pedazos. Si un ala se sumergía, todo habría terminado.
Pasó un segundo, y luego otro. Desde la cubierta de vuelo se oían los gritos de los aterrorizados pasajeros. El avión volvió a elevarse, saliendo en parte del agua y avanzando a rastras. Después, se hundió de nuevo, y Eddie salió disparado contra un lado.
Sin embargo, el avión se estabilizó, y Eddie empezó a confiar en que saldrían bien librados. Las ventanas quedaron limpias y logró ver el mar. Los motores continuaban rugiendo; no se habían sumergido.
La velocidad del avión fue disminuyendo. Eddie se sintió cada vez más a salvo, hasta que el avión se quedó quieto, mecido por las olas.
– Jesús, ha sido más difícil de lo que creía -oyó que decía el capitán por sus auriculares, y el resto de la tripulación estalló en carcajadas de alivio.
Eddie se levantó y miró por todas las ventanas, buscando el barco. El sol brillaba, pero divisó nubes de lluvia en el cielo. La visibilidad era buena, pero no distinguió ningún barco. Quizá la lancha se hallaba detrás del clipper, para que no la vieran.
Se sentó y cortó los motores. El operador de radio transmitió un SOS.
– Bajaré a tranquilizar a los pasajeros -dijo el capitán.
El operador de radio recibió una respuesta a su llamada, y Eddie confió en que procediera de los que venían a rescatar a Gordino.
No pudo esperar a averiguarlo. Se dirigió hacia la proa, abrió la escotilla de la cabina y bajó al compartimento de proa. La escotilla se abría hacia abajo, formando una plataforma. Eddie salió y permaneció de pie sobre ella. Tuvo que sujetarse al marco de la puerta para conservar el equilibrio. Las olas saltaban sobre los hidroestabilizadores, y algunas llegaron a mojar sus pies. El sol se ocultaba tras las nubes de vez en cuando, y soplaba una fuerte brisa. Examinó con minuciosidad el casco y las alas, pero no observó el menor desperfecto. El gran aparato había sobrevivido sin sufrir ningún daño.
Soltó el ancla y escudriñó el mar, buscando un barco. ¿Dónde estaban los compinches de Luther? ¿Y si algo iba mal, y si no aparecían? Entonces, divisó por fin en la distancia una lancha motora. Su corazón desfalleció. ¿Era la que esperaba? ¿Iría Carol-Ann a bordo? Le preocupó la idea de que se tratara de otra embarcación, atraída por la curiosidad, y que podía entorpecer todo el proceso.
Se acercaba a gran velocidad, cabalgando sobre las olas. Eddie, después de soltar el ancla y comprobar los posibles daños, debía volver a su puesto en la cubierta de vuelo, pero era incapaz de moverse. Contemplaba la lancha como hipnotizado a medida que aumentaba de tamaño. Era una lancha grande, con la cabina del timonel cubierta. Sabía que corría a unos veinticinco o treinta nudos, pero se le antojaba penosamente lenta. Distinguió unas cuantas figuras en la cubierta. Las contó: cuatro. Se fijó en que una era mucha más pequeña que las otras. El grupo fue configurándose como tres hombres vestidos con trajes oscuros y una mujer ataviada con una chaqueta azul. Carol-Ann tenía una chaqueta azul.
Pensó que era ella, pero no estaba seguro. Tenía el pelo rubio y era menuda, como ella. Estaba algo apartada de los demás. Los cuatro se apoyaban en la barandilla y miraban en dirección al clipper. La espera resultaba insoportable. Entonces, el sol surgió de detrás de una nube y la mujer levantó la mano para protegerse los ojos. El gesto pulsó las fibras más sensibles del corazón de Eddie, y supo que era su mujer.
– Carol-Ann -gritó.
Una oleada de excitación se apoderó de él, y olvidó por un momento los peligros a los que ambos se enfrentaban, dando rienda suelta a la alegría de verla otra vez. Agitó los brazos, ebrio de dicha.
– ¡Carol-Ann! -chilló-. ¡Carol-Ann!
Ella no podía oírle, por supuesto, pero sí podía verle. Demostró sorpresa, vaciló como si no estuviera segura de que era él y luego respondió a su saludo, primero con timidez y después con energía.
Si podía moverse así, significaba que se encontraba bien, y se sintió débil como un niño, lleno de alivio y gratitud. Recordó que aún faltaba mucho por hacer. Saludó por última vez y regresó de mala gana al interior del avión. Apareció en la cubierta de vuelo justo cuando el capitán subía de la cubierta de pasajeros.
– ¿Algún desperfecto? -preguntó.
– Ninguno, por lo que he podido comprobar.
El capitán se volvió hacia el radiotelegrafista, que le dio su informe.
– Nuestra llamada de socorro ha sido contestada por varios barcos, pero el más próximo es un barco de recreo que se acerca por babor. Quizá pueda verlo.
El capitán se acercó a la ventana y vio la lancha. Meneó la cabeza.
– No nos sirve. Han de arrastrarnos. Intente conectar con los guardacostas.
– Los pasajeros de la lancha quieren subir a bordo -dijo el radiotelegrafista.
– Ni hablar -respondió Baker. Eddie se sintió abatido. ¡Tenían que subir a bordo!-. Es demasiado peligroso -siguió el capitán-. No quiero un barco amarrado al avión. Podría dañar el casco, y si intentamos trasladar a la gente con este oleaje, seguro que alguien se cae al agua. Dígales que agradecemos su oferta, pero que no pueden ayudarnos.
Eddie no se esperaba esto. Disfrazó con una expresión de indiferencia su angustia. ¡A la mierda los desperfectos del avión! ¡La banda de Luther ha de subir a bordo! aunque lo pasarían mal sin ayuda desde el interior.
Aun con ayuda, sería una pesadilla tratar de entrar por las puertas normales. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y llegaban a mitad de las puertas. Nadie podía mantenerse de pie sobre los hidroestabilizadores sin sujetarse a una cuerda, y el agua entraría en el comedor mientras la puerta estuviera abierta. Esto nunca le había pasado a Eddie, porque el clipper solía aterrizar en aguas tranquilas.
¿Cómo subirían a bordo?
Tendrían que entrar por la escotilla de proa.
– Les he dicho que no pueden subir -informó el radiotelegrafista-, pero no parece que me hayan oído.
Eddie miró por la ventana. La lancha estaba dando vueltas alrededor del avión.
– No les haga caso -dijo el capitán.
Eddie se levantó y se dirigió a la escalerilla que descendía al compartimento de proa.
– ¿A dónde va? -preguntó el capitán Baker con sequedad. -Necesito verificar el ancla -respondió Eddie de forma vaga, y continuó sin esperar la respuesta.
– Es el último viaje de ese tío -oyó que decía Baker. Yo lo sabía, pensó, desolado.
Salió a la plataforma. La lancha se encontraba a unos diez o doce metros del morro del clipper. Vio a Carol-Ann, apoyada en la barandilla. Llevaba un vestido viejo y zapatos de tacón bajo, los que utilizaba para estar por casa. Se había echado su mejor chaqueta sobre los hombros cuando la secuestraron. Ya podía distinguir su rostro. Parecía pálida y agotada. Una rabia sorda bulló en el interior de Eddie. Me las pagarán, pensó.
Alzó el cabrestante plegable, gesticuló en dirección a la lancha, señalando el cabrestante y fingiendo que lanzaba una cuerda. Tuvo que repetirlo varias veces antes de que los hombres de la lancha le entendieran. Adivinó que no eran marineros experimentados. Parecían fuera de lugar en la embarcación, con sus trajes de chaqueta cruzada y sujetándose los sombreros de fieltro para que el viento no se los arrebatara. El tipo que manejaba el timón, tal vez el patrón de la lancha, estaba ocupado en sus controles, intentando que la lancha no zozobrara. Por fin, uno de los hombres dio a entender que había comprendido con un ademán y lanzó una cuerda.
No era muy ducho, y Eddie sólo consiguió cogerla a la cuarta intentona.
La aseguró al cabrestante. Los hombres de la lancha acercaron su embarcación al avión. La barca, que era mucho más ligera, se balanceaba mucho más en el oleaje. Amarrar la lancha al avión, iba a convertirse en una tarea difícil y peligrosa.
De pronto, escuchó la voz de Mickey Finn detrás de él.
– Eddie, ¿qué coño estás haciendo?
Se giró en redondo. Mickey se hallaba en el compartimento de proa, mirándole con una expresión de preocupación en su rostro franco y cubierto de pecas.
– ¡No te entrometas, Mickey! -gritó Eddie-. ¡Si lo haces, alguien saldrá malherido, te lo advierto!
Mickey parecía asustado.
– Muy bien, muy bien, lo que tú digas.
Retrocedió hacia la cubierta de vuelo, pensando que Eddie se había vuelto loco, tal como demostraba su expresión.
Eddie miró hacia la lancha. Ya estaba muy cerca. Contempló a los tres hombres. Uno era muy joven; no tendría más de dieciocho años. Otro era mayor, pero bajo y delgado, y un cigarrillo colgaba de la esquina de su boca. El tercero, vestido con un traje negro a rayas blancas, daba la impresión de estar al mando.
Iban a necesitar dos cuerdas para asegurar la lancha, decidió Eddie. Se llevó las manos a la boca para que actuaran como un megáfono y gritó:
– ¡Lancen otra cuerda!
El hombre del traje a rayas cogió otra cuerda de la proa, cercana a la que ya estaban utilizando. No serviría de nada: necesitaban una en cada extremo de la lancha, a fin de formar un triángulo.
– ¡No, ésa no! -chilló Eddie-. ¡Tírenme una cuerda desde la popa!
El hombre comprendió el mensaje.
Esta vez, Eddie se apoderó de la cuerda a la primera. La introdujo en el interior del avión, atándola a un puntal.
