174853.fb2 Nueve Dragones - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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SEGUNDA PARTE. El día de treinta y nueve horas

23

Bosch durmió de manera intermitente durante el vuelo sobre el Pacífico. En catorce horas en el aire, apretado contra una ventana de la cabina, no logró dormir más de quince o veinte minutos seguidos antes de que pensamientos sobre su hija o sobre la peligrosa situación en la que ésta se hallaba por culpa suya se entrometieran y lo despertaran.

Durante el día se había movido demasiado deprisa para pensar, se había mantenido por delante del miedo, la culpa y las recriminaciones brutales. Logró dejar todo eso de lado porque la persecución era más importante que la culpabilidad con la que cargaba. Sin embargo, en el vuelo 883 de Cathay Pacific ya no pudo correr más. Sabía que necesitaba dormir para estar descansado y listo para el día que le aguardaba en Hong Kong, pero en el avión estaba arrinconado y ya no pudo seguir ocultando sus sentimientos. El terror lo envolvió. Pasó la mayor parte de las horas sentado en la oscuridad, con los puños apretados y mirada inexpresiva, mientras el jet surcaba el espacio negro hacia el lugar donde Madeline permanecía oculta en alguna parte. Todo ello hacía que el sueño fuera efímero cuando no imposible.

El viento de proa en el Pacífico fue más débil de lo previsto, por lo que el avión ganó tiempo y aterrizó con antelación en el aeropuerto de Lantau Island a las 4.55. Para llegar a la parte delantera del avión, Bosch se abrió paso casi a empujones entre los pasajeros que se estiraban para bajar sus pertenencias de los portamaletas. Sólo llevaba una pequeña mochila que contenía cosas que tal vez podían resultarle útiles para encontrar y rescatar a su hija. En cuanto se abrieron las puertas del avión, caminó con rapidez y enseguida se puso delante de todos los pasajeros que se dirigían hacia los controles de aduana e inmigración. El temor lo acuchilló al acercarse al primer punto de control: un escáner térmico diseñado para identificar a los pasajeros con fiebre. Bosch estaba sudando. ¿La culpa que le quemaba en la conciencia se había manifestado en forma de fiebre? ¿Lo detendrían antes de que pudiera empezar la misión más importante de todas?

Al pasar, miró por encima del hombro a la pantalla del ordenador. Vio las imágenes de viajeros convertidos en fantasmas azules en la pantalla. No había signos delatores de rojo; no tenía fiebre. Al menos de momento.

Un inspector revisó su pasaporte en el punto de control de aduanas y vio los sellos de entrada y salida correspondientes a los numerosos viajes que había realizado en los últimos seis años. Luego comprobó algo en una pantalla de ordenador que Bosch no podía ver.

– ¿Tiene un negocio en Hong Kong, señor Bosch? -preguntó el inspector.

De algún modo había modificado la única sílaba del apellido de Bosch para que sonara Botch.

– No -dijo Bosch-. Mi hija vive aquí y vengo a visitarla a menudo.

El inspector miró la mochila que el viajero llevaba colgada del hombro.

– ¿Ha facturado sus maletas?

– No, sólo llevo esto. Es un viaje rápido.

El inspector asintió y volvió a consultar su ordenador. Bosch sabía lo que iba a ocurrir. Invariablemente, cuando llegaba a Hong Kong, el inspector de inmigración veía su clasificación como agente del orden en el sistema informático y lo ponía en la fila del registro de equipaje.

– ¿Ha traído su arma? -preguntó el inspector.

– No -dijo Bosch con voz cansada-. Sé que no está permitido.

El inspector tecleó algo en el ordenador y dirigió a Bosch, como él esperaba, a una cola para que registraran su mochila. Perdería otros quince minutos, pero mantuvo la calma. El avión había llegado con media hora de adelanto.

El segundo inspector le revisó cuidadosamente la mochila y echó miradas de curiosidad a los prismáticos y otros elementos, incluido el sobre lleno de dinero en efectivo. Pero no era ilegal entrar nada de todo aquello en el país. El inspector terminó con su registro y pidió a Bosch que pasara por un detector de metales. Salvado este último escollo, Harry se dirigió a la terminal de equipaje y localizó una ventanilla de cambio de divisas que estaba abierta a pesar de que aún era muy temprano. Se acercó, volvió a sacar el sobre de efectivo de la mochila y le dijo a la mujer de detrás del mostrador que quería cambiar cinco mil dólares americanos en dólares de Hong Kong. Era su reserva del terremoto: billetes que tenía escondidos en su habitación, en la caja fuerte de la pistola. En 1994, cuando el terremoto sacudió Los Ángeles y dañó gravemente su casa, aprendió una valiosa lección: el dinero en efectivo es el rey; no había que salir de casa sin él. Ahora el dinero que guardaba para una crisis podía ayudarle a superar otra. La tasa de cambio era de un poco menos de ocho a uno, y sus cinco mil dólares estadounidenses se convirtieron en treinta y ocho mil dólares de Hong Kong.

Después de coger su dinero se dirigió a las puertas de salida del otro lado de la terminal de equipaje. La primera sorpresa del día fue ver a Eleanor Wish esperándolo en el vestíbulo principal del aeropuerto. A su lado vio a un hombre de traje con la postura de piernas separadas típica de un guardaespaldas. Eleanor hizo un pequeño gesto con la mano por si Harry no la había visto. Percibió una mezcla de dolor y esperanza en su rostro, y tuvo que bajar la mirada al suelo al acercarse.

– Eleanor, no…

Ella lo agarró en un rápido y torpe abrazo que terminó abruptamente con su frase. Comprendió que le estaba diciendo que dejara la culpa y las recriminaciones para después; había cosas más importantes de las que ocuparse. Se apartó e hizo un gesto hacia el hombre del traje.

– Él es Sun Yee.

Bosch lo saludó con la cabeza, pero luego le tendió la mano. Esperaba que el gesto le ayudara a averiguar quién era Sun Yee.

– Harry -se presentó.

El otro hombre inclinó la cabeza y le agarró la mano con fuerza, pero no dijo nada. Ninguna ayuda. Tendría que seguir la pista de Eleanor. Bosch supuso que Sun Yee tendría casi cincuenta años, la misma edad que ella. Era bajo, pero de complexión fuerte; su pecho y brazos presionaban las costuras de la chaqueta de seda hasta el límite. Llevaba gafas de sol pese a que todavía no había amanecido.

Bosch se volvió hacia su ex mujer.

– ¿Nos va a llevar?

– Nos va a ayudar -le corrigió Eleanor-. Trabaja en la seguridad del casino.

Bosch asintió. Un misterio resuelto.

– ¿Habla inglés?

– Sí -respondió el hombre por sí mismo.

Bosch lo estudió un momento, miró a Eleanor y vio en su rostro una conocida determinación, una expresión que había visto muchas veces cuando estaban juntos. No iba a permitir ninguna discusión al respecto. Aquel hombre formaba parte del paquete o Bosch habría de ir solo.

Bosch sabía que, si las circunstancias lo dictaban, podía separarse y seguir su propio camino. De hecho, era lo que había previsto hacer. Sin embargo, por el momento estaba dispuesto a seguir el plan de Eleanor.

– ¿Estás segura de que quieres hacer esto, Eleanor? Pensaba trabajar por mi cuenta.

– También es mi hija. Donde tú vayas, iré yo.

– De acuerdo.

Empezaron a caminar hacia las puertas de cristal que los llevarían al exterior. Bosch dejó que Sun Yee se adelantara para poder hablar en privado con su ex mujer. A pesar de la tensión obvia que se reflejaba en su rostro, para él estaba igual de guapa que siempre. Llevaba el pelo echado hacia atrás con un estilo serio que realzaba la línea limpia y determinada de su mentón. No importaba cuáles fuesen las circunstancias ni que se vieran con poca frecuencia, Harry nunca lograría dejar de mirarla sin pensar en lo que podría haber sido. Era un tópico gastado, pero Bosch siempre había pensado que estaban hechos para estar juntos. Su hija les daba un vínculo para toda la vida, pero no era suficiente para Bosch.

– Bueno, cuéntame qué está pasando, Eleanor -dijo-. He estado casi catorce horas en el aire. ¿Qué novedades hay por aquí?

Ella asintió.

– Ayer pasé cuatro horas en el centro comercial. Cuando llamaste y dejaste un mensaje desde el aeropuerto, mi teléfono debía de estar en modo seguro. No sé, o no tenía señal o no oí la llamada.

– No te preocupes por eso. ¿Qué has averiguado?

– Tienen un vídeo de vigilancia en el que se ve a Maddie con los hermanos Quick y He. Todo desde cierta distancia. No son identificables, salvo Mad. A ella la reconocería en cualquier sitio.

– ¿Muestra cómo la secuestran?

– No hubo rapto. Estuvieron juntos, sobre todo en la zona de comida. Luego Quick encendió un cigarrillo y alguien se quejó. Intervino el servicio de seguridad y lo echaron. Madeline salió con ellos voluntariamente y no volvieron a entrar.

Bosch asintió. Se dio cuenta de que todo podía haber sido un plan para hacerla salir: Quick enciende el cigarrillo, sabiendo que lo echarán del centro comercial y que Madeline irá con él.

– ¿Qué más?

– Eso es todo acerca del centro comercial. El servicio de seguridad conoce a Quick, pero no lo tienen identificado ni poseen ficha suya.

– ¿A qué hora se fueron?

– A las seis y cuarto.

Bosch hizo los cálculos. Eso había sido el viernes. Su hija había desaparecido del vídeo del centro comercial casi treinta y seis horas antes.

– ¿Cuándo anochece? ¿A qué hora?

– Normalmente a las ocho. ¿Por qué?

– El vídeo que me mandaron está grabado con luz diurna. Menos de dos horas después de salir del centro comercial con ellos, Maddie estaba en Kowloon, donde grabaron el vídeo.

– Quiero verlo, Harry.

– Te lo enseñaré en el coche. Has dicho que recibiste mi mensaje. ¿Has averiguado algo de los helipuertos de Kowloon?

Asintiendo, Eleanor contestó:

– Llamé al jefe de transporte de clientes del casino y me dijo que en Kowloon hay siete azoteas disponibles para que aterricen helicópteros. Tengo una lista.

– Bien. ¿Le dijiste para qué necesitabas la lista?

– No, Harry. Confía un poco en mí.

Bosch la miró y luego movió la mirada hacia Sun, que había abierto una distancia de varios pasos con ellos. Eleanor captó el mensaje.

– Sun Yee es diferente. Sabe lo que está pasando. Le he pedido que me acompañe porque puedo confiar en él. Garantiza mi seguridad en el casino desde hace tres años.

Bosch asintió. Su ex mujer era un activo valioso para el Cleopatra Resort and Casino de Macao. Pagaban su apartamento y un helicóptero la recogía para llevarla a trabajar en las mesas privadas, donde jugaba contra los clientes más ricos del casino. La seguridad, personalizada en Sun Yee, formaba parte del paquete.

– Bueno, lástima que no estuviera vigilando también a Maddie.

Eleanor se detuvo de golpe y se volvió hacia Bosch. Sun no se dio cuenta y siguió caminando. Eleanor se plantó ante Harry.

– ¿Quieres empezar con esto ahora? Porque si quieres, por mí adelante. Podemos hablar de Sun Yee y podemos hablar de cómo tú y tu trabajo habéis puesto a mi hija en este… este…

No terminó. En lugar de acabar la frase, agarró con fuerza a Bosch por la chaqueta y empezó a sacudirlo enfadada hasta que lo abrazó y rompió a llorar. Bosch le puso una mano en la espalda.

– Nuestra hija, Eleanor -dijo-. Es nuestra hija y vamos a rescatarla.

Sun se fijó en que no estaban con él y se detuvo. Miró atrás a Bosch, con los ojos ocultos por las gafas de sol. Harry, todavía abrazado por Eleanor, levantó una mano para pedirle que esperara un momento y mantuviera la distancia. Ella se apartó al fin y se limpió los ojos y la nariz con el dorso de la mano.

– Has de calmarte, Eleanor. Voy a necesitarte.

– Basta de decir eso, ¿vale? Estaré calmada. ¿Por dónde empezamos?

– ¿Tienes el mapa del MTR que te pedí?

– Sí, está en el coche.

– ¿Y la tarjeta de Causeway Taxi? ¿Has comprobado eso?

– No hacía falta. Sun Yee ya los conocía. Se sabe que la mayoría de compañías de taxi contratan a hombres de las tríadas, pues éstos necesitan trabajos legítimos para evitar sospechas y mantenerse a salvo de la policía. La mayoría tienen licencias de taxi y hacen algunos turnos como tapadera. Si tu sospechoso llevaba la tarjeta del gerente de la flota era probablemente porque iba a verlo para pedirle un trabajo cuando llegara aquí.

– ¿Fuiste a la dirección?

– Pasamos anoche, pero es sólo una estación de taxis, donde cargan gasolina y los reparan, y adonde envían a los conductores al empezar el turno.

– ¿Hablaste con el gerente de la flota?

– No. No quería hacer un movimiento así sin preguntarte, pero estabas en el aire y no podía hacerlo. Además, me pareció que no nos llevaría a ninguna parte; probablemente era un tipo que iba a darle trabajo a Chang, nada más. Es lo que hace para las tríadas; no se implicaría en un secuestro. Y si estaba implicado, tampoco iba a decírnoslo.

Bosch pensó que Eleanor seguramente tenía razón. Aun así, el gerente de la flota sería alguien a quien volver si otros esfuerzos para localizar a su hija no daban resultado.

– Vale -dijo-. ¿Cuándo amanece?

Eleanor se volvió para ver la enorme pared de cristal del vestíbulo principal, como si fuera a juzgar su respuesta en función del cielo. Bosch miró su reloj. Eran las 5.45 de la mañana y casi llevaba una hora en Hong Kong. Tenía la sensación de que el tiempo pasaba demasiado deprisa.

– Quizá dentro de media hora -dijo Eleanor.

– ¿Y la pistola, Eleanor?

Ella asintió de manera vacilante.

– Si estás seguro, Sun Yee sabe dónde conseguirte una. En Wan Chai.

Bosch asintió. Por supuesto, ése sería el sitio para conseguir un arma. Wan Chai era el lugar donde la cara oculta de Hong Kong salía a la superficie. No había estado allí desde un permiso en Vietnam cuarenta años antes. Aun así, sabía que algunas cosas y algunos lugares nunca cambiaban.

– Bueno, vamos al coche. Estamos perdiendo tiempo.

Salieron por las puertas automáticas y Bosch fue recibido por una vaharada de aire caliente y húmedo. Notó que la humedad empezaba a pegársele a la piel.

– ¿Adónde le parece que vayamos primero? -preguntó Eleanor-. ¿A Wan Chai?

– No, al Peak. Empezaremos allí.

24

Se conocía como Victoria Peak durante los tiempos coloniales. Ahora era sólo el Peak, una cima que se alzaba junto a Hong Kong y ofrecía vistas asombrosas del distrito central y del puerto hasta Kowloon. Se podía acceder en coche o en funicular y era un destino popular para los turistas durante todo el año y para los lugareños en los meses de verano, cuando la ciudad que se extendía a sus pies parecía retener la humedad como una esponja absorbe el agua. Bosch había estado allí varias veces con su hija, comiendo en el restaurante del mirador o en la galería comercial construida detrás de éste.

Bosch, su ex mujer y el guardaespaldas llegaron a la cima antes de que amaneciera en la ciudad. La galería y los quioscos de turistas todavía estaban cerrados y no había nadie en los miradores. Dejaron el Mercedes de Sun en el aparcamiento de al lado de la galería y enfilaron el camino que bordeaba la ladera de la montaña. Bosch llevaba la mochila al hombro. El aire se notaba pesado a causa de la humedad. El camino estaba mojado porque había llovido por la noche y Bosch ya tenía la camisa pegada a la espalda.

– ¿Qué estamos haciendo exactamente? -preguntó Eleanor.

Era la primera pregunta que planteaba en mucho rato. En el trayecto desde el aeropuerto, Bosch había preparado el vídeo y le había pasado su teléfono. Ella lo observó y Bosch notó que contenía el aliento. Luego le pidió verlo una segunda vez y le devolvió el teléfono sin decir nada. Hubo un silencio terrible que se prolongó hasta que estuvieron en el camino.

Bosch se puso la mochila delante y la abrió. Le pasó a Eleanor la foto impresa del vídeo y la linterna.

– Es un fotograma del vídeo. Cuando Maddie le da una patada al tipo y la cámara se mueve, capta la ventana.

Eleanor encendió la linterna y examinó la imagen mientras caminaban. Sun iba varios pasos por detrás. Bosch continuó explicando su plan.

– Recuerda que en la ventana todo se refleja al revés. Pero ¿ves los postes encima del Banco de China? Tengo una lupa aquí si quieres usarla.

– Sí, los veo.

– Bueno, entre esos postes se ve una pagoda. Creo que es la pagoda del León. He estado allí con Maddie.

– Yo también. Se llama el Pabellón del León. ¿Estás seguro de que sale aquí?

– Sí, necesitarás la lupa. Espera a que lleguemos allí.

El sendero se curvaba y Bosch vio la estructura estilo pagoda delante. Se encontraba en una posición privilegiada y ofrecía una de las mejores vistas desde el Peak. Siempre que Bosch había estado antes en ese lugar, lo había visto lleno de turistas y cámaras. A la luz gris del alba estaba vacío. Bosch cruzó la entrada en arco y salió al pabellón con vistas. La gigantesca ciudad se extendía a sus pies. Había mil millones de luces en la oscuridad que retrocedía, y sabía que una de ellas pertenecía a su hija. Iba a encontrarla.

Eleanor, a su lado, mantenía el haz de la linterna en la imagen impresa. Sun adoptó una posición de guardaespaldas detrás de ellos.

– No lo entiendo -dijo ella-. ¿Piensas que puedes revertirlo y señalar dónde está?

– Exacto.

– Harry…

– Hay otros marcadores. Sólo quiero reducirlo. Kowloon es un sitio muy grande.

Bosch sacó los prismáticos de la mochila. Eran de muchos aumentos y los usaba en las vigilancias. Se los acercó a los ojos.

– ¿Qué otros marcadores?

Todavía estaba oscuro. Bosch bajó los prismáticos; tendría que esperar. Pensó que tal vez debería ir a Wan Chai para conseguir primero la pistola.

– ¿Qué otros marcadores, Harry?

Bosch se acercó a ella para poder ver la foto impresa y señalar los marcadores de los que le había hablado Barbara Starkey, sobre todo la porción del cartel al revés con las letras O y N. También le habló de la pista de audio de un metro cercano y le recordó el helicóptero, que no estaba en la impresión.

– Si sumamos todo esto, creo que podremos acercarnos -declaró-. Si lo consigo, la encontraré.

– Bueno, ya puedo decirte ahora mismo que estás buscando el cartel de Canon.

– ¿Las cámaras Canon? ¿Dónde?

Señaló en la distancia hacia Kowloon. Bosch miró otra vez a través de los prismáticos.

– Lo veo siempre desde el helicóptero al cruzar la bahía. Hay un cartel de Canon en el lado de Kowloon. El anuncio es giratorio, de forma que cuando rota hacia el puerto, desde Kowloon se ve al revés. En el reflejo está corregido. Ha de ser ése. -Tocó las letras que se veían en la foto impresa.

– Sí, pero ¿dónde? No lo veo.

– Déjame mirar.

Harry le pasó los prismáticos. Su ex mujer habló mientras miraba.

– Por lo general está encendido, pero probablemente lo apagan un par de horas antes de amanecer para ahorrar energía. Ahora mismo hay muchos carteles apagados.

Bajó los prismáticos y miró su reloj.

– Podremos verlo dentro de unos quince minutos.

Bosch volvió a coger los prismáticos y empezó a buscar el cartel otra vez.

– Siento que estoy perdiendo el tiempo.

– No te preocupes. Está saliendo el sol.

Frustrado, Bosch bajó reticentemente los prismáticos y durante los siguientes diez minutos observó la luz que subía por encima de las montañas y en la ensenada.

El amanecer se alzó, rosa y gris. En el puerto ya había ajetreo de barcazas y transbordadores que entrecruzaban sus caminos en lo que parecía algún tipo de coreografía natural. Bosch vio una niebla baja aferrada a las torres de Central y Wan Chai, y al otro lado del puerto en Kowloon. Olió a humo.

– Huele como Los Ángeles después de que ocurrieran los disturbios -dijo-. Como si la ciudad estuviera en llamas.

– En cierto modo lo está -dijo Eleanor-. Estamos a mitad de Yue Laan.

– ¿Sí? ¿Qué es eso?

– El festival del Espíritu Hambriento. Empezó la semana pasada. Está relacionado con el calendario chino. Dicen que en el decimocuarto día del séptimo mes lunar las puertas del infierno se abren y los espíritus del mal acechan el mundo. Los creyentes queman ofrendas para calmar a sus antepasados y librarse de los espíritus malignos.

– ¿Qué clase de ofrendas?

– Sobre todo dinero de papel y reproducciones en papel maché de cosas como pantallas de plasma o casas y coches; objetos que supuestamente los espíritus necesitan en el otro lado. En ocasiones la gente quema también objetos reales. -Se rio y continuó-. Una vez vi a un tipo quemando un aparato de aire acondicionado; enviando aire fresco a un antepasado del infierno, supongo.

Bosch recordó que su hija le había hablado de ello en cierta ocasión. Dijo que había visto quemar un coche entero.

Bosch bajó la mirada a la ciudad y se dio cuenta de que lo que había tomado como niebla matinal era en realidad humo de las hogueras que flotaba en el aire como los mismos fantasmas.

– Parece que hay muchos creyentes.

– Sí que los hay.

Bosch levantó la mirada a Kowloon y alzó los prismáticos. La luz del sol por fin incidía en los edificios por el lado del puerto. Movió los prismáticos adelante y atrás, manteniendo siempre los postes de la portería de fútbol de encima del Banco de China en su campo de visión. Finalmente, encontró el letrero de Canon que había mencionado Eleanor. Se alzaba encima de un edificio de cristal y aluminio que proyectaba agudos reflejos de luz en todas direcciones.

– Veo el cartel -dijo, sin apartar la mirada.

Calculó que el edificio sobre el que se alzaba el cartel tenía doce pisos, y que éste se hallaba encima de un armazón de hierro que añadía al menos otro piso a su altura. Desplazó los prismáticos, esperando ver algo más, pero nada llamó su atención.

– Déjame verlo otra vez -dijo Eleanor.

Bosch le pasó los prismáticos y ella rápidamente enfocó el cartel de Canon.

– Lo tengo -dijo-. Y veo el hotel Peninsula, que está a dos manzanas, al otro lado de la calle. Es uno de los helipuertos.

Bosch siguió la línea de visión hasta el muelle. Tardó un momento en encontrar el cartel; ahora ya captaba el sol de pleno. Estaba empezando a sentir que el cansancio del largo vuelo desaparecía. La adrenalina estaba actuando.

Vio una calle ancha que enfilaba hacia el norte en Kowloon, junto al edificio con el cartel encima.

– ¿Qué calle es? -preguntó.

Eleanor mantuvo los prismáticos en los ojos.

– Ha de ser Nathan Road -dijo-. Es una vía principal norte-sur. Va desde el puerto a los Nuevos Territorios.

– ¿Las tríadas están allí?

– Sin duda.

Bosch se volvió a mirar Nathan Road y Kowloon.

– Nueve Dragones -susurró para sí.

– ¿Qué? -preguntó Eleanor.

– Digo que es allí donde está.

25

Bosch y su hija normalmente tomaban el funicular para subir al Peak y luego volver a bajar. A Bosch le recordaba una versión más elegante y más larga del Angels Flight de Los Ángeles. Al pie del trayecto, a su hija le gustaba visitar un pequeño parque situado junto al palacio de justicia donde podía colgar una bandera de oración tibetana. Muchas veces, las coloridas banderas estaban colgadas en el parque como ropa puesta a secar. Maddie le había dicho a Bosch que colgar una bandera era mejor que encender una vela en una iglesia, porque la bandera estaba al aire libre y el viento transportaba muy lejos las buenas intenciones.

No había tiempo para colgar banderas. Volvieron al Mercedes de Sun y bajaron la montaña hacia Wan Chai. Por el camino, Bosch se dio cuenta de que una ruta de descenso pasaría junto al edificio de apartamentos donde vivían Eleanor y su hija.

Bosch se inclinó hacia delante desde el asiento trasero.

– Eleanor, vamos antes a tu casa.

– ¿Por qué?

– He olvidado decirte que trajeras el pasaporte de Madeline. Y el tuyo también.

– ¿Y eso?

– Porque esto no terminará cuando la rescatemos. Os quiero a las dos lejos hasta que termine.

– ¿Y cuánto tiempo será eso?

Eleanor se había vuelto para mirarlo desde el asiento delantero. Harry vio la acusación en sus ojos. Quería tratar de evitar todo eso y dedicar su plena atención al rescate de su hija.

– No sé cuánto tiempo. Vamos a buscar los pasaportes. Sólo por si luego no hay tiempo.

Eleanor se volvió hacia Sun y le habló bruscamente en chino. Él inmediatamente se echó a un lado de la carretera y se detuvo. No había tráfico que bajara por las montañas hacia ellos; era demasiado temprano. Se volvió completamente en su asiento hacia Bosch.

– Pararemos a buscar los pasaportes -dijo ella con voz inexpresiva-. Pero si hemos de desaparecer, no pienses ni por un momento que vamos a ir contigo.

Bosch asintió. El mero hecho de que se lo planteara era suficiente para él.

– Entonces quizá deberías preparar también un par de bolsas y meterlas en el maletero.

Eleanor se volvió sin responder. Al cabo de un momento, el guardaespaldas la miró y le habló en chino. Ella respondió asintiendo y Sun empezó a bajar otra vez por la montaña. Bosch sabía que Eleanor iba a hacer lo que le había pedido.

Al cabo de quince minutos, Sun se detuvo delante de las torres gemelas comúnmente conocidas por los residentes en Hong Kong como las Chopsticks (debido a que parecían unos palillos). Y Eleanor, que no había dicho nada en esos quince minutos, tendió una rama de olivo al asiento de atrás.

