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Me recibe vestida de negro.
– He ido a arreglar lo del entierro -dice, como si quisiera justificarse por haber salido a la calle estando de luto.
Me siento en el sofá, en el mismo sitio que la vez anterior. Estoy cansado y no tengo ganas de andarme por las ramas.
– Señora Antonakaki, ¿recuerda si su hermana mencionó alguna vez a un tal Pilarinós? ¿Jristps Pilarinós?
– ¿No es el de las agencias dé viajes? Hicimos uno a través de él.
– ¿Cuándo fue eso?
– A finales de agosto o principios de septiembre de 1990.
– ¿También viajó su hermana?
– Sí, y también Anna, mi hija. Yanna le había prometido que si entraba en Medicina le regalaría un viaje. Fuimos a Viena, Budapest y Praga. Diez días. -El recuerdo la emociona. Se sorbe los mocos y le empiezan a temblar los labios-. Jamás olvidaré aquel viaje. Como si no bastara con las visitas diurnas, Yanna se empeñaba en salir también de noche. Yo intentaba sujetarla, porque me sentía cansada y también porque gastaba el dinero a espuertas. Pero mi hermana hacía siempre lo que le daba la gana.
– No. Dejar en mal lugar a Petratos y el canal de la competencia.
– ¿Y ésas son maneras?
Prefiero cambiar de tema. No me apetece hablar de Kolákoglu, Petratos y Sotirópulos hasta en mi propia casa.
– He hablado con Katerina.
– Deberías haberla oído por teléfono cuando le anuncié que iría a Salónica. Como una cría. -Me mira y añade tímidamente-: ¿No podrías venirte para Navidad? Este año cae en fin de semana.
Tengo que contenerme para no contestar que sí.
– Imposible. No puedo faltar hasta que no se resuelva este caso. Si pasara cualquier cosa, me harían volver.
No es sólo el trabajo. Es el dinero y el hotel que debería pagar, porque en casa de Katerina no cabemos todos. Después tendría que pedir un préstamo para enviarle dinero en enero. Afortunadamente, mi tono es terminante y Adrianí no insiste. Antes de sentarnos a cenar, suena el teléfono. Contesta Adrianí.
– Un tal Zisis -susurra, y me pasa el auricular.
– Buenas tardes, Lambros.
– Tengo que verte. ¿Sabes dónde está la pastelería Jará, al final de la avenida Patisíon?
– Sí.
– Te espero allí dentro de media hora para que me invites a un helado -dice, y acto seguido cuelga.
Digo a Adrianí que no voy a cenar porque tengo que salir otra vez. De todas formas, mi estómago no se ha repuesto del todo.
– ¿Quién es ese Zisis?
– Un colega -respondo sin más precisión.