La lancha se aproximó con mayor rapidez, gracias a que un hombre tiraba de cada cuerda. De repente, los motores enmudecieron y un hombre cubierto con un mono salió de la timonera y se encargó de la tarea. Se trataba de un marinero, sin lugar a dudas.
Eddie oyó otra voz a su espalda, procedente del compartimento de proa. Era el capitán Baker.
– ¡Deakin, está desobedeciendo una orden directa! -aulló.
Eddie no le hizo caso y rezó para que tardara unos segundos más en intervenir. La lancha ya se encontraba lo más cerca posible. El patrón ató las cuerdas a los puntales de la cubierta, tensándolas lo suficiente para que la lancha se meciera al compás de las olas. Los gángsters deberían esperar hasta que el oleaje permitiera que la cubierta se situara al nivel de la plataforma. Después, saltarían de una a otra. Utilizarían la cuerda que unía la popa de la lancha con el compartimento de proa para conservar el equilibrio.
– ¡Deakin! -ladró Baker-. ¡Vuelva aquí!
El marinero abrió una puerta practicada en la barandilla y el gángster del traje a rayas se dispuso a saltar. Eddie notó que el capitán Baker le agarraba por la chaqueta desde atrás. El gángster comprendió lo que estaba pasando y deslizó su mano en el interior de la chaqueta.
La peor pesadilla de Eddie consistía en que uno de sus compañeros de tripulación decidiera comportarse como un héroe y le mataran. Ojalá hubiera podido contarles que Steve Appleby iba a enviar un guardacostas, pero temía que, sin darse cuenta, alguno de ellos pusiera sobre aviso a los gángsters. Por lo tanto, debía esforzarse por controlar la situación.
– ¡Capitán, no se entrometa! -gritó, volviéndose hacia Baker-. ¡Estos bastardos llevan pistolas!
Baker se mostró sorprendido. Miró al gángster, y luego se escabulló. Eddie se giró en redondo y vio que el hombre del traje a rayas guardaba una pistola en el bolsillo de la chaqueta. Jesús, ojalá pueda impedir que empiecen a disparar sobre la gente, pensó, presa del pánico. Si alguien muere, será por culpa mía.
La embarcación se hallaba sobre la cresta de una ola, con la cubierta algo elevada sobre el nivel de la plataforma. El gángster asió la cuerda, vaciló y saltó sobre la plataforma. Eddie le sujetó para que no cayera.
– ¿Tú eres Eddie? -preguntó el hombre.
Eddie reconoció la voz: la había oído por teléfono. Recordó cómo se llamaba el nombre: Vincini. Eddie le había insultado. Ahora lo lamentó, porque necesitaba su colaboración.
– Quiero trabajar con ustedes, Vincini -dijo-. Si quiere que no haya problemas, déjenme ayudarles.
Vincini le dirigió una dura mirada.
– Muy bien -dijo al cabo de un momento-, pero un paso en falso y está muerto.
Su tono era enérgico, práctico. No dio muestras de guardarle rencor. Sin duda, tenía demasiadas cosas en la cabeza para pensar en desaires anteriores.
– Entre y espere a que los demás suban.
– Muy bien -Vincini se volvió hacia la lancha-. Joe, tú eres el siguiente. Después, el muchacho. La chica será la última.
Entró en el compartimento de proa.
Eddie vio que el capitán Baker estaba subiendo por la escalerilla hacia la cubierta de vuelo. Vincini sacó la pistola y dijo:
– Quieto ahí.
– Obedézcale, capitán -indicó Eddie-. Estos tíos no se andan con bromas.
Baker bajó y levantó las manos.
Eddie devolvió su atención a la lancha. El tal Joe se aferraba a la barandilla de la embarcación, con el aspecto de estar muerto de miedo.
– ¡No sé nadar! -chilló, con voz rasposa.
– No le hará falta -contestó Eddie, extendiendo una mano.
Joe saltó, asió su mano y entró tambaleándose en el compartimento de proa.
El jovencito era el último. Se mostraba más confiado, después de ver que los otros dos se habían trasladado al avión sin problemas.
– Yo tampoco sé nadar -dijo, sonriente. Saltó demasiado pronto, posó los pies en el mismo borde de la plataforma, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Eddie se inclinó hacia adelante, sujetándose a la cuerda con la mano izquierda, y agarró al muchacho por el cinturón, tirando de él hasta depositarle sobre la plataforma.
– ¡Caray, gracias! -dijo el chico, como si Eddie, en lugar de salvarle la vida, se hubiera limitado a echarle una mano.
Carol-Ann se encontraba de pie en la cubierta de la lancha, mirando hacia la plataforma con el temor reflejado en su cara. No era cobarde, pero Eddie adivinó que el amago de accidente del muchacho la había asustado.
– Haz lo mismo que ellos, cariño -dijo Eddie, sonriendo-. Tú puedes hacerlo.
Ella asintió y agarró la cuerda.
Eddie esperó, con el corazón en un puño. El oleaje elevó la lancha al nivel de la plataforma. Carol-Ann titubeó, perdió una oportunidad y se asustó aún más.
– No te precipites -aconsejó Eddie, hablando con una voz serena que ocultaba sus propios temores-. Salta cuando lo creas conveniente.
La lancha volvió a mecerse. Una expresión de forzada determinación apareció en el rostro de Carol-Ann. Apretó los labios y frunció el entrecejo. La lancha se alejó medio metro de la plataforma, ensanchando la separación.
– Quizá no sea el momento… -empezó Eddie, pero ya era demasiado tarde. Carol-Ann estaba tan decidida a comportarse con valentía que ya había saltado.
Ni siquiera llegó a tocar la plataforma.
Lanzó un chillido de terror y quedó colgada de la cuerda.
Sus pies patalearon en el aire. Eddie no podía hacer nada mientras la lancha se deslizaba hacia abajo por la pendiente de la ola y Carol-Ann se alejaba de la plataforma.
– ¡Cógete fuerte! -gritó-. ¡Ya subirás!
Estaba dispuesto a lanzarse al mar para salvarla si fuera necesario.
Pero ella se aferró con fuerza a la cuerda y el oleaje volvió a elevarla. Cuando llegó al nivel de la plataforma, estiró una pierna, pero no logró tocarla. Eddie se arrodilló y extendió una mano. Casi perdió el equilibrio y cayó al agua, pero ni siquiera consiguió rozarle la pierna. El oleaje se la llevó de nuevo, y la joven chilló de desesperación.
– ¡Colúmpiate! -gritóEddie-. ¡Colúmpiate de un lado a otro cuando subas!
Ella le oyó. Eddie advirtió que apretaba los dientes a causa del dolor que sentía en sus brazos, pero logró columpiarse atrás y adelante mientras el oleaje elevaba la lancha. Eddie se arrodilló y alargó la mano. Carol-Ann se situó al nivel de la plataforma y se columpió con todas sus fuerzas. Eddie la agarró por el tobillo. No llevaba medias. La atrajo hacia sí y se apoderó del otro tobillo, pero sus pies aún no llegaban a la plataforma. La lancha cabalgó sobre la cresta de la ola y empezó a caer. Carol-Ann chilló. Eddie continuaba agarrándola por los tobillos. Entonces, ella soltó la cuerda.
Eddie no cedió. Cuando Carol-Ann cayó, su peso le arrastró y estuvo a punto de caer al mar, pero consiguió deslizarse sobre el estómago y permanecer en la plataforma. Carol-Ann subía y bajaba, sin soltar sus manos. En esta posición no podía elevarla, pero el mar se encargó del trabajo. La siguiente ola sumergió su cabeza, pero la alzó hacia él. Eddie soltó el tobillo que atenazaba con la mano derecha y rodeó su cintura con el brazo.
La había salvado. Descansó unos momentos.
– Ya está, nena, te he cogido -dijo, mientras ella respiraba con dificultad y farfullaba palabras entrecortadas. Después la izó hasta la plataforma.
La sostuvo con una mano mientras ella se ponía de pie, y luego la condujo al interior del avión.
Carol-Ann, sollozando, se derrumbó en sus brazos. Eddie apretó la cabeza chorreante contra su pecho. Tenía ganas de llorar, pero se contuvo. Los tres gángsteres y el capitán Baker le miraban expectantes, pero siguió sin hacerles caso varios segundos más. Abrazó a Carol-Ann con fuerza cuando ella se puso a temblar.
– ¿Te encuentras bien, cariño? -preguntó por fin-. ¿Te han hecho daño estos canallas?
Ella meneó la cabeza.
– Creo que estoy bien -balbució, mientras sus dientes castañeteaban.
Eddie levantó la vista y miró al capitán Baker. Éste les contempló con estupor.
– Dios mío, empiezo a comprender esta…
– Basta de cháchara. Hay mucho que hacer -interrumpió Vincini.
Eddie soltó a Carol-Ann.
– Muy bien. Creo que antes deberíamos hablar con la tripulación, serenarla y lograr que no se entrometa. Después, les conduciré hasta el hombre que buscan. ¿De acuerdo?
– Sí, pero démonos prisa.
– Síganme.
Eddie se encaminó a la escalerilla y subió por ella. Salió a la cubierta de vuelo y se puso a hablar al instante, aprovechando los pocos segundos que había sacado de ventaja a Vincini.
– Escuchad, chicos, que nadie intente hacerse el héroe, por favor, no es necesario. Espero que me comprendáis. -No podía arriesgarse más. Un momento después, Carol-Ann, el capitán Baker y los tres malhechores surgieron por la escotilla-. Mantened todos la calma y haced lo que os digan -continuó Eddie-. No quiero disparos, no quiero que nadie resulte herido. El capitán os dirá lo mismo. -Miró a Baker.
– Exactamente, muchachos. No deis motivos a estos tipos para utilizar sus armas.
Eddie miró a Vincini.
– Muy bien, adelante. Capitán, venga con nosotros para tranquilizar a los pasajeros, por favor. Después, que Joe y Kid conduzcan a los tripulantes al compartimento número 1.
Vincini mostró su aprobación con un cabeceo.