– ¿Quieres subir? Puedes hacerte un café mientras preparo las bolsas. Tienes aspecto de necesitarlo.

– El café estaría bien, pero no tenemos…

– Es café instantáneo.

– Está bien.

Sun se quedó en el coche y ellos subieron. Las Chopsticks eran en realidad dos torres ovaladas interconectadas que se alzaban setenta y tres pisos desde media ladera de la montaña, encima de Happy Valley. Era el edificio residencial más alto de Hong Kong y como tal destacaba en la ciudad como dos palillos destacan en un bol de arroz. Eleanor y Madeline se habían trasladado a uno de sus apartamentos poco después de llegar de Las Vegas seis años antes.

Bosch se agarró a la barandilla al subir en el ascensor rápido. No le gustaba saber que justo debajo del suelo había un hueco abierto de cuarenta y cuatro plantas.

La puerta se abrió a un pequeño rellano que daba a los cuatro apartamentos de la planta y Eleanor usó una llave para entrar por la primera puerta de la derecha.

– Hay café en el armario de encima del fregadero. No tardaré mucho.

– Bien. ¿Quieres una taza?

– No, gracias. He tomado uno en el aeropuerto.

Entraron en el apartamento y Eleanor se desvió a su dormitorio mientras Bosch encontraba la cocina y se ponía a preparar café. Encontró una taza que decía «La mejor mamá del mundo» en un lado y la usó. Estaba pintada a mano tiempo atrás y las palabras se habían descolorido con cada ciclo del lavaplatos.

Salió de la cocina, sorbiendo el brebaje caliente, y examinó el panorama. El apartamento estaba orientado al oeste y proporcionaba unas vistas imponentes de Hong Kong y su puerto. Bosch sólo había estado en el apartamento unas cuantas veces y nunca se cansaba de aquella vista. En general, cuando iba de visita recogía a su hija en el vestíbulo o en la escuela después de las clases.

Un enorme crucero blanco avanzaba por el puerto hacia mar abierto. Bosch observó un momento y se fijó en el cartel de Canon en lo alto de un edificio de Kowloon. Era un recordatorio de su misión. Se volvió hacia el pasillo que daba a los dormitorios y encontró a Eleanor en la habitación de su hija, llorando mientras metía ropa en una mochila.

– No sé qué llevar -dijo-. No sé cuánto tiempo estaremos fuera ni qué necesitará. De hecho, ni siquiera sé si volveremos a verla.

Sus hombros temblaron cuando dejó de contener las lágrimas. Bosch le puso una mano en el hombro izquierdo, pero ella al instante se zafó. No iba a aceptar su consuelo. Cerró bruscamente la cremallera de la mochila y salió de la habitación con ella. Bosch se quedó solo mirando el dormitorio.

Recuerdos de viajes a Los Ángeles y a otros lugares ocupaban todas las superficies horizontales. Carteles de películas y grupos musicales cubrían las paredes. En un rincón había un estante con varios sombreros, máscaras y collares de cuentas. Numerosos animales de peluche de años anteriores se apilaban contra las almohadas de la cama. Bosch no pudo evitar sentir que en cierto modo estaba invadiendo la intimidad de su hija al estar en esa habitación sin que lo invitaran.

En un pequeño escritorio había un portátil abierto, con la pantalla negra. Bosch se acercó, pulsó la barra espaciadora y al cabo de unos segundos la pantalla cobró vida. El salvapantallas de su hija era una fotografía tomada durante su último viaje a Los Ángeles. Mostraba un grupo de surfistas en fila, flotando en sus tablas y esperando la siguiente ola. Bosch recordó que fueron en coche a Malibú para desayunar en un sitio llamado Marmalade y que después vieron a los surfistas en una playa cercana.

Harry se fijó en una cajita hecha de hueso labrado junto al ratón del ordenador. Le recordó a Bosch el mango del cuchillo que había encontrado en la maleta de Chang. Parecía un objeto en el que se podían guardar cosas importantes, como dinero. Lo abrió y encontró que sólo contenía un pequeño colgante de los tres monos sabios labrados en jade -«no ver, no escuchar, no hablar»- en un cordel rojo. Bosch lo sacó de la caja y lo sostuvo para verlo mejor. No tenía más de cinco centímetros de largo y había un pequeño anillo plateado en un extremo para poder fijarlo a algo.

– ¿Estás listo?

Bosch se volvió. Eleanor estaba en el umbral.

– Sí. ¿Qué es esto, un pendiente?

Eleanor se acercó a verlo.

– No, los chicos los cuelgan de los móviles. Los venden en el mercado de jade de Kowloon. Muchos tienen el mismo teléfono y los «personalizan» para que sean diferentes.

Bosch asintió al volver a dejarlo en la caja.

– ¿Son caros?

– No, es jade barato. Cuestan un más o menos dólar americano y los chicos los cambian muy a menudo. Vamos.

Bosch echó un último vistazo a los dominios privados de su hija y por el camino cogió una almohada y una manta doblada de la cama. Eleanor miró atrás y vio lo que estaba haciendo.

– Puede que esté cansada y quiera dormir -explicó él.

Salieron del apartamento y en el ascensor Bosch sostuvo la manta y la almohada bajo un brazo y una de las mochilas en el otro. La almohada olía al champú de su hija.

– ¿Tienes los pasaportes? -preguntó Bosch.

– Sí -dijo Eleanor.

– ¿Puedo preguntarte una cosa?

– ¿Qué?

Actuó como si estuviera estudiando el dibujo de los ponis en la manta que sostenía.

– ¿Hasta qué punto confías en Sun Yee? No estoy seguro de que tengamos que seguir con él después de que consigamos la pistola.

Eleanor respondió sin dudar.

– Te he dicho que no has de preocuparte por eso. Confío en él plenamente y se queda con nosotros. Se queda conmigo.

Bosch asintió. Eleanor miró al indicador digital que mostraba el paso de las plantas.

– Confío en él completamente -añadió entonces-. Y Maddie también.

– ¿Cómo va Maddie a…?

Se detuvo. De repente comprendió lo que ella le estaba diciendo. Sun era el hombre del que le había hablado Madeline. Él y Eleanor estaban juntos.

– ¿Ahora lo entiendes? -dijo ella.

– Sí, lo entiendo -dijo-, pero ¿estás segura de que Madeline confía en él?

– Sí, más que segura. Si ella te dijo otra cosa, sólo quería ganarse tu compasión. Es una niña, Harry. Sabe cómo manipular. Sé que mi relación con Sun Yee ha… modificado un poco su vida. Pero él no le ha mostrado otra cosa que amabilidad y respeto. Lo superará. Es decir, cuando la rescatemos.

Sun Yee tenía el coche esperando en la rotonda de parada del edificio. Harry y Eleanor pusieron las mochilas en el maletero, pero Bosch cogió la almohada y la manta y las llevó consigo al asiento de atrás. Sun arrancó y continuaron por Stubbs Road hasta Happy Valley y luego a Wan Chai.

Bosch trató de olvidarse de la conversación del ascensor. No era importante en ese momento, porque no le ayudaría a recuperar a su hija, pero era difícil compartimentar sus sentimientos. Su hija le había dicho en Los Ángeles que Eleanor tenía una relación. Él también había tenido historias desde su divorcio; aun así, que le golpeara la realidad ahí en Hong Kong era peliagudo. Iba con una mujer a la que todavía amaba en un sentido básico y con la nueva pareja de ésta. Era duro de aceptar.

Bosch iba sentado detrás de Eleanor. Miró por encima del asiento a Sun y estudió la pose estoica del hombre. No era un guardaespaldas a sueldo: en su caso había más cosas en juego. Bosch se dio cuenta de que eso podía convertirlo en un activo. Si su hija podía contar con él y confiar en él, entonces Bosch también. El resto podía dejarse de lado.

Como si sintiera la mirada en su espalda, Sun se volvió y observó a Bosch. Incluso con las gafas negras que le tapaban los ojos, Harry se dio cuenta de que Sun había interpretado la situación y de que ya no había más secretos.

Bosch asintió. No era ninguna clase de aprobación lo que estaba transmitiendo, sino sólo el mensaje silencioso de que comprendía que todos estaban juntos en eso.

26

Wan Chai era la parte de Hong Kong que nunca dormía, el lugar donde cualquier cosa podía ocurrir y cualquier cosa se podía comprar al precio adecuado. Cualquier cosa. Bosch sabía que si quería un visor láser con el arma que iban a recoger, podía adquirirlo. Si deseaba añadir un sicario, probablemente también podría conseguirlo. Y eso por no hablar de las otras cosas, como drogas y mujeres, que estarían disponibles para él en los bares de striptease y discotecas que se sucedían lo largo de Lockhart Road.

Eran las ocho y media cuando circulaban por Lockhart a plena luz del día. Muchos de los clubes estaban todavía activos, con las persianas cerradas para bloquear la entrada de luz pero con el neón encendido, brillando en el aire humeante. La calle estaba húmeda. Los reflejos fragmentados de neón salpicaban el suelo y los parabrisas de los taxis que se alineaban junto a las aceras.

Había gorilas apoyados en postes y putas sentadas en taburetes haciendo señas a peatones y conductores por igual. Hombres con trajes arrugados y el paso lento por una noche de alcohol o drogas caminaban con lentitud por las aceras. En doble fila junto a las colas de taxis rojos, los ocasionales Rolls-Royce o Mercedes al ralentí esperaban que el dinero se agotara en el local y empezara por fin el regreso a casa.

Delante de casi todos los establecimientos había un cubo de cenizas para quemar ofrendas a los espíritus hambrientos. Muchos estaban encendidos. Bosch vio a una mujer con un dragón rojo en la espalda de su bata de seda a las puertas de un club llamado Red Dragon. Estaba echando lo que parecían dólares de Hong Kong auténticos a las llamas que sobresalían de un bidón delante del club. Bosch pensó que estaba cubriendo las apuestas con los espíritus. Jugaba con dinero de verdad.

El olor del fuego y el humo se mezclaban con un aroma subyacente de fritanga que entraba en el coche a pesar de que las ventanas estaban subidas. Luego Bosch notó un intenso tufo que no supo identificar, casi uno de los olores tapadera que había detectado de vez en cuando en la sala de autopsias. Empezó a respirar por la boca. Eleanor bajó la visera para poder verlo en el espejo de maquillaje.

– Gway lang go -dijo.

– ¿Qué?

– Gelatina de caparazón de tortuga. La preparan por aquí por las mañanas y la venden en las tiendas de medicinas.

– Es fuerte.

– Es una buena forma de expresarlo. Si crees que el olor es fuerte, deberías probarla alguna vez. Se supone que cura cualquier cosa.

– Creo que paso.

Al cabo de otras dos manzanas, los clubes se tornaron más pequeños y más sórdidos por fuera. Las señales de neón eran más chillonas y por lo general iban acompañadas de carteles con fotografías de hermosas mujeres que supuestamente aguardaban en el interior. Sun aparcó en doble fila al lado del taxi que era el primero de la cola antes del cruce. Tres de las esquinas estaban ocupadas por clubes, y la cuarta era una tienda de fideos que ya estaba abierta y abarrotada.

Sun se soltó el cinturón y abrió la puerta. Bosch hizo lo mismo.

– Harry -dijo Eleanor.

Sun se volvió a mirarlo.

– Tú no vienes -le espetó a Bosch.

Harry lo miró.

– ¿Estás seguro? Tengo dinero.

– Nada de dinero -dijo Sun-. Espera aquí.

Salió y cerró la puerta. Bosch cerró la suya y se quedó en el coche.

– ¿Qué está pasando?

– Sun Yee ha llamado a un amigo por la pistola. No es una transacción que implique dinero.

– Entonces, ¿qué implica?

– Favores.

– ¿Sun Yee está en una tríada?

– No. No habría conseguido el trabajo en el casino, y yo no estaría con él.

Bosch no estaba seguro de que el trabajo en el casino quedara fuera de los límites de un hombre de la tríada. En ocasiones, la mejor manera de conocer a tu enemigo es contratarlo.

– ¿Estuvo en una tríada?

– No lo sé. Lo dudo. No dejan que la gente abandone así como así.

– Pero va a conseguir el arma de uno de ellos, ¿no?

– Eso tampoco lo sé. Mira, Harry, vamos a conseguir el arma que me has pedido. No pensaba que fueras a hacer todas estas preguntas. ¿La quieres o no?

– Sí.

– Pues estamos haciendo lo necesario para conseguirla. Y Sun Yee está arriesgando su trabajo y su libertad al hacerlo, he de decir. Las leyes de armas son muy severas aquí.

– Entiendo. No más preguntas. Sólo gracias por ayudarme.

En el silencio que siguió, Bosch oyó música ahogada pero rítmica que sonaba en uno de los clubes cerrados, o quizás en los tres. A través del parabrisas vio que Sun se acercaba a tres hombres de traje que se encontraban a las puertas de un club situado justo al otro lado del cruce. Como ocurría con la mayoría de los establecimientos de Wan Chai, el cartel exterior estaba en chino e inglés. El lugar se llamaba Yellow Door. Sun habló brevemente con los hombres y luego se abrió la chaqueta con indiferencia para que pudieran ver que no iba armado. Uno de los hombres hizo un cacheo rápido y competente y autorizó a Sun a entrar por la puerta amarilla.

Esperaron casi diez minutos. Durante ese rato, Eleanor casi no dijo nada. Bosch sabía que tenía miedo por la situación de su hija y que estaba enfadada por sus preguntas, pero necesitaba saber más.

– Eleanor, no te cabrees conmigo, ¿vale? Déjame decirte sólo esto: por lo que sabemos, tenemos el elemento sorpresa. La gente que tiene a Maddie cree que yo sigo en Los Ángeles, decidiendo si suelto a ese tipo o no. Así que si Sun Yee acude a la tríada aquí para conseguirme un arma, ¿no tendrá que decir adónde va la pistola o para qué puede usarse? ¿El tipo de la pistola no se dará la vuelta y avisará a los tipos de la tríada en Kowloon? No sé, algo así como «mira quién está en la ciudad y, ah, por cierto, viene a por vosotros».

– No, Harry -replicó ella desdeñosa-. No funciona así.

– Entonces, ¿cómo?

– Te lo he dicho. Sun Yee está pidiendo un favor. Punto. No ha de proporcionar información, porque el tipo de la pistola le debe el favor. Así es como funciona, ¿lo entiendes?

Bosch miró la entrada del club. Ni rastro de Sun.

– Sí.

Pasaron otros cinco minutos en silencio en el coche y entonces Bosch vio que Sun salía por la puerta amarilla. Pero en lugar de volver hacia el vehículo, cruzó la calle y se metió en la tienda de fideos. Bosch trató de seguirlo a través del vidrio de la ventana, pero el reflejo del neón exterior era muy fuerte y lo perdió de vista.

– ¿Ahora qué? ¿Va a buscar comida? -preguntó Bosch.

– Lo dudo -dijo Eleanor-, probablemente lo han mandado allí.

Bosch asintió. Precauciones. Pasaron otros cinco minutos hasta que Sun salió de la tienda de fideos con un embalaje de espuma de poliestireno asegurado con dos gomas. Lo llevaba plano, como si tratara de que no se movieran los fideos. Volvió al coche y entró. Sin decir una palabra le pasó la caja a Bosch por encima del asiento.

Sosteniendo el paquete, Bosch quitó las gomas y lo abrió en cuanto Sun arrancó el Mercedes. La caja contenía una pistola de tamaño mediano de acero pavonado. No había nada más. Ni un cargador ni munición extra. Sólo la pistola y lo que hubiera en ella.

Bosch dejó la caja en el suelo del coche y cogió la pistola con la mano izquierda. No había marca ni señal en el acero; sólo el número de serie y modelo, pero por la estrella de cinco puntas estampada en la empuñadura Bosch supo que era una pistola Black Star fabricada por el gobierno de Pekín. Las había visto en ocasiones en Los Ángeles. Las fabricaban por centenares de miles para el ejército chino y un número cada vez mayor terminaban robadas y pasaban de contrabando al otro lado del océano. Muchas de ellas obviamente se quedaban en China y llegaban también de contrabando a Hong Kong.

Bosch sostuvo la pistola entre las rodillas y sacó el cargador doble. Había quince balas de nueve milímetros Parabellum. Las sacó con el pulgar y las puso en el soporte de vasos del apoyabrazos. Luego sacó un decimosexta bala de la recámara y la dejó en el soporte con las demás.

Bosch acercó el ojo a la mira para apuntar. Observó la recámara, buscando alguna señal de óxido, y luego examinó el percutor y la uña extractora. Comprobó el mecanismo de la pistola y el gatillo varias veces. El arma parecía funcionar adecuadamente. Acto seguido estudió todas las balas mientras llenaba el cargador, buscando corrosión o cualquier señal de que la munición fuera vieja o sospechosa. No encontró nada.

Volvió a apretar firmemente el cargador en su lugar e introdujo la primera bala en la recámara. Luego volvió a sacar el cargador, metió la última bala y de nuevo montó la pistola. Tenía dieciséis balas, nada más.

– ¿Contento? -preguntó entonces Eleanor desde el asiento delantero.

Bosch levantó la mirada del arma y vio que estaban en la rampa de descenso al Cross Harbour Tunnel, que los llevaría directamente a Kowloon.

– Todavía no. No me gusta llevar una pistola que nunca he disparado. Por lo que sé, el percutor podría estar limado y el arma podría dejarme en la estacada cuando la necesite.

– Bueno, en cuanto a eso no hay nada que hacer. Tendrás que fiarte de Sun Yee.

El tráfico del domingo por la mañana era escaso en el túnel de doble sentido. Bosch esperó hasta que pasaron por el punto inferior, en la mitad del túnel, y empezaron a subir la pendiente hacia el lado de Kowloon. Había oído varios petardeos de taxis en el camino. Rápidamente envolvió la manta de su hija en torno a la pistola y su mano izquierda. Colocó la almohada delante del cañón y se volvió a mirar por la luna trasera. No había coches a la vista detrás de ellos, porque los vehículos de atrás no habían alcanzado el punto medio del túnel.

– ¿De quién es este coche? -preguntó.

– Pertenece al casino -dijo Eleanor-. Yo lo uso, ¿por qué?

Bosch bajó la ventanilla. Levantó la almohada y apretó el cañón en el acolchado. Disparó dos veces; el doble tiro estándar que se usa para comprobar el mecanismo de una pistola. Las balas rebotaron en las paredes embaldosadas del túnel.

Pese al acolchado en torno a la pistola, los dos disparos resonaron con fuerza en el coche, que se desvió ligeramente cuando Sun miró al asiento de atrás.

– ¿Qué coño has hecho? -gritó Eleanor

Bosch soltó la almohada en el suelo y subió la ventanilla. El coche olía a pólvora quemada, pero estaba otra vez en silencio. Desenvolvió la manta y verificó el arma. Había disparado bien y sin encasquillarse. Le quedaban catorce balas y estaba lista.

– Tenía que asegurarme de que funcionaba -dijo-. No llevas una pistola a menos que estés seguro.

– ¿Estás loco? Podrían detenernos antes de que tengamos ocasión de hacer nada.

– Si no gritas y Sun Yee se mantiene en su carril, creo que no pasará nada.

Bosch se inclinó hacia delante y se metió el arma en la cinturilla del pantalón, a la altura de los riñones. La notó caliente contra la piel. Vio luz al final del túnel. Pronto estarían en Kowloon.

Era la hora.

27

El túnel los llevó a Tsim Sha Tsui, la sección central de la orilla de Kowloon. Al cabo de unos minutos el Mercedes de Sun giró por Nathan Road, un bulevar ancho, de cuatro carriles, flanqueado de edificios altos hasta donde a Bosch le alcanzaba la vista. La avenida exhibía una atiborrada mezcla de usos comerciales y residenciales. Las primeras dos plantas de cada edificio estaban dedicadas a venta al por menor y restaurantes, mientras que los pisos superiores se consagraban a espacios residenciales y oficinas. La amalgama de pantallas de vídeo y carteles en chino e inglés era un derroche de color y movimiento. Los edificios iban desde construcciones anodinas de mediados del siglo XX a estructuras de cristal y acero fruto de la prosperidad reciente.

A Bosch le resultaba imposible ver la parte superior de los edificios desde el coche. Bajó la ventanilla y se asomó en un intento de encontrar el cartel de Canon, el primer marcador de la foto obtenida del vídeo del rapto de su hija. No logró encontrarlo y volvió a meterse en el coche. Subió la ventanilla.

– Sun Yee, para el coche.

Sun lo miró por el retrovisor.

– ¿Parar aquí?

– Sí, aquí. No veo. He de salir.

Sun miró a Eleanor en busca de aprobación y ella asintió.

– Nosotros salimos. Encuentra un sitio para aparcar.

Sun se detuvo y Bosch bajó del coche. Había sacado la foto de la mochila y la tenía preparada. El hombre arrancó, dejando a Eleanor y Bosch en la acera. Era media mañana y las calles y aceras estaban abarrotadas. El aire estaba cargado de humo y del olor del fuego; los espíritus hambrientos andaban cerca. El paisaje de la calle estaba repleto de neón, cristal de espejo y pantallas de plasma gigantes que proyectaban imágenes mudas de movimiento entrecortado.

Bosch consultó la foto y levantó la mirada para examinar la ciudad.

– ¿Dónde está el cartel de Canon? -preguntó.

– Harry, estás confundido -dijo Eleanor. Le puso las manos en los hombros e hizo que girara en redondo-. Recuerda que todo está al revés.

Eleanor señaló casi directamente arriba, trazando con el dedo una línea por el lateral del edificio frente al que estaban. Bosch levantó la mirada. El cartel de Canon se hallaba justo encima y en un ángulo que lo hacía ilegible. Estaba mirando al borde inferior de las letras del cartel, que rotaba lentamente.

– Vale, lo entiendo -dijo-. Empezamos allí.

Volvió a estudiar la foto.

– Creo que hemos de alejarnos del puerto al menos una manzana.

– Esperemos a Sun Yee.

– Llámalo y dile adónde vamos.

Bosch empezó a caminar. A Eleanor no le quedó más remedio que seguirlo.

– Muy bien, de acuerdo. -Sacó el teléfono y empezó a llamar.

Mientras caminaba, Bosch mantenía la mirada en lo alto de los edificios, buscando aparatos de aire acondicionado. Cada manzana tenía varias edificaciones. Levantando la mirada al caminar estuvo a punto de chocar varias veces con otros peatones. No parecía haber uniformidad en cuanto a caminar por la derecha; la gente se movía por todos lados y Bosch tuvo que prestar atención para evitar colisiones. En cualquier momento, la persona de delante podía echarse de repente a la izquierda o a la derecha y Bosch casi tropezó con una mujer mayor tumbada en el suelo con las manos juntas en ademán de oración sobre un cesto de monedas. Logró esquivarla y metió la mano en el bolsillo al mismo tiempo.

Eleanor enseguida le puso la mano en el brazo.

– No. Dicen que todo el dinero que recogen se lo llevan las tríadas al final del día.

Bosch no lo cuestionó. Permaneció concentrado en lo que tenía ante sí. Caminaron otras dos manzanas y entonces Bosch captó que otro elemento del puzzle encajaba: al otro lado de la calle había una entrada al Mass Transit Railway; un recinto de cristal conducía a los ascensores del tren subterráneo.

– Espera -dijo Bosch, deteniéndose-. Estamos cerca.

– ¿Qué es? -preguntó Eleanor.

– El MTR. Se oye en el vídeo.

En ese preciso instante se elevó un rumor creciente de aire que escapaba al llegar un tren a la estación subterránea. Sonó como una ola. Bosch miró la foto que tenía en la mano y luego los edificios que lo rodeaban.

– Vamos a cruzar.

– ¿Por qué no esperamos un minuto a Sun Yee? No puedo decirle dónde encontrarnos si seguimos moviéndonos.

– Cuando crucemos.

Pasaron rápidamente la calle con el semáforo en intermitente para peatones. Bosch se fijó en varias mujeres harapientas que pedían monedas a la entrada del MTR. Había más gente que subía de la estación de la que bajaba. Kowloon estaba cada vez más abarrotado. El aire era denso, cargado de humedad, y Bosch notaba que la camisa se le pegaba a la espalda.

Se dio la vuelta y levantó la mirada. Estaban en una zona más antigua; era casi como haber pasado de primera clase a turista en un avión. Los edificios de esa manzana y en adelante eran más bajos, de alrededor de veinte plantas, y se hallaban en peor estado que los que ocupaban las manzanas más cercanas al puerto. Harry se fijó en muchas ventanas abiertas y en muchos aparatos individuales de aire acondicionado. Sintió que el dique de adrenalina reventaba.

– Vale, es aquí. Está en uno de estos edificios.

Empezó a avanzar por la manzana para alejarse de la multitud y de las conversaciones en voz alta de alrededor de la entrada del MTR. Mantuvo la mirada en los pisos superiores de los edificios que lo rodeaban. Estaba en un desfiladero de hormigón y su hija se hallaba en una de las grietas.

– ¡Harry, para! Acabo de decirle a Sun Yee que nos veamos en la entrada del MTR.

– Espéralo tú. Yo estaré aquí.

– No, voy contigo.

A medio camino de la manzana, Bosch se detuvo y consultó la foto otra vez, pero no había una pista final que lo ayudara. Sabía que estaba cerca, pero había llegado a un punto en el que necesitaba ayuda o todo se reduciría a un juego de ensayo y error. Estaba rodeado por miles de habitaciones y ventanas, y empezó a darse cuenta de que la parte final de su búsqueda era imposible. Había viajado más de once mil kilómetros para encontrar a su hija y se sentía igual de impotente que las mujeres harapientas que mendigaban monedas en el suelo.

– Déjame la foto -pidió Eleanor.

Bosch se la pasó.

– No hay nada más -dijo-. Todos estos edificios parecen iguales.

– Ya se verá.

Eleanor se tomó su tiempo y Bosch observó su regresión de dos décadas al tiempo en que era agente del FBI. Entrecerró los ojos y analizó la foto como agente, no como la madre de una niña desaparecida.

– Muy bien -dijo-. Ha de haber algo.

– Pensaba que serían los aparatos de aire acondicionado, pero están en todos los edificios de por aquí.

