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PRIMERA PARTE. Homicidios especiales

1

Desde el otro lado del pasillo, Harry Bosch miró hacia el cubículo de su compañero y lo vio sumido en su ritual diario de alinear las carpetas apiladas, despejar de papeles el centro de la mesa y, por último, guardar la taza de café enjuagada en un cajón. Echó un vistazo a su reloj y vio que sólo eran las cuatro menos veinte; daba la impresión de que Ignacio Ferras empezaba cada día su ritual un minuto o dos antes que la jornada anterior. Aún era martes, el inicio de una semana de cuatro días después del puente del Día del Trabajo, y Ferras ya se estaba preparando para salir temprano. El desencadenante de esta rutina era siempre una llamada de teléfono desde su casa: allí lo esperaba una mujer con un niño de dos años y dos gemelos recién nacidos.

La esposa de Ferras miraba el reloj como lo haría el propietario de una tienda de golosinas con los niños gordos. Necesitaba un descanso y que su marido volviera a casa para concedérselo. Incluso desde el otro lado del pasillo y con las mamparas de insonorización de un metro veinte que separaban los espacios de trabajo en la nueva sala de la brigada, Bosch podía oír los dos lados de la conversación, que siempre empezaba con: «¿Cuándo vas a llegar a casa?».

Una vez que puso todo en orden en su espacio de trabajo, Ferras miró a su compañero.

– Harry, me voy a ir ahora, que hay menos tráfico -dijo-. Hay varias llamadas pendientes, pero tienen mi móvil. No hace falta que espere aquí.

Ferras se masajeó el hombro izquierdo mientras hablaba, lo cual también formaba parte de la rutina. Era su forma no verbal de recordarle a Bosch que le habían herido de bala hacía dos años y se había ganado el derecho de salir antes.

Bosch se limitó a asentir. En realidad, la cuestión no era si su compañero salía antes del trabajo ni si se lo había ganado; era una cuestión de compromiso con la misión de Homicidios, de saber si estaría allí cuando llegara el siguiente caso. Ferras se había pasado nueve meses en fisioterapia y rehabilitación antes de reincorporarse a la brigada. En el año transcurrido desde entonces, había trabajado en los casos con una reticencia que estaba acabando con la paciencia de Bosch. No se mostraba comprometido, y Harry se estaba cansando de esperarlo.

También se estaba cansando de esperar un nuevo crimen. Hacía cuatro semanas que no les asignaban un caso y ya había llegado la ola de calor del final del verano. Bosch sabía, tan seguro como que el viento de Santa Ana sopla por los pasos de montaña, que recibirían un caso.

Ferras se levantó y cerró el cajón de su escritorio. Estaba cogiendo la chaqueta del respaldo de la silla cuando Bosch vio que Larry Gandle salía de su oficina, situada al otro lado de la sala de la brigada, y se dirigía hacia ellos. Como miembro más veterano de la pareja, a Bosch le dieron a elegir cubículo un mes antes, cuando la División de Robos y Homicidios empezó a trasladarse desde el decrépito Parker Center al nuevo edificio de la Administración de Policía. La mayoría de los detectives de grado tres eligieron los cubículos orientados a las ventanas con vistas al ayuntamiento. Bosch optó por lo contrario: cedió la vista a su compañero y escogió el espacio que le permitía observar lo que ocurría en la sala de la brigada. Al ver que se acercaba el teniente, supo de manera instintiva que su compañero no volvería a casa temprano.

Gandle sostenía una hoja arrancada de un cuaderno y tenía un brío extra en sus andares. Eso le bastó a Bosch para comprender que su espera había concluido: allí tenía el caso, el nuevo crimen. Empezó a levantarse.

– Bosch y Ferras, en marcha -dijo Gandle cuando llegó hasta ellos-. Necesito que os ocupéis de un caso en el South Bureau.

Bosch vio que su compañero dejaba caer los hombros bruscamente. No le hizo caso y estiró el brazo para coger el papel que sostenía Gandle. Miró la dirección escrita en él: South Normandie. Había estado allí antes.

– Es una licorería -explicó Gandle-. Un hombre muerto detrás del mostrador; la patrulla está reteniendo a un testigo. No sé nada más. ¿Listos para salir?

– Listos -dijo Bosch antes de que su compañero pudiera quejarse.

Pero no funcionó.

– Teniente, esto es Homicidios Especiales -protestó Ferras, volviéndose y señalando la cabeza de jabalí colgada encima de la puerta de la sala de la brigada-. ¿Por qué hemos de ocuparnos de un atraco en una licorería? Sabe que es un caso de bandas y los de South pueden resolverlo antes de medianoche, o al menos saber quién ha disparado.

Ferras tenía razón. Los casos difíciles y complejos los llevaban Homicidios Especiales, una brigada de elite que se encargaba de investigaciones complicadas con el talento implacable de un jabalí que hurga en el barro para sacar una trufa. Un atraco en una licorería situada en un territorio controlado por las bandas difícilmente cumplía esos requisitos.

Gandle, cuya calva y expresión adusta lo convertían en el administrador perfecto, separó las manos en un ademán que expresaba una ausencia absoluta de compasión.

– Os lo dije a todos en la reunión de personal de la semana pasada: esta semana nos toca reforzar a South. Están en cuadro, tienen un equipo de guardia mientras todos los demás están en un curso de homicidios hasta el día 14. Les tocaron tres casos el fin de semana y éste, esta mañana, así que el equipo de guardia no da para más. Es vuestro turno y os toca el caso del atraco. Punto. ¿Alguna pregunta? La patrulla está esperando allí con un testigo.

– Allá vamos, jefe -dijo Bosch, zanjando la discusión.

– Espero noticias. -Gandle se dirigió de nuevo a su despacho.

Bosch cogió la americana del respaldo de su silla, se la puso y abrió el cajón de en medio de su escritorio. Cogió el cuaderno de cuero de su bolsillo de atrás y sustituyó el bloc de papel rayado por otro nuevo. Asesinato nuevo, bloc nuevo: era su rutina. Miró la placa de detective repujada en la tapa del cuaderno y volvió a guardárselo en el bolsillo de atrás. La verdad era que no le importaba qué clase de caso fuera; sólo quería uno. Como con cualquier otra cosa, si pierdes la práctica, pierdes la ventaja. Bosch no quería que le ocurriera eso.

Ferras se quedó con los brazos en jarras, mirando el reloj situado encima del tablón de anuncios.

– Mierda -dijo-. Otra vez.

– ¿Cómo que «otra vez»? -preguntó Bosch-. No hemos tenido un caso en un mes.

– Sí, pero ya me estaba acostumbrando.

– Bueno, si no quieres trabajar en Homicidios, seguro que encuentras un puesto de nueve a cinco en robos de coches, por ejemplo.

– Sí, claro.

– Pues vamos.

Bosch salió al pasillo y se encaminó a la puerta. Ferras lo siguió, sacando el teléfono para llamar a su mujer y darle la mala noticia. Antes de salir, los dos hombres levantaron el brazo y tocaron el hocico del jabalí para que les diera buena suerte.

2

Bosch no tuvo que sermonear a Ferras de camino a la zona sur de Los Ángeles, conocida como South LA. Conducir en silencio fue su sermón. Su joven compañero daba la impresión de marchitarse bajo la presión del silencio y finalmente se sinceró.

– Esto me está volviendo loco.

– ¿El qué?

– Los gemelos. Demasiado trabajo, demasiados llantos. Es un efecto dominó; uno se despierta y eso hace que el otro deje de dormir; entonces se despierta el mayor. Nadie puede pegar ojo y mi mujer está…

– ¿Qué?

– No lo sé, se está volviendo loca. Me llama a todas horas para preguntarme cuándo volveré a casa. Llego allí y entonces es mi turno de ocuparme de los niños, y no descanso. Es trabajo, niños, trabajo, niños, trabajo, niños, todos los días.

– ¿Y una niñera?

– Tal y como están las cosas no podemos pagarla, y ya no hay horas extra.

Bosch no sabía qué decir. Su hija, Madeline, había cumplido trece años el mes anterior y se hallaba a más de quince mil kilómetros de distancia. Harry nunca había participado de manera directa en su educación. La veía cuatro veces al año -dos en Hong Kong y otras dos en Los Ángeles- y nada más. ¿Qué legitimidad tenía para aconsejar a un padre a tiempo completo con tres hijos, dos de los cuales eran gemelos?

– Mira, no sé qué decirte. Ya sabes que te cubro las espaldas. Hago lo que puedo siempre que tengo ocasión, pero…

– Lo sé, Harry, y te lo agradezco. Es el primer año de los gemelos, ¿sabes? Será mucho más fácil cuando sean un poco mayores.

– Sí, pero lo que estoy intentando decirte es que quizás haya algo más que los gemelos. Tal vez se trate de ti, Ignacio.

– ¿De mí? ¿Qué estás diciendo?

– Estoy diciendo que a lo mejor eres tú. Quizá volviste demasiado pronto, ¿alguna vez has pensado en eso?

A Ferras le hirvió la sangre, pero no respondió.

– Eh, ocurre a veces -dijo Bosch-. Te pegan un balazo y empiezas a pensar que puede caerte un rayo dos veces.

– Mira, Harry, no sé de qué chorradas hablas, pero no me pasa nada en ese sentido. Estoy bien. Se trata de falta de sueño, de que me siento permanentemente agotado y no consigo recuperarme, porque mi mujer me se dedica a incordiarme desde el momento en que llego a casa, ¿vale?

– Lo que tú digas, compañero.

– Exacto, compañero, lo que yo digo. Créeme, ya tengo bastante con ella. No necesito que te unas a mi mujer.

Bosch asintió: ya se había dicho suficiente. Sabía cuándo dejarlo.

La dirección que les había dado Gandle correspondía a South Normandie Avenue, a la altura de la calle Setenta. Se hallaba a sólo un par de manzanas del infame cruce de Florence y Normandie, donde en 1992 los helicópteros grabaron algunas de las escenas más horribles que luego se emitieron por todo el mundo. Al parecer, para muchos, ésta era la imagen más perdurable de Los Ángeles.

No obstante, Bosch se dio cuenta enseguida, ya que conocía la zona y la tienda a la que se dirigía, de que se trataba de un disturbio diferente y por una razón distinta.

Fortune Liquors ya estaba acordonada con la cinta amarilla de las escenas del crimen. Se había congregado un pequeño número de mirones, pero los homicidios en ese barrio no generaban mucha curiosidad. La gente de allí había visto otros antes, muchas veces. Bosch aparcó su sedán en medio de un grupo de tres coches patrulla. Después de sacar el portafolios del maletero, cerró el coche y se encaminó hacia la cinta.

Bosch y Ferras dieron sus nombres y números de identificación al agente de patrulla que se ocupaba del registro de asistentes a la escena del crimen y pasaron por debajo de la cinta. Al acercarse a la puerta de la tienda, Bosch metió la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta y sacó un librito de fósforos viejo y gastado. En la cubierta decía FORTUNE LIQUORS y figuraba la dirección del pequeño edificio amarillo que tenía delante. Abrió el librito: sólo faltaba una cerilla y en la cara interna de la cubierta se leía un aforismo:«Dichoso aquel que halla solaz en sí mismo».

Bosch llevaba aquellas cerillas en el bolsillo desde hacía más de diez años, no tanto porque creyera que eso le daría buena fortuna, sino porque creía en lo que decía. Era por la cerilla que faltaba y por lo que le recordaba.

– Harry, ¿qué pasa? -preguntó Ferras.

Bosch se dio cuenta de que había hecho una pausa al acercarse a la tienda.

– Nada, que ya he estado aquí antes.

– ¿Cuándo? ¿En un caso?

– Más o menos, pero fue hace mucho tiempo. Vamos.

Bosch pasó al lado de su compañero y entró en la licorería.

Había varios agentes de patrulla y un sargento en el interior del establecimiento, largo y estrecho. La distribución consistía básicamente en tres pasillos. Bosch miró hacia el del centro, que terminaba en otro pasillo perpendicular con una puerta abierta que daba al aparcamiento de detrás de la tienda. Las neveras de bebidas ocupaban la pared del corredor de la izquierda y toda la parte de atrás. Los licores estaban en el pasillo derecho, mientras que el central estaba reservado para el vino, con el tinto a la derecha y el blanco a la izquierda.

Bosch vio otros dos agentes uniformados en el pasillo del fondo y supuso que estaban reteniendo al testigo en lo que probablemente era un almacén o un despacho. Dejó el maletín en el suelo, al lado de la puerta, y sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo de la chaqueta. Le dio un par a Ferras y ambos se los pusieron.

El sargento reparó en la llegada de los dos detectives y se separó de sus hombres.

– Ray Lucas -dijo a modo de saludo-. Tenemos una víctima detrás del mostrador. Se llama John Li: ele, i. Creemos que ha ocurrido hace menos de dos horas. Parece un atraco en el que el tipo no quiso dejar testigos. En la Setenta y siete muchos de nosotros conocíamos al señor Li; era un buen hombre.

Lucas les hizo una señal a ambos para que se acercaran al lugar donde se hallaba el cadáver. Bosch se agarró la chaqueta para que ésta no tocara nada mientras rodeaba el mostrador hasta llegar al pequeño espacio que había detrás. Se agachó como un catcher de béisbol para mirar más de cerca al hombre que yacía sin vida en el suelo. Ferras se inclinó sobre él como un umpire.

La víctima era asiática y aparentaba casi setenta años. Estaba tumbada boca arriba, mirando con ojos inexpresivos al techo. Tenía la mandíbula apretada, casi en una mueca, y al morir había expectorado sangre en labios, mejillas y barbilla. La parte delantera de su camisa estaba asimismo empapada de sangre, y Bosch vio al menos tres orificios de bala en el pecho. El hombre tenía la pierna derecha doblada y torcida de manera extraña bajo la otra. Obviamente se había desplomado en el mismo sitio donde se hallaba antes de que le dispararan.

– No hemos encontrado casquillos -explicó Lucas-. El que disparó los recogió y luego fue lo bastante listo para sacar el disco de la grabadora que hay en la parte de atrás.

Bosch asintió. Los tipos de la patrulla siempre querían ser útiles, pero era información que Bosch todavía no necesitaba y que podía despistarlo.

– A menos que usara un revólver -dijo-. Entonces no habría tenido que recoger ningún casquillo.

– Quizá. Pero ya no se ven muchos revólveres por aquí. Nadie quiere que lo pillen en un tiroteo desde un coche con sólo seis balas en su arma.

Lucas quería demostrar a Bosch que conocía el terreno que pisaba. Harry era sólo un visitante.

– Lo tendré en cuenta.

Bosch se concentró en el cadáver y estudió la escena en silencio. Estaba casi seguro de que la víctima era el mismo hombre que había encontrado en la tienda tantos años antes. Incluso se encontraba en el mismo sitio, en el suelo, detrás del mostrador. Y vio un paquete blando de cigarrillos en el bolsillo de su camisa.

Se fijó en que la mano derecha de la víctima tenía una mancha de sangre, lo cual no le resultó extraño. Desde su tierna infancia, las personas se llevan la mano a una herida para tratar de protegerse y aliviar el dolor; es un instinto natural. Este hombre había hecho lo mismo, seguramente para agarrarse el pecho después de que le dispararan por primera vez.

Había una separación de diez centímetros entre las heridas de bala, las cuales formaban los vértices de un triángulo. Bosch sabía que una rápida sucesión de tres disparos desde cerca normalmente habría formado una figura más cerrada. Este hecho lo llevó a pensar que la víctima había caído al suelo tras el primer disparo. Lo más probable era que el asesino se hubiera inclinado luego sobre el mostrador para disparar otras dos veces más.

Las balas habían atravesado el pecho de la víctima y causado una enorme herida en el corazón y los pulmones. La sangre expectorada revelaba que la muerte no había sido inmediata; Li había tratado de respirar. Después de tantos años trabajando en casos de homicidio, Bosch estaba seguro de una cosa: no había una forma fácil de morir.

– No hubo disparo en la cabeza.

– Correcto -dijo Ferras-. ¿Qué significa?

Bosch cayó en la cuenta de que debía de haber musitado en voz alta.

– Quizá nada. Sólo parece que, con tres tiros en el pecho, el asesino no quería dudas. Pero luego no le disparó en la cabeza.

– Una contradicción.

– Puede ser.

Bosch apartó los ojos del cadáver por primera vez y miró a su alrededor desde el ángulo que le daba esa posición baja. De inmediato reparó en una cartuchera fijada en la parte inferior del mostrador y en la pistola que contenía. El arma estaba situada en un lugar que permitía acceder a ella con facilidad en caso de un atraco o algo peor, pero la víctima no la había sacado de la cartuchera.

– Tenemos una pistola ahí debajo -dijo Bosch-. Parece una cuarenta y cinco en una cartuchera, pero el viejo no tuvo oportunidad de sacarla.

– El asesino entró deprisa y le disparó antes de que pudiera alcanzarla -dijo Ferras-. Quizá en el barrio se sabía que el viejo tenía una pistola bajo el mostrador.

Lucas hizo un ruido con la boca, como si no estuviera de acuerdo.

– ¿Qué ocurre, sargento? -preguntó Bosch.

– La pistola ha de ser nueva -dijo Lucas-. Al tipo lo han atracado al menos seis veces en los cinco años que llevo aquí. Por lo que sé, nunca antes sacó un arma.

Bosch asintió; era una observación válida. Volvió la cabeza para hablar por encima del hombro al sargento.

– Hábleme del testigo -dijo.

– Bueno, en realidad no es un testigo -aclaró Lucas-. Es la señora Li, su esposa. Entró para llevarle la comida a su marido y lo encontró muerto. La tenemos en la sala de atrás, pero le hará falta un traductor. Hemos llamado a la UDA para que envíen a un chino.

Bosch echó otra mirada al rostro del hombre muerto, luego se levantó y las dos rodillas le crujieron sonoramente. Lucas se refería a lo que se conocía como la Unidad de Delitos Asiáticos. Recientemente había cambiado el nombre a Unidad de Bandas Asiáticas para atender a las quejas de que el nombre de la unidad mancillaba el honor de la población asiática de la ciudad al insinuar que todos los asiáticos estaban implicados en la delincuencia. Pero los perros viejos como Lucas todavía la llamaban UDA. Al margen del nombre o de las siglas, la decisión de llamar a un investigador adicional de cualquier clase debería haberse dejado a Bosch, como jefe de la investigación.

– ¿Habla chino, sargento?

– No, por eso he llamado a la UDA.

– Entonces, ¿cómo sabía que tenía que pedir un chino y no un coreano o incluso un vietnamita?

– Llevo veintiséis años en el trabajo, detective. Y…

– Y conoce a un chino cuando lo ve.

– No, lo que estoy diciendo es que me cuesta aguantar todo el turno últimamente, ¿sabe? Así que una vez al día paso por aquí para comprar una de esas bebidas energéticas que te dan cinco horas de estimulación. La cuestión es que conocía un poco al señor Li de entrar aquí. Me dijo que él y su mujer procedían de China, por eso lo sabía.

Bosch asintió con la cabeza y se sintió avergonzado de su intento de abochornar a Lucas.

– Supongo que tendré que probar una de esas bebidas. ¿La señora Li llamó a Emergencias?

– No; como le he dicho, casi no sabe inglés. Según me han informado, la señora Li llamó a su hijo y fue él quien llamó a Emergencias.

Bosch cruzó al otro lado del mostrador. Ferras se quedó un poco atrás y se agachó para tener la misma perspectiva del cadáver y la pistola que Bosch acababa de examinar.

– ¿Dónde está el hijo? -preguntó Bosch.

– Viene de camino, pero trabaja en el valle de San Fernando -explicó Lucas-. Llegará en cualquier momento.

Bosch señaló al mostrador.

– Cuando llegue aquí, usted y sus hombres manténganlo alejado de esto.

– Entendido.

– Y hemos de conservar este sitio lo más despejado posible.

Lucas entendió el mensaje y sacó a sus agentes de la tienda. Después de terminar su observación detrás del mostrador, Ferras se unió a Bosch cerca de la puerta de la calle, donde Harry estaba mirando a la cámara montada en el techo en el centro de la tienda.

– ¿Por qué no te fijas en la parte de atrás? -propuso Bosch-. Mira si el tipo se llevó de verdad el disco y echa un vistazo a nuestro testigo.

– Entendido.

– Ah, y encuentra el termostato y baja la temperatura. Hace demasiado calor y no quiero que se descomponga el cadáver.

Ferras se alejó por el pasillo central. Bosch miró atrás para asimilar la escena en su conjunto. El mostrador tenía unos cuatro metros de largo; la caja registradora se hallaba en el centro, junto a un espacio abierto para que los clientes dejaran sus compras. A un lado de ese espacio había un expositor con chicles y caramelos. En el otro lado de la caja se exponían otros productos, como bebidas energéticas, una caja de plástico que contenía cigarros baratos y un expositor de lotería. Encima había una estantería metálica para cartones de cigarrillos.

Detrás del mostrador se hallaban los estantes donde se almacenaban licores caros, que los clientes tenían que pedir explícitamente. Bosch vio seis filas de Hennessy; sabía que el coñac caro era muy apreciado por los miembros de las bandas. Estaba casi seguro de que el emplazamiento de Fortune Liquors lo situaba en el territorio de la Hoover Street Criminals, una banda callejera que había formado parte de los Crips, pero que luego se hizo tan poderosa que sus líderes decidieron forjarse su propio nombre y reputación.

Bosch se fijó en dos cosas y se acercó más al mostrador.

La caja registradora estaba torcida respecto a la mesa y revelaba un cuadrado de arenilla y polvo en la formica donde había estado situada. Bosch razonó que el asesino había tirado de ella al sacar el dinero del cajón. Era una hipótesis reveladora, porque quería decir que el señor Li no había abierto el cajón para darle el dinero a su atracador. Este hecho probablemente significaba que ya le habían disparado, por lo que la teoría de Ferras según la cual el asesino había entrado disparando podía ser correcta. Sería un dato significativo en caso de juicio para probar la intención de matar. Y algo más importante, le dio a Bosch una idea más clara de lo que había ocurrido en la tienda y de la clase de persona que estaban buscando.

Harry sacó del bolsillo las gafas que tenía para ver de cerca. Se las puso sin tocar nada y se inclinó sobre el mostrador para estudiar el teclado de la caja registradora. No vio ningún botón ABRIR ni ninguna indicación obvia de cómo se desbloqueaba el cajón. Bosch no estaba seguro de cómo funcionaba y se preguntó cómo lo había sabido el asesino.

Se enderezó de nuevo y examinó los estantes de botellas de la pared de detrás del mostrador. El Hennessy estaba delante y en el centro, con un acceso fácil para el señor Li cuando entraran los miembros de la Hoover Street. Sin embargo, las filas estaban bien alineadas y no faltaba ninguna botella.

Una vez más, Bosch se inclinó sobre el mostrador. Esta vez trató de alcanzar una de las botellas de Hennessy y se dio cuenta de que si apoyaba una mano en el mostrador para equilibrarse podía llegar al estante fácilmente.

– ¿Harry?

Bosch se enderezó y se volvió hacia su compañero.

– El sargento tenía razón -dijo Ferras-. El sistema de la cámara no tiene disco; no hay ninguno en la máquina. O lo quitaron o no estaba grabando y la cámara era sólo para asustar.

– ¿Alguna copia de seguridad?

– Hay un par en el mostrador, pero es un sistema de un único disco, que sólo graba una y otra vez en el mismo soporte. Vi muchos sistemas así cuando trabajaba en Robos; duran más o menos un día y luego grabas encima. Puedes sacar el disco si quieres ver algo, pero has de hacerlo el mismo día.

– Vale, no te olvides de esos discos extra.

Lucas volvió a entrar por la puerta de la calle.

– El tipo de la UDA está aquí -dijo-. ¿Lo hago pasar?

Bosch miró a Lucas un largo momento antes de responder.

– Es UBA -dijo al fin-. Pero no lo haga entrar, ahora salgo.

3

Bosch salió de la tienda a la luz del sol; todavía hacía calor, aunque estaba cayendo la tarde. En la ciudad soplaban los vientos secos de Santa Ana; los incendios en las colinas habían dejado una palidez de humo en el aire. Bosch notó que se le secaba el sudor en la nuca. Casi de inmediato se encontró en la puerta con un detective de paisano.

– ¿Detective Bosch?

– Soy yo.

– Detective David Chu, de la UBA. Me ha llamado la patrulla. ¿En qué puedo ayudarle?

Chu era bajo y de complexión delgada, y no había rastro de acento en su voz. Bosch le hizo una señal para que lo siguiera, pasó por debajo de la cinta y se dirigió a su coche. Se quitó la chaqueta mientras caminaba; sacó el librito de fósforos y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones, luego dobló la chaqueta del revés y la dejó en una caja de cartón que llevaba en el maletero de su coche de trabajo.

– Hace calor dentro -le dijo a Chu.

Bosch se soltó el botón del medio de la camisa y se metió la corbata por dentro. Pensaba participar de lleno en la investigación de la escena del crimen y no quería que nada se interpusiera.

– Hace calor aquí fuera también -dijo Chu-. El sargento de la patrulla me ha dicho que esperara hasta que usted saliera.

– Sí, lo siento. Veamos, lo que tenemos es que el hombre mayor que regentaba la licorería desde hace años está muerto detrás del mostrador. Le han disparado al menos tres veces en lo que parece un atraco. Su mujer, que no habla inglés, lo encontró al entrar en la tienda y llamó a su hijo, que avisó a la policía. Obviamente hemos de hablar con ella y por eso está usted aquí. También podríamos necesitar su ayuda con el hijo cuando llegue. Es todo lo que sé por el momento.

– ¿Y estamos seguros de que son chinos?

– Casi seguros. El sargento de la patrulla que hizo la llamada conocía a la víctima, el señor Li.

– ¿Sabe qué dialecto habla la señora Li?

Volvieron a dirigirse a la cinta.

– No. ¿Puede ser un problema?

– Conozco los cinco dialectos principales del chino y hablo bien en cantonés y mandarín. Ésos son los dos que más encontramos aquí en Los Ángeles.

Esta vez Bosch sostuvo la cinta para que Chu pasara por debajo.

– ¿Y usted cuál habla?

– Yo nací aquí, detective, pero mi familia es de Hong Kong y en casa se hablaba mandarín.

– ¿Sí? Yo tengo una hija que vive en Hong Kong con su madre. Está aprendiendo mandarín.

– Bien hecho. Espero que le sea útil.

Entraron en la tienda. Bosch dejó que Chu viera un momento el cadáver detrás del mostrador y enseguida lo acompañó a la parte trasera de la tienda. Ferras los recibió y utilizaron a Chu para que hiciera las presentaciones con la señora Li.

La reciente viuda parecía conmocionado. Bosch no vio ninguna señal de que hubiera vertido ni una sola lágrima por su marido hasta el momento. Daba la impresión de hallarse en un estado disociado que Bosch había visto antes. Su marido yacía muerto en la parte delantera de la tienda y ella se encontraba rodeada de desconocidos que hablaban un idioma diferente. Bosch supuso que estaba esperando a que llegara su hijo, y entonces caerían las lágrimas.

Chu se dirigió a con ella con amabilidad. Bosch pensó que estaban hablando mandarín, pues su hija le había enseñado que era más melódico y menos gutural que el cantonés y algunos otros dialectos.

Al cabo de unos minutos, Chu hizo una pausa para informar a Bosch y Ferras.

– El marido se quedó solo en la tienda mientras ella se iba a casa a preparar la cena. Cuando volvió, la señora Li pensó que la tienda estaba vacía, pero entonces lo encontró detrás del mostrador. No vio a nadie al entrar. Aparcó en la parte de atrás y abrió con la llave de la puerta trasera.

Bosch asintió.

– ¿Cuánto tiempo estuvo ausente? Pregúntele qué hora era cuando se fue de la tienda.

Chu hizo lo que le pidieron y se volvió hacia Bosch con la respuesta.

– Todos los días se va a las dos y media para recoger la cena. Luego vuelve.

– ¿Hay más empleados?

– No, ya se lo he preguntado; sólo la señora Li y su marido. Trabajan de once a diez y cierran los domingos.

Una típica historia de inmigrantes, pensó Bosch. Ellos no contaban con que las balas le pusieran fin.

Bosch oyó voces procedentes de la parte delantera de la tienda y se asomó al pasillo. Había llegado el equipo de Criminalística de la División de Investigaciones Científicas y se estaba poniendo a trabajar. Volvió al almacén, donde continuaba la entrevista con la señora Li.

– Chu -lo interrumpió Bosch.

El detective de la UBA levantó la mirada.

– Pregúntele por el hijo. ¿Estaba en casa cuando lo llamó?

– Ya lo he hecho. Hay otra tienda en el valle de San Fernando y él estaba trabajando allí. Vive con sus padres a mitad de camino, en el distrito de Wilshire.

A Bosch le quedaba claro que Chu sabía lo que estaba haciendo. No necesitaba que él lo ayudara con preguntas.

– Muy bien, vamos a la parte delantera otra vez. Usted ocúpese de ella y cuando llegue el hijo puede que sea mejor que los llevemos a todos al centro, ¿de acuerdo?

– Me parece bien -dijo Chu.

– Bueno, avíseme si necesita algo.

Bosch y Ferras recorrieron el pasillo y fueron a la parte delantera de la tienda. Bosch ya conocía a todos los del equipo científico. También había llegado un grupo de la oficina del forense para documentar la escena de la muerte y llevarse el cadáver.

Los dos detectives decidieron separarse en ese punto. Bosch se quedaría en la escena y como investigador jefe supervisaría la recogida de indicios y el levantamiento del cadáver; Ferras dejaría la tienda para ir de puerta en puerta. Como la licorería estaba situada en una zona de pequeños comercios, los visitaría uno a uno con el objeto de encontrar a alguien que hubiera oído o visto algo relacionado con el crimen. Ambos investigadores sabían que probablemente el esfuerzo resultaría infructuoso, pero había que hacerlo. Una descripción de un coche o de una persona sospechosa podía ser la pieza del rompecabezas que finalmente permitiera resolver el caso. Era el abecé de la investigación de homicidios.

– ¿Te importa si me llevo a uno de los tipos de la patrulla? -preguntó Ferras-. Conocen el barrio.

– No, llevátelo sin problemas.

Bosch pensó que el conocimiento del terreno no era el verdadero motivo de que Ferras se llevara a un agente. Su compañero pensaba que necesitaba refuerzos para visitar casas y tiendas del barrio.

Dos minutos después de que Ferras se fuera, Bosch oyó voces y movimiento procedentes de la parte delantera de la tienda. Salió y vio a dos de los agentes de la patrulla de Lucas tratando de detener físicamente a un hombre en la cinta amarilla. El hombre que se resistía, un asiático de veintitantos años, llevaba una camiseta ajustada que mostraba su complexión delgada. Bosch se acercó con rapidez.

– Basta ya -dijo con energía para que a nadie le quedara duda de quién estaba al mando de la situación-. Suéltenlo.

– Quiero ver a mi padre -dijo el joven.

– Ésta no es forma de hacerlo. -Bosch se acercó e hizo una señal a los dos agentes-. Yo me ocuparé del señor Li.

Dejaron a Bosch solo con el hijo de la víctima.

– ¿Cuál es su nombre completo, señor Li?

– Robert Li. Quiero ver a mi padre.

– Lo entiendo. Voy a dejarle ver a su padre si de verdad quiere hacerlo, pero todavía no es posible. Soy el detective al mando de la investigación y ni siquiera yo puedo ver a su padre aún. Así que necesito que se calme. La única manera de que consiga lo que quiere es que se tranquilice.

El joven bajó la mirada al suelo y asintió. Bosch estiró el brazo y le tocó el hombro.

– Muy bien -dijo.

– ¿Dónde está mi madre?

– Dentro, en la sala de atrás, hablando con otro detective.

– ¿Puedo verla al menos a ella?

– Sí puede. Le acompañaré en un minuto. Sólo he de hacerle unas pocas preguntas antes. ¿Le parece bien?

– Adelante.

– Para empezar, me llamo Harry Bosch y soy el detective jefe de esta investigación. Voy a encontrar a la persona que mató a su padre. Se lo prometo.

– No haga promesas que no piensa cumplir, ni siquiera lo conocía. No le importa. Es sólo otro… Da igual.

– ¿Otro qué?

– He dicho que da igual.

Bosch lo miró un momento antes de responder.

– ¿Qué edad tiene, Robert?

– Veintiséis años, y me gustaría ver a mi madre ahora.

Hizo un movimiento para dirigirse a la parte de atrás de la tienda, pero Bosch lo asió por el brazo. El joven era fuerte, pero lo había agarrado bien. Robert Li se detuvo y miró la mano que sujetaba su brazo.

– Deje que le enseñe algo y luego le acompañaré a ver a su madre.

Soltó el brazo de Li, sacó del bolsillo el librito de fósforos y se lo entregó. El chico lo miró sin revelar sorpresa.

– ¿Qué ocurre? Los regalábamos hasta que la economía empeoró y no pudimos afrontar los gastos extra.

Bosch volvió a coger las cerillas y asintió.

– Me las dieron en la tienda de su padre hace doce años -dijo-. Supongo que entonces tenía usted unos catorce. Casi tuvimos disturbios en esta ciudad justo aquí, en este cruce.

– Me acuerdo. Saquearon la tienda y pegaron a mi padre; no tendría que haber reabierto. Mi madre y yo le dijimos que montase una en el valle, pero no quiso escucharnos. No permitió que nadie lo echara, y mire lo que ha pasado. -Hizo un gesto de impotencia en dirección a la puerta de la tienda.

– Sí, bueno, yo también estuve aquí esa noche -dijo Bosch-. Hace doce años. Hubo un conato de disturbios, pero acabó enseguida, aquí mismo, con una víctima.

– Un policía. Lo sé, lo sacaron de un coche.

– Yo iba en ese coche con él, pero no me alcanzaron. Y cuando llegué aquí ya estaba a salvo. Necesitaba un cigarrillo y entré en la tienda de su padre. Lo encontré allí, detrás del mostrador, pero los saqueadores se habían llevado hasta el último paquete de tabaco. -Bosch sostuvo el librito de fósforos-. Encontré muchas cerillas, pero no cigarrillos. Y entonces su padre metió la mano en su bolsillo y sacó un paquete. Sólo le quedaba un pitillo y me lo dio a mí. -Asintió. Ésa era la historia, nada más-. No conocí a su padre, Robert, pero voy a encontrar a quien lo mató. Es una promesa que cumpliré.

Robert Li asintió y bajó la mirada al suelo.

– Muy bien -dijo Bosch-. Vamos a ver a su madre.

4

Cuando los detectives terminaron en la escena del crimen y volvieron a la sala de la brigada ya era casi medianoche. Para entonces Bosch había decidido no llevar a la familia de la víctima al edificio de la Administración de Policía para realizar interrogatorios formales. Después de citarlos para el miércoles por la mañana, los dejó irse a casa a llorar. Poco después de volver a la sala de la brigada, Bosch también envió a Ferras a casa para que tratara de reparar los daños en su propia familia. Harry se quedó solo organizando el inventario de pruebas y contemplando los hechos del caso por primera vez sin interrupción. Sabía que el miércoles estaba cobrando la forma de un día atareado, con citas con la familia por la mañana y los resultados de parte del trabajo forense y de laboratorio, así como el posible calendario de la autopsia.