– Carol Ann, ¿quieres ir con la tripulación, cariño?
– Sí.
Eddie se sintió mejor. Estaría lejos de las pistolas, y podría explicar a sus compañeros de tripulación por qué había ayudado a los gángsteres.
– ¿Quiere esconder su pistola? -preguntó Eddie a Vincini-. Asustará a los pasajeros…
– Que te den por el culo. Vamos.
Eddie se encogió de hombros. Al menos, lo había intentado.
Les guió hasta la cubierta de pasajeros. Muchos conversaban en voz alta, otros reían con cierta nota de histeria y una mujer sollozaba. Todos estaban sentados, y los dos mozos realizaban heroicos esfuerzos para aparentar calma y normalidad.
Eddie recorrió el avión. Vajilla y vasos rotos sembraban el suelo del comedor; de todos modos, no se había derramado mucha comida, porque la comida casi había terminado, y todo el mundo estaba tomando café. La gente se calló cuando reparó en la pistola de Vincini.
– Les pido disculpas, damas y caballeros -iba diciendo el capitán Baker, que caminaba detrás de Vincini-, pero sigan sentados, mantengan la calma y todo terminará en breve plazo.
Hablaba con tal aplomo que hasta Eddie se sintió más aliviado.
Atravesó el compartimento número 3 y entró en el número 4. Ollis Field y Frankie Gordino estaban sentados codo con codo. Ya está, pensó Eddie; voy a dejar en libertad a un criminal. Apartó el pensamiento, señaló a Gordino y dijo:
– Aquí tiene a su hombre.
Ollis Field se puso en pie.
– Soy el agente del FBI Tommy McArdle -dijo-. Frankie Gordino cruzó el Atlántico en un barco que llegó ayer a Nueva York, y ahora está encerrado en la cárcel de Providence, Rhode Island.
– ¡Por los clavos de Cristo! -estalló Eddie. Estaba atónito-. ¡Un señuelo! ¡He sufrido tanto por un asqueroso señuelo!
A la postre, no iba a dejar en libertad a un asesino, pero no podía sentirse contento porque temía la reacción de los gángsters. Miró con temor a Vincini.
– Gordino nos importa un rábano -dijo Vincini-. ¿Dónde está el devorador de salchichas?
Eddie le miró, sin habla. ¿No querían a Gordino? ¿Qué significaba eso? ¿Quién era el devorador de salchichas?
La voz de Tom Luther sonó desde el compartimento número 3.
– Está aquí, Vincini. Ya le tengo.
Luther estaba en el umbral, apuntando con una pistola a la cabeza de Carl Hartmann.
Eddie no salía de su asombro. ¿Por qué demonios quería secuestrar a Carl Hartmann la banda de Patriarca?
– ¿Por qué les interesa un científico?
– No sólo es un científico -dijo Luther-. Es un físico nuclear.
– ¿Son ustedes nazis?
– Oh, no -explicó Vincini-. Sólo hacemos un trabajo para ellos. De hecho, somos demócratas. -Lanzó una ronca carcajada.
– Yo no soy demócrata -replicó con frialdad Luther-. Estoy orgulloso de ser miembro del Deutsch-Amerikaner Bund.
Eddie había oído hablar del Bund; era una supuesta sociedad de amistad germano-norteamericana, pero la habían fundado los nazis.
– Estos hombres son simples mercenarios -prosiguió Luther-. Recibí un mensaje personal del propio Führer, solicitando mi ayuda para capturar a un científico fugado y devolverle a Alemania. -Eddie comprendió que Luther estaba orgulloso de tal honor. Era el acontecimiento más importante de su vida-. Pagué a esta gente para que me ayudara. Ahora, llevaré de vuelta a Alemania al profesor Hartmann, donde el Tercer Reich requiere su presencia.
Eddie miró a Hartmann. El hombre estaba muerto de miedo. Un abrumador sentimiento de culpa embargó a Eddie. Obligarían a Hartmann a regresar a la Alemania nazi, todo por culpa de Eddie.
– Raptaron a mi esposa -le dijo Eddie-. ¿Qué podía hacer?
La expresión de Hartmann se transformó de inmediato. -Lo comprendo -dijo-. En Alemania estamos acostumbrados a estas cosas. Te obligan a traicionar una lealtad por el bien de otra. Usted no tenía otra alternativa. No se culpe.
Que el hombre aún conservara arrestos para consolarle en un momento como éste dejó estupefacto a Eddie. Miró a Ollis Field.
– ¿Por qué trajo un señuelo al clipper? -preguntó-. ¿Quería que la banda de Patriarca secuestrara el avión?
– De ninguna manera -contestó Field-. Nos informaron que la banda quiere matar a Gordino para impedir que cante. Iban a atentar contra su vida en cuanto pusiéramos pie en Estados Unidos. Esparcimos el rumor de que volaba en el clipper, pero le enviamos en barco. En estos momentos, la radio estará transmitiendo la noticia de que Gordino ha ingresado en prisión, y la banda sabrá que fue engañada.
– ¿Por qué no protegía a Carl Hartmann?
– No sabíamos que viajaba a bordo… ¡Nadie nos lo dijo!
¿Viajaba Hartmann sin ninguna protección, o contaba con un guardaespaldas desconocido para todo el mundo?, se preguntó Eddie.
El gángster bajito llamado Joe entró en el compartimento con su pistola en la mano derecha y una botella abierta de champán en la izquierda.
– Están pacíficos como corderitos, Vinnie -dijo-. Kid se ha quedado en el comedor, para cubrir la parte delantera del avión desde allí.
– ¿Y dónde está el jodido submarino? -preguntó Vincini a Luther.
– Llegará de un momento a otro, estoy seguro -respondió Luther.
¡Un submarino! ¡Luther se había citado con un submarino frente a la costa de Maine! Eddie miró por las ventanas, esperando verlo surgir de las aguas como una ballena de acero, pero sólo divisó olas.
– Bien, ya hemos cumplido nuestra parte -dijo Vincini-. Dénos el dinero.
Luther retrocedió hacia su asiento, sin dejar de apuntar a Hartmann, cogió un maletín y lo entregó a Vincini. Éste lo abrió. Estaba repleto de fajos de billetes.
– Cien mil dólares en billetes de veinte -dijo Luther.
– Lo comprobaré -replicó Vincini. Guardó la pistola y se sentó con el maletín sobre las rodillas.
– Tardará años en… -empezó Luther.
– ¿Cree que nací ayer? -repuso Vincini, en un tono de infinita paciencia-. Comprobaré dos fajos y después contaré cuántos fajos hay. Ya lo he hecho otras veces.
Todo el mundo miró a Vincini mientras contaba el dinero, la princesa Lavinia, Lulu Bell, Mark Alder, Diana Lovesey, Ollis Field y el presunto Frankie Gordino. Joe reconoció a Lulu Bell.
– Oiga, ¿no sale usted en las películas?
Lulu Bell desvió la vista, sin hacerle caso. Joe bebió directamente de la botella, y después se la ofreció a Diana Lovesey. Ésta palideció y se apartó de él.
– Estoy de acuerdo, no es tan bueno como dicen -comentó Joe, y derramó champagne sobre su vestido a topos crema y rojo.
Diana lanzó un grito de angustia y rechazó las manos del hombre. La tela mojada se pegó a su piel, resaltando la turgencia de sus pechos.
Eddie se sintió consternado. Incidentes como éste podían degenerar en actos violentos.
– ¡Basta! -dijo.
Joe no le hizo caso.
– Vaya tetas -dijo, con una sonrisa lasciva. Dejó caer la botella y aferró un pecho de Diana, apretándolo. Ella chilló.
– ¡No la toques, mamarracho…! -gritó Mark, forcejeando con el cinturón de seguridad.
El gángster le golpeó en la boca con la pistola, efectuando un movimiento sorprendentemente veloz. Brotó sangre de los labios de Mark.
– ¡Vincini, por el amor de Dios, deténgale! -gritó Eddie.
– Joder, si a una tía como ésta no le han tocado aún las tetas a su edad, ya es hora -dijo Vincini.
Joe hundió la cara entre los pechos de Diana, que se debatía en el asiento, intentando soltarse el cinturón.
Mark se desabrochó el cinturón, pero Joe volvió a golpearle antes de que consiguiera ponerse de pie. Esta vez, la culata de su pistola le alcanzó cerca del ojo. Joe utilizó su puño derecho para hundirlo en el estómago de Mark, asestándole otro golpe en la cara con la pistola. La sangre de sus heridas cegó a Mark. Varias mujeres empezaron a chillar.
Eddie ya no pudo soportarlo más. Estaba decidido a evitar el derramamiento de sangre. Cuando Joe iba a golpear a Mark de nuevo, Eddie, jugándose la vida, agarró al gángster por detrás y le retorció los brazos.
Joe se debatió, tratando de apuntar a Eddie, pero éste no aflojó la presa. Joe apretó el gatillo. El estruendo resultó ensordecedor en un espacio tan restrignido, pero la bala se estrelló en el suelo.
Ya se había disparado el primer tiro. Eddie se quedó horrorizado, temiendo perder el control de la situación. El baño de sangre parecía inevitable.
Vincini intervino por fin.
– ¡Basta, Joe! -aulló.
El hombre se inmovilizó.
Eddie le soltó.
Joe le dirigió una mirada envenenada, pero no dijo nada.
– Ya podemos marcharnos -dijo Vincini-. Tenemos el dinero.
Eddie vislumbró un rayo de esperanza. Si se marchaban ahora, no se derramaría más sangre. Idos, pensó. ¡Por el amor de Dios, idos!
– Llévate a la puta si quieres, Joe -siguió Vincini-. Yo también me la quiero tirar… Me gusta más que la huesuda mujer del mecánico.
Se levantó.
– ¡No, no! -chilló Diana.
Joe le desabrochó el cinturón de seguridad y la agarró por el pelo. Diana luchó con él. Mark se puso en pie, intentando secarse la sangre que cegaba sus ojos. Eddie cogió a Mark, conteniéndole.