Eleanor asintió, pero no apartó la mirada de la foto. Justo entonces llegó Sun, con la cara colorada por el agotamiento de tratar de localizar un blanco móvil. Eleanor no le dijo nada, pero movió ligeramente el brazo para compartir la foto con él. Habían alcanzado un punto en la relación en el cual las palabras no eran necesarias.

Bosch se volvió y miró por el corredor de Nathan Road. Tanto si fue un movimiento consciente como si no, Bosch no quería ver lo que él ya no tenía.

– Espera un momento -dijo Eleanor a su espalda-. Hay un patrón aquí.

Bosch se volvió.

– ¿Qué quieres decir?

– Podemos hacerlo, Harry. Hay un patrón que nos llevará hasta esa habitación.

Bosch sintió un cosquilleo en la columna. Se acercó a Eleanor para mirar la imagen.

– Enséñamelo -dijo, con urgencia en la voz.

Eleanor señaló la foto y pasó la uña por una línea de aparatos de aire acondicionado reflejados en la ventana.

– No todas las ventanas tienen aparato de aire acondicionado en el edificio que estamos buscando. Algunas, como esta habitación, tienen las ventanas abiertas. Así que hay un patrón. Sólo tenemos una parte, porque no sabemos dónde está la habitación en relación con el edificio.

– Seguramente en el centro. El análisis de audio captó voces ahogadas cortadas por el ascensor. Y es probable que el ascensor puede esté situado en el centro.

– Está bien. Eso ayuda. Mira, digamos que las ventanas son rayas y los aparatos de aire acondicionado, puntos. En este reflejo vemos un patrón para el piso en el que está Maddie. Empezamos con la habitación en la que está ella: es una raya; y luego tenemos punto, punto, raya, punto, raya.

Tocó con la uña cada elemento que iba enumerando.

– Así que éste es nuestro patrón -añadió-. Mirando desde el suelo, buscaremos de izquierda a derecha.

– Raya, punto, punto, raya, punto, raya -repitió Bosch-. Las ventanas son rayas.

– Exacto -dijo Eleanor-. ¿Deberíamos dividirnos los edificios? Sabemos por el metro que estamos cerca.

Eleanor se volvió y miró las fachadas que recorrían toda la calle. Bosch primero pensó que no iba a confiar ninguno de los edificios a nadie más. No estaría satisfecho hasta que hubiera examinado él mismo todos los edificios. Pero se contuvo. Eleanor había encontrado el patrón y él le haría caso.

– Empecemos -dijo-. ¿Cuál me toca?

Señalando, ella dijo:

– Coge ése, yo cogeré éste, y Sun Yee, tú mira aquél. Si terminas saltas dos y sigues con el tercero, hasta que lo encontremos. Empecemos por arriba. Sabemos por la foto que la habitación está en un piso alto.

Bosch se dio cuenta de que Eleanor tenía razón. Eso haría que la búsqueda fuera más rápida de lo que había previsto. Se apartó y se puso manos a la obra con el edificio que le habían asignado. Empezó por el piso superior y fue bajando, examinando con la mirada planta a planta. Eleanor y Sun se separaron e hicieron lo mismo.

Al cabo de media hora, Bosch estaba a mitad de examinar su tercer edificio cuando Eleanor lo llamó.

– ¡Lo tengo!

Bosch fue hacia ella. Tenía la mano levantada y estaba contando los pisos del edificio situado al otro lado de la calle. Sun enseguida se les unió.

– Piso catorce. El patrón empieza un poco a la derecha del centro. Tenías razón en eso, Harry.

Bosch contó los pisos, levantando la mirada junto con sus esperanzas. En cuanto llegó al piso catorce enseguida identificó el patrón: había doce ventanas en total y encajaba en las últimas seis de la derecha.

– Eso es.

– Espera un momento. Es sólo una coincidencia en el patrón. Podría haber otras. Hemos de…

– No voy a esperar. Seguid mirando. Si encuentras otro caso, me llamas.

– No, no vamos a separarnos.

Se fijó en la ventana que debería haber captado el reflejo en el vídeo. Ahora estaba cerrada.

Bajó la mirada a la entrada del edificio. Los primeros dos pisos eran tiendas al por menor y de uso comercial. Una franja de carteles, incluidas dos grandes pantallas digitales, envolvían todo el edificio. Fijado al centro de la fachada se leía el nombre del edificio con letras doradas en inglés y en chino

CHUNGKING MANSIONS

La entrada principal era tan ancha como la puerta de un garaje de dos plazas. Al otro lado de ésta, Bosch vio un corto tramo de escaleras que llevaba a lo que parecía un bazar abarrotado.

– Esto es Chungking Mansions -dijo Eleanor.

– ¿Lo conoces? -preguntó Bosch.

– Nunca había estado, pero todo el mundo lo conoce.

– ¿Qué es?

– Es el ojo del huracán, el alojamiento más barato de la ciudad y la primera parada para cualquier inmigrante del tercer o cuarto mundo. Cada dos meses lees que han detenido, disparado o acuchillado a alguien, y ésta es su dirección. Es como una Casablanca posmoderna, todo en un edificio.

– Vamos.

Bosch empezó a cruzar la calle, metiéndose entre el tráfico lento, obligando a los taxis a pararse y hacer sonar sus cláxones.

– Harry, ¿qué estás haciendo? -gritó Eleanor tras él.

Bosch no respondió. Cruzó y empezó a subir las escaleras hacia Chungking Mansions. Fue como entrar en otro planeta.

28

Lo primero que impactó a Bosch al entrar en la planta baja de Chungking Mansions fue el olor. Aromas intensos de incontables especias y comida frita invadieron sus fosas nasales mientras sus pupilas se acostumbraban a un poco iluminado mercado del tercer mundo que se extendía ante él por pasillos estrechos y laberínticos.

El peculiar centro comercial acababa de abrir, pero ya estaba abarrotado de compradores y clientes. Puestos de metro ochenta de ancho ofrecían cualquier cosa: desde relojes y teléfonos móviles a periódicos en infinidad de idiomas y comidas de todos los sabores. El lugar generaba una sensación nerviosa, descarnada, que hacía que Bosch se volviera cada pocos pasos. Quería saber a quién tenía detrás.

Fue hacia el centro, donde llegó a la zona de ascensores. Había una cola de quince personas esperando dos de ellos, y Bosch se fijó en que uno estaba abierto, oscuro por dentro y claramente fuera de servicio. Había dos guardias de seguridad delante de la fila verificando que todos los que subían disponían de llave de una habitación o iban acompañados de alguien que la tenía. Una pantalla situada encima de la puerta del único ascensor en funcionamiento mostraba el interior abarrotado: la gente iba como sardinas en lata.

Bosch estaba mirando la pantalla y preguntándose cómo iba a subir al piso catorce cuando Eleanor y Sun lo alcanzaron. Eleanor lo agarró con fuerza del brazo.

– Harry, ¡basta de ir de llanero solitario! No vuelvas a salir corriendo así.

Bosch la miró. No era rabia lo que vio en sus ojos: era miedo. Quería estar segura de que no estaría sin él cuando se enfrentara a lo que fuese en el piso catorce.

– Sólo quiero seguir en movimiento -dijo Bosch.

– Entonces muévete con nosotros. ¿Subimos?

– Necesitamos una llave.

– Pues hemos de alquilar una habitación.

– ¿Dónde se hace?

– No lo sé.

Eleanor miró a Sun.

– Hemos de subir.

Fue lo único que dijo, pero transmitió el mensaje. Sun Yee asintió y los guio lejos de la zona de ascensores para adentrarse en el laberinto de tiendas. Enseguida llegaron a una fila de mostradores con carteles en numerosos idiomas.

– Aquí se alquila la habitación -dijo Sun-. Pero hay más de un hotel.

– ¿En el edificio? -preguntó Bosch-. ¿Más de uno?

– Sí, muchos. Elige ahí.

Hizo un gesto hacia los carteles del mostrador y Bosch se dio cuenta de que había muchos hoteles en el edificio, todos ellos compitiendo por los viajeros de bajo presupuesto. Algunos, por el idioma de sus carteles, captaban a viajeros de países específicos.

– Pregunta cuál tiene el piso catorce -dijo.

– No habrá piso catorce.

Bosch se dio cuenta de que tenía razón.

– Entonces el quince. ¿Cuál tiene el piso quince?

Sun avanzó por la fila, preguntando por la planta quince hasta que se detuvo en el tercer mostrador e hizo una seña a Eleanor y Bosch.

– Aquí.

Bosch valoró al hombre de detrás del mostrador. Parecía que llevaba allí cuarenta años. Su cuerpo, que recordaba una campana, semejaba adoptar la forma del taburete en el que se sentaba. Estaba fumando un cigarrillo enganchado a una boquilla de hueso labrado. A Bosch no le gustaba que le echaran humo a los ojos.

– ¿Habla inglés? -preguntó Bosch.

– Sí, tengo inglés -dijo el hombre con expresión cansada.

– Bien. Queremos una habitación en el piso cat… quince.

– ¿Todos? ¿Una habitación?

– Sí, una habitación.

– No, no pueden una. Sólo dos personas.

Bosch se dio cuenta de que se refería a que la capacidad máxima de cada habitación era de dos personas.

– Entonces, deme dos habitaciones en la quince.

– Bien.

El hombre le pasó una tablilla. Había un boli enganchado con una cuerda y bajo el clip una pequeña pila de formularios de registro. Bosch garabateó rápidamente su nombre y dirección y le devolvió la tablilla.

– Identificación, pasaporte -dijo el hombre.

Bosch sacó el pasaporte. El hombre lo examinó, anotó el número en un trozo de papel y se lo devolvió.

– ¿Cuánto? -preguntó Bosch.

– ¿Cuánto van a estar?

– Diez minutos.

El hombre paseó la mirada por los tres al tiempo que consideraba el posible significado de la respuesta de Bosch.

– Vamos -dijo Bosch con impaciencia-. ¿Cuánto?

Metió la mano en el bolsillo para sacar el dinero.

– Doscientos americanos.

– No tengo americanos. Tengo dólares de Hong Kong.

– Dos habitaciones, mil quinientos.

Sun se adelantó y puso la mano sobre el dinero de Bosch.

– No. Demasiado.

Empezó a hablar con rapidez y con voz autoritaria al hombre, para impedirle que se aprovechara de Bosch. Pero a Harry no le importaba. Le importaba el impulso, no el dinero. Sacó quince billetes de cien del fajo y los echó sobre el escritorio.

– Llaves -exigió.

El hombre se liberó de Sun y se volvió hacia la doble fila de casilleros que tenía detrás. Mientras el tipo sacaba dos llaves, Bosch miró a Sun y se encogió de hombros.

Sin embargo, cuando el tipo del mostrador se volvió y Bosch estiró la mano, retiró las llaves.

– Depósito de llaves. Mil.

Bosch se dio cuenta de que no debería haber mostrado el fajo de billetes. Volvió a sacarlo con rapidez, esta vez manteniéndolo bajo el mostrador y sacando dos billetes más. Cuando el hombre finalmente le ofreció las llaves, Harry se las quitó de las manos y se dirigió de nuevo al ascensor.

Las llaves de la habitación, de latón viejo, estaban unidas mediante una cadena a un plástico rojo en forma de diamante con símbolos chinos y números de habitación. Les habían dado la 1503 y la 1504. De camino a la zona de ascensores, Bosch le dio una de las llaves a Sun.

– ¿Vas con él o conmigo? -le preguntó a Eleanor.

La cola del ascensor se había hecho más larga. Había más de treinta personas y la pantalla de vídeo de encima mostraba que los vigilantes de seguridad metían a ocho o diez cada vez, según el volumen de los viajeros. Bosch pasó los quince minutos más largos de su vida esperando el ascensor. Eleanor trató de calmar su creciente impaciencia y ansiedad trabando conversación.

– Cuando lleguemos arriba, ¿cuál es el plan?

Bosch negó con la cabeza.

– No hay plan. Sobre la marcha.

– ¿Qué vamos a hacer, ir llamando a las puertas?

Bosch se limitó a negar con la cabeza y sostuvo otra vez la foto del reflejo.

– No, sabremos qué habitación es. Hay una ventana en ella, una por cuarto, y sabemos por esto que la nuestra es la séptima del lado que da a Nathan Road. Cuando lleguemos allí, nos metemos a saco en la séptima habitación.

– ¿A saco?

– No voy a llamar, Eleanor.

La fila avanzó y finalmente llegó su turno. El vigilante de seguridad miró la llave de Bosch e hizo pasar a Eleanor y a él hacia la puerta del ascensor, pero a continuación extendió el brazo y detuvo a Sun. El ascensor estaba al máximo.

– Harry, espera -dijo Eleanor-. Cojamos el siguiente.

Bosch se metió en el ascensor y se volvió. Miró a Eleanor y luego a Sun.

– Esperad si queréis, yo no pienso hacerlo.

Eleanor vaciló un momento y entró en el ascensor al lado de Bosch. Le dijo algo en chino a Sun cuando la puerta ya se cerraba.

Bosch miró el indicador digital de pisos.

– ¿Qué le has dicho?

– Que lo esperaremos en la planta quince.

Bosch no respondió; no le importaba. Trató de calmarse y de respirar más despacio. Se estaba preparando para lo que podría encontrarse en la decimoquinta.

El ascensor subía despacio. Apestaba a olor corporal y a pescado, y Bosch respiró por la boca para tratar de evitarlo. Se dio cuenta de que él también contribuía al problema. La última vez que se había duchado había sido el viernes por la mañana en Los Ángeles; tuvo la sensación de que había sido en otra vida.

El ascenso fue más insoportable que la espera abajo. Por fin, en la quinta parada, la puerta se abrió en la quince. Para entonces los únicos pasajeros que quedaban eran Bosch, Eleanor y los dos hombres que habían pulsado el dieciséis. Harry los miró y luego pasó el dedo por la fila de botones por debajo del quince. Significaba que el ascensor pararía muchas veces al bajar. Salió el primero, con la mano izquierda detrás de la cadera y listo para sacar la pistola en el momento en que fuera necesario. Eleanor salió tras él.

– Supongo que no vamos a esperar a Sun Yee -dijo.

– Yo no -contestó Bosch.

– Debería estar aquí.

Bosch se volvió hacia ella.

– No.

Ella levantó las manos en ademán de rendición y retrocedió. No era el momento de eso; ella lo sabía. Bosch se volvió y trató de situarse. La zona de ascensores se hallaba en el centro de una planta diseñada en forma de H. Fue hacia el pasillo de la derecha porque sabía que ése era el lado del edificio que daba a Nathan Road.

Inmediatamente empezó a contar puertas y le salieron doce en el lado delantero. Se acercó a la séptima puerta, habitación 1514. Sintió que su corazón subía una marcha y notó una descarga de adrenalina. Eso era. Para eso había ido allí.

Se inclinó hacia delante y pegó la oreja a la rendija de la puerta. Escuchó con atención, pero no captó ruidos procedentes del interior de la habitación.

– ¿Oyes algo? -susurró Eleanor.

Bosch negó con la cabeza. Puso la mano en el pomo y trató de girarlo. No esperaba que la puerta estuviera abierta, pero quería sentir el material y lo sólido que podía ser.

El pomo era viejo y estaba un poco suelto. Bosch tenía que decidir si derribar la puerta y usar el elemento de completa sorpresa, o abrir con ganzúas y posiblemente hacer un ruido que alertaría a quien fuera que estuviera al otro lado.

Se apoyó en una rodilla y examinó con atención el pomo. Sería sencillo, pero podría haber un pestillo o un cierre de seguridad de cadena dentro. Se le ocurrió una idea y metió la mano en el bolsillo.

– Ve a nuestra habitación -susurró-. Averigua si hay un pestillo o una cadena de seguridad.

Le pasó la llave de la habitación 1504.

– ¿Ahora? -susurró Eleanor.

– Sí, ahora -respondió Bosch en otro susurro-. Quiero saber qué hay ahí dentro.

Eleanor cogió la llave y se apresuró por el pasillo. Bosch sacó la cartera de la documentación. Antes de pasar por el control de seguridad del aeropuerto había puesto sus dos mejores ganzúas detrás de la placa. Sabía que las detectaban en los rayos X, pero las dos pequeñas tiras metálicas probablemente se confundirían con parte de la propia placa. Su plan había dado resultado. Así pues, sacó las ganzúas y las maniobró en silencio en la cerradura.

Tardó menos de un minuto en abrirla. Sostuvo el pomo sin empujar la puerta hasta que Eleanor llegó corriendo por el pasillo escasamente iluminado.

– Hay cadena de seguridad -susurró.

Bosch asintió y se levantó, todavía sosteniendo el pomo con la mano derecha. Sabía que podía romper la cadena con un buen golpe de hombro.

– ¿Lista? -susurró.

Ella asintió. Bosch metió la mano bajo la chaqueta y sacó la pistola. Quitó el seguro y miró a Eleanor. Al unísono, marcaron las palabras uno, dos, tres, y él abrió la puerta.

La cadena de seguridad no estaba puesta. La puerta se abrió de golpe y Bosch se metió rápidamente en la habitación. Eleanor entró detrás de él.

Estaba vacía.

29

Bosch cruzó la habitación para llegar al pequeño cuarto de baño. Corrió la cortina de plástico sucia de una pequeña ducha embaldosada, pero estaba vacía. Volvió al dormitorio y miró a Eleanor. Dijo las palabras que más temía.

– No está.

– ¿Estás seguro de que es esta habitación? -preguntó ella.

Bosch lo estaba. Ya había mirado el patrón de rendijas y agujeros en la pared de encima de la cama. Sacó la foto doblada y se la pasó a ella.

– Es ésta.

Volvió a guardarse la pistola bajo la americana y en la cintura del pantalón. Trató de contener la desgarradora sensación de futilidad y temor que lo envolvía. Pero no sabía adónde ir desde ahí.

Eleanor dejó la foto en la cama.

– Ha de haber alguna señal de que ha estado aquí. Algo.

– Vamos. Hablaremos con el tipo de abajo. Averiguaremos quién la alquiló el viernes.

– No, espera. Vamos a mirar antes.

Se agachó y echó un vistazo debajo de la cama.

– Eleanor, no está ahí. Se la han llevado y hemos de seguir en marcha. Llama a Sun y dile que no suba. Que vaya a buscar el coche.

– No, no puede ser.

Eleanor se quedó arrodillada junto a la cama, con los codos apoyados en el colchón, de forma parecida a un niño que reza antes de irse a dormir.

– No puede haberse ido. Hemos…

Bosch rodeó el lecho y se inclinó detrás de Eleanor. Puso los brazos en torno a ella y tiró para levantarla.

– Vamos, Eleanor, hemos de irnos. La encontraremos, ya te lo he dicho. Pero ahora no podemos pararnos, hemos de ser fuertes y seguir en marcha.

La empujó hacia la puerta, pero ella se soltó y se dirigió hacia el cuarto de baño. Tenía que ver por sí misma que estaba vacío.

– Eleanor, por favor.

Desapareció en el cuarto de baño y Bosch oyó que corría la cortina, pero no volvió.

– ¡Harry!

Bosch cruzó rápidamente la habitación y entró. Eleanor estaba inclinada sobre el lado del lavabo y levantando la papelera. Se la llevó a Harry. En el fondo de la papelera había un pequeño trozo de papel higiénico con sangre.

Eleanor lo cogió con dos dedos y se lo mostró. La sangre había dejado una marca más pequeña que una moneda. El tamaño de la mancha y el papel sugerían que lo habían sostenido contra un pequeño corte o herida para cortar la hemorragia. Eleanor se inclinó hacia Bosch y Harry comprendió que estaba suponiendo que estaban mirando sangre de su hija.

– No sabemos qué es eso, Eleanor.

Ella no hizo caso de su consejo. Su lenguaje corporal mostraba que estaba a punto de venirse abajo.

– La han drogado -dijo-. Le han clavado una aguja en el brazo.

– Todavía no lo sabemos. Bajemos a hablar con ese tipo.

Ella no se movió. Miró la sangre y el papel como si fuera una flor roja y blanca.

– ¿Tienes algo para guardar esto?

Bosch siempre llevaba una pequeña cantidad de bolsas para pruebas en los bolsillos de la chaqueta. Sacó una y Eleanor guardó allí el papel. Bosch cerró la bolsa y se la puso en el bolsillo.

– Vale, vamos.

Finalmente salieron de la habitación. Bosch tenía un brazo en torno a la espalda de Eleanor y estaba mirándola al enfilar el pasillo. Casi esperaba que se soltara y volviera a la habitación, pero entonces vio un brillo de reconocimiento en sus ojos al fijarse en el corredor.

– ¿Harry?

Bosch se volvió esperando ver a Sun. Pero no era él.

Dos hombres se acercaban desde el extremo del pasillo. Caminaban uno al lado de otro con expresión decidida. Bosch se dio cuenta de que eran los dos tipos que los habían acompañado en el ascensor, los que iban al dieciséis.

En el momento en que los hombres vieron a Harry y Eleanor saliendo al pasillo metieron las manos dentro de las chaquetas. Bosch vio que uno de los hombres cerraba el puño y supo de manera instintiva que iba a sacar una pistola.

Bosch subió el brazo derecho al centro de la espalda de Eleanor y la empujó por el pasillo hacia la zona de ascensores. Al mismo tiempo, se llevó la mano izquierda a la espalda y cogió la pistola. Uno de los hombres gritó algo en una lengua que Bosch no comprendió y levantó su arma.

Harry sacó su propia pistola y abrió fuego al mismo tiempo que uno de los hombres. Disparó repetidamente, al menos diez tiros, y continuó después de verlos caer a ambos.

Sin dejar de apuntarles, avanzó hacia ellos. Uno estaba tendido sobre las piernas del otro. Uno estaba muerto, sus ojos miraban inexpresivos al techo; el otro aún estaba vivo y respiraba con dificultad al mismo tiempo que trataba de sacar la pistola del cinturón. Bosch bajó la mirada y vio que se le había enganchado el percutor en la cinturilla de los pantalones. Se agachó y obligó al tipo a soltar el arma. El hombre dejó caer la mano al suelo. Bosch empujó la pistola, que se deslizó por la moqueta, lejos de su alcance.

Había dos heridas en la parte superior del pecho del hombre. Bosch había buscado masa corporal y había apuntado bien. El tipo estaba desangrándose deprisa.

– ¿Dónde está? -dijo Bosch-. ¿Dónde está?

El hombre emitió un gruñido y un hilo de sangre de su boca hasta deslizarse por la mejilla. Bosch sabía que estaría muerto al cabo de un momento.

Oyó que se abría una puerta en el pasillo, pero volvió a cerrarse rápidamente. Miró, pero no vio a nadie. En un lugar como ése, la mayoría de la gente no querría implicarse. Aun así, sabía que la policía no tardaría en irrumpir en el hotel tras la noticia de un tiroteo.

Volvió al hombre agonizante.

– ¿Dónde está? -repitió-. ¿Dónde está mi…?

Vio que el hombre estaba muerto.

– ¡Mierda!

Bosch se levantó y se volvió hacia Eleanor.

– Tienen que haber…

Su ex mujer estaba en el suelo. Bosch corrió hacia ella y se dejó caer a su lado.

– ¡Eleanor!

Era demasiado tarde. Tenía los ojos abiertos y tan inexpresivos como los del hombre del pasillo.

– No, no, por favor, no. ¡Eleanor!

No vio ninguna herida, pero no respiraba y tenía la mirada fija. La sacudió por los hombros sin obtener respuesta. Le puso una mano en la nuca y le abrió la boca con la otra. Se inclinó hacia delante para insuflarle aire en los pulmones. Pero entonces notó la herida. Apartó la mano del cabello de Eleanor y vio que la tenía cubierta de sangre. Le volvió la cabeza y descubrió la herida en la línea del nacimiento del pelo, detrás de la oreja izquierda. Se dio cuenta de que probablemente le habían disparado cuando la había empujado hacia los ascensores. Él mismo la había empujado hacia el disparo.

– ¡Eleanor! -dijo en voz baja.

Bosch se inclinó hacia delante y puso la cara sobre el pecho de Eleanor, entre sus senos. Olió su fragancia familiar. Captó un fuerte y espantoso gemido y se dio cuenta de que procedía de él mismo.

Durante treinta segundos no se movió. Entonces oyó que se abría la puerta del ascensor y finalmente se levantó.

Sun salió del ascensor. Asimiló la escena y enseguida se centró en Eleanor en el suelo.

– ¡Eleanor!

Corrió a su lado. Bosch se dio cuenta de que era la primera vez que le oía decir su nombre. Había pronunciado «Ilianor».

– Ha muerto -dijo Bosch-, lo siento.

– ¿Quién lo ha hecho?

Bosch empezó a levantarse. Habló en tono inexpresivo.

– Allí. Dos hombres nos dispararon.

Sun miró al pasillo y vio a los dos tipos en el suelo. Bosch reparó en su expresión de confusión y horror. Se volvió otra vez hacia Eleanor.

– ¡No!

Bosch volvió a salir al pasillo y cogió la pistola que le había arrebatado al hombre. Sin examinarla, se guardó el arma en su propio pantalón y volvió. Sun estaba arrodillado al lado del cuerpo de Eleanor. Le sostenía la mano.

– Sun Yee, lo siento. Nos han pillado por sorpresa. -Esperó un momento. Sun no dijo nada ni se movió-. He de hacer una última cosa y luego hemos de irnos. Estoy seguro de que la policía está en camino.

Puso la mano en el hombro de Sun y tiró de él. Bosch se arrodilló al lado de Eleanor y le levantó el brazo derecho. Cerró la mano del cadáver en torno a la pistola que le había conseguido Sun. Disparó hacia la pared de al lado del ascensor. Luego, con cuidado, volvió a poner el brazo de Eleanor en el suelo, con la mano sosteniendo aún la pistola.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Sun.

– Residuo de pólvora. ¿La pistola está limpia o puede llevar al que te la dio? -Sun no respondió-. Sun Yee, ¿la pistola está limpia?

– Sí.

– Entonces vámonos. Hemos de ir por la escalera. Ya no hay nada que podamos hacer por Eleanor.

Sun hizo una pequeña reverencia con la cabeza y se levantó despacio.