Pese a que el examen de los comercios vecinos por parte de Ferras se había revelado infructuoso, tal y como cabía esperar, el trabajo vespertino había producido un posible sospechoso. El sábado por la tarde, tres días antes de su muerte, el señor Li se había enfrentado a un joven del que pensaba que había estado robando habitualmente en su tienda. El adolescente, según manifestó la señora Li y tradujo el detective Chu, había negado muy enfadado que hubiera robado nada y había jugado la carta racial, asegurando que el señor Li sólo lo acusaba porque era negro. Sonaba ridículo, puesto que el noventa por ciento del negocio de la tienda procedía de residentes de raza negra del barrio. No obstante, Li no llamó a la policía: simplemente echó al chico de la tienda y le advirtió que no quería verlo más por allí. La señora Li le explicó a Chu que, desde la puerta, el chico le gritó a su marido que la próxima vez que volviera sería para volarle la cabeza. Li, a su vez, sacó su arma de debajo del mostrador y apuntó al joven, asegurándole que estaría preparado.

Esto significaba que el adolescente conocía la existencia del arma que Li guardaba debajo del mostrador. Si quería hacer valer su amenaza, tenía que entrar en la licorería y actuar con rapidez, disparando a Li antes de que éste pudiera coger su arma.

La señora Li miraría los libros de las bandas por la mañana para ver si reconocía en alguna de las fotos al joven que había amenazado a su marido. Si estaba relacionado con los Hoover Street Criminals había posibilidades de que su foto se encontrara en los libros.

Sin embargo, Bosch no estaba del todo convencido de que se tratara de una pista viable o de que el chico fuera un sospechoso válido. Había elementos en la escena del crimen que no cuadraban con un asesinato por venganza. No cabía duda de que tendría que examinar esa pista y hablar con el chico, pero Bosch no confiaba en cerrar el caso con él. Eso sería demasiado fácil y había cosas en la investigación que desafiaban la simplicidad.

Junto al despacho del capitán había una sala de reuniones con una larga mesa de madera, que se usaba sobre todo como espacio para comer y en ocasiones para encuentros o discusiones privadas de investigaciones que implicaban a varios equipos de detectives. Bosch se había apropiado de la sala vacía y había esparcido sobre la mesa varias fotografías de la escena del crimen, que acababan de llegar de Criminalística.

Había colocado las fotos en forma de mosaico inconexo de imágenes que se solapaban y en conjunto creaban la escena del crimen total. Se parecía a la obra fotográfica del artista británico David Hockney, que vivió un tiempo en Los Ángeles y creó varios collages artísticos que documentaban escenas del sur de California. Bosch conocía los mosaicos de fotos y al artista porque durante una época Hockney fue vecino suyo en las colinas que se alzaban sobre el paso de Cahuenga. Aunque Bosch no lo había tratado personalmente, tenía una conexión con él: siempre había tenido por costumbre esparcir fotos de la escena del crimen en un mosaico que le permitiera buscar nuevos detalles y ángulos, igual que Hockney con su trabajo.

Mirando en ese momento las fotos mientras daba sorbos a una taza de café que él mismo había preparado, Bosch se fijó en las mismas cosas que lo habían atraído en la licorería. En medio y en el centro estaba la fila sin tocar de botellas de Hennessy, justo encima del mostrador. Harry dudaba de que el asesinato estuviera relacionado con las bandas, porque le costaba creer que un pandillero se llevara el dinero y no cogiera ninguna botella de Hennessy. El coñac había sido un trofeo; estaba allí mismo, a su alcance, especialmente si el asesino tuvo que inclinarse por encima del mostrador para recoger los casquillos. ¿Por qué no había cogido también el Hennessy?

Bosch llegó a la conclusión de que estaban buscando un asesino al que no le importaba el Hennessy; es decir, que no era pandillero.

El siguiente punto de interés eran las heridas de la víctima. Para Bosch, con eso bastaba para excluir al misterioso ladronzuelo como sospechoso. Tres balas en el pecho no dejaban lugar a dudas de que el objetivo era matar, pero no había ningún disparo en el rostro que indicara que se trataba de una muerte motivada por la rabia o la venganza. Bosch había investigado cientos de homicidios, la mayoría de ellos relacionados con el uso de armas de fuego, y sabía que cuando se encontraba con un disparo en la cara, el crimen muy probablemente era personal y el asesino alguien que conocía a la víctima. Por consiguiente, lo contrario también tenía que ser cierto. Tres disparos en el pecho no eran algo personal, sino un asunto de negocios. Bosch estaba seguro de que el hipotético ladrón no era su asesino. En cambio, estaban buscando a alguien que podía ser un absoluto desconocido para John Li. Alguien que había entrado con frialdad, le había metido tres balas en el pecho y luego había vaciado con calma la caja registradora, recogido los casquillos e ido a la trastienda a sacar el disco de la cámara grabadora.

Bosch sabía que probablemente no se tratara de un primer crimen. Por la mañana tendría que buscar casos similares en Los Ángeles y alrededores.

Al mirar la imagen del rostro de la víctima, Bosch se fijó de repente en algo nuevo: la sangre en la mejilla y la barbilla de Li era una mancha; además, los dientes estaban limpios, sin sangre en ellos.

Bosch se acercó la foto y trató de entender el sentido. Había supuesto que la sangre en el rostro de Li era expectorada: la que había salido de sus pulmones destrozados en los últimos jadeos irregulares en busca de oxígeno. Ahora bien, ¿cómo podía ocurrir eso sin que hubiera sangre en los dientes?

Dejó la foto y su mirada recorrió el mosaico hasta llegar a la imagen de la mano derecha de la víctima. Había caído a un costado y se apreciaba sangre en los dedos y el pulgar, una línea que goteaba a la palma.

Bosch volvió a mirar la mancha de sangre en la cara. De repente se dio cuenta de que Li se había tocado la boca con la mano ensangrentada. Eso significaba que se había producido una doble transferencia. Li se había tocado el pecho con la mano, manchándola de sangre, y luego había transferido sangre de la mano a la boca.

La cuestión era por qué. ¿Esos movimientos formaban parte de los últimos estertores o Li había hecho otra cosa?

Bosch sacó el móvil y llamó al número de los investigadores de la oficina del forense; lo tenía en marcación rápida. Miró el reloj al sonar el teléfono: eran las doce y diez.

– Forense.

– ¿Está ahí Cassel?

Max Cassel era el investigador que había trabajado en la escena de Fortune Liquors y había levantado el cadáver.

– No, acaba de… Un momento, aquí está.

Pusieron la llamada en espera y respondió Cassel.

– No me importa quién sea, me largo. Sólo he vuelto porque me he dejado el calentador de café.

Bosch sabía que Cassel vivía en Palmdale, al menos a una hora de viaje. Las tazas de café con calentadores que se conectaban al mechero del coche eran un accesorio obligado para los que trabajaban en el centro y tenían un largo trayecto de regreso a casa.

– Soy Bosch. ¿Ya has metido a mi hombre en un cajón?

– No, los tenemos todos ocupados. Está en la nevera tres, pero he terminado con él y me voy a casa, Bosch.

– Entiendo. Sólo tengo una pregunta rápida: ¿le has mirado la boca?

– ¿Qué quieres decir con que si le he mirado la boca? Claro que lo he hecho; es mi trabajo.

– ¿Y había algo en la boca o en la garganta?

– Sí, había algo.

Bosch sintió un subidón de adrenalina.

– ¿Por qué no me lo has dicho? ¿Qué era?

– La lengua.

La adrenalina se secó y Bosch se sintió decepcionado al tiempo que Cassel se reía entre dientes. Harry creía que había encontrado alguna pista.

– Muy gracioso. ¿Y sangre?

– Sí, había una pequeña cantidad de sangre en la lengua y en la garganta. Consta en mi informe, que recibirás mañana.

– Pero tres disparos… Sus pulmones deberían estar como un queso de Gruyère. ¿No debería haber mucha sangre?

– No si ya estaba muerto. No si el primer disparo le destrozó el corazón y dejó de latir. Oye, he de irme, Bosch. Tienes cita mañana a las dos con Laksmi; pregúntale a ella.

– Lo haré, pero ahora estoy hablando contigo. Creo que se nos ha pasado algo.

– ¿De qué estás hablando?

Bosch miró las fotos que tenía delante y sus ojos se movieron de la mano a la cara.

– Creo que se puso algo en la boca.

– ¿Quién?

– La víctima. El señor Li.

Hubo una pausa mientras Cassel consideraba la idea y probablemente también pensaba si se le había pasado algo.

– Bueno, si lo hizo, no lo vi en la boca ni en la garganta. Si fue algo que se tragó, no es mi jurisdicción. Es cosa de Laksmi y ella encontrará lo que sea mañana.

– ¿Le dejarás una nota?

– Bosch, estoy tratando de salir de aquí. Puedes decírselo tú cuando vengas a la autopsia.

– Ya lo sé, pero, por si acaso, escribe una nota.

– Muy bien, como quieras, le dejaré una nota. Sabes que aquí ya nadie hace horas extra, Bosch.

– Sí, lo sé. Aquí pasa lo mismo. Gracias, Max.

Bosch cerró el teléfono y decidió dejar de lado las fotos por el momento. La autopsia determinaría si su conclusión era correcta, y no podía hacer nada hasta entonces.

Había dos sobres de pruebas que contenían los dos discos que habían encontrado junto a la grabadora en sendas cajas de plástico. En cada una de las cajas había una fecha escrita con un rotulador. Una estaba marcada «1-9», justo una semana antes, y la otra, «27-8». Bosch se llevó los discos al equipo de audio y vídeo que había al fondo de la sala de reuniones y puso primero el del 27 de agosto en el reproductor de DVD.

Las imágenes aparecieron en una pantalla partida: un ángulo de cámara mostraba la parte delantera de la tienda, incluida la caja registradora, y el otro correspondía a la zona de atrás; la fecha y la hora figuraban en la parte superior. La actividad se reproducía en tiempo real. Bosch comprendió que, puesto que la licorería estaba abierta de once de la mañana a diez de la noche, tenía veintidós horas de vídeo para ver a menos que usara el botón de avance rápido.

Volvió a mirar el reloj. Sabía que podía trabajar toda la noche y tratar de resolver el misterio de por qué John Li había separado esos dos discos o bien irse a casa y descansar unas horas. Nunca se sabía adónde podía llevarte un caso, y descansar siempre era importante. Además, no había nada en aquellos discos que sugiriera que tuvieran nada que ver con el asesinato. El disco que estaba en la máquina se lo habían llevado. Ése era el importante, y no lo tenía.

«Qué demonios», pensó Bosch. Decidió mirar el primer disco y ver si podía resolver el misterio. Apartó una silla de la mesa, se colocó delante de la televisión y puso la velocidad de reproducción a cuatro veces la real. Supuso que tardaría menos de tres horas en terminar con el primer disco. Luego podría irse a casa, dormir unas horas y volver a la vez que todos los demás por la mañana.

– Parece un buen plan -se dijo a sí mismo.

5

Bosch fue despertado bruscamente del sueño y abrió los ojos para ver al teniente Gandle mirándolo desde arriba. Tardó un momento en despejarse y comprender dónde estaba.

– ¿Teniente?

– ¿Qué estás haciendo en mi oficina, Bosch?

Se incorporó en el sofá.

– Estaba… Estaba mirando el vídeo en la sala de reuniones y se hizo tan tarde que no merecía la pena ir a casa. ¿Qué hora es?

– Casi las siete, pero eso todavía no explica por qué estás en mi oficina. Cuando me marché ayer, cerré la puerta.

– ¿De verdad?

– Sí, de verdad.

Bosch asintió y actuó como si todavía se estuviera aclarando las ideas. Se alegró de haber guardado sus ganzúas en la cartera después de abrir la puerta. Gandle tenía el único sofá de Robos y Homicidios.

– A lo mejor han pasado a limpiar y han olvidado cerrarla -propuso.

– No, no tienen llave. Mira, Harry, no me importa que se use el sofá para dormir, pero si la puerta está cerrada es por alguna razón. No puede ser que abran la puerta después de que yo la cierre.

– Tiene razón, teniente. ¿Cree que podríamos tener un sofá en la brigada?

– Lo intentaré, pero ésa no es la cuestión.

Bosch se levantó.

– Entiendo. En fin, vuelvo al trabajo.

– No tan deprisa. Háblame de ese vídeo que te ha tenido aquí toda la noche.

Bosch explicó brevemente que se había pasado cinco horas viendo los dos discos y que John Li había dejado de manera no intencionada lo que parecía una pista sólida.

– ¿Quiere que se lo prepare en la sala de conferencias?

– ¿Por qué no esperas hasta que llegue tu compañero? Podemos mirarlo juntos, pero antes ve a buscar un poco de café.

Bosch dejó a Gandle y cruzó la sala de la brigada, un impersonal laberinto de cubículos y mamparas. El aspecto general era el de una oficina de seguros, y la verdad era que en ocasiones a Bosch le costaba concentrarse con tanto silencio. Todavía estaba desierta, pero pronto empezaría a llenarse rápidamente. Gandle siempre era el primero en llegar: le gustaba dar ejemplo a la brigada.

Harry bajó a la cafetería; abría a las siete, pero estaba vacía porque el grueso del personal del Departamento de Policía todavía trabajaba en el Parker Center. El traslado al nuevo edificio de la Administración de la Policía progresaba con lentitud; primero algunas brigadas de detectives, luego el personal administrativo y después el resto. Era una apertura progresiva y el edificio no se inauguraría formalmente hasta dos meses más tarde. Por el momento esto significaba que no había colas en la cafetería, pero también que no disponían de un menú completo. Bosch pidió el desayuno del poli, dos dónuts y un café, y también cogió un café para Ferras. Dio rápida cuenta de los dónuts mientras echaba nata líquida y azúcar en la taza de su compañero y volvía a tomar el ascensor. Como esperaba, cuando volvió a la sala de la brigada, Ferras estaba en su escritorio. Bosch dejó uno de los cafés delante de él y se acercó a su propio cubículo.

– Gracias, Harry. Debería haber supuesto que llegarías antes. Eh, llevas el mismo traje que ayer. No me digas que has estado trabajando toda la noche.

Bosch se sentó.

– He dormido un par de horas en el sofá del teniente. ¿A qué hora van a venir la señora Li y su hijo?

– Les dije que a las diez, ¿por qué?

– Creo que tenemos algo que hemos de investigar. Anoche vi los discos extra de las cámaras de la tienda.

– ¿Qué has encontrado?

– Coge el café y te lo enseñaré. El teniente también quiere verlo.

Al cabo de diez minutos, Bosch estaba delante del equipo de vídeo con el mando a distancia en la mano. Ferras y Gandle se habían sentado al extremo de la mesa de la sala de reuniones. Bosch buscó la posición adecuada en el disco marcado «1-9» y congeló la reproducción hasta que estuvo preparado.

– Vale, nuestro asesino sacó el disco de la grabadora, así que no tenemos un vídeo de lo que ocurrió ayer en la tienda. Pero lo que sí dejó fueron dos discos marcados con las fechas del 27 de agosto y el 1 de septiembre. Éste es el del 1 de septiembre, es decir, justo una semana antes de ayer. ¿Se entiende?

– Entendido -dijo Gandle.

– Bueno, lo que el señor Li estaba haciendo era documentar a un equipo de ladrones. El punto en común entre estos dos discos es que en ambos días dos tipos entran; uno va al mostrador y pide cigarrillos, mientras el otro se va al pasillo de los licores. El primer tipo distrae a Li para que no vea a su compañero ni la pantalla de la cámara que hay detrás del mostrador. Mientras Li saca los cigarrillos para el primero de los tipos, el otro se guarda un par de petacas de vodka en los pantalones, luego coge una tercera y la lleva al mostrador para pagarla. El primer tío saca la billetera, ve que se ha dejado el dinero en casa o lo que sea y se va sin comprar nada. Esto ocurre los dos días con los tipos alternando sus papeles. Creo que por eso Li se guardó los discos.

– ¿Crees que estaba tratando de recoger pruebas? -preguntó Ferras.

– Quizá -contestó Bosch-. Si los tenía grabados, podía llevarlo a la policía.

– ¿Ésta es tu pista? -inquirió Gandle-. ¿Has trabajado toda la noche para esto? He estado leyendo los informes y creo que me convence más el tipo al que Li le sacó la pistola.

– Ésta no es la pista -dijo Bosch, perdiendo la paciencia-. Sólo estaba explicando la razón de que Li guardara los discos; los sacó de la cámara porque sabía que estos tipos pretendían algo y quería conservar una grabación. Inadvertidamente, también preservó esto en la cinta del 1 de septiembre.

Bosch pulsó el botón de reproducción y la imagen empezó a moverse. En la pantalla partida, los dos ángulos de cámara mostraban que la tienda estaba vacía, a excepción de la presencia de Li detrás del mostrador. La hora marcada en la parte superior mostraba que eran las 15.03 del martes 1 de septiembre.

Se abrió la puerta de la licorería y entró un cliente. Saludó como si tal cosa a Li en el mostrador y se dirigió a la parte de atrás. La imagen tenía grano, pero era lo suficientemente clara para que los tres espectadores vieran que el cliente era un hombre asiático de treinta y pocos años. Lo captó la segunda cámara cuando iba a una de las neveras del fondo y cogía una lata de cerveza, que llevó al mostrador.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Gandle.

– Sólo mire -dijo Bosch.

El cliente le decía algo a Li, que se estiraba hasta el estante superior y bajaba un cartón de cigarrillos Camel. Los ponía encima del mostrador y luego metía la lata de cerveza en una pequeña bolsa marrón.

El cliente era de complexión imponente; aunque era bajo, tenía los brazos gruesos y hombros musculosos. Dejó un solo billete en el mostrador; Li lo cogió y abrió la caja registradora. Puso el billete en el último espacio, luego contó varios billetes del cambio y le pasó el dinero por encima del mostrador. El cliente lo cogió y se lo embolsó. Se metió el cartón de cigarrillos bajo un brazo, cogió la cerveza y con la mano libre apuntó con un dedo a Li como si fuera una pistola. Apretó el pulgar como si disparara el arma y salió de la tienda.

Bosch detuvo la reproducción.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Gandle-. ¿Eso era una amenaza con el dedo? ¿Eso es lo que tienes?

Ferras no dijo nada, pero Bosch estaba casi seguro de que su joven compañero había visto lo que él quería que viera. Retrocedió la película y empezó a reproducirla de nuevo.

– ¿Qué ves, Ignacio?

Ferras se levantó para poder señalar directamente sobre la pantalla.

– Para empezar, el tipo es asiático, así que no es del barrio.

Bosch asintió.

– He visto veintidós horas de vídeo -dijo-. Es el único asiático que entra en la tienda aparte de Li y su mujer. ¿Qué más, Ignacio?

– Mire el dinero, teniente -dijo Ferras-. Recibe más de lo que da.

En la pantalla Li estaba cogiendo los billetes de la caja registradora.

– Mire, pone el dinero en el cajón y luego empieza a recogerlo, incluido lo que el tipo le ha dado a él. Así que recibe la cerveza y los cigarrillos gratis, y luego el dinero.

Bosch asintió: Ferras era bueno.

– ¿Cuánto recibe? -preguntó Gandle.

Era una buena pregunta, porque la imagen de vídeo tenía demasiado grano para distinguir el valor de los billetes que se intercambiaban.

– Hay cuatro espacios en el cajón -explicó Bosch-. Así que hay de uno, de cinco, de diez y de veinte. Lo pasé a cámara lenta anoche. Guarda el billete del cliente en el cuarto espacio. Un cartón de tabaco y una cerveza: supongamos que es el espacio de los billetes de veinte. En ese caso, le entrega uno de un dólar, uno de cinco, uno de diez y luego once de veinte. Diez de veinte si no contamos el que el cliente entrega en primer lugar.

– Es un chantaje -dijo Ferras.

– ¿Doscientos treinta y seis dólares? -preguntó Gandle-. Parece una cantidad extraña y se ve que aún hay dinero en el cajón; así que es fija.

– En realidad -dijo Ferras-, son doscientos dieciséis si restamos los veinte dólares que da primero el cliente.

– Exacto -asintió Bosch.

Los tres se quedaron mirando la imagen congelada durante unos segundos, sin hablar.

– Así pues, Harry -dijo finalmente Gandle-, has estado pensando en esto un par de horas. ¿Qué significa?

Bosch señaló la hora que aparecía marcada en la parte superior de la pantalla.

– El chantaje se hizo justo una semana antes del crimen; a las tres en punto del martes. Este martes, hacia las tres, dispararon al señor Li; quizás esta semana decidió no pagar.

– O no tenía dinero para hacerlo -propuso Ferras-. El hijo nos contó ayer que el negocio había ido a menos y que abrir la tienda en el valle de San Fernando los había dejado al borde de la bancarrota.

– Así que el anciano dice que no y le disparan -concluyó Gandle-. ¿No es un poco extremo? Si matas al tipo pierdes el flujo de ingresos, como dicen en las altas finanzas.

Ferras se encogió de hombros.

– Siempre están la mujer y el hijo -señaló-. Ellos reciben el mensaje.

– Vendrán a las diez para firmar sus declaraciones -añadió Bosch.

Gandle asintió.

– ¿Cómo vas a manejar esto? -preguntó.

– Bueno, pondremos a la señora Li con Chu, el tipo de la UBA, e Ignacio y yo hablaremos con el hijo. Descubriremos de qué se trata.

La expresión normalmente severa de Gandle se suavizó. Estaba complacido con el progreso del caso y la pista que había surgido.

– Muy bien, caballeros, quiero estar informado -dijo.

– Por supuesto -afirmó Bosch.

Gandle se marchó de la sala de reuniones, y Bosch y Ferras se quedaron de pie delante de la pantalla.

– Buena, Harry. Lo has hecho feliz.

– Lo estará más si resolvemos esto.

– ¿Qué opinas?

– Creo que tenemos trabajo que hacer antes de que llegue la familia Li. Llama al laboratorio a ver qué ha pasado y si han terminado con la caja registradora. Tráela aquí si puedes.

– ¿Y tú?

Bosch apagó la pantalla y sacó el disco.

– Voy a hablar con el detective Chu.

– ¿Crees que se está guardando algo?

– Eso es lo que voy a averiguar.

6

La UBA formaba parte de la sección de bandas de la División de Apoyo a Operaciones Especiales, desde la cual se dirigían muchas operaciones secretas y a muchos agentes. La DAOE se hallaba en un edificio sin identificar, a varias manzanas del de la Administración de Policía. Bosch decidió ir caminando porque sabía que tardaría más si iba a buscar el coche al garaje, se enfrentaba al tráfico y buscaba aparcamiento. Llegó a la puerta de entrada de la oficina de la UBA a las ocho y media. Pulsó el timbre, pero nadie salió a abrir. Sacó el teléfono, listo para llamar al detective Chu, cuando oyó a su espalda una voz familiar.

– Buenos días, detective Bosch. No esperaba verlo por aquí.

Bosch se volvió. Era Chu, que llegaba con su maletín.

– Vaya unas horas de llegar -soltó Bosch.

– Sí, nos gusta tomárnoslo con calma.

Bosch se apartó y Chu abrió con una tarjeta magnética.

– Vamos, pase.

Chu lo guio hasta una pequeña sala de brigada con una docena de mesas y una oficina para el teniente a la derecha. Se colocó detrás de uno de los escritorios y dejó el maletín en el suelo.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó-. Pensaba ir a Robos y Homicidios a las diez, cuando llegara la señora Li.

Chu empezó a sentarse, pero Bosch se quedó de pie.

– Tengo algo que quiero mostrarle. ¿Hay una sala de vídeo?

– Sí, por aquí.

La UBA disponía de cuatro salas de interrogatorios en la parte de atrás de la brigada; una se había convertido en sala de vídeo y contaba con la habitual pantalla de televisión encima del DVD. Bosch vio que en la pila de aparatos había también una impresora fotográfica, algo con lo que ellos todavía no contaban en la sala de la brigada de Robos y Homicidios.

Le pasó el DVD de Fortune Liquors a Chu y éste lo puso. Cogió el mando y usó el avance rápido hasta que la hora sobreimpresa indicó las tres de la tarde.

– Quiero que eche un vistazo al tipo que entra -dijo.

Chu observó en silencio al hombre asiático que llegaba a la tienda, compraba una cerveza y un cartón de cigarrillos, y se llevaba un buen pellizco por su inversión.

– ¿Eso es todo? -preguntó después de que el cliente saliera de la tienda.

– Es todo.

– ¿Puede pasarlo otra vez?

– Claro.

Bosch volvió a pasar el episodio de dos minutos y luego congeló la reproducción cuando el cliente se volvía del mostrador para irse. Jugó con la grabación, avanzando ligeramente hasta que congeló la mejor imagen posible del rostro del hombre al volverse del mostrador.

– ¿Lo conoce? -preguntó Bosch.

– No, por supuesto que no.

– ¿Qué ve ahí?

– Obviamente, un chantaje de algún tipo. Recibe mucho más de lo que da.

– Sí, doscientos dieciséis dólares además de sus veinte. Lo hemos contado.

Bosch vio que las cejas de Chu se arqueaban.

– ¿Qué significa? -preguntó Bosch.

– Probablemente significa que es una tríada -respondió Chu como si tal cosa.

Harry asintió. Nunca había investigado un asesinato relacionado con las tríadas antes, pero sabía que las llamadas sociedades secretas de China habían atravesado el Pacífico tiempo atrás y ya operaban en la mayoría de las principales ciudades de Estados Unidos. Los Ángeles, con su gran población china, era uno de sus puntos de apoyo, junto con San Francisco, Nueva York y Houston.

– ¿Qué le ha hecho pensar que es un tipo de la tríada?

– Ha dicho que el pago era de doscientos dieciséis dólares, ¿no?

– Exacto. Li le devolvió al hombre su billete y, además, le dio diez de veinte, uno de diez, uno de cinco y uno de uno. ¿Qué significa?

– El negocio de extorsión de las tríadas se basa en los pagos semanales de los dueños de pequeños comercios a cambio de protección. El pago es normalmente de ciento ocho dólares y, por supuesto, doscientos dieciséis es un múltiplo de esta cifra. Un pago doble.

– ¿Por qué 108? ¿Pagan impuestos además del soborno? ¿Mandan los ocho pavos extra al Estado o qué?

Chu no hizo caso del sarcasmo en la voz de Bosch y respondió como si estuviera dándole una clase a un niño.

– No, detective, el número no tiene nada que ver con eso. Deje que le dé una pequeña lección de historia que con suerte le proporcionará alguna comprensión de esto.

– Adelante.

– La formación de las tríadas se remonta a la China del siglo XVII. Había ciento trece monjes budistas en el monasterio de Shaolin. Los invasores manchúes los atacaron y los mataron a todos menos a cinco. Los supervivientes crearon las sociedades secretas con el objetivo de derrocar a los invasores: así nacieron las tríadas. Pero a lo largo de los siglos cambiaron; abandonaron la política y el patriotismo y se convirtieron en organizaciones criminales, recurriendo a la extorsión y a negocios de protección de manera similar a las mafias italiana y rusa. Para honrar a los fantasmas de los monjes asesinados, las cifras de la extorsión suelen ser un múltiplo de ciento ocho.

– Quedaron cinco monjes, no tres -dijo Bosch-. ¿Por qué los llamaron tríadas?

– Porque cada monje empezó su propia tríada, Tian di hui, que significa «sociedad del cielo y la tierra». Cada grupo tiene una bandera con forma de triángulo que representa la relación entre cielo, tierra y hombre. A partir de ahí se las conoció como tríadas.

– Genial, y lo importaron aquí.

– Llevan mucho tiempo aquí, pero no las trajeron ellos. Las importaron los propios estadounidenses con la mano de obra china que vino a construir ferrocarriles.

– Y extorsionan a su propia gente.

– En su mayoría sí, pero el señor Li era religioso. ¿Vio el templo budista ayer en el almacén?

– Eso se me pasó.

– Estaba allí y hablé de ello con su mujer. El señor Li era muy espiritual: creía en fantasmas. Para él, pagar a la tríada podría haber sido como hacer una ofrenda a un fantasma, a un ancestro. Usted lo ve desde fuera, detective Bosch. Si desde el primer día supiera que parte de su dinero va a la tríada con la misma sencillez con la que paga impuestos, no se vería como una víctima. Era sólo un dato, parte de la vida.

– Pero el fisco no te mete tres balas en el pecho si no pagas.

– ¿Cree que al señor Li lo mató este hombre o la tríada?

Mientras señalaba al hombre de la pantalla, Chu se mostró casi indignado al formular la pregunta.

– Creo que es la mejor pista de que disponemos en este momento -repuso Bosch.

– ¿Y la pista que encontramos a través de la señora Li? El pandillero que amenazó a su marido el sábado.

Bosch negó con la cabeza.

– No cuadra. Aún quiero que la señora Li mire los libros e identifique al chico, pero creo que será trabajar en balde.

– No lo entiendo, dijo que volvería y mataría al señor Li.

– No, dijo que volvería y le volaría la cabeza, pero al señor Li le dispararon en el pecho. No fue un crimen de rabia, detective Chu; no encaja. Pero no se preocupe, lo investigaremos aunque sea una pérdida de tiempo.

Esperó a que Chu respondiera, pero éste no lo hizo. Bosch señaló la hora marcada en la pantalla.

– Li fue asesinado a la misma hora y el mismo día de la semana. Hemos de asumir que hacía pagos semanales y que ese hombre estaba allí cuando lo mataron. Eso lo convierte en el mejor sospechoso.

La sala de interrogatorios era muy pequeña y habían dejado la puerta abierta. Bosch se acercó a ella y la cerró, antes de mirar a Chu.

– Así que dígame que no tenía idea de nada de esto ayer.

– No, por supuesto que no.

– ¿La señora Li no le mencionó que hacían pagos a la tríada local?

Chu se puso tenso. Era mucho más pequeño que Bosch, pero su postura sugería que estaba listo para una pelea.

– Bosch, ¿qué está insinuando?

– Estoy insinuando que éste es su mundo y que debería habérmelo dicho. Lo descubrí por casualidad. Li guardó ese disco porque hay un ladrón en él, no por la extorsión.

Se miraban a menos de medio metro de distancia.

– Bueno, ayer no había nada que sugiriera esto -dijo Chu-. Me llamaron para que fuera a traducir; no me pidió mi opinión sobre nada más. Me dejó deliberadamente al margen, Bosch. Quizá si me hubiera incluido, habría visto u oído algo.

– Eso es una estupidez. No lo han formado como detective para que se quede ahí chupándose el dedo. No necesita una invitación para hacerme una pregunta.

– Con usted pensaba que sí.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Significa que lo he observado, Bosch. Cómo trató a la señora Li, a su hijo… a mí.

– Oh, ya estamos.

– ¿Qué fue, Vietnam? ¿Sirvió en Vietnam?

– No pretenda saber nada de mí, Chu.

– Sé lo que veo y lo que he visto antes. Yo no soy de Vietnam, detective. Soy estadounidense; nacido aquí, igual que usted.

– Mire, ¿podemos dejar esto y concentrarnos en el caso?

– Lo que usted diga. Usted manda.

Chu puso los brazos en jarras y se volvió hacia la pantalla. Bosch trató de contener sus emociones; se veía obligado a reconocer que Chu tenía parte de razón. Y le avergonzaba que lo hubieran etiquetado tan fácilmente como alguien que había vuelto de Vietnam con prejuicios raciales.

– Muy bien -dijo-. Tal vez la forma en que le traté ayer fue un error. Lo siento. Pero ahora forma parte de esto y he de saber lo mismo que usted. No se guarde nada.

Chu también se relajó.

– Ya se lo he dicho todo. La única otra cosa en la que estaba pensando era en los doscientos dieciséis.

– ¿Qué pasa?

– Es un pago doble. Puede ser que el señor Li se saltara una semana porque quizá estaba teniendo problemas para pagar. Su hijo dijo que el negocio iba mal.

– Y quizá por eso lo mataron. -Bosch señaló de nuevo la pantalla.

– ¿Puede hacerme una copia?

– Yo también quiero una.

Chu pasó a la impresora y pulsó un botón dos veces. Enseguida aparecieron dos copias de la imagen del hombre que se daba la vuelta desde el mostrador.

– ¿Tiene libros de fotos? -preguntó Bosch-. ¿Archivos de inteligencia?

– Por supuesto -dijo Chu-. Trataré de identificarlo; indagaré.

– No quiero que nos vean venir.

– Gracias, detective, pero eso ya lo suponía.

Bosch no respondió; otro paso en falso. Estaba pasándolo mal con Chu. Se veía incapaz de confiar en él, pese a que llevaban la misma placa.

– También me gustaría tener una impresión del tatuaje -dijo Chu.

– ¿Qué tatuaje? -preguntó Bosch.

Chu le cogió a Bosch el mando a distancia y pulsó el botón de retroceso. Finalmente congeló la imagen en el momento en que el hombre extendía la mano izquierda para coger el dinero del señor Li. Chu trazó con el dedo el contorno de una silueta apenas visible en la cara interna del brazo del hombre: era un tatuaje, pero la marca era tan leve en la imagen granulosa que a Bosch se le había pasado completamente.

– ¿Qué es? -preguntó.

– Parece la silueta de un cuchillo. Un autotatuaje.

– Ha estado en prisión.

Chu pulsó el botón para hacer copias de la imagen.

– No, normalmente los hacen en el barco, al cruzar el océano.

– ¿Qué significa para usted?

– Cuchillo es kim. Hay al menos tres tríadas con presencia en el sur de California: Yee Kim, Sai Kim y Ying Kim. Significan «Cuchillo Justo», «Cuchillo Occidental» y «Cuchillo Valeroso». Existe una rama de una tríada de Hong Kong llamada 14 K, muy fuerte y poderosa.

– ¿Aquí o allí?

– En los dos sitios.

– ¿Catorce K?

– Catorce es un número de mala suerte: en chino, catorce suena igual que muerte; K es de kill.

Bosch sabía por su hija y por sus frecuentes visitas a Hong Kong que cualquier permutación del número cuatro se consideraba mala suerte. Su hija vivía con su ex mujer en un edificio donde no había pisos marcados con el número 4. La cuarta planta estaba marcada con la P de Parking y la catorce se saltaba, del mismo modo que en muchos edificios occidentales se saltaba la trece. Las plantas del edificio que eran en realidad la catorce y la veinticuatro estaban habitadas por angloparlantes que no tenían las mismas supersticiones que los chinos han.

Bosch hizo un gesto hacia la pantalla.

– ¿Así que piensa que este tipo podría ser de una rama de la 14 K? -preguntó.

– Quizá sí -respondió Chu-. Empezaré a hacer averiguaciones en cuanto se marche.

Bosch lo miró y trató de interpretarlo otra vez. Creía que había comprendido el mensaje: Chu quería que Bosch se fuera para ponerse a trabajar. Harry se acercó al reproductor de DVD, sacó el disco y lo cogió.

– Estaremos en contacto, Chu -dijo.

– Claro -respondió éste, cortante.

– En cuanto tenga algo, me lo envía.

– Entendido, detective. Perfectamente.

– Bien, y le veo a las diez con la señora Li y su hijo.

Bosch abrió la puerta y salió.

7

Ferras tenía la caja registradora de Fortune Liquors en su escritorio y había conectado un cable desde un lateral hasta su portátil. Bosch dejó en la mesa las imágenes impresas de las capturas de pantalla y miró a su compañero.

– ¿Qué está pasando?

– He ido a Criminalística y han terminado con esto. No hay más huellas que las de la víctima. Ahora estoy copiando la memoria, pero puedo decirte que los ingresos del día hasta el momento del crimen eran de menos de doscientos dólares. La víctima lo habría pasado mal para hacer un pago de doscientos dieciséis, si es eso lo que crees que ocurrió.

– Bueno, tengo material nuevo sobre eso. ¿Algo más de Criminalística?

– No mucho, están procésandolo todo. Ah, el test de la viuda dio negativo, pero supongo que eso ya lo esperábamos.

Bosch asintió. Puesto que la señora Li había descubierto el cadáver de su marido, formaba parte de la rutina examinarle manos y brazos en busca de residuos de pólvora para determinar si había disparado un arma recientemente. Como se esperaba, el test había dado negativo. Bosch estaba convencido de que podía tacharla de la lista de potenciales sospechosos, aunque nunca había estado en ella.