– ¡No sea suicida! -dijo-. Todo saldrá bien, se lo prometo -añadió, bajando la voz.
Deseaba decirle a Mark que un guardacostas de la Marina estadounidense interceptaría a la lancha de la banda antes de que tuvieran tiempo de hacerle algo a Diana, pero tenía miedo de que Vincini le escuchara.
– O vienes con nosotros o le meto una bala a tu amiguito entre ceja y ceja -dijo Vincini a Diana, apuntando a Mark.
Diana se quedó quieta y empezó a llorar.
– Yo iré con ustedes, Vincini -dijo Luther-. Mi submarino no ha conseguido llegar.
– Ya lo sabía -replicó Vincini-. Es imposible acercarse tanto a Estados Unidos.
Vincini no sabía nada acerca de submarinos. Eddie sabía por qué el submarino no había hecho acto de aparición. El comandante había visto el guardacostas de Steve Appleby, patrullando el canal… No debía estar muy lejos, escuchando la radio del guardacostas, confiando en que la lancha se alejaría.
La decisión de Luther de huir con los gángsteres, en lugar de aguardar al submarino, envalentonó a Eddie. La lancha de los gángsteres se dirigía hacia la trampa preparada por Steve Appleby, y si Luther y Hartmann se encontraban a bordo de la lancha, Hartmann se salvaría. Si todo terminaba sin más daños que algunos cortes en la cara de Mark Alder, Eddie se daría por satisfecho.
– Vamos -dijo Vincini-. Primero Luther, después el devorador de salchichas, después Kid, después yo, después el mecánico, al que quiero tener a mi lado hasta que salgamos de este cascarón de nuez, y luego Joe y la rubia. ¡Moveos!
Mark Alder intentó librarse de los brazos de Eddie.
– ¿Quieren sujetar a este tío, o prefieren que Joe le mate? -preguntó Vincini a Ollis Field y al otro agente.
Cogieron a Mark y le inmovilizaron.
Eddie siguió a Vincini. Los pasajeros les contemplaron con los ojos abiertos de par en par mientras desfilaban por el compartimento número 3, hasta entrar en el comedor.
Cuando Vincini entró en el compartimento número 2, el señor Membury sacó una pistola y gritó:
– ¡Alto! -¡Apuntó directamente a Vincini!-. ¡Todos quietos o mataré a vuestro jefe!
Eddie retrocedió un paso para apartarse de la trayectoria. Vincini palideció.
– Tranquilos, muchachos, que nadie se mueva -dijo. El que llamaban Kid se giró en redondo y disparó dos veces.
Membury se desplomó.
– ¡Soplapollas, podría haberme matado! -chilló Vincini al muchacho, enfurecido.
– ¿No te has fijado en su acento? -preguntó Kid-. Es inglés.
– ¿Y qué cojones quieres decir con eso?
– He visto todas las películas que se han rodado, y un inglés nunca alcanza a nadie cuando dispara.
Eddie se arrodilló junto a Membury. Las balas habían entrado en su pecho. La sangre era del mismo color que el chaleco.
– ¿Quién es usted? -preguntó Eddie.
– Rama Especial de Scotland Yard -musitó Mernbury-. Con la misión de proteger a Hartmann. -De modo que el científico no carecía de guardaespaldas, pensó Eddie-. Menudo fracaso -masculló Membury. Cerró los ojos y dejó de respirar.
Eddie maldijo por lo bajo. Se había jurado sacar a los gángsteres del avión sin que nadie muriera, y había estado muy cerca de conseguirlo. Ahora, este valiente policía había muerto.
– Qué innecesario -dijo Eddie en voz alta.
– ¿Por qué estaba tan seguro de que nadie necesita ser un héroe? -oyó decir a Vincini. Levantó la vista. Vincini le miraba con suspicacia y hostilidad. Hostia puta, creo que le encantaría matarme, pensó Eddie-. ¿Sabes algo que nosotros no sepamos? -prosiguió Vincini.
Eddie no respondió, pero en aquel momento bajó corriendo por la escalera el marinero de la lancha, entrando en el compartirento.
– Oye, Vincini, acabo de enterarme por Willard…
– ¡Le dije que sólo utilizara la radio en caso de emergencia!
– Es que se trata de una emergencia… Un barco de la Marina está patrullando la orilla, como si buscara a alguien.
El corazón de Eddie cesó de latir. No había pensado en esta posibilidad. La banda había dejado un centinela en la orilla, con una radio de onda corta para comunicarse con la lancha. Ahora, Vincini había descubierto la trampa.
Todo había terminado. Eddie había fracasado.
– Me has engañado -dijo Vincini a Eddie-. Bastardo, te voy a matar.
Eddie miró al capitán Baker y leyó comprensión y sorprendido respeto en su rostro.
Vincini apuntó con su pistola a Eddie.
He hecho cuanto he podido, y todo el mundo lo sabe, pensó Eddie. Ya no me importa morir.
– ¡Presta atención, Vincini! -exclamó Luther-. ¿No has oído nada?
Todos guardaron silencio. Eddie oyó el sonido de otro avión.
Luther miró por la ventana.
– ¡Un hidroavión va a descender!
Vincini bajó la pistola. Las rodillas de Eddie flaquearon.
Vincini miró hacia afuera, y Eddie siguió la dirección de su mirada. Vio el Grumman Goose que estaba amarrado en Shediac. Mientras lo observaba, se posó sobre una ola, inmovilizándose.
– ¿Y qué? -dijo Vincini-. Si se cruzan en nuestro camino, les liquidaremos.
– ¿Es que no lo entiendes? -insistió Luther, nervioso-. ¡Es nuestra vía de escape! ¡Sobrevolaremos el maldito guardacostas y escaparemos!
Vincini asintió lentamente.
– Bien pensado. Eso es lo que haremos.
Eddie comprendió que iban a huir. Había salvado su vida, pero había fracasado.
Nancy Lenehan había encontrado la solución a su problema mientras volaba siguiendo la costa canadiense en el hidroavión alquilado.
Quería derrotar a su hermano, pero también deseaba escapar de los planes trazados por su padre para dirigir su vida. Quería estar con Mervyn, pero tenía miedo de que si abandonaba «Black’s Boots» y se iba a Inglaterra, se convertiría en una aburrida ama de casa como Diana.
Nat Ridgeway había dicho que pensaba hacerle una importante oferta a cambio de la empresa y darle un empleo en «General Textiles». Mientras pensaba en sus palabras había recordado que «General Textiles» poseía varias fábricas en Europa, sobre todo en Inglaterra, y Ridgeway no podría visitarlas hasta que concluyera la guerra, que podía durar años. Por lo tanto, Nancy iba a ofrecerse como directora para Europa de «General Textiles». Así podría estar con Mervyn y continuar trabajando.
La solución era muy clara. La única pega era que Europa estaba en guerra y corría el riesgo de morir.
Estaba reflexionando sobre esta lejana pero escalofriante posibilidad cuando Mervyn se volvió y le indicó por señas que mirase por la ventana: el clipper flotaba sobre el mar.
Mervyn intentó conectar por radio con el clipper, pero no obtuvo respuesta. Nancy se olvidó de sus problemas cuando el Ganso voló en círculos alrededor del avión. ¿Qué había pasado? ¿Estaba ilesa la gente que viajaba a bordo? El avión no parecía haber sufrido daños, pero no se veían señales de vida.
– Hemos de bajar a ver si necesitan ayuda -gritó Mervyn, haciéndose oír por encima del rugido del motor.
Nancy asintió vigorosamente con la cabeza.
– Abróchate el cinturón. El oleaje dificultará el amaraje.
Nancy obedeció y miró por la ventana. La mar estaba picada y las olas eran enormes. Ned, el piloto, condujo el avión en línea paralela a la cresta de las olas. El casco tocó agua sobre el lomo de una ola, y el hidroavión cabalgó sobre ella como un aficionado al surf de Hawai. No fue tan duro como Nancy temía.
Una lancha motora estaba amarrada al morro del clipper. Un hombre vestido con mono y una gorra apareció en el puente y les hizo señas. Quería que el Ganso abarbara junto a la lancha, supuso Nancy. La puerta de proa del clipper estaba abierta, de manera que entrarían por allí. Nancy enseguida supo por qué. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y resultaría difícil entrar por la puerta habitual.
Ned dirigió el hidroavión hacia la lancha. Nancy imaginó que, con esta mar, era una maniobra difícil. Sin embargo, el Ganso era un monoplano con las alas situadas a bastante altura, que quedaban por encima de la superestructura de la lancha, y podrían deslizarse a su lado. El casco del avión golpeaba contra la fila de neumáticos colocados en el costado de la barca. El hombre que estaba en cubierta había amarrado al avión la proa y la popa de su embarcación.
Mientras Ned cortaba el motor del hidroavión, Mervyn abrió la puerta y soltó la pasarela.
– He de quedarme en el avión -dijo Ned a Mervyn-. Será mejor que vaya usted a ver qué pasa.
– Yo también voy -dijo Nancy.
Como el hidroavión estaba amarrado a la lancha, ambas embarcaciones se mecían al unísono sobre las olas, y la pasarela no se movía en exceso. Mervyn fue el primero en desembarcar y tendió la mano a Nancy.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Mervyn al hombre de la lancha.
– Tuvieron problemas con el combustible y se vieron obligados a amarrar.
– No pude conectar por radio con ellos.
El hombre se encogió de hombros.
– Será mejor que suba a bordo.
Pasar de la lancha al clipper exigía un pequeño salto desde la cubierta de la lancha a la plataforma facilitada por la puerta de proa abierta. Mervyn abrió la marcha. Nancy se quitó los zapatos, los guardó en la chaqueta y le siguió. Estaba un poco nerviosa, pero saltó con facilidad.
En el compartimento de proa vio a un joven que no reconoció.
– ¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó Mervyn.