– Ellos vinieron de la escalera -dijo Bosch, refiriéndose a los pistoleros-. Iremos por ahí.

Recorrieron el pasillo, pero Sun se detuvo de repente a examinar a los dos hombres del suelo.

– Vamos -le instó Bosch-. Hemos de irnos.

Sun lo siguió por fin. Llegaron a la puerta de la escalera y empezaron a bajar.

– No son de la tríada -dijo Sun.

Bosch iba dos pasos por delante. Se detuvo y se volvió a mirarlo.

– ¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

– No son chinos. Si no son chinos, no son de la tríada.

– ¿Entonces qué son?

– Indonesios, vietnamitas, creo que vietnamitas. Chinos no.

Bosch continuó bajando y aumentó el ritmo. Les quedaban once tramos de escaleras. Mientras bajaba pensó en este elemento de información de Sun y no vio cómo podía encajar con lo que ya sabía.

Sun se quedó atrás. Y no era de extrañar, pensó Bosch. Al salir de aquel ascensor su vida había cambiado de manera irrevocable. Eso retrasaría a cualquiera.

Harry no tardó en sacarle un piso de ventaja. Cuando llegó abajo, abrió la puerta de salida un poco para situarse. Vio que la puerta daba a un callejón peatonal que discurría entre Chungking Mansions y el edificio de al lado. Oyó ruido de tráfico y sirenas que se aproximaban, y supo que la salida estaba muy cerca de Nathan Road.

La puerta se cerró de repente. Bosch se volvió y vio a Sun con una mano en la puerta. Señaló airadamente a Harry con la otra.

– ¡Tú! ¡Tú la has matado!

– Lo sé, lo sé, Sun Yee. Todo ha sido culpa mía. Mi caso puso en marcha…

– No, ¡no son de la tríada! Te lo he dicho.

Bosch lo miró un momento, sin comprender.

– Vale, no son de la tríada. Pero…

– Enseñaste el dinero y ellos robaron.

Bosch lo comprendió. Estaba diciendo que los dos hombres que yacían muertos en la planta quince con Eleanor eran simples ladrones que iban tras el dinero de Bosch. Pero algo no encajaba, no funcionaba. Harry negó con la cabeza.

– Iban delante de nosotros en el ascensor. No vieron mi dinero.

– Él se lo dijo.

Bosch lo consideró y sus pensamientos volvieron al hombre del taburete. Ya antes quería hacerle una visita al éste. El escenario que Sun había desplegado convertía esa necesidad en algo más acuciante.

– Sun Yee, hemos de salir de aquí. La policía va a cerrar todas las entradas en cuanto llegue y vea lo que hay.

Sun sacó la mano de la puerta y Bosch la abrió otra vez. No había peligro. Salieron al callejón. A siete metros a su izquierda el callejón desembocaba en Nathan Road.

– ¿Dónde está el coche?

Sun señaló hacia el lado contrario del callejón.

– Pagué a un hombre para que lo vigilara.

– Vale, ve y tráelo. Voy a volver a entrar, pero estaré fuera en cinco minutos.

– ¿Qué vas a hacer?

– No quieras saberlo.

30

Bosch salió del callejón a Nathan Road y, de inmediato, vio una multitud de mirones reunidos para observar la respuesta de la policía a lo ocurrido en el interior de Chungking Mansions. Iban llegando vehículos de policía y bomberos que al detenerse provocaban bocinazos entre el tráfico. Aún no se había acordonado la zona, probablemente porque los agentes recién llegados estaban demasiado ocupados tratando de llegar a la decimoquinta planta para averiguar lo que había ocurrido. Harry logró unirse al final de la cola del personal médico que subía una camilla por la escalera hacia la planta baja del edificio.

La conmoción y confusión habían congregado una multitud de vendedores y clientes en torno a los ascensores. Alguien estaba gritando órdenes en chino, pero nadie daba la impresión de reaccionar. Bosch se abrió paso hasta el pasillo de atrás, donde se hallaban las recepciones de los hoteles, y se dio cuenta de que la distracción había jugado a su favor. El pasillo estaba completamente vacío.

Cuando llegó al mostrador donde había pedido dos habitaciones, vio que habían bajado la persiana hasta la mitad, lo cual indicaba que estaba cerrado. Sin embargo, el hombre del taburete seguía allí de espaldas, metiendo papeles en una maleta. Parecía que se preparaba para marcharse.

Sin perder impulso, Bosch dio un salto y pasó entre el mostrador y la persiana. Chocó contra el hombre del taburete y lo derribó. De inmediato se colocó encima de él y le golpeó dos veces en la cara con el puño. La cabeza del hombre pegó en el suelo de hormigón y absorbió el impacto completo de los puñetazos.

– ¡No, por favor! -logró balbucir entre golpes.

Bosch miró rápidamente por encima del mostrador para asegurarse de que aún estaba a salvo. Sacó la pistola que llevaba a la espalda y apoyó el cañón en la papada del hombre.

– ¡La han matado por tu culpa, hijo de puta! Voy a matarte.

– ¡No, por favor! Señor, ¡por favor!

– Tú los avisaste, ¿no? Les dijiste que tenía dinero.

– No.

– No me mientas, joder, o te mato ahora mismo. ¡Tú les avisaste!

El hombre levantó la cabeza del suelo.

– Vale, escuche, escuche, por favor. Dije no daño a nadie. ¿Entiende? Dije no…

Bosch apartó la pistola y le golpeó con ella en la nariz con fuerza. La cabeza del hombre dio contra el suelo. Bosch le encañonó el cuello.

– No me importa lo que digas. La han matado, hijo de puta. ¿Lo entiendes?

El hombre estaba consternado y sangrando; sus ojos parpadeaban al perder y recuperar la conciencia. Con la mano derecha, Bosch le abofeteó en la mejilla.

– No te duermas. Quiero que te des cuenta.

– Por favor, no… Lo siento mucho, señor. Por favor, no…

– Está bien, esto es lo que vas a hacer: si quieres vivir, dime quién ocupó la habitación 1514 el viernes. 1514. Dímelo ahora mismo.

– Vale, yo digo. Yo enseño.

– Vamos, enséñamelo.

Bosch se levantó. El hombre chorreaba sangre por la boca y la nariz y a Bosch le sangraban los nudillos de la mano izquierda. Se estiró rápidamente y bajó del todo la persiana de seguridad del mostrador.

– Enséñamelo. Ahora.

– Vale, está aquí.

Señaló el maletín que había estado llenando. Metió la mano y Bosch levantó la pistola para apuntarle a la cabeza.

– Despacio.

El hombre sacó una pila de formularios de registro. Bosch vio el suyo encima. Se estiró, lo cogió de la pila y lo arrugó en el bolsillo del abrigo. No dejó de apuntar al hombre en ningún momento.

– El viernes, habitación 1514. Encuéntralo.

El hombre puso la pila de formularios en la parte de atrás del mostrador y empezó a repasarlos. Bosch sabía que estaba tardando demasiado. La policía llegaría en cualquier momento a las recepciones de hotel y los encontraría. Había pasado al menos un cuarto de hora desde los disparos en la planta quince. Vio un estante debajo del mostrador delantero y puso la pistola allí. Si la policía lo pillaba con ella, iría a prisión seguro.

Al dejar la pistola del ladrón recordó que había abandonado a su ex mujer y madre de su hija, muerta y sola, en el suelo en la planta quince. Se sintió como si le estuvieran clavando una lanza en el pecho. Cerró los ojos un momento para tratar de apartar la idea y la visión.

– Aquí está.

Bosch abrió los ojos. El hombre se estaba volviendo hacia él desde el mostrador de atrás. Harry oyó un claro chasquido metálico, vio que el brazo derecho del hombre empezaba a girar de abajo arriba y supo que empuñaba un cuchillo antes de verlo. En una decisión tomada en una fracción de segundo, eligió bloquearlo en lugar de esquivar el ataque. Se lanzó hacia el agresor, levantando el antebrazo izquierdo para protegerse y asestándole un puñetazo en el cuello con la derecha.

La navaja rasgó la manga de la chaqueta de Bosch, que sintió que la hoja le cortaba en la cara interna del antebrazo. Pero ése fue el único daño que recibió. El puñetazo en el cuello hizo caer al hombre hacia atrás junto con el taburete. Bosch se echó otra vez encima de él, agarrando la mano que empuñaba el arma blanca por la muñeca y golpeándosela repetidamente contra el suelo hasta que la navaja repiqueteó en el hormigón.

Se levantó sin dejar de sujetar al hombre por el cuello. Notó que le resbalaba sangre de la herida por el brazo y volvió a pensar en Eleanor, que yacía muerta en la planta quince. Le habían arrebatado la vida antes de que pudiera decir ni una palabra; antes de que pudiera ver a su hija a salvo otra vez.

Bosch levantó el puño y golpeó con fuerza al tipo en las costillas. Lo hizo una y otra vez, pegando en cuerpo y rostro, hasta que estuvo convencido de que las costillas y la mandíbula del hombre estaban rotas y éste había perdido la conciencia.

Bosch estaba enloquecido. Cogió la navaja, la cerró y se la guardó en el bolsillo. Se apartó y recogió los formularios caídos. Enseguida se levantó, volvió a guardarlo todo en el maletín del tipo del hotel y lo cerró. Se inclinó sobre el mostrador para mirar por debajo de la persiana de seguridad. El pasillo todavía estaba despejado, aunque oyó anuncios procedentes de un megáfono que llegaban desde el lado del ascensor. Sabía que el procedimiento policial consistiría en cerrar el edificio y controlar los accesos.

Levantó la persiana medio metro, cogió la pistola del estante y se la metió en la parte de atrás del cinturón. Saltó por encima del mostrador con el maletín. Tras comprobar que no había dejado manchas de sangre, bajó la persiana y salió.

Al tiempo que se alejaba, Bosch levantó el brazo para examinarse la herida a través del corte en la chaqueta. Parecía superficial, pero sangraba mucho. Se enrolló la manga alrededor para que absorbiera la sangre. Miró el suelo detrás de él para asegurarse de que no estaba goteando.

En la zona de ascensores, la policía estaba haciendo salir a todo el mundo a la calle. Allí, en una zona acordonada, los posibles testigos serían interrogados sobre lo que podían haber visto u oído. Bosch sabía que no podía pasar por ese proceso. Dio un giro de ciento ochenta grados y enfiló el pasillo hacia el otro lado del edificio. Llegó a un cruce de pasillos y atisbó a su izquierda a dos hombres que se apresuraban en dirección opuesta a la actividad policial.

Bosch los siguió, dándose cuenta de que no era el único del edificio que no quería ser interrogado por la policía.

Los dos hombres desaparecieron en un estrecho pasaje entre dos de las tiendas ahora cerradas. Bosch los siguió. El pasaje conducía a una escalera que descendía al sótano, donde había filas de jaulas de almacenaje para los comerciantes, que tenían un espacio de venta muy reducido arriba. Bosch siguió a los hombres por un pasillo y luego giró a la derecha. Vio que se dirigían a un símbolo chino rojo brillante sobre una puerta y supo que tenía que ser una salida. Los hombres pasaron por ella y sonó una alarma. Cerraron de un portazo a su espalda.

Bosch corrió hacia la puerta y pasó. Se encontró en el mismo callejón peatonal en el que había estado antes. Rápidamente salió a Nathan Road y buscó el Mercedes de Sun.

Unos faros destellaron desde media manzana de distancia y Bosch vio que el coche lo esperaba delante del nudo de vehículos policiales detenidos caóticamente delante de la entrada de Chungking Mansions. Sun arrancó y se dirigió lentamente hacia él. Harry al principio fue hacia la parte de atrás del coche, pero se dio cuenta de que Eleanor ya no estaba con ellos. Entró delante.

– Has tardado mucho -dijo Sun.

– Sí, salgamos de aquí.

Sun miró el maletín y los nudillos ensangrentados de Bosch agarrados al asa. No dijo nada. Aceleró y se alejó de Chungking Mansions. Bosch se volvió en su asiento para mirar atrás. Su mirada recorrió por el edificio hasta llegar al piso donde habían dejado a Eleanor. De alguna manera, Bosch siempre había pensado que envejecerían juntos. Su divorcio no importaba; tampoco los otros amantes; siempre habían mantenido una relación intermitente, pero eso tampoco importaba. En el fondo, nunca había dejado de pensar que la separación era temporal. A largo plazo estarían juntos. Por supuesto, tenían a Madeline y eso siempre iba a ser su vínculo. Pero Bosch creyó que habría más.

Ahora todo eso había terminado por culpa de las decisiones que él había tomado. No importaba si se trataba del caso o de su momentáneo lapsus al mostrar el dinero: todos los caminos llevaban a él y no estaba seguro de cómo iba a vivir con eso.

Se inclinó hacia delante y puso la cabeza entre las manos.

– Sun Yee, lo siento… Yo también la quería.

Sun no respondió durante un buen rato. Cuando habló sacó a Bosch de la espiral descendente y volvió a concentrarlo.

– Ahora hemos de encontrar a tu hija. Lo haremos por Eleanor.

Bosch se enderezó y asintió. Se inclinó hacia delante y puso el maletín en su regazo.

– Cuando puedas has de mirar esto.

Sun dio diversos giros y se alejó varias manzanas de Chung-king Mansions antes de detenerse junto al bordillo. Se encontraban enfrente de un mercado destartalado que estaba repleto de occidentales.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Bosch.

– En el mercado del jade. Es muy famoso entre los occidentales. Aquí no se fijarán en ti.

Bosch abrió el maletín y le pasó a Sun la pila desordenada de formularios de registro del hotel. Había al menos cincuenta. La mayoría estaban cumplimentados en chino y eran ilegibles para Bosch.

– ¿Qué he de buscar? -preguntó Sun.

– Fecha y número de habitación. El viernes fue 11. Busca eso y la habitación 1514. Ha de estar en la pila.

Sun empezó a leer. Bosch lo observó un momento y luego miró por la ventanilla al mercado del jade. Por los puntos de entrada abiertos vio filas y más filas de puestos: hombres y mujeres mayores que vendían sus objetos bajo un endeble techo de conglomerado y lona. Estaba repleto de clientes que iban y venían.

Bosch pensó en el colgante de monos de jade que había encontrado en la habitación de su hija. Ella había estado ahí. Se preguntó si se había alejado tanto sola o con amigos, quizá con He y Quick.

Una mujer mayor estaba vendiendo barritas de incienso ante una de las entradas y tenía un cubo con fuego. Al su lado había una mesa plegable con filas de objetos de papel maché para quemar. Bosch vio una fila de tigres y se preguntó para qué necesitaría un tigre un antepasado muerto.

– Aquí -dijo Sun.

Levantó un formulario de registro para que Bosch lo leyera.

– ¿Qué dice?

– Tuen Mun. Vamos allá.

A Bosch le sonó que había dicho «Tin Moon».

– ¿Qué es Tin Moon?

– Tuen Mun. Está en los Nuevos Territorios. Ese hombre vive allí.

– ¿Cómo se llama?

– Peng Qingcai.

«Qingcai», pensó Bosch. Un salto fácil para usar un nombre americanizado sería Quick. Quizá Peng Qingcai era el hermano mayor de He, el chico con el que Madeline había salido del centro comercial el viernes.

– ¿El registro dice su edad o fecha de nacimiento?

– No, no hay edad.

Era poco probable. Bosch no había puesto su fecha de nacimiento para alquilar las habitaciones y el hombre del mostrador sólo había anotado su número de pasaporte, ningún detalle más de la identidad.

– ¿La dirección está aquí?

– Sí.

– ¿Podemos ir?

– Sí, conozco el sitio.

– Bueno, pues vamos. ¿Cuánto tardaremos?

– En coche mucho rato. Hemos de ir al norte y luego al oeste. Tardaremos una hora o más. En tren sería más rápido.

El factor tiempo era fundamental, pero Bosch sabía que el coche les daba autonomía.

– No -dijo-. Cuando la encontremos necesitaremos el vehículo.

Sun asintió en señal de acuerdo y arrancó el Mercedes. Una vez en camino, Bosch se quitó la chaqueta y se levantó la manga de la camisa para ver mejor la herida del brazo. Era un corte de cinco centímetros en la parte superior de la cara interna de su antebrazo. Por fin la sangre empezaba a coagularse y a formar una costra.

Sun echó un rápido vistazo a la herida y luego a la calle.

– ¿Quién te ha hecho eso?

– El hombre de detrás del mostrador.

Sun asintió.

– Nos tendió una trampa, Sun Yee. Vio mi dinero y nos tendió una trampa. He sido un estúpido.

– Fue un error.

Sin lugar a dudas, se había echado atrás de su acusación en la escalera. Sin embargo Bosch no iba cambiar su propia valoración. Había causado que mataran a Eleanor.

– Sí, pero no he sido yo el que ha pagado por ese error -dijo.

Bosch sacó la navaja del bolsillo de la chaqueta y se estiró para coger la manta del asiento de atrás. Cortó una tira larga y se la envolvió en torno al brazo, metiendo el extremo por debajo. Se aseguró de que no apretara demasiado pero impidiera que la sangre siguiera manando.

Volvió a bajarse la manga, empapada de sangre entre el codo y el puño, y se puso la chaqueta. Por suerte era negra y las manchas casi no se veían.

A medida que avanzaban hacia el norte por Kowloon, los problemas de las zonas urbanas deprimidas y la aglomeración crecían exponencialmente. Era como cualquier gran ciudad, pensó Bosch. Cuanto más te alejabas del dinero, más descarnado y desesperado parecía todo.

– Háblame de Tuen Mun -dijo.

– Muy poblado -dijo Sun-. Sólo chinos. Peligroso.

– ¿Tríada peligrosa?

– Sí, no es un buen lugar para que esté tu hija.

Bosch no pensaba que lo fuera. Pero vio una cosa positiva en ello: mover y esconder a una niña blanca podría ser difícil de hacer sin ser visto. Si Madeline estaba retenida en Tuen Mun, la encontraría. La encontrarían.

31

En los últimos cinco años, la única contribución económica de Harry Bosch a la manutención de su hija había sido pagarle los viajes a Los Ángeles, darle dinero para sus gastos de vez en cuando y extender un cheque anual de doce mil dólares para costear la mitad de su educación en la exclusiva Happy Valley Academy. Esta última contribución no era resultado de ninguna exigencia de su ex mujer. Eleanor Wish se ganaba muy bien la vida y nunca le había pedido a Bosch ni un dólar en concepto de manutención infantil, ni directamente ni de manera indirecta a través de canales legales. Era Bosch el que necesitaba y exigía contribuir de algún modo. Ayudar a pagarle la educación le permitía sentir, acertada o equivocadamente, que desempeñaba un papel importante en la formación de su hija.

En consecuencia, fue teniendo una implicación cada vez mayor en sus estudios. Ya fuera en persona durante sus visitas a Hong Kong o cada domingo por la mañana temprano -para él- en sus llamadas semanales internacionales, Bosch había adoptado la costumbre de hablar con Madeline de sus deberes escolares y hacerle preguntas sobre lo que estaba estudiando.

De todo ello se derivaba un conocimiento tangencial, de libro de texto, de la historia de Hong Kong. Gracias a eso sabía que el lugar al que se dirigían, los Nuevos Territorios, no era en realidad una posesión nueva de Hong Kong. La vasta zona geográfica que rodeaba la península de Kowloon había sido añadida por arrendamiento a Hong Kong hacía más de un siglo como colchón contra una posible invasión exterior de la colonia británica. Cuando venció el periodo de arrendamiento y los británicos transfirieron la soberanía de todo Hong Kong a la República Popular China en 1997, los Nuevos Territorios siguieron formando parte de la Región Administrativa Especial, que permitía a Hong Kong continuar funcionando como uno de los centros del capitalismo y la cultura mundiales, como un lugar único en todo el planeta donde Oriente se encontraba con Occidente.

Los Nuevos Territorios estaban formados básicamente por una gran extensión rural, pero existían también centros de población construidos por el Gobierno que estaban densamente habitados por los ciudadanos más pobres y menos educados de la Región Administrativa Especial. La tasa de delincuencia era más elevada; el dinero, más escaso, y el poder de atracción de las tríadas, innegable. Tuen Mun era uno de esos lugares.

– Había muchos piratas aquí cuando yo crecí -dijo Sun.

Fue la primera vez que él o Bosch hablaban tras más de veinte minutos de circular sumidos en pensamientos privados. Estaban entrando en la ciudad por la autovía. Bosch veía fila tras fila de edificios altos, tan monolíticos y uniformemente anodinos que los identificó como pisos construidos por el Estado. Estaban rodeados de colinas pobladas de casas más pequeñas en barrios más antiguos. No era una zona flamante, sino fea y deprimente: un pueblo de pescadores convertido en un enorme y masificado complejo de viviendas verticales.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Eres de Tuen Mun?

– Crecí aquí, sí. Hasta que cumplí veintidós años.

– ¿Estuviste en una tríada, Sun Yee?

Sun no respondió. Hizo como si estuviera demasiado ocupado poniendo el intermitente y haciendo importantes comprobaciones en los espejos al salir de la autovía.

– No me importa, ¿sabes? -dijo Bosch-. Sólo me importa una cosa.

Sun asintió.

– La encontraremos.

– Ya lo sé.

Habían cruzado un río y entrado en un desfiladero creado por las fachadas de edificios de cuarenta pisos que se alineaban a ambos lados de la calle.

– ¿Y los piratas? -preguntó Bosch-. ¿Quiénes eran?

– Contrabandistas. Subían por el río desde el mar del Sur de China. Lo controlaban.

Bosch se preguntó si Sun estaba tratando de decirle algo al mencionar eso.

– ¿Con qué traficaban?

– Con todo. Entraban pistolas, drogas, personas.

– ¿Y qué sacaban?

Sun asintió como si Bosch hubiera contestado una pregunta en lugar de formularla.

– ¿De qué hacen contrabando ahora?

Pasaron varios segundos antes de que Sun respondiera.

– Electrónica, DVD americanos, niños a veces. Niñas y niños.

– ¿Adónde van?

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De para qué los quieran. A veces es por sexo. Otras, por órganos. Muchos continentales compran niños porque no tienen hijos.

Bosch pensó en el trozo de papel higiénico con la mancha de sangre. Eleanor había saltado a la conclusión de que le habían inyectado algo a Madeline, de que la habían drogado para controlarla mejor. En ese momento se dio cuenta de que tal vez no se había tratado de una inyección sino de una extracción. Comprendió que comprobar la compatibilidad del tipo sanguíneo requeriría extraer sangre de una vena con una jeringuilla. El trozo de papel podría haber sido una compresa aplicada después de desclavar la aguja.

– Ella sería muy valiosa, ¿no?

– Sí.

Bosch cerró los ojos. Todo cambió. El secuestro de su hija podría no reducirse a mantenerla retenida hasta que Bosch soltara a Chang en Los Ángeles. Podrían estar preparándola para trasladarla o venderla en un submundo oscuro del cual nunca regresaría. Trató de no pensar en las posibilidades. Miró por la ventanilla lateral.

– Tenemos tiempo -dijo, sabiendo muy bien que estaba hablando consigo mismo y no con Sun-. Todavía no ha ocurrido nada. No harán nada hasta que tengan noticias de Los Ángeles. Aunque el plan sea no devolverla nunca, no harán nada todavía.

Bosch se volvió para mirar a Sun y él asintió en señal de acuerdo.

– La encontraremos -dijo.

Bosch buscó a su espalda y sacó la pistola que había arrebatado a uno de los hombres a los que había matado en Chungking Mansions. La estudió por primera vez e inmediatamente reconoció el arma.

– Creo que tenías razón en que esos tipos eran vietnamitas -afirmó.

Sun miró el arma y luego de nuevo la carretera.

– Por favor, no dispares en el coche -dijo.

A pesar de lo que había ocurrido, Bosch sonrió.

– No lo haré. No hace falta. Ya sé cómo usarla y dudo que el tipo llevara una pistola que no funcionaba.

Bosch sostuvo el arma con la izquierda y miró al suelo. Luego la levantó y la estudió de nuevo. Era un Colt 45 de fabricación estadounidense, modelo 1911A1. Había llevado exactamente esa arma en Vietnam casi cuarenta años antes, cuando su trabajo era meterse en los túneles para encontrar y matar al enemigo.

Bosch sacó el cargador y la bala extra de la recámara. Tenía el máximo de ocho balas. Comprobó el mecanismo varias veces y empezó a recargar la pistola, pero se detuvo cuando se fijó en algo rascado en el lateral del cargador. Se lo acercó para tratar de leerlo.

Había iniciales y números grabados en el lateral de acero negro del cargador, pero el tiempo y el uso -la carga y recarga del arma- casi lo había borrado todo. Colocándola en ángulo para tener mejor luz, Bosch leyó «JFE Sp4, 27th».

De repente, Bosch recordó el cuidado y la protección que todas las ratas de los túneles dedicaban a sus armas y munición. Cuando un soldado se metía en un túnel negro sin nada más que su 45, una linterna y cuatro cargadores de munición extra, comprobaba todo dos veces y luego volvía a comprobarlo. Trescientos metros en el interior de un túnel no era el lugar donde nadie quisiera encontrarse con un arma encasquillada, munición húmeda o pilas gastadas. Bosch y sus compañeros marcaban y atesoraban sus cargadores tal como los soldados de superficie guardaban sus cigarrillos y revistas Playboy.

Examinó de cerca el grabado. Fuera quien fuese JFE, había sido especialista de cuarta clase en la 27.ª División de Infantería. Eso significaba que podía haber sido una rata de los túneles. Bosch se preguntó si la pistola que empuñaba había quedado en un túnel, en algún lugar del Triángulo de Hierro, y si la habían arrebatado de la mano fría, muerta, de JFE.

– Ya estamos -dijo Sun.

Bosch levantó la mirada. Sun se había detenido en medio de la calle. No había tráfico tras ellos. Señaló a través del parabrisas una torre de apartamentos tan alta que Bosch tuvo que agacharse bajo la visera para ver el tejado. Tras los pasillos descubiertos que recorrían la fachada en cada una de las plantas se veían puertas de entrada y ventanas de unas trescientas viviendas diferentes. En casi todas las plantas había ropa colgada de las barandillas del pasillo a intervalos diferentes, lo cual convertía la fachada del edificio en un mosaico colorido que lo diferenciaba de los inmuebles idénticos que tenía a cada lado. Un cartel en varios idiomas sobre una entrada tipo túnel situada en el centro anunciaba, por incongruente que pareciera, que el complejo se llamaba Miami Beach Garden States.

