174853.fb2 Nueve Dragones - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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TERCERA PARTE. TERCERA PARTE. Proteger y servir

39

El último obstáculo era el control de aduanas e inmigración en Los Ángeles. El agente de la cabina revisó sus pasaportes y ya estaba listo para estampar rutinariamente el sello cuando algo del ordenador captó su atención. Bosch contuvo el aliento.

– Señor Bosch, ¿ha estado en Hong Kong menos de un día?

– Exacto. Ni siquiera he tenido que facturar la maleta. Sólo he ido a recoger a mi hija.

El agente asintió como si comprendiera y lo hubiera visto antes. Estampó el sello en los pasaportes. Miró a Madeline y dijo:

– Bienvenida a Los Ángeles, señorita.

– Gracias.

Era casi medianoche cuando llegaron a la casa de Woodrow Wilson Drive. Bosch llevó la mochila a la habitación de invitados y su hija lo siguió. Conocía la habitación porque la había usado en varias visitas.

– Ahora que vas a vivir aquí, podemos arreglar el cuarto como más te guste -dijo Bosch-. Sé que tenías muchos pósters y cosas en Hong Kong. Puedes hacer lo que quieras aquí.

Había dos cajas de cartón apiladas en el rincón que contenían expedientes de viejos casos que Bosch había copiado.

– Sacaré esto de aquí.

Las fue llevando de una en una a su habitación. Continuó hablando con ella mientras iba pasillo arriba, pasillo abajo.

– Sé que no tienes cuarto de baño privado, pero el de invitados del pasillo es para ti. No tengo muchos invitados de todos modos.

Después de trasladar las cajas, Bosch se sentó en la cama y miró a su hija, que aún estaba de pie en medio del dormitorio. La expresión de su rostro conmocionó a Bosch. Se dio cuenta de que Maddie estaba recibiendo el impacto de la realidad de la situación. No importaba que hubiera expresado repetidamente su deseo de vivir en Los Ángeles; ahora iba a estar allí de un modo permanente y asimilarlo era una tarea de enormes proporciones.

– Maddie, quiero decirte algo -dijo-: Estoy acostumbrado a ser tu padre cuatro semanas al año. Eso fue fácil, pero esto va a ser difícil. Voy a cometer errores y necesitaré que seas paciente conmigo mientras aprendo. Pero prometo hacerlo lo mejor que pueda.

– Vale.

– Bueno, ¿qué necesitas? ¿Tienes hambre? ¿Estás cansada? ¿Qué?

– No, estoy bien. Supongo que no debería haber dormido tanto en el avión.

– No importa. Lo necesitabas, Y dormir siempre es bueno. Cura.

Maddie asintió y contempló el dormitorio con extrañeza. Era una habitación de invitados básica: una cama, una cómoda y una mesa con una lámpara.

– Mañana iremos a buscar una tele para ponerla aquí. Una de esas pantallas planas. Y también un ordenador y un escritorio. Hemos de ir a comprar muchas cosas.

– Creo que necesito un teléfono móvil nuevo. Quick cogió el mío.

– Sí, también compraremos un móvil nuevo. Tengo tu tarjeta de memoria del último, así que no has perdido tus contactos.

Su hija lo miró y Bosch se dio cuenta de que había cometido un error.

– ¿Tienes la tarjeta? ¿Te la dio Quick? ¿Estaba su hermana allí?

Bosch levantó las manos en un gesto de calma y negó con la cabeza.

– No vi a Quick ni a su hermana. Encontré tu teléfono, pero estaba roto. Lo único que conseguí fue la tarjeta de memoria.

– Ella trató de salvarme. Descubrió que Quick iba a venderme y trató de impedirlo. Pero la sacó del coche de una patada.

Bosch esperó que dijera más, pero eso fue todo. Quería plantearle a Maddie más preguntas sobre el hermano y la hermana; nada era más fuerte que su rol de policía, salvo su rol de padre. No era el momento adecuado. Tenía que calmarla y situarla. Ya habría tiempo después para ser policía, para preguntarle sobre Quick y He y contarle lo que les había ocurrido.

Estudió el rostro de su hija. Parecía vaciado de toda emoción. Todavía se la veía cansada pese a lo mucho que había dormido en el avión.

– Todo irá bien, Maddie. Te lo prometo.

Ella asintió.

– Um, ¿crees que puedo quedarme sola un rato aquí?

– Claro. Es tu habitación. Yo tengo que hacer unas llamadas. -Harry se levantó y se dirigió a la puerta. Vaciló cuando estaba cerrándola y volvió a mirarla-. ¿Me avisarás si necesitas algo?

– Sí, papá. Gracias.

Bosch cerró la puerta y fue al salón. Sacó el teléfono y llamó a David Chu.

– Soy Bosch. Perdone que llame tan tarde.

– No hay problema. ¿Cómo va allí?

– Estoy en Los Ángeles.

– ¿Ha vuelto? ¿Y su hija?

– Está a salvo. ¿Cómo va el caso Chang?

Hubo una vacilación antes de que Chu respondiera. No quería ser el mensajero.

– Bueno, saldrá por la mañana. No tenemos nada de que acusarlo.

– ¿Y la extorsión?

– Hice un último intento con Li y Lam hoy. No presentarán denuncia formal. Están demasiado asustados de la tríada. Li dijo que alguien llamó y lo amenazó.

Bosch pensó un momento en la llamada amenazadora que había recibido el viernes. Supuso que había sido la misma persona.

– Así que Chang saldrá del centro de detención por la mañana y se dirigirá al aeropuerto -dijo-. Se meterá en un avión y nunca volveremos a verlo.

– Parece que a éste lo hemos perdido, Harry.

Bosch negó con la cabeza, con la rabia hirviendo en su interior.

– Malditos hijos de puta.

Bosch se dio cuenta de que su hija podía oírlo. Abrió una de las correderas del salón y salió a la terraza de atrás. El sonido de la autovía en el desfiladero ayudaría a ahogar la conversación.

– Iban a vender a mi hija -dijo-. Por sus órganos.

– Dios -exclamó Chu-. Pensaba que sólo trataban de intimidarle.

– Le sacaron sangre y parece que coincidía con la de alguien con mucho dinero, porque cambiaron de planes.

– A lo mejor le hicieron un análisis de sangre para comprobar que estaba limpia antes de…

Se detuvo, dándose cuenta de que el escenario alternativo no era reconfortante. Cambió de tema.

– ¿Ha vuelto con usted, Harry?

– Le he dicho que está a salvo.