– ¿Cuánta memoria tiene eso? -preguntó Bosch.

– Parece que puede almacenar hasta todo un año. He hecho algunos promedios. Los ingresos brutos de la tienda eran de algo menos de tres mil por semana. Si contamos gastos indirectos, materia prima, seguros y cosas así, este tipo tenía suerte si sacaba cincuenta mil al año. No es manera de ganarse la vida. Probablemente es más peligroso trabajar en aquellas calles que ser policía.

– Ayer el hijo dijo que el negocio andaba flojo últimamente.

– Mirando esto, no veo cuándo fue bien.

– Es un negocio de efectivo. Podría haber sacado dinero de otras maneras.

– Probablemente, y luego está el tipo al que pagaba. Si le estaba pasando doscientos y pico a la semana, hay que sumárselos. Eso serían diez mil menos al año.

Bosch le contó a Ferras lo que había averiguado por medio de Chu y que esperaba que la UBA lograra una identificación. Ambos coincidieron en que el punto focal de la investigación se estaba desplazando hacia el hombre que aparecía en la imagen granulada obtenida de la cámara de vigilancia de la tienda: el matón de la tríada. Entre tanto, aún había que identificar e interrogar al posible pandillero que había discutido con John Li el sábado anterior, aunque las contradicciones entre la escena del crimen y un asesinato tipo rabia-venganza colocaban esa pista en segundo lugar.

Se pusieron a trabajar en las declaraciones y en el voluminoso papeleo que acompañaba toda investigación. Chu llegó el primero, a las diez en punto, y se acercó a la mesa de Bosch sin anunciarse.

– ¿Aún no ha llegado Yee-ling? -preguntó a modo de saludo.

Bosch levantó la mirada de su trabajo.

– ¿Quién es Yee-ling?

– Yee-ling Li, la madre.

Bosch se dio cuenta de que no conocía el nombre completo de la mujer de la víctima. Le molestó, porque era una señal de lo poco que sabía del caso en realidad.

– No ha llegado todavía. ¿Ha encontrado algo?

– He revisado nuestros álbumes de fotos. No he visto a nuestro hombre, pero estamos haciendo averiguaciones.

– Sí, no para de decirlo. ¿Qué significa exactamente «hacer averiguaciones»?

– Significa que la UBA tiene una red de conexiones entre la comunidad y haremos discretas averiguaciones sobre quién es ese hombre y cuál era la afiliación del señor Li.

– ¿Afiliación? -preguntó Ferras-. Lo estaban extorsionando, su afiliación era la de víctima.

– Detective Ferras -dijo Chu con paciencia-, lo está mirando desde el típico punto de vista occidental. Como le he explicado al detective Bosch esta mañana, el señor Li podría haber tenido una relación de toda la vida con una sociedad triádica. Se llama quang xi en su dialecto nativo; no tiene traducción directa, pero tiene que ver con la propia red social, y una relación de tríada se incluiría en eso.

Ferras se quedó mirando a Chu.

– Da igual -dijo al fin-, aquí creo que lo llamamos chorradas. La víctima llevaba casi treinta años viviendo aquí. No me importa cómo lo llamen en China; en Estados Unidos es extorsión.

Bosch admiró la firme reacción de su joven compañero.

Estaba sopesando sumarse a la refriega cuando sonó el teléfono de su mesa y lo descolgó.

– Bosch.

– Soy Rogers, de abajo. Tiene dos visitas, ambas se llaman Li; dicen que tienen una cita.

– Que suban.

– De acuerdo.

Bosch colgó.

– Están subiendo. Así es como quiero que lo hagamos: Chu, usted se ocupa de la señora en una de las salas de interrogatorios, repasa su declaración y logra que la firme. Después de hacerlo, quiero que le pregunte sobre la extorsión y el hombre del vídeo. Enséñele la foto y no deje que se haga la tonta. Ha de estar informada; su marido debe de haberle hablado de ello.

– Le sorprendería -dijo Chu-. Maridos y mujeres no han de hablar necesariamente de esto.

– Bueno, inténtelo. Puede que sepa mucho, tanto si ella y su marido hablaban como si no. Ferras y yo nos ocuparemos del hijo. Quiero averiguar si estaban pagando por protección en el valle de San Fernando. Si es así, podríamos pillar al tipo allí.

Bosch miró a través de la sala de la brigada y vio que entraba la señora Li, pero no iba con su hijo, sino con una mujer más joven. Bosch levantó la mano para atraer su atención y decirles que se acercaran.

– Chu, ¿quién es?

Chu se dio la vuelta cuando se acercaban las dos mujeres, pero no dijo nada: no lo sabía. Cuando llegaron, Bosch vio que la mujer más joven tenía treinta y tantos años y era atractiva de un modo sencillo, recatado. Iba vestida con tejanos y blusa blanca, caminaba medio paso por detrás de la señora Li y tenía la mirada clavada en el suelo. La impresión inicial de Bosch fue que se trataba de una empleada, una doncella contratada como chófer. Sin embargo, el agente de la entrada había dicho que las dos se llamaban Li.

Chu se dirigió a la señora Li en chino. Después de que ella respondiera, tradujo lo que había dicho.

– Es la hija de los señores Li. Mia ha traído a su madre porque Robert Li se ha retrasado.

Bosch se quedó inmediatamente frustrado por la noticia y negó con la cabeza.

– Genial -le dijo a Chu-. ¿Cómo es que no sabíamos que había una hija?

– Ayer no hicimos las preguntas adecuadas -respondió éste.

– Ayer era usted el que preguntaba. Pregúntele a Mia dónde vive.

La mujer joven se aclaró la garganta y miró a Bosch.

– Vivo con mis padres -dijo-. O al menos hasta ayer. Supongo que ahora vivo con mi madre.

Bosch se sintió avergonzado por haber supuesto que no hablaba inglés y por el hecho de que hubiera oído y comprendido su enfado ante su aparición.

– Lo siento, pero necesitamos toda la información posible. -Miró a los otros dos detectives-. Mia, necesitamos interrogarla. Detective Chu, ¿por qué no continúa con el plan y se lleva a la señora Li a una sala de interrogatorios para que haga su declaración? Yo hablaré con Mia y tú, Ignacio, espera a que aparezca Robert. -Se volvió hacia la chica-. ¿Sabe cuánto retraso lleva su hermano?

– Debería estar en camino. Dijo que iba a salir de la tienda a las diez.

– ¿Qué tienda?

– Su tienda del valle.

– Bien. Mia, ¿por qué no viene conmigo y que su madre vaya con el detective Chu?

Mia habló con su madre en chino, y ésta y Chu se dirigieron hacia la hilera de salas de interrogatorios de la parte de atrás del espacio de la brigada. Bosch cogió un bloc amarillo y la carpeta que contenía la imagen impresa de la cámara de vídeo antes de mostrarle el camino. Ferras se quedó atrás.

– Harry, ¿quieres que empiece con el hijo cuando llegue? -preguntó.

– No -dijo Bosch-. Ven a buscarme. Estaré en la sala 2.

Bosch condujo a la hija de la víctima a una pequeña sala sin ventanas y con una mesa en medio. Se sentaron uno a cada lado de la mesa y Bosch trató de poner una expresión agradable, aunque era difícil. La mañana estaba empezando con una sorpresa y no le gustaba encontrarse con ellas en sus investigaciones de homicidios.

– Muy bien, Mia -dijo Bosch-. Empecemos otra vez. Soy el detective Bosch; me han asignado como investigador jefe en el caso del asesinato de su padre. La acompaño en el sentimiento.

– Gracias. -Tenía la mirada clavada en la mesa.

– ¿Puede decirme su nombre completo?

– Mia-ling Li.

Había elegido la occidentalización al colocar el nombre primero y el apellido después, pero no había adoptado un nombre completamente occidental como habían hecho su padre y su hermano. Bosch se preguntó si eso era porque se esperaba que los hombres se integraran en la sociedad occidental mientras que las mujeres debían mantenerse alejadas de ella.

– ¿Cuál es su fecha de nacimiento?

– 14 de febrero de 1980.

– El día de San Valentín.

Bosch sonrió sin saber por qué. Sólo quería empezar de nuevo la relación. Entonces se preguntó si existía el día de San Valentín en China. Siguió adelante en sus reflexiones, haciendo cálculos. Se dio cuenta de que aunque era muy atractiva, Mia era más joven de lo que aparentaba y sólo unos pocos años mayor que su hermano Robert.

– ¿Vino aquí con sus padres? ¿Cuándo fue eso?

– En 1982.

– Sólo tenía dos años.

– Sí.

– ¿Y su padre abrió la tienda entonces?

– No la abrió. La compró a otra persona y le cambió el nombre a Fortune Liquors. Antes se llamaba de otra forma.

– Bien. ¿Hay más hermanos además de usted y Robert?

– No, sólo nosotros.

– Muy bien. Veamos, ha dicho que vivía con sus padres. ¿Desde cuándo?

Ella levantó brevemente la mirada y volvió a bajarla.

– Toda mi vida, salvo un par de años cuando era más joven.

– ¿Se casó?

– No. ¿Qué tiene esto que ver con quién mató a mi padre? ¿No debería estar buscando al asesino?

– Lo siento, Mia. Necesito cierta información básica y luego sí, saldré a buscar al asesino. ¿Ha hablado con su hermano? ¿Le ha dicho que yo conocía a su padre?

– Dijo que lo vio una vez. En realidad no lo conocía; eso no es conocerlo.

Bosch asintió.

– Sí, fue una exageración. No lo conocía, pero por la situación en la que estábamos cuando… lo vi, sentí como si lo conociera un poco. Quiero encontrar a su asesino, Mia, y lo haré. Sólo necesito que usted y su familia me ayuden en todo lo posible.

– Entiendo.

– No se guarden nada, porque nunca se sabe en qué puede ayudarnos.

– No lo haré.

– Muy bien, ¿cómo se gana la vida?

– Cuido de mis padres.

– ¿En casa? ¿Se queda en casa y cuida de sus padres?

Esta vez Mia lo miró a los ojos. Sus pupilas eran tan oscuras que era difícil leer algo en ellas.

– Sí.

Bosch se dio cuenta de que podía haber cruzado alguna barrera cultural que desconocía. Mia pareció darse cuenta.

– Por tradición en mi familia la hija cuida de los padres.

– ¿Ha estudiado?

– Sí, fui dos años a la universidad, pero luego volví con mis padres. Cocino, limpio y mantengo la casa. Para mi hermano también, aunque él quiere irse a vivir por su cuenta.

– Pero hasta ayer todos vivían juntos.

– Sí.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a su padre con vida?

– Cuando se marchó a trabajar ayer por la mañana: hacia las nueve y media. Le preparé el desayuno.

– ¿Y su madre también se fue entonces?

– Sí, siempre se van juntos.

– ¿Y luego su madre volvió por la tarde?

– Sí, yo preparo la cena y ella viene a buscarla. Todos los días.

– ¿A qué hora llegó a casa?

– A las tres en punto, como siempre.

Bosch sabía que la casa familiar se hallaba en la zona de Larchmont del distrito de Wilshire y al menos a media hora de coche de la tienda. La ruta directa habría sido por carretera durante todo el camino.

– ¿Cuánto tiempo pasó ayer antes de que cogiera la cena y volviera a la tienda?

– Se quedó media hora y se fue.

Bosch asintió. Todo coincidía con la declaración de la madre y con el cronograma y el resto de la información que conocían.

– Mia, ¿su padre habló de alguien en el trabajo del que tuviera miedo? ¿De un cliente o de alguna otra persona?

– No, mi padre era muy callado. No hablaba del trabajo.

– ¿Le gustaba vivir en Los Ángeles?

– No, creo que no.

– ¿Por qué?

– Quería volver a China, pero no podía.

– ¿Por qué no?

– Porque cuando te vas no vuelves. Se fueron porque Robert estaba en camino.

– ¿Quiere decir que su familia se marchó por Robert?

– En nuestra provincia sólo se puede tener un hijo. Ya me tenían a mí y mi madre no iba a enviarme al orfanato. Mi padre quería un varón y cuando mi madre se quedó embarazada, vinimos a América.

Bosch no conocía las particularidades de la política del hijo único en China, pero había oído hablar de ellas: un plan de contención de la población cuyo resultado era que se daba un mayor valor a los nacimientos de varones. Muchas niñas recién nacidas eran abandonadas en orfanatos o algo peor. En lugar de renunciar a Mia, la familia había emigrado a Estados Unidos.

– ¿Así que su padre siempre lamentó quedarse y no mantener a su familia en China?

– Sí.

Bosch decidió que había recopilado suficiente información en este sentido. Abrió la carpeta, sacó la imagen impresa del vídeo de seguridad y la colocó delante de Mia.

– ¿Quién es, Mia?

La mujer entrecerró los ojos al estudiar la imagen granulada.

– No lo conozco. ¿Mató a mi padre?

– No lo sé. ¿Está segura de que no lo conoce?

– Sí. ¿Quién es?

– Todavía no lo sabemos. Pero lo vamos a descubrir. ¿Su padre le habló alguna vez de las tríadas?

– ¿Las tríadas?

– ¿De que tenía que pagarles?

Parecía muy nerviosa con la pregunta.

– No sé nada de eso. No hablamos de eso.

– Habla chino, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Alguna vez oyó a sus padres hablando de ello?

– No, no sé nada de eso.

– Vale, Mia, entonces creo que podemos dejarlo ya.

– ¿Puedo llevar a mi madre a casa?

– En cuanto termine de hablar con el detective Chu. ¿Qué cree que ocurrirá ahora con la tienda? ¿Se ocuparán de ella su madre y su hermano?

Mia negó con la cabeza.

– Creo que se cerrará. Mi madre trabajará ahora en la tienda de mi hermano.

– ¿Y usted, Mia? ¿Cambiará algo para usted ahora?

La joven se tomó un buen rato para considerarlo, como si no hubiera pensado en ello antes de que Bosch le preguntara.

– No lo sé -dijo al fin-. Quizá.

8

Cuando volvieron a la sala de la brigada, la señora Li ya había terminado el interrogatorio con Chu y estaba esperando a su hija. Todavía no había rastro de Robert Li, y Ferras explicó que había llamado diciendo que no podía abandonar su tienda porque su ayudante había telefoneado para avisar de que estaba enfermo.

Después de escoltar a las dos mujeres a la zona de ascensores, Bosch miró su reloj y decidió que aún les quedaba tiempo para ir hasta el valle, hablar con el hijo de la víctima y luego volver al centro de la ciudad y asistir a la autopsia programada para las dos de la tarde. Además, no necesitaba estar en la oficina del forense para los procedimientos preliminares; podía pasarse más tarde.

Se decidió que Ferras se quedaría trabajando con la policía científica sobre los resultados de los indicios recogidos el día anterior. Bosch y Chu irían al valle a hablar con Robert Li.

Bosch condujo su Crown Vic, con el que ya había recorrido más de trescientos cincuenta mil kilómetros. El aire acondicionado apenas funcionaba y, al acercarse al valle, la temperatura empezó a ascender y lamentó no haberse quitado la americana antes de subir al coche.

Por el camino, Chu fue el primero en hablar y explicó que la señora Li había firmado su declaración y no había añadido nada a ella. No había reconocido al hombre del vídeo de seguridad y aseguró no saber nada sobre los pagos a la tríada. Bosch explicó entonces la escasa información que había recabado de Mia-ling Li y preguntó a Chu qué sabía de la tradición de mantener a una hija adulta en casa para cuidar de los padres.

– Es una chinacienta -dijo Chu-. Se queda en casa y se ocupa de cocinar y limpiar, casi como una criada de sus padres.

– ¿No quieren que se case y se vaya de casa?

– Ni hablar, es mano de obra gratuita. ¿Por qué iban a querer que se casara? Entonces tendrían que contratar a una criada, un cocinero y un chófer. Así lo tienen todo sin tener que pagar.

Bosch condujo en silencio durante un rato después de eso, pensando en la vida que le tocaba vivir a Mia-ling Li. No creía que cambiara nada tras la muerte de su padre: todavía tenía que ocuparse de su madre.

Recordó algo relacionado con el caso y volvió a hablar.

– Dijo que la familia probablemente cerraría la tienda y se quedaría sólo con la del valle.

– De todos modos no ganaban nada -dijo Chu-. Puede que logren vendérsela a alguien de la comunidad y saquen algo de dinero.

– No es mucho después de casi treinta años aquí.

– La historia del inmigrante chino no siempre es una historia feliz -dijo Chu.

– ¿Y usted, Chu? Usted tiene éxito.

– Yo no soy inmigrante. Mis padres lo fueron.

– ¿Fueron?

– Mi madre murió joven. Mi padre era pescador; un día su barco zarpó y nunca volvió a puerto.

Bosch se quedó en silencio por la naturalidad con que Chu había contado su tragedia familiar y se concentró en conducir. El tráfico era denso y tardaron tres cuartos de hora en llegar a Sherman Oaks. Fortune Fine Foods & Liquor estaba en Sepulveda Boulevard, a sólo una manzana de Ventura Boulevard. Esto lo situaba en un barrio elegante de apartamentos y bloques de pisos, a los pies de las residencias aún más selectas de la ladera. Era una buena ubicación, pero no parecía haber suficiente aparcamiento. Bosch encontró un sitio en la calle, delante de una boca de riego. Bajó la visera, que tenía una tarjeta enganchada que identificaba el vehículo como municipal, y salió.

Bosch y Chu habían elaborado un plan durante el largo trayecto. Creían que si alguien conocía los pagos a la tríada aparte de la víctima, tenía que ser el hijo que también regentaba una tienda, Robert. La gran pregunta era por qué no se lo había dicho a los detectives el día anterior.

Fortune Fine Foods & Liquor era algo completamente diferente a su homólogo de South LA. La tienda era al menos cinco veces más grande y rebosaba de toques de distinción acordes con el barrio.

Había una barra de autoservicio de café. Los pasillos de vino tenían carteles colgados del techo que anunciaban los varietales y las regiones de producción, y no había garrafas apiladas al fondo. Las neveras estaban bien iluminadas, con estantes abiertos en lugar de puertas de cristal. Había pasillos de platos preparados y mostradores de venta de comida caliente y fría donde los clientes podían pedir bistecs y pescado fresco o pollo asado, carne y costillas a la barbacoa. El hijo había tomado el negocio del padre y lo había mejorado varios niveles. Bosch estaba impresionado.

Chu preguntó a la mujer sentada tras una de las dos cajas dónde estaba Robert Li. Enviaron a los detectives a una puerta de doble hoja que daba a un almacén con estantes de tres metros apoyados contra la pared. Al fondo había una puerta donde ponía DESPACHO. Bosch llamó y Robert Li salió a abrir enseguida.

Pareció sorprendido de verlos.

– Detectives, pasen -dijo-. Siento mucho no haber ido al centro hoy. Mi encargado llamó diciendo que estaba enfermo y no puedo dejar esto sin un supervisor. Lo siento.

– No pasa nada -dijo Bosch-, sólo estamos tratando de encontrar al asesino de su padre.

Bosch pretendía poner al joven a la defensiva: interrogarlo en su propio terreno le concedía cierta ventaja y quería aportar un poco de malestar a la situación. Si Li se sentía amenazado sería más comunicativo y estaría más dispuesto a tratar de complacer a sus interrogadores.

– Bueno, lo siento. De todos modos, pensaba que lo único que tenía que hacer era firmar mi declaración.

– Tenemos su declaración, pero se trata de algo más que firmar papeles, señor Li. Hay una investigación en marcha; las cosas cambian cuando llega más información.

– Lo único que puedo hacer es pedir disculpas. Siéntense, por favor. Lamento que haya tan poco espacio.

La oficina era estrecha y Bosch se dio cuenta de que era compartida. Había dos escritorios, uno al lado del otro, apoyados contra la pared de la derecha. Dos sillas de oficina y otras dos plegables, probablemente para representantes de ventas y entrevistas de trabajo.

Li cogió el teléfono de su despacho, marcó un número y le pidió a alguien que no lo molestaran. A continuación hizo un gesto de abrir las manos, señalando que estaba listo para empezar.

– Primero de todo, me sorprende un poco que esté trabajando hoy -dijo Bosch-. Ayer asesinaron a su padre.

Li asintió con solemnidad.

– Me temo que no he tenido tiempo de llorar a mi padre. He de dirigir el negocio o no habrá negocio que dirigir.

Bosch asintió e hizo una señal a Chu para que continuara. Él había redactado la declaración de Li y, mientras la repasaba, Bosch miró a su alrededor en el despacho. En la pared de encima de los escritorios había licencias del estado enmarcadas, el diploma de 2004 de Li de la facultad de Empresariales de la Universidad del Sur de California y un certificado con mención honorífica a la mejor tienda nueva de 2007 de la Asociación de Comerciantes de Comestibles de Estados Unidos. También había fotos enmarcadas de Li con Tommy Lasorda, el anterior director de los Dodgers, y un Li adolescente de pie en los escalones del Tian Tan Buddha de Hong Kong. Igual que había reconocido a Lasorda, Bosch reconoció la escultura de bronce de treinta metros conocida como el Gran Buda. En una ocasión había viajado con su hija a la isla de Lantau para verla.

Bosch estiró el brazo y enderezó el marco del diploma de la Universidad del Sur de California. Al hacerlo se dio cuenta de que Li se había graduado con honores. Pensó por un momento en Robert saliendo de la universidad con la oportunidad de hacerse con las riendas del negocio de su padre y convertirlo en algo más grande y mejor. Entre tanto, su hermana abandonó la universidad y volvió a casa para hacer las camas.

Li no pidió cambios en su declaración y firmó al pie de cada página. Cuando hubo terminado levantó la mirada y la dirigió a un reloj de pared colgado sobre la puerta. Bosch se dio cuenta de que pensaba que había terminado. Pero no era así: había llegado su turno. Abrió el maletín y sacó una carpeta, de donde extrajo la foto impresa del matón que había recaudado el dinero de la extorsión. Bosch se la pasó a Robert Li.

– Hábleme de este hombre -dijo.

Li sostuvo la imagen con ambas manos y juntó las cejas al examinarla. Bosch sabía que la gente hacía eso para simular una profunda concentración, pero en general trataba de ocultar otra cosa. Era muy probable que durante la última hora Robert hubiera recibido una llamada de su madre y supiera que iban a enseñarle la foto. Respondiera como lo hiciese, Bosch sabía que no iba a contar la verdad.

– No puedo decirle nada -dijo Li al cabo de unos segundos-. No lo reconozco, nunca lo he visto.

Le devolvió la hoja a Bosch, pero éste no la cogió.

– Pero sabe quién es.

En realidad no era una pregunta.

– No, lo cierto es que no -dijo Li con una ligera incomodidad en la voz.

Bosch le sonrió, pero era una de esas sonrisas sin la menor calidez de humor.

– Señor Li, ¿le ha llamado su madre y le ha avisado de que iba a enseñarle esta foto?

– No.

– Podemos mirar los teléfonos, ¿sabe?

– ¿Y qué si lo hizo? Ella no sabía quién era y yo tampoco.

– Quiere que encontremos a la persona que mató a su padre, ¿no?

– ¡Por supuesto! ¿Qué clase de pregunta es ésa?

– Es la clase de pregunta que hago cuando sé que alguien me oculta algo y que eso…

– ¿Qué? ¡Cómo se atreve!

– … podría ser muy útil para mi investigación.

– ¡No le oculto nada! Le aseguro que no conozco a ese hombre. ¡No sé cómo se llama y nunca lo había visto antes! ¡Es la pura verdad!

Li se ruborizó. Bosch esperó un momento y luego habló con calma.

– Puede que esté diciendo la verdad. Puede que no conozca su nombre y que nunca lo haya visto antes. Pero sabe quién es, Robert. Sabe que su padre estaba pagando una extorsión; quizás usted también lo hace. Si cree que hablar con nosotros entraña un riesgo, entonces podemos ayudarle.

– Desde luego -intervino Chu.

Li negó con la cabeza y sonrió como si no pudiera creer la situación en la que se hallaba. Empezó a respirar con dificultad.

– Mi padre acaba de morir, lo han matado. ¿No puede dejarme en paz? ¿Por qué me están acosando? Yo también soy una víctima.

– Ojalá pudiéramos dejarlo en paz, Robert -dijo Bosch-. Pero si no encontramos al responsable, nadie lo hará. Supongo que no es eso lo que quiere.

Li pareció calmarse y negó con la cabeza.

– Mire -continuó Bosch-. Tenemos una declaración firmada. Nada de lo que nos diga ahora ha de salir de este despacho. Nadie sabrá nunca lo que nos ha dicho. -Bosch se inclinó hacia delante y tocó la imagen con un dedo. Li todavía la sujetaba-. Quien mató a su padre se llevó el disco de la grabadora que había en la parte de atrás, pero dejó discos viejos. Este tipo estaba en uno de ellos cobrando dinero de su padre una semana antes del crimen, el mismo día y a la misma hora. Su padre le dio doscientos dieciséis dólares. Este tipo es de la tríada y creo que usted lo sabe. Ha de ayudarnos con eso, Robert; nadie más puede hacerlo.

Bosch esperó. Li puso la imagen sobre la mesa y se frotó las palmas sudorosas de las manos en los vaqueros.

– De acuerdo, sí, mi padre pagaba a la tríada -dijo.

Bosch respiró pausadamente. Acababan de dar un gran paso y quería que Li continuara hablando.

– ¿Durante cuánto tiempo? -preguntó.

– No lo sé, toda su vida; toda mi vida, supongo. Siempre lo hizo; para él formaba parte de ser chino: había que pagar.

Bosch asintió.

– Gracias por decírnoslo, Robert. Veamos, ayer nos comentó que con la situación económica y demás las cosas no marchaban bien en la tienda. ¿Sabe si su padre iba atrasado en los pagos?

– No lo sé, es posible, pero no me lo dijo. Estábamos de acuerdo en eso.

– ¿Qué quiere decir?

– Yo creía que no debía pagar y se lo dije un millón de veces. «Esto es América, padre, no ha de pagarles.»

– Pero seguía haciéndolo.

– Sí, cada semana; era de la vieja escuela.

– Entonces, ¿usted no paga aquí?

Li negó con la cabeza, pero sus ojos se apartaron un momento. Una delación clara.

– Paga, ¿verdad?

– No.

– Robert, hemos de…

– No pago porque él lo hacía por mí. Ahora no sé lo que ocurrirá.

Bosch se acercó a él.

– Quiere decir que su padre pagaba por las dos tiendas.

– Sí.

Li tenía la mirada baja. Volvió a frotarse las palmas en los pantalones.

– El doble pago, ciento ocho por dos, cubría las dos tiendas.

– Sí, la semana pasada.

Li asintió y Bosch pensó que veía lágrimas agolpándose en sus ojos. Harry sabía que la siguiente pregunta era la más importante de todas.

– ¿Qué pasó esta semana?

– No lo sé.

– Pero tiene una idea, ¿verdad, Robert?

Volvió a asentir.

– Las dos tiendas están perdiendo dinero. Nos expandimos en el momento equivocado, justo antes de la crisis. Los bancos tienen ayuda del gobierno, pero nosotros no. Podíamos perderlo todo, y le dije… Le dije a mi padre que no podíamos seguir pagando. Le dije que estábamos pagando por nada y que íbamos a perder las tiendas si no parábamos.

– ¿Dijo que dejaría de pagar?

– No, no nada de eso. Pensé que iba a seguir pagando hasta que tuviéramos que cerrar. Iba sumando y ochocientos dólares al mes es mucho en un negocio como éste. Mi padre pensaba que si encontraba otras formas… -Su voz se apagó.

– ¿Otras formas de qué, Robert?

– Otras formas de ahorrar dinero. Estaba obsesionado con pillar a los rateros, y pensaba que si contenía las pérdidas cambiaría las cosas. Era de otra época, no lo entendía.

Bosch se recostó en la silla y miró a Chu. Habían logrado que Li se sincerara. Ahora era el turno de que Chu se ocupara de las preguntas concretas en relación con la tríada.

– Robert, ha sido de gran ayuda -dijo Chu-. Quiero hacerle unas preguntas sobre el hombre de la foto.

– He dicho la verdad. No sé quién es, nunca en mi vida lo he visto.

– Vale, pero ¿alguna vez habló de él su padre cuando estaban discutiendo sobre los pagos?

– Nunca mencionó su nombre. Sólo dijo que se enfadaría si dejábamos de pagar.

– ¿Alguna vez mencionó el nombre del grupo al que pagaba? ¿La tríada?

Li negó con la cabeza.

– No, nunca… Espere, sí, una vez. Era algo sobre un cuchillo, como si el nombre procediera de una clase de cuchillo o algo así. Pero no lo recuerdo.

– ¿Está seguro? Eso podría ayudarnos a reducir el círculo.

Li negó con la cabeza otra vez.

– Trataré de recordarlo; ahora mismo no puedo.

– Vale, Robert.

Chu continuó con el interrogatorio, pero las preguntas eran demasiado específicas y Li continuamente respondía que no sabía las respuestas. Para Bosch estaba bien, habían conseguido un gran avance y ahora veía que el caso estaba mucho mejor enfocado.

Al cabo de un rato, Chu terminó y volvió a cederle la batuta a Bosch.

– Bien, Robert -dijo Harry-. ¿Cree que el hombre o los hombres a los que su padre pagaba vendrán a pedirle el dinero a usted ahora?

La pregunta suscitó un arqueo de cejas de Li.

– No lo sé -dijo.

– ¿Quiere protección del Departamento de Policía de Los Ángeles?

– Eso tampoco lo sé.

– Bueno, tiene nuestros teléfonos. Si aparece alguien, coopere y prométale el dinero si se ve en la necesidad de hacerlo.

– ¡No tengo el dinero!

– Ésa es la cuestión. Prométale el dinero, pero dígale que tardará un día en conseguirlo. Entonces llámenos y nosotros nos ocuparemos.

– ¿Y si simplemente lo coge de las cajas registradoras? Ayer me dijo que la de la tienda de mi padre estaba vacía.

– Si hace eso, usted no se oponga y luego llámenos. Lo cogeremos cuando vuelva la próxima vez.

Li asintió y Bosch vio que había asustado al joven.

– Robert, ¿tiene un arma en la tienda?

Era una prueba. Habían comprobado qué armas estaban registradas y sólo lo estaba la de la otra tienda.

– No, mi padre tenía el arma; estaba en la zona mala.

– Bien, no traiga un arma aquí. Si aparece el tipo, simplemente coopere.

– Bien.

– Por cierto, ¿por qué compró su padre esa arma? Llevaba allí casi treinta años y hace sólo seis meses que la adquirió.

– La última vez que lo atracaron le hicieron daño. Dos pandilleros le golpearon con una botella. Le dije que si no vendía la tienda, tenía que conseguir una pistola, pero no le hizo ningún bien.

– Normalmente no lo hacen.

Los detectives le dieron las gracias a Li y dejaron en su despacho a un joven de veintiséis años que ahora parecía dos décadas mayor. Mientras caminaban por la tienda, Bosch miró el reloj y vio que era más de la una. Tenía mucha hambre y quería comer algo antes de dirigirse a la sala de autopsias a las dos. Se paró delante de la comida caliente y apuntó al pan de carne. Cogió un número de servicio del dispensador; cuando le ofreció un trozo a Chu, éste le dijo que era vegetariano.

Bosch negó con la cabeza.

– ¿Qué? -preguntó Chu.

– No creo que pudiéramos ser compañeros, Chu -dijo Bosch-. No me fío de un tipo que no puede comerse un perrito caliente de vez en cuando.

– Como perritos calientes de tofu.

Bosch hizo una mueca.

– Ésos no cuentan.

Entonces vio que se les acercaba Robert Li.

– Olvidé preguntarlo. ¿Cuándo nos entregarán el cadáver de mi padre?

– Probablemente mañana -dijo Bosch-. La autopsia es hoy.

Li pareció alicaído.

– Mi padre era una persona muy espiritual. ¿Han de profanar su cuerpo?

Bosch asintió.

– Es la ley: hay una autopsia después de cualquier homicidio.

– ¿Cuándo la harán?

– Dentro de una hora.

Li asintió en señal de aceptación.

– Por favor, no se lo diga a mi madre. ¿Me llamarán cuando pueda disponer del cadáver?

– Me aseguraré de que así sea.

Li les dio las gracias y volvió a su despacho. Bosch oyó que el hombre de detrás del mostrador decía su número.

9

De camino al centro, Chu informó a Bosch de que en sus catorce años en el departamento aún no había presenciado una autopsia y que esto no era algo que quisiera cambiar. Explicó que iba a volver a la oficina de la UBA para proseguir los esfuerzos de identificar al matón de la tríada. Bosch lo dejó allí y se dirigió a la oficina del forense en Mission Road. Cuando llegó, se puso la bata y entró en la sala número 3: la autopsia ya estaba en marcha. La oficina del forense llevaba a cabo seis mil al año; las salas de autopsias seguían un horario y control estrictos, y los forenses no esperaban a los policías que llegaban tarde. Un buen profesional podía terminar una autopsia quirúrgica en una hora.

A Bosch todo eso no le importaba. Le interesaban los hallazgos de la autopsia, no el proceso.

El cuerpo de John Li yacía desnudo y profanado en la fría mesa de acero inoxidable. Le habían abierto el pecho y extraído los órganos vitales. La doctora Sharon Laksmi estaba trabajando en una mesa contigua, colocando muestras de tejido en diversos portaobjetos.

– Buenas tardes, doctora -dijo Bosch.

Laksmi dejó su trabajo, se dio la vuelta y lo miró. Por la mascarilla y el gorro del pelo que llevaba Bosch, no consiguió identificarlo enseguida. Hacía mucho tiempo que los detectives no podían limitarse a entrar y mirar: las normativas sanitarias del condado requerían un equipo de protección completo.

– ¿Bosch o Ferras?

– Bosch.

– Llega tarde, he empezado sin usted.

Laksmi era pequeña y de tez oscura. Lo que más llamaba la atención en ella eran sus ojos, muy maquillados detrás de la protección plástica de su mascarilla. Era como si se diera cuenta de que los ojos constituían el único rasgo que la gente veía detrás del atuendo de seguridad que llevaba casi todo el tiempo. Hablaba con un ligero acento, pero quién no en Los Ángeles. Incluso el jefe de policía saliente tenía un deje que parecía del sur de Boston.

– Sí, lo siento. Estaba con el hijo de la víctima y la cosa se alargó.

No mencionó el sándwich de pan de carne que también le había demorado un rato.

– Aquí está lo que probablemente está buscando.

Dio unos golpecitos con la hoja del escalpelo en uno de los cuatro recipientes de acero alineados a la izquierda de la mesa. Bosch se acercó a mirar: cada uno contenía un elemento probatorio extraído del cadáver. Vio tres balas deformadas y un casquillo.

– ¿Ha encontrado un casquillo? ¿Estaba sobre el cuerpo?

– Dentro del cuerpo, en realidad.

– ¿Dentro?

– Exacto, alojado en el esófago.

Bosch pensó en lo que había descubierto al mirar las fotos de la escena del crimen. Sangre en los dedos, barbilla y labios de la víctima, pero no en los dientes. Había acertado con su corazonada.

– Parece que está buscando a un asesino muy sádico, detective Bosch.

– ¿Por qué dice eso?

– Porque o le metió un casquillo por la garganta o de alguna manera éste aterrizó en su boca. Como las posibilidades de esto último son de una entre un millón, apuesto por la primera alternativa.