– Un aterrizaje de emergencia -contestó el joven-. Estábamos pescando y presenciamos la maniobra.
– ¿Qué le pasa a la radio?
– No lo sé.
Nancy decidió que el joven no era muy inteligente. Mervyn debió pensar lo mismo, a juzgar por sus siguientes palabras.
– Iré a hablar con el capitán -dijo, impaciente.
– Vaya por ahí. Todos están reunidos en el comedor.
El muchacho no iba vestido de la forma más adecuada para pescar: zapatos de dos tonos y corbata amarilla. Nancy siguió a Mervyn escaleras arriba hasta llegar a la cubierta de vuelo, que se encontraba desierta. Eso explicaba por qué Mervyn no había podido conectar por radio con el clipper, pero ¿por qué estaban todos en el comedor? Era muy extraño que toda la tripulación hubiera abandonado la cubierta de vuelo.
El nerviosismo se apoderó de ella a medida que bajaban hacia la cubierta de pasajeros. Mervyn entró en el compartimento número 2 y se detuvo de repente.
Nancy vio que el señor Membury yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de horror.
– Santo Dios, ¿qué ha pasado aquí? -exclamó Mervyn. -Sigan avanzando -dijo desde atrás el joven de la corbata amarilla. Su voz había adoptado un tono áspero. Nancy se volvió y vio que empuñaba una pistola.
– ¿Usted lo mató? -preguntó, encolerizada.
– ¡Cierre su jodida boca y siga avanzando!
Entraron en el comedor.
Había tres hombres armados más en la sala: un hombre grande vestido con un traje a rayas que parecía estar al mando, un hombrecillo de rostro vil que estaba detrás de la esposa de Mervyn, acariciándole los pechos, lo cual provocó que Mervyn maldijera por lo bajo, y el señor Luther, uno de los pasajeros. Apuntaba con su pistola a otro pasajero, el profesor Hartmann. El capitán y el mecánico también se encontraban presentes, con aspecto de desolación. Varios pasajeros estaban sentados a las mesas, pero la mayoría de los platos y vasos habían caído al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Nancy se fijó en Margaret Oxenford, pálida y asustada. Recordó de repente la conversación en que había asegurado a Margaret que la gente normal no debía preocuparse por los gángsteres, porque sólo actuaban en los barrios bajos. Qué estupidez.
El señor Luther habló.
– Los dioses están de mi parte, Lovesey. Ha llegado en un hidroavión justo cuando necesitábamos uno. Usted nos conducirá a mí, al señor Vincini y a nuestros socios por sobre el guardacostas de la Marina que el traidor de Eddie Deakin llamó para que nos tendiera una trampa.
Mervyn le dirigió una dura mirada, pero no dijo nada. El hombre del traje a rayas intervino.
– Démonos prisa, antes de que la Marina se impaciente y venga a investigar. Kid, encárgate de Lovesey. Su novia se quedará aquí.
– Muy bien, Vinnie.
Nancy no estaba muy segura de lo que estaba pasando, pero sabía que no quería quedarse. Si Mervyn tenía problemas, prefería estar a su lado. Sólo que nadie se había interesado por sus preferencias.
El hombre llamado Vincini continuó dando instrucciones.
– Luther, encárgate del comedor de salchichas. Nancy se preguntó por qué se llevaban a Carl Hartmann.
Había dado por sentado que todo tenía relación con Frankie Gordino, pero no se le veía por ninguna parte.
– Joe, trae a la rubia -dijo Vincini.
El hombrecillo apuntó con la pistola al busto de Diana Lovesey.
– Vamos -dijo.
Ella no se movió.
Nancy estaba horrorizada. ¿Por qué secuestraban a Diana? Tenía la horrible sensación de saber la respuesta.
Joe hundió el cañón de la pistola en el suave pecho de Diana, y la mujer lanzó un gemido de dolor.
– Un momento -dijo Mervyn.
Todos le miraron.
– Muy bien, les sacaré de aquí, pero con una condición. -Cierre el pico y mueva el culo -replicó Vincini-. No puede poner ninguna condición.
Mervyn abrió los brazos.
– Pues dispare -dijo.
Nancy lanzó un chillido de miedo. Eran la clase de hombres que dispararían sobre cualquiera que les desafiara. ¿Es que Mervyn no lo comprendía?
Se produjo un momento de silencio.
– ¿Qué condición? -preguntó Luther.
Mervyn señaló a Diana.
– Ella se queda.
Joe dirigió a Mervyn una mirada asesina.
– No le necesitamos, pedazo de mierda -contestó Vincini-. Tenemos a un montón de pilotos de la Pan American… Cualquiera pilotará el hidroavión tan bien como usted.
– Y cualquiera le pondrá la misma condición -contestó Mervyn-. Pregúnteles…, si le queda tiempo.
Nancy comprendió que los gángsteres no conocían la presencia de otro piloto a bordo del Ganso, aunque prácticamente daba lo mismo.
– Suéltala -dijo Luther a Joe.
El hombrecillo enrojeció de ira.
– Coño, ¿por qué…?
– ¡Suéltala! -gritó Luther-. ¡Te pagué para que me ayudaras a secuestrar a Hartmann, no para violar mujeres!
– Tiene razón, Joe -intervino Vincini-. Ya conseguirás otra puta más tarde.
– Vale, vale -dijo Joe.
Diana empezó a llorar de alivio.
– ¡Nos estamos retrasando! -gritó Vincini-. ¡Vámonos de aquí!
Nancy se preguntó si volvería a ver a Mervyn.
Escucharon un bocinazo El patrón de la lancha intentaba llamar su atención.
El que llamaban Kin gritó desde el compartimento contiguo.
– ¡Dios mío, jefe, mire por la ventana!
Harry Marks había quedado sin sentido cuando el clipper se posó sobre las aguas. Del primer rebote salió disparado de cabeza contra las maletas amontonadas. Después, mientras se incorporaba a gatas, el avión se desplomó sobre el mar y él se precipitó contra la pared opuesta, golpeándose en la cabeza y perdiendo el conocimiento.
Cuando se despertó, se preguntó qué estaba pasando.
Sabía que no habían llegado a Port Washington; sólo habían transcurrido dos horas y la última etapa duraba cinco. Se trataba de una escala no prevista, y tenía toda la pinta de ser un amaraje de emergencia.
Se incorporó, dolorido. Ahora sabía por qué los aviones llevaban cinturones de seguridad. Sangraba por la nariz, la cabeza le dolía mucho y tenía magulladuras por todas partes, aunque no se había roto ningún hueso. Se secó la nariz con el pañuelo y se consideró afortunado.
En la bodega del equipaje no había ventanas, por supuesto, y no podía averiguar lo que ocurría. Permaneció sentado un rato y se concentró en escuchar. Los motores se habían parado, y el silencio era absoluto.
Después, oyó un disparo.
Armas de fuego significaban gángsteres, y si había gángsteres a bordo, venían a por Frank Gordino. Además, un tiroteo equivalía a confusión y pánico, y Harry tal vez pudiera escapar en aquellas circunstancias.
Tenía que echar un vistazo.
Abrió la puerta apenas. No vio a nadie.
Salió al pasillo y se encaminó a la puerta que conducía a la cubierta del vuelo. Se detuvo y escuchó. No oyó nada. Abrió la puerta con sigilo y se asomó.
La cubierta de vuelo estaba vacía.
Avanzó de puntillas y subió por la escalera. Distinguió voces masculinas enzarzadas en una discusión, pero no consiguió captar las palabras.
La escotilla de la carlinga estaba abierta. Se asomó y vio que entraba luz del día en el compartimento de proa. Se acercó y comprobó que la puerta de proa estaba abierta.
Se irguió y miró por la ventana, hasta ver una lancha motora amarrada al morro del avión. Había un hombre en la cubierta, con botas de goma y una gorra.
Harry comprendió que la escapatoria era muy posible.
Ante él había una lancha rápida, que podía conducirle a un lugar solitario de la costa. Por lo visto, a bordo sólo había un hombre. Tenía que existir un medio de desembarazarse de él y apoderarse de la barca.
Oyó un paso justo detrás de él. Se giró en redondo, con el corazón latiendo a toda velocidad.
Era Percy Oxenford.
El chico estaba de pie en el umbral de la puerta de atrás, con el aspecto de estar tan conmocionado como Harry.
– ¿Dónde te habías escondido? -preguntó Perey al cabo de un instante.
– Da igual -contestó Harry-. ¿Qué pasa ahí abajo?
– El señor Luther es un nazi que quiere devolver al profesor Hartmann a Alemania. Ha contratado a unos gángsteres para que le ayudaran, y les ha entregado un maletín que contiene cien mil dólares.
– ¡Demonios! -exclamó Harry, olvidando su acento norteamericano.
– Y han matado al señor Membury, que era un guardaespaldas de Scotland Yard.
De modo que no iba tan desencaminado.
– ¿Tu hermana está bien?
– De momento, pero quieren llevarse a la señora Lovesey porque es muy guapa… Espero que no se fijen en Margaret…
– Caray, que lío -dijo Harry.
– Conseguí escabullirme por la trampilla cercana al lavabo de señoras.
– ¿Para qué?
– Quiero la pistola del agente Field. Vi cómo el capitán Baker se la confiscaba.
Percy abrió el cajón de la mesa de mapas. Dentro había un pesado revolver de cañón corto, el tipo de arma que los agentes del FBI llevaban bajo la chaqueta.
– Es lo que me figuraba -dijo Percy-. Un Colt Detective Special del 38.
Lo cogió, abriéndolo con pericia y haciendo girar el tambor.
Harry meneó la cabeza.
– No me parece una gran idea. Sólo conseguirás que te maten.
Cogió el revólver, lo devolvió a su sitio y cerró el cajón.
Se oyó un potente ruido. Harry y Percy miraron por la ventana y vieron que un hidroavión volaba en círculos alrededor del clipper. ¿Quién coño era? Al cabo de un momento, empezó a descender. Se posó sobre el agua, cabalgando sobre una ola, y se acercó al clipper.