Bosch sabía que Chu interpretaría su respuesta evasiva como falta de confianza, pero ¿y qué? No pudo evitarlo después del día que había tenido. Trató de hablar de otra cosa.

– ¿Cuándo fue la última vez que habló con Ferras y Gandle?

– No he hablado con su compañero desde el viernes; sí con el teniente hace un par de horas. Quería saber cómo iban las cosas. También está muy cabreado.

Era casi medianoche del domingo y los diez carriles de la autovía seguían repletos. El aire era cortante y frío, un cambio agradable respecto a Hong Kong.

– ¿Quién se supone que ha de decirle a la fiscalía que lo suelte? -preguntó Bosch.

– Iba a llamar por la mañana, a menos que usted quiera hacerlo.

– No estoy seguro de si estaré allí por la mañana. Ocúpese usted, pero espere a llamar hasta las diez.

– Claro, pero ¿por qué a las diez?

– Me daría tiempo a llegar allí y decirle adiós al señor Chang.

– Harry, no haga nada que pueda lamentar.

Bosch pensó brevemente en los últimos tres días.

– Es demasiado tarde para eso.

Bosch terminó la llamada con Chu y se quedó apoyado en la barandilla, contemplando la noche. Ciertamente había algo seguro en estar en casa, pero no pudo evitar pensar en lo que había perdido y dejado atrás. Era como si los espíritus hambrientos de Hong Kong lo hubieran seguido a través del Pacífico.

– ¿Papá?

Se volvió. Su hija estaba en el umbral.

– Eh, peque.

– ¿Estás bien?

– Claro, ¿por qué?

Salió a la terraza y se quedó a su lado, junto a la barandilla.

– Parecías enfadado al teléfono.

– Es sobre el caso. No está yendo bien.

– Lo siento.

– No es culpa tuya. Pero escucha, por la mañana he de echar una carrera al centro. Haré unas llamadas para ver si puedo conseguir que alguien te cuide mientras estoy fuera. Y luego cuando vuelva iremos a comprar, como hemos quedado. ¿Vale?

– ¿Te refieres a una canguro?

– No…, o sea, sí, supongo.

– Papá, no he tenido canguro ni niñera desde que tenía unos doce años.

– Sí, bueno, eso fue hace un año.

– Creo que estaré bien sola. No sé, mamá me deja ir sola al centro comercial después de la escuela.

Bosch se fijó en su uso del presente. Estuvo tentado de decirle que el plan de permitirle ir sola al centro comercial no había ido muy bien, pero fue lo bastante listo para esperar a otro momento. El resumen era que tenía que considerar la seguridad de su hija por encima de todo lo demás. ¿Las fuerzas que la habían raptado en Hong Kong podían encontrarla allí en su casa?

Parecía improbable, pero aunque sólo existiera una pequeña posibilidad, no podía arriesgarse a dejarla sola. El problema era que en realidad no sabía a quién llamar. No estaba conectado con el barrio; era el poli al que llamaban cuando había un problema, pero por lo demás nunca se había relacionado con nadie en la calle, al menos con nadie que no fuera poli. No sabía quién era de fiar o era distinto de un completo desconocido que eligiera de la lista de canguros de la guía telefónica. Estaba perdido y empezaba a darse cuenta de que no tenía ni idea de cómo educar a su propia hija.

– Maddie, escucha, ésta es una de esas veces en que te he dicho que vas a tener que ser paciente conmigo. No quiero dejarte sola; todavía no. Puedes quedarte en tu habitación si quieres, probablemente todavía te entre sueño por el jet lag. Pero quiero que haya un adulto en la casa contigo. Alguien en quien pueda confiar.

– Como quieras.

Pensar en que era el poli del barrio de repente le metió otra idea en la cabeza.

– Vale, hay otra posibilidad. Si no quieres canguro, tengo otra idea: hay un instituto al pie de la colina, una escuela secundaria pública. Creo que las clases empezaron la semana pasada porque vi muchos coches de camino al trabajo. No sé si es donde terminarás yendo o si intentaremos que asistas a un centro privado, pero puedo llevarte allí para que eches un vistazo. Puedes sentarte en una clase o dos a ver qué te parece mientras yo voy al centro. ¿Qué opinas? Conozco a la subdirectora y confío en ella. Cuidará de ti.

Su hija se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y contempló la vista durante unos momentos antes de responder.

– Supongo que estaría bien.

– Pues perfecto, eso haremos. Llamaré por la mañana y lo arreglaré.

«Problema resuelto», pensó Bosch.

– Papá.

– ¿Qué, peque?

– He oído lo que decías por teléfono.

Se quedó de piedra.

– Lo siento. Trataré no usar esa clase de lenguaje más. Y nunca cerca de ti.

– No, no me refería a eso. Me refiero a cuando estabas aquí. Lo que dijiste de que iban a venderme por mis órganos. ¿Es verdad?

– No lo sé, cielo. No sé cuál era el plan exacto.

– Quick me sacó sangre. Dijo iba a mandártela para que pudieras comprobar mi ADN y que supieras que me habían secuestrado de verdad.

Bosch asintió.

– Sí, bueno, te estaba mintiendo. El vídeo que envió era suficiente para convencerme. La sangre no era necesaria. Te estaba mintiendo, Mad. Te traicionó y tuvo lo que merecía.

Maddie se volvió inmediatamente hacia él y Bosch se dio cuenta de que había resbalado otra vez.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué le pasó?

Bosch no quería mentir a su hija. También sabía que Maddie obviamente se preocupaba por la hermana de Quick, y quizá también por éste. Probablemente todavía no comprendía el alcance de su traición.

– Está muerto.

Se quedó sin respiración y se llevó las manos a la boca.

– ¿Lo ma…?

– No, Maddie, no fui yo. Lo encontré muerto al mismo tiempo que encontré tu teléfono. Supongo que en cierto modo te gustaba, lo siento. Pero te traicionó, peque, y he de decírtelo: puede que lo hubiese hecho yo mismo si lo hubiera encontrado vivo. Vamos adentro.

Bosch se volvió de la barandilla.

– ¿Y He?

Bosch se detuvo y se volvió a mirarla.

– No lo sé.

Se acercó a la puerta y entró. Allí estaba: había mentido a su hija por primera vez. Lo hizo por ahorrarle más dolor, pero no importaba. Ya sentía que estaba empezando a deslizarse por la pendiente.