– La dirección corresponde al sexto piso -dijo Sun después de comprobarlo en el formulario de registro de Chungking Mansions.

– Aparca y subiremos.

Sun asintió y pasó por delante del edificio. En el cruce siguiente hizo un giro de ciento ochenta grados y enseguida aparcó delante de un parque infantil rodeado por una valla de tres metros y lleno de niños acompañados por sus madres. Bosch supo que había aparcado allí porque era menos probable que le robaran o destrozaran el coche.

Salieron y caminaron junto a la valla hasta que doblaron a la izquierda, hacia la entrada al edificio.

El túnel estaba flanqueado de buzones, la mayoría de los cuales tenían las cerraduras rotas y pequeñas firmas de grafiteros. El pasaje conducía a una zona de ascensores donde había dos mujeres esperando con niños pequeños de la mano. No prestaron atención a Sun ni a Bosch. Había un vigilante de seguridad sentado detrás de un pequeño mostrador, pero no levantó la mirada de su periódico.

Bosch y Sun siguieron a las mujeres al ascensor. Una de ellas insertó una llave en la parte inferior de la placa de control y a continuación pulsó dos botones. Antes de que sacara la llave, Sun estiró el brazo y pulsó el botón 6.

La primera parada fue en la sexta planta. Sun y Bosch recorrieron el pasillo hasta la tercera puerta del lado izquierdo del edificio. Harry se fijó en un pequeño altar apoyado contra la barandilla, enfrente de la puerta del siguiente apartamento. La lata de cenizas todavía humeaba tras un sacrificio a los espíritus hambrientos. El olor a plástico quemado flotaba en el aire.

Bosch tomó posición a la derecha de la puerta donde se había detenido Sun. Echó el brazo atrás bajo su abrigo y agarró la pistola, pero no la sacó. Notó que la herida volvía a abrirse con el movimiento. Iba a sangrar otra vez.

Sun lo miró y Bosch le hizo señal de que estaba listo. Llamó a la puerta y esperaron.

Nadie fue a abrir.

Sun llamó otra vez, con más fuerza.

Esperaron de nuevo. Bosch miró al otro lado del parque infantil y vio que de momento nadie había tocado el Mercedes.

Seguía sin haber respuesta.

Sun finalmente se apartó de la puerta.

– ¿Qué quieres hacer?

Bosch miró el cubo humeante que estaba a diez metros.

– Hay alguien en la casa de al lado. Vamos a preguntar si han visto a este tipo por aquí.

Sun se puso delante y llamó a la puerta de al lado. Esta vez abrieron y una mujer pequeña de unos sesenta años se asomó. Sun asintió y sonrió al hablar con ella en chino. Enseguida la mujer se relajó y abrió un poco más la puerta. Sun no dejó de hablar y poco después la señora abrió del todo y se hizo a un lado para dejarles pasar.

Cuando Bosch franqueó el umbral, Sun le susurró:

– Quinientos dólares de Hong Kong. Se los he prometido.

– No hay problema.

Era un pequeño apartamento de dos habitaciones. La primera estancia servía de cocina, comedor y sala de estar; estaba escasamente amueblada y olía a aceite caliente. Bosch separó cinco billetes de cien dólares sin sacar el fajo del bolsillo. Puso el dinero bajo un plato de sal que había sobre la mesa de la cocina, sacó una silla y se sentó.

Sun permaneció de pie y lo mismo hizo la mujer. Continuó su conversación en chino, señalando un instante a Bosch. Éste asintió y sonrió, actuando como si supiera lo que se estaba diciendo.

Pasaron tres minutos hasta que Sun interrumpió sus preguntas para hacerle un resumen a Bosch.

– Ella es Fengyi Mai. Vive aquí sola. Dice que no ha visto a Peng Qingcai desde ayer por la mañana. Vive en la casa de al lado con su madre y su hermana pequeña, a las que tampoco ha visto. Pero los oyó ayer por la tarde a través de la pared.

– ¿Qué edad tiene Peng Qingcai?

Sun comunicó la pregunta y luego tradujo la respuesta.

– Cree que tiene dieciocho años. Ya no va a la escuela.

– ¿Cómo se llama su hermana?

Tras la correspondiente pregunta y respuesta en chino, Sun informó de que el nombre de su hermana era He, aunque no lo pronunció como lo había hecho su hija.

Bosch pensó en todo ello unos momentos antes de plantear la siguiente pregunta.

– ¿Está segura de que fue ayer cuando lo vio? ¿El sábado por la mañana? ¿Qué estaba haciendo?

Mientras Bosch esperaba la traducción, observó con atención a la mujer. Había mantenido buen contacto visual con Sun durante las primeras preguntas, pero empezó a apartar la mirada al responder las últimas.

– Está segura -dijo Sun-. Oyó un ruido en el pasillo ayer por la mañana y cuando abrió, Peng estaba allí, quemando una ofrenda. Estaba usando su altar.

Bosch asintió, pero estaba seguro de que la mujer mentía o había omitido algo.

– ¿Qué quemó?

Sun se lo preguntó a la mujer. Ella bajó la mirada todo el tiempo al responder.

– Dice que quemó dinero de papel.

Bosch se levantó, abrió la puerta y volcó el bidón de ceniza en el pasillo. Era más pequeño que un cubo de agua convencional. Un humo negro de ceniza se extendió por el pasillo. Fengyi Mai obviamente había quemado una ofrenda en la última hora. Bosch cogió una barrita de incienso del altar y la usó para atizar los escombros calientes. Había unos pocos trozos de cartón sin quemar, pero casi todo era ceniza. Bosch removió un poco más y enseguida encontró un trozo de plástico fundido, carbonizado y deformado. Trató de cogerlo, pero estaba demasiado caliente.

Volvió a entrar en el apartamento.

– Pregúntale cuándo usó por última vez el altar y qué ha quemado.

Sun tradujo la respuesta.

– Lo ha usado esta mañana. También ha quemado dinero de papel.

Bosch aún estaba de pie.

– Pregúntale por qué está mintiendo. -Sun vaciló-. Pregúntale.

Sun obedeció y la mujer negó que estuviera mintiendo. Bosch asintió al recibir la respuesta y se acercó a la mesa. Levantó el plato de sal que sujetaba los cinco billetes y se los guardó en el bolsillo.

– Dile que no pagamos nada por mentiras, pero que pagaré dos mil por la verdad.

La mujer protestó después de escuchar la traducción de Sun, pero entonces la actitud de éste cambió. Le gritó enfadado y la mujer claramente se asustó. Juntó las manos como para pedir perdón y se encaminó a otra habitación.

– ¿Qué le has dicho? -preguntó Bosch.

– Le he dicho que ha de decir la verdad o que perderá su apartamento.

Bosch levantó las cejas. Sun ciertamente había subido un peldaño.

– Cree que soy policía y que tú eres mi supervisor -añadió.

– ¿De dónde ha sacado esa idea? -preguntó Bosch.

Antes de que Sun pudiera responder, la mujer volvió con una pequeña caja de cartón. Fue directamente a Bosch y se la pasó, luego hizo una reverencia al apartarse. Harry la abrió y encontró los restos de un teléfono móvil fundido y quemado.

Mientras la mujer le daba una explicación a Sun, Bosch sacó su móvil y lo comparó con el teléfono quemado. A pesar del daño, estaba claro que el teléfono que la mujer había sacado de las cenizas era igual al suyo.

– Dice que Peng lo estaba quemando -tradujo Sun-. Olía muy mal y ella pensó que no les gustaría a los antepasados, así que lo sacó.

– Es de mi hija.

– ¿Estás seguro?

– Yo se lo compré. Estoy seguro.

Bosch abrió su propio móvil y fue a las fotos archivadas. Pasó las fotos de su hija hasta que encontró una en la que aparecía en uniforme escolar.

– Enséñasela. Pregúntale si la ha visto con Peng.

Sun le mostró la foto a la mujer y planteó la pregunta. La anciana negó con la cabeza al responder, juntando las manos en ademán de oración para subrayar que ahora estaba diciendo la verdad. Bosch no necesitaba traducción. Se levantó y sacó el dinero. Puso dos mil dólares de Hong Kong en la mesa, menos de trescientos americanos, y se dirigió a la puerta.

– ¡Vamos! -dijo.

32

Volvieron a llamar a la puerta de Peng sin obtener respuesta. Bosch se arrodilló para desatarse y volverse a atar el zapato, al tiempo que aprovechaba para estudiar el pomo.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Sun después de que Bosch se levantara de nuevo.

– Tengo ganzúas. Puedo abrir la puerta.

Bosch vio de inmediato que la reticencia nublaba el rostro de Sun, incluso con las gafas de sol.

– Mi hija podría estar ahí. Y si no está, podría haber algo que nos diga dónde se encuentra. Tú quédate detrás de mí y bloquea la vista a cualquiera. Tardaré menos de un minuto en abrir.

Sun miró la pared de edificios idénticos que los rodeaban como gigantes.

– Primero vigilamos -dijo.

– ¿Vigilar? -preguntó Bosch-. ¿Vigilar qué?

– La puerta. Peng podría volver. Podría conducirnos a Madeline.

Bosch miró el reloj. Era la una y media.

– No creo que tengamos tiempo. No podemos quedarnos estáticos.

– ¿Qué es estáticos?

– No podemos pararnos, tío. Hemos de seguir si queremos encontrarla.

Sun se volvió y miró directamente a Bosch.

– Una hora. Vigilamos. Si volvemos a abrir la puerta, no sacas la pistola.

Bosch asintió. Comprendió.

Que los pillaran en un allanamiento era una cosa; que los pillaran en un allanamiento y armados con una pistola era diez años de otra.

– Vale, una hora.

Bajaron en el ascensor y salieron por el túnel. Por el camino, Bosch dio un golpecito en el brazo de Sun y le preguntó cuál de los buzones correspondía al apartamento de Peng. Sun encontró el buzón y vieron que habían reventado la cerradura hacía tiempo. Harry miró por el túnel al vigilante de seguridad, que leía el periódico. Abrió el buzón y vio dos cartas.

– Parece que nadie ha recogido el correo del sábado -dijo Bosch-. Creo que Peng y su familia se han marchado.

Volvieron al coche y Sun dijo que quería moverlo a un lugar menos llamativo. Condujo por la calle, dio la vuelta y aparcó junto a un muro de contención que rodeaba los cubos de basura del edificio contiguo al de de enfrente. Aún contaban con una buena visión del pasillo de la sexta planta y la puerta del apartamento de Peng.

– Creo que estamos perdiendo el tiempo -dijo Bosch-. No van a volver.

– Una hora, Harry. Por favor.

Bosch se fijó en que era la primera vez que Sun lo llamaba por su nombre. Eso no lo aplacó.

– Eso sólo servirá para darles otra hora de ventaja, nada más. -Bosch sacó la caja del bolsillo de la chaqueta. La abrió y miró el teléfono-.Tú vigila, yo voy a trabajar en esto.

Los bordes de plástico del teléfono se habían fundido y Bosch no lograba abrirlo. Por fin lo partió en dos al aplicar demasiada presión. La pantalla de LCD estaba rota y parcialmente fundida. Bosch dejó esa parte a un lado y se concentró en la otra mitad. Las junturas del compartimento de la batería también se habían fundido. Abrió la puerta del coche y golpeó varias veces el teléfono contra el bordillo, cada vez más fuerte, hasta que los impactos rompieron las junturas y cayó la tapa del compartimento.

Volvió a cerrar la puerta del coche. La batería del teléfono parecía intacta, pero una vez más el plástico deformado dificultaba su extracción. Esta vez sacó la cartera de la documentación y cogió una de sus ganzúas. La usó para extraer la batería. Debajo estaba el lugar para la tarjeta de memoria del teléfono. Vacío.

¡Mierda!

Bosch echó el teléfono a sus pies. Otro callejón sin salida.

Miró el reloj. Sólo habían pasado veinte minutos desde que había accedido a darle una hora a Sun. Pero Bosch no podía quedarse quieto. Su instinto le decía que tenía que entrar en ese apartamento. Su hija podía estar allí.

– Lo siento, Sun Yee -dijo-. Tú puedes esperar aquí, pero yo no. Voy a entrar.

Se inclinó hacia delante y sacó la pistola del cinturón. Quería dejarla fuera del Mercedes por si los pillaban en el interior del apartamento y la policía los relacionaba con el coche. Envolvió el arma en la manta de su hija, abrió la puerta y salió. Pasó por un hueco en el muro de contención y dejó el fardo encima de uno de los cubos de basura repletos. Podría recuperarlo fácilmente al volver.

Al volver encontró a Sun esperándolo fuera del coche.

– Vale -dijo Sun-. Vamos.

Se encaminaron de nuevo hacia el edificio de Peng.

– Deja que te pregunte algo, Sun Yee. ¿Te quitas las gafas alguna vez?

La respuesta de Sun llegó sin explicación.

– No.

El vigilante de seguridad del vestíbulo tampoco levantó la mirada esa vez; el edificio era lo bastante grande para que siempre hubiera alguien con llave esperando un ascensor. Al cabo de cinco minutos volvían a estar delante de la puerta de Peng. Mientras Sun se quedaba en la barandilla como vigilante y para bloquear la visión, Bosch se arrodilló y se ocupó de la cerradura. Tardó más de lo esperado, casi cuatro minutos, pero la abrió.

– Listo -dijo.

Sun se apartó de la barandilla y siguió a Bosch al apartamento. Antes de cerrar siquiera la puerta, Harry supo que encontraría muerte en el apartamento. No había un olor abrumador, ni sangre en las paredes ni indicio físico alguno en la primera habitación, pero después de asistir a más de quinientas escenas del crimen a lo largo de sus años de policía había desarrollado lo que consideraba un sexto sentido para la sangre. Su teoría carecía de base científica, pero Bosch creía que la sangre salpicada cambiaba la composición del aire en un entorno cerrado. Y en ese momento sintió tal cambio. El hecho de que pudiera ser sangre de su propia hija hizo que ese reconocimiento fuera atroz.

Levantó la mano para impedir que Sun se adentrara más en el apartamento.

– ¿Has notado eso, Sun Yee?

– No. ¿El qué?

– Hay alguien muerto. No toques nada, y sigue mis pasos si puedes.

La distribución era la misma que la del apartamento de al lado: una vivienda de dos habitaciones, ésta compartida por una madre con dos hijos adolescentes. No había señal de ninguna alteración o daño en la primera estancia. Vio un sofá con una almohada y unas sábanas tiradas de cualquier manera encima, y Bosch supuso que el chico dormía en el sofá mientras que madre e hija ocupaban el dormitorio.

Bosch cruzó la sala hacia la habitación. La cortina estaba corrida y el cuarto se encontraba a oscuras. Bosch le dio al interruptor con el codo y se encendió la luz del techo, sobre la cama. Estaba deshecha y vacía. No había signos de lucha, altercado o muerte. Bosch miró a su derecha: había dos puertas más. Suponía que una conducía a un armario y la otra al dormitorio.

Siempre llevaba guantes de látex en el bolsillo de la chaqueta. Sacó un par y se puso uno en la mano izquierda. Abrió la puerta de la derecha primero; era un armario que estaba repleto de ropa en los colgadores y apilada en el suelo. El altillo también estaba lleno de cajas con caracteres chinos. Bosch retrocedió y pasó a la segunda puerta. Abrió sin vacilar.

El pequeño cuarto de baño estaba inundado de sangre seca. Había salpicado sobre el lavabo, en el inodoro y en el suelo de baldosas. Había manchas y goterones resecos en la pared de atrás y en la cortina de ducha de color blanco sucio y con estampado de flores.

Era imposible entrar en la estancia sin pisar la sangre, pero Bosch no se preocupó por eso. Tenía que llegar a la cortina de la ducha. Tenía que saberlo.

Cruzó rápidamente el cuarto de baño y tiró de la cortina de plástico.

La ducha era pequeña según los criterios americanos, no mucho mayor que las viejas cabinas de teléfono que había fuera del Du-Par’s del Farmers Market de Los Ángeles. Aun así, alguien había logrado apilar tres cadáveres, uno encima de otro.

Bosch contuvo el aliento al inclinarse para tratar de identificar a las víctimas. Estaban completamente vestidas. El chico, que era el mayor, estaba encima. Se hallaba boca abajo sobre una mujer de unos cuarenta años, su madre, que estaba sentada contra una pared. La posición sugería algún tipo de fantasía edípica que probablemente no formaba parte de la intención del asesino. A ambos les habían cortado salvajemente la garganta de oreja a oreja.

Detrás y parcialmente debajo de la madre, como escondiéndose, Bosch vio el cuerpo de una chica joven. El cabello negro le cubría la cara.

– Ah, Dios -dijo Bosch en voz alta-. ¡Sun Yee!

Sun se acercó enseguida y Bosch oyó que cogía aire a su espalda. Harry empezó a ponerse el segundo guante.

– Hay una chica abajo y no sé si es Maddie -dijo-. Póntelos.

Sacó otro par de guantes del bolsillo y se los pasó a Sun, que enseguida se los puso. Juntos sacaron el cadáver del chico de la ducha y lo dejaron en el suelo, al lado del lavabo. Bosch movió entonces suavemente el cuerpo de la madre hasta que pudo ver la cara de la chica. A ella también le habían cortado la garganta. Tenía los ojos abiertos y una expresión de pánico ante la muerte. A Bosch le partió el corazón ver esa expresión, pero no era el rostro de su hija.

– No es ella -dijo-. Ha de ser su amiga, He.

Harry dio la espalda a aquella carnicería y pasó junto a Sun para ir al dormitorio. Se sentó en la cama. Oyó un sonido procedente del cuarto de baño y supuso que Sun estaba poniendo los cuerpos en el sitio donde los habían encontrado.

Bosch soltó ruidosamente el aire y se inclinó hacia delante, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba pensando en los ojos aterrorizados de la niña. Casi se cayó de la cama.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó en un susurro.

Sun salió del cuarto de baño y adoptó una postura de guardaespaldas. No dijo nada. Harry se fijó en que había sangre en sus manos enguantadas. Se levantó y miró en torno a la habitación como si ésta pudiera contener alguna explicación de la escena del cuarto de baño.

– ¿Puede que otra tríada se la haya llevado y luego haya matado a todos para cubrir las pistas?

Sun negó con la cabeza.

– Eso habría empezado una guerra. Pero el chico no es de la tríada.

– ¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

– Sólo hay una tríada en Tuen Mun: el Triángulo Dorado. He mirado y no tiene la marca.

– ¿Qué marca?

Sun vaciló un momento. Se volvió hacia la puerta del cuarto de baño, pero enseguida cambió de opinión. Se quitó uno de los guantes y se bajó el labio inferior. En la piel interna había un tatuaje desdibujado con dos caracteres chinos. Bosch supuso que significaba Triángulo Dorado.

– ¿Así que estás en la tríada?

Sun se soltó el labio y negó con la cabeza.

– Ya no. Hace más de veinte años.

– Pensaba que no era posible dejar una tríada. Que si lo haces, es dentro una caja.

– Hice un sacrificio y el consejo me permitió irme. También tuve que marcharme de Tuen Mun. Fue entonces cuando fui a Macao.

– ¿Qué clase de sacrificio?

Sun parecía aún más reticente que al mostrarle el tatuaje a Bosch. Sin embargo, volvió a llevarse la mano a la cara, esta vez para quitarse las gafas de sol. Por un momento, Bosch no se fijó en nada fuera de lugar, pero entonces reparó en que el ojo izquierdo de Sun era una prótesis. Tenía un ojo de cristal, y una cicatriz apenas visible se curvaba desde la comisura externa.

– ¿Tuviste que dar un puto ojo para salir de la tríada?

– No lamento mi decisión.

Volvió a ponerse las gafas de sol.

Entre las revelaciones de Sun y la escena horrorosa del baño, Bosch empezaba a sentir que se hallaba en alguna clase de pintura medieval. Se recordó que su hija no se encontraba en el cuarto de baño, que aún estaba viva en alguna parte.

– Vale -dijo-. No sé qué ha ocurrido aquí ni por qué, pero hemos de seguir sobre la pista. Ha de haber algo en este apartamento que nos diga dónde está Maddie. Hemos de encontrarla y nos estamos quedando sin tiempo.

Bosch metió la mano en el bolsillo, pero estaba vacío.

– No me quedan guantes, así que ten cuidado con lo que tocas. Probablemente tenemos sangre en los zapatos, no tiene sentido transferirla por toda la casa.

Bosch se quitó los zapatos y limpió la sangre en el fregadero de la cocina. Sun hizo lo mismo. Ambos hombres registraron entonces el apartamento, empezando por el dormitorio y avanzando hacia la puerta de la calle. No encontraron nada útil hasta que llegaron a la pequeña cocina y Bosch reparó en que, como en el piso de al lado, había un plato de sal en la mesa. La pila de sal era más alta en ese plato y Bosch vio una marca de dedos dejada por la persona que la había formado. Rebuscó en ella y encontró un cuadradito de plástico negro sepultado en sal. Bosch reconoció de inmediato que era la tarjeta de memoria del teléfono.

– Tengo algo.

Sun se volvió desde el cajón de la cocina que había estado registrando. Bosch sacó la tarjeta de memoria: estaba seguro de que era la que faltaba en el móvil de su hija.

– Estaba en la sal. Quizá la escondió cuando ellos llegaron.

Bosch miró la pequeña tarjeta de plástico. Había una razón por la cual Peng Qingcai la había sacado antes de quemar el teléfono de su hija, por la cual había tratado de esconderla. Bosch quería trabajar en esas razones inmediatamente, pero decidió que para él y Sun prolongar la estancia en un apartamento con tres cadáveres en la ducha no era un movimiento inteligente.

– Salgamos de aquí -dijo.

Bosch se acercó a la ventana que había junto a la puerta y miró a la calle a través de la cortina antes de dar la señal de libre. Sun abrió y salieron enseguida. Bosch cerró antes de quitarse los guantes. Miró detrás de él al salir y vio que la anciana del piso de al lado estaba en el pasillo, arrodillada delante de su altar y quemando otro sacrificio a los antepasados. Bosch la valoró de nuevo al ver que estaba usando una vela para quemar uno de los billetes auténticos de cien dólares que él le había dado.

Se volvió y corrió por el pasillo en dirección contraria. Sabía que estaba en un mundo que escapaba a su comprensión. Sólo tenía que comprender que su misión era encontrar a su hija. El resto no importaba.

33

Bosch recuperó la pistola pero dejó allí la manta. En cuanto estuvo en el coche, sacó su teléfono. Era idéntico al de su hija, pues los había comprado los dos juntos en un paquete de oferta. Abrió el compartimento trasero, sacó la batería y la tarjeta de memoria y metió en su lugar la del teléfono de su hija. Volvió a colocar la batería, cerró el compartimento y enseguida encendió el teléfono.

Mientras esperaban a que arrancara el software del aparato, Sun puso en marcha el coche y se alejó del edificio donde habían masacrado a la familia.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Bosch.

– Al río. Hay un parque. Vamos allí hasta que sepamos qué hacer.

En otras palabras, todavía no había plan. La tarjeta de memoria era el plan.

– Esa historia de los piratas de cuando eras chaval era la tríada, ¿no? -Al cabo de un momento, Sun asintió una vez-. ¿Eso es lo que hacías, entrar y sacar gente?

– No, mi trabajo era diferente.

No dijo nada más, y Bosch decidió no insistir. El teléfono estaba listo. Harry fue rápidamente al registro de llamadas, pero no había ninguna. El historial estaba en blanco.

– No hay nada. No hay registro de ninguna llamada.

Fue al archivo de correo electrónico y vio que también estaba vacío.

– No han transferido nada con la tarjeta -dijo con la agitación creciendo en su voz.

– Eso es normal -dijo Sun con calma-. Sólo los archivos permanentes van a la tarjeta de memoria. Mira si hay vídeos o fotos.

Usando el ratón de bola central del teclado del teléfono, Bosch seleccionó el icono de vídeo. La carpeta estaba vacía.

– No hay vídeos -dijo.

Bosch empezó a comprender que tal vez Peng había sacado la tarjeta del teléfono de Madeline porque creía que contenía un registro de todos los usos del teléfono, pero no era así. La última y mejor pista parecía un chasco.

Seleccionó el icono de imágenes y encontró una lista de archivos JPEG almacenados.

– Hay fotos.

Empezó a abrirlas una por una, pero las únicas que parecían recientes eran las de los pulmones de John Li y los tatuajes de sus tobillos que le había enviado Bosch. El resto eran fotos de amigos de Madeline y de excursiones escolares. No eran especialmente antiguas, pero no parecían guardar ninguna relación con su rapto. Encontró imágenes de su visita al mercado de jade de Kowloon. Había fotografiado pequeñas esculturas de jade de parejas en posiciones del Kama Sutra. Bosch las descartó como una curiosidad adolescente; seguro que habrían provocado risitas nerviosas entre las chicas de la escuela.

– Nada -le dijo a Sun.

Siguió intentándolo, moviéndose por la pantalla y seleccionando un icono tras otro con la esperanza de encontrar un mensaje oculto. Finalmente, descubrió que la agenda de direcciones de Madeline estaba también en la tarjeta y se había transferido a su teléfono.

– Tiene los contactos aquí.

Abrió el archivo y vio la lista de contactos. No conocía a todos sus amigos y muchos de ellos estaban simplemente listados por sus apodos. Hizo clic en el que ponía «Papá» y vio su propio número de móvil y de casa, pero nada más, nada que no debiera estar allí.

Volvió a la lista y continuó hasta que por fin encontró lo que pensaba que estaba buscando cuando llegó a la letra T. Había un contacto, «Tuen Mun», que sólo contenía un número de teléfono.

Sun había aparcado en un largo y estrecho parque que discurría junto al río y bajo uno de los puentes. Bosch le pasó el teléfono.

– He encontrado un número. Pone Tuen Mun. Es el único que no está asignado a un nombre de persona.

– ¿Por qué tendría este número?

Bosch pensó un momento, tratando de comprenderlo.

– No lo sé -dijo.

Sun cogió el teléfono y estudió la pantalla.

– Es un número de móvil.

– ¿Cómo lo sabes?

– Empieza por nueve. Es una designación de móvil en Hong Kong.

– Vale, ¿qué hacemos con esto? Está listado Tuen Mun. Podría pertenecer al tipo que tiene a mi hija.

Sun miró al río a través el parabrisas, tratando de encontrar una respuesta y un plan.

– Podríamos enviarle un mensaje de texto -dijo-. Puede que responda.

Bosch asintió.

– Sí, que sirva de carnada. Quizá conseguimos una ubicación.

– ¿Qué es «carnada»?

– Un cebo. Fingimos que lo conocemos, establecemos una cita y él nos da su ubicación.

Sun sopesó la posibilidad mientras continuaba observando el río. Una barcaza avanzaba lentamente en dirección sur hacia el mar. Bosch empezó a pensar en un plan alternativo. David Chu, en Los Ángeles, dispondría de fuentes capaces de encontrar un nombre y dirección relacionado con un número de móvil de Hong Kong.

– Podría reconocer el número y saber que es un cebo -dijo por fin Sun-. Deberíamos usar mi móvil.

– ¿Estás seguro? -preguntó Bosch.

– Sí, creo que el mensaje debería enviarse en chino tradicional. Será más fácil que pique.

Bosch asintió otra vez.

– Sí. Buena idea.

Sun sacó su teléfono y preguntó el número que había encontrado Bosch. Abrió un mensaje de texto pero dudó.

– ¿Qué le digo?

– Bueno, hemos de dar sensación de urgencia. Que parezca que ha de responder y hemos de encontrarnos.

Discutieron sobre ello unos minutos y al fin convinieron un texto que era simple y directo. Sun lo tradujo y lo envió. El mensaje escrito en chino decía: «Tenemos un problema con la chica. ¿Dónde nos vemos?».

– Vale, esperemos -dijo Bosch.

Había decidido no recurrir a Chu a menos que fuera necesario.

Bosch miró el reloj. Eran las dos de la tarde. Llevaba nueve horas en Hong Kong y no estaba más cerca de su hija que cuando estaba diez mil metros por encima del Pacífico. En ese tiempo había perdido para siempre a Eleanor y ahora estaba jugando un juego de espera que permitía que las ideas de culpa y pérdida entraran en su imaginación sin que nada pudiera desviarlas. Miró el teléfono que Sun tenía en la mano, esperando una respuesta rápida al mensaje.

No la recibió.

Pasaron minutos de silencio, tan despacio como los barcos en el río. Bosch trató de concentrarse en Peng Qingcai y en cómo había ocurrido el secuestro de su hija. Había cosas que no tenían sentido para él sin contar con toda la información, pero aun así podía compilar una cronología y una cadena de acontecimientos. Y al hacerlo, supo que todo remitía a sus propias acciones.

– Todo vuelve a mí, Sun Yee. Cometí el error que permitió que todo esto ocurriera.

– Harry, no hay razón para…

– No, espera. Escúchame. Has de saber todo esto porque podrías ver algo que yo no veo.

Sun no dijo nada y Bosch continuó.

– Todo empieza conmigo. Estaba trabajando en un caso con un sospechoso de la tríada en Los Ángeles y no conseguía respuestas, así que le pedí a mi hija que me tradujera unos caracteres chinos en un tatuaje. Le envié una foto. Le dije que era un caso de la tríada y que no podía enseñarle el tatuaje ni hablar de eso con nadie. Pero ése fue mi error. Decirle eso a una niña de trece años es como anunciarlo al mundo, a su mundo. Estaba empezando a salir con Peng y su hermana, que eran de los bajos fondos. Probablemente quiso impresionarlos. Les habló del tatuaje y del caso y eso puso todo en marcha.

Miró a Sun, pero no supo interpretar su expresión.

– ¿Bajos fondos? -preguntó.

– No importa, es sólo una expresión. No eran de Happy Valley, eso es lo que significa. Y como has dicho, Peng no estaba en ninguna tríada de Tuen Mun, pero quizá conocía gente, quizá quería entrar. Pasaba mucho tiempo en el otro lado del puerto, en Happy Valley. A lo mejor conocía a alguien y pensaba que éste podía ser su billete de entrada. Le dijo a quien fuese lo que había oído. Lo relacionaron con Los Ángeles y le dijeron a alguien que cogiera a la chica y me enviara el mensaje; el vídeo. -Bosch se detuvo un momento mientras las ideas de la situación de su hija lo distraían otra vez-. Pero a partir de ahí ocurrió algo. Algo cambió. Peng la llevó a Tuen Mun. Quizá la ofreció a la tríada aquí y ellos se la llevaron. Pero no aceptaron a Peng, sino que lo mataron a él y a su familia.

Sun negó con la cabeza ligeramente y al fin habló. Había algo en el relato de Bosch que no encajaba.

– Pero ¿por qué iban a matar a toda su familia?

– Fíjate en la cronología, Sun Yee. La señora de al lado oyó voces a través de la pared a última hora de la tarde, ¿verdad?

– Sí.

– Para entonces yo estaba en un avión. Estaba viniendo y de alguna manera lo sabían. No podían arriesgarse a que yo encontrara a Peng, ni a su hermana y su madre, así que eliminaron la amenaza y la cortaron de raíz. De no haber sido por la tarjeta de memoria que escondió Peng, ¿dónde estaríamos? En un callejón sin salida.

Sun se concentró incisivamente en algo que Bosch había dejado al margen.

– ¿Cómo sabían que venías?

Bosch negó con la cabeza.

– Buena pregunta. Desde el principio ha habido una filtración en la investigación. Yo pensaba que les llevaba al menos un día de ventaja.

– ¿En Los Ángeles?

– Sí, en Los Ángeles. Alguien avisó al sospechoso de que íbamos tras él, y eso hizo que tratara de huir. Por eso tuvimos que detenerlo antes de que estuviéramos listos, y por eso cogieron a Maddie.

– ¿No sabes quién?

– No estoy seguro. Pero cuando vuelva lo descubriré. Y me ocuparé de ello.

Sun interpretó en la respuesta de Bosch más de lo que éste pretendía decir.

– ¿Aunque Maddie esté a salvo? -preguntó.

Antes de que Bosch pudiera responder, el teléfono vibró en la mano de Sun. Había recibido un SMS. Bosch se inclinó para ver por encima de Sun cuando éste leía. El mensaje, en chino, era corto.

– ¿Qué dice?

– Número equivocado.

– ¿Nada más?

– No ha mordido la carnada.

– ¡Mierda!

– ¿Y ahora qué?

– Mándale otro mensaje. Dile que nos encontramos o vamos a la policía.

– Demasiado peligroso. Podría decidir deshacerse de ella.

– No, si tiene un comprador preparado. Has dicho que era valiosa. Por sexo o por órganos, es valiosa; no se desharán de ella. Podría acelerar el trato y ése es el riesgo que corremos, pero no se deshará de ella.

– Ni siquiera sabemos si es la persona que buscamos. Sólo es un teléfono en la lista de números de tu hija.

Bosch negó con la cabeza. Sabía que Sun tenía razón. Mandar mensajes a ciegas era demasiado arriesgado. Sus ideas volvieron a Chu. El detective de la UBA podría ser la filtración en la investigación que había provocado el secuestro de su hija. ¿Se arriesgaría a llamarlo ahora?

– Sun Yee, ¿conoces a alguien en seguridad del casino que pueda investigar un número y darnos un nombre y una dirección?

Sun consideró la pregunta un buen rato antes de negar con la cabeza.

– No, imposible. Habrá una investigación por Eleanor…

Bosch comprendió. Sun tenía que hacer cuanto pudiera para limitar las consecuencias para su empresa y el casino. Eso inclinaba la balanza hacia el lado de Chu.

– Vale. Creo que yo conozco a alguien.

Bosch cogió el teléfono para abrir su lista de contactos, pero entonces recordó que la tarjeta SIM de su hija todavía estaba en su lugar. Empezó con el proceso de cambiar de nuevo su tarjeta y volver a poner su configuración y contactos.

– ¿A quién vas a llamar? -preguntó Sun.

– A un tipo con el que estoy trabajando. Está en la Unidad de Bandas Asiáticas y tiene contactos aquí.

– ¿Es el hombre que crees que puede ser el topo?

Bosch asintió. Buena pregunta.

– No puedo descartarlo. Pero podría ser cualquier de su unidad o de otro departamento de policía. En este momento, no veo que tengamos elección.

Cuando reinició el teléfono, fue a su lista de contactos y encontró el número de móvil de Chu. Hizo la llamada y miró el reloj. Era casi medianoche del sábado en Los Ángeles.

Chu respondió al primer tono.

– Detective Chu.

– David, soy Bosch. Perdone que le llame tan tarde.

– No es tarde. Aún estoy trabajando.

Bosch estaba sorprendido.

– ¿En el caso Li? ¿Qué ocurre?

– Sí, he pasado buena parte de la tarde con Robert Li. Estoy tratando de convencerle de que coopere en una acusación por extorsión.

– ¿Va a hacerlo?

Hubo una pausa antes de que Chu respondiera.

– De momento, no. Pero tengo hasta el lunes por la mañana para trabajar con él. Usted está aún en Hong Kong, ¿no? ¿Ha encontrado a su hija?

La voz de Chu adoptó un tono urgente al preguntar por Madeline.

– Todavía no. Pero tengo una pista sobre ella y necesito ayuda. ¿Puede localizar un número de teléfono de Hong Kong para mí?

Otra pausa.

– Harry, la policía de allí tiene mucha más capacidad que yo.

– Lo sé, pero no estoy trabajando con la policía en esto.

– No. -No era una pregunta.

– No puedo arriesgarme al riesgo potencial de una filtración. Estoy cerca. La he buscado todo el día y sólo he conseguido este número. Creo que pertenece al hombre que la tiene. ¿Puede ayudarme?

Chu no respondió durante un buen rato.

– Si le ayudo, mi fuente en esto estará en la policía de Hong Kong. Lo sabe, ¿no?

– Pero no ha de decirle la razón por la que necesita la información ni a quién se la va a dar.

– Pero si las cosas estallan allí me salpicará a mí.

Bosch empezaba a perder la paciencia, pero trató de evitar que se percibiera en su tono cuando expresó crudamente la pesadilla que sabía que se estaba desarrollando.

– Mire, no hay mucho tiempo. Nuestra información es que van a venderla, casi seguro que hoy mismo; quizás ahora mismo. Necesito esta información, Dave. ¿Puede dármela o no?

Esta vez no hubo duda.

– Deme el número.

34

Chu dijo que necesitaría al menos una hora para verificar el número de teléfono a través de sus contactos en la policía de Hong Kong. Bosch no soportaba la idea de renunciar a tanto tiempo cuando cada minuto que pasaba su hija podía cambiar de manos, pero no tenía elección. Creía que Chu había comprendido la urgencia de la situación. Cerró el teléfono después de pedirle que no compartiera su petición con nadie dentro del departamento.

– ¿Aún cree que hay una filtración, Harry?

– Sé que la hay, pero no es el momento de hablar de ello.

– ¿Y yo? ¿Confía en mí?

– Le he llamado, ¿no?

– No creo que confíe en nadie. Me ha llamado porque no hay nadie más.

– ¿Sabe qué? Consiga el número y llámeme.

– Claro, Harry, lo que usted diga.

Bosch cerró el teléfono y miró a Sun.

– Dice que podría tardar hasta una hora.

Sun permaneció impasible. Giró la llave y puso en marcha el coche.

– Deberías comer algo mientras esperamos.

Bosch negó con la cabeza.

– No, no puedo comer. No sin saber donde está Maddie. Con lo que ha ocurrido… El estómago… No puedo comer nada.

Sun volvió a apagar el motor. Había decidido que esperarían allí la llamada de Chu.

Los minutos pasaban muy despacio y Bosch sentía que eran muy caros. Repasó sus movimientos desde el momento en que se había agachado detrás del mostrador de Fortune Liquors a examinar el cuerpo de John Li. Se dio cuenta de que su implacable persecución del asesino había puesto a otras personas en peligro: a su hija, a su ex mujer, a una familia completa en el lejano Tuen Mun. La carga de la culpa que ahora tendría que soportar sería la más pesada de su vida y no estaba seguro de que fuera a poder con ella.

Por primera vez puso un condicional en la ecuación de su vida. Si conseguía liberar a su hija, podría encontrar una forma de redimirse. Si no volvía a verla, no habría redención.

Todo terminaría.

Darse cuenta de eso lo hizo estremecer físicamente. Se volvió y abrió la puerta del coche.

– Voy a dar un paseo.

Salió y cerró la puerta antes de que Sun pudiera hacerle ninguna pregunta. Empezó a pasear por el sendero que bordeaba el río. Iba con la cabeza baja, sumido en pensamientos oscuros, y no se fijaba en la gente con la que se cruzaba en el camino ni en los barcos que pasaban a su lado.

Finalmente, Bosch se dio cuenta de que no se estaba ayudando a sí mismo ni a su hija obsesionándose con cosas que no podía controlar. Trató de desembarazarse de la oscura mortaja que le estaba cubriendo centrándose en algo útil. La pregunta sobre la tarjeta de memoria de su hija todavía continuaba abierta y le inquietaba. ¿Por qué había guardado Madeline el número de móvil «Tuen Mun» en su teléfono?

Después de darle vueltas a la pregunta vio por fin una respuesta que se le había pasado antes: Madeline había sido secuestrada. Por consiguiente, le habrían quitado el teléfono. Así pues, era probable que su raptor, no Madeline, hubiera almacenado el número en su móvil. Esta conclusión condujo a una cascada de posibilidades: Peng cogió el vídeo y se lo envió a Bosch. Estaba en posesión del teléfono; podría haber estado usándolo en lugar del suyo para completar el rapto y llevar a cabo el trueque de Madeline por lo que pensara obtener a cambio.

Probablemente fue él quien guardó el número en la tarjeta, bien porque lo estaba usando mucho en las negociaciones, bien porque simplemente quería dejar un rastro si ocurría algo. Por eso lo había escondido en la sal, para que alguien lo encontrara.

Bosch se volvió para llevar esta nueva conclusión a Sun. Estaba a cien metros y vio al hombre de pie fuera del coche, haciéndole señas con excitación para que volviera. Bosch miró el teléfono que tenía en la mano y comprobó la pantalla. No había perdido ninguna llamada y no había forma de que la excitación de Sun estuviera relacionada con su contacto con Chu. Empezó a correr hacia él. Sun volvió a meterse en el coche y cerró la puerta. Harry enseguida se colocó a su lado.

– ¿Qué?

– Otro mensaje. Un SMS.

Sun levantó su teléfono para enseñarle el mensaje a Bosch, aunque estaba en chino.

– ¿Qué dice?

– Dice: «¿Qué problema? ¿Quién es?».

Bosch asintió. Aún había mucha negación en el mensaje; el remitente todavía simulaba ignorancia. No sabía de qué se trataba, pero había enviado ese texto de motu proprio, y eso le decía a Bosch que se estaban acercando a algo.

– ¿Cómo respondemos? -preguntó Sun.

Bosch no contestó. Estaba pensando.

El teléfono de Sun empezó a vibrar. Miró la pantalla.

– Es una llamada. Es él. El número.

– No respondas -dijo enseguida Bosch-. Podríamos estropearlo. Ya llamaremos después. Espera a ver si deja un mensaje en el buzón de voz.

El teléfono dejó de vibrar y aguardaron. Bosch trató de pensar en el siguiente paso que dar en ese juego delicado y mortal. Al cabo de un momento, Sun negó con la cabeza.

– No hay mensaje. Ya deberían haberme alertado.

– ¿Qué dice tu mensaje del buzón de voz? ¿Sale tu nombre?

– No, no hay nombre. Uso el robot.

Eso estaba bien. Algo genérico. El que llamaba probablemente esperaba encontrar un nombre, una voz o algún tipo de información.

– Vale, vuelve a enviarle un SMS. Dile que no hablas por móvil ni por mensajes porque no es seguro. Quieres verlo en persona.

– ¿Nada más? Pregunta cuál es el problema y no respondo.

– No, todavía no. Vamos a alargarlo. Cuanto más tiempo lo prolonguemos, más tiempo le damos a Maddie. ¿Te das cuenta?

Sun asintió una vez.

– Sí, ya veo.

Tecleó el mensaje que Bosch le había sugerido y lo envió.

– Ahora esperemos otra vez -dijo.

Bosch no necesitaba que se lo recordaran, pero algo le decía que la espera no sería larga. La carnada estaba funcionando y tenían a alguien a punto de morder el anzuelo. Apenas había alcanzado esta conclusión cuando llegó otro mensaje de texto al teléfono de Sun.

– Quiere que nos veamos -dijo Sun, mirando la pantalla-. A las cinco en punto en el Geo.

– ¿Qué es?

– Un restaurante en la Costa de Oro. Muy famoso. Estará abarrotado un domingo por la tarde.

– ¿Está muy lejos la Costa de Oro?

– A casi una hora de coche desde aquí.

Bosch tenía que considerar si la persona con la que trataban los estaba engañando enviándolos a tanta distancia. Miró el reloj. Había pasado casi una hora desde que había hablado con Chu. Antes de decidirse por la reunión en la Costa de Oro tenía que llamarlo de nuevo para ver qué había descubierto. Lo hizo mientras Sun ponía en marcha el coche y salía del parque.

– Detective Chu.

– Soy Bosch. Ha pasado una hora.

– Todavía no, pero aún estoy esperando. He hecho una llamada y no he tenido respuesta.

– ¿Ha hablado con alguien?

– No, he dejado un mensaje a mi contacto. Supongo que es tan tarde que…

– ¡No es tarde, Chu! Es tarde allí, pero aquí no. ¿Ha hecho la llamada o no?

– Harry, por favor, he hecho la llamada. Me he confundido. Es tarde aquí, es domingo allí. Quizá porque es domingo no esté tan cerca del teléfono como normalmente. Pero he hecho la llamada y me pondré en contacto en cuanto tenga algo.

– Entonces podría ser demasiado tarde.

Bosch cerró el teléfono. Lamentaba haber confiado en Chu.

– Nada -le dijo a Sun.

Llegaron a la Costa de Oro en cuarenta y cinco minutos. Era un centro turístico situado en el lado occidental de los Nuevos Territorios que ofrecía servicios a los viajeros del continente, así como a los de Hong Kong y el resto del mundo. Un alto y brillante hotel se alzaba sobre la bahía de Castle Peak y restaurantes al aire libre llenaban el paseo que bordeaba el muelle.

El Geo era una elección inteligente por parte de la persona que había enviado el SMS; estaba encajonado entre dos restaurantes similares al aire libre y los tres estaban muy llenos. Una exposición de artesanía en el paseo doblaba el número de personas en el área y los sitios desde el cual un observador podía esconderse. Eso haría que identificar a alguien que no quería ser identificado resultara en extremo difícil.

Los dos hombres sincronizaron los relojes. Según el plan que Bosch y Sun habían urdido por el camino, Harry bajó del coche al llegar a la Costa de Oro y Sun siguió conduciendo. Al pasar por el hotel, Bosch se detuvo en la tienda de regalos y compró gafas, una gorra estilo béisbol con el emblema dorado del hotel, un mapa y una cámara desechable.

A las cinco menos diez, Bosch había llegado a la entrada de un restaurante llamado Yellow Flower, que estaba al lado del Geo y proporcionaba una visión completa de las mesas de éste. El plan era simple: querían identificar al propietario del número de teléfono que había encontrado en la lista de contactos de su hija y seguirlo cuando saliera del Geo.

El Yellow Flower, el Geo y un tercer restaurante situado enfrente, el Big Sur, tenían mesas al aire libre bajo toldos blancos y estaban repletos. La brisa marina mantenía a los clientes frescos y los toldos levantados. Mientras esperaba a que le dieran mesa, Bosch miró el reloj y examinó los restaurantes atestados.

Había varios grupos grandes de familias que se reunían para disfrutar juntos de una comida de domingo. Bosch enseguida descartó esas mesas en su búsqueda del contacto del móvil, porque no esperaba que su hombre formara parte de un grupo grande. Aun así, no tardó en darse cuenta de lo complicado que sería localizarlo. Sólo porque la supuesta reunión se hubiera establecido en el Geo no significaba que la persona a la que estaban buscando estuviera en el restaurante. Podía estar en cualquiera de los tres locales, haciendo exactamente lo mismo que Bosch: tratando de identificar al otro sin ser visto.

No le quedaba otra alternativa que continuar con el plan. Levantó un dedo a una de las camareras y lo condujeron a una mesa en un rincón desde el que se veían los tres restaurantes pero sin vistas al mar. Era una mesa mala que daban a los que iban solos; justo lo que había esperado.

Miró su reloj otra vez y extendió el plano en la mesa. Reforzó la idea del turista con la cámara y se quitó la gorra. Era de fabricación barata y encajaba mal, así que se alegró de prescindir de ella.

Hizo otro examen de los restaurantes antes de las cinco en punto, pero no vio candidatos probables para el contacto. Nadie como él, sentado solo o con otros hombres misteriosos, que llevara gafas de sol o cualquier otro tipo de disfraz. Empezó a pensar que el señuelo no había funcionado; el contacto los había calado y los había engañado a ellos.

Miró su reloj justo cuando las manecillas se acercaban a las cinco en punto. El primer mensaje de texto de Sun se enviaría en ese momento.

Bosch miró por los restaurantes, esperando ver un movimiento rápido, alguien mirando un mensaje de texto en su teléfono. Había demasiada gente. Iban pasando los segundos y no veía nada.

– Hola, señor. ¿Viene solo?

Una camarera se había acercado a su mesa. Bosch no le hizo caso y siguió paseando la mirada de persona en persona por las mesas del Geo.

– ¿Señor?

Bosch respondió sin mirarla.

– ¿Puede traerme una taza de café por ahora? Solo.

– Muy bien, señor.

Sintió que su presencia se alejaba. Bosch dedicó otro minuto a escrutar la multitud. Expandió la búsqueda para incluir el Yellow Flower y el Big Sur. Vio a una mujer hablando por móvil, pero a nadie más que usara el teléfono.

El móvil de Bosch sonó en su bolsillo. Lo sacó y respondió, sabiendo que sería Sun.

– Ha respondido al primer SMS. Dice: «Estoy esperando». Nada más.

El plan era que Sun enviara un mensaje de texto justo a las cinco diciendo que estaba en un atasco y llegaría tarde. Hizo eso y le contestaron.

– No he visto a nadie -dijo Bosch-. Este sitio es demasiado grande. Ha elegido bien.

– Sí.

– ¿Dónde estás?

– En la barra de atrás del Big Sur. No he visto a nadie.

– Vale, ¿preparado para el siguiente?

– Listo.

– Lo intentaremos otra vez.

Bosch cerró el teléfono cuando una camarera le trajo su café.

– ¿Ya sabe qué va a pedir?

– No, todavía no. He de mirar el menú.

La camarera se alejó. Bosch dio un rápido sorbo al café caliente y abrió la carta. Estudió las listas mientras mantenía la mano derecha sobre la mesa para ver su reloj. A las cinco y cinco, Sun enviaría el siguiente mensaje.

La camarera volvió y le preguntó una vez más a Bosch qué iba a tomar. La insinuación era clara: pida o lárguese. Necesitaban la mesa.

– ¿Tienen gway lang go?

– Eso es gelatina de caparazón de tortuga.

Lo dijo en un tono que sugería que había cometido un error.

– Lo sé. Cura cualquier mal. ¿Tienen?

– En el menú no.

– Vale, entonces tráigame unos fideos.

– ¿Qué fideos? -Señaló el menú.

No había imágenes en la carta, así que Bosch estaba perdido.

– Da igual. Tráigame arroz frito con langostinos.

– ¿Nada más?

– Nada más.

Le devolvió el menú a la camarera para que se marchara.

La muchacha se alejó y él miró otra vez la hora antes de reanudar su vigilancia de los restaurantes. El siguiente mensaje se estaba enviando. Examinó con rapidez de mesa en mesa, otra vez sin encontrar a nadie. La mujer en la que se había fijado antes contestó otra llamada y habló brevemente con alguien. Estaba sentada a una mesa con un niño pequeño que parecía aburrido en su traje de domingo.

El teléfono de Bosch vibró en la mesa.

– Otra respuesta -dijo Sun-: «Si no llegas en cinco minutos, no hay reunión».

– ¿Y no has visto a nadie?

– Nada.

– ¿Has enviado el próximo?

– Lo haré a las cinco y diez.

– Vale.

Bosch cerró el teléfono y lo dejó en la mesa. Habían diseñado el tercer mensaje para descubrir definitivamente al contacto. Diría que Sun iba a cancelar la reunión porque había visto que lo seguían y creía que era la policía. Eso instaría al contacto desconocido a salir inmediatamente del Geo.

La camarera llegó con un cuenco de arroz. Bosch se fijó en los grandes ojos blancos del langostino y apartó el cuenco.

Su teléfono vibró. Miró el reloj antes de responder.

– ¿Ya lo has enviado? -preguntó Bosch.

Al principio no hubo respuesta.

– ¿Sun Yee?

– Harry, soy Chu.

Bosch consultó el reloj otra vez. Había llegado la hora del siguiente mensaje.

– Ahora le llamo.

Cerró el teléfono y una vez más miró en las mesas de los tres restaurantes, esperando que el contacto apareciera como una aguja en un pajar. Alguien leyendo un SMS, o quizás escribiendo una respuesta.

Nada. No vio a nadie sacando un móvil y mirando la pantalla. Había mucha gente que controlar al mismo tiempo y empezó a sentir en el pecho la futilidad del plan. Se fijó en la mesa donde la mujer y el chico habían estado sentados y vio que ya no se encontraban allí. Barrió con la mirada el restaurante y los vio marchándose. La mujer iba deprisa, arrastrando al niño de la mano. En la otra mano llevaba el teléfono móvil.

Bosch abrió su teléfono y llamó a Sun. Éste respondió de inmediato.

– La mujer y el niño. Van hacia ti. Creo que puede ser ella.

– ¿Ella ha recibido el SMS?

– No, creo que la han mandado para hacer el contacto. Los mensajes los han recibido en otro sitio. Hemos de seguirla. ¿Dónde está el coche?

– Delante.

Bosch se levantó, dejó tres billetes de cien dólares en la mesa y se dirigió a la salida.

35

Sun ya estaba esperando en el coche delante del Yellow Flower. Cuando Bosch estaba abriendo la puerta, oyó una voz que lo llamaba desde atrás.

– ¡Señor! ¡Señor!

Se volvió y vio que la camarera iba tras él con la gorra y el plano en la mano. También llevaba el cambio de la cuenta.

– Ha olvidado esto, señor.

Bosch cogió gorra y mapa y le dio las gracias. Le devolvió el cambio.

– Quédeselo -dijo.

– ¿No le ha gustado el arroz con langostinos? -preguntó la empleada.

– Exacto.

Bosch se metió en el coche, esperando que el momentáneo retraso no les costara perder a la mujer y el chico. Sun arrancó inmediatamente y se metió entre el tráfico. Señaló por el parabrisas.

– Van en el Mercedes blanco -dijo.

El vehículo estaba una manzana y media por delante, avanzando entre el tráfico ligero.

– ¿Conduce ella? -preguntó Bosch.

– No, ella y el niño han subido a un coche que los esperaba. Conducía un hombre.

– Vale, ¿los tienes? He de hacer una llamada.

– Los tengo.

Mientras Sun iba siguiendo al Mercedes blanco, Bosch llamó a Chu.

– Soy Bosch.

– Hola, tengo información del Departamento de Policía de Hong Kong. Pero me han hecho muchas preguntas, Harry.

– La información primero.

Bosch sacó libreta y Boli.

– Vale, el número de teléfono que me ha dado está registrado a nombre de una empresa: Northstar Seafood and Shipping. Está en Tuen Mun, en los Nue…

– Lo sé. ¿Tiene la dirección exacta?

Chu le dio una dirección en Hoi Wah Road y Bosch la repitió en voz alta. Sun asintió con la cabeza. Sabía dónde estaba.

– Vale. ¿Algo más? -preguntó Bosch.

– Sí. Northstar está bajo sospecha, Harry.

– ¿Qué significa eso? ¿Sospecha de qué?

– No he podido conseguir nada específico. Sólo de envíos y comercio ilegal.

– ¿Como tráfico de personas?

– Podría ser. Ya le digo que no he podido conseguir información específica, sólo preguntas de por qué buscaba el número.

– ¿Qué les ha dicho?

– Que era una búsqueda a ciegas. Que encontramos el número en un trozo de papel de una investigación por homicidio; dije que no conocía la relación.

– Está bien. ¿Hay algún nombre vinculado a este número telefónico?

– Directamente con el número no, pero el dueño de Northstar Seafood and Shipping es Dennis Ho. Tiene cuarenta y cinco años y es lo máximo que he podido averiguar sin que pareciera que estaba trabajando en algo concreto. Le sirve de ayuda?

– Sí. Gracias.

Bosch colgó y enseguida puso al día a Sun de lo que acababan de decirle.

– ¿Has oído hablar de Dennis Ho? -preguntó.

Sun negó con la cabeza.

– Nunca.

Bosch sabía que tenían que tomar una decisión fundamental.

– No sabemos si esta mujer tiene algo que ver con esto -dijo Bosch, señalando el Mercedes blanco de delante-. Podríamos estar acelerando en falso. Yo digo que dejemos esto y vayamos directamente a Northstar.

– Aún no hemos de decidir.

– ¿Por qué no? No quiero perder tiempo en esto.

Sun señaló hacia el Mercedes blanco, unos doscientos metros más adelante.

– Ya estamos yendo en dirección a los muelles. Puede que vayan allí.

Bosch asintió. Los dos ángulos de la investigación seguían en juego.

– ¿Cómo vas de gasolina? -preguntó Bosch.

– Es diésel -replicó Sun-. Vamos bien.

Durante la siguiente media hora circularon en paralelo a la costa por Castle Peak Road, manteniéndose a una distancia prudencial del Mercedes pero sin perderlo de vista en ningún momento. Circularon sin hablar entre ellos. Habían llegado a un punto en que sabían que había poco tiempo y que no había nada que decir. El Mercedes o Northstar los conducirían a Maddie Bosch; de lo contrario probablemente no volverían a verla.

Cuando aparecieron ante ellos los altos edificios de Central Tuen Mun, Bosch vio el intermitente de giro en el Mercedes. El coche iba a girar a la izquierda, alejándose de la orilla.

– Van a girar -advirtió.

– Es un problema -dijo Sun-. Los muelles de carga están delante. Van a girar hacia barrios residenciales.

Los dos permanecieron un momento en silencio, esperando que se materializara un plan o quizá que el conductor del Mercedes se diera cuenta de que necesitaban ir recto y corrigiera el rumbo del coche.

No ocurrió ninguna de las dos cosas.

– ¿Por dónde? -preguntó finalmente Sun.

Bosch sintió un desgarro interior. De su decisión podía depender la vida de su hija. Sabía que él y Sun no podían separarse para que uno siguiera el coche y el otro se dirigiera al puerto. Bosch estaba en un mundo que desconocía y sería inútil ir solo. Necesitaba a Sun. Llegó a la misma conclusión a la que había llegado después de la llamada de Chu.

– Déjalo marchar -dijo-. Vamos a Northstar.

Sun continuó recto y pasaron al Mercedes blanco cuando éste giraba a la izquierda por una calle llamada Tsing Ha Lane. Bosch miró por la ventanilla al coche cuando éste frenaba. El hombre que conducía lo miró, pero sólo un segundo.

– Mierda -dijo Bosch.

– ¿Qué? -preguntó Sun.

– Me ha mirado. El conductor. Creo que sabía que los estábamos siguiendo. Me parece que teníamos razón: tiene que ver con esto.

– Entonces está bien.

– ¿Qué? ¿De qué estás hablando?

– Si sabían que los estábamos siguiendo, que se alejen del puerto podría ser un intento de despistarnos de Northstar.

– Sí. Ojalá tengas razón.

Enseguida entraron en una zona industrial portuaria donde se sucedían almacenes maltrechos y plantas envasadoras en los muelles y embarcaderos. Había barcazas y barcos mercantes de tamaño medio atracados a ambos lados, en ocasiones en columnas de dos y tres. Todo parecía abandonado hasta el día siguiente: no se trabajaba en domingo.

Bosch vio varios barcos de pesca amarrados en el muelle, todos protegidos tras un amparo para tifones creado por un largo embarcadero de hormigón que formaba el perímetro externo del puerto.

El tráfico menguó y Bosch empezó a preocuparse de que el Mercedes negro brillante del casino llamara la atención al acercarse a Northstar. Sun debía de estar pensando lo mismo. Se metió en el aparcamiento de una tienda de comida cerrada y paró el coche.

– Estamos muy cerca -dijo-. Creo que podemos dejar el coche aquí.

– Estoy de acuerdo -afirmó Bosch.

Salieron y recorrieron el resto del camino, manteniéndose pegados a las fachadas de los almacenes y buscando en todas direcciones a alguien que estuviera vigilando. Sun iba delante y Bosch justo detrás de él.

Northstar Seafood and Shipping estaba situado en el embarcadero 7. Se trataba de un gran almacén verde con el cartel en chino y en inglés en un lateral situado frente al mar y a un muelle que se adentraba en la bahía. Había cuatro barcos de pesca de veinte metros de eslora con cascos negros y casetas de navegación verdes amarrados a ambos lados del muelle. Al final del muelle había un barco más grande con una enorme grúa que apuntaba al cielo.

Desde su punto de vista en la esquina de un almacén en el muelle 6, Bosch no atisbó actividad. Las puertas del muelle de carga del almacén de Northstar estaban bajadas del todo y los muelles y barcos parecían estar fuera de servicio durante el fin de semana. Bosch empezaba a pensar que había cometido un terrible error al no seguir al Mercedes blanco. Entonces Sun le tocó en el hombro y señaló a lo largo del muelle el barco grúa del fondo.

Sun apuntaba alto y Bosch siguió la dirección con la mirada hasta la grúa. El brazo de acero se extendía desde una plataforma situada en lo alto de un sistema de raíles casi cinco metros por encima de la cubierta del barco. La grúa podía desplazarse a lo largo del buque en función de la bodega que fuera a cargarse, y el barco estaba obviamente diseñado para salir al mar y descargar las capturas de pequeños pesqueros para que éstos pudieran continuar faenando. La grúa se controlaba desde una pequeña cabina situada en la plataforma superior que protegía al operador del viento y los elementos.

Eran las ventanas tintadas de la cabina lo que estaba señalando Sun. Con el sol justo detrás del barco, Bosch distinguió la silueta de un hombre en la cabina.

Bosch volvió a ocultarse detrás de la esquina del almacén.

– Bingo -dijo, con voz ya tensa por la repentina descarga de adrenalina-. ¿Crees que nos ha visto?

– No -dijo Sun-. No he visto reacción.

Bosch asintió y pensó en su situación. Ya estaba del todo convencido de que su hija se encontraba en algún lugar de ese barco. Sin embargo, llegar hasta allí sin que el vigilante los localizara parecía imposible. Podían esperar a que bajara a comer, al lavabo o a un cambio de guardia, pero no había forma de saber cuándo ocurriría eso, si es que ocurría. Esperar desafiaba la urgencia que estaba creciendo en el pecho de Bosch.

Miró su reloj. Eran casi las seis. Faltaban al menos dos horas para que oscureciera del todo. Una opción era esperar y actuar entonces, pero dos horas podían ser demasiado. Los mensajes de texto habían puesto a los secuestradores de su hija sobre aviso; podían estar a punto de hacer cualquier movimiento con ella.

Como para reforzar esta posibilidad, la profunda vibración de un motor de barco sonó de repente en el muelle. Bosch miró a hurtadillas desde la esquina y vio que salía humo de la popa del buque grúa. Detectó movimiento detrás de la ventana de la caseta de navegación. Se agazapó.

– Quizá nos han descubierto -informó-. Han puesto en marcha el barco.

– ¿A cuántos has visto? -preguntó Sun.

– Al menos uno dentro de la caseta de navegación y otro arriba en la grúa. Hemos de hacer algo. Ahora.

Para acentuar la necesidad de moverse, Bosch se llevó la mano a la espalda y sacó la pistola. Estuvo tentado de rodear la esquina y salir disparando por el muelle. Tenía una 45 cargada del todo y le gustaban sus opciones; se había visto en peores circunstancias en los túneles. Ocho balas, ocho dragones. Y luego él. Bosch sería el noveno dragón, como una bala imparable.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Sun.

– No hay plan. Entro y la rescato. Si no lo consigo, me aseguraré de que no quede nadie. Luego tú entras, la sacas y la metes en un avión; tienes su pasaporte en el maletero. Ése es el plan.

Sun negó con la cabeza.

– Espera. Estarán armados. Este plan no es bueno.

– ¿Tienes una idea mejor? No podemos esperar a que oscurezca. El barco está a punto de zarpar.

Bosch se acercó a la esquina y miró de nuevo. Nada había cambiado. El vigilante aún seguía en lo alto de la cabina y había alguien en la caseta de navegación. El barco rugía en punto muerto, pero seguía amarrado al extremo del muelle. Era casi como si esperaran algo, o a alguien.

Bosch volvió a agazaparse y se calmó. Consideró todo lo que tenía a su alrededor y qué podía usar. Quizás había otra opción que no fuese una carrera suicida. Miró a Sun.

– Necesitamos una barca.

– ¿Una barca?

– Una barca pequeña. No podemos ir por el muelle sin ser vistos, lo estarán vigilando. Pero con una barca pequeña podemos crear en el otro lado una distracción suficiente para que alguien cruce el muelle.

Sun pasó al lado de Bosch y miró desde la esquina. Examinó el extremo del muelle y volvió a esconderse.

– Sí, una barca podría funcionar. ¿Quieres que yo la lleve?

– Sí, yo tengo la pistola y voy a cruzar el muelle para rescatar a mi hija.

Sun asintió. Metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del coche.

– Coge las llaves. Cuando tengas a tu hija, vete. No te preocupes por mí.

Bosch negó con la cabeza y sacó su móvil.

– Iremos a un lugar cercano pero seguro y te llamaré. Te esperaremos.

Sun asintió.

– Buena suerte, Harry.

Bosch se volvió para irse.

– Lo mismo te digo.

Después de que Sun se fuese, Bosch mantuvo la espalda pegada a la pared delantera del almacén y se preparó para esperar. No tenía ni idea de cómo iba Sun a manejar una barca, pero confiaba en que de alguna manera cumpliera con su parte y creara la distracción que permitiera a Bosch hacer su movimiento.

También pensó en llamar finalmente a la policía de Hong Kong ahora que había localizado a su hija, pero también descartó rápidamente esa idea. Un enjambre de policía en torno al muelle no era garantía de la seguridad para Maddie. Se ciñó al plan.

Se estaba volviendo para mirar en torno a la esquina del almacén y hacer otro rápido control de las actividades en el barco de Northstar cuando vio un coche que se aproximaba desde el sur. Se fijó en la familiar calandra de un Mercedes. Blanco.

Bosch se deslizó por la pared para hacerse menos visible. Unas redes que habían puesto a secar y que colgaban de los aparejos de dos barcos entre él y el coche que se acercaba también le proporcionaron camuflaje. Observó que el vehículo frenaba y giraba en el embarcadero número 7 para seguidamente enfilar el muelle hacia el barco grúa. Era el coche al que habían seguido desde la Costa de Oro. Atisbó al conductor y lo identificó como el mismo hombre que le había devuelto la mirada antes.

Bosch hizo unos rápidos cálculos y concluyó que el tipo tras el volante era el mismo cuyo número de teléfono había puesto Peng en la lista de contactos del teléfono de su hija. Había enviado a una mujer y un niño -probablemente su mujer y su hijo- al Geo con objeto de identificar a la persona que le había mandado los mensajes de texto. Asustado por el último mensaje de Sun, los había llevado a casa o a algún lugar seguro, los había dejado allí y se había dirigido al muelle 7, donde retenían a la hija de Bosch.

Era mucho suponer, considerando los pocos hechos conocidos, pero Bosch creía que estaba bien encaminado y que estaba a punto de ocurrir algo que no formaba parte del plan original del hombre del Mercedes. Se estaba desviando. Iba a apresurar las cosas, a mover la mercancía o a hacer algo peor: desembarazarse de ella.

El Mercedes se detuvo delante del barco grúa. El conductor bajó de un salto y caminó deprisa por la pasarela para subir al barco. Le gritó algo al hombre que estaba en lo alto de la cabina, pero no perdió el paso al dirigirse rápidamente a la caseta de navegación.

Por un momento no hubo más movimiento. Entonces Bosch vio que el hombre salía de la cabina de la grúa y empezaba a bajar a la plataforma. Después de llegar a cubierta, siguió al tipo del Mercedes a la caseta de navegación.

Bosch sabía que acababan de cometer un error estratégico que le proporcionaba una ventaja momentánea. Era su oportunidad de recorrer el muelle sin ser visto. Sacó su teléfono otra vez y llamó a Sun. Saltó el contestador.

– Sun, ¿dónde estás? El hombre del Mercedes está aquí y han dejado el barco sin vigilancia. Olvídate de la distracción, vuelve aquí y prepárate para conducir. Voy a entrar.

Bosch se guardó el teléfono en el bolsillo y se levantó. Miró el barco grúa una última vez y salió al descubierto desde el embarcadero, echando a correr hacia el final del muelle. Sostenía la pistola agarrada con las dos manos, listo para disparar.

36

Algunas pilas de cajones de embalaje vacíos proporcionaron a Bosch cobertura parcial en el muelle, pero los últimos veinte metros hasta la pasarela del barco grúa estuvo al descubierto. Echó a correr y enseguida cubrió la distancia, agachándose en el último momento detrás del Mercedes que habían dejado con el motor al ralentí junto a la pasarela. Bosch se fijó en el característico sonido y olor del motor diésel. Miró desde detrás del maletero y no vio reacción a su aproximación al barco. Salió al descubierto, corrió deprisa y en silencio por la pasarela, y eligió su camino entre escotillas de casi dos metros en la cubierta. Finalmente redujo el ritmo al llegar a la caseta de navegación. Se apoyó contra la pared de al lado de la puerta.

Harry respiró más despacio y aguzó el oído. No oyó nada por encima de la pulsación de los motores salvo el viento que soplaba a través de las jarcias de los barcos del muelle. Se volvió para mirar por una ventanita cuadrada en la puerta; no vio a nadie dentro. Giró el pomo, abrió en silencio y entró.

La sala era el centro de operaciones del barco. Detrás del timón, Bosch vio diales brillantes, pantallas de doble radar, dos motores y la brújula giroscópica. Había una mesa de navegación apoyada en la pared del fondo de la sala, junto a unas literas empotradas con cortinas que podían correrse para mayor intimidad.

En el suelo del lado de babor de proa había una escotilla abierta con una escalera que conducía al casco. Bosch se acercó y se agachó junto a la abertura. Oyó voces abajo, pero hablaban en chino. Trató de discernir las voces y contar cuántos hombres había, pero el efecto eco del casco lo hacía imposible. Sabía que como mínimo había tres hombres. No oyó la voz de su hija, pero sabía que también estaba allí.

Bosch se acercó al centro de control del barco. Había varios diales diferentes, pero todos marcados en chino. Finalmente, se concentró en dos interruptores situados uno al lado del otro bajo sendos botones rojos iluminados. Apagó un interruptor e inmediatamente oyó que el zumbido de los motores se reducía a la mitad. Había parado uno de ellos.

Esperó cinco segundos y apagó el otro interruptor; el segundo motor se detuvo. Fue al rincón de atrás de la sala y se agazapó en la litera de abajo. Cerró la cortina hasta la mitad y esperó. Sabía que estaría en un punto ciego para cualquiera que subiera por la escalera desde el casco. Volvió a guardar la pistola en el cinturón y sacó la navaja del bolsillo del abrigo. Abrió en silencio el arma blanca.

Enseguida oyó pasos que corrían abajo y supo que los hombres estaban reunidos en la sección de proa del casco. Contó sólo un conjunto de pasos que se acercaban. Eso lo facilitaría.

Un hombre empezó a asomar por la escotilla, de espaldas a las literas y con los ojos en el centro de control. Sin mirar alrededor se dirigió rápidamente allí y buscó una razón para que el doble motor se hubiera detenido. Bosch salió sigilosamente de la litera y se movió hacia él. En cuanto el segundo motor cobró vida, apretó la punta de la navaja contra la espalda del hombre.

Agarrándolo por la parte de atrás del cuello de la camisa, Bosch lo apartó del centro de control y le susurró al oído:

– ¿Dónde está la niña?

El hombre dijo algo en chino.

– Dime dónde está la niña.

El hombre negó con la cabeza.

– ¿Cuántos hombres hay abajo?

El tipo no dijo nada; Bosch lo sacó a empujones hasta la cubierta y lo inclinó sobre la borda. El agua estaba a tres metros y medio.

– ¿Sabes nadar, capullo? ¿Dónde está la niña?

– No… hablo -logró decir el hombre-. No hablo.

Manteniendo al hombre sobre la barandilla, Bosch miró a su alrededor buscando a Sun -su traductor-, pero no lo vio. ¿Dónde demonios estaba?

La distracción momentánea permitió actuar a su rival. Dio un codazo hacia atrás que impactó en las costillas de Bosch y lo hizo caer sobre el lateral de la caseta de navegación. El hombre giró sobre sí mismo y levantó las manos para atacar. Bosch se preparó para cubrirse, pero fue el pie del tipo el que golpeó primero, asestándole una patada en la muñeca y haciendo saltar el cuchillo por el aire.

El hombre no se molestó en seguir la trayectoria del arma. Rápidamente se lanzó sobre Bosch con ambos puños, golpeándole con breves y potentes impactos en el diafragma. Bosch sintió que se quedaba sin aire justo cuando recibió otra patada por debajo de la barbilla.

Bosch cayó. Trató de sobreponerse al golpe, pero empezó a perder la visión periférica. Su agresor se alejó con calma y Bosch oyó el raspado de la navaja en la cubierta cuando la recogió. Pugnando por no perder la conciencia, se echó la mano a la espalda para coger la pistola.

El agresor habló en claro inglés al tiempo que se acercaba.

– ¿Sabes nadar, capullo?

Bosch sacó la pistola de detrás de la espalda y disparó dos veces. La primera bala sólo rozó el hombro del tipo, pero la segunda le dio en el centro izquierdo del pecho. Cayó con expresión de sorpresa en la cara.

Harry lentamente se levantó sobre manos y rodillas. Vio un reguero de sangre y saliva que le goteaba desde la boca a la cubierta. Empezó a ponerse en pie, apoyándose en la pared de la caseta de navegación. Sabía que tenía que actuar deprisa. El resto de los hombres del barco tenían que haber oído las detonaciones.

Justo al ponerse en pie, surgió una ráfaga de disparos procedentes desde la zona de proa. Las balas silbaron sobre la cabeza de Bosch y rebotaron en la pared de acero de la caseta de navegación. Bosch se escondió detrás de ésta. Se levantó y encontró una línea de visión a través de las ventanas de la estructura: un hombre avanzaba de proa a popa con pistolas en ambas manos. Detrás de él estaba la escotilla abierta a través de la cual había salido de la bodega de proa.

Bosch sabía que le quedaban seis balas y tenía que asumir que el pistolero que se acercaba había empezado con cargadores llenos. En cuestión de munición, Harry se hallaba en inferioridad numérica. Necesitaba continuar la ofensiva y acabar con el pistolero de manera rápida y eficiente.

Miró a su alrededor en busca de una idea y vio una fila de paragolpes de goma fijados a lo largo de la borda de popa. Se guardó la pistola en el cinturón y sacó uno de los paragolpes de su soporte. Retrocedió hacia la ventana de atrás de la caseta y miró otra vez a través de la estructura. El pistolero había elegido el lado de babor de la caseta y estaba preparándose para avanzar hacia la popa. Bosch retrocedió, levantó con las dos manos el paragolpes de un metro de largo por encima de su cabeza y lo lanzó por encima de la caseta. Mientras aún estaba en el aire echó a correr por el lado de estribor y sacó la pistola.

Llegó a la parte delantera de la caseta de navegación justo cuando el pistolero se estaba agachando para esquivar el paragolpes que volaba. Bosch abrió fuego, que impactó repetidamente en el hombre hasta que cayó en la cubierta sin haber disparado ni un solo tiro.

Bosch se acercó y se aseguró de que el hombre estaba muerto. Lanzó su 45 vacía por la borda y recogió las armas del muerto: otras dos Black Star semiautomáticas. Retrocedió de nuevo a la caseta de navegación.

La sala aún estaba vacía. Bosch sabía que al menos quedaba un hombre más en la bodega, con su hija. Vació los cargadores de las dos pistolas y contó once balas en total.

Se guardó las armas en el cinturón y bajó la escalera como un bombero, cerrando las piernas en torno a las barras verticales y deslizándose hasta el casco. Al final se dejó caer y rodó, sacando sus armas y esperando que le dispararan, pero no llegaron más balas en su dirección.

Las pupilas de Bosch se acostumbraron a la escasa luz y vio que se encontraba en un camarote vacío que se abría a un pasillo central que recorría todo el casco. La única luz llegaba desde la escotilla de arriba e iluminaba hasta la proa. Entre Harry y ese punto había seis compartimentos -tres en cada lado- que recorrían toda la longitud del pasillo. La última puerta de la izquierda estaba abierta del todo. Bosch se levantó y se metió una de las pistolas en el cinturón para tener una mano libre. Empezó a moverse, con la pistola que le quedaba levantada y lista para disparar.

Cada puerta tenía un sistema de cierre de cuatro puntos para almacenar la pesca. Gracias a las flechas dibujadas en el acero oxidado, Bosch supo hacia qué lado girar cada tirador para abrir el compartimento. Se movió por el pasillo, comprobando los compartimentos uno por uno. Todos estaban vacíos y era evidente que no se habían usado recientemente para guardar pescado. En el suelo de cada una de las cámaras, de paredes de acero y sin ventanas, había una capa de restos de cereales, cajas de comida y bidones de agua de cuatro litros vacíos. Había jaulas de madera rebosantes de más basura. Unas redes de pesca, reutilizadas como hamacas, colgaban de ganchos fijados a las paredes. Los compartimentos desprendían un olor pútrido que no tenía nada que ver con el pescado que el buque había transportado en otros tiempos: ese barco llevaba cargamento humano.

Lo que más inquietó a Bosch fueron las cajas de cereales. Todas eran de la misma marca, y en la parte delantera del paquete había un oso panda de dibujos animados sonriendo en el borde de un cuenco que contenía un tesoro de arroz hinchado con azúcar. Eran cereales para niños.

La última parada en el pasillo fue en el compartimento abierto. Bosch se agachó y entró con agilidad. También estaba vacío.

Pero era diferente. No había basura ahí. Una lámpara de batería colgaba de un cable fijado a un gancho en el techo. Había un cajón de embalaje boca abajo con pilas de cajas de cereales sin abrir, paquetes de fideos y bidones de agua de cuatro litros. Bosch buscó cualquier indicación de que su hija hubiera estado retenida en la sala, pero no había rastro de ella.

Oyó un fuerte chirrido de bisagras a su espalda y se volvió justo cuando la puerta se cerraba de golpe. Vio el mecanismo superior de la derecha volviendo a la posición cerrada e inmediatamente advirtió que habían sacado las manijas internas. Lo estaban encerrando. Sacó la segunda pistola y apuntó ambas armas al mecanismo de cierre, esperando que girara el siguiente cerrojo.

Era el inferior derecho. En el momento en que el cerrojo empezó a girar, Bosch apuntó y disparó repetidamente a la puerta con ambas pistolas. Las balas agujerearon el metal debilitado por años de óxido. Oyó que alguien gritaba como si estuviera sorprendido o herido. Luego oyó un sonido que retumbó en el pasillo cuando un cuerpo golpeó el suelo.

Bosch se acercó a la puerta y trató de girar con la mano el tornillo correspondiente al cerrojo superior derecho. Era demasiado pequeño para hacer fuerza con los dedos. En su desesperación, retrocedió un paso y golpeó con el hombro en la puerta, con la esperanza de reventar el cerrojo. Pero no se movió y por la sensación del impacto en su hombro supo que la puerta no iba a ceder.

Estaba encerrado.

Volvió a acercarse a la puerta e inclinó la cabeza para escuchar. Ya sólo se oía el sonido de los motores. Golpeó con la base de una de las pistolas ruidosamente en el cierre de metal.

– ¡Maddie! -gritó-. ¡Maddie, ¿estás ahí?!

No hubo respuesta. Golpeó de nuevo en el cierre, esta vez aún más fuerte.

– Hazme una señal, niña. Si estás ahí, ¡haz algún ruido!

Tampoco hubo respuesta. Bosch sacó el teléfono y lo abrió para llamar a Sun, pero vio que no tenía señal. Trató de llamar de todos modos, pero no hubo respuesta. Estaba en una habitación revestida de metal y su teléfono móvil era inútil.

Bosch se volvió y golpeó una vez más la puerta. Gritó el nombre de su hija.

No hubo respuesta. Apoyó su frente sudorosa contra la puerta oxidada, derrotado. Estaba encerrado en una caja metálica y frustrado al darse cuenta de que su hija ni siquiera estaba en el barco. Había fallado y había conseguido lo que merecía, lo que se había ganado.

Sintió un dolor físico en el pecho que equivalía al que sentía en la mente. Agudo, profundo e implacable. Empezó a respirar pesadamente y apoyó la espalda en la puerta. Se abrió otro botón de la camisa y se deslizó por el metal oxidado hasta que quedó sentado en el suelo con las rodillas levantadas. Se dio cuenta de que estaba en un lugar tan claustrofóbico como los túneles que habitó una vez. La batería que alimentaba la lámpara del techo estaba agotándose y pronto quedaría sumido en la oscuridad. La derrota y la desesperación lo superaron. Le había fallado a su hija y se había fallado a sí mismo.

37

Bosch de repente levantó la mirada de su contemplación del fracaso. Había oído algo. Por encima del rumor de los motores, captó un estrépito. No procedía de arriba, sino del casco.

Se levantó de un salto y se volvió hacia la puerta. Oyó otro golpe y supo que alguien estaba comprobando los compartimentos igual que él lo había hecho.

Golpeó en la puerta con la base de ambas pistolas. Gritó por encima del eco metálico de acero sobre acero.

– ¿Sun Yee? ¡Eh! ¡Aquí abajo! ¿Hay alguien? ¡Aquí abajo!

No hubo respuesta, pero enseguida giró el cerrojo de arriba a la derecha. Estaban abriendo la puerta. Bosch retrocedió, se limpió la cara con las mangas y esperó. A continuación se abrió el cierre inferior izquierdo y acto seguido la puerta empezó a abrirse lentamente. Bosch levantó las pistolas sin estar seguro de cuántas balas le quedaban.

Bajo la tenue luz del pasillo vio el rostro de Sun. Bosch avanzó y abrió la puerta por completo.

– ¿Dónde coño te habías metido?

– Estaba buscando una barca y…

– Te he llamado. Te dije que volvieras.

Una vez en el pasillo, Bosch vio que el hombre del Mercedes yacía boca abajo en el suelo, a un metro de la puerta. Se acercó rápidamente a él, esperando encontrarlo todavía con vida. Le dio la vuelta, haciéndolo girar sobre su propia sangre.

Estaba muerto.

– Harry, ¿dónde está Madeline? -preguntó Sun.

– No lo sé. ¡Todos están muertos y no lo sé!

A menos…

Empezó a formarse un plan final en el cerebro de Bosch. Una última oportunidad. El Mercedes blanco, brillante y nuevo. El coche tendría todos los extras, incluido un sistema de navegación GPS, y la primera dirección almacenada en él sería la de la casa del hombre del Mercedes.

Irían allí. Irían a la casa del hombre del Mercedes y Bosch haría lo que fuera necesario para encontrar a su hija. Si tenía que poner una pistola en la cabeza del niño aburrido que había visto en el Geo lo haría. Y la mujer se lo diría. Le devolvería su hija.

Harry estudió el cadáver que tenía delante. Presumió que estaba mirando a Dennis Ho, el hombre que estaba detrás de Northstar. Palpó los bolsillos del muerto, buscando las llaves del coche, pero no encontró nada, y tan deprisa como se había formado su plan Bosch empezó a sentirlo desaparecer. ¿Dónde estaban las llaves? Necesitaba que el ordenador le dijera adónde ir y cómo encontrar su camino.

– Harry, ¿qué haces?

– ¡Sus llaves! Necesitamos sus llaves o…

Se detuvo de repente. Se dio cuenta de que se le había pasado algo por alto. Cuando había corrido por el muelle y se había agachado para ponerse a cubierto tras el Mercedes blanco, había oído y olido el motor diésel del coche. El vehículo había quedado en marcha.

En ese momento significaba poco para Bosch, porque estaba seguro de que su hija se encontraba en el barco grúa, pero ahora sabía que no era así.

Bosch se levantó y echó a correr por el pasillo hacia la escalera, con su mente a mil. Oyó que Sun lo seguía.

Sólo había una razón por la cual Dennis Ho había dejado el coche en marcha: pretendía volver. No con la niña, porque ella no estaba en el barco, sino después de meterla en el compartimento de almacenaje del casco una vez que estuviera preparado y fuera seguro trasladarla allí.

Bosch salió corriendo de la caseta de navegación y cruzó al muelle a través de la pasarela. Corrió hasta el Mercedes blanco y abrió la puerta del conductor. Miró en el asiento de atrás y vio que estaba vacío. Estudió el salpicadero, buscando el botón que abría el maletero.

Al no encontrar nada, apagó el motor y cogió las llaves. Fue a la parte de atrás del coche y apretó el botón del maletero en la llave de contacto.

El maletero se abrió de manera automática. Bosch se acercó y allí, tendida en una manta, estaba su hija, amordazada y con los ojos vendados. Tenía los brazos unidos al cuerpo con varias capas de cinta aislante. Los tobillos también estaban unidos entre sí con cinta. Bosch gritó al verla.

– ¡Maddie!

Casi saltó al maletero con ella al sacarle la venda de los ojos y ocuparse de la mordaza.

– ¡Soy yo, pequeña! ¡Papá!

Madeline abrió los ojos y empezó a pestañear.

– Ahora estás a salvo, Maddie. ¡Estás a salvo!

Cuando soltó la mordaza, la chica dejó escapar un grito que desgarró el corazón de su padre y que no olvidaría nunca. Era al mismo tiempo una forma de superar el miedo, un grito de ayuda y un sonido de alivio e incluso alegría.

– ¡Papá!

Empezó a llorar cuando Bosch metió los brazos para sacarla del maletero. Sun de repente estaba allí, ayudando.

– Ahora no va a pasar nada -dijo Bosch-. Todo irá bien.

Entre los dos levantaron a la niña y Bosch empezó a cortar la cinta con los dientes de la llave. Se fijó en que Madeline aún llevaba el uniforme de la escuela. En el momento en que sus brazos y manos quedaron libres, se echó al cuello de Bosch y lo abrazó con toda su alma.

– Sabía que vendrías -dijo entre sollozos.

Bosch no sabía si había oído alguna vez palabras que significaran más para él. La abrazó con la misma fuerza que ella. Bajó la cara para susurrarle al oído.

– Maddie.

– ¿Qué, papá?

– ¿Estás herida, Maddie? Me refiero a herida físicamente. Si te han hecho daño hemos de llevarte a…

– No, no me han hecho daño.

Se apartó de ella y puso las manos en los hombros de su hija para estudiar sus ojos.

– ¿Estás segura? Puedes decírmelo.

– Estoy segura, papá. Estoy bien.

– Vale. Entonces, hemos de irnos.

Se volvió hacia Sun.

– ¿Puedes llevarnos al aeropuerto?

– Por supuesto.

– Vamos.

Bosch puso el brazo en torno a su hija y empezaron a seguir a Sun por el muelle. Maddie se agarró a él todo el camino y hasta que se acercaron al coche no pareció darse cuenta del significado de la presencia de Sun. Entonces le hizo a Harry la pregunta que él había estado temiendo.

– ¿Papá?

– ¿Qué, Maddie?

– ¿Dónde está mamá?

38

Bosch no respondió la pregunta directamente. Sólo le dijo a su hija que su madre no podía estar con ellos en ese momento, pero que había preparado una bolsa para ella y que necesitaban llegar al aeropuerto para salir de Hong Kong. Sun no dijo nada y aceleró el paso, sacándoles ventaja y desapareciendo de la discusión.

La explicación le ofrecía a Harry tiempo para considerar cómo y cuándo daría la respuesta que alteraría el resto de la vida de su hija. Cuando llegaron al Mercedes negro, la puso en el asiento de atrás antes de ir al maletero a coger la mochila. No quería que viera la bolsa que Eleanor había preparado para sí misma. Miró en los bolsillos de la bolsa de Eleanor y encontró el pasaporte de la niña. Se lo guardó en el bolsillo.

Se metió en el asiento delantero y le pasó la mochila a su hija. Le dijo que se cambiara el uniforme del colegio, miró el reloj y le hizo una señal a Sun.

– Vamos. Hemos de coger un avión.

Sun empezó a conducir, saliendo de la zona de costa deprisa, pero no a una velocidad que pudiera atraer la atención.

– ¿Puedes dejarnos en algún ferry o tren que nos lleve directo? -preguntó Bosch.

– No, han cerrado la ruta del ferry y tendrías que cambiar de trenes. Será mejor que te lleve. Quiero hacerlo.

– Vale, Sun Yee.

Circularon en silencio durante unos minutos. Bosch quería darse la vuelta y hablar con su hija, mirarla a los ojos para asegurarse de que estaba bien.

– Maddie, ¿te has cambiado? -No respondió-. ¿Maddie?

Bosch se volvió y la miró. Se había cambiado de ropa. Estaba apoyada en la puerta de detrás de Sun, mirando por la ventanilla y abrazando la almohada contra el pecho. Había lágrimas en sus mejillas. Al parecer no se había fijado en el agujero de bala de la almohada.

– Maddie, ¿estás bien?

Sin responder ni apartar la mirada de la ventana, su hija dijo:

– Está muerta, ¿no?

– ¿Qué?

Bosch sabía exactamente de qué y de quién estaba hablando, pero trató de extender el tiempo, de aplazar lo más posible lo inevitable.

– No soy tonta, ¿sabes? Tú estás aquí y Sun Yee también. Ella debería estar con vosotros. Tendría que estar aquí, pero le ha ocurrido algo.

Bosch sintió que un puño invisible le impactaba justo en el pecho. Madeline todavía estaba abrazada a la almohada que tenía delante de ella y miraba por la ventana con los ojos anegados en lágrimas.

– Maddie, lo siento. Quería decírtelo, pero no era el momento adecuado.

– ¿Cuándo es el momento adecuado?

Bosch asintió.

– Tienes razón. Nunca.

Estiró el brazo y le puso la mano en la rodilla, pero ella inmediatamente lo apartó. Fue la primera señal de la culpa que siempre tendría que llevar.

– Lo siento. No sé qué decir. Cuando aterricé esta mañana tu madre estaba esperándome en el aeropuerto con Sun Yee. Sólo quería una cosa, Maddie: llevarte a casa a salvo. No le importaba nada más, ni su propia vida.

– ¿Qué le pasó?

Bosch vaciló, pero no había otra forma de responder salvo con la verdad.

– Le dispararon. Alguien me estaba disparando y le dieron a ella. No creo que se enterara siquiera.

Madeline se tapó los ojos.

– Es todo culpa mía.

Bosch negó con la cabeza, aunque ella ni siquiera le estaba mirando.

– Maddie, no. Escúchame: no lo digas nunca. Ni siquiera lo pienses. No es culpa tuya, sino mía. Todo es culpa mía.

Maddie no respondió. Se abrazó con más fuerza a la almohada y mantuvo los ojos en el arcén, que pasaba en un destello.

Al cabo de una hora estaban en la zona de parada del aeropuerto. Bosch ayudó a su hija a bajar del Mercedes y luego se volvió hacia Sun. Apenas habían hablado en el coche, pero había llegado el momento de decir adiós y Bosch sabía que no habría rescatado a su hija sin la ayuda de Sun.

– Sun Yee, gracias por salvar a mi hija.

– Tú la has salvado. Nada podía detenerte, Harry Bosch.

– ¿Qué harás? La policía acudirá a ti por Eleanor, y quizá por todo lo demás.

– Me ocuparé de estas cosas y no te mencionaré, te lo prometo. No importa lo que ocurra, no te mencionaré ni a ti ni a tu hija.

Bosch asintió.

– Buena suerte -dijo.

– Buena suerte a ti también.

Bosch le estrechó la mano y retrocedió. Después de otra pausa incómoda, Madeline dio un paso adelante y abrazó a Sun. Bosch vio la expresión en la cara de Sun a pesar de las gafas de sol. No importaban sus diferencias, Bosch sabía que Sun había encontrado alguna clase de resolución en el rescate de Madeline. Quizás eso le permitiría encontrar consuelo en sí mismo.

– Lo siento -dijo Madeline.

Sun retrocedió y deshizo el abrazo.

– Ahora vete -dijo-. Que seas feliz.

Lo dejaron allí y se dirigieron a la terminal principal a través de las puertas de cristal.

Bosch y su hija encontraron la ventanilla de primera clase de Cathay Pacific y Harry compró dos billetes para el vuelo de las 23.40 a Los Ángeles. Consiguió que le devolvieran el importe de su vuelo previsto para la mañana siguiente, pero aun así tuvo que usar dos tarjetas de crédito para cubrir el coste total. No le importó. Sabía que a los pasajeros de primera clase les daban un trato especial que les permitía pasar más deprisa por los controles de seguridad y eran los primeros en subir a los aviones. Era menos probable que el personal y el servicio de seguridad del aeropuerto y la compañía aérea se preocuparan con viajeros de dicha clase, aunque éstos fueran un hombre despeinado con sangre en la chaqueta y una niña de trece años que parecía incapaz de contener las lágrimas.

Bosch también comprendía que su hija había quedado traumatizada por las últimas sesenta horas de su vida y, aunque no tenía idea de cómo cuidar de ella en ese sentido, pensó que cualquier comodidad añadida no le haría daño.

Al fijarse en el aspecto desaliñado de Bosch, la mujer que estaba detrás del mostrador le mencionó que el vestíbulo de espera de primera clase contaba con duchas para los viajeros. Bosch le dio las gracias por el consejo, cogió las tarjetas de embarque y luego siguieron a una azafata de primera clase hasta el control de seguridad. Como esperaba, pasaron el control en un santiamén gracias al poder de su nuevo estatus.

Tenían casi tres horas de tiempo y, aunque la mencionada ducha era tentadora, Bosch decidió que la comida era una necesidad más apremiante. No recordaba cuándo había comido por última vez y suponía que su hija habría estado igualmente privada de alimento.

– ¿Tienes hambre, Mads?

– No.

– ¿Te han dado de comer?

– No, pero no puedo comer.

– ¿Cuándo fue la última vez que tomaste algo?

Tuvo que pensar.

– Me compré un trozo de pizza en el centro comercial el viernes. Antes de…

– Vale, vamos a tomar algo pues.

Subieron en la escalera mecánica hasta una zona donde había diversos restaurantes con vistas al paraíso del duty free. Bosch eligió uno con asientos situados en el centro del vestíbulo que ofrecía una buena perspectiva de la zona de compras. Su hija pidió barritas de pollo y Bosch un bistec con patatas fritas.

– Nunca deberías pedir un bistec en un aeropuerto -dijo Madeline.

– ¿Por qué?

– No será de buena calidad.

Bosch asintió. Era la primera vez que decía algo de más de una o dos palabras desde que se habían despedido de Sun. Harry había observado cómo su hija se derrumbaba al desaparecer la descarga de miedo provocada por su liberación y empezar a asimilar la realidad de lo que le había pasado a ella y a su madre. Bosch temió que hubiera sufrido algún tipo de shock; su extraña observación sobre la calidad del bistec en un aeropuerto parecía indicar que se hallaba en estado disociado.

– Bueno, supongo que ya lo descubriré.

Entonces Maddie cambió de tema.

– ¿Voy a vivir en Los Ángeles contigo?

– Eso creo.

Estudió la cara de Maddie en busca de una reacción. Permaneció impasible: mirada inexpresiva sobre mejillas manchadas con lágrimas secas y tristeza.

– Quiero que vivas conmigo -dijo Bosch-. Y la última vez que fuiste a Los Ángeles dijiste que querías quedarte.

– Pero no así.

– Lo sé.

– ¿Alguna vez volveré a recoger mis cosas y a despedirme de mis amigos?

Bosch pensó un momento antes de responder.

– No creo -dijo al fin-. Puede que consiga que te manden las cosas, pero supongo que vas a tener que enviar mensajes de correo a tus amigos, o llamarlos.

– Al menos podré decirles adiós.

Bosch asintió y se quedó en silencio, notando la referencia obvia a su madre. Enseguida volvió a hablar, con la mente como un globo arrastrado por el viento, cayendo aquí o allá en función de corrientes impredecibles.

– ¿Nos… nos busca la policía?

Bosch miró a su alrededor para ver si alguien sentado cerca había oído la pregunta, luego se inclinó hacia delante para responder.

– No lo sé -dijo en voz baja-. Puede ser, puede que me busquen. Pero no quiero averiguarlo aquí. Prefiero tratar todo eso desde Los Ángeles.

Después de una pausa ella hizo otra pregunta y ésta pilló a Bosch desprevenido.

– Papá, ¿has matado a esos hombres que me tenían? He oído muchos disparos.

Bosch pensó en cómo debería responder -como policía, como padre-, pero no tardó mucho.

– Digamos que tuvieron su merecido. Y que todo lo que ocurrió fue consecuencia de sus propias acciones. ¿Vale?

– Vale.

Cuando llegó la comida pararon de hablar y comieron con voracidad. Bosch había elegido el restaurante, la mesa y su silla para poder tener una buena perspectiva de la zona de tiendas y la puerta de seguridad de detrás. Mientras comía, mantuvo una posición vigilante ante cualquier actividad inusual que implicara al equipo de seguridad del aeropuerto. Cualquier movimiento de personal múltiple o actividad de búsqueda le causaría preocupación. No tenía ni idea de si estaba en algún radar policial, pero había trazado una senda de muerte por Hong Kong y tenía que permanecer alerta por si conducía a él.

– ¿Vas a terminarte las patatas fritas? -preguntó Maddie.

Bosch giró su plato para que su hija pudiera llegar a las patatas.

– Coge.

Al estirarse sobre la mesa se le subió la manga y Bosch vio el apósito en la parte interior del codo de su hija. Pensó en el papel higiénico manchado de sangre que Eleanor había encontrado en la papelera de la habitación de Chungking Mansions.

Bosch señaló su brazo.

– Maddie, ¿por qué tienes eso? ¿Te han sacado sangre?

Ella puso su otra mano encima de la herida como para evitar cualquier consideración sobre ello.

– ¿Hemos de hablar de esto ahora?

– ¿Puedes decirme sólo una cosa?

– Sí, Quick me sacó sangre.

– Iba a hacerte otra pregunta: ¿dónde estabas antes de que te metieran en el maletero y te llevaran al barco?

– No lo sé, en una especie de hospital, como la consulta de un médico. Estuve encerrada en una habitación todo el tiempo. Por favor, papá, no quiero hablar de eso. Ahora no.

– Vale, cariño, hablaremos cuando tú quieras.

Después de comer se dirigieron a la zona comercial. Bosch compró un conjunto completo de ropa nueva en una tienda de hombre y un par de zapatillas de deporte y muñequeras en una tienda de deportes. Maddie declinó la oferta de ropa nueva y dijo que se quedaría con lo que había en su mochila.

Su siguiente parada fue en otra tienda, donde Maddie eligió un oso panda de peluche que decía que quería usar como almohada y un libro titulado El ladrón del rayo.

Se dirigieron al vestíbulo de primera clase de la aerolínea y se apuntaron para usar las duchas. A pesar de un largo día de sangre, sudor y barro, Bosch se duchó deprisa porque no quería estar separado de su hija mucho rato. Antes de vestirse se miró la herida del brazo; estaba coagulada y empezando a cicatrizar. Se puso las muñequeras que acababa de comprar a modo de doble vendaje sobre la herida.

Una vez que se vistió, levantó la tapa de la papelera que había al lado del lavamanos, hizo un fardo con su ropa vieja y los zapatos y los enterró debajo de toallas de papel y otra basura. No quería que nadie encontrara sus pertenencias y las recuperara, sobre todo los zapatos con los que había pisado las baldosas ensangrentadas en Tuen Mun.

Sintiéndose un poco refrescado y listo para el largo vuelo que les esperaba, miró a su alrededor en busca de su hija. No la vio en el vestíbulo y volvió a esperarla cerca de la entrada a las duchas de mujeres. Al cabo de quince minutos sin ver a Madeline empezó a preocuparse. Esperó otros cinco minutos y fue al despacho de recepción para pedirle a la mujer de detrás del mostrador que mandara una empleada a las duchas para ver si estaba su hija.

La mujer dijo que lo haría ella misma. Bosch la siguió y luego esperó cuando la mujer entró en la sala de duchas. Mientras la puerta estuvo abierta oyó agua que corría. Luego oyó voces y enseguida salió otra vez la mujer.

– Todavía está en la ducha y asegura que no le pasa nada. Me ha dicho que iba a estar un poco más.

– Vale, gracias.

La empleada volvió a su puesto y Bosch miró el reloj. El embarque de su vuelo no empezaría hasta dentro de al menos una hora. Había tiempo. Volvió al vestíbulo y se sentó en la silla más cercana al pasillo que llevaba a las duchas. Mantuvo la vigilancia todo el tiempo.

No podía imaginar cuáles eran los pensamientos de Madeline. Sabía que necesitaba ayuda y que él no estaba preparado para proporcionársela. Su idea principal era sencilla: volver con ella a Los Ángeles y allí ya vería. Ya tenía en mente a quién iba a llamar para que se ocupara de Maddie una vez allí.

Justo cuando se anunció el embarque de su vuelo en el vestíbulo, Madeline apareció en el pasillo con el pelo negro mojado y peinado hacia atrás. Llevaba la misma ropa que se había puesto en el coche, pero había añadido una sudadera con capucha. Por alguna razón tenía frío.

– ¿Estás bien? -preguntó Bosch.

La muchacha no respondió, se limitó a detenerse delante de Bosch con la cabeza baja.

– Lo sé, es una pregunta estúpida -dijo Harry-. Pero ¿estás preparada para volar? Acaban de llamar para nuestro vuelo. Hemos de irnos.

– Estoy lista. Sólo quería una buena ducha caliente.

– Entiendo.

Salieron del vestíbulo y se encaminaron a la puerta. Al acercarse, Bosch vio que no había más seguridad de la habitual. Les cogieron los billetes, comprobaron sus pasaportes y les permitieron embarcar.

El avión era un modelo grande de dos pisos con la cabina del piloto en el nivel superior y la de primera clase justo debajo del morro de la aeronave. Un auxiliar de vuelo les informó de que eran los únicos viajeros de primera clase y que podían elegir sus asientos. Ocuparon los dos de la fila delantera y sintieron que tenían el avión para ellos solos. Bosch no pensaba apartar los ojos de su hija hasta que estuvieran en Los Ángeles.

Cuando el avión se llenó, el piloto se puso al altavoz y anunció que pasarían trece horas en el aire. Duraba menos que el vuelo de ida porque los vientos les eran favorables. No obstante, estarían viajando contra los husos horarios. Aterrizarían en Los Ángeles a las 21.30 del domingo, dos horas antes de que despegaran de Hong Kong.

Bosch hizo los cálculos y se dio cuenta de que el día sumaría treinta y nueve horas antes de que terminara. El día más largo de su vida.

Finalmente, el gran avión recibió autorización para despegar a tiempo. Rodó por la pista, ganó velocidad y ascendió ruidosamente al cielo oscuro. Bosch respiró con un poco más de facilidad al mirar por la ventanilla y ver las luces de Hong Kong desapareciendo bajo las nubes. Esperaba no volver nunca más.

Su hija se estiró sobre el espacio entre sus asientos y le agarró la mano. Bosch la miró a los ojos. Estaba llorando otra vez. Le apretó la mano y asintió.

– Todo irá bien, Maddie.

Ella le devolvió la señal de asentimiento y se contuvo.

Después de que el avión se equilibrase, el auxiliar de vuelo fue a ofrecerles comida y bebida, pero Bosch y su hija no querían nada. Madeline vio una película de vampiros adolescentes y luego puso el asiento en posición horizontal -uno de los lujos de la primera clase- y se acostó.

Enseguida estuvo profundamente dormida y Bosch visualizó que se estaba desarrollando alguna clase de proceso de sanación interno. Los ejércitos del sueño cargaban en el cerebro de su hija y atacaban los malos recuerdos.

Se inclinó y besó suavemente a Maddie en la mejilla. Mientras segundos, minutos y horas avanzaban hacia atrás, Bosch observó durmiendo a su hija y deseó lo imposible: que el tiempo retrocediera lo suficiente para que empezara todo el día entero. Ésa era la fantasía; la realidad era que su vida estaba casi tan significativamente alterada como la de su hija. Ahora Maddie estaba con él, y Bosch sabía que no importaba lo que hubiera hecho o causado hasta este punto de su vida: su hija sería su billete a la redención.

Si podía protegerla y servirla, tendría la oportunidad de resarcirse. De todo.

Tenía intención de mantener la vigilancia sobre ella toda la noche, pero el agotamiento lo venció al fin y cerró los ojos. Enseguida soñó con un sitio al lado del río. Había una mesa fuera con un mantel blanco agitado por el viento. Estaba sentado a un lado de la mesa y Eleanor y Madeline le sonreían desde el otro. Era el sueño de un lugar que nunca había existido y que nunca existiría.