– Y ahora, ¿qué? -dijo Harry. Se volvió. Percy había desaparecido. El cajón estaba abierto.
– Mierda -masculló Harry.
Atravesó la puerta de atrás. Dejó atrás las bodegas, pasó bajo la cúpula del navegante, cruzó un compartimento de techo bajo y se asomó a una segunda puerta.
Percy reptaba por un pasadizo que se hacía más bajo y angosto a medida que se aproximaba a la cola. La estructura del avión estaba al desnudo. Se veían puntales y remaches, y una serie de cables corrían por el suelo. Se trataba de un hueco superfluo situado sobre la mitad posterior de la cubierta de pasajeros. Se veía luz al final, y Percy se coló por un agujero cuadrado. Harry recordó haberse fijado en una escalerilla sujeta a la pared, junto al lavabo de señoras, con una trampilla encima.
Ya no podía detener a Percy. Era demasiado tarde.
Margaret le había dicho que todos los miembros de la familia sabían disparar, pero el chico desconocía todo acerca de los gángsteres. Si se interponía en su camino le matarían como a un perro. Harry apreciaba al muchacho, pero estaba más preocupado por Margaret. Harry no quería que presenciara la muerte de su hermano. ¿Qué mierda podía hacer?
Volvió a la cubierta de vuelo y miró por la ventana. El hidroavión estaba amarrando a la lancha. O los tripulantes del hidroavión subirían a bordo del clipper, o viceversa. En cualquier caso, alguien no tardaría en pasar por la cabina de vuelo. Harry debía desaparecer por unos momentos. Se refugió la puerta trasera, dejando un resquicio para observar qué pasaba.
Alguien subió desde la cubierta de pasajeros y se dirigió al compartimiento de proa. Pocos minutos después, dos o tres personas regresaron por el mismo camino. Harry oyó que bajaban por la escalera, y luego salió.
¿Traían ayuda, o refuerzos para los gángsteres?
Subió por la escalera. Al llegar arriba vaciló. Decidió arriesgarse y avanzar un poco más.
Llegó a la curva de la escalera, desde la que pudo ver la cocina. Estaba desierta. ¿Qué haría ahora si el marinero de la lancha decidía subir a bordo del clipper? Le oiré llegar, pensó Harry, y me deslizaré al lavabo de caballeros. Siguió bajando paso a paso, deteniéndose y escuchando en cada peldaño. Cuando llegó al último oyó una voz. Era la de Tom Luther, de acento norteamericano culto con un leve matiz europeo.
– Los dioses están de mi parte, Lovesey -estaba diciendo-. Ha llegado en un hidroavión justo cuando necesitábamos uno. Usted nos conducirá a mí, al señor Vincini y a nuestros socios por sobre el guardacostas de la Marina que el traidor Eddie Deakin llamó para que nos tendiera una trampa.
Ya tenía respuesta a la pregunta. El hidroavión permitiría que Luther se escapara con Hartmann.
Harry bajó por la escalera. La idea del pobre Hartmann en manos de los nazis era sobrecogedora, pero Harry no iba a hacer nada por impedirlo. No era un héroe. Sin embargo, el joven Percy Oxenford cometería una estupidez de un momento a otro. Harry no podía quedarse al margen y permitir que el hermano de Margaret resultara muerto. Debía anticiparse y realizar alguna maniobra de diversión y frustrar los propósitos de los gángsteres, por el bien de Margaret.
Concibió una idea al ver una cuerda atada a un puntal en el compartimento de proa.
De pronto, se le ocurrió la forma de llevar a cabo la maniobra de diversión, y tal vez desembarazarse de un gángster al mismo tiempo.
En primer lugar, debía desatar las cuerdas y dejar la lancha a la deriva.
Pasó por la escotilla y bajó por la escalera.
Su corazón latía a toda velocidad. Estaba asustado.
No pensó en lo que diría si alguien le sorprendía. Improvisaría algo, como siempre.
Cruzó el compartimento. Tal como imaginaba, la cuerda partía de la lancha.
Alcanzó el puntal, desató el nudo y dejó caer la cuerda al suelo.
Miró afuera y vio que una segunda cuerda unía la proa de la lancha con el morro del clipper. Mierda. Tendría que salir a la plataforma para llegar a ella, y eso significaba que podían verle.
Pero ya había pasado el momento de dar marcha atrás. Y debía darse prisa. Percy se iba a meter en la guarida del león, como Daniel.
Salió a la plataforma. La cuerda estaba atada a un cabrestante que sobresalía del morro del aparato. La soltó a toda prisa.
Oyó un grito procedente de la lancha.
– Oiga, ¿qué está haciendo?
No levantó la vista. Confiaba en que el tipo estuviera desarmado.
Desanudó la cuerda del cabrestante y la tiró al mar.
– ¡Oiga, usted!
Se volvió. El patrón de la lancha gritaba desde cubierta. No iba armado, gracias a Dios. El hombre asió su extremo de la cuerda y tiró. La cuerda surgió del compartimento de proa y cayó al agua.
El patrón se introdujo en la timonera y encendió el motor.
El siguiente paso era más peligroso.
Los gángsteres sólo tardarían unos segundos en observar que su lancha iba a la deriva, lo cual provocaría estupor y alarma. Uno de ellos saldría a investigar para amarrar la lancha de nuevo. Y entonces…
Harry estaba demasiado asustado para pensar en lo que haría entonces.
Subió a toda prisa por la escalerilla, atravesó la cubierta de vuelo y se ocultó en las bodegas.
Sabía que era mortalmente peligroso jugar con gángsteres de esta manera, y notó un sudor frío al pensar en lo que le harían si llegaban a cogerle.
Durante un largo minuto no ocurrió nada. Venga, pensó, daos prisa y mirad por la ventana. Vuestra lancha navega a la deriva… Tenéis que daros cuenta antes de que pierda el valor.
Por fin, volvió a oír pasos, pasos pesados, apresurados, que subían por la escalerilla y atravesaban la cabina de vuelo. Para su decepción, daba la impresión de que eran dos hombres. No había calculado que debería enfrentarse a dos.
Cuando juzgó que habían entrado en el compartimento de proa, asomó la cabeza. No se veía a nadie. Atravesó la cabina y miró por la escotilla. Dos hombres armados con pistolas miraban al exterior desde la puerta de proa. Aunque no hubieran llevado pistolas, Harry habría adivinado que eran delincuentes por sus ropas llamativas. Uno era un tipejo feo de aspecto desagradable; el otro era muy joven, de unos dieciocho años.
Quizá debería esconderme otra vez, pensó.
El patrón se hallaba maniobrando la lancha, y el hidroavión continuaba amarrado al costado. Los dos gángsters deberían amarrar de nuevo la lancha al clipper, y no podrían hacerlo empuñando sus armas. Harry esperó ese momento.
El patrón gritó algo que Harry no entendió. Pocos momentos después, los gángsters guardaron las pistolas en los bolsillos y salieron a la plataforma.
Harry, con el corazón en un puño, bajó por la escalerilla y entró en el compartimento de proa.
Los hombres intentaban atrapar una cuerda que el patrón les lanzaba, completamente distraídos, y al principio no le vieron.
Se dirigió de puntillas al otro extremo del compartimento.
Cuando se encontraba a medio camino, el joven asió la cuerda. El pequeñajo se volvió un poco… y vio a Harry. Hundió la mano en el bolsillo y sacó la pistola justo cuando Harry se precipitaba contra él.
Harry se sintió seguro de que iba a morir. Desesperado, sin pensarlo dos veces, se agachó, asió al hombre por el tobillo y lo levantó.
El hombrecillo se tambaleó, a punto de caer, soltó la pistola y se agarró a su compañero para no perder el equilibrio.
El joven trastabilló y soltó la cuerda. Los dos oscilaron por un instante. Harry aún sujetaba el tobillo de Joe, y tiró de él.
Los dos hombres cayeron de la plataforma al revuelto mar. Harry lanzó un alarido de triunfo.
Se hundieron bajo las olas, emergieron y se debatieron en el oleaje. Harry adivinó que ninguno de los dos sabía nadar.
No esperó a ver cuál era su suerte. Debía saber lo que había ocurrido en la cubierta de pasajeros. Atravesó corriendo el compartimento de proa, subió por la escalerilla, desembocó en la cabina de vuelo y se dirigió de puntillas hacia la escalera.
Se detuvo al pie para escuchar.
Margaret podía oír los latidos de su corazón.
Resonaban en sus oídos como timbales, rítmicos e insistentes, con tal potencia que le parecía imposible que los demás pasajeros no los oyeran.
Estaba más asustada que en ningún otro momento de su vida, y avergonzada de ello.
La había asustado el amaraje de emergencia, la súbita aparición de las pistolas, la desconcertante forma con que personajes como Frankie Gordino, el señor Luther y el mecánico intercambiaban sus papeles, y la brutalidad indiferente de aquellos estúpidos matones, vestidos con sus espantosos trajes, y, sobre todo, porque el silencioso señor Membury yacía muerto en el suelo.
Estaba demasiado asustada para moverse, y esto también la avergonzaba.
Había hablado durante años de que quería luchar contra el fascismo, y ahora se había presentado su oportunidad. Delante de sus propias narices, un fascista estaba secuestrando a Carl Hartmann para devolverle a Alemania. Pero no podía hacer nada porque el terror la paralizaba.
En cualquier caso, tal vez no podía hacer nada; tal vez sólo lograría que la matasen. Pero debía intentarlo, y siempre había dicho que arriesgaría su vida por la causa y por la memoria de Ian.
Comprendió que su padre no se había equivocado al mofarse de sus pretensiones de valentía. Su heroísmo sólo residía en la imaginación. Su sueño de servir como correo motorizado en el campo de batalla era pura fantasía. Al oír el primer disparo se escondería debajo de un seto. En medio de un peligro real, no servía para nada. Se quedó sentada, absolutamente inmóvil, mientras el corazón aporreaba sus oídos.
No había pronunciado una palabra desde que el clipper se había posado sobre las aguas, los pistoleros subieron a bordo, y Nancy y el señor Lovesey llegaron en el hidroavión. No dijo nada cuando el llamado Kid vio que la lancha se alejaba, y el que se llamaba Vincini envió a Kid y a Joe a recuperarla.
Pero lanzó un chillido cuando vio que Kid y Joe se estaban ahogando.
Tenía la vista clavada en la ventana, sin ver otra cosa que olas, cuando los dos hombres aparecieron ante sus ojos. Kid intentaba mantenerse a flote, pero Joe se aferraba a la espalda de su amigo, empujándole hacia abajo mientras trataba de salvarse. Era una escena horrible.
Cuando gritó, el señor Luther corrió hacia la ventana. -¡Han caído al agua! -gritó como un histérico.
– ¿Quién? -preguntó Vincini-. ¿Kid y Joe?
– Sí.
El patrón de la lancha arrojó una cuerda, pero los hombres que se ahogaban no la vieron. Joe manoteaba como un poseso, presa del pánico, sumergiendo a Kid.
– ¡Haga algo! -dijo Luther, también muy asustado.
– ¿Qué? -preguntó Vincini-. No podemos hacer nada. ¡Esos bastardos chiflados ni siquiera saben cómo salvarse!
Los dos hombres se hallaban cerca del hidroestabilizador. Si hubieran mantenido la calma, habrían trepado a él, pero ni tan siquiera lo vieron.
La cabeza de Kid se hundió y no volvió a salir.
Joe perdió contacto con Kid y tragó una bocanada de agua. Margaret oyó un chillido ronco, amortiguado por las paredes a prueba de ruidos del clipper. La cabeza de Joe se hundió, emergió y desapareció por última vez.
Margaret se estremeció. Los dos habían muerto.
– ¿Cómo ha ocurrido esto? -preguntó Luther-. ¿Cómo han caído?
– Quizá les empujaron -insinuó Vincini.
– ¿Quién?
– Quizá haya alguien más en este jodido avión. ¡Harry!, pensó Margaret.
¿Era posible? ¿Seguiría Harry a bordo? ¿Se habría escondido en algún sitio, mientras la policía le buscaba, y salido tras el amaraje de emergencia? ¿Habría empujado Harry a dos gángsteres?
Después, pensó en su hermano. Percy había desaparecido después de que la lancha amarrara junto al clipper. Margaret había imaginado que estaría en el lavabo de caballeros y habría preferido quedarse donde no le vieran. Pero no era típico de él. Siempre se metía en líos. Sabía que había descubierto una manera extraoficial de subir al puente de vuelo. ¿Qué estaría planeando?
– ¡El plan se está yendo al carajo! -exclamó Luther-. ¿Qué vamos a hacer?
– Nos iremos en la barca, tal como habíamos planeado: usted, yo, el devorador de salchichas y el dinero -contestó Vincini-. Si alguien se entromete, métale una bala en el estómago. Tranquilícese y vámonos.
Margaret tenía el funesto presentimiento de que se toparían con Percy en la escalera, y sería él quien recibiría un tiro en el estómago.
Entonces, justo cuando los tres hombres salían del comedor, oyó la voz de Percy, procedente de la parte posterior del avión.
– ¡Quietos ahí! -gritó a pleno pulmón.
Margaret, asombrada, vio que empuñaba una pistola… y apuntaba directamente a Vincini.
Era un revólver de cañón corto, y Margaret adivinó al instante que debía ser el Colt confiscado al agente del FBI. Percy lo sostenía frente a él, con el brazo recto, como si estuviera apuntando a un blanco.
Vincini se volvió poco a poco.
Margaret se sentía orgullosa de Percy, aunque al mismo tiempo temía por su vida.
El comedor se encontraba abarrotado. Detrás de Vincini, muy cerca de donde Margaret estaba sentada, Luther apoyaba su pistola en la cabeza de Hartmann. Nancy, Mervyn y Diana Lovesey, el mecánico y el capitán se hallaban de pie al otro lado del compartimento. Y la mayoría de los asientos estaban ocupados.
Vincini contempló a Percy durante un largo momento.
– Lárgate de aquí, chaval -dijo por fin.
– Tire el arma -replicó Percy, con su voz aflautada de adolescente.
Vincini reaccionó con sorprendente celeridad. Se agachó a un lado y levantó la pistola. Se produjo un disparo. La detonación ensordeció a Margaret. Oyó un chillido lejano y comprendió que se trataba de su propia voz. Ignoraba quién había disparado a quién. Percy aparentaba estar ileso. Después, Vincini se tambaleó y cayó; un chorro de sangre brotaba de su pecho. Dejó caer la maleta y ésta se abrió, esparciendo su contenido. La sangre manchó los fajos de billetes.
Percy tiró la pistola y miró, horrorizado, al hombre que había matado. Parecía al borde de las lágrimas.
Todo el mundo miró a Luther, el último de la banda, y la única persona que todavía empuñaba un arma.
Carl Hartmann se liberó de la presa de Luther con un repentino movimiento y se arrojó al suelo. La idea de que Hartmann resultara asesinado aterró a Margaret; luego pensó que Luther mataría a Percy, pero lo que en realidad ocurrió la pilló totalmente desprevenida.
Luther se apoderó de ella.
La sacó del asiento y la sostuvo frente a él, apoyando la pistola en su sien, tal como había hecho antes con Hartmann. Todo el mundo permaneció inmóvil.
Margaret estaba demasiado aterrorizada para hablar, incluso para gritar. El cañón de la pistola se hundía dolorosamente en su sien. Luther estaba temblando, tan asustado como ella.
– Hartmann, vaya hacia la puerta de proa. Suba a la lancha. Haga lo que le digo o mataré a la chica.
De pronto, Margaret notó que una terrorífica calma descendía sobre ella. Comprendió, con espantosa claridad, la astucia de Luther. Si se hubiera limitado a apuntar a Hartmann, éste habría dicho: «Máteme. Prefiero morir que regresar a Alemania». Pero ahora, su vida estaba en juego. Hartmann podía estar dispuesto a sacrificar su vida, pero no la de una joven.
Hartmann se levantó lentamente.
Todo dependía de ella, comprendió Margaret con lógica fría e implacable. Podía salvar a Hartmann sacrificando su vida. No es justo, pensó, no esperaba esto, no estoy preparada, no puedo hacerlo.
Miró a su padre. Parecía horrorizado.
En aquel horrible momento recordó cómo se había burlado de ella, diciendo que era demasiado blanda para combatir, que no duraría ni un día en el STA.
¿Tenía razón?
Lo único que debía hacer era moverse. Tal vez Luther la matara, pero los demás hombres saltarían sobre él al instante, y Hartmann conseguiría salvarse.
El tiempo transcurría con tanta lentitud como en una pesadilla.
Puedo hacerlo, penso con absoluta frialdad.
Respiró hondo y pensó: «Adiós a todos».
De pronto, oyó la voz de Harry detrás de ella.
– Señor Luther, creo que su submarino acaba de llegar. Todo el mundo miró por las ventanas.
Margaret notó que la presión del cañón sobre su sien cedía una fracción de milímetro, y reparó en que Luther se distraía un momento.
Agachó la cabeza y se liberó de su presa.
Oyó un disparo, pero no sintió nada.
Todo el mundo se movió al mismo tiempo.
Eddie, el mecánico, pasó junto a ella y cayó como un árbol sobre Luther.
Margaret vio que Harry le arrebataba la pistola a Luther.
Luther se derrumbó sobre el suelo, bajo el peso de Eddie y Harry.
Margaret comprendió que aún vivía.
De repente, se sintió débil como un bebé, y se desplomó en el asiento.
Percy se lanzó hacia ella. Se abrazaron. El tiempo se había detenido.
– ¿Estás bien? -se oyó preguntar.
– Creo que sí -contestó Percy, tembloroso.
– ¡Eres muy valiente!
– ¡Y tú también!
Sí, lo he sido, pensó. He sido valiente.
Todos los pasajeros se pusieron a gritar a la vez, hasta que el capitán Baker intervino.
– ¡Cállense todos, por favor!
Margaret miró a su alrededor.
Luther seguía caído en el suelo, sujeto por Eddie y Harry. El peligro procedente del interior del aparato ya no existía. Miró afuera. El submarino flotaba en el agua como un gran tiburón gris, y sus mojados flancos de acero centelleaban a la luz del sol.
– Hay un guardacostas de la Marina en las cercanías -explicó el capitán Baker- y vamos a informarles por radio ahora mismo de la presencia del submarino. -La tripulación había entrado en el comedor desde el compartimento número 1. El capitán se dirigió al radiotelegrafista-. Ponte en contacto, Ben.
– Sí, señor, pero tenga en cuenta que el submarino puede captar nuestro mensaje y darse a la fuga.
– Tanto mejor -gruñó el capitán-. Nuestros pasajeros ya han corrido suficientes peligros.
El radiotelegrafista subió a la cubierta de vuelo.
Todo el mundo miraba al submarino, cuya escotilla seguía cerrada. Su comandante se mantenía a la espera de los acontecimientos.
– Falta un gángster por capturar -continuó Baker-, y me gustaría echarle el guante. Es el patrón de la lancha. Eddie, ve a la puerta de proa y hazle subir a bordo. Dile que Vincini le reclama.
Eddie se levantó y salió.
– Jack, coge todas estas jodidas pistolas y quítales la munición -dijo el capitán al navegante. Después, al darse cuenta de que había soltado un taco, se disculpó-. Señoras, les ruego que perdonen mi lenguaje.
Habían oído tantas palabrotas en boca de los gángsters que Margaret no pudo por menos que reír de su ingenuidad, y los demás pasajeros la secundaron. El capitán manifestó estupor al principio, pero luego comprendió el motivo de sus carcajadas y sonrió.
Las risas hicieron comprender a todos que el peligro había pasado, y algunos pasajeros empezaron a tranquilizarse. Margaret aún se sentía rara, y temblaba como si la temperatura fuera extremadamente fría.
El capitán empujó a Luther con la punta del zapato y habló a otro tripulante.
– Johnny, encierra a este tipo en el compartimento número uno y no le pierdas de vista.
Harry soltó a Luther y el tripulante se lo llevó. Harry y Margaret se miraron.
Ella había imaginado que Harry la había abandonado. Había pensado que nunca volvería a verle. Había abrigado la certidumbre de que iba a morir. De repente, se le antojaba insoportablemente maravilloso que ambos estuvieran vivos y juntos. Harry se sentó a su lado y ella le echó los brazos al cuello. Se unieron en un estrecho abrazo.
– Mira afuera -murmuró Harry en su oído al cabo de un rato.
El submarino se estaba sumergiendo poco a poco bajo las olas.
Margaret sonrió y le besó.
Cuando todo hubo terminado, Carol-Ann no quiso tocar a Eddie.
Estaba sentada en el comedor, bebiendo un café con leche caliente que le había preparado Davy, el mozo. Estaba pálida y temblorosa, pero no cesaba de repetirse que se encontraba bien. Sin embargo, se encogía cada vez que Eddie le ponía la mano encima.
Ella miraba, sentado a su lado, pero ella evitaba sus ojos. Hablaron en voz baja de lo ocurrido. Ella le refirió de forma obsesiva, una y otra vez, cómo los hombres habían irrumpido en casa, arrastrándola hacia el coche.
– ¡Yo estaba envasando ciruelas! -repetía, como si fuera el aspecto más ultrajante del lance.
– Todo ha terminado -respondía él cada vez, y Carol-Ann asentía con la cabeza vigorosamente, pero Eddie se daba cuenta de que aún no lo creía.
Por fin, ella le miró y preguntó:
– ¿Cuándo volverás a volar?
Entonces, Eddie comprendió. Estaba asustada de quedarse sola otra vez. Experimentó un gran alivio; no iba a costarle nada tranquilizarla.
– No volveré a volar. Voy a retirarme ya. En caso contrario, tendrían que despedirme. No pueden emplear a un mecánico que hizo aterrizar un avión de forma deliberada.
El capitán Baker escuchó parte de la conversación y le interrumpió.
– Eddie, debo decirle algo. Comprendo lo que hizo. Le pusieron en una tesitura imposible y se enfrentó a ella como mejor pudo. Más aún: no conozco a otro hombre que la hubiera manejado tan bien. Fue valiente y listo, y me siento orgulloso de volar con usted.
– Gracias, señor -dijo Eddie, con un nudo en la garganta-. No sé explicarle cuánto se lo agradezco. -Vio por el rabillo del ojo a Percy Oxenford, que estaba sentado solo, con aspecto de seguir conmocionado-. Señor, creo que deberíamos dar las gracias al joven Percy. ¡Su intervención fue fundamental!
Percy le oyó y levantó la vista.
– Bien pensado -respondió el capitán. Palmeó el hombro de Eddie y fue a estrechar la mano del muchacho-. Eres un hombre muy valiente, Percy.
Percy se animó al instante.
– ¡Gracias!
El capitán se sentó a charlar con él.
– Si no sigues volando, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Carol-Ann a Eddie.
– Iniciaré el negocio del que hemos hablado.
Vio la esperanza reflejada en su cara, pero aún no le creía del todo.
– ¿Podremos?
– He ahorrado suficiente dinero para comprar el aeródromo, y pediré prestado el que haga falta para empezar.
El optimismo de Carol-Ann aumentaba a cada segundo.
– ¿Podríamos dirigirlo juntos? -preguntó-. Yo me encargaré de los libros y contestaré al teléfono, mientras tú te encargas de las reparaciones y de reabastecer de combustible a los aviones.
Eddie sonrió y asintió con la cabeza.
– Claro, al menos hasta que llegue el niño.
– Como una tienda familiar.
Eddie cogió su mano, y esta vez ella no la retiró, sino que apretó la de su marido.
– Una tienda familiar -repitió Eddie, y ella sonrió por fin.
Nancy estaba abrazando a Mervyn cuando Diana palmeó el hombro de éste.
Nancy estaba loca de alegría y alivio, abrumada por el placer de seguir con vida y en compañía del hombre al que amaba. Ahora, se preguntó si Diana iba a proyectar una nube sobre este momento. Diana había dejado a Mervyn de forma vacilante, y había dado muestras de arrepentirse de vez en cuando. Mervyn había demostrado que aún se preocupaba por ella, negociando con los gángsteres para salvarla. ¿Iba a rogarle ella que la acogiera de nuevo a su lado?
Mervyn se volvió y dirigió a su esposa una mirada cautelosa.
– ¿Y bien, Diana?
Las lágrimas cubrían su rostro, pero su expresión era decidida.
– ¿Quieres darme la mano?
Nancy no estaba segura de lo que eso significaba, y el comportamiento precavido de Mervyn le dio a entender que él tampoco lo tenía claro. Sin embargo, Mervyn le ofreció la mano.
– Por supuesto.
Diana retuvo la mano de Mervyn entre las suyas. Derramó más lágrimas, y Nancy creyó que iba a decir: «Intentémoslo otra vez», pero no fue así.
– Buena suerte, Mervyn. Te deseo mucha felicidad.
– Gracias, Di -contesto Mervyn, solemne-. Te deseo lo mismo.
Entonces, Nancy comprendió: se estaban perdonando el daño mutuo que se habían infligido. Iban a separarse, pero como amigos.
– ¿Quieres darme la mano? -preguntó Nancy a Diana, obedeciendo a un súbito impulso.
La otra mujer sólo vaciló una fracción de segundo.
– Sí -dijo. Se estrecharon la mano-. Te deseo lo mejor.
– Y yo a ti.
Diana se volvió sin decir nada más y caminó hacia su compartimento.
– ¿Y nosotros? -preguntó Mervyn-. ¿Qué vamos a hacer?
Nancy se dio cuenta de que aún no había tenido tiempo de contarle sus planes.
– Voy a ser la directora para Europa de Nat Ridgeway. Mervyn se quedó sorprendido.
– ¿Cuándo te ha ofrecido el empleo?
– Todavía no lo ha hecho…, pero lo hará -dijo Nancy, y lanzó una alegre carcajada.
Captó el sonido de un motor. No eran los poderosos motores del clipper, sino uno pequeño. Miró por la ventana, preguntándose si la Marina habría llegado.
Ante sus sorpresa, vio que alguien había desamarrado la lancha motora de los gángsteres y se alejaba del clipper y del hidroavión pequeño a toda velocidad.
¿Quién la conducía?
Margaret abrió la válvula de estrangulación por completo y la lancha se alejó del clipper.
El viento le apartó el pelo de la cara. La joven lanzó un grito de júbilo.
– ¡Libre! ¡Soy libre!
Harry y ella habían tenido la idea al mismo tiempo. Estaban de pie en el pasillo del clipper, preguntándose qué iban a hacer, cuando Eddie trajo al patrón de la lancha y le encerró en el compartimento número 1 con Luther. Un pensamiento idéntico pasó por la cabeza de ambos.
Pasajeros y tripulantes estaban demasiado ocupados felicitándose mutuamente para fijarse en que Harry y Margaret se deslizaban en el compartimento de proa y subían a la lancha. El motor estaba en marcha. Harry había desatado las cuerdas mientras Margaret examinaba los controles, iguales a los de la barca que su padre tenía en Niza, y al cabo de unos segundos ya estaban lejos.
No creía que les persiguieran. El guardacostas de la Marina que había acudido a la llamada del mecánico había partido a la caza del submarino, y no iba a mostrar el menor interés por un hombre que había robado un par de gemelos en Londres. Cuando la policía llegara, investigaría asesinato, secuestro y piratería. Pasaría mucho tiempo antes de que se preocuparan por Harry.
Harry rebuscó en un cajón y encontró algunos mapas, que estudió durante un rato.
– Hay montones de mapas de las aguas que rodean una bahía llamada Blacks Harbour, que está situada a la derecha de la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Creo que estamos cerca. Deberíamos dirigirnos hacia el lado canadiense.
Poco rato después, añadió:
– Hay una ciudad grande a unos cien kilómetros al norte llamada St. John. Tiene estación de tren. ¿Vamos hacia el norte?
Margaret comprobó la brújula.
– Sí, más o menos.
– No sé nada de navegación, pero creo que no nos perderemos si seguimos la costa. Deberíamos llegar al anochecer. Ella sonrió.
Harry dejó los mapas y se acercó a ella, mirándola con fijeza.
– ¿Qué pasa? -preguntó Margaret.
Harry meneó la cabeza, como incrédulo.
– Eres tan bonita… ¡Y me quieres!
Margaret lanzó una carcajada.
– Cualquiera que te conozca ha de quererte.
Harry deslizó los brazos alrededor de su cintura.
– Es increíble navegar bajo el sol con una chica como tú. Mi madre siempre dice que soy un tío con suerte, y tiene razón, ¿no crees?
– ¿Qué haremos cuando lleguemos a St. John? -preguntó Margaret.
– Dejaremos la lancha en la playa, iremos a la ciudad, alquilaremos una habitación para pasar la noche y cogeremos el primer tren de la mañana.
– No sé cómo nos arreglaremos para conseguir dinero -dijo Margaret, frunciendo el ceño de preocupación.
– Sí, es un problema. Sólo me quedan unas pocas libras, y tendremos que pagar los hoteles, los billetes de tren, ropas nuevas…
– Ojalá me hubiera traído la maleta, como tú.
Harry le dirigió una mirada maliciosa.
– No es mi maleta -dijo-. Es la del señor Luther. Margaret se mostró perpleja.
– ¿Por qué has traído la maleta del señor Luther? -Porque contiene cien mil dólares -contestó Harry, y se echó a reír.