Bosch asintió. No porque suscribiera lo que ella estaba diciendo, sino porque estaba pensando en una posibilidad que la doctora Laksmi no había contemplado. Ya tenía una idea de lo que había ocurrido detrás del mostrador de Fortune Liquors. Uno de los casquillos de la pistola del asesino había aterrizado encima de John Li o cerca de él cuando yacía agonizando en el suelo tras el mostrador. O bien vio que el asesino recogía los casquillos o supo que podría ser un elemento de prueba valioso para la investigación de su homicidio. En sus últimos momentos, Li cogió el casquillo y trató de tragárselo para que no lo recuperara el asesino. El acto final de John Li fue un intento de proporcionar a Bosch una pista importante.

– ¿Lo ha limpiado, doctora?

– Sí, la sangre subió por la garganta y el casquillo actuó como un dique, que impedía que saliera más sangre por la boca. Tuve que limpiarlo para ver lo que era.

– Bien.

Bosch sabía que las posibilidades de que hubiera huellas dactilares en el casquillo eran de todos modos irrisorias. La explosión de gases al disparar una bala casi siempre evaporaba las huellas.

Aun así, el casquillo sería útil para identificar el arma si las balas recuperadas estaban demasiado dañadas. Bosch se fijó en los recipientes que contenían las balas y enseguida determinó que eran de punta hueca. Habían estallado tras el impacto y se hallaban muy deformadas. No sabía si alguna de ellas sería útil para los propósitos de comparación. En cambio, el casquillo era probablemente una prueba sólida. Las marcas causadas por la uña extractora, el percutor y el botador del arma podían servir para la identificación y comparación de ésta si se hallaba. El casquillo relacionaría a la víctima con el arma.

– ¿Quiere escuchar mi resumen y así podrá marcharse? -preguntó Laksmi.

– Claro, doctora, adelante.

Mientras Laksmi ofrecía un informe preliminar de sus hallazgos, Bosch cogió bolsas transparentes de pruebas del estante de encima de la mesa y guardó las balas y el casquillo por separado. Éste parecía proceder de una bala de nueve milímetros, pero esperaría a la confirmación de Balística. Marcó cada sobre con su nombre, así como con el de Laksmi y el número de caso. Finalmente, se levantó la bata y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– El primer disparo fue a la parte superior izquierda del pecho. El proyectil rasgó el ventrículo derecho del corazón, impactó en las vértebras torácicas y seccionó la médula. La víctima caería al suelo de inmediato. Los otros dos disparos fueron a los lados derecho e izquierdo del esternón inferior; es imposible ordenarlos. Las balas atravesaron los lóbulos derecho e izquierdo de los pulmones y se alojaron en la musculatura de la espalda. El resultado de los tres disparos fue una pérdida instantánea de la función cardiopulmonar y la consecuente muerte. Diría que no duró más de treinta segundos.

El informe sobre la lesión medular aparentemente ponía en duda la hipótesis de Bosch según la cual la víctima se había tragado voluntariamente el casquillo.

– Con la médula dañada, ¿podría haber efectuado un movimiento con la mano y el brazo?

– No por mucho tiempo. La muerte fue casi instantánea.

– Pero no estaba paralizado, ¿no? En esos últimos treinta segundos, ¿podría haber cogido el casquillo y ponérselo en la boca?

Laksmi consideró la nueva hipótesis durante unos segundos antes de responder.

– Creo que de hecho estuvo paralizado, pero el proyectil se alojó en la cuarta vértebra torácica y seccionaría la médula en ese punto. Sin duda causaría parálisis, pero ésta habría empezado en ese punto. Los brazos podían seguir moviéndose: sería cuestión de tiempo. Como he dicho, su organismo habría dejado de funcionar enseguida.

Bosch asintió: su teoría aún se sostenía. Li podría haber cogido rápidamente el casquillo con sus últimas fuerzas y ponérselo en la boca.

Bosch se preguntó si el asesino lo sabía. Lo más probable era que hubiera tenido que rodear el mostrador para buscar los casquillos, y en ese momento Li podría haber cogido uno de ellos. La sangre hallada bajo el cuerpo de la víctima indicaba que lo habían movido, y Bosch se dio cuenta de que lo más probable era que eso hubiera ocurrido durante la búsqueda del casquillo que faltaba.

Sintió una creciente excitación. El casquillo era un hallazgo significativo, pero la idea de que el asesino había cometido un error era aún mayor. Quería llevar la prueba a Balística lo antes posible.

– Vale, doctora, ¿qué más tenemos?

– Hay algo que tal vez quiera ver ahora mejor que esperar a las fotos. Ayúdeme a darle la vuelta.

Se acercaron a la mesa de autopsias y hicieron rodar con cuidado el cuerpo. El rígor mortis ya había desaparecido y la operación resultó sencilla. Laksmi señaló los tobillos; Bosch se acercó y vio que había pequeños símbolos chinos tatuados en la parte de atrás de los pies de Li. Había dos o tres en cada pie, situados a ambos lados del tendón de Aquiles.

– ¿Los ha fotografiado?

– Sí, estarán en el informe.

– ¿Hay alguien aquí que pueda traducirlo?

– No creo. Tal vez el doctor Ming, pero esta semana está de vacaciones.

– Vale. ¿Podemos arrastrarlo un poco hacia abajo para que le cuelguen los pies y pueda hacerle una foto?

Laksmi le ayudó a mover el cadáver en la mesa. Los pies salieron por el borde y Bosch situó los tobillos uno junto al otro de manera que los símbolos chinos quedaran alineados. Buscó bajo su bata y sacó el teléfono móvil; lo puso en modo cámara e hizo dos fotos de los tatuajes.

– Listo.

Bosch dejó el teléfono y volvieron a dar la vuelta al cadáver para colocarlo en su lugar en la mesa.

Bosch se quitó los guantes y los arrojó al receptáculo de residuos médicos. Cogió el teléfono y llamó a Chu.

– ¿Cuál es su correo electrónico? Quiero enviarle una foto.

– ¿De qué?

– Símbolos chinos tatuados en los tobillos del señor Li. Quiero saber qué significan.

– Vale.

Chu le dio el correo de su departamento. Bosch comprobó su cámara y le envió la foto más nítida; luego guardó el teléfono.

– Doctora Laksmi, ¿hay algo más que necesite saber?

– Creo que es todo, detective, aunque hay una cosa que tal vez la familia quiera saber.

– ¿Qué?

La doctora hizo un gesto hacia uno de los órganos que había colocado sobre la mesa de trabajo.

– Las balas sólo aceleraron lo inevitable. El señor Li se estaba muriendo de cáncer.

Bosch se acercó y miró la bandeja. Laksmi había extraído del cuerpo los pulmones de la víctima para pesarlos y examinarlos. Los había abierto para extraer las balas y ambos lóbulos se veían de color gris oscuro por las células cancerosas.

– Era fumador -dijo Laksmi.

– Lo sé -dijo Bosch-. ¿Cuánto tiempo cree que le quedaba?

– Quizás un año, tal vez algo más.

– ¿Sabe si lo habían tratado?

– No lo parece. Desde luego no hubo cirugía, y no veo signos de quimioterapia ni radiación. Puede que no lo hubieran diagnosticado, pero lo habría sabido muy pronto.

Bosch pensó en sus propios pulmones: llevaba años sin fumar, pero decían que el daño se causa pronto. En ocasiones, por las mañanas, sentía los pulmones cargados y pesados. Años atrás tuvo un caso en el cual estuvo expuesto a altos niveles de radiación. Salió bien librado médicamente, pero siempre pensó o deseó que la exposición hubiera terminado con cualquier cosa que creciera en su pecho.

Bosch sacó de nuevo el teléfono móvil y una vez más lo puso en función cámara.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Laksmi.

– Quiero enviárselo a alguien.

Comprobó la foto y vio que era bastante clara. Entonces la envió por correo electrónico.

– ¿A quién? Espero que no sea a la familia.

– No, a mi hija.

– ¿A su hija? -Había un tono de indignación en la voz.

– Ha de saber lo que puede causar el tabaco.

– Muy bonito.

Laksmi no dijo nada más. Bosch apartó el teléfono y miró el reloj: tenía una doble visualización que mostraba la hora de Los Ángeles y la de Hong Kong; un regalo de su hija después de demasiadas llamadas en plena noche por calcular mal el cambio horario. Eran poco más de las tres en Los Ángeles. Su hija le llevaba quince horas de ventaja y estaba durmiendo. Se levantaría para ir a la escuela al cabo de una hora y recibiría la foto entonces. Sabía que suscitaría una llamada de protesta, pero incluso una llamada así era mejor que nada.

Sonrió al pensar en ello y volvió a concentrarse en el trabajo. Estaba listo para seguir en marcha.

– Gracias, doctora -dijo-. Para que conste, me llevo las pruebas balísticas a Criminalística.

– ¿Ha firmado?

Laksmi señaló una tablilla con portapapeles que había sobre la mesa y Bosch vio que ella ya había rellenado el informe de cadena de pruebas. Harry firmó en el lugar correspondiente para atestiguar que tomaba posesión de las pruebas mencionadas. Se dirigió hacia la puerta de la sala de autopsias.

– Deme un par de días para el informe escrito -dijo Laksmi.

Se refería al informe formal de la autopsia.

– Concedido -dijo Bosch al tiempo que salía.

10

De camino a Criminalística, Bosch llamó a Chu y le preguntó por los tatuajes.

– Todavía no los he traducido -respondió éste.

– ¿Qué quiere decir, no los ha mirado?

– Sí, los he mirado, pero no sé traducirlos. Estoy tratando de encontrar a alguien que pueda hacerlo.

– Chu, le vi hablando con la señora Li. Usted la tradujo.

– Bosch, que hable chino no significa que sepa leerlo. Hay ocho mil caracteres como éstos. Toda mi educación fue en inglés; hablaba chino en casa, pero nunca lo leí.

– Muy bien, ¿hay alguien ahí que pueda traducirlo? Es la Unidad de Delitos Asiáticos, ¿no?

– Unidad de Bandas Asiáticas. Y, sí, hay gente que puede hacerlo, pero no están aquí ahora mismo. En cuanto lo tenga, le llamaré.

– Genial. Llámeme.

Bosch colgó. Se sentía frustrado por el retraso. Un caso tenía que moverse como un tiburón: detener su impulso podía resultar fatal. Miró el reloj para ver qué hora era en Hong Kong, aparcó junto al bordillo y envió la foto de los tatuajes del tobillo de Li a su hija por correo electrónico. Ella lo recibiría en su teléfono, justo después de ver las fotos de los pulmones que le había mandado.

Complacido consigo mismo, Bosch volvió a incorporarse al tráfico. Cada vez era más adepto a la comunicación digital gracias a su hija. Ella había insistido en que se comunicaran por medios modernos: correo electrónico, mensajes de texto, vídeo; incluso había intentado, sin éxito, introducirlo en algo llamado Twitter. Bosch, por su parte, insistió en que se comunicaran también a la vieja usanza: la conversación oral. Se aseguró de que sus contratos telefónicos contaban con planes de llamadas internacionales.

Volvió al EAP al cabo de unos minutos y fue derecho a la unidad de Balística del cuarto piso. Llevó sus cuatro bolsas de plástico a un técnico llamado Ross Malone, cuyo trabajo consistía en coger las balas y los casquillos y usarlos para intentar identificar la marca y modelo del arma de fuego de la que procedían. Después, en el caso de que se recuperara una pistola, podría relacionar las balas con el arma por medio de pruebas balísticas y análisis.

Malone empezó con el casquillo: usó unas pinzas para sacarlo del envoltorio y lo sostuvo bajo una lupa de gran potencia con el borde iluminado. Lo estudió un buen rato antes de hablar.

– Cor Bon nueve milímetros -dijo-. Y probablemente está buscando una Glock.

Bosch confiaba en que le confirmara el tamaño de la bala e identificara la marca de ésta, pero no que mencionara el tipo de arma que la había disparado.

– ¿Cómo lo sabe?

– Eche un vistazo.

Malone estaba sentado en un taburete, delante de una lupa fijada a la mesa de trabajo mediante un brazo ajustable. La movió lentamente para que Bosch pudiera ver por encima de su hombro la parte de atrás del casquillo. Bosch leyó las palabras «Cor Bon» estampadas en el exterior del casquillo; en el centro se apreciaba una depresión causada cuando el percutor de la pistola golpeó la base y disparó la bala.

– ¿Ve que la impresión es alargada, casi rectangular? -preguntó Malone.

– Sí.

– Es una Glock; sólo éstas dejan un rectángulo, porque el percutor es rectangular. Debe buscar una Glock de nueve milímetros: hay diversos modelos posibles.

– Gracias, eso ayuda. ¿Algo más?

Malone volvió a colocar la lupa y giró el casquillo de bala por debajo del cristal de aumento.

– Hay marcas claras de la uña extractora y el botador. Si me trae la pistola creo que podré relacionarlas.

– En cuanto la encuentre. ¿Qué hay de las balas?

Malone volvió a meter el casquillo en la bolsa de plástico. Sacó los proyectiles uno a uno y los estudió bajo el cristal; los examinó rápidamente antes de dejarlos. A continuación volvió al segundo y echó otro vistazo, antes de negar con la cabeza.

– No son muy útiles, no están en buen estado. El casquillo será nuestra mejor baza en la comparación. Como le he dicho, tráigame el arma y la relacionaré.

Bosch se dio cuenta de que el último acto de John Li estaba creciendo en importancia. Se preguntó si el viejo podía haber sabido lo decisivo que podría resultar su gesto.

El silencio de Bosch incitó a Malone a hablar.

– ¿Ha tocado este casquillo, Harry?

– No, pero la doctora Laksmi, de la oficina del forense, quitó la sangre con agua. Lo encontraron dentro de la víctima.

– ¿Dentro? Eso es imposible. No hay manera de que un casquillo pueda…

– No me refiero a que le dispararan con él. Trató de tragárselo: estaba en su garganta.

– Ah, eso es diferente.

– Sí.

– Y Laksmi llevaría guantes cuando lo encontró.

– Sí. ¿Qué pasa, Ross?

– Bueno, estaba pensando en algo. Recibimos un aviso de Dactiloscopia hace un mes donde decía que iban a empezar a usar un método supermoderno electronosecuántos para sacar huellas de casquillos de latón, y estaban buscando casos de prueba para usarlo en juicios.

Bosch miró a Malone. En todos sus años de trabajo como detective nunca había oído hablar de que sacaran huellas dactilares de un casquillo disparado por un arma de fuego. Las huellas estaban formadas por aceites de la piel y se quemaban en la fracción de segundo en que se producía la explosión en la recámara.

– Ross, ¿estás seguro de que hablamos de casquillos usados?

– Sí, eso es lo que digo. Teri Sopp es la técnica que se ocupa de ello. ¿Por qué no vas a verla?

– Iré si me devuelves el casquillo.

Al cabo de quince minutos Bosch estaba con Teri Sopp en el laboratorio de Huellas Dactilares del Departamento de Investigaciones Científicas. Sopp era técnica superior y llevaba en el departamento casi tanto tiempo como Harry. Mantenían una buena relación, pero Bosch aún sentía que tenía que afinar la reunión y camelar a Sopp.

– Harry, ¿qué te cuentas? -Era la forma en que siempre saludaba a Bosch.

– Me cuento que me tocó un caso ayer y hoy hemos recuperado un casquillo de la pistola del asesino.

Bosch levantó la mano para mostrar la bolsa de pruebas con el objeto dentro. Sopp la cogió, la levantó y entrecerró los ojos mientras lo examinaba a través del plástico.

– ¿Disparado?

– Sí. Sé que es muy complicado, pero confío en que quizás haya una huella en él. Ahora mismo no tengo mucho más en el caso.

– Vamos a ver. Normalmente, deberías esperar tu turno, pero teniendo en cuenta que llevamos cuatro jefes de policía de retraso…

– Por eso he acudido a ti, Teri.

Sopp se sentó en una mesa de examen y, como Malone, usó unas pinzas para sacar el casquillo de la bolsa de pruebas. Primero le echó vapor de cianocrilato y luego la sostuvo bajo una luz ultravioleta. Bosch estaba mirando por encima del hombro y tuvo la respuesta antes de que Sopp la expresara.

– Hay una mancha aquí. Parece que alguien la manejó después de que la dispararan, pero nada más.

– Mierda.

Bosch supuso que la mancha la dejó casi con toda seguridad Li cuando cogió el casquillo y se lo puso en la boca.

– Lo siento, Harry.

Bosch bajó los hombros. Sabía que era una posibilidad remota, o quizá ni eso, pero quería expresarle a Sopp lo mucho que había contado con conseguir una huella.

Sopp empezó a poner el casquillo de nuevo en el sobre.

– ¿Balística ya lo ha mirado?

– Sí, vengo de allí.

Ella asintió con un gesto. Bosch se dio cuenta de que estaba pensando en algo.

– Harry, háblame del caso. Dime los parámetros.

Bosch hizo un resumen, pero omitió el detalle del sospechoso captado por el vídeo de vigilancia. Lo explicó como si la investigación fuera casi desesperada: ni pruebas, ni sospechosos, ni otro motivo que el robo común; nada de nada.

– Bueno, hay una cosa que podríamos hacer -dijo Sopp.

– ¿El qué?

– A final de mes publicaremos un boletín sobre esto. Estamos trabajando en la mejora electrostática. Éste podría ser un buen primer caso para nosotros.

– ¿Qué demonios es una mejora electrostática?

Sopp sonrió como un chico al que todavía le quedan caramelos cuando a ti se te acaban.

– Es un proceso que desarrolló en Inglaterra la policía de Northamptonshire, mediante el cual pueden obtenerse huellas dactilares de superficies de latón como casquillos de bala gracias a la electricidad.

Bosch miró a su alrededor, vio un taburete vacío en una de las mesas de trabajo y lo arrastró. Se sentó.

– ¿Cómo funciona?

– La cosa va así. Introducir balas en un revólver o en un cargador en el caso de una automática es un proceso preciso. Sostienes cada bala entre los dedos, empujas y aplicas presión. Parecería una situación perfecta para dejar huellas, ¿no?

– Bueno, hasta que se dispara el arma.

– Exactamente. Una huella dactilar es esencialmente un depósito de sudor que se forma entre las hendiduras de tus huellas dactilares. El problema es que cuando disparas una pistola y se expulsa el casquillo, la huella normalmente desaparece en la explosión. Es raro que consigas una de un casquillo usado, a menos que pertenezca a la persona que lo recogió en el suelo después.

– Todo eso lo sé -manifestó Bosch-. Dime algo nuevo.

– Vale, vale. Bueno, este proceso funciona mejor si la pistola no se dispara de inmediato. En otras palabras, para que tenga éxito, es preciso que la bala se cargue en la pistola y luego la dejen allí durante al menos unos días. Cuanto más tiempo, mejor. Durante ese lapso, el sudor que forma las huellas reacciona con el latón, ¿lo entiendes?

– Quieres decir que hay una reacción química.

– Una reacción química microscópica. El sudor está formado por un montón de cosas distintas, pero sobre todo cloruro sódico y y otras sales, que reaccionan con el latón (lo corroen) y dejan su huella. Pero no podemos verla.

– Y la electricidad te lo permite.

– Exactamente. Aplicamos una descarga de dos mil quinientos voltios al casquillo, lo pintamos con carbón y entonces lo vemos. Hasta ahora hemos hecho varios experimentos y lo he visto funcionar. Lo inventó ese tipo llamado Bond en Inglaterra.

Bosch estaba cada vez más entusiasmado.

– Entonces, ¿por qué no lo hacemos?

Sopp separó los dedos en un gesto de calma.

– Uf, espera, Harry. No podemos hacerlo sin más.

– ¿Por qué no? ¿A qué estás esperando, a una ceremonia con el jefe cortando la cinta?

– No, no es eso. Esta clase de prueba y procedimiento todavía no se ha introducido en los tribunales de California. Estamos trabajando con el fiscal del distrito en protocolos y nadie quiere ponerlo en ptáctica por primera vez en un caso que no esté cantado. Hemos de pensar en el futuro: la primera vez que usemos este proceso como prueba establecerá un precedente. Si no es el caso adecuado, la cagaremos y nos salpicará.

– Bueno, quizás éste sea el caso. ¿Quién lo decide?

– Primero va a ser decisión de Brenneman y luego lo llevará al fiscal.

Chuck Brenneman era el jefe de la División de Investigaciones Científicas. Bosch se dio cuenta de que el proceso de elegir el primer caso llevaría semanas o meses.

– Aquí habéis experimentado con eso, ¿verdad?

– Sí, pero hemos de estar seguros de que sabemos exactamente lo que hacemos.

– Bien, entonces experimenta con este casquillo. Veamos lo que encuentras.

– No podemos, Harry. Usamos balas de fogueo en un experimento controlado.

– Teri, lo necesito. Tal vez no haya nada, pero la huella del asesino podría estar en ese casquillo. Puedes descubrirlo.

Sopp pareció darse cuenta de que la había arrinconado alguien que no iba a ceder.

– Muy bien, escucha: la siguiente tanda de experimentos no está prevista hasta la semana que viene. No te prometo nada, pero veré qué puedo hacer.

– Gracias, Teri.

Bosch cumplimentó el formulario de la cadena de pruebas y salió del laboratorio. Estaba entusiasmado con la posibilidad de usar las novedades de la ciencia para quizá conseguir las huellas del asesino. Casi sentía que John Li había tenido conocimientos de potenciaciones electrostáticas desde el principio. La idea produjo una clase distinta de electricidad en su columna vertebral.

Al salir del ascensor en la quinta planta Bosch miró el reloj y vio que era hora de llamar a su hija, que estaría caminando por Stubbs Road para ir a la Happy Valley Academy. Si no la localizaba entonces tendría que esperar a que terminara las clases. Se paró en el pasillo, fuera de la sala de la brigada, sacó el teléfono y apretó el botón de marcación rápida. La llamada transpacífica tardó treinta segundos en establecerse.

– ¡Papá! ¿Qué es esa foto de una persona muerta?

Bosch sonrió.

– Hola. ¿Cómo sabes que está muerto?

– Um, a ver. Mi padre investiga asesinatos y me envía unos pies desnudos en una mesa de acero. ¿Y qué es la otra foto? ¿Los pulmones del tío? ¡Es asqueroso!

– Era fumador. Pensé que deberías verlo.

Hubo un momento de silencio y entonces su hija habló con voz muy calmada. No había rastro de niña pequeña en la voz.

– Papá, yo no fumo.

– Bueno, tu madre me dijo que olías a humo cuando volvías a casa después de estar con tus amigos en el centro comercial.

– Sí, eso puede ser verdad, pero no fumo con ellos.

– Entonces, ¿con quién lo haces?

– ¡Papá, que no! El hermano mayor de mi amiga se pasa a veces a vigilarla. Yo no fumo y tampoco He.

– ¿He?

Madeline repitió el nombre, esta vez con un marcado acento chino. Sonó como «Heiu».

– Mi amiga se llama He; significa «río».

– Entonces ¿por qué no la llamas Río?

– Porque es china y la llamo por su nombre chino.

– Bueno, dejemos lo de los pulmones, Maddie. Si me dices que no fumas, te creo, pero no te llamaba por eso. ¿Puedes leer los tatuajes de los tobillos?

– Sí, es asqueroso. Tengo los pies de un muerto en mi teléfono.

– Bueno, puedes borrarlo en cuanto me digas qué ponen los tatuajes. Sé que estudias esas cosas en el cole.

– No voy a borrarlos, sino a enseñárselos a mis amigas. Pensarán que es guay.

– No, no lo hagas. Es parte de un caso en el que estoy trabajando y nadie más debería verlo. Te lo mandé porque pensé que podías darme una traducción rápida.

– ¿Quieres decir que en todo el Departamento de Policía de Los Ángeles no hay ni una persona que pueda traducirlo? ¿Has de llamar a tu hija a Hong Kong para una cosa tan sencilla?

– En este momento eso es correcto. Uno hace lo que tiene que hacer. ¿Sabes lo que significan esos símbolos o no?

– Sí, papá, es fácil.

– Bueno, ¿qué significan?

– Es como un augurio. En el tobillo izquierdo están los símbolos Fu y Cai, que significan suerte y dinero; en el lado derecho están Ai y Xi, que es amor y familia.

Bosch pensó en ello: le pareció que los símbolos representaban lo que era importante para John Li. El hombre esperaba que esas cosas siempre caminaran con él.

Entonces consideró el hecho de que los símbolos estaban colocados a ambos lados del tendón de Aquiles de Li, quien quizás había colocado los tatuajes allí de manera intencionada, al darse cuenta de que las cosas que más quería también lo hacían vulnerable: eran también su talón de Aquiles.

– Hola, ¿papá?

– Sí, estoy aquí, sólo estaba pensando.

– Bueno, ¿te sirve de ayuda? ¿He resuelto el caso?

Bosch sonrió, pero inmediatamente se dio cuenta de que ella no podía verlo.

– No del todo, pero ayuda.

– Bueno, me debes una.

Bosch asintió.

– Eres una chica muy lista, ¿verdad? ¿Qué edad tienes? ¿Trece, camino de los veinte?

– Por favor, papá.

– Bueno, tu madre ha tenido que hacer algo bien.

– No mucho.

– Eh, ésa no es forma de hablar de tu madre.

– Papá, tú no has de vivir con ella. Yo sí, y no me hace gracia. Te lo dije cuando estuve en Los Ángeles.

– ¿Aún sale con alguien?

– Sí, y yo soy agua pasada.

– No, ni mucho menos Maddie. Es que ha pasado mucho tiempo para ella.

«Y mucho tiempo para mí también», pensó Bosch.

– Papá, no te pongas de su parte. Para mamá soy un estorbo constante, pero cuando le digo «pues me iré a vivir con papá» se niega en redondo.

– Deberías estar con tu madre: ella te ha educado. Mira, de aquí a un mes iré a pasar una semana contigo; podemos hablar de todo esto entonces los tres juntos.

– Claro. He de colgar, estoy en el cole.

– Muy bien. Saluda de mi parte a He.

– Claro, papá, pero no me mandes más fotos de pulmones, ¿vale?

– La próxima vez será un hígado, o tal vez un bazo. Los bazos quedan muy bien en las fotos.

– ¡Papáaaa!

Bosch colgó el teléfono y pensó en lo que se habían dicho. Tenía la sensación de que las semanas y meses que pasaba sin ver a Maddie lo complicaban todo. A medida que se iba haciendo más independiente, brillante y comunicativa, cada vez la quería más y la echaba de menos continuamente. Había estado en Los Ángeles en julio y realizado el largo vuelo sola por primera vez. Apenas adolescente y ya viajaba por el mundo: era más lista que la edad que tenía. Él había pedido vacaciones y habían disfrutado juntos, explorando la ciudad. Fue una temporada maravillosa para él y al final fue la primera vez que su hija mencionó que quería vivir en Los Ángeles. Con él.

Bosch era lo bastante listo para darse cuenta de que estos sentimientos los había expresado después de dos semanas de atención plena de un padre que empezaba cada día preguntándole qué quería hacer. Era muy diferente del compromiso a tiempo completo de su madre, que la educaba día a día al tiempo que se ganaba la vida para las dos. Aun así, el día más duro de Bosch como padre a tiempo parcial fue aquel en que se llevó a su hija al aeropuerto y la puso en el avión de vuelta a casa. Casi esperó que ella echara a correr, pero sólo protestó hasta el momento de embarcar. Bosch se sintió vacío por dentro.

Faltaba un mes para sus siguientes vacaciones y su viaje a Hong Kong y era consciente de que la espera hasta entonces sería larga y dura.

– Harry, ¿qué estás haciendo aquí?

Bosch se dio la vuelta: su compañero, Ferras, estaba allí de pie. Había salido de la sala de la brigada, probablemente para ir al lavabo.

– Estaba hablando con mi hija. Quería un poco de intimidad.

– ¿Todo bien?

– Sí. Te veo en la sala de la brigada.

Bosch se dirigió a la puerta y volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.

11

Bosch llegó a casa a las ocho de la tarde y entró con una bolsa de comida para llevar del In-N-Out de Cahuenga.

– Cielo, estoy en casa -dijo en voz alta, mientras pugnaba con la llave, la bolsa y el maletín.

Sonrió para sus adentros y fue directamente a la cocina. Dejó el maletín sobre la encimera, cogió una botella de cerveza de la nevera y salió a la terraza. Por el camino encendió el reproductor de cedés y dejó abierta la puerta corredera para que la música pudiera mezclarse en la terraza con el sonido de la 101 en el desfiladero.

La situación de la terraza ofrecía una vista del noreste que se extendía por Universal City, Burbank y hasta las montañas de San Gabriel. Harry se comió sus dos hamburguesas, que sostuvo por encima de la bolsa abierta para que no gotearan en el suelo, y observó el agonizante sol que cambiaba el color de las laderas de las montañas. Escuchó «Seven Steps to Heaven» del álbum Dear Miles de Ron Carter, uno de los bajistas más importantes de las últimas cinco décadas. Había tocado con todo el mundo y, en ocasiones, Bosch se preguntaba por las historias que podría contar, por las sesiones en las que había participado y por los músicos a los que conocía. Tanto en sus propias grabaciones como en las de los demás, el trabajo de Carter siempre destacaba, y en opinión de Harry eso era porque como bajista nunca podía ser un sideman, sino que siempre era el sostén, el que llevaba el ritmo, aunque fuera detrás de la trompeta de Miles Davis.

El tema que sonaba en ese momento tenía un ímpetu innegable, como una persecución de coche. Al oírlo Bosch pensó en su propia persecución y en los avances que había hecho durante el día. Estaba satisfecho con su ímpetu, pero no se encontraba a gusto desde que se había dado cuenta de que el caso se había desplazado a un punto en el que tenía que confiar en el trabajo de los demás. Tenía que esperar a que otros identificaran al matón de la tríada, a que otros decidieran si usaban el casquillo de bala como caso de prueba para la nueva tecnología de huellas dactilares, a que alguien llamara.

Bosch se sentía más a gusto en un caso cuando él mismo impulsaba la acción o dejaba las huellas para que los demás las siguieran. No era un sideman: tenía que marcar el ritmo. Y en esa coyuntura había llegado lo más lejos posible. Podía empezar a ir por los negocios chinos de South LA con la foto del hombre de la tríada, pero sabía que sería un ejercicio fútil. La brecha cultural era muy ancha: nadie iba a identificar voluntariamente ante la policía a un hombre de la tríada.

Sin embargo, estaba preparado para recorrer ese camino si no surgía nada pronto; al menos lo mantendría en movimiento. El impulso era el impulso, tanto si lo encontrabas en la música, en la calle o en los latidos de tu propio corazón.

Cuando la luz empezó a desaparecer del cielo, Bosch buscó en el bolsillo y sacó el librito de fósforos que siempre llevaba. Lo abrió con el pulgar y estudió el aforismo. Desde la primera noche que lo había leído se lo había tomado en serio. Creía que era un hombre que había encontrado solaz en sí mismo; al menos, de vez en cuando.

Su móvil sonó mientras mascaba el último bocado. Sacó el teléfono y miró la pantalla. La identificación estaba bloqueada, pero respondió de todos modos.

– Bosch.

– Harry, soy David Chu. Parece que está comiendo, ¿dónde está?

Su voz sonaba tensa por la excitación.

– Estoy en casa. ¿Y usted?

– En Monterey Park. Lo tenemos.

Bosch hizo un momento de pausa. Monterey Park era una ciudad del este del condado donde casi tres cuartas partes de la población era china. A quince minutos del centro, era como un país extranjero de lenguaje y cultura impenetrables.

– ¿A quién tiene? -preguntó al fin.

– A nuestro hombre, al sospechoso.

– ¿Quiere decir que lo ha identificado?

– Hemos hecho más que identificarlo. Lo tenemos, lo estamos viendo ahora mismo.

Había varias cosas en lo que estaba diciendo Chu que inmediatamente molestaron a Bosch.

– Para empezar, ¿con quién está?

– Estoy con el Departamento de Policía de Monterey Park. Han identificado a nuestro hombre en el vídeo y luego me han llamado.

Bosch sentía el pulso en la sien. Sin duda, conseguir la identificación del matón de la tríada -si era correcta- era un gran paso en la investigación. En cambio, todo lo demás que estaba oyendo no le gustaba. Meter a otro departamento de policía en el caso y acercarse al sospechoso constituían decisiones potencialmente fatales y no deberían haberse contemplado sin el conocimiento y aprobación del jefe de la investigación. Aun así, Bosch sabía que no podía saltarle encima a Chu, todavía no. Tenía que mantener la calma y hacer lo posible para contener una mala situación.

– Detective Chu, escúcheme atentamente. ¿Ha establecido contacto con el sospechoso?

– ¿Contacto? No, todavía no. Estábamos esperando al momento adecuado; ahora mismo no está solo.

«Gracias a Dios», pensó Bosch, aunque no lo dijo.

– ¿El sospechoso le ha visto?

– No, Harry, está al otro lado de la calle.

Bosch dejó escapar un poco más de aire. Empezaba a pensar que la situación podía salvarse.

– Vale, quiero que se quede donde está y me diga qué movimientos ha hecho y en qué lugar se encuentra exactamente. ¿Cómo ha ido a Monterey Park?

– La UBA tiene una estrecha relación con el grupo de bandas de Monterey Park. Esta noche, al salir de trabajar, he llevado la foto de nuestro hombre para ver si alguien lo reconocía. Conseguí una identificación positiva del tercer tipo al que se la mostré.

– ¿El tercero? ¿Quién era?

– El detective Tao. Estoy con él y su compañero ahora mismo.

– Bueno, dígame el nombre del sospechoso.

– Bo-jing Chang. -Deletreó el nombre.

– ¿El apellido es Chang? -preguntó Bosch.

– Exacto. Y según la información, está en Yung Kim, Cuchillo Valeroso. Encaja con el tatuaje.

– Bien, ¿qué más?

– Nada más por el momento. Se supone que pertenece a un nivel bajo; todos estos tipos tienen empleos de verdad. Trabaja en un concesionario de coches de segunda mano en Monterey Park. Lleva aquí desde 1995 y tiene doble nacionalidad. No tiene antecedentes, al menos en Estados Unidos.

– Y tiene un veinte sobre él ahora mismo.

– Estoy vigilando cómo juega a cartas. Cuchillo Valeroso se centra sobre todo en Monterey Park y hay un club aquí donde les gusta reunirse por las tardes. Tao y Herrera me han traído.

Bosch supuso que Herrera era el compañero de Tao.

– ¿Dice que están al otro lado de la calle?

– Sí, el club está en un pequeño centro comercial y nosotros nos encontramos al otro lado de la calle, observándolos mientras juegan a cartas. Vemos a Chang con los prismáticos.

– Vale, escuche: voy para allá. Quiero que retrocedan hasta que llegue allí; aléjense al menos otra manzana.

Hubo una larga pausa antes de que Chu respondiera.

– No necesitamos retroceder, Harry. Si le perdemos la pista, podría largarse.

– Escuche, detective, necesito que retroceda. Si se escapa será culpa mía, no suya. No quiero arriesgarme a que detecte presencia policial.

– Estamos al otro lado de la calle -protestó Chu-. A cuatro carriles de distancia.

– Chu, no me está escuchando. Si pueden verlo, él también. Aléjense; quiero que retrocedan al menos una manzana y que me esperen. Estaré allí en menos de media hora.

– Esto va a ser incómodo… -dijo Chu casi en un susurro.

– No me importa. Si lo hubiera manejado bien, me habría llamado en el momento en que identificó al tipo. En cambio, está allí haciendo de vaquero con mi caso y yo voy a pararlo antes de que la cague.

– Se equivoca, Harry. Sí le he llamado.

– Sí, bueno, se lo agradezco. Ahora retroceda; le avisaré cuando esté cerca. ¿Cuál es el nombre del local?

Después de una pausa, Chu respondió con voz enfurruñada.