40

A las once de la mañana del lunes, Bosch se hallaba a las puertas de los calabozos del centro de la ciudad, esperando a que pusieran en libertad a Bo-jing Chang. No estaba seguro de adónde ir ni de qué decirle al asesino cuando saliera por aquella puerta como un hombre libre, pero sabía que no podía dejar pasar el momento. Si la detención de Chang había sido el desencadenante de todo lo que había ocurrido en Hong Kong -incluida la muerte de Eleanor Wish-, Bosch no podría vivir consigo mismo si no se enfrentaba al hombre cuando tenía la oportunidad.

Su teléfono sonó en el bolsillo y estuvo tentado de no responder por no arriesgarse a perderse a Chang, pero vio en la pantalla que era el teniente Gandle. Atendió la llamada.

– He oído que has vuelto.

– Sí, iba a llamarle.

– ¿Tienes a tu hija?

– Sí, está a salvo.

– ¿Dónde?

Bosch vaciló, pero no mucho rato.

– Está conmigo.

– ¿Y su madre?

– Sigue en Hong Kong.

– ¿Cómo os vais a organizar?

– Va a vivir conmigo, al menos por el momento.

– ¿Qué pasó allí? ¿Algo por lo que tengamos que preocuparnos?

Bosch no estaba seguro de qué contarle. Decidió decirlo.

– Espero que no salpique, pero nunca se sabe.

– Te haré saber lo que oiga. ¿Vas a venir?

– Hoy no. Necesito tomarme un par de días para situar a mi hija y pensar en la escuela y esas cosas. Quiero conseguirle un psicólogo.

– ¿Es tiempo blanco o vacaciones? He de anotarlo.

Las horas compensadas se conocían como «tiempo blanco» en el Departamento de Policía de Los Ángeles, por el formulario blanco en el que lo anotaban los supervisores.

– No importa. Creo que tengo tiempo blanco.

– Te lo apuntaré. ¿Estás bien, Harry?

– Estoy bien.

– Supongo que Chu te ha dicho que van a soltar a Chang.

– Sí, lo sé.

– El capullo de su abogado ya ha estado aquí esta mañana para recoger su maleta. Lo siento, Harry, no podemos hacer nada. No hay caso y esos dos peleles del valle no nos van a ayudar a retenerlo por extorsión.

– Ya.

– No ha ayudado que tu compañero se haya pasado el fin de semana en casa. Dijo que estaba enfermo.

– Sí, bueno…

Bosch había llegado al límite de su paciencia con Ferras, pero eso era entre ellos. Todavía no iba a discutirlo con Gandle.

La puerta del edificio se abrió y Bosch vio que aparecía un hombre asiático vestido con traje y portando un maletín. No era Chang. El tipo aguantó la puerta con el cuerpo e hizo una seña a un coche que esperaba calle arriba. Bosch sabía que era el final. El hombre del traje era un abogado defensor muy conocido llamado Anthony Wing.

– Teniente, he de colgar. ¿Puedo volver a llamarle?

– Llámame cuando decidas cuántos días vas a tomarte y cuándo puedo volver a ponerte en la agenda. Entre tanto, encontraré algo para que Ferras lo haga. En comisaría.

– Le llamaré después.

Bosch cerró el teléfono justo cuando un Cadillac Escalade negro pasaba a escasa velocidad y Bo-jing Chang salía de la puerta del edificio de los calabozos. Bosch se interpuso en el camino entre él y el todoterreno. Wing se interpuso entonces entre Bosch y Chang.

– Disculpe, detective -dijo Wing-. Le está impidiendo el paso a mi cliente.

– ¿Es eso lo que estoy haciendo, «impedir»? ¿Y qué ocurre con que él impidiera vivir a John Li?

Bosch vio que Chang hacía una mueca y negaba con la cabeza detrás de Wing. Oyó el portazo de un coche tras él y el abogado dirigió su atención a un lugar situado a la espalda de Harry.

– Grabad esto -ordenó.

Bosch miró por encima del hombro y vio a un hombre con una cámara de vídeo que acababa de bajar del todoterreno. La lente de la cámara estaba enfocada en Bosch.

– ¿Qué hacéis?

– Detective, si toca o acosa al señor Chang de alguna manera, quedará documentado y será ofrecido a los medios.

Bosch se volvió hacia Wing y Chang. La mueca de éste se había convertido en una sonrisa de satisfacción.

– ¿Crees que ha terminado, Chang? No me importa dónde vayas, pero no se ha acabado. Tu gente lo ha convertido en algo personal, capullo, y yo no lo olvido.

– Detective, apártese -dijo Wing, claramente actuando para la cámara-. El señor Chang se va porque es inocente de los cargos que han tratado de urdir contra él. Regresa a Hong Kong por el acoso del Departamento de Policía de Los Ángeles. Por su culpa, no puede seguir disfrutando de la vida que ha llevado aquí desde hace varios años.

Bosch se apartó y dejó pasar al coche.

– Es un mentiroso, Wing. Coja su cámara y métasela por el culo.

Chang se sentó en el asiento de atrás del Escalade, luego Wing hizo una señal al cámara para que ocupara el asiento delantero.

– Ahora tiene su amenaza grabada en vídeo, detective -dijo Wing-. No lo olvide.

Wing entró al lado de Chang y cerró la puerta. Bosch se quedó allí, observando cómo se alejaba el enorme todoterreno, probablemente para llevar a Chang directo al aeropuerto para completar su huida legal.

Cuando Bosch volvió a la escuela, fue al despacho de la subdirectora para preguntar cómo había ido. Esa mañana Sue Bambrough había accedido a que Madeline asistiera a las clases de octavo grado y viera si le gustaba el centro. Cuando llegó Bosch, Bambrough le pidió que se sentara y procedió a decirle que su hija aún seguía en clase y que se estaba adaptando muy bien. Bosch se sorprendió. Su hija llevaba menos de doce horas en Los Ángeles después de perder a su madre y de pasar un fin de semana atroz en cautividad. Harry se temía que el contacto con el instituto fuera desastroso.

Bosch ya conocía a Bambrough. Un par de años antes, un vecino que tenía un hijo en esa escuela le pidió que diese una charla en clase sobre delincuencia y trabajo policial. Bambrough fue una administradora brillante y práctica, y entrevistó a Bosch en profundidad antes de permitirle dirigirse a ningún estudiante. Casi nunca lo habían interrogado tan a conciencia, ni siquiera un abogado en un tribunal. Bambrough tenía una opinión crítica sobre la calidad del trabajo policial en la ciudad, pero sus argumentos estaban bien pensados y articulados. Bosch la respetaba.

– La clase termina dentro de diez minutos -dijo Bambrough-. Entonces le llevaré con ella. Hay algo que me gustaría hablar con usted antes, detective Bosch.

– Ya le dije la última vez que me llamara Harry. ¿De qué quiere hablarme?

– Bueno, a su hija le gusta contar historias. La han oído en el recreo de media mañana diciendo que acaba de llegar de Hong Kong porque han asesinado a su madre y a ella la han secuestrado. Me preocupa que quiera agrandarse para…

– Es verdad. Todo.

– ¿Qué quiere decir?

– La secuestraron y mataron a su madre cuando trataba de rescatarla.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Cuándo ocurrió?

Bosch lamentó no haberle contado a Bambrough la historia completa esa mañana. Simplemente le había dicho que su hija iba a vivir con él y que quería conocer la escuela.

– Este fin de semana -respondió-. Llegamos anoche de Hong Kong.

Bambrough puso cara de haber encajado un puñetazo.

– ¿Este fin de semana? ¿Me está diciendo la verdad?

– Por supuesto que sí. Maddie ha pasado un mal trago. Puede que sea demasiado pronto para que venga a la escuela, pero esta mañana tenía una cita que no podía eludir. Ahora la llevaré a casa y si quiere volver dentro de unos días, la llamaré.

– Bueno, ¿cuenta con ayuda psicológica? ¿Le han hecho un reconocimiento físico?

– Estoy trabajando en todo eso.

– No tenga miedo de pedir ayuda. A los chicos les gusta hablar de cosas, pero a veces no lo hacen con sus padres. He descubierto que los niños tienen una capacidad innata para saber lo que necesitan para restablecerse y sobrevivir. Sin su madre y con usted como padre a tiempo completo novato, Madeline podría necesitar una persona externa con la que hablar.

Bosch asintió al final del sermón.

– Tendrá todo lo que necesite. ¿Qué he de hacer si quiere venir a este instituto?

– Sólo llámeme. Está en el distrito y tenemos plaza. Habrá un poco de papeleo para la matrícula y necesitaremos su expediente de Hong Kong. Necesitará su certificado de nacimiento y nada más.

Bosch se dio cuenta de que el certificado de nacimiento de su hija probablemente estaba en el apartamento de Hong Kong.

– No tengo certificado de nacimiento. Tendré que solicitar uno. Creo que nació en Las Vegas.

– ¿Cree?

– No la conocí hasta que ya tenía cuatro años. Entonces vivía con su madre en Las Vegas y supongo que nació allí. Puedo preguntárselo.

Bambrough pareció aún más desconcertada.

– Tengo su pasaporte -ofreció Bosch-. Dirá dónde nació. Pero no lo he mirado.

– Bueno, podemos arreglarnos con eso hasta que consiga el certificado de nacimiento. Creo que ahora lo importante es ocuparse de que su hija reciba ayuda psicológica. Es un trauma terrible para ella. Ha de hablar con un terapeuta.

– No se preocupe, lo haré.

Sonó un timbre de cambio de clases y Bambrough se levantó. Salieron del despacho y caminaron hasta el pasillo principal. El campus era largo y estrecho porque estaba construido en la ladera. Bosch vio que Bambrough aún estaba tratando de asimilar lo sabía que Madeline acababa de superar.

– Es una niña fuerte -dijo Bosch.

– Tendrá que serlo después de una experiencia como ésa.

Bosch quería cambiar de tema.

– ¿En qué clases ha estado?

– Ha empezado con matemáticas y luego, después de una breve pausa, ciencias sociales. Después ha almorzado y ahora acaba de terminar clase de español.

– Estudiaba chino en Hong Kong.

– Estoy segura de que es sólo uno de los muchos cambios difíciles que tendrá que superar.

– Ya le he dicho que es fuerte. Creo que lo conseguirá.

Bambrough se volvió y sonrió mientras caminaba.

– Como su padre, supongo.

– Su madre era más fuerte.

Los niños estaban abarrotando el pasillo con el cambio de clases. Bambrough vio a la hija de Bosch antes que él.

– ¡Madeline! -la llamó.

Bosch saludó. Maddie iba caminando con dos niñas y parecía que ya eran amigas. Les dijo adiós y se acercó corriendo.

– Hola, papá.

– Eh, ¿qué tal ha ido?

– Supongo que bien.

Hablaba con timidez, y Bosch no supo si era porque la subdirectora estaba allí al lado con ellos.

– ¿Qué tal el castellano? -preguntó Bambrough.

– He estado un poco perdida…

– He oído que estudiabas chino. Es un idioma mucho más difícil. Creo que te pondrás al día enseguida con el castellano.

– Supongo.

Bosch decidió ahorrarle la charla.

– Bueno, ¿estás preparada, Mad? Hemos de ir de compras hoy, ¿recuerdas?

– Claro, estoy lista.

Bosch miró a Bambrough y asintió.

– Gracias por todo. Estaremos en contacto.

La niña también le dio las gracias y salieron de la escuela. Una vez que llegaron al coche, Bosch enfiló la colina hacia su casa.

– Bueno, ahora que estamos solos, ¿qué te ha parecido, Mad?

– Eh, estaba bien. No es lo mismo, ¿sabes?

– Claro. Podemos mirar algunas escuelas privadas. Hay unas pocas cerca, del lado del valle.

– No quiero ser una chica del valle, papá.

– No creo que seas nunca una chica del valle. De todos modos, no se trata de a qué cole vas.

– Creo que este instituto estará bien -dijo después de pensarlo un poco-. He conocido a unas niñas y eran muy majas.

– ¿Estás segura?

– Creo que sí. ¿Puedo empezar mañana?

Bosch la miró y luego volvió a concentrarse en la carretera de curvas.

– Es un poco pronto, ¿no? Llegaste anoche.

– Ya, pero ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Quedarme todo el día sentada en casa, llorando?

– No, pero pensaba que si nos tomábamos las cosas con calma, podríamos…

– No quiero retrasarme. El curso empezó la semana pasada.

Bosch pensó un momento en lo que Bambrough había dicho sobre que los chicos sabían lo que necesitaban para restablecerse. Decidió confiar en el instinto de su hija.

– Vale, si sientes que es lo correcto, volveré a llamar a la señora Bambrough y le diré que quieres matricularte. Por cierto, naciste en Las Vegas, ¿verdad?

– ¿Quieres decir que no lo sabes?

– Sí lo sé. Sólo quiero asegurarme porque tengo que pedir una copia de tu certificado de nacimiento para la escuela.

Maddie no respondió. Bosch aparcó en la cochera de al lado de la casa.

– Entonces Las Vegas, ¿eh?

– ¡Sí! No lo sabías. ¡Por Dios!

Antes de que pudiera pensar una respuesta, a Bosch lo salvó el teléfono. Sonó y lo sacó. Sin mirar la pantalla, le dijo a su hija que tenía que cogerlo.

Era Ignacio Ferras.

– Harry, he oído que has vuelto y que tu hija está a salvo.

Había tardado en recibir la noticia. Bosch abrió la puerta de la cocina y la sostuvo para que entrara su hija.

– Sí, estamos bien.

– ¿Te vas a tomar unos días?

– Ése es el plan. ¿En qué estás trabajando?

– Oh, unas pocas cosas. Escribo unos informes sobre John Li.

– ¿Para qué? Ha terminado. La hemos cagado.

– Lo sé, pero hemos de completar el archivo y necesito presentar al tribunal los resultados de la orden de registro. Por eso te llamaba. Te fuiste el viernes sin dejar notas de lo que encontraste en los registros del teléfono y la maleta. Ya he escrito el registro del coche.

– Sí, bueno, no encontré nada. Ésa es una razón por la que no tenemos caso, ¿recuerdas?

Bosch lanzó las llaves sobre la mesa del comedor y vio que su hija enfilaba el pasillo hacia su habitación. Sentía un creciente malestar con Ferras. En cierto momento contempló la idea de ser el mentor del joven detective y enseñarle el oficio, pero por fin estaba aceptando la realidad de que Ferras nunca se recuperaría de haber sido herido en acto de servicio. Físicamente sí; mentalmente, no. Nunca volvería a estar al ciento por ciento. Sería un burócrata.

– ¿Entonces pongo que ningún resultado? -preguntó Ferras.

Bosch pensó un instante en la tarjeta del servicio de taxis de Hong Kong. Había sido un callejón sin salida y no valía la pena mencionarlo en la orden de registro que se enviaría al juez.

– Sí, ningún resultado. No había nada.

– Y nada en el teléfono.

De repente Bosch se dio cuenta de algo, pero también supo en el mismo instante que probablemente era demasiado tarde.

– Nada en el teléfono, pero ¿habéis mirado los registros de la compañía telefónica?

Chang podía haber borrado todos los registros de su teléfono, pero no habría podido eliminar los que guardaba la compañía telefónica. Hubo una pausa antes de que Ferras respondiera.

– No, pensé… Tú tenías el teléfono, Harry. Creí que habrías contactado con la compañía telefónica.

– No lo hice porque me estaba yendo a Hong Kong.

Todas las empresas de telefonía habían establecido protocolos para recibir y aceptar órdenes de registro. Normalmente suponía enviar por fax la solicitud firmada a la oficina de relaciones legales. Era una cosa fácil de hacer, pero había caído en el olvido. Ahora habían soltado a Chang y probablemente se había largado.

– Maldita sea -dijo Bosch-, deberías haberte ocupado de eso, Ignacio.

– ¿Yo? Tú tenías el teléfono, Harry. Pensaba que te ocuparías tú.

– Tenía el teléfono pero tú te encargabas de las órdenes. Deberías haberlo comprobado antes de irte el viernes.

– Es una chorrada, tío. ¿Vas a echarme la culpa de esto?

– Nos culpo a los dos. Sí, yo podría haberme ocupado, pero tú deberías haberte asegurado de que estaba hecho. No lo hiciste porque te fuiste pronto el viernes y lo descuidaste. Has estado descuidando todo el trabajo, compañero.

Ahí estaba, ya lo había dicho.

– Y tú estás cargado de mierda, compañero. ¿Quieres decir que como no soy como tú, como no pierdo a mi familia por el trabajo y no los pongo en riesgo lo estoy descuidando? No sabes de qué estás hablando.

Bosch se quedó mudo por la pulla verbal. Ferras le había golpeado justo en el sitio donde había habitado las últimas setenta y dos horas. Finalmente se sobrepuso y volvió a hablar.

– Ignacio -dijo con calma-. Esto no funciona. No sé cuándo volveré a la brigada esta semana, pero cuando llegue allí hablaremos.

– Vale. Aquí estaré.

– Por supuesto que sí. Siempre estás en la brigada. Te veré entonces.

Bosch cerró el teléfono antes de que Ferras pudiera protestar a su pulla final. Bosch estaba seguro de que Gandle le apoyaría cuando pidiera un nuevo compañero. Volvió a la cocina para coger una cerveza y olvidarse de la conversación. Abrió la nevera y empezó a meter la mano, pero se detuvo: era demasiado temprano y tenía que llevar a su hija en coche por todo el valle durante el resto de la tarde.

Cerró la nevera y caminó por el pasillo. La puerta de la habitación de su hija estaba cerrada.

– Maddie, ¿estás lista?

– Me estoy cambiando. Saldré en un minuto.

Había respondido en un tono cortante de «no me molestes». Bosch no estaba seguro de cómo interpretarlo. El plan era ir primero a la tienda de teléfonos y luego a buscar ropa, muebles y un ordenador portátil. Iba a darle a su hija todo lo que quisiera, y ella lo sabía. Sin embargo, Maddie estaba siendo cortante y él no estaba seguro de por qué. Un día en el trabajo de padre a tiempo completo y ya se sentía perdido en el desierto.

41

Ala mañana siguiente, Bosch y su hija se pusieron a montar algunas de las compras del día anterior. Maddie no fue a clase porque su matriculación tardaría un día más en superar la burocracia de la escuela pública, un retraso bien recibido por Bosch porque les daba más tiempo para estar juntos.

Los primeros artículos en la cadena de montaje eran la mesa y silla de ordenador que habían elegido en la tienda IKEA de Burbank. Se habían pasado cuatro horas de compras, acumulando material escolar, ropa, artículos de electrónica y muebles. Habían llenado por completo el coche y Bosch se había quedado con una sensación de culpa que desconocía. Sabía que comprarle a su hija todo lo que ésta señalaba o pedía era una forma de tratar de comprar su felicidad y el perdón que con un poco de fortuna lo acompañaría.

Había apartado la mesa de centro y extendido las piezas del escritorio prefabricado en el suelo de la sala. Las instrucciones decían que podían completarse con sólo una herramienta: una pequeña llave Allen incluida en el paquete. Harry y Madeline estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas, tratando de entender el plano de montaje.

– Parece que has de empezar poniendo los paneles laterales de la mesa -dijo Madeline.

– ¿Estás segura?

– Sí. Mira, donde pone uno es parte del primer paso.

– Pensaba que sólo significaba que hay una de esas piezas.

– No, porque hay dos paneles laterales y están marcados uno. Creo que significa paso uno.

– Ah.

Sonó un teléfono y se miraron el uno al otro. Madeline había elegido un teléfono nuevo el día anterior, otra vez idéntico al de su padre. Como no había seleccionado un tono personalizado, los dos móviles sonaban igual.

A lo largo de la mañana, Maddie había recibido una serie de llamadas de amigas de Hong Kong a las que les había mandado mensajes comunicándoles que se había trasladado a Los Ángeles.

– Creo que es el tuyo -dijo ella-. He dejado el mío en la habitación.

Bosch se puso lentamente en pie. Le dolían las rodillas después de estar un rato con las piernas cruzadas. Fue a la mesa del comedor para cogerlo antes de que colgaran.

– Harry, soy la doctora Hinojos, ¿cómo está?

– Desconectando, doctora. Gracias por llamar.

Bosch abrió la corredera y salió a la terraza. Cerró la puerta tras de sí.

– Siento no haberle llamado hasta hoy -dijo Hinojos-. Los lunes son brutales aquí. ¿Qué pasa?

Hinojos dirigía la Sección de Ciencias del Comportamiento del departamento, la unidad que ofrecía servicios psiquiátricos al personal. Bosch la conocía desde hacía casi quince años, cuando a ella era psicóloga y le tocó evaluarlo después de un altercado físico con su supervisor en la División de Hollywood.

Bosch habló en voz baja.

– Quería preguntarle si podría hacerme un favor.

– Depende.

– Quiero que hable con mi hija.

– ¿Su hija? Lo último que me dijo de ella era que vivía con su madre en Las Vegas.

– Se trasladaron. Ha vivido en Hong Kong los últimos seis años y ahora está conmigo. Su madre ha muerto.

Hubo una pausa antes de que Hinojos respondiera. Bosch recibió un pitido de llamada en espera, pero no hizo caso y aguardó a que ella hablara.

– Harry, sabe que sólo veo agentes de policía, no a sus familiares. Puedo derivarla a un psicólogo infantil.

– No quiero un psicólogo infantil; para eso ya tenía las páginas amarillas. Ahí es donde entra el favor. Quiero que hable con usted. Me conoce, yo la conozco.

– Pero Harry, no funciona así.

– La secuestraron en Hong Kong. Y a su madre la mataron cuando trataba de rescatarla. Lo ha pasado mal, doctora.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Cuándo ocurrió?

– Este fin de semana.

– ¡Oh, Harry!

– Sí, fatal. Necesita hablar con alguien además de conmigo. Quiero que sea con usted, doctora.

Otra pausa y de nuevo Bosch la dejó pasar. No tenía mucho sentido insistir con Hinojos. Bosch lo sabía por propia experiencia.

– Supongo que podría verla fuera de horas. ¿Ha pedido hablar con alguien?

– No, pero le he dicho que quería que lo hiciera y no ha protestado. Creo que usted le caerá bien. ¿Cuándo podría verla?

Bosch estaba insistiendo y lo sabía. Pero era por una buena causa.

– Bueno, tengo un rato hoy -dijo Hinojos-. Podría verla después de comer. ¿Cómo se llama?

– Madeline. ¿A qué hora?

– ¿Puede venir a la una?

– Claro. ¿Puedo llevarla allí o habrá algún problema?

– Aquí está bien. No lo registraré como sesión oficial.

El teléfono de Bosch pitó otra vez. Esta vez lo apartó para ver la identificación de llamada. Era el teniente Gandle.

– Vale, doctora -replicó Bosch-. Gracias.

– Me gustaría verle a usted también. Quizás usted y yo tendríamos que hablar. Sé que su ex mujer aún significaba mucho para usted.

– Ocupémonos de mi hija primero; luego podremos ocuparnos de mí. La dejaré allí y me iré, a lo mejor daré un paseo hasta Philippe’s o algo así.

– Hasta luego pues, Harry.

Bosch colgó y miró a ver si Gandle había dejado un mensaje. No había nada. Volvió a entrar y vio que su hija ya estaba montando la estructura principal del escritorio.

– Guau, niña, sabes lo que haces.

– Es muy fácil.

– A mí no me lo parece.

Acababa de sentarse en el suelo cuando el teléfono empezó a sonar en la cocina. Se levantó y corrió hacia él. Era un viejo teléfono montado en la pared sin identificador de llamada.

– Bosch, ¿qué estás haciendo?

Era el teniente Gandle.

– Le he dicho que me tomaba unos días.

– Necesito que vengas y traigas a tu hija.

Bosch estaba mirando el fregadero vacío.

– ¿A mi hija? ¿Para qué?

– Porque hay aquí dos tipos del Departamento de Policía de Hong Kong sentados en la oficina del capitán Dodds y quieren hablar contigo. No me dijiste que tu ex mujer había muerto, Harry. No me dijiste nada de todos los cadáveres que dicen que has dejado a tu paso allí.

Bosch hizo una pausa mientras sopesaba sus opciones.

– Dígales que estaré allí a la una y media -dijo al fin.

La respuesta de Gandle fue brusca.

– ¿A la una y media? ¿Para qué necesitas tres horas? Ven aquí ahora.

– No puedo, teniente. Les veré a la una y media.

Bosch colgó el teléfono y sacó el móvil del bolsillo. Sabía que la policía de Hong Kong llegaría antes o después, y ya tenía un plan sobre lo que tenía que hacer.

La primera llamada que hizo fue a Sun Yee. Sabía que era tarde en Hong Kong, pero no podía esperar. El teléfono sonó ocho veces y saltó un mensaje.

– Soy Bosch. Llámame cuando oigas esto.

Bosch colgó y se quedó un buen rato mirando el teléfono. Estaba preocupado. Era la una y media de la mañana en Hong Kong. No esperaba que Sun Yee estuviera alejado de su teléfono, a menos que no fuera por decisión propia.

Repasó la lista de contactos de su teléfono y encontró un número que no había usado en al menos un año.

Marcó el número y esta vez obtuvo una respuesta inmediata.

– Mickey Haller.

– Soy Bosch.

– ¿Harry? No pensaba…

– Creo que necesito un abogado.

Hubo una pausa.

– Vale, ¿cuándo?

– Ahora mismo.

42

Gandle salió como una exhalación de su despacho en el momento en que vio a Bosch entrando en la sala de la brigada.

– Bosch, te dije que vinieras aquí enseguida. ¿Por qué no has contestado…?

Se detuvo cuando vio quién entraba detrás de Bosch. Mickey Haller era un famoso abogado defensor. No había ningún detective en Robos y Homicidios que no lo conociera al menos de vista.

– ¿Es tu abogado? -dijo Gandle con expresión de asco-. Te he dicho que trajeras a tu hija, no a tu abogado.

– Teniente -dijo Bosch-, dejemos algo claro desde el principio: mi hija no forma parte de esta ecuación. El señor Haller está aquí para asesorarme y ayudarme a explicar a los hombres de Hong Kong que no cometí ningún crimen mientras estuve en la ciudad. Bueno, ¿me los va a presentar o he de hacerlo yo mismo?

Gandle vaciló, pero acabó cediendo.

– Por aquí.

El teniente los condujo a la sala de reuniones que estaba al lado de la oficina del capitán Dodds. Allí había dos hombres de Hong Kong esperando. Se levantaron cuando llegó Bosch y le dieron sus tarjetas. Alfred Lo y Clifford Wu. Ambos eran de la Unidad de Tríadas del Departamento de Policía de Hong Kong.

Bosch le presentó a Haller y le dieron tarjetas también a él.

– ¿Necesitamos un traductor, caballeros? -preguntó Haller.

– No -dijo Wu.

– Bueno, es un comienzo. ¿Por qué no nos sentamos y discutimos este asunto?

Todos, Gandle incluido, tomaron asiento en torno a la mesa de reuniones. Haller habló primero:

– Dejen que empiece diciendo que mi cliente, el detective Bosch, no renuncia en este momento a ninguno de sus derechos garantizados por la Constitución. Estamos en suelo americano y eso significa, caballeros, que no tiene obligación de hablar con ustedes. No obstante, también es detective y sabe a qué se enfrentan ustedes dos día a día. En contra de mi consejo, desea hablar con ustedes. Así que vamos a hacerlo de la siguiente manera: podrán hacer preguntas y él tratará de responderlas si yo lo considero oportuno. No habrá grabación de esta sesión, pero pueden tomar notas si lo desean. Esperamos que, cuando esta conversación termine, ustedes dos se marchen con una mejor comprensión de los sucesos de este pasado fin de semana en Hong Kong. Pero una cosa que está clara es que no se van a ir con el detective Bosch. Su cooperación en este asunto finaliza cuando concluya esta reunión.

Haller puntuó este primer aldabonazo con una sonrisa.

Antes de entrar en el Edificio de Administración de Policía, Bosch se había reunido con Haller durante casi una hora en el asiento trasero del Lincoln Town Car del abogado. El vehículo estaba aparcado en el parque canino próximo a Franklin Canyon y podían ver a la hija de Harry paseando y cuidando de los perros más sociables mientras ellos hablaban. Cuando terminaron llevaron a Maddie a su sesión con la doctora Hinojos y se dirigieron al EAP.

No estaban actuando en completo acuerdo, pero habían forjado una estrategia. Una rápida búsqueda en Internet en el portátil de Haller incluso les había proporcionado material de apoyo. Habían llegado preparados para defender el caso de Bosch ante los hombres de Hong Kong.

Como detective, Bosch caminaba por una cornisa. Quería que sus colegas del otro lado del Pacífico supieran lo que había ocurrido, pero no iba a ponerse en peligro él, ni tampoco a su hija ni a Sun Yee. Creía que todas sus acciones en Hong Kong estaban justificadas. Le dijo a Haller que había estado en situaciones de matar o morir iniciadas por otros, y eso incluía su encuentro con el encargado del hotel en Chungking Mansions. En todos los casos había salido victorioso. Eso no era ningún crimen. Al menos para él.

Lo sacó papel y bolígrafo y Wu planteó la primera pregunta, revelando que era el hombre al mando.

– Mi primera pregunta es: ¿por qué fue a Hong Kong en un viaje tan corto?

Bosch se encogió de hombros como si la respuesta fuera obvia.

– Para traer a mi hija aquí.

– El sábado por la mañana su ex esposa informó a la policía de la desaparición de su hija -dijo Wu.

Bosch lo miró un buen rato.

– ¿Es una pregunta?

– ¿Había desaparecido?

– Entiendo que sí estaba desaparecida, pero el sábado por la mañana me encontraba diez mil metros por encima del Pacífico. No puedo decir qué estaba haciendo entonces mi ex mujer.

– Creemos que su hija fue raptada por alguien llamado Peng Qingcai. ¿Lo conoce?

– Nunca lo vi.

– Peng está muerto -dijo Lo.

Bosch asintió.

– No lo lamento.

– La vecina de Peng, la señora Fengyi Mai, recuerda que habló con usted en su casa el domingo -dijo Wu-. Con usted y el señor Sun Yee.

– Sí, llamamos a su puerta. No fue de gran ayuda.

– ¿Por qué?

– Supongo que porque no sabía nada. No sabía dónde estaba Peng.

Wu se inclinó hacia delante; su lenguaje corporal era fácil de interpretar. Pensaba que ya tenía a Bosch en el punto de mira.

– ¿Fue al apartamento de Peng?

– Llamamos a la puerta, pero nadie respondió. Al cabo de un rato nos fuimos.

Wu pareció decepcionado.

– ¿Reconoce que estaba con Sun Yee? -preguntó.

– Claro. Estaba con él.

– ¿De qué conoce a ese hombre?

– A través de mi ex esposa. Vinieron a recogerme al aeropuerto el domingo por la mañana y me informaron de que estaban buscando a mi hija porque el departamento de policía no creía que la hubieran secuestrado. -Bosch estudió un momento a los dos hombres antes de continuar-. Su departamento de policía no se ocupó del asunto; espero que incluya eso en sus informes, porque si me arrastran a esto, ciertamente lo mencionaré. Llamaré a todos los periódicos de Hong Kong (no me importa en qué lengua sean) y les contaré mi historia.

El plan era usar la amenaza de bochorno internacional del Departamento de Policía de Hong Kong para que los detectives actuaran con precaución.

– ¿Es consciente -dijo Wu- de que su ex mujer, Eleanor Wish, murió de una herida de bala en la cabeza en la decimoquinta planta de Chungking Mansions, en Kowloon?

– Sí, lo sé.

– ¿Estaba presente cuando ocurrió?

Bosch miró a Haller y el abogado asintió.

– Estaba allí. Vi cómo sucedió.

– ¿Puede decirnos cómo?

– Fuimos buscando a nuestra hija. No la encontramos. Estábamos en el pasillo a punto de irnos y dos hombres empezaron a dispararnos. Le dieron a Eleanor y… la mataron. Y a los dos hombres también les dispararon. Fue defensa propia.

Wu se inclinó hacia delante.

– ¿Quién disparó a esos hombres?

– Creo que ya lo saben.

– ¿Puede decírnoslo, por favor?

Bosch pensó en la pistola que había puesto en la mano sin vida de Eleanor. Estaba a punto de decir la mentira cuando Haller se inclinó hacia delante.

– Creo que no voy a permitir que el detective Bosch participe en teorías sobre quién disparó a quién -dijo-. Estoy seguro de que su buen departamento de policía tiene grandes capacidades forenses y ya ha podido determinar por medio de análisis de arma de fuego y balísticos la respuesta a la pregunta.

Wu continuó.

– ¿Sun Yee estaba en la decimoquinta planta?

– No en ese momento.

– ¿Puede darnos más detalles?

– ¿Sobre el tiroteo? No. Pero puedo decirle algo sobre la habitación en la que retuvieron a mi hija: encontramos papel higiénico con sangre. Le habían sacado sangre.

Bosch los estudió para ver si reaccionaban a esta información. No mostraron nada.

Había una carpeta en la mesa delante de los hombres de Hong Kong. Wu la abrió y sacó un documento con un clip de papel. Lo deslizó por la mesa hacia Bosch.

– Esto es una declaración de Sun Yee. Se ha traducido al inglés. Por favor, léala para verificarla.

Haller se inclinó junto a Bosch y los dos leyeron juntos el documento de dos páginas. Bosch inmediatamente reconoció que era un señuelo: era su hipótesis de investigación disfrazada como una declaración de Sun. El cincuenta por ciento era correcto; el resto eran suposiciones basadas en interrogatorios y pruebas. Atribuía los asesinatos de la familia Peng a Bosch y Sun Yee.

Harry sabía que o bien estaban tratando de engañarlo para que contara lo que de verdad había ocurrido o bien habían detenido a Sun y lo habían obligado a poner su nombre en la historia que ellos preferían, a saber: que Bosch había sido responsable de una carrera sangrienta por Hong Kong. Sería la mejor manera de explicar nueve muertes violentas en un domingo: lo hizo el americano.

Pero Bosch recordó lo que Sun le había dicho en el aeropuerto. «Me ocuparé de estas cosas y no te mencionaré. Te lo prometo. No importa lo que ocurra, no te mencionaré ni a ti ni a tu hija.»

– Caballeros -dijo Haller, que fue el primero en terminar de leer el documento-. Este documento es…

– Una mentira total -terminó Bosch.

Volvió a deslizar el documento por la mesa hasta el pecho de Wu.

– No, no -dijo rápidamente éste-. Es muy real. Está firmado por Sun Yee.

– Quizá si lo estaban apuntando con una pistola en la cabeza. ¿Es así como hacen las cosas en Hong Kong?

– ¡Detective Bosch! -exclamó Wu-. Vendrá a Hong Kong y responderá de estas acusaciones.

– No voy a volver a acercarme a Hong Kong nunca más.

– Ha matado a mucha gente. Ha usado armas de fuego. Ha puesto a su hija por encima de todos los ciudadanos chinos y…

– ¡Estaban analizando su grupo sanguíneo! -dijo Bosch enfadado-. Le extrajeron sangre. ¿Sabe cuándo hacen eso? Cuando pretenden verificar la compatibilidad de órganos.

Hizo una pausa y observó el creciente descontento en la cara de Wu. A Bosch no le importaba Lo; Wu tenía el poder y si Bosch lo vencía, estaría a salvo. Haller había acertado. En la parte de atrás del Lincoln había establecido la estrategia sutil para el interrogatorio. Más que concentrarse en atribuir las acciones de Bosch a defensa propia, deberían aclararles a los hombres de Hong Kong lo que saldría en los medios internacionales si presentaban cualquier tipo de acusación contra Bosch.

Había llegado el momento de hacer esa jugada, Haller tomó el mando y se movió con calma para dar la puntilla.

– Caballeros, pueden aferrarse a su declaración firmada -dijo, con una sonrisa permanente en el rostro-. Dejen que resuma los hechos que están sustentados en pruebas reales: una menor estadounidense de trece años fue secuestrada en su ciudad, su madre llamó a la policía para denunciar el crimen, la policía se negó a investigarlo…

– La menor se había fugado antes -lo interrumpió Lo-. No había forma de…

Haller levantó un dedo para interrumpirlo.

– No importa -dijo, ahora en un tono de rabia contenida en su voz y sin rastro de la sonrisa-. Se informó a su departamento de que había una menor estadounidense desaparecida y su departamento, por la razón que sea, decidió no hacer caso de la denuncia. Eso obligó a la madre de la menor a buscar a su hija por sí misma. Y lo primero que hizo fue llamar al padre a Los Ángeles. -Haller hizo un gesto hacia Harry-. El detective Bosch viajó a Hong Kong y junto con su ex mujer y un amigo de la familia, el señor Sun Yee, empezaron la búsqueda en la cual la policía de la ciudad había decidido no participar. Por su cuenta, encontraron pruebas de que habían secuestrado a la menor por sus órganos. ¡Iban a venderla por sus órganos!

La rabia del abogado iba en aumento y Bosch tuvo la impresión de que no era una actuación. Por unos momentos Haller la dejó flotar sobre la mesa como una nube de tormenta antes de continuar.

– Como ustedes saben, han muerto varias personas. Mi cliente no va entrar en detalles sobre todo ello. Baste con decir que, solos en Hong Kong, sin ninguna ayuda del Gobierno ni de la policía, esta madre y este padre que trataban de encontrar a su hija se encontraron con gente muy peligrosa y hubo situaciones de matar o morir. ¡Fue una provocación!

Bosch vio que los dos detectives de Hong Kong se echaban físicamente hacia atrás cuando Haller gritó la última palabra. Luego el abogado continuó en un tono calmado y bien modulado de tribunal.

– Veamos, somos conscientes de que desean saber qué ocurrió, que han de completar informes y que hay supervisores que deben ser informados. Pero han de preguntarse seriamente si están tomando el camino adecuado. -Otra pausa-. Lo que pