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Por fin veo al pintarrajeado con su aspecto normal. Es un cuarentón rollizo, de mejillas carnosas y pelo corto en las sienes y abultado en la coronilla. Un tipo regordete. Tiene una doble apariencia: el serio director de informativos en su traje gris acero y el periodista desenfadado con jersey de cuello vuelto, sin corbata ni formalidades.
Nos encontramos en el cubículo que le sirve de despacho y no estoy sentado justo delante de él, sino en diagonal. Enfrente tengo al presentador, con su traje y su pañuelo. Ambos me sonríen. Sonrisas llenas de condescendencia hacia el pobre poli que ha venido a besarles los pies. Yo me hago el tonto porque es lo que me conviene.
– Kolákoglu constituye un caso interesante -digo muy amablemente-. Claro que es demasiado pronto para afirmar que él es el asesino. Hay que investigar más.
Petratos se encoge de hombros.
– Nosotros ya lo estamos haciendo -dice-. Háganlo ustedes también. A fin de cuentas, en eso consiste su trabajo.
– Por eso he venido a verle: por si disponen de más datos, aún sin revelar, que pudieran ayudarnos en nuestra investigación.
– Nosotros no escondemos ases en la manga, teniente -interviene el presentador-. Sacamos a la luz todo lo que tenemos, para que la gente esté informada.
Petratos apoya los codos en la mesa y entrelaza los dedos.
– Hablemos claro, señor Jaritos. Ayer, el señor Delópulos le propuso cooperar. Usted nos informa en primicia del curso de las investigaciones y nosotros le ofrecemos todos los datos que obtenemos. Esta mañana he mandado a Kostaraku. Usted no sólo no le ha dicho nada, sino que encima la ha interrogado. Ahora nos pide información. Ésta no es manera de hacer las cosas.
– No informé a la señora Kostaraku porque no tenía nada que decirle. Aún estamos dando palos de ciego. Ustedes ya van un paso por delante. -Se diría que les estoy lamiendo el culo, pero no se trata de eso sino de una maniobra táctica. No al estilo FBI sino de nuestra deslucida Grecia-. Por eso he venido a solicitar su ayuda. Por la mañana los teléfonos echarán chispas. Cada tres minutos, alguien llamará a la policía para decir que ha visto a Kolákoglu. No sabemos dónde podría conducirlo esta histeria colectiva, de modo que debemos encontrarlo pronto.
– Tampoco en esto estamos de acuerdo, señor Jaritos. -Me mira como a un deficiente mental a quien tiene que enseñar a leer y escribir-. Ojalá la gente se interesara tanto por el asesinato de Yanna Karayorgui que saliera mañana a las calles a buscar su asesino. No sólo sería un enorme éxito periodístico sino también un reconocimiento de la labor de Yanna.
– ¿Y si el asesino fuera otro? Hay indicios incriminatorios que apuntan a Kolákoglu, desde luego, pero aún no estamos seguros de que la matara él. Quizá sea inocente.
– ¿Qué le preocupa? -pregunta el presentador con ironía-. ¿Mancillar el honor de un pederasta condenado a seis años de cárcel?
– No. Me preocupa perder el tiempo buscando a la persona equivocada.
– Para empezar, no nos corresponde a nosotros demostrar la culpabilidad de Kolákoglu -interviene Petratos-. Nosotros se lo entregamos. El resto es cosa suya.
En otras palabras, ustedes cargan con Kolákoglu, se calientan los cascos para demostrar su culpabilidad, y entretanto nosotros hinchamos los informativos y aumentamos el índice de audiencia.
– Aunque se preocupa en vano -prosigue Petratos-. Hay un noventa por ciento de posibilidades de que sea el asesino. Si no fuera por Yanna, se habría librado de la cárcel. Es el único que tenía un móvil.
– Se equivoca -respondo tranquilamente-. También otros tenían móviles. Usted incluido.
Se queda con la boca abierta. No sabe si lo he dicho en broma o en serio. Al final opta por lo primero y estalla en estruendosas carcajadas.
– ¿Yo? Debe de ser un chiste.
En lugar de contestarle me vuelvo hacia el presentador, que todavía trata de recobrarse de la sorpresa.
– ¿Tendría la amabilidad de dejarnos a solas?
El presentador queda totalmente desconcertado y no sabe qué hacer, pero observa que Petratos le hace una seña y se levanta.
– Su actitud me resulta sumamente desagradable, teniente -dice en un tono glacial.
– También a mí me desagrada la suya cuando presenta las noticias -contesto yo, y lo dejo atónito.
Le hubiese encantado pegar un portazo al salir, pero la puerta es de aluminio y teme echar abajo el cubículo entero.
– Bien, teniente, ¿qué razón habría tenido yo para matar a Yanna Karayorgui?
– Tuvieron una relación. Ella lo utilizó para escalar puestos y, cuando llegó donde quería, lo abandonó.
Hace un esfuerzo por mantener la sonrisa irónica, pero no lo consigue, porque lo que acaba de oír no le gusta en absoluto.
– ¿Quién le ha dicho esto?
– Preguntamos y averiguamos. Es nuestro trabajo.
– ¿Considera que el hecho de haber mantenido una relación y de habernos separado luego, de habernos separado, insisto, porque ella no me abandonó, es razón suficiente para matarla?
– A mí no me lo contaron así, señor Petratos. No se separaron de mutuo acuerdo, fue ella quien lo dejó en cuanto consiguió acceso directo al señor Delópulos, quien le dio carta blanca para que actuara a su antojo. Esta situación le hirió a usted en su amor propio y en su dignidad profesional. Seguramente le hubiese encantado darle una lección, pero ella contaba con el respaldo de Delópulos. Usted no podía controlarla ni despedirla. Y por lo que yo sé de Karayorgui, debía de recordárselo a diario, hasta el punto de sacarlo de quicio. -Si tuviera la foto pintarrajeada se la pondría delante de las narices, pero la dejé en el despacho.
Aunque hierve de cólera, intenta fingir indiferencia.
– Todo esto no son más que conjeturas sin fundamento.
– No son conjeturas, sino conclusiones basadas en las declaraciones de testigos. El asesinato de Karayorgui reúne todas las características de un crimen pasional. Esto apunta a Kolákoglu, pero también a usted, que le escribía cartas amenazadoras.
Su sorpresa parece sincera, tan sincera como puede serlo, tratándose de un periodista.
– ¿Yo? -pregunta al cabo de un buen rato-. ¿Que yo escribía cartas a Yanna amenazándola?
– Las encontramos en el cajón de su escritorio. En la última le dice claramente que, si lo obliga, tendrá las de perder.
– ¿Y yo firmo estas cartas?
Ahora soy yo el que me veo en un aprieto.
– Sólo las firma con una «N». Usted se llama Néstor, si no me equivoco.
– ¿Y por haber encontrado unas cartas de amenaza firmadas por un tal «N» ha llegado a la conclusión de que eran mías? El cuerpo de policía debe de sentirse muy orgulloso de usted.
Me trago el insulto y prosigo con calma:
– Es muy fácil averiguar quién tiene razón. Son cartas manuscritas. Déjeme una muestra de su escritura para compararla con la del remitente.
– ¡No! -exclama, fuera de sí-. Si quiere una muestra de mi escritura, lléveme a jefatura para interrogarme, y solicítela formalmente y en presencia de mi abogado. Pero si está usted equivocado le dejaré en ridículo ante toda Grecia.
Y ante toda la policía. Del ministro del Interior para abajo. Tendría suerte si me librara con un traslado al servicio de protección oficial.
– Primero debe demostrar que tuve la oportunidad de matarla. Yanna llegó a los estudios en torno a las once y media. Yo me había ido a las diez. Al menos cuatro personas me vieron marchar.
– Lo vieron entrar en el ascensor. Esto no significa necesariamente que se fuera.
– ¿Dónde me escondí? ¿En un armario o dentro de algún archivador?
– En el garaje -contesto con calma-. Bajó al garaje en el ascensor, se escondió allí y volvió a subir antes del informativo de las doce.
Hasta aquí no lo ha hecho mal, pero ahora pierde los estribos, se levanta de un brinco y se pone a gritar:
– ¡Esto no quedará así! ¡No tiene derecho a lanzar acusaciones infundadas!
– ¿Qué acusaciones? -pregunto sin perder la calma-. ¿No me ha pedido que intercambie información con usted? Pues yo le ofrezco la que tengo, ahora no se queje.
Antes de que comprenda que ha caído él sólito en la trampa, salgo del despacho.
Al atravesar la sala de redacción, algunos reporteros jóvenes que aún están trabajando vuelven la cabeza y me miran con curiosidad. Salgo sin prestarles atención. Ya he llamado al ascensor cuando veo a Kostaraku que se acerca desde el fondo del pasillo. Lleva en la mano un vasito de plástico lleno de café humeante.
– Hola -saluda formalmente, disponiéndose a dejarme atrás. Me aparto de los ascensores y me acerco a ella.
– ¿Está segura de que Karayorgui no le dijo nada más por teléfono?
Enseguida se muestra cautelosa.
– Esta mañana le conté todo lo que sabía -responde con frialdad-. No sé nada más. Por su culpa, tengo problemas con Petratos.
– ¿Le ha hablado de la foto que le enseñé?
– Claro que no. Si llego a mencionar la foto, me despide. Estaba furioso.
– Si Karayorgui le habló de la investigación que realizaba, es mejor que me lo diga ahora, antes de que sea demasiado tarde.
Ni siquiera se toma la molestia de contestar. Me echa una mirada de indignación, da media vuelta y se aleja.
Al salir del ascensor me topo con el marine de barrio. Sigue fardando de cuerpo, con los brazos y las piernas separados.
– ¿Otra vez por aquí? ¿Alguna novedad?
– ¿Por qué andas siempre despatarrado? ¿Algún problema de escoceduras? -pregunto, y me largo a comprar suvlakis.