– Se llama Club 88. Está en Garvey, a cuatro manzanas al oeste de Garfield. Coja la Diez hasta…

– Sé cómo llegar. Ahora salgo.

Cerró el teléfono para no dar pie a ninguna discusión o debate posterior. Chu estaba avisado. Si no retrocedía o controlaba a los dos agentes de Monterey Park, estaría en manos de Bosch en un proceso de investigación interna.

12

Harry salió al cabo de dos minutos. Bajó por las colinas y luego tomó la 101 por Hollywood hasta el centro; después la 10 y se dirigió al este. Monterey Park estaba a diez minutos con tráfico escaso. Por el camino, Bosch llamó a Ignacio Ferras a casa, le informó de lo que estaba ocurriendo y le ofreció la oportunidad de reunirse en con él en Monterey Park. Su compañero declinó el ofrecimiento y argumentó que sería mejor que estuviera fresco por la mañana. Además, estaba hasta el cuello con los análisis criminalísticos y los aspectos económicos del caso, tratando de determinar hasta qué punto le iba mal el negocio a John Li y la implicación que podía tener con la tríada.

Bosch se mostró de acuerdo y cerró el teléfono. Ya esperaba esa respuesta de Ferras: su temor a las calles era cada vez más evidente y Bosch se estaba cansando de darle tiempo. Sin embargo, Ferras parecía desvivirse por encontrar tareas que pudieran llevarse a cabo en la sala de la brigada: papeleo, comprobaciones informáticas e historiales económicos se habían convertido en su especialidad. En ocasiones, Bosch tenía que reclutar a otros detectives para que salieran del edificio con él, incluso para asignaciones sencillas como interrogar testigos. Había hecho cuanto estaba en su mano para darle a Ferras tiempo para recuperarse, pero la situación había alcanzado un punto en el que tenía que pensar en las víctimas, que no lograban la atención que merecían. Era difícil llevar a cabo una investigación implacable cuando tu compañero estaba pegado a la silla.

Garfield era una avenida principal que ofrecía una panorámica completa del distrito comercial de la ciudad al dirigirse hacia el sur. Monterey Park podía pasar fácilmente por un barrio de Hong Kong. El neón, los colores, las tiendas y el lenguaje de los carteles estaban pensados para una población de habla china. La única cosa que faltaba eran los rascacielos: Hong Kong era una ciudad vertical; Monterey Park, no.

Dobló a la izquierda en Garvey y sacó el teléfono para llamar a Chu.

– He llegado a Garvey. ¿Dónde está?

– Siga y verá un gran supermercado en el lado sur; estamos en el aparcamiento. Pasará el club en el lado norte antes de llegar ahí.

– Entendido.

Cerró el teléfono y siguió conduciendo, buscando con la mirada el neón del lado izquierdo. Enseguida vio el 88, que brillaba por encima de la puerta de un pequeño club sin ninguna otra denominación. Al ver el número en lugar de oírlo en la voz de Chu se dio cuenta de algo. No era la dirección del local, sino una bendición. Bosch sabía por su hija y por sus numerosas visitas a Hong Kong que el 8 era un número de la suerte en la cultura china. El numeral simbolizaba el infinito en la suerte, el amor, el dinero o en lo que se quisiera en la vida. Aparentemente, los miembros de Cuchillo Valeroso estaban deseando un doble infinito al poner el 88 en su puerta.

Al pasar al lado vio luz detrás de la ventana delantera de cristal. Las persianas estaban ligeramente abiertas y Bosch contó una decena de hombres sentados o de pie en torno a una mesa. Harry continuó y tres manzanas después metió el coche en el aparcamiento del supermercado Big Lau. En un extremo del aparcamiento vio un Crown Victoria que parecía demasiado nuevo para ser del Departamento de Policía de Los Ángeles y supuso que Chu iba con los de Monterey Park. Se colocó en el espacio libre de al lado.

Todo el mundo bajó las ventanas y Chu hizo las presentaciones desde el asiento de atrás. Herrera se hallaba detrás del volante y Tao iba a su lado. Ninguno de los agentes de Monterey Park se acercaba a los treinta años, lo cual era de esperar: los pequeños departamentos de policía de las ciudades que rodeaban Los Ángeles funcionaban como semilleros del de la capital. Los policías empezaban jóvenes, conseguían unos años de experiencia y luego se presentaban al Departamento de Policía de Los Ángeles o al del Condado del Sheriff, donde la placa se veía como algo más atractivo y divertido, y la experiencia adicional proporcionaba cierta ventaja.

– ¿Usted identificó a Chang? -preguntó Bosch a Tao.

– Correcto. Lo detuve en un control hace seis meses. Cuando Davy vino con la foto, lo recordé.

– ¿Cuándo fue eso?

Mientras Tao hablaba, su compañero mantenía los ojos en el Club 88, calle abajo. Ocasionalmente, levantaba unos prismáticos para ver más de cerca a la gente que iba y venía.

– Me lo encontré en la zona de almacenes, al final de Garvey. Era tarde, conducía una furgoneta y parecía perdido. Miré y el vehículo estaba vacío, pero supuse que iba a hacer una recogida. Por allí pasan muchos artículos falsos; es fácil perderse, porque hay muchos almacenes y todos parecen iguales. La cuestión es que la furgoneta no era suya: estaba registrada a nombre de Vincent Tsing, quien vive en South Pasadena pero es bien conocido como miembro de Cuchillo Valeroso. Es una cara popular. Tiene un concesionario de coches usados aquí en Monterey Park y Chang trabaja para él.

Bosch comprendió el procedimiento. Tao había parado la furgoneta, pero al no tener causa probable para registrar o detener a Chang, todo dependía de la buena voluntad de éste. Cumplimentaron un interrogatorio de campo con la información proporcionada y miraron en la parte de atrás de la furgoneta después de recibir permiso.

– Entonces, ¿dijo voluntariamente que era de la tríada de Cuchillo Valeroso?

– ¡No! -respondió Tao con indignación-. Nos fijamos en el tatuaje y en la propiedad del vehículo. Sumamos dos y dos, detective.

– Está bien. ¿Tenía carnet de conducir?

– Sí, pero ya hemos verificado la dirección esta noche. No es correcta: se mudó.

Bosch volvió a mirar a Chu en el asiento trasero. Eso significaba que si la dirección del carnet de conducir de Chang hubiera sido correcta, probablemente ya se habrían enfrentado con el sospechoso sin la presencia de Bosch.

Chu rehuyó su mirada. Bosch se calmó y trató de no perder la compostura. Si estallaba contra ellos, perdería toda cooperación y el caso se resentiría. No era eso lo que quería.

– ¿Tiene aquí la tarjeta de acoso? -le preguntó a Tao.

Tao le pasó por la ventanilla una tarjeta de tres centímetros por cinco. Harry encendió la luz del techo y leyó la información escrita a mano en la cartulina. Como los grupos de derechos civiles habían considerado a lo largo de los años los interrogatorios de campo como acosos injustificados, todo el mundo se refería a los formularios de información rellenados por los agentes con el nombre de «tarjetas de acoso».

Bosch estudió la información sobre Bo-jing Chang. La mayoría de los datos ya se los habían comunicado, pero Tao había llevado a cabo un interrogatorio de campo muy concienzudo. Había un número de teléfono móvil escrito en la tarjeta: era un momento decisivo.

– ¿Este número es bueno?

– No lo sé, estos tipos suelen tirar los teléfonos, pero era bueno entonces. Llamé allí mismo para asegurarme de que no me estaba tomando el pelo. Así que todo lo que puedo decir es que en aquel momento era válido.

– Vale, hemos de confirmarlo.

– ¿No irá a llamarlo y preguntarle qué tal está?

– No, lo hará usted. Bloquee su identificación y llame en cinco minutos. Si responde, dígale que se ha equivocado de número. Présteme los prismáticos y, Davy, usted viene conmigo.

– Espere un momento -dijo Tao-. ¿Qué estamos haciendo con los teléfonos?

– Si el número aún es bueno podemos pedir una escucha. Déjeme esos prismáticos; llame mientras yo miro y lo confirmaremos, ¿entendido?

– Claro.

Bosch le devolvió la tarjeta a Tao y cogió los prismáticos. Chu bajó del coche y entró en el vehículo de Bosch, quien salió a Garvey y se dirigió al Club 88. Examinó los aparcamientos, en busca de un lugar para acercarse.

– ¿Dónde había aparcado antes?

– Arriba a la izquierda.

Señaló una plaza y Bosch se metió, dio la vuelta y apagó las luces al aparcar en un espacio que estaba enfrente del Club 88, al otro lado de la calle.

– Coja los prismáticos y mire si responde el teléfono -ordenó a Chu.

Mientras Chu se concentraba en Chang, Bosch estudió la panorámica completa del club y buscó a alguien que pudiera estar mirando por la ventana en su dirección.

– ¿Cuál es Chang? -preguntó.

– Está a la izquierda, al lado del tipo con el sombrero.

Bosch lo localizó, aunque estaba demasiado lejos para poder confirmar que Chang era el hombre del vídeo de Fortune Liquors.

– ¿Cree que es él o se fía de la identificación de Tao?

– Es una buena identificación -dijo Chu-. Es él.

Bosch miró su reloj. Herrera debería haber hecho la llamada; se estaba impacientando.

– De todos modos, ¿qué estamos haciendo? -preguntó Chu.

– Estamos construyendo un caso, detective. Confirmamos el número, luego conseguimos una orden de escucha. Empezamos a escucharle y descubrimos cosas: con quién habla, qué pretende. Quizá lo oigamos hablando de Li; quizá no, entonces lo asustaremos y veremos a quién llama. Empezaremos a rodearlo. La cuestión es que nos tomemos el tiempo suficiente para hacerlo bien. No vamos a caballo disparando por la ciudad.

Chu prefirió no responder. Mantuvo los prismáticos pegados a los ojos.

– Dígame una cosa -dijo Bosch-. ¿Se fía de esos dos tipos, Tao y Herrera?

Chu no vaciló.

– Me fío de ellos. ¿Usted no?

– No los conozco, o sea que no. Lo único que sé es que ha cogido mi caso y mi sospechoso, y lo ha mostrado todo en ese departamento de policía.

– Mire, estaba tratando de avanzar en el caso y lo he hecho. Tenemos la identificación.

– Sí, y ojalá nuestro sospechoso no se entere.

Chu bajó los prismáticos y miró a Bosch.

– Creo que está cabreado porque no lo ha hecho usted.

– No, Chu, no me importa quién logre la identificación siempre que la maneje bien. Mostrar mis cartas a personas que no conozco no es mi idea de un buen control del caso.

– ¿No se fía de nadie?

– Mire al club -respondió Bosch de manera severa. Chu obedeció y volvió a levantar los prismáticos-. Confío en mí.

– Me pregunto si tiene que ver con Tao y conmigo; si se trata de eso.

Bosch se volvió hacia él.

– No empiece con esa mierda otra vez, Chu. Me da igual lo que se pregunte; puede volver a la UBA y quedarse lejos de mi caso. No le habría llamado si no…

– Chang acaba de responder.

Bosch miró al club: creyó ver al hombre que Chu había identificado como Chang con un teléfono pegado a la oreja. Enseguida bajó el brazo.

– Ha colgado -dijo Chu-. El número es bueno.

Bosch arrancó y empezó a dirigirse al supermercado.

– Todavía no sé por qué estamos haciendo el tonto con un número -dijo Chu-. ¿Por qué no lo detenemos? Lo tenemos en la cinta. El mismo día, a la misma hora. Lo usamos para que confiese.

– ¿Y si no confiesa? No nos queda nada. La fiscalía se reirá y nos mandará a casa si vamos sólo con esa cinta. Necesitamos más. Es lo que estoy tratando de enseñarle.

– No necesito un maestro, Bosch, y todavía creo que podemos vencerlo.

– Sí, váyase a casa y mire un poco más la tele. ¿Por qué demonios iba a decirnos una sola palabra? A estos tipos les enseñan desde el primer día que si los detienen no deben decir nada. Si te condenan, te condenan y cuidamos de ti.

– Dijo que no había trabajado nunca en un caso de la tríada.

– No, pero algunas cosas son universales y ésta es una de ellas. Hay una oportunidad con estos casos; tenemos que hacerlo bien.

– Vale, entonces lo haremos a su manera. ¿Ahora qué?

– Volvemos al aparcamiento y dejamos a sus amigos. Nosotros nos ocuparemos de esto a partir de aquí; el caso es nuestro, no suyo.

– No les va a gustar.

– No me importa si les gusta o no, así va a ser. Busque una manera bonita de deshacerse de ellos. Dígales que volveremos a llamarlos cuando estemos listos para actuar sobre el tipo.

– ¿Yo?

– Sí, usted. Usted los ha invitado, usted los echa.

– Gracias, Bosch.

– De nada, Chu. Bienvenido a Homicidios.

13

Bosch, Ferras y Chu estaban sentados a un lado de la mesa de reuniones, enfrente del teniente Gandle y del capitán Bob Dodds, jefe de Robos y Homicidios. Varios documentos y fotografías del caso, empezando por la imagen de Bo-jing Chang de la cámara de seguridad de Fortune Liquors, se hallaban esparcidos sobre la pulida mesa.

– No estoy convencido -dijo Dodds.

Era jueves por la mañana, seis horas después de que Bosch y Chu dieran por terminada su vigilancia de Chang, una vez que el sospechoso llegó a un apartamento en Monterey Park y aparentemente se quedó allí.

– Bueno, capitán, aún no tiene que estar convencido -se explicó Bosch-. Por eso queremos continuar con la vigilancia y conseguir la escucha.

– Lo que quiero decir es que no estoy convencido de que ésta sea la forma de actuar -dijo Dodds-. La vigilancia está bien, pero una escucha supone mucho trabajo y esfuerzo, y es poco probable que se consigan buenos resultados.

Bosch lo comprendió. Dodds poseía una excelente reputación como detective, pero en ese momento era administrador y estaba tan lejos del trabajo de los detectives como un ejecutivo de Houston lo está del pozo de petróleo. Trabajaba con cifras de personal y presupuestos, y tenía que encontrar formas de hacer más con menos y no permitir nunca un bajón en las estadísticas de detenciones realizadas y casos cerrados. Eso lo convertía en una persona realista, y la realidad era que la vigilancia electrónica costaba muy cara. No sólo se requerían muchas horas para preparar un escrupuloso affidávit de más de cincuenta páginas para conseguir el permiso del juez, sino que una vez obtenido éste, había que dotar de personal una sala de escucha que debía estar controlada por un detective las veinticuatro horas del día. Con frecuencia, pinchar un número hacía necesario pinchar otros y, por imperativo legal, cada línea tenía que contar con su propio encargado. Una operación así chupaba horas extra como una esponja gigante. Con el presupuesto de horas extra de Robos y Homicidios drásticamente reducido por los recortes económicos en el departamento, Dodds se mostraba reacio a abrir el grifo para la investigación del asesinato del dueño de una tienda de licores de la zona sur. Prefería guardar los recursos para un caso importante que tuviera la plena atención de los medios.

Dodds, por supuesto, no diría nada de esto en voz alta, pero Bosch, igual que el resto de los presentes en la sala, sabía que ésa era la cuestión con la que batallaba el capitán. Era eso lo que no le convencía. No tenía nada que ver con las particularidades del caso.

Bosch hizo un último intento para persuadirlo.

– Esto es la punta del iceberg, capitán -dijo-. No sólo estamos hablando únicamente de un tiroteo en una tienda de licores; es sólo el principio. Podemos acabar con toda una tríada antes de que esto termine.

– ¿Antes de que esto termine? Me retiro dentro de diecinueve meses, Bosch. Esta clase de cosas pueden prolongarse eternamente.

Bosch se encogió de hombros.

– Podemos llamar al FBI, conseguir socios. Ellos siempre están a punto para un caso internacional y tienen dinero para escuchas y vigilancia.

– Pero tendríamos que compartirlo todo -dijo Gandle, refiriéndose al botín de la detención: titulares, conferencias de prensa, todo.

– No me gusta la idea -dijo Dodds al tiempo que levantaba la foto de Bo-jing Chang.

Bosch jugó su última carta.

– ¿Y si lo hacemos sin horas extra? -preguntó.

El capitán sostenía un bolígrafo en la mano, que probablemente le recordaba su autoridad. Era él quien firmaba, quien decidía. Jugueteó con el bolígrafo mientras consideraba la inesperada pregunta de Bosch, pero enseguida negó con la cabeza.

– Sabe que no puedo pedirle eso -dijo-. Ni siquiera puedo saberlo.

Era cierto. El departamento había sido demandado en tantas ocasiones por condiciones laborales injustas que ningún administrador daría siquiera una aprobación tácita a que los detectives trabajaran fuera de horario.

La frustración de Bosch con los presupuestos y la burocracia pudo finalmente con él.

– Entonces, ¿qué hacemos? Detenemos a Chang. Todos sabemos que no va a decirnos ni una palabra y que el caso morirá ahí mismo.

El capitán jugó con el boli.

– Bosch, ya sabe cuál es la alternativa. Trabaje el caso hasta que surja algo. Trabaje con los testigos. Trabaje con las pruebas. Siempre hay un vínculo. Pasé quince años haciendo lo que usted hace ahora y siempre hay algo: encuéntrelo. Una escucha es una probabilidad remota y lo sabe. El trabajo de campo es siempre lo mejor. Y bien, ¿hay algo más?

Harry sentía que se estaba poniendo colorado: Dodds lo estaba echando. Lo que le escocía era que, en el fondo, Bosch sabía que el capitán tenía razón.

– Gracias, capitán -dijo de manera cortante, y se levantó.

Los detectives dejaron a Dodds y al teniente en la sala de conferencias y se reunieron en el cubículo de Bosch. Éste lanzó un boli encima de su escritorio.

– Ese tío es un capullo -dijo Chu.

– No -dijo Bosch con rapidez-. Tiene razón y por eso es el capitán.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– Nos quedamos con Chang. No me importan las horas extra, y lo que el capitán no sabe no le hará daño. Vigilamos a Chang y esperamos a que cometa un error. No me importa lo que tarde; puedo convertirlo en un pasatiempo si es preciso.

Bosch miró a los otros dos, esperando que se negaran a participar en una vigilancia que superaría los límites de la jornada de ocho horas.

Para su sorpresa, Chu asintió.

– Ya he hablado con mi teniente. Estoy libre para trabajar en este caso, puedo hacerlo.

Bosch asintió y al principio consideró que se había equivocado al sospechar de Chu. Su siguiente idea, no obstante, fue que había estado en lo cierto y que el compromiso de Chu de mantenerse en el caso no era más que un medio de permanecer cerca de la investigación y controlarlo.

Harry se volvió hacia su compañero.

– ¿Y tú?

Ferras asintió de manera reticente e hizo un gesto hacia la sala de conferencias, al otro lado de la sala de la brigada. A través de la pared de cristal, vieron que Dodds continuaba hablando con Gandle.

– Ellos saben lo que estamos haciendo -dijo-. No van a pagarnos y nos dejan que decidamos si lo hacemos o pasamos. No es justo.

– ¿Y? -dijo Bosch-. La vida no es justa. ¿Estás con nosotros o no?

– Estoy, pero dentro de un límite. Tengo familia, tío. No voy a pasarme la noche de vigilancia. No puedo hacerlo, y menos por nada.

– Vale, muy bien -dijo Bosch, aunque su tono expresaba su desacuerdo con Ferras-. Haz lo que puedas. Ocúpate del trabajo interior, y Chu y yo nos quedaremos con Chang.

Al notar la inflexión de la voz de Bosch, Ferras reveló una suave protesta en su propio tono.

– Mira, Harry, no sabes lo que es. Tres hijos… intenta explicarlo en casa. Que vas a sentarte en un coche toda la noche vigilando a algún tipo de la tríada y tu nómina va a tener el mismo aspecto, te pases las horas que te pases.

Bosch levantó las manos como para decir basta.

– Tienes razón, no he de explicarlo: sólo he de hacerlo. Ése es el trabajo.

14

Bosch vigilaba a Chang desde detrás del volante de su propio coche, mientras éste se ocupaba de tareas menores en Tsing Motors. El concesionario de Monterey Park había sido una gasolinera estilo años cincuenta con dos espacios para el garaje y una oficina adjunta. Bosch había aparcado a media manzana, en la concurrida Garvey Avenue, y no corría ningún riesgo de que lo detectaran. Chu estaba en su coche particular, a media manzana del aparcamiento en dirección opuesta. Usar sus automóviles particulares para la vigilancia constituía una infracción de la política departamental, pero Bosch había llamado al garaje de la policía y no había vehículos sin identificar disponibles. La elección era utilizar sus coches de detectives -lo cual les habría proporcionado el mismo camuflaje que un coche pintado de blanco y negro- o romper las normas. A Bosch no le importaba hacer esto porque tenía un cargador de seis cedés en su coche. Ese día llevaba música de su último hallazgo: Tomasz Stan´ko era un trompetista polaco que sonaba como el fantasma de Miles Davis. Su instrumento era intenso y emotivo. Era una buena música de vigilancia, que mantenía a Bosch alerta.

Durante las casi tres horas que llevaban observando al sospechoso, éste se había ocupado de sus quehaceres cotidianos en el concesionario. Había lavado coches, abrillantado llantas para que parecieran nuevas e incluso había llevado al único cliente potencial a probar un Mustang de 1989. Y durante la última media hora había movido sistemáticamente cada una de las tres docenas de coches del aparcamiento a nuevas posiciones a fin de que pareciera que iban cambiando los vehículos disponibles, que había actividad comercial y que el negocio funcionaba.

A las cuatro de la tarde sonó Soul of Things en el reproductor de cedés y Bosch no pudo evitar pensar que incluso Miles daría su reconocimiento a Stan´ko, aunque fuera a regañadientes. Harry estaba siguiendo el ritmo con los dedos en el volante cuando vio que Chang se dirigía a una pequeña oficina y se cambiaba la camisa. Cuando salió había terminado la jornada. Entró en el Mustang y se marchó solo.

El teléfono de Bosch sonó inmediatamente con una llamada de Chu. Harry detuvo la música.

– ¿Lo tiene? -preguntó Chu-. Se está moviendo.

– Sí, ya lo veo.

– Va hacia la 10. ¿Cree que ha terminado la jornada?

– Se ha cambiado de camisa; creo que ha terminado. Yo iré delante, prepárese.

Bosch lo siguió a cinco coches de distancia y se acercó cuando Chang tomó la 10 en dirección oeste, hacia el centro. No iba a casa. Bosch y Chu lo habían seguido la noche anterior a un apartamento en Monterey Park -también propiedad de Vincent Tsing- y lo habían vigilado durante una hora después de que se apagaran las luces y se convencieran de que no iba a volver a salir esa noche.

En ese momento se estaba dirigiendo a Los Ángeles y el instinto de Bosch le decía que iba a llevar a cabo negocios de la tríada. Aceleró y adelantó al Mustang, sosteniendo el móvil junto a la oreja para que Chang no pudiera verle la cara. Llamó a Chu y le dijo que iba delante.

Bosch y Chu continuaron intercambiando posiciones mientras Chang tomaba la autovía 101 en sentido norte y atravesaba Hollywood para dirigirse al valle. El atasco de la hora punta facilitaba el seguimiento del sospechoso. Chang tardó casi una hora en llegar a Sherman Oaks, donde finalmente salió en la rampa de Sepulveda Boulevard. Bosch llamó a Chu.

– Creo que se dirige a la otra tienda -le dijo a su compañero de vigilancia.

– Me parece que tiene razón. ¿Deberíamos llamar a Robert Li y avisarlo?

Bosch se lo pensó. Era una buena pregunta: tenía que decidir si Robert Li corría peligro. En ese caso, debería avisarlo; en cambio, si no estaba en peligro, una advertencia podía estropear toda la operación.

– No, todavía no. Veamos qué ocurre. Si Chang va a la tienda, entramos con él e intervenimos si las cosas se tuercen.

– ¿Está seguro, Harry?

– No, pero es lo que haremos. No se quede en el semáforo.

Mantuvieron la conexión. El semáforo acababa de ponerse verde al final de la rampa. Bosch iba cuatro coches detrás de Chang, pero Chu estaba a al menos ocho.

El tráfico se movía despacio y Bosch continuó mirando el semáforo. Se puso ámbar justo cuando él llegaba al cruce. Logró pasar, pero Chu no.

– Vale, lo tengo -dijo al teléfono-. No hay problema.

– Bueno. Llegaré en tres minutos.

Bosch cerró el aparato. En ese momento oyó una sirena justo detrás y vio unas luces azules que destellaban en el retrovisor.

– ¡Mierda!

Miró adelante y vio que Chang avanzaba hacia el sur por Sepulveda. Estaba a cuatro manzanas de Fortune Fine Foods & Liquor. Bosch se detuvo rápidamente y echó el freno; abrió la puerta y salió. Llevaba la placa en la mano al acercarse al agente en motocicleta que lo había hecho parar.

– ¡Estoy en vigilancia! ¡No puedo parar!

– Hablar por el móvil es ilegal.

– Entonces apúntelo y mándeselo al jefe. No voy a estropear una vigilancia por eso.

Se dio la vuelta y volvió a su coche. Se incorporó de nuevo al tráfico y miró adelante en busca del Mustang de Chang: no estaba. El siguiente semáforo se puso rojo y volvió a detenerse. Dio un manotazo al volante y empezó a preguntarse si debía llamar a Robert Li.

Sonó el teléfono: era Chu.

– Estoy girando. ¿Dónde está?

– Sólo una manzana por delante. Me ha parado un poli de tráfico por hablar por el móvil.

– ¡Genial! ¿Dónde está Chang?

– Delante. Ahora me estoy moviendo.

El tráfico avanzaba con lentitud en el cruce. Bosch no tenía pánico, porque la calle estaba tan bloqueada de vehículos que sabía que Chang no podía estar mucho más adelante. Se quedó en su carril, sabiendo que podría atraer la atención de Chang en los retrovisores si empezaba a cambiar de carril.

Al cabo de otros dos minutos llegó al cruce de Sepulveda y Ventura Boulevard. Divisó las luces de Fortune Fine Foods & Liquor a una manzana, en el siguiente cruce de Sepulveda. No vio por ninguna parte el Mustang de Chang delante del establecimiento. Llamó a Chu.

– Estoy en el semáforo de Ventura y no lo veo. Puede que ya esté allí.

– Estoy a un semáforo de distancia. ¿Qué hacemos?

– Voy a aparcar y entrar. Quédese fuera y busque su coche; llámeme cuando lo vea.

– ¿Va a ir directo a Li?

– Ya veremos.

En cuanto el semáforo se puso verde, Bosch pisó el acelerador y estuvo a punto de atropellar a un peatón que cruzaba en rojo. Circuló despacio en la siguiente travesía y giró a la derecha en el aparcamiento de la tienda. No vio el coche de Chang ni ningún sitio libre salvo el marcado claramente para minusválidos. Bosch cruzó el aparcamiento hasta el callejón y dejó el coche al lado de un cubo de basura que tenía un adhesivo de PROHIBIDO APARCAR. Salió y trotó por el aparcamiento hasta la puerta de la tienda.

Justo cuando Bosch estaba cruzando la puerta automática que decía ENTRADA vio que Chang atravesaba la DE SALIDA. Bosch levantó la mano y se la pasó por el cabello, tapándose la cara con el brazo. Continuó caminando y sacó el teléfono del bolsillo.

Pasó entre las dos cajas, donde había dos mujeres, diferentes de las del día anterior, que esperaban clientes.

– ¿Dónde está el señor Li? -preguntó Bosch sin detenerse.

– En la parte de atrás -dijo una.

– En su oficina -añadió la otra.

Bosch llamó a Chu mientras caminaba rápidamente por el pasillo central hasta la trastienda.

– Acaba de salir. Quédese con él, yo hablaré con Li.

– Entendido.

Bosch colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo. Siguió la misma ruta que el día anterior hasta la oficina de Li. Cuando llegó allí, la puerta de la oficina estaba cerrada. Sintió que le quemaba la adrenalina al poner la mano en el pomo.

Bosch abrió la puerta sin llamar y encontró a Li y otro hombre asiático sentados ante dos escritorios, manteniendo una conversación que se detuvo abruptamente. Li se levantó de un salto y Bosch vio de inmediato que estaba ileso.

– ¡Detective! -exclamó Li-. ¡Ahora mismo iba a llamarle! ¡Ha estado aquí! ¡El hombre que me mostró ha estado aquí!

– Lo sé, estaba siguiéndolo. ¿Está bien?

– Asustado, pero nada más.

– ¿Qué ha ocurrido?

Li vaciló un momento para buscar las palabras.

– Siéntese y cálmese -dijo Bosch-. Ahora me lo cuenta. ¿Quién es usted? -Bosch señaló al hombre sentado detrás del otro escritorio.

– Es Eugene, mi ayudante.

El hombre se levantó y le ofreció su mano a Bosch.

– Eugene Lam, detective.

Bosch le estrechó la mano.

– ¿Estaba aquí cuando entró Chang? -preguntó.

– ¿Chang? -repitió Li.

– Así se llama el hombre de la fotografía.

– Sí, estábamos los dos aquí. Acaba de entrar en la oficina.

– ¿Qué quería?

– Ha dicho que ahora tenía que pagar yo a la tríada; que mi padre ya no estaba y que ahora me tocaba a mí. Que volvería en una semana y que tendría que pagar.

– ¿Ha mencionado algo sobre el asesinato de su padre?

– Que ahora ya no estaba y que yo tenía que pagar.

– ¿Ha dicho que ocurriría si no pagaba?

– No tenía que hacerlo.

Bosch asintió; Li tenía razón. La amenaza era implícita, sobre todo después de lo que le había ocurrido a su padre. Bosch se entusiasmó. El hecho de que Chang acudiera a Robert Li ampliaba las posibilidades. Estaba intentando extorsionarle y eso facilitaría una detención, que en última instancia podía conducir a una acusación de asesinato.

Harry se volvió hacia Lam.

– ¿Usted ha sido testigo de todo lo que se ha dicho?

Lam titubeó, pero asintió al fin. Bosch pensó que quizás era reticente a implicarse.

– ¿Lo ha oído o no, Eugene? Acaba de decirme que se encontraba usted aquí.

Lam asintió otra vez antes de responder.

– Sí, he visto al hombre, pero… no hablo chino. Lo entiendo un poco, aunque no mucho.

Bosch se volvió a Li.

– ¿Le ha hablado en chino?

Li asintió.

– Sí.

– Pero lo ha entendido y ha quedado claro que le ha dicho que tenía que empezar a pagar ahora que su padre no estaba.

– Sí, eso ha quedado claro, pero…

– Pero ¿qué?

– ¿Van a detener a ese hombre? ¿Tendré que presentarme en el juicio?

Estaba claramente asustado por la posibilidad.

– Mire, es demasiado pronto para decir si esto saldrá alguna vez de esta sala. No queremos acusar a Chang de extorsión, sino de matar a su padre, si es que fue él. Y estoy seguro de que usted hará lo que sea necesario para ayudarnos a encerrar al asesino.

Li asintió, pero Bosch aún podía ver su vacilación. Considerando lo que le había ocurrido a su padre, estaba claro que Robert no quería enfrentarse a Chang o a la tríada.

– He de hacer una llamada rápida a mi compañero -dijo Bosch-. Voy a salir un momento y enseguida vuelvo. -Salió de la oficina y cerró la puerta. Llamó a Chu-. ¿Lo tiene?

– Sí, va otra vez hacia la autovía. ¿Qué ha pasado?

– Le ha dicho a Li que ha de empezar a hacer los pagos que hacía su padre a la tríada.

– ¡Joder! ¡Tenemos el caso!

– No se entusiasme. Un caso de extorsión tal vez, y sólo si el chico coopera. Todavía estamos muy lejos de un cargo por homicidio.

Chu no respondió y Bosch de repente se sintió mal por aguarle la fiesta.

– Pero tiene razón -dijo-. Nos estamos acercando. ¿Hacia qué lado va?

– Está en el carril de la derecha en dirección sur por la 101. Me da la sensación de que tiene prisa. Está mordiéndole el culo al coche de delante, pero no parece que eso le ayude mucho.

Aparentemente, Chang estaba volviendo por donde había llegado.

– Vale, voy a hablar con esos tipos un poco más y luego estaré libre. Llámeme cuando Chang pare en algún sitio.

– ¿Esos tipos? ¿Quién más hay aparte de Robert Li?

– Su ayudante, Eugene Lam. Estaba en la oficina cuando entró Chang, pero el problema es que éste habló en chino y Lam sólo sabe inglés. No será un buen testigo salvo para situar a Chang en el despacho de la tienda.

– De acuerdo, Harry. Ahora estamos en la autovía.

– Quédese con él y llamaré en cuanto termine -dijo Bosch.

Bosch cerró el teléfono y volvió al despacho. Li y Lam seguían tras sus escritorios, esperándolo.

– ¿Tiene videovigilancia en la tienda? -preguntó en primer lugar.

– Sí -dijo Li-. El mismo sistema que en la tienda del sur, aunque aquí hay más cámaras. Graba en múltiplex; ocho pantallas a la vez.

Bosch levantó la mirada al techo y a la parte superior de las paredes.

– No hay cámara aquí, ¿verdad?

– No, detective -contestó Li-. En el despacho no.

– Bueno, de todos modos necesitaré el disco para que podamos probar que Chang vino a verlo.

Li asintió de manera vacilante, como un chico arrastrado a la pista de baile por alguien con quien no quiere bailar.

– Eugene, ¿puedes ir a buscar el disco para el detective Bosch? -dijo.

– No -repuso Bosch con rapidez-. Necesito ser testigo de cómo saca el disco. Hay que respetar la cadena de pruebas y custodia. Iré con usted.

– Como quiera.

Bosch pasó otros quince minutos en la tienda. Primero observó el vídeo de vigilancia y confirmó que Chang había entrado, se había dirigido al despacho de Li y había vuelto a marcharse después de tres minutos fuera de cámara con Li y Lam. A continuación, Bosch se guardó la grabación y volvió al despacho para repasar una vez más el relato de Li de lo que había ocurrido con Chang. La reticencia de Li pareció crecer con el interrogatorio más detallado. Harry empezó a creer que el hijo de la víctima de homicidio podría negarse a cooperar en una acusación. Aun así, había otro aspecto positivo en el último acontecimiento. El intento de extorsión de Chang podía usarse de otras maneras: podía proporcionar causa probable. Y con eso, Bosch podía detener a Chang y registrar sus pertenencias en busca de pruebas del homicidio, tanto si Li finalmente cooperaba en una acusación como si no.

Al salir por la puerta automática de la tienda, Bosch se sentía animado. El caso cobraba nueva vida. Sacó el teléfono para conocer el paradero del sospechoso.

– Hemos vuelto a su apartamento -dijo Chu-. Sin paradas. Creo que no va a volver a salir.

– Es demasiado temprano. Aún no está oscuro.

– Bueno, lo único que puedo decirle es que ha llegado a casa. Y ha corrido las cortinas.

– Vale. Voy hacia allá.

– ¿Le importa cogerme un perrito de tofu, Harry?

– Ni hablar, Chu.

Chu rio.

– Lo suponía -dijo.

Bosch cerró el teléfono. Chu obviamente también sentía la excitación del caso.

15

Chang no salió de su apartamento hasta las nueve del viernes por la mañana. Y cuando lo hizo llevaba algo que inmediatamente puso a Bosch en máxima alerta: una maleta grande.

Bosch llamó a Chu para asegurarse de que estaba despierto. Se habían repartido la vigilancia nocturna en turnos de cuatro horas, de manera que cada hombre dormía un rato en su coche. A Chu le correspondía el turno de cuatro a ocho, pero Bosch aún no había recibido noticias suyas.

– ¿Está despierto? Chang está en marcha.

Chu todavía tenía la voz somnolienta.

– Sí, pero ¿cómo que está en marcha? Tenía que llamarme a las ocho.

– Ha puesto una maleta en el coche. Se larga. Creo que le han avisado.

– ¿De nosotros?

– No, de que compre acciones de Microsoft. No se haga el estúpido.

– Harry, ¿quién iba a avisarlo?

Chang se metió en el coche y salió marcha atrás de su plaza en el aparcamiento del complejo de apartamentos.

– Es una excelente pregunta -dijo Bosch-. Pero si alguien conoce la respuesta es usted.

– ¿Está sugiriendo que avisé al sospechoso de una investigación de homicidio? -Chu sonó ultrajado por la acusación.

– No sé lo que hizo -dijo Bosch-, pero paseó nuestra investigación por todo Monterey Park, así que ahora no hay forma de saber quién avisó a ese tipo. Lo que sé ahora mismo es que parece que se va de la ciudad.

– ¿Por todo Monterey Park? ¿Se puede saber qué coño está hablando?

Bosch siguió al Mustang hacia el norte desde el aparcamiento, manteniéndose a una manzana.

– La otra noche me dijo que al tercer tipo al que le mostró la foto de Chang lo identificó. Ya van tres, y todos tienen compañeros y reuniones de turno y todos hablan.

– Bueno, quizás esto no habría ocurrido si no le hubiéramos dicho a Tao y Herrera que se largaran como si no confiáramos en ellos.

Bosch miró por el espejo a Chu. Estaba tratando de no dejar que su rabia lo distrajera de la persecución. No podían perder a Chang en ese momento.

– Acelere. Nos dirigimos a la 10. Después de que entre, quiero que cambie conmigo y se ponga delante.

– Entendido.

La voz de Chu todavía contenía rabia, pero a Bosch no le importaba. Si habían avisado a Chang de la investigación, Harry encontraría al que había hecho la llamada y lo quemaría vivo, aunque fuera Chu.

Chang se metió en la autovía 10 en dirección oeste; Chu pasó a Bosch enseguida y se colocó delante. Harry miró y vio que le hacía un gesto obsceno con el dedo. Cambió de carril, se quedó atrás y llamó al teniente Gandle.

– Harry, ¿qué pasa?

– Tenemos problemas.

– Cuéntame.

– El primero es que nuestro hombre ha metido una maleta en el coche esta mañana y se está dirigiendo por la 10 hacia el aeropuerto.

– Mierda, ¿qué más?

– Me parece que lo han avisado, quizá le han dicho que se marche de la ciudad.

– Quizá ya le habían dicho que se marchara después de matar a Li. No te precipites con esto, Harry. A menos que sepas algo seguro.

A Bosch le molestó que su propio teniente no lo respaldara, pero podía soportarlo. Si habían avisado a Chang y en algún lugar de la investigación estaba el cáncer de la corrupción, él lo encontraría. No le cabía ninguna duda. Lo dejó estar por el momento y se concentró en las opciones que tenían con Chang.

– ¿Detenemos a Chang? -preguntó.

– ¿Estás seguro de que se marcha? Quizás esté haciendo una entrega o algo. ¿Cómo de grande es la maleta?

– Grande. De las que preparas cuando no vas a volver.

Gandle suspiró al darse cuenta de que Bosch ponía en el plato de la balanza otro dilema y otra decisión que tomar.

– Vale, déjame hablar con algunas personas y volveré a llamarte.

Bosch supuso que hablaría con el capitán Dodds y posiblemente con alguien de la oficina del fiscal del distrito.

– Hay una buena noticia, teniente -dijo.

– Menos mal -exclamó Gandle-. ¿Cuál es?

– Ayer por la noche seguimos a Chang a la otra tienda, la que el hijo de la víctima tiene en el valle de San Fernando. Lo extorsionó, le dijo al chico que tenía que empezar a pagar ahora que faltaba el padre.

– Vaya, ¡eso es genial! ¿Por qué no me lo habías dicho?

– Acabo de hacerlo.

– Eso nos da causa probable para detenerlo.

– Para detenerlo, pero probablemente no para acusarlo. El chico parece reacio a ser testigo. Tendría que declarar para que haya caso, y no sé si aguantará. Y además, no es una acusación de homicidio, que es lo que queremos.

– Bueno, al menos podemos impedir que ese tipo suba a un avión.

Bosch asintió al tiempo que empezaba a formarse la idea de un plan.

– Es viernes. Si nos lo tomamos con calma y presentamos cargos a última hora, no tendrá que comparecer ante el juez hasta el lunes por la mañana. Eso nos dará al menos setenta y dos horas para montar el caso.

– Con la extorsión como mal menor.

– Exacto.

Bosch estaba recibiendo el pitido de otra llamada en el oído y supuso que era Chu. Le pidió a Gandle que volviera a llamarlo en cuanto hubiera analizado el escenario con los que mandaban.

Bosch atendió la otra llamada sin mirar la pantalla.

– ¿Sí?

– ¿Harry?

Era una mujer. Reconoció la voz, pero no la situaba.

– Sí, ¿quién es?

– Teri Sopp.

– Ah, hola, pensaba que me llamaba mi compañero. ¿Qué pasa?

– Quería que supieras que los he convencido de que usen el casquillo que me diste ayer en el programa de potenciación electrostática. Ya veremos si conseguimos sacar una huella.

– Teri, ¡eres mi heroína! ¿Será hoy?

– No, hoy no. No volveremos a eso hasta la semana que viene. El martes probablemente.

Bosch odiaba pedir un favor cuando acababan de hacerle uno, pero sentía que no tenía elección.

– Teri, ¿hay alguna posibilidad de que pueda hacerse el lunes por la mañana?

– ¿El lunes? No creo que tengamos la aplicación hasta…

– Podríamos tener al sospechoso entre rejas antes de que termine el día. Creemos que está tratando de dejar el país y podríamos necesitar detenerle, lo que nos da hasta el lunes para presentar pruebas. Vamos a necesitar todo lo que podamos conseguir.

Hubo vacilación antes de que respondiera.

– Veré qué podemos hacer. Entre tanto, si lo detienes, mándame una tarjeta con las huellas para que pueda hacer la comparación en cuanto tenga algo aquí. Si es que consigo algo.

– Concedido, Teri. Un millón de gracias.

Bosch cerró el teléfono y examinó la autovía que tenía delante de él. No vio ni el coche de Chu -un Mazda Miata rojo- ni el Mustang plateado de Chang. Se dio cuenta de que se había quedado atrás. Le dio a la tecla de marcación rápida del número de Chu.

– Chu, ¿dónde está?

– Al sur, en la 405. Va al aeropuerto.

Bosch todavía estaba en la autovía 10 y vio el acceso de la 405 más adelante.

– Vale, lo pillaré.

– ¿Qué ocurre?

– Gandle está haciendo llamadas para ver si detenemos a Chang o no.

– No podemos dejarlo escapar.

– Es lo que le he dicho. Veremos qué dicen ellos.

– ¿Quiere que implique a mi jefe?

Bosch casi respondió diciendo que no quería meter en el ajo a otro jefe con la posibilidad de que hubiera una fuga en algún punto del conducto.

– Esperemos antes a ver qué dice Gandle -dijo en cambio, diplomáticamente.

– Entendido.

Bosch colgó y se abrió paso entre el tráfico en un esfuerzo por darle alcance. Cuando estaba en el paso superior que lo llevaba de la 10 a la 405, logró localizar los vehículos de Chu y Chang a ochocientos metros, atrapados en la cola donde se juntaban los carriles.

Cambiando dos veces más la posición, Bosch y Chu siguieron a Chang hasta la salida al aeropuerto LAX en Century Boulevard. Ya estaba claro que Chang iba a marcharse de la ciudad, y ellos iban a impedirlo. Volvió a llamar a Gandle y le pusieron la llamada en espera.

Por fin, después de dos largos minutos, Gandle contestó.

– Harry, ¿qué tienes?

– Está en Century Boulevard, a cuatro manzanas del aeropuerto.

– Todavía no he podido hablar con nadie.

– Yo digo que lo detengamos. Lo acusamos de homicidio y en el peor de los casos el lunes presentamos cargos por extorsión. Conseguirá fianza, pero el juez le impedirá viajar, sobre todo después de que haya tratado de irse hoy.

– Tú decides, Harry. Yo te apoyaré.

Lo que significaba que sería culpa de Bosch si se equivocaba, el lunes todo se desmontaba y Chung salía en libertad con la posibilidad de irse de Los Ángeles para no volver.

– Gracias, teniente. Le tendré informado.

Bosch colgó el teléfono y al cabo de un momento Chang giró a la derecha hacia el aparcamiento de larga duración, que proporcionaba servicios de lanzadera a las terminales del aeropuerto. Como era de esperar, Chu llamó.

– Ya está. ¿Qué hacemos?

– Lo detenemos. Esperamos hasta que aparque y saque la maleta del coche; luego echamos un vistazo a la maleta con una orden.

– ¿Dónde?

– Uso este aparcamiento cuando voy a Hong Kong. Hay un montón de filas y estaciones de lanzaderas donde pueden recogerte. Vamos a aparcar allí. Nos hacemos pasar por viajeros y lo detenemos en la estación de la lanzadera.

– Entendido.

Colgaron. Bosch iba delante en ese momento, así que entró en el aparcamiento justo detrás de Chang. Cogió el tíquet de la máquina, se levantó la barrera y pasó. Siguió a Chang por el aparcamiento principal y cuando éste giró a la derecha por un carril secundario, Bosch continuó, pensando que Chu lo seguiría y giraría a la derecha.

Bosch aparcó en el primer espacio que vio, bajó del coche y regresó a pie al lugar donde habían girado Chang y Chu. Vio a Chang a un carril, de pie detrás del Mustang, sacando la maleta. Chu estaba aparcando ocho coches más allá.

Dándose cuenta de que parecería sospechoso sin equipaje en un aparcamiento de larga duración, Chu empezó a caminar hacia una parada de lanzadera cercana, llevando un maletín y una gabardina como si estuviera en viaje de negocios.

Bosch no tenía nada con lo que disfrazarse, así que avanzó por los pasillos centrales del aparcamiento usando los vehículos como escudos.

Chang cerró el coche y cargó la pesada maleta, antigua, sin ruedas. Cuando llegó a la parada de la lanzadera, Chu ya estaba allí. Bosch atajó por detrás de un monovolumen y salió dos coches más allá. Eso le daría a Chang poco tiempo para caer en la cuenta de que el hombre que se acercaba debería llevar equipaje en un aparcamiento de larga duración.

– Bo-jing Chang -dijo Bosch en voz alta al acercarse.

El sospechoso se volvió para mirar a Bosch. De cerca, Chang parecía fuerte y ancho, imponente. Bosch vio que los músculos se le tensaban.

– Está detenido. Ponga las manos a la espalda.

Chang no tuvo ocasión de dar una respuesta tipo «lucha o huye». Chu se le acercó por detrás y le colocó una esposa en la muñeca derecha mientras le agarraba la izquierda. Chang se debatió un momento, más como respuesta a la sorpresa que otra cosa, pero Chu le puso la esposa en la otra muñeca y completó la detención.

– ¿Qué es esto? -protestó Chang-. ¿Qué he hecho? -Tenía un acento muy marcado.

– Vamos a hablar de todo eso, señor Chang, en cuanto lleguemos al Edificio de Administración de Policía.

– He de coger un avión.

– Hoy no.

Bosch le mostró la placa y luego presentó a Chu, asegurándose de mencionar que pertenecía a la Unidad de Bandas Asiáticas. Bosch quería que eso se fuera filtrando en la mente del detenido.

– ¿Detenido por qué? -preguntó el sospechoso.

– Por el asesinato de John Li.

Bosch no vio sorpresa en la reacción de Chang. Notó que se ponía físicamente en modo hibernación.

– Quiero un abogado -dijo.

– Espere un momento, señor Chang -dijo Bosch-. Deje que le leamos antes sus derechos.

Bosch hizo una señal a Chu, quien sacó una tarjeta del bolsillo. Leyó a Chang sus derechos y le preguntó si los entendía. La única respuesta de Chang fue volver a solicitar un abogado. Sabía lo que se hacía.

El siguiente movimiento de Bosch fue llamar a una unidad de patrulla para trasladar a Chang al centro y una grúa para que se llevara su coche al aparcamiento del garaje de la policía del centro de la ciudad. Bosch no tenía prisa en ese momento; cuanto más tardara en transportar a Chang al centro, más cerca estarían de las dos de la tarde, la hora de cierre en el tribunal de delitos graves. Si retrasaban la comparecencia de Chang ante el tribunal, podría ser huésped del calabozo de la ciudad durante el fin de semana.

Al cabo de cinco minutos de quedarse allí en silencio, durante los cuales Chang se sentó en un banco de la parada de lanzadera, Bosch se volvió, hizo un gesto hacia la maleta y habló con él en plan de charla, como si las preguntas y respuestas no importaran.

– Parece que eso pesa una tonelada -dijo-. ¿Adónde va?

Chang no dijo nada. No existe la charla cuando estás detenido. Miró hacia delante y no hizo caso de Bosch. Chu tradujo la pregunta, pero tampoco obtuvo respuesta.

Bosch se encogió de hombros como si no le importara mucho si Chang contestaba o no.

– Harry -dijo Chu.

Bosch notó que su teléfono vibraba dos veces, la señal de que había recibido un mensaje. Hizo un gesto a Chu para que se apartara unos metros de la parada a fin de poder hablar sin que Chang los oyera.

– ¿Qué opina? -preguntó Chu.

– Bueno, está claro que no va a hablar con nosotros y ha pedido un abogado. Así que en eso estamos.

– Bueno, ¿qué hacemos?

– Para empezar, vamos con calma. Nos tomamos nuestro tiempo para llevarlo al centro y luego para presentar cargos. No llamará a su abogado hasta que sea acusado, y con un poco de suerte no será hasta después de las dos. Entre tanto, conseguimos órdenes. El coche, la maleta y el móvil si lo lleva encima. Después de eso, vamos a su apartamento y su lugar de trabajo; adonde el juez nos deje. Y rezamos para encontrar algo como la pistola antes de mediodía del lunes. Porque si no lo hacemos, probablemente saldrá libre.

– ¿Y la extorsión?

– Eso nos da causa probable, pero no iremos a ninguna parte si Robert Li no coopera.

Chu asintió.

– Solo ante el peligro, Harry. Era una peli. Un western.

– No la he visto -le dijo a Chu.

Bosch miró por la larga fila de coches aparcados y vio un coche patrulla que giraba hacia ellos. Saludó.

Sacó el teléfono para comprobar el mensaje. Vio en la pantalla que había recibido un vídeo de su hija.

Lo miraría después. Era muy tarde en Hong Kong y sabía que su hija debía de estar en la cama; probablemente no podía dormir y esperaba que él respondiera. Pero tenía trabajo que hacer. Guardó el teléfono cuando el coche patrulla se detuvo delante de ellos.

– Voy a ir con él -le dijo a Chu-. Por si decide decir algo.

– ¿Y su coche?

– Lo recogeré después.

– Quizá debería ir yo con él.

Bosch miró a Chu. Era uno de esos momentos: Harry sabía que era mejor que Chu viajara con Chang, porque conocía los dos idiomas y era chino. Pero eso significaría que cedería parte del control del caso. También significaría que estaba mostrando confianza en Chu, sólo una hora después de señalarlo con el dedo como culpable.

– Vale -dijo Bosch al fin-, usted va con él.

Chu asintió, comprendiendo al parecer el significado de la decisión de Bosch.

– Pero coja el camino largo -dijo Bosch-. Estos tipos probablemente trabajan desde Pacific. Pase primero por la comisaría, luego llámeme. Le diré que hay un cambio de planes y que vamos a acusarlo en el centro. Eso debería darnos una hora extra en el viaje.

– Entendido -dijo Chu-. Eso funcionará.

– ¿Quiere que lleve su coche? -preguntó Bosch-. No me importa dejar el mío aquí.

– No, está bien, Harry. Dejaré el mío y vendré después. De todos modos no le gustaría oír lo que hay en el equipo de música.

– ¿El equivalente musical de un perrito caliente de tofu?

– Para usted probablemente sí.

– Vale, entonces cogeré el mío.

Bosch dijo a los dos agentes de patrulla que pusieran a Chang en la parte de atrás del coche y que metieran la maleta en el portaequipajes. Entonces se puso serio con Chu.

– Voy a poner a Ferras a trabajar en las órdenes de registro de las propiedades de Chang. Cualquier reconocimiento por su parte ayudará con la causa probable. Que nos dijera que tenía un vuelo es un reconocimiento que nos ayuda a argumentar voluntad de huir. Trate de que cometa un error así cuando vaya con él en la parte de atrás.

– Pero ya ha pedido un abogado.

– Hágalo en plan de charla, no como un interrogatorio. Trate de averiguar adónde iba. Eso ayudaría a Ignacio. Y recuerde, estire lo máximo que pueda. Llévelo por la ruta turística.

– Entendido. Sé lo que he de hacer.

– Vale, voy a esperar aquí a la grúa. Si llega al EAP antes que yo, ponga a Chang en una sala y que se vaya macerando. No olvide poner el vídeo; Ignacio le explicará cómo hacerlo. Nunca se sabe, a veces estos tipos se quedan una hora solos en una sala y empiezan a confesar a las paredes.

– Entendido.

– Buena suerte.

Chu entró en la parte de atrás del coche patrulla y cerró la puerta. Bosch dio dos veces una palmada en el techo y observó cómo se alejaba el vehículo.

16

Era casi la una cuando Bosch llegó a la sala de la brigada. Había esperado a la grúa y luego se había tomado su tiempo para llegar, parando en el In-N-Out de al lado del aeropuerto para comprar una hamburguesa. Encontró a Ignacio Ferras en su cubículo, trabajando en su ordenador.

– ¿Dónde estamos? -preguntó.

– Casi he terminado con la solicitud de registro.

– ¿Qué vamos a pedir?

– Tengo un affidávit por la maleta, el teléfono y el coche. Entiendo que está en el garaje.

– Acaban de llevarlo. ¿Y su apartamento?

– He llamado a la línea de ayuda de la fiscalía y le he contado a la mujer lo que estamos haciendo. Ha sugerido que lo hagamos así, en dos fases. Primero estas tres cosas y luego, con un poco de suerte, encontraremos algo que nos dé causa probable para el apartamento. Me ha dicho que éste es complicado con lo que tenemos ahora.

– Vale, ¿tienes a un juez esperando?

– Sí, he llamado al ayudante de la juez Champagne. Va a recibirme en cuanto esté listo.

Daba la sensación de que Ferras tenía las cosas en orden y avanzando. Bosch estaba impresionado.

– Suena bien. ¿Dónde está Chu?

– Mi última noticia es que estaba en la sala de vídeo, observando al tipo.

Antes de unirse ellos, Bosch entró en su cubículo y soltó las llaves en el escritorio. Vio que Chu había dejado la pesada maleta allí y las otras pertenencias del sospechoso sobre la mesa. Había bolsas de pruebas que contenían la cartera de Chang, el pasaporte, el clip de billetes, las llaves, el móvil y la tarjeta de embarque del aeropuerto, que aparentemente había impreso en casa.

Bosch leyó la tarjeta de embarque a través del plástico y vio que Chang tenía un billete de Alaska Airlines para Seattle. Eso dio que pensar a Harry, que esperaba averiguar que Chang se dirigía a China. Volar a Seattle no se vendía exactamente como un alegato de intento de huida del país para evitar la acusación.

Dejó esa bolsa y cogió la que contenía el teléfono. Habría sido fácil para Bosch abrirlo rápidamente y examinar la lista de llamadas en busca de contactos de Chang. Podría encontrar incluso un número perteneciente a un policía de Monterey Park, o a Chu o a quien fuese que hubiese avisado a Chang de que la investigación se estaba cerrando en torno a él. Quizás el teléfono tenía mensajes de correo o de texto que le ayudarían a cimentar la acusación contra Chang.

Pero Bosch decidió seguir las reglas. Era una zona gris y tanto el departamento como la oficina del fiscal habían dictado directrices para que los agentes buscaran aprobación del tribunal antes de ver datos contenidos en el teléfono de un sospechoso. A menos, por supuesto, que éste diera su permiso. Abrir el teléfono era igual que abrir el maletero de un coche en una parada de tráfico. Había que hacerlo correctamente o lo que se encontrara podía ser eliminado del caso por los tribunales.

Bosch dejó el móvil. Podría contener la clave del caso, pero esperaría la aprobación de la juez Champagne. Al hacerlo, el aparato sonó en su escritorio. El identificador de llamada decía XXXXXX, lo cual significaba que era una llamada transferida desde el Parker Center. Lo cogió.

– Bosch.

No había nadie al otro lado de la línea.

– Hola. Soy el detective Bosch, ¿puedo ayudarle?

– Bosch… puedes ayudarte tú.

La voz era claramente asiática.

– ¿Quién es?

– Hazte un favor y retírate, Bosch. Chang no está solo. Somos muchos. Retírate. Si no, habrá consecuencias.

– Escúcheme…

El que llamaba había colgado. Bosch dejó el teléfono en su sitio y miró la pantalla vacía de identificación. Sabía que podía contactar con el centro de comunicaciones del Parker y conseguir el número desde el que se había realizado la llamada. Pero también sabía que alguien que llamaba para amenazarlo habría bloqueado su número, usado un teléfono público o un móvil del que iba a deshacerse. No sería tan estúpido como para dejar un número localizable.

En lugar de preocuparse por eso, se concentró en la hora de la llamada y en su contenido. De algún modo, los colegas de la tríada de Chang ya sabían que lo habían detenido. Bosch volvió a comprobar la tarjeta de embarque y vio que el vuelo estaba programado para despegar a las once y veinte. Eso significaba que el vuelo todavía estaba en el aire y que no podía ser que alguien que esperara en Seattle a Chang pudiera haberse enterado de que no iba en el avión. Sin embargo, la gente de Chang sabía de una forma u otra que estaba en manos de la policía. También conocían a Bosch por el nombre.

Una vez más, oscuros pensamientos entraron en el cerebro de Bosch. A menos que Chang fuera a encontrarse con un compañero de viaje en LAX o lo estuvieran vigilando mientras Bosch lo vigilaba a él, las pruebas apuntaban una vez más al interior de la investigación.

Salió del cubículo y fue directamente al centro de vídeo, un pequeño despacho entre las dos salas de interrogatorios de Robos y Homicidios. Las salas contaban con grabación de audio y vídeo y en el despacho situado entre ambas era donde los sospechosos podían ser observados en el equipo de grabación.

Bosch abrió la puerta y encontró a Chu y Gandle en el despacho, observando a Chang en el monitor. Con la entrada de Bosch la estancia quedó atestada.

– ¿Alguna cosa? -preguntó Bosch.

– Ni una palabra hasta ahora -dijo Gandle.

– Nada -dijo Chu-. Traté de entablar conversación, pero sólo dijo que quería un abogado. Punto.

– Ese tipo es una roca -dijo Gandle.

– He mirado su billete de avión -explicó Bosch-. Seattle tampoco nos ayuda.

– Yo creo que sí -dijo Chu.

– ¿Cómo?

– Supongo que iba a volar a Seattle para cruzar la frontera a Vancouver. Tengo un contacto en la policía montada y ha mirado las listas de pasajeros. Chang había reservado un vuelo esta noche desde Vancouver a Hong Kong con la Cathay Pacific Airways. Muestra claramente que quería irse deprisa y sin dejar rastro.

Bosch asintió.

– ¿La policía montada de Canadá? Caray, Chu. Han hecho un buen trabajo.

– Gracias.

– ¿Le ha dicho esto a Ignacio? El intento de Chang de enmascarar su huida ayudará con la causa probable de la orden de registro.

– Lo sabe. Lo ha puesto.

– Bien.

Bosch miró el monitor. Chang estaba sentado a la mesa con las muñecas esposadas a una anilla de hierro atornillada en el centro de la misma. Sus enormes hombros parecían a punto de reventar las costuras de la camisa. Estaba sentado tieso como un palo y mirando inexpresivo a la pared que tenía delante.

– Teniente, ¿hasta cuándo le parece que retrasemos la acusación?

Gandle parecía preocupado. No le gustaba que lo pusieran en el punto de mira con algo que podía tener retroceso.

– Bueno, creo que lo estamos estirando. Chu me dijo que ya le habéis dado el tour turístico al venir. Si tardáis mucho más, el juez puede poner pegas.

Bosch miró el reloj. Necesitaban otros cincuenta minutos antes de dejar que Chang llamara a su abogado. El proceso de acusación implicaba papeleo, toma de huellas y luego el traslado físico del sospechoso a prisión, en cuyo momento tendría acceso a un teléfono.

– Vale, podemos empezar el proceso. Pero seguimos con lentitud. Chu, usted entra y empieza a llenar la hoja con él. Si tenemos suerte no cooperará y eso nos dará más tiempo.

Chu asintió.

– Entendido.

– No lo metemos en una celda hasta las dos, como pronto.

– Exacto.

Chu se coló entre el teniente y Bosch y abandonó la sala. Gandle empezó a ir tras él, pero Bosch le dio un golpecito en el hombro y le hizo una seña para que se quedara. Esperó hasta que se cerró la puerta antes de hablar.

– Acabo de recibir una llamada. Una amenaza. Alguien me ha dicho que me retire.

– ¿Que te retires de qué?

– Del caso. De Chang. De todo.

– ¿Cómo sabes que la llamada era sobre este caso?

– Porque el que llamó era asiático y mencionó a Chang. Dijo que no estaba solo, que tenía que retirarme o habría consecuencias.

– ¿Has tratado de localizar la llamada? ¿Crees que va en serio?

– Localizarla sería perder el tiempo. Y en cuanto a la amenaza, que vayan llegando. Estaré esperando. Pero la cuestión es: ¿cómo lo sabían?

– ¿Saber qué?

– Que hemos detenido a Chang. Lo detenemos y al cabo de dos horas los colegas de este capullo de la tríada llaman y me dicen que me retire. Tenemos una filtración, teniente. Primero avisan a Chang, ahora saben que lo hemos detenido. Alguien está hablando con…

– Frena, frena, frena. Eso no lo sabemos, Harry. Puede haber otras explicaciones.

– ¿Sí? ¿Cómo saben que tenemos a Chang?

– Puede haber muchas razones, Harry. Tenía móvil. Quizá tenía que llamar desde el aeropuerto. Podría ser cualquier cosa.

Bosch negó con la cabeza. Su instinto le decía otra cosa: había una filtración en alguna parte. Gandle abrió la puerta. No le gustaba esa conversación y quería irse de allí, pero miró a Bosch antes de salir.

– Mejor que tengas cuidado con esto -dijo-. Hasta que lo tengas claro, ten mucho cuidado.

Gandle cerró la puerta tras de sí, dejando a Bosch solo en la sala. Harry se volvió hacia la pantalla de vídeo y vio que Chu había entrado en la sala de interrogatorios. Se sentó enfrente de Chang con un boli y una tablilla con portapapeles, preparado para rellenar el informe de detención.

– Señor Chang, ahora he de hacerle unas preguntas.

Chang no respondió. No mostró reconocimiento en sus ojos y su lenguaje corporal no delató siquiera que hubiera oído lo que le habían dicho.

Chu continuó con una traducción al chino, pero de nuevo el detenido permaneció callado e inmóvil. No era una sorpresa para Bosch. Volvió a la sala de la brigada, sintiéndose todavía ansioso e inquieto por la amenaza de la llamada telefónica y la aparente falta de preocupación de Gandle respecto a la filtración.

El cubículo de Ferras estaba ahora vacío y Bosch supuso que ya se habría marchado con una solicitud de registro para su cita con la juez Champagne.

Todo dependía de la orden de registro. Tenían a Chang por el intento de extorsión de Robert Li -si Li accedía a presentar quejas y testificar-, pero ni siquiera se estaban acercando en el caso de homicidio. Bosch confiaba en una reacción en cadena. La primera orden de registro aportaría pruebas que apoyarían posteriores solicitudes de registro y conducirían al premio gordo: el arma homicida oculta en algún lugar del apartamento o el puesto de trabajo de Chang.

Se sentó a su mesa y pensó en llamar a Ferras para ver si la juez había firmado la orden, pero sabía que era demasiado pronto y que Ferras llamaría en cuanto tuvieran el permiso para los registros. Se tapó los ojos con la parte blanda de las manos. Todo estaba en un compás de espera hasta que firmara el juez. Lo único que podía hacer era esperar.

Se acordó de que había recibido el mensaje de vídeo de su hija antes y no lo había mirado. Sabía que en ese momento su hija estaría durmiendo desde hacía rato: eran las cuatro de la mañana del sábado en Hong Kong. Quizá se hubiera quedado a dormir con amigas, en cuyo caso podría pasarse despierta toda la noche, pero de todos modos no querría que la llamara su padre.

Sacó el teléfono y lo abrió. Todavía se estaba acostumbrando a todas las campanas y silbatos tecnológicos. El último día de la última visita de su hija a Los Ángeles habían ido a una tienda de telefonía y Maddie había elegido los móviles para los dos, un modelo que les permitiera comunicarse en múltiples niveles. No lo usaba mucho para el correo electrónico, pero sabía cómo abrir y reproducir los vídeos de treinta segundos que a ella le gustaba mandar. Los guardaba todos y los volvía a reproducir con frecuencia.

Bo-jing Chang quedó temporalmente en el olvido. La preocupación por la filtración se alejó. Bosch tenía una sonrisa de anticipación en el rostro cuando pulsó el botón y abrió el último mensaje de vídeo.

17

Bosch entró en la sala de interrogatorios y dejó la puerta abierta. Chu estaba a media pregunta, pero se detuvo y levantó la mirada por la intrusión.

– ¿No está respondiendo? -preguntó Bosch.

– No dirá una palabra.

– Déjeme intentarlo.

– Ah, claro, Harry.

Se levantó y Bosch se hizo a un lado para que pudiera salir. Le pasó a Bosch la tablilla con portapapeles.

– Buena suerte, Harry.

– Gracias.

Chu salió y cerró la puerta tras de sí. Bosch esperó un momento hasta que estuvo seguro de que se había ido y se movió con rapidez para colocarse detrás de Chang. Le golpeó en la cabeza con el portapapeles y luego lo agarró por el cuello. Su rabia era incontrolable. Apretó con fuerza los brazos en una llave de estrangulamiento que el departamento había prohibido hacía mucho tiempo. Sintió que Chang se tensaba al darse cuenta de que le habían cortado la entrada de aire.

– Muy bien, hijo de puta, la cámara está apagada y la sala, insonorizada. ¿Dónde está? Te mataré aquí mismo si…

Chang se echó atrás en la silla y, al tirar con fuerza, arrancó el perno de anclaje de las esposas. Empujó a Bosch contra la pared de atrás y cayeron juntos al suelo. Bosch mantuvo su llave y apretó aún más. Chang se debatió como un animal, haciendo palanca con los pies en una de las patas de la mesa, fijadas al suelo, y golpeando repetidamente la espalda de Bosch contra el rincón de la sala.

– ¿Dónde está? -gritó Bosch.

Chang hacía ruidos ahogados, pero no mostraba ninguna señal de que estuviese perdiendo fuelle. Tenía las muñecas unidas por las esposas, pero aún podía mover los brazos juntos por encima de la cabeza como si empuñara una porra. Iba a por el rostro de Bosch y al mismo tiempo utilizaba el cuerpo para aplastar a Harry en el rincón. Bosch se dio cuenta de que la maniobra de estrangulamiento no iba a funcionar y de que tenía que soltarlo y atacar. Lo hizo y agarró la muñeca de Chang cuando éste hacía uno de sus movimientos hacia atrás. Cambió el peso del cuerpo y desvió el golpe a un lado. Los hombros de Chang giraron con el cambio de dirección en el impulso y Bosch logró colocarse encima de él en el suelo. Levantó las dos manos juntas y descargó un golpe de martillo en la nuca de Chang.

– He dicho que dónde está…

– ¡Harry!

La voz llegó de detrás de él. Era Chu.

– ¡Eh! -gritó Chu hacia la sala de la brigada-. ¡Ayuda!

La distracción permitió a Chang incorporarse y colocar las rodillas debajo del cuerpo. Se impulsó hacia atrás y Bosch salió propulsado contra la pared antes de caer al suelo. Chu saltó sobre la espalda de Chang y forcejeó con él. Se oyeron pasos que corrían y enseguida entraron en la pequeña sala más hombres, que se apilaron sobre Chang y lo inmovilizaron contra el suelo, con la cara apretada en el rincón. Bosch se apartó y trató de recuperar la respiración. Por un momento, todo el mundo se quedó en silencio y la sala se llenó con los sonidos de la respiración de todos los hombres que trataban de recuperar el aliento. Entonces apareció el teniente Gandle en el umbral.

– ¿Qué demonios ha pasado?

Se inclinó hacia delante para mirar por el agujero en la parte superior de la mesa. Obviamente el perno no se había reforzado adecuadamente por debajo. Uno de los muchos fallos que sin duda saldrían a relucir en el nuevo edificio.

– No lo sé -dijo Chu-. He vuelto para coger la americana y ya estaba liada.

Todos los ojos de la sala se volvieron hacia Bosch.

– Tienen a mi hija -dijo.

18

Bosch estaba de pie en la oficina de Gandle. No paraba quieto; no podía. Caminaba adelante y atrás delante del escritorio. El teniente le había pedido dos veces que se sentara, pero Bosch no podía hacerlo, no con el terror que crecía en su pecho.

– ¿Qué pasa, Harry?

Bosch sacó el teléfono y lo abrió.

– La tienen.

Pulsó el botón de reproducción en el programa de vídeo y le pasó el teléfono a Gandle, que estaba sentado a su mesa.

– ¿Qué quiere decir que la tienen…?

Se detuvo al ver el vídeo.

– Oh, Dios mío… Oh, Dios. Harry, ¿cómo sabes que es real?

– ¿De qué está hablando? Es real. La tienen y ese tipo sabe quién y dónde.

Señaló en dirección a la sala de interrogatorios. Estaba caminando más deprisa, como un tigre enjaulado.

– ¿Cómo funciona esto? Quiero verlo otra vez.

Bosch cogió el teléfono y reinició el vídeo.

– He de volver a entrar con él -le dijo Bosch mientras Gandle miraba-. He de obligarle a decir…

– No vas a acercarte a él -dijo Gandle sin levantar la mirada-. Harry, ¿dónde está tu hija, en Hong Kong?

– Sí, en Hong Kong, donde iba él. Es de allí y ésa es la sede de la tríada. Además, me han llamado, ya se lo dije. Han dicho que habría consecuencias si…

– Su hija no dice nada aquí. Nadie dice nada. ¿Cómo sabes que es gente de Chang?

– ¡Es la tríada! ¡No tienen que decir nada! El vídeo lo explica todo. La tienen. ¡Ése es el mensaje!

– Vale, vale, pensemos un poco. La tienen. ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Qué se espera que hagas?

– Soltar a Chang.

– ¿Qué quieres decir, dejarle salir de aquí?

– No lo sé. Sí, abandonar el caso. Perder las pruebas o, mejor todavía, dejar de buscarlas. Ahora mismo no tenemos bastante para retenerlo más allá del lunes. Eso es lo que quieren, que salga. Mire, no puedo estar aquí. He de…

– Hemos de llevar esto a criminalística; eso lo primero. ¿Has llamado a tu ex para ver qué sabe?

Bosch se dio cuenta de que en su inmediata reacción de pánico después de ver el vídeo no había telefoneado a su ex mujer, Eleanor Wish. Primero había intentado llamar a su hija. Después, al no recibir respuesta, había ido a confrontar a Chang.

– Tiene razón. Deme el teléfono.

– Harry. Ha de ir a Criminalística…

Bosch se inclinó sobre el escritorio y agarró el teléfono de la mano de Gandle. Pasó al modo de llamada y le dio a la tecla de marcación rápida del número de Eleanor Wish. Miró el reloj mientras esperaba a que se estableciera la conexión. Eran casi las cinco de la mañana del sábado en Hong Kong. No comprendía por qué todavía no había tenido noticias de Eleanor si su hija había desaparecido.

– ¿Harry?

La voz estaba alerta. No la había despertado.

– Eleanor, ¿qué pasa? ¿Dónde está Madeline? -Salió del despacho de Gandle y se dirigió a su cubículo.

– No lo sé. No me ha llamado y no responde a mis llamadas. ¿Cómo sabes qué está pasando?

– No lo sé, pero he recibido… un mensaje suyo. Dime lo que sabes.

– ¿Qué decía el mensaje?

– No decía nada. Era un vídeo. Dime qué está pasando ahí.

– No ha vuelto a casa del centro comercial después de la escuela. Es viernes, así que la he dejado ir con sus amigas. Normalmente llama a las seis y pide quedarse más rato, pero esta vez no. Al ver que no llegaba a casa he llamado, pero no ha respondido. Le he dejado varios mensajes y me he cabreado bastante. Pero ya la conoces, probablemente ella también se ha enfadado y no ha vuelto a casa. He llamado a sus amigas y todas dicen que no saben dónde está.

– Eleanor, son las cinco de la mañana allí. ¿Has llamado a la policía?

– Harry…

– ¿Qué?

– Lo ha hecho antes.

– ¿De qué estás hablando?

Bosch se dejó caer pesadamente en la silla de su escritorio y se agachó, sosteniendo el teléfono contra la oreja.

– Se quedó con una amiga toda la noche para «darme una lección» -dijo Eleanor-. Llamé a la policía entonces y todo fue muy embarazoso porque la encontraron allí. Siento no habértelo dicho, pero Madeline y yo tenemos problemas. Está en esa edad, ¿sabes? Actúa como si fuera mucho mayor de lo que realmente es, y parece que ahora mismo no le gusto mucho. Dice que quiere vivir en Los Ángeles contigo. Dice…

Bosch la cortó.

– Escucha, Eleanor, te entiendo, pero esto es diferente. Ha ocurrido algo.

– ¿Qué quieres decir? -El pánico le inundó la voz.

Bosch reconoció su propio miedo en él. Se resistía a hablarle del vídeo, pero sentía que debía hacerlo. Ella tenía que saberlo. Describió los treinta segundos de vídeo sin evitar nada. Eleanor emitió un sonido agudo que sólo hace una madre por una hija perdida.

– Oh, Dios mío, oh, Dios mío.

– Vamos a rescatarla, Eleanor. Voy…

– ¿Por qué te lo han mandado a ti y no a mí?

Bosch se dio cuenta de que estaba empezando a llorar; perdiendo el control. No respondió su pregunta, porque sabía que sólo lo empeoraría.

– Escúchame, Eleanor, hemos de estar juntos. Has de hacer esto por ella. Tú estás ahí y yo no.

– ¿Qué quieren? ¿Dinero?

– No…

– Entonces, ¿qué?

Bosch trató de hablar con calma, esperando contagiar esa calma a través del teléfono cuando el impacto de sus palabras llegara al otro lado de la línea.

– Creo que es un mensaje para mí, Eleanor. No están pidiendo dinero. Sólo me están diciendo que la tienen.

– ¿A ti? ¿Por qué? ¿Qué han…? ¿Qué has hecho, Harry?

Dijo la última pregunta en un tono de acusación. Bosch temió que fuera una pregunta que lo atravesara durante el resto de su vida.

– Estoy trabajando en un caso de la tríada china. Creo…

– ¡¿La han cogido para llegar a ti?! -gritó-. ¿Cómo sabían de ella?

– Todavía no lo sé, Eleanor. Estoy en ello. Tenemos un sospechoso detenido…

Una vez más Eleanor lo cortó, esta vez con un gemido: el sonido de la peor pesadilla de una madre cobrando vida. En ese momento, Bosch se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Bajó aún más la voz cuando habló.

– Eleanor, escúchame. Necesito que te calmes. Has de empezar a hacer llamadas. Voy a viajar. Estaré allí antes del amanecer del domingo. Entre tanto, has de hablar con los amigos de Maddie para averiguar con quién estaba en el centro comercial y adónde fue. Cualquier cosa que puedas descubrir sobre lo que ocurrió. ¿Me has oído?

– Voy a colgar y llamaré a la policía.

– ¡No!

Bosch miró a su alrededor para verificar si su estallido había llamado la atención en la sala de la brigada. Después del incidente en la sala de interrogatorios, ya era objeto de preocupación en toda la brigada. Se deslizó más en su asiento y se inclinó sobre el escritorio para que nadie pudiera verlo.

– ¿Qué? Harry, hemos de…

– Escúchame antes y luego haz lo que consideres conveniente. No creo que debas llamar a la policía. Todavía no. No debemos correr el riesgo de que la gente que la tiene lo sepa o puede que nunca la recuperemos.

Ella no respondía. Bosch la oyó llorar.

– ¡Eleanor, escúchame! ¿Quieres recuperarla o no? Contente. ¡Fuiste agente del FBI! Puedes hacerlo. Necesito que trabajes como una agente hasta que llegue allí. Voy a analizar el vídeo. En éste, ella da una patada a la cámara y se mueve. Veo una ventana; tal vez puedan trabajar con eso. Voy a coger un avión esta noche e iré directamente a verte en cuanto aterrice. ¿Lo has entendido?

Pasó un buen rato antes de que Eleanor respondiera. Cuando lo hizo, su voz sonó calmada. Había recibido el mensaje.

– Sí, Harry. Pero creo que hemos de llamar a la policía de Hong Kong.

– Si es lo que piensas, vale. Hazlo. ¿Conoces a alguien allí? ¿Alguien en quien puedas confiar?

– No, pero hay un equipo de tríadas. Han venido al casino.

Casi veinte años después de ser agente del FBI, Eleanor era jugadora de póquer profesional. Llevaba al menos seis años viviendo en Hong Kong y trabajando para el Cleopatra Casino en la cercana Macao. Todos los jugadores importantes del continente querían jugar contra la gweipo, la mujer blanca. Eleanor era un gancho. Trabajaba con dinero de la casa, se quedaba una parte de las ganancias y no tenía que pagar nada por las pérdidas. Era una vida cómoda. Ella y Maddie vivían en una torre de pisos en Happy Valley y el casino enviaba un helicóptero a recogerla en el tejado a la hora de ir a trabajar.

Una vida cómoda, hasta ese momento.

– Habla con tu gente del casino -dijo Bosch-. Si te dicen que hay alguien en el que puedas confiar, haz la llamada. He de colgar y moverme aquí. Te llamaré antes de volar.

Eleanor respondió como si estuviera mareada.

– Vale, Harry.

– Si se te ocurre algo, lo que sea, llámame.

– Sí.

– Eleanor…

– ¿Qué?

– Mira si puedes conseguirme una pistola. No puedo llevarme la mía.

– Aquí te meten en la cárcel por llevar armas.

– Ya lo sé, pero conoces a gente del casino. Consígueme una pistola.

– Lo intentaré.

Bosch vaciló antes de colgar. Lamentó no poder estirar el brazo y tocarla, tratar de apaciguar sus temores de alguna manera. Pero sabía que eso era imposible. Ni siquiera podía tranquilizarse él.

– He de colgar. Trata de mantener la calma, por Maddie. Si mantenemos la calma podemos hacerlo.

– Vamos a recuperarla, ¿verdad, Harry?

Bosch asintió para sí antes de responder.

– Sí. Lo haremos.

19

La unidad de imagen digital era uno de los subgrupos de la División de Investigaciones Científicas y aún estaba ubicada en el viejo Parker Center. Bosch atravesó las dos manzanas entre la vieja y la nueva sede como un hombre que corre para llegar a un avión. Cuando entró por las puertas de cristal del edificio donde había pasado gran parte de su carrera como detective iba resoplando y había un brillo de sudor en su frente. Se abrió paso con la placa en la mesa de recepción y subió en ascensor a la tercera planta.

La División de Investigaciones Científicas estaba en proceso de traslado al EAP. Los viejos escritorios y mesas de trabajo continuaban en su lugar, pero ya estaban guardando en cajas el equipamiento, los registros y los efectos personales. El proceso estaba cuidadosamente orquestado y ocasionaba un retraso en la ya lenta marcha de la ciencia en la lucha contra el crimen.

La unidad de imagen digital era una suite de dos salas en la parte de atrás. Bosch entró y vio al menos una docena de cajas de cartón apiladas a un lado de la primera sala. No había fotos ni mapas en las paredes y un montón de estantes estaban vacíos. Encontró a una técnica trabajando en el laboratorio de atrás.

Barbara Starkey era una veterana que había saltado entre diversas especialidades del Departamento de Investigaciones Científicas a lo largo de casi cuatro décadas en el departamento. Bosch la conoció cuando era un novato en los restos quemados de una casa donde tuvo lugar una batalla con armas potentes contra el Ejército Simbionés de Liberación. Los militantes radicales habían reivindicado el secuestro de Patty Hearst, la heredera de un magnate de la prensa. Starkey en ese momento formaba parte del equipo forense encargado de determinar si los restos de Patty Hearst se encontraban entre los escombros de la casa quemada. En aquellos tiempos, el departamento desplazaba a las mujeres a posiciones donde las confrontaciones físicas y la necesidad de llevar un arma eran mínimas. Starkey deseaba ser policía. Terminó en el Departamento de Investigaciones Científicas y allí vivió el crecimiento exponencial del uso de la tecnología en la detección del crimen. Como le gustaba decirles a los técnicos novatos, cuando ella entró en Criminalística, ADN eran sólo tres letras del alfabeto. Ahora era experta en casi todas las ciencias forenses y su hijo, Michael, también trabajaba en la división como experto en salpicaduras de sangre.

Starkey levantó la mirada de su puesto de trabajo, donde estaba mirando un vídeo con mucho grano del atraco a un banco en un ordenador con doble pantalla. En las pantallas había dos imágenes de la misma escena, una más enfocada que la otra: un hombre que apuntaba con una pistola a la ventanilla de un cajero.

– ¡Harry Bosch! El hombre del plan.

Bosch no tenía tiempo para charlar. Se acercó a ella y fue al grano.

– Barb, necesito tu ayuda.

Starkey torció el gesto al notar la urgencia en su voz.

– ¿Qué pasa, cielo?

Bosch le mostró el móvil.

– Tengo un vídeo en mi teléfono. Necesito que lo amplíes y lo pases a cámara lenta para ver si puedo identificar una ubicación. Es un secuestro.

Haciendo un gesto hacia la pantalla, Starkey dijo:

– Estoy en medio de este dos once en West…

– Mi hija está en el vídeo, Barbara. Necesito tu ayuda ahora.

Esta vez Starkey no vaciló.

– Déjamelo ver.

Bosch abrió el teléfono, puso en marcha el vídeo y le pasó el aparato a ella. Starkey lo miró sin decir una palabra y su rostro no expresó ninguna reacción personal. Si acaso, Bosch vio que su postura se enderezaba y emergía un aura de urgencia profesional.

– ¿Puedes enviármelo?

– No lo sé. Sé como mandarlo a tu teléfono.

– ¿Puedes enviar un e-mail con un adjunto?

– Puedo mandar e-mails, pero no sé lo del adjunto. Nunca lo he intentado.

Con la ayuda de Starkey, Bosch envió un mensaje de correo con el vídeo como adjunto.

– Vale, ahora hemos de esperar a que llegue.

Antes de que Bosch pudiera preguntar cuánto podía tardar, hubo un sonido en su ordenador.

– Ahí está.

Starkey cerró su trabajo sobre el atraco al banco, abrió un mensaje de correo y descargó el vídeo. Enseguida lo reprodujo en la pantalla de la izquierda. En pantalla completa la imagen se veía borrosa por la expansión de píxeles. Starkey lo redujo a media pantalla y quedó más nítido, más claro y más duro que cuando Bosch vio las imágenes en su teléfono. Harry miró a su hija y trató de concentrarse.

– Lo siento mucho, Harry -dijo Starkey.

– Lo sé. No hablemos de ello.

En la pantalla Maddie Bosch, de trece años, estaba sentada atada a una silla. Una mordaza de tela roja brillante le tapaba con fuerza la boca. Llevaba el uniforme: falda azul pálido y blusa blanca con el escudo de la escuela sobre el pecho izquierdo. Miraba a la cámara -la cámara de su propio móvil- con ojos que a Bosch le desgarraron el corazón. «Desesperada» y «asustada» fueron sólo las primeras palabras descriptivas que se le ocurrieron.

No había sonido, o al menos nadie decía nada al principio del vídeo. Durante quince segundos la cámara se mantenía fija en ella y con eso bastaba. Simplemente estaba exhibida para él. Bosch volvió a sentir rabia. E impotencia.

Entonces la persona de detrás de la cámara estiró el brazo para retirar momentáneamente la mordaza de la boca de Maddie.

– ¡Papá!

La mordaza quedó recolocada de inmediato, ahogando lo que dijo después de esa única palabra y dejando a Bosch incapaz de interpretarlo.

La mano cayó entonces en un intento de agarrar uno de los pequeños pechos de la chica. Maddie reaccionó con violencia, moviéndose lateralmente pese a estar atada y golpeando con la pierna izquierda el brazo extendido. El encuadre del vídeo quedó un momento descontrolado y luego volvió a Maddie, que se cayó con la silla. Durante los últimos cinco segundos de vídeo la cámara sólo se centró en ella, hasta que la pantalla se puso negra.

– No hay petición -dijo Starkey-. Sólo la muestran.

– Es un mensaje para mí -concluyó Bosch-. Están diciéndome que lo deje.

Starkey al principio no respondió y puso las dos manos en una mesa de edición conectada al teclado del ordenador. Bosch sabía que manipulando los diales ella podía hacer avanzar y retroceder el vídeo con un control preciso.

– Harry, voy a ver esto fotograma a fotograma, pero llevará tiempo -explicó-. Hay treinta segundos de vídeo.

– Puedo verlo contigo.

– Creo que será mejor que me dejes hacer mi trabajo. Te llamaré en cuanto encuentre algo. Confía en mí, Harry. Sé que es tu hija.

Bosch asintió. Sabía que debía dejarla trabajar sin agobiarla. Eso daría los mejores resultados.

– Vale. Podemos echar un vistazo a la patada y luego te dejo. Quiero ver si hay algo ahí. La cámara se mueve cuando ella da la patada y hay un destello de luz, como una ventana.

Starkey volvió al momento en que Maddie le daba un puntapié a su captor. En tiempo real sólo se veía un movimiento desdibujado y luz, seguido por una rápida corrección del enfoque. Sin embargo, en acción detenida o en reproducción fotograma a fotograma, Bosch vio que la cámara barría momentáneamente la habitación hasta una ventana para luego volver.

– Eres bueno, Harry -dijo Starkey-. Podría haber algo ahí.

Bosch se inclinó para mirar más de cerca por encima del hombro de Starkey. Ésta retrocedió el vídeo y lo pasó lentamente hacia delante de nuevo. El esfuerzo de Maddie por dar una patada al brazo extendido de su captor movía el encuadre hacia la izquierda y luego hacia el suelo. Después subía a la ventana y corregía a la derecha otra vez.

El lugar parecía una habitación de hotel barato con una sola cama, una mesa y una lámpara detrás de la silla a la que estaba atada Maddie. Bosch se fijó en una alfombra gris sucia, con diversas manchas. La pared de encima de la cama estaba marcada con agujeros dejados por clavos usados para colgar objetos. Las fotos o pinturas probablemente habían sido retiradas para dificultar más la localización.

Starkey retrocedió hasta la imagen de la ventana y la congeló. Era una ventana vertical de un único cristal que se abría hacia fuera como una puerta. Al parecer no había cortina. Estaba abierta casi del todo y en el cristal aparecía el reflejo de un paisaje urbano.

– ¿Dónde crees que es, Harry?

– Hong Kong.

– ¿Hong Kong?

– Vive allí con su madre.

– Bueno…

– Bueno, ¿qué?

– Eso hará que nos cueste más determinar la ubicación. ¿Conoces bien Hong Kong?

– He ido dos veces al año desde hace seis años. Limpia esto si puedes. ¿Puedes ampliar esta parte?

Usando el ratón, Starkey seleccionó la zona de la ventana y pasó una copia de esa imagen a la segunda pantalla. Aumentó el tamaño y realizó varias maniobras de enfoque.

– No tenemos los píxeles, Harry, pero si ejecuto un programa que rellena lo que no tenemos, podemos mejorarlo. Quizá reconozcas algo en el reflejo.

Bosch asintió con la cabeza, aunque estaba detrás de ella.

En la segunda pantalla, el reflejo en la ventana se convirtió en una imagen más nítida con tres niveles distintos de profundidad. La primera cosa en la que se fijó Bosch fue en que la ubicación de la habitación era alta: el reflejo mostraba una calle desde al menos diez pisos de altura, según sus cálculos. Veía los laterales de edificios que se alineaban en la acera y el borde de un valla publicitaria o el letrero de un edificio con las letras N y O. Había también un collage de carteles a ras de calle con caracteres chinos. Éstos eran más pequeños y no tan claros.

Más allá de este reflejo, Bosch distinguió edificios altos en la distancia. Reconoció uno de ellos por dos antenas en el tejado. Las antenas de radio gemelas estaban unidas por una barra horizontal y la configuración siempre le recordaba a Bosch una portería de fútbol americano.

El tercer nivel de reflejo enmarcaba el contorno de los edificios: la silueta de una montaña quebrada tan sólo por una estructura con forma de cuenco apoyado en dos gruesas columnas.

– ¿Te ayuda, Harry?

– Sí, sí, sin duda. Esto ha de ser Kowloon. El reflejo recorre el puerto hasta Central y luego está el pico de la montaña detrás. Este edificio con los postes de fútbol es el Banco de China, muy reconocible en el skyline. Y esto de atrás es Victoria Peak. Esa estructura que ves encima a través de la portería es como un puesto de observación al lado de la torre. Para reflejar todo esto, estoy casi seguro que han de estar al otro lado del puerto, en Kowloon.

– Nunca he estado allí, así que nada tiene sentido para mí.

– Central Hong Kong es en realidad una isla, pero también hay otras islas que lo rodean, y al otro lado del puerto está Kowloon y una zona llamada Nuevos Territorios.

– Suena demasiado complicado para mí, pero si te ayuda…

– Ayuda mucho. ¿Puedes imprimirme esto? -Señaló la segunda pantalla con la vista aislada de la ventana.

– Claro. Aunque hay una cosa que es muy rara.

– ¿Qué?

– ¿Ves en el fondo este reflejo parcial del cartel?

Usó el cursor para marcar una caja en torno a las dos letras N y O que formaban parte de una cartel más grande y una palabra en inglés.

– Sí ¿qué pasa?

– Has de recordar que es un reflejo en la ventana. Es como un espejo, así que todo está al revés.

– Sí.

– Los carteles deberían estar al revés, pero las letras no lo están. Por supuesto, con la O no lo sabes, es igual en cualquier caso. Pero esta N no está al revés, Harry, y teniendo en cuenta que es un reflejo invertido, significa que…

– ¿Que el cartel está al revés?

– Sí. Ha de estarlo para mostrarse correctamente en el reflejo.

Bosch asintió. Starkey tenía razón. Era extraño, pero no tenía tiempo para entretenerse con eso en ese momento. Sabía que era hora de moverse. Quería llamar a Eleanor y decirle que estaban reteniendo a su hija en Kowloon. Quizás eso se relacionara con algo en su lado. Al menos era un punto de partida.

– ¿Puedes hacerme esa copia?

– Ya lo estoy imprimiendo. Tarda un par de minutos porque es una impresora de alta resolución.

– Entendido.

Bosch miró la imagen de la pantalla, buscando otros detalles. Lo más notable era un reflejo parcial del edificio en el que retenían a su hija. Una fila de unidades de aire acondicionado sobresalía de las ventanas. Eso significaba que se trataba de un edificio viejo y podría ayudarle a identificar el lugar.

– Kowloon -dijo Starkey-. Suena siniestro.

– Mi hija me dijo que significa Nueve Dragones.

– Justo. ¿Quién iba a ponerle a su barrio Nueve Dragones a menos que quiera asustar a todo el mundo?

– Viene de una leyenda. En una de las antiguas dinastías, el emperador era sólo un niño al que persiguieron los mongoles en una zona de lo que ahora es Hong Kong. Vio los ocho picos de las montañas que lo rodeaban y quiso llamar al sitio Ocho Dragones. Pero uno de los hombres que lo custodiaban le recordó que el emperador también era un dragón, así que lo llamaron Nueve Dragones: Kowloon.

– ¿Tu hija te contó esto?

– Sí, lo aprendió en la escuela.

Se produjo un silencio. Bosch oyó el ruido de la impresora detrás de él. Starkey se levantó, pasó por detrás de una pila de cajas y cogió la hoja con la impresión en alta resolución del reflejo de la ventana.

Se la pasó a Bosch. Era una buena impresión en papel fotográfico, tan nítida como la imagen de la pantalla del ordenador.

– Gracias, Barbara.

– No he terminado, Harry. Como te he dicho, voy a mirar todos los fotogramas de ese vídeo, treinta por segundo, y si hay algo más que ayude lo encontraré. También separaré la pista de audio. -Bosch se limitó a mirar la impresión que tenía en la mano-. La encontrarás, Harry. Sé que lo harás.

– Sí, yo también.

20

Bosch llamó a su ex mujer mientras iba de camino al EAP. Eleanor respondió la llamada con una pregunta urgente.

– ¿Tienes algo, Harry?

– No mucho, pero estamos trabajando. Estoy casi seguro de que el vídeo que me enviaron lo grabaron en Kowloon. ¿Significa algo para ti?

– No. ¿Kowloon? ¿Por qué allí?

– No tengo ni idea, pero podría ayudarnos a encontrar el sitio.

– ¿Te refieres a la policía?

– No. Me refiero a ti y a mí, Eleanor. Cuando llegue. De hecho, aún he de reservar mi vuelo. ¿Has llamado a alguien? ¿Qué has conseguido?

– ¡No tengo nada! -gritó ella, sorprendiendo a Bosch-. Mi hija está en alguna parte y no tengo nada. ¡La policía ni siquiera me cree!

– ¿De qué estás hablando? ¿Los has llamado?

– Sí. No puedo quedarme aquí esperando a que aparezcas mañana. He llamado a la Unidad de Tríadas.

Bosch sintió que se le tensaban las tripas. No podía confiar en extraños, por expertos que fueran, cuando se trataba de la vida de su hija.

– ¿Qué han dicho?

– Han puesto mi nombre en el ordenador y les ha salido un resultado. La policía tiene un expediente sobre mí; saben quién soy, para quién trabajo. Y sabían lo de la vez anterior, cuando pensé que la habían secuestrado y resultó que estaba en casa de una amiga. Así que no me han creído. Piensan que se ha largado otra vez y que sus amigas me están mintiendo. Me han dicho que espere un día más y que llame si no aparece.

– ¿Les has hablado del vídeo?

– Se lo he dicho, pero no les ha importado. Dicen que si no hay petición de rescate probablemente lo habrán preparado ella y sus amigos para llamar la atención. ¡No me creen!

Eleanor empezó a llorar por la frustración y el temor, pero Bosch consideró la reacción de la policía y pensó que podía actuar a su favor.

– Eleanor, escúchame, creo que eso es bueno.

– ¿Qué? ¿Cómo puede ser bueno? La policía ni siquiera la está buscando.

– Ya te lo he dicho antes: no quiero a la policía. La gente que la tiene los vería llegar desde un kilómetro. Pero a mí no me verán.

– Esto no es Los Ángeles, Harry. No conoces el terreno como allí.

– La encontraré y tú me ayudarás.

Hubo un largo silencio antes de que ella respondiera. Bosch casi había llegado al EAP.

– Harry, prométeme que la rescatarás.

– Lo haré, Eleanor -respondió sin dudar-. Te lo prometo. Voy a rescatarla.

Entró en el vestíbulo principal, abriendo la chaqueta para que el recepcionista pudiera verle la placa que llevaba en el cinturón.

– He de coger un ascensor -dijo-. Es probable que se corte la comunicación.

– Vale.

Se detuvo fuera del ascensor.

– Se me acaba de ocurrir algo -añadió-. ¿Has hablado con una amiga suya llamada He?

– ¿He?

– Sí, He. Maddie explicó que significa «río». Me dijo que era una de las amigas con las que va al centro comercial.

– ¿Cuándo fue eso?

– ¿Quieres decir que cuándo me lo dijo? Hace un par de días. Debió de ser el jueves para ti; el jueves por la mañana cuando iba a clase. Estaba hablando con ella y saqué el tema del tabaco que mencionaste. Maddie…

Eleanor lo interrumpió haciendo un ruidito.

– ¿Qué? -preguntó Bosch.

– Por eso me ha tratado como a un trapo de un tiempo a esta parte -dijo ella-. Me has delatado.

– No, no ha sido así. Le mandé una foto porque sabía que haría que me llamara y que surgiría lo del tabaco. Funcionó. Y cuando le dije que era mejor que no fumara, me habló de He. Dijo que a veces el hermano mayor de ésta va a vigilarlas y que él es quien fuma.

– No conozco a ninguna amiga que se llame He ni a su hermano. Supongo que eso muestra cuánto he perdido el contacto con mi propia hija.

– Escucha, Eleanor, en un momento como éste los dos vamos a repasar todo lo que le hicimos o le dijimos. Pero es una distracción, y ahora hemos de concentrarnos en otra cosa, ¿vale? No te preocupes con lo que hiciste o dejaste de hacer. Concentrémonos en recuperarla.

– Está bien. Volveré a llamar a sus amigos que conozco. Averiguaré cosas sobre He y su hermano.

– Averigua si el chico tiene alguna relación con la tríada.

– Lo intentaré.

– He de irme, pero una cosa más: ¿has sabido algo de lo otro?

Bosch saludó a un par de detectives de Robos y Homicidios que salían del ascensor. Eran de Casos Abiertos, que tenía su propia sala de brigada, y le dio la impresión de que no lo miraban con cara de saber lo que ocurría. Bosch pensó que eso era bueno. Quizá Gandle lo estaba manteniendo oculto.

– ¿Te refieres a la pistola? -preguntó Eleanor.

– Sí, eso.

– Harry, ni siquiera ha amanecido aquí. Me ocuparé más tarde, no voy a sacar a la gente de la cama.

– De acuerdo.

– Pero llamaré para averiguar lo de He. Ahora mismo.

– Perfecto. Llamémonos si surge algo.

– Adiós, Harry.

Bosch cerró el teléfono y entró en la zona de ascensores. Los otros detectives se habían ido y el pilló el siguiente. Al subir solo miró el teléfono que tenía en la mano y pensó en que pronto amanecería en Hong Kong. Había luz diurna en el mensaje de vídeo que le habían enviado. Eso significaba que su hija podía haber sido secuestrada doce horas antes.

No había recibido un segundo mensaje. Pulsó el botón de marcación rápida de su hija otra vez y la llamada fue directamente al buzón. Colgó y apartó el teléfono.

– Está viva -se dijo a sí mismo-. Está viva.

Logró llegar a su cubículo en Robos y Homicidios sin llamar la atención de nadie. No había rastro de Ferras ni de Chu. Bosch sacó una agenda de direcciones de un cajón y la abrió por una página que enumeraba las líneas aéreas que volaban entre Los Ángeles y Hong Kong. Sabía que había distintas opciones de aerolíneas pero pocas variaciones horarias. Todos los vuelos salían entre las once de la noche y la una de la mañana y aterrizaban a primera hora del domingo. Entre las más de catorce horas de vuelo y las quince horas de diferencia horaria, todo el sábado se evaporaría con el viaje.

Bosch llamó primero a Cathay Pacific y consiguió reservar un asiento de ventanilla en el primer vuelo que iba a salir. Aterrizaría a las 5.25 del domingo.

– ¿Harry?

Bosch giró en la silla y vio a Gandle de pie en la entrada del cubículo. Bosch le hizo una señal para que esperara y terminó la llamada, anotando el código localizador del pasaje. Colgó.

– Teniente, ¿dónde está todo el mundo?

– Ferras sigue en el tribunal y Chu está presentando cargos contra Chang.

– ¿Qué cargos?

– Vamos con homicidio, como planeamos, pero ahora mismo no tenemos nada para respaldarlo.

– ¿Y el intento de huir de la jurisdicción?

– También ha añadido eso.

Bosch miró el reloj de la pared de encima del tablón de anuncios. Eran las dos y media. Con un cargo de homicidio y el adicional de intento de fuga, la fianza se establecería de manera automática en dos millones de dólares para Chang. Bosch sabía que era demasiado tarde para que un abogado le consiguiera una vista en el tribunal para solicitar una reducción de fianza o para cuestionar la falta de pruebas para esa acusación. Con las oficinas de los tribunales cerradas durante el fin de semana, era asimismo poco probable que pusieran en libertad a Chang sin que alguien depositara los dos millones en efectivo. Las garantías de la fianza no podrían verificarse hasta el lunes. Todo ello se resumía en que tenían hasta el lunes por la mañana para reunir pruebas que respaldaran la acusación de homicidio.

– ¿Cómo le ha ido a Ferras?

– No lo sé. Sigue allí y no ha llamado. La cuestión es cómo te va a ti. ¿En criminalística han visto el vídeo?

– Barbara Starkey está trabajando con él ahora mismo. Ya he conseguido esto.

Bosch sacó del bolsillo de la chaqueta la hoja con la imagen de la ventana y la desplegó. Explicó a Gandle lo que pensaba que significaba y dijo que hasta el momento se trataba de la única pista.

– He oído que estabas reservando un vuelo. ¿Cuándo te vas?

– Esta noche. Llegaré allí a primera hora del domingo.

– ¿Pierdes un día entero?

– Sí, pero lo gano al volver. Tendré todo el domingo para encontrarla. Luego saldré el lunes por la mañana y llegaré aquí el mismo día. Iremos a la fiscalía y acusaremos a Chang. Funcionará, teniente.

– Mira, Harry, no te preocupes por un día. No te preocupes por el caso. Tú céntrate en encontrarla y quédate el tiempo que necesites. Nosotros nos encargaremos del caso.

– Bien.

– ¿Y la policía? ¿Tu ex los ha llamado?

– Lo ha intentado, pero no están interesados.

– ¿Qué? ¿Les has enviado ese vídeo?

– Todavía no. Pero ella se lo dijo y ni caso.

Gandle puso los brazos en jarras. Lo hacía cuando algo le molestaba o tenía que mostrar su autoridad en una situación.

– Harry, ¿qué está pasando?

– Creen que se ha escapado y que deberíamos esperar a ver si aparece. Y a mí me parece bien, porque no quiero que la policía participe. Todavía no.

– Seguro que tienen unidades enteras dedicadas a las tríadas. Tu ex probablemente llamó a un capullo burócrata. Te hace falta experiencia y ellos la tienen.

Bosch asintió como si ya supiera todo eso.

– Jefe, estoy seguro de que tienen sus expertos. Pero las tríadas han sobrevivido más de trescientos años y han preparado. No es algo que se consiga sin tener contactos directos en el departamento de policía. Si fuera una de sus hijas, ¿llamaría a un montón de gente en la que no puede confiar o lo manejaría usted?

Sabía que Gandle tenía dos hijas, ambas mayores que Maddie. Una había vuelto al Este a estudiar en la Hopkins y el teniente se preocupaba mucho por ella.

– Te entiendo, Harry.

Bosch señaló la copia impresa.

– Sólo quiero el domingo. Tengo una pista sobre el sitio y voy a ir allí a rescatarla. Si no puedo encontrarla, acudiré a la policía el lunes. Hablaré con su gente de la tríada, demonios, incluso llamaré a la oficina local del FBI allí. Haré lo que sea necesario, pero quiero el domingo para encontrarla yo. -Gandle asintió y bajó la mirada al suelo. Parecía que quería decir algo más-. ¿Qué? Deje que lo adivine: Chang me va a denunciar por tratar de estrangularlo. Tiene gracia, porque terminé recibiendo más que él. Ese cabrón es fuerte.

– No, no, no es eso. Aún no ha dicho ni una sola palabra. No es eso.

– Entonces, ¿qué?

Gandle asintió y cogió la hoja impresa.

– Bueno, sólo iba a decir que me llames si las cosas no se solucionan el domingo. Estos cabrones nunca van por buen camino. Ya sabes: otra vez, otro crimen. Siempre podemos pillar a Chang después.

El teniente Gandle le estaba diciendo a Bosch que estaba dispuesto a dejar marchar a Chang si eso permitía que la hija de Harry volviera a casa a salvo. El lunes podían informar a la fiscalía de que no se presentarían pruebas que apoyaran la acusación de homicidio y soltarían a Chang.

– Es usted un buen hombre, teniente.

– Y, por supuesto, no he dicho nada de esto.

– No va a ser así, pero aprecio lo que acaba de hacer. Además, la triste realidad es que puede que tengamos que soltar a este tipo el lunes de todos modos, a menos que encontremos algo en los registros del fin de semana.

Bosch recordó que le había prometido a Teri Sopp que le enviaría una tarjeta de huellas de Chang para que ella pudiera tenerlas a mano si surgía algo en el test de potenciación electrostática del casquillo recuperado del cadáver de John Li. Le dijo a Gandle que se asegurara de que Ferras o Chu le llevaban una tarjeta. El teniente contestó que se ocuparía. Devolvió a Bosch la impresión de la imagen de vídeo y le dijo lo que siempre le decía: que se mantuvieran en contacto. Luego se dirigió de nuevo a su oficina.

Bosch colocó la foto en el escritorio y se puso las gafas de lectura. También cogió una lupa de un cajón y empezó a estudiar cada centímetro cuadrado de la imagen, buscando algo que no hubiera visto antes y pudiera ayudarle. Llevaba diez minutos en ello sin descubrir nada cuando sonó su móvil. Era Ferras, que no sabía nada del secuestro.

– Harry, lo tengo. Tenemos aprobación para registrar el teléfono, la maleta y el coche.

– Ignacio, eres un escritor de primera. Sigues inmaculado.

Era cierto. Hasta el momento, en los tres años que llevaban de compañeros, Ferras todavía no había escrito una petición de orden de registro que un juez hubiera declinado por causa insuficiente. Podía estar intimidado por las calles, pero no por los tribunales. Sabía muy bien lo que tenía que poner en cada solicitud y lo que no debía mencionar.

– Gracias, Har.

– ¿Ya has terminado ahí?

– Sí, voy a volver.

– ¿Por qué no te desvías por el GOP y te ocupas de eso? Yo tengo el teléfono y la maleta aquí. Me pondré ahora mismo. Chu está presentando los cargos.

Ferras vaciló. Ir al Garaje Oficial de la Policía para ocuparse del registro del coche de Chang tensaba la cuerda psicológica en la sala de la brigada.

– Esto…, Harry, ¿no crees que debería encargarme del teléfono? No sé, acabas de recibir tu primer móvil multifunción hace un mes.

– Creo que puedo apañarme.

– ¿Estás seguro?

– Sí, lo estoy. Y lo tengo aquí mismo. Vete al garaje. Asegúrate de que miran en los paneles de las puertas y en el filtro de aire. Tuve un Mustang una vez; se puede meter una cuarenta y cinco en el filtro.

Bosch se refería al personal del GOP. Serían ellos los que desmontarían el coche de Chang mientras Ferras supervisaba.

– De acuerdo -dijo Ferras.

– Bien -señaló Bosch-. Llámame si encuentras oro.

Bosch cerró el teléfono. No veía la necesidad de hablarle a Ferras de la situación de su hija todavía. Ferras tenía tres hijos y un recordatorio de lo vulnerable que eran no sería útil en un momento en que Bosch contaba con que rindiera al máximo.

Harry se apartó del escritorio y giró en la silla para mirar la gran maleta de Chang que estaba en el suelo, apoyada contra la pared trasera del cubículo. Encontrar el arma homicida en la posesión o posesiones del sospechoso sería hallar oro. Bosch sabía que Chang se estaba dirigiendo a un avión, así que no habría suerte en la maleta. Si aún estaba en posesión del arma que había matado a John Li, lo más probable era que estuviera en su coche o en el apartamento. Eso si no había desaparecido hacía mucho.

Pero la maleta podía contener información valiosa y pruebas incriminatorias, una gota de sangre de la víctima en el puño de una camisa, por ejemplo. Aún podía encontrar oro. Bosch se volvió hacia el escritorio y decidió ir primero al teléfono móvil. Buscaría otro tipo de oro: oro digital.

21

Bosch tardó menos de cinco minutos en determinar que el teléfono móvil de Bo-jing Chang sería de escasa utilidad para la investigación. Enseguida encontró el registro de llamadas, pero contenía una lista de sólo dos llamadas recientes, ambas a números gratuitos, y una entrante. Las tres se habían realizado o recibido esa mañana. No había ningún registro más allá de eso. Habían borrado el historial del teléfono.

A Bosch le habían dicho que las memorias digitales duraban para siempre. Sabía que un análisis completo del teléfono podía resultar posiblemente en la recuperación de los datos borrados del dispositivo, pero a efectos inmediatos el móvil era un fracaso. Llamó a los números gratuitos y averiguó que pertenecían a Hertz Car Rental y a Cathay Pacific Airways. Probablemente Chang había estado verificando su itinerario y su plan de conducir desde Seattle hasta Vancouver para coger el avión a Hong Kong. Bosch también comprobó el número de la llamada entrante y averiguó que procedía de Tsing Motors, el patrón de Chang. Aunque no se sabía de qué habían tratado durante la llamada, el número ciertamente no añadía ninguna prueba o información al caso.

Bosch no sólo contaba con que el teléfono contribuyera a la acusación contra Chang, sino que también esperaba que proporcionara alguna pista del lugar al que se dirigía en Hong Kong y, por consiguiente, de la situación de Madeline. Sintió el mazazo de la decepción y sabía que tenía que mantener la mente en marcha para evitar pensar demasiado en ello. Volvió a guardar el móvil en la bolsa de pruebas y a continuación despejó el escritorio para poner la maleta encima.

Al levantar la maleta para colocarla en el escritorio calculó que pesaría al menos treinta kilos. Usó unas tijeras para cortar el precinto que Chu había colocado encima de la cremallera y se encontró con un pequeño candado. Sacó sus ganzúas y abrió el barato candado en menos de treinta segundos. Corrió la cremallera y abrió la maleta sobre el escritorio. Estaba dividida en dos mitades iguales. Empezó por el lado izquierdo, soltando las dos correas en diagonal que mantenían el contenido en su lugar. Sacó y examinó toda la ropa, prenda por prenda. Lo apiló todo en un estante que tenía encima del escritorio y en el que aún no había tenido tiempo de poner nada desde el traslado.

Daba la impresión de que Chang había metido todas sus pertenencias en la maleta. La ropa estaba apretada más que doblada para usarla en un viaje. En el centro de cada fardo había una joya u otra posesión personal. Encontró un reloj en un fardo y un sonajero antiguo en otro. En el centro del último que abrió había un pequeño marco de bambú que contenía una foto descolorida de una mujer. La madre de Chang, supuso.

Después de registrar la mitad de la maleta, Bosch concluyó que Chang no tenía intención de volver.

En el lado derecho había un separador que Bosch abrió y dobló por la mitad. Había más fardos de ropa y zapatos, además de un neceser con cremallera. Bosch revisó primero los fardos sin encontrar nada inusual en la ropa. El primero envolvía una pequeña estatua de jade de un Buda que tenía fijado un pequeño cuenco para quemar incienso u ofrendas. El segundo envolvía un cuchillo con funda. Era un joya con una hoja de sólo trece centímetros y un mango de hueso labrado. La escena grabada describía una batalla desigual en la cual hombres con cuchillos, flechas y hachas exterminaban a otros desarmados que rezaban en lugar de luchar. Bosch supuso que se trataba de la masacre de los monjes Shaolin que según Chu le había contado era el origen de las tríadas. La forma del cuchillo se parecía mucho al tatuaje que Chang llevaba en la cara interior del brazo. Era un hallazgo interesante y posiblemente señalaba que Chang formaba parte de la tríada Cuchillo Valeroso, pero no era prueba de ningún crimen. Bosch lo puso en el estante con las otras pertenencias y siguió registrando.

Enseguida vació la maleta. Palpó el forro con las manos para asegurarse de que no había nada escondido debajo. La levantó para notar si era demasiado pesada para estar vacía, pero no fue así. Estaba seguro de que no se le había pasado nada.

Lo último que miró fueron los dos pares de zapatos que había guardado Chang. Echó un vistazo inicial a cada zapato, pero los apartó. Sabía que la única manera de buscar de verdad en un zapato era desmontarlo y no era algo que le gustara hacer, porque resultaba inútil. Además, no le gustaba destrozar los zapatos de un hombre, sospechoso o no. Esta vez no le importó.

El primer par de zapatos en el que se centró eran unas botas de trabajo que vio que Chang llevaba el día anterior. Estaban viejas y gastadas, pero sabía que le gustaban. Los cordones eran nuevos y la piel había sido engrasada en repetidas ocasiones. Bosch sacó los cordones para poder levantar la lengüeta hasta el final y mirar en el interior. Con las tijeras levantó el acolchado del empeine para ver si ocultaba cualquier clase de compartimento secreto en el talón. No había nada en la primera bota, pero en la segunda encontró una tarjeta de visita entre dos capas de acolchado. Bosch sintió una inyección de adrenalina al dejar la bota de trabajo a un lado para mirar la tarjeta. Por fin había encontrado algo.

Era una tarjeta escrita por las dos caras: en chino en un lado y en inglés en el otro. Bosch, por supuesto, estudió el lado en inglés.

JIMMY FONG

GERENTE DE FLOTA

SERVICIO DE TAXIS

En la tarjeta figuraba una dirección en Causeway Bay y dos números de teléfono. Bosch se sentó por primera vez desde que había empezado a registrar la maleta y continuó estudiando la tarjeta. Se preguntó lo que tenía, si es que tenía algo. Causeway Bay no estaba lejos de Happy Valley y el centro comercial donde posiblemente habían secuestrado a su hija. Y el hecho de que hubiera una tarjeta de un gerente de servicio de taxis escondida en la bota de trabajo de Chang era un misterio.

Dio la vuelta a la tarjeta y examinó el lado chino. Había tres líneas de texto, igual que en el lado inglés, además de la dirección y los números en la esquina. Parecía que la tarjeta decía lo mismo en ambos lados.

Bosch hizo una copia y puso el original en un sobre de pruebas para que Chu pudiera echarle un vistazo. Luego pasó al otro par de zapatos. En otros veinte minutos había terminado y no había encontrado nada más. Continuaba intrigado por la tarjeta de visita, pero decepcionado por la falta de resultados en el registro. Volvió a poner todas las pertenencias en la maleta de modo semejante a como las había encontrado. La cerró y corrió la cremallera.

Tras dejar la maleta en el suelo llamó a su compañero. Estaba ansioso por saber si el registro del coche de Chang había ido mejor que de su teléfono y su maleta.

– Sólo estamos a medio camino -dijo Ferras-. Han empezado por el maletero.

– ¿Alguna cosa?

– Hasta ahora no.

Bosch sintió que sus esperanzas empezaban a desvanecerse. Chang iba a salir limpio, y eso significaba que quedaría en libertad el lunes.

– ¿Has conseguido algo del teléfono? -preguntó Ferras.

– No, nada. Lo habían borrado. Tampoco había gran cosa en la maleta.

– Mierda.

– Sí.

– Bueno, aún no nos hemos metido a fondo en el coche. Sólo en el maletero. Miraremos también los paneles de la puerta y el filtro de aire.

– Bueno. Infórmame.

Bosch cerró el teléfono e inmediatamente llamó a Chu.

– ¿Aún está presentando cargos?

– No, Bosch, he salido hace media hora. Estoy en el tribunal, esperando a que la juez Champagne me firme el DCP.

Después de presentar cargos de homicidio contra un sospechoso se requería que un juez firmara un DCP, documento de detención por causa probable. Éste contenía el informe del arresto y presentaba las pruebas que justificaban la encarcelación del sospechoso. El umbral de la causa probable para la detención era mucho más bajo que los requisitos para presentar cargos. Conseguir un DCP firmado era normalmente rutina, pero Chu había hecho un buen movimiento al volver a la juez que ya había firmado la orden de registro.

– Bien. Quería comprobar eso.

– Lo tengo controlado. ¿Qué está haciendo ahí, Harry? ¿Qué ocurre con su hija?

– Sigue desaparecida.

– Lo siento. ¿Qué puedo hacer?

– Puedes hablarme de los cargos.

Chu tardó un momento en hacer el salto de la hija de Bosch a la presentación de cargos contra Chang en la cárcel de Los Ángeles.

– En realidad no hay nada que contar. No ha dicho una palabra, sólo ha gruñido varias veces. Lo han metido en una celda de alta seguridad y con suerte allí seguirá hasta el lunes.

– No va a ir a ninguna parte. ¿Ha llamado a un abogado?

– Iban a darle acceso a un teléfono cuando estuviera dentro. Así que no lo sé seguro, pero supongo que sí.

– Vale.

Bosch sólo estaba tratando de encontrar algo que pudiera señalarle una dirección y que la adrenalina continuara fluyendo.

– Tenemos la orden de registro -dijo-, pero no había nada en el teléfono ni en la maleta. Había una tarjeta escondida en uno de sus zapatos. Está en inglés por un lado y en chino por el otro. Quiero que vea si coincide. Ya sé que no lee chino, pero si lo mando por fax a la UBA, ¿podrá conseguir que alguien le eche un vistazo?

– Sí, Harry, pero hágalo ahora. La unidad probablemente se está vaciando.

Bosch miró su reloj. Eran las cuatro y media de una tarde de viernes. Las salas de brigada de todo Los Ángeles se estaban convirtiendo en ciudades fantasma.

– Lo haré ahora. Llame y dígales que está en camino.

Cerró el teléfono y salió del cubículo para ir al fax que había al otro lado de la sala de la brigada.

Las cuatro y media. En seis horas, Bosch tenía que estar en el aeropuerto. Sabía que en cuanto subiera al avión su investigación quedaría paralizada. En las catorce horas y pico que duraba el vuelo continuarían ocurriendo cosas con su hija y con el caso, pero Bosch estaría estancado; como un viajero del espacio en las películas de ciencia ficción al que hibernan durante el largo regreso a casa desde la misión.

Sabía que no podía meterse en ese avión sin nada. De un modo u otro tenía que lograr un avance significativo.

Después de mandar por fax la tarjeta a la Unidad de Bandas Asiáticas volvió a su cubículo. Había dejado el teléfono sobre el escritorio y vio que tenía una llamada perdida de su ex mujer. No había mensaje y la telefoneó.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó.

– He tenido conversaciones muy largas con dos amigas de Maddie. Esta vez me han hablado.

– ¿He?

– No, no con He. No tengo ni el nombre completo ni su número. Ninguna de las otras chicas lo tiene.

– ¿Qué te han contado?

– Que He y el hermano no son de la escuela. Los conocieron en el centro comercial, pero ni siquiera son de Happy Valley.

– ¿Saben de dónde son?

– No, pero saben que no son de allí. Me han dicho que Maddie parecía muy amiga de He y que ella se trajo a su hermano; todo esto en el último mes o así. Desde que volvió de visitarte, de hecho. Las dos niñas me han dicho que se había distanciado de ellas.

– ¿Cómo se llama el hermano?

– Lo único que conseguí fue Quick. He dijo que se llamaba Quick, pero como con su hermana, no conocían el apellido.

– Esto no es de mucha ayuda. ¿Algo más?

– Bueno, confirmaron lo que te dijo Maddie, que Quick era el que fumaba. Dijeron que era un tipo duro, que tenía tatuajes, brazaletes y… Supongo, bueno, que les atraía el elemento de peligro.

– ¿A ellas o a Madeline?

– Sobre todo a Maddie.

– ¿Creen que podría haberse ido con él el viernes después de la escuela?

– No lo han expuesto abiertamente, pero sí, creo que era lo que trataban de decir.

– ¿Has preguntado si Quick habló alguna vez de afiliación a una tríada?

– Lo he preguntado y han dicho que nunca surgió. No habría surgido de todo modos.

– ¿Por qué no?

– Porque aquí no se habla de esas cosas. Las tríadas son anónimas. Están en todas partes, pero son anónimas.

– Entiendo.

– No me has dicho lo que crees que está pasando. No soy tonta y sé lo que estás haciendo: tratas de no inquietarme con lo que pasa, pero creo que necesito saberlo ya, Harry.

– Vale.

Bosch sabía que ella tenía razón. Si quería que diera lo mejor de sí misma tenía que contarle todo lo que sabía.

– Estoy trabajando en el homicidio de un chino que era propietario de una tienda de licores en la zona sur. Pagaba a la tríada por protección, y lo mataron el mismo día y a la misma hora en que hacía siempre los pagos semanales. Eso nos puso sobre la pista de Bo-jing Chang, el matón de la tríada. El problema es que no tenemos nada más, y no hay pruebas que lo relacionen directamente con el asesinato. Hoy hemos tenido que detener a Chang porque estaba a punto de subir a un avión para huir del país. No teníamos elección. Nos queda el fin de semana para conseguir pruebas suficientes que apoyen la acusación o habremos de soltarlo, se subirá a un avión y no volveremos a verlo.

– ¿Y cómo se relaciona esto con nuestra hija?

– Eleanor, estoy tratando con gente que no conozco: la Unidad de Bandas Asiáticas del departamento y la policía de Monterey Park. Alguien informó a Chang directamente o a la tríada de que íbamos tras él y por eso trató de largarse. Pueden haberme investigado y se han centrado en Madeline como forma de llegar hasta mí para mandarme el mensaje de que deje el caso. Recibí una llamada. Alguien me dijo que habría consecuencias si no soltaba a Chang, pero nunca imaginé que éstas serían…

– Maddie -dijo Eleanor finalizando la idea.

Siguió un largo silencio y Bosch supuso que su ex mujer estaba tratando de controlar sus emociones, odiando a Bosch al mismo tiempo que tenía que confiar en él para salvar a su hija.

– ¿Eleanor? -preguntó al fin.

– ¿Qué?

Su voz era entrecortada, pero obviamente cargada de rabia.

– ¿Las amigas de Maddie te han dicho la edad de ese chico, Quick?

– Las dos pensaban que tenía al menos diecisiete años, y han dicho que tenía coche. He hablado por separado con ellas y ambas han contado lo mismo. Creo que me estaban explicando lo que sabían. -Bosch no respondió. Estaba pensando-. El centro comercial abre dentro de un par de horas. Pienso ir allí con fotos de Maddie.

– Es una buena idea. Podría haber un vídeo. Si Quick causó problemas en el pasado, la seguridad del centro comercial podría tenerlo fichado.

– Ya he pensado en todo eso.

– Perdón, lo sé.

– ¿Qué dijo tu sospechoso de esto?

– Nuestro sospechoso no habla. Acabo de revisar su maleta y su teléfono y aún estamos trabajando en el coche. Por el momento, nada.

– ¿Y su casa?

– No tenemos suficiente para una orden de registro.

La idea quedó flotando unos momentos. Ambos sabían que, con su hija desaparecida, las formalidades legales como la aprobación de una orden de registro no iban a importarle a Bosch.

– Probablemente volveré a ello. Tengo seis horas antes de ir al aeropuerto.

– Vale.

– Te llamaré en cuanto…

– ¿Harry?

– ¿Qué?

– Estoy tan consternada que no sé qué decir.

– Lo entiendo, Eleanor.

– Si la recuperamos, no volverás a verla. Tenía que decírtelo.

Bosch se quedó en silencio. Sabía que Eleanor tenía derecho a la rabia y a lo que fuese. Ésta podría hacerle trabajar con más agudeza.

– No hay condicionales -dijo al fin-. Voy a rescatarla. -Esperó a que ella respondiera, pero sólo hubo silencio-. Vale, Eleanor. Te llamaré en cuanto sepa algo.

Después de cerrar el teléfono, Bosch volvió a su ordenador, abrió la foto de ficha policial de Chang y la envió a la impresora en color. Quería tener una copia consigo en Hong Kong.

Chu llamó poco después y dijo que había recibido la DCP firmada y que iba a salir del tribunal. Explicó que había hablado con un agente de la UBA que había recibido el fax de Bosch y que podía confirmarle que las dos caras de la tarjeta decían lo mismo: era del gerente de una flota de taxis con base en Causeway Bay. Pese a ser información completamente inocua a primera vista, Bosch aún se preguntaba por qué estaba escondida en el zapato de Chang y por el hecho de que se tratara de un negocio tan próximo al lugar donde su hija había sido vista por última vez en compañía de sus amigas. Bosch nunca había creído en las coincidencias, y no iba a empezar a hacerlo entonces.

Le dio las gracias a Chu y colgó justo cuando el teniente Gandle se detenía junto a su cubículo antes de irse a casa.

– Harry, me da la sensación de que te dejo en la estacada. ¿Qué puedo hacer por ti?

– No puede hacer nada que no se esté haciendo ya.

Puso al día a Gandle de los registros y de la ausencia de hallazgos sólidos hasta el momento. También informó de que no había ninguna novedad sobre el paradero ni sobre los secuestradores de su hija. El rostro de Gandle se avinagró.

– Necesitamos un golpe de suerte -dijo-. De verdad que lo necesitamos.

– Estamos en ello.

– ¿Cuándo te vas?

– Dentro de seis horas.

– Vale. Tienes mis números. Llámame en cualquier momento, día o noche, si necesitas algo. Haré todo lo que pueda.

– Gracias, jefe.

– ¿Quieres que me quede aquí contigo?

– No, estoy bien. Iba a ir al GOP y pensaba dejar que Ferras se fuese a casa si quiere.

– Vale, Harry, infórmame si encuentras algo.

– Lo haré.

– La rescatarás. Sé que lo harás.

– Yo también lo sé.

Por fin, Gandle le tendió la mano de un modo torpe y Bosch se la estrechó. Probablemente era la primera vez que se daban la mano desde que se conocieron tres años atrás. Gandle se fue y dejó a Bosch examinando la sala de la brigada. Al parecer era el único que quedaba.

Se volvió y miró la maleta. Sabía que tenía que llevarla al ascensor y bajarla al almacén de pruebas. También el teléfono tenía que archivarse como prueba. Después de eso, él también se iría del edificio, pero no para pasar un fin de semana de ocio con la familia. Bosch tenía una misión, y nada lo detendría hasta verla cumplida. Incluso bajo la última amenaza de Eleanor. Incluso si salvar a su hija significaba no volver a verla.

22

Bosch esperó hasta que oscureció para entrar en el domicilio de Bo-jing Chang. Era una casa adosada con un vestíbulo de entrada compartido con el apartamento adjunto. Esto le ofreció protección para abrir la doble cerradura con sus ganzúas. Al hacerlo no sintió culpa ni vaciló ante la barrera que estaba cruzando. Los registros del coche, maleta y teléfono habían terminado en fracaso y Bosch se encontraba desesperado. No estaba buscando pruebas para construir un caso contra Chang; trataba de dar con cualquier cosa que pudiera ayudarle a localizar a su hija. Llevaba más de doce horas desaparecida y el allanamiento de morada -que ponía en peligro su medio de vida y su carrera- parecía un riesgo mínimo en comparación con lo que tendría que afrontar interiormente si no conseguía rescatarla sana y salva.

En cuanto se acopló la última ganzúa, abrió la puerta y entró con rapidez en el apartamento. Cerró y volvió a pasar la llave. Bosch sabía por el registro de la maleta que Chang no pensaba a volver. Aun así, no creía que el sospechoso lo hubiera metido todo en esa única maleta. Tenía que haber dejado cosas atrás, cosas de naturaleza menos personal para él, pero posiblemente valiosas para Bosch. Chang había imprimido su tarjeta de embarque en alguna parte antes de dirigirse al aeropuerto. Puesto que se encontraba bajo vigilancia, sabía que no había hecho más paradas. Bosch estaba convencido de que tenía que haber un ordenador y una impresora en la casa.

Harry esperó treinta segundos a que sus pupilas se adaptaran a la oscuridad antes de separarse de la puerta. Una vez empezó a ver razonablemente bien entró en el salón, pero tropezó con una silla y casi tiró una lámpara antes de encontrar el interruptor y encender la luz. Enseguida se acercó la ventana y corrió las cortinas.

Se volvió y examinó la sala. Era un pequeño salón-comedor con una ventanilla de servir que comunicaba con una cocina en la parte de atrás. A la derecha había una escalera que subía al dormitorio. En un primer examen, Bosch no vio nada de naturaleza personal. No había ordenador ni impresora, sólo los muebles. Examinó rápidamente el salón y luego pasó a la cocina, también desprovista de efectos personales. Los armarios estaban vacíos; no había ni siquiera una caja de cereales. Debajo del fregadero vio un cubo, pero estaba vacío y con una bolsa de basura recién puesta. Bosch volvió al salón y se dirigió a la escalera. Había un interruptor con regulador al pie de la misma que controlaba la luz del techo del piso de arriba. La puso a baja intensidad y volvió a apagar la lámpara del salón.

El piso de arriba estaba amueblado con una cama queen-size y una cómoda. No había escritorio ni ordenador. Bosch rápidamente pasó a la cómoda y fue abriendo y cerrando todos los cajones; estaban todos vacíos. En el cuarto de baño, la papelera estaba vacía y el botiquín también. Levantó la tapa del inodoro, pero tampoco encontró nada escondido allí.

Habían limpiado la casa, y tenían que haberlo hecho después de que Chang se marchara, llevándose tras él la vigilancia. Bosch pensó en la llamada de Tsing Motors que había encontrado en el teléfono del sospechoso. Quizás había avisado a Vincent Tsing para que se ocuparan del apartamento. Decepcionado y sintiendo que lo habían manipulado con pericia, Bosch decidió localizar la basura del edificio en un intento de encontrar las bolsas que debían de haberse llevado del apartamento. Quizás habían cometido el error de dejar la basura de Chang; una nota tirada o garabateada con un número de teléfono podía resultar muy útil.

Había bajado tres peldaños de la escalera cuando oyó una llave en la cerradura de la puerta de la calle. Dio la vuelta rápidamente, volvió a subir y se escondió detrás de una columna.

Las luces de abajo se encendieron y el apartamento enseguida se llenó de voces chinas. Con la espalda pegada a la columna, Bosch contó las voces de dos hombres y una mujer. Uno de los hombres dominaba la conversación y a Bosch le dio la impresión de que cuando alguno de los otros dos hablaba estaba haciendo preguntas.

Bosch se situó al borde de la columna y se arriesgó a mirar abajo. Vio que el hombre señalaba los muebles y a continuación abría la puerta del armario de debajo de la escalera y hacía un movimiento de barrido con la mano. Bosch se dio cuenta de que estaba mostrando el apartamento a la pareja. Estaba en alquiler.

Comprendió que antes o después las tres personas de abajo subirían. Miró la cama. Era un simple colchón encima de un somier que se apoyaba en una plataforma, a treinta centímetros del suelo. Era el único escondite posible. Rápidamente se echó al suelo y se metió debajo de la cama, con el pecho rozando la parte inferior del somier. Se colocó en el centro y esperó, controlando la visita al apartamento por las voces.

Finalmente, la comitiva subió por la escalera. Bosch contuvo la respiración cuando la pareja rodeó el dormitorio y ambos lados de la cama. Esperaba que alguien se sentara en ella, pero eso no ocurrió.

Bosch de repente notó una vibración en el bolsillo y se dio cuenta de que no había silenciado el móvil. Por fortuna el tipo que mostraba el apartamento estaba continuando con la charla sobre lo fantástica que era la vivienda. Su voz impidió que nadie reparara en la vibración grave. Bosch enseguida metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono para ver si la llamada era desde el teléfono de su hija. Tendría que responder esa llamada, fueran cuales fuesen las circunstancias.

Levantó el teléfono en el somier para poder verlo. La llamada era de Barbara Starkey, la técnica de vídeo, y Bosch pulsó el botón de rechazo. La localizaría más tarde.

Al abrir el teléfono se había activado la pantalla. La luz tenue iluminó la parte interior del somier y Bosch vio una pistola metida detrás de una de las tablas de madera del armazón.

Se le aceleró el pulso al mirar la pistola, pero decidió no tocarla hasta que el apartamento volviera a estar vacío. Cerró el teléfono y esperó. Enseguida oyó que los visitantes bajaban por la escalera. Al parecer echaron otro vistazo rápido por el piso de abajo y luego se marcharon.

Bosch oyó que cerraban la puerta desde fuera y salió de debajo de la cama.

Después de mirar unos segundos para asegurarse de que se habían ido definitivamente, volvió a encender la luz. Levantó el colchón y lo puso contra la pared de atrás. A continuación levantó el somier y lo apoyó contra el colchón. Miró la pistola, todavía sostenida en el armazón de madera.

Todavía no llegaba a verla con claridad, de manera que abrió el teléfono otra vez y lo usó como linterna sosteniéndolo cerca del arma.

– ¡Maldita sea! -dijo en voz alta.

Estaba buscando una Glock, la pistola con un percutor rectangular. El arma escondida bajo la cama de Chang era una Smith & Wesson.

No había nada que le sirviera, y Bosch se dio cuenta de que había vuelto a la casilla de salida. Como para acentuar esa idea, un pequeño bip sonó en su reloj. Apagó la alarma que había programado antes para no arriesgarse a perder el vuelo. Era hora de ir al aeropuerto.

Después de dejar la cama como la había encontrado, Harry apagó la luz del piso de arriba y salió en silencio del apartamento. Su plan era pasar por casa antes para recoger el pasaporte y guardar su arma. No estaba autorizado a llevar la pistola a un país extranjero sin el permiso de ese país y el proceso duraba días o semanas. No pensaba llevarse ropa, porque no creía que fuera a tener tiempo de cambiarse en Hong Kong. Estaba en una misión que empezaría en el momento en que aterrizara el avión.

Se incorporó a la 10 en dirección oeste en Monterey Park con la intención de tomar la 101 por Hollywood hasta su casa. Empezó a concebir un plan para dirigir a la policía a la pistola escondida en el antiguo apartamento de Chang, pero por el momento no había causa probable para registrarlo. Aun así, era preciso que encontraran y examinaran la Smith & Wesson. No era útil para Bosch en la investigación de John Li, pero eso no significaba que Chang la hubiera empleado para obras de filantropía. Seguramente habría sido usada para asuntos de la tríada y bien podría conducir a algo.

Cuando estaba tomando la 101 hacia el norte, cerca del centro cívico, Bosch recordó la llamada de Barbara Starkey. Comprobó si tenía mensajes y oyó que Starkey le pedía que la llamara lo antes posible. Daba la impresión de que había hecho progresos. Bosch pulsó el número de responder la llamada.

– Barbara, soy Harry.

– Harry, esperaba contactar contigo antes de ir a casa.

– Deberías haberte ido a casa hace tres horas.

– Bueno, te dije que iba a mirar esto.

– Gracias, Barbara, significa mucho. ¿Qué has encontrado?

– Un par de cosas. Para empezar, tengo aquí otra impresión que es un poco mejor que la que te has llevado.

Bosch se desanimó. Al parecer no había mucho más de lo que ya había visto y Starkey sólo quería hacerle saber que contaba con una imagen más nítida de la vista de la ventana de la habitación en la que retenían a su hija. Se había fijado en que, en ocasiones, cuando alguien te hacía un favor quería asegurarse de que lo supieras. Pero decidió que se arreglaría con lo que tenía. Salir de la autovía para recoger la foto le retrasaría mucho. Tenía que coger un avión.

– ¿Algo más? -preguntó-. He de ir al aeropuerto.

– Sí, tengo un par más de identificadores visuales y de audio que podrían ayudarte -dijo Starkey.

Bosch prestó toda su atención.

– ¿Qué son?

– Bueno, una cosa creo que podría ser un tren o un metro. Otra es un fragmento de conversación que no es en chino. Y lo último es un helicóptero silenciado.

– ¿Qué quiere decir silenciado?

– Quiere decir literalmente silenciado. Tengo un destello de reflejo en la ventana de un helicóptero que pasa, pero no tengo pista de audio que lo acompañe.

Bosch no respondió al principio. Sabía de qué estaba hablando Starkey. Había visto los helicópteros Whisper Jet que los ricos y poderosos usaban para moverse por Hong Kong. Moverse en helicóptero no era raro, pero sólo unos pocos edificios en cada distrito tenían permiso para que se aterrizara en sus tejados. Una razón de que su ex esposa hubiera elegido el edificio en el que vivía en Happy Valley era que tenía zona de aterrizaje de helicópteros en el tejado. Podía llegar al casino de Macao en veinte minutos de puerta a puerta en lugar de las dos horas que tardaría en salir del edificio, llegar al muelle del ferry, cruzar la bahía y luego tomar un taxi o caminar desde el puerto hasta el casino.

– Barbara, estaré allí en cinco minutos -dijo.

Salió en Los Angeles Street y se dirigió al Parker Center. Era tan tarde que Bosch pudo escoger sitio en el garaje de detrás del viejo cuartel general de la policía. Aparcó y enseguida cruzó la calle y entró por la puerta de atrás. El ascensor pareció tardar una eternidad y cuando salió al casi abandonado laboratorio del Departamento de Investigaciones Científicas habían pasado siete minutos desde que había cerrado el teléfono.

– Llegas tarde -dijo Starkey.

– Lo siento, gracias por esperar.

– Era broma, ya sé que llevas mucha prisa, así que vamos a mirar esto.

Señaló una de las pantallas donde había una imagen congelada de la ventana sacada del vídeo del teléfono. Era lo que Bosch había impreso. Starkey puso las manos en los diales.

– Vale -dijo-. Fíjate aquí arriba, en el reflejo en la parte superior del cristal. No vimos ni oímos esto antes.

Giró lentamente un dial. En el reflejo en el cristal sucio Bosch vio lo que no había visto antes. Justo cuando el objetivo de la cámara empezaba a girar hacia su hija, un helicóptero cruzaba la parte superior del reflejo como un fantasma. Era un aparato negro de pequeñas dimensiones con alguna clase de insignia ilegible en el lateral.

– Ahora esto es en tiempo real.

Retrocedió el vídeo hasta que la cámara estuvo centrada en la hija de Bosch y ella estaba lanzando la patada. Starkey pulsó un botón y pasó a tiempo real. La cámara giró hacia la ventana durante una fracción de segundo y luego volvió. Los ojos de Bosch registraron la ventana, pero no el reflejo de la ciudad y menos un helicóptero que pasaba.

Era un buen hallazgo y Bosch se entusiasmó.

– La cuestión es, Harry, que para estar en esa ventana el helicóptero tenía que volar muy bajo.

– O sea, que acababa de despegar o estaba aterrizando.

– Creo que estaba ascendiendo. Parece subir ligeramente al cruzar el reflejo. No se aprecia a simple vista, pero lo he medido. Considerando que el reflejo muestra de derecha a izquierda lo que está ocurriendo de izquierda a derecha, tenía que haber despegado desde el otro lado de la calle. -Bosch asintió-. Cuando busco la pista de audio… -pasó a la otra pantalla, donde había un gráfico mostraba diferentes flujos de audio aislados que había extraído del vídeo-… y quito todo el ruido ambiental que puedo, obtengo esto.

Reprodujo una pista con casi un gráfico plano y lo único que Bosch logró distinguir fue ruido de tráfico distante entrecortado.

– Es limpieza de rotor -dijo-. No oyes el helicóptero en sí, pero interfiere en el sonido ambiente. Es como un helicóptero furtivo o algo así.

Bosch asintió. Había dado un paso más. Ahora sabía que a su hija la retenían en un edificio cercano a uno de los pocos helipuertos de Kowloon.

– ¿Te ayuda? -preguntó Starkey.

– Ya lo creo.

– Bueno. También tengo esto.

Reprodujo otra pista que contenía un susurro grave que a Bosch le recordó agua corriente. Empezó, se hizo más fuerte y luego se disipó.

– ¿Qué es? ¿Agua?

Starkey negó con la cabeza.

– Esto es con la máxima amplificación -dijo-. He tenido que trabajarlo. Es aire, aire que escapa. Diría que estamos hablando de una entrada a una estación de metro o quizás un respiradero por el que se canaliza el aire desplazado cuando llega un tren a la estación. Los metros modernos no hacen mucho ruido, pero hay mucho desplazamiento de aire cuando un tren pasa por el túnel.

– Entendido.

– Tu ubicación está aquí arriba. Quizás a doce o trece pisos, a juzgar por el reflejo, así que el audio es difícil de precisar. Podría estar a nivel de suelo de este edificio o a una manzana; es difícil de decir.

– Aun así ayuda.

– Y lo último es esto.

Reprodujo la primera parte del vídeo, cuando la cámara estaba fijada en la hija de Bosch y simplemente la mostraba. Aumentó el sonido y filtró otros ruidos en competencia. Bosch oyó unas líneas ahogadas de diálogo.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Creo que podría estar fuera de la habitación. No he podido limpiarlo mejor. Está silenciado por la estructura y no me suena a chino, pero no creo que sea eso lo importante.

– Entonces, ¿qué es?

– Escucha otra vez el final.

Lo reprodujo de nuevo. Bosch miró los ojos asustados de su hija mientras se concentraba en el audio. Era una voz masculina demasiado amortiguada para entenderse o traducirse y que luego terminaba abruptamente a media frase.

– ¿Alguien lo ha cortado?

– Quizá la puerta de un ascensor se cerró y lo cortó.

Bosch asintió. La del ascensor parecía una explicación más plausible, porque no había tensión en el tono de voz antes de que se interrumpiera.

Starkey señaló la pantalla.

– Cuando des con el edificio, encontrarás la habitación cerca del ascensor.

Bosch miró los ojos de su hija por un último y largo momento.

– Gracias, Barbara.

Ella se quedó de pie a su lado y le apretó los hombros.

– De nada, Harry.

– He de irme.

– Dijiste que tenías que dirigirte al aeropuerto. ¿Vas a Hong Kong?

– Sí.

– Buena suerte, Harry. Rescata a tu hija.

– Ése es el plan.

Bosch volvió rápidamente a su coche y aceleró hacia la autovía. La hora punta había pasado y no tardó mucho en cruzar Hollywood hasta el paso de Cahuenga y llegar a su casa. Empezó a concentrarse en su viaje. Los Ángeles y lo que había allí pronto quedaría atrás y todo se reduciría a Hong Kong. Iba a encontrar a su hija y llevarla a casa, o moriría en el intento.

Toda su vida Harry Bosch había pensado que tenía una misión, y para cumplirla se había forjado a sí mismo como un hombre a prueba de balas. Tuvo que construir su vida para ser invulnerable, para que nada ni nadie pudiera alcanzarle, pero todo eso cambió el día que le presentaron a la hija que no sabía que tenía. En ese momento supo que estaba salvado, que estaría conectado para siempre con el mundo de una manera que sólo un padre conoce, pero que al mismo tiempo estaba perdido, porque sabía que las fuerzas oscuras a las que se enfrentaba la encontrarían algún día. No importaba si había un océano entero entre ellos. Sabía que un día se reduciría a eso, que la oscuridad encontraría a su hija y la usaría para llegar a él.

Ese día había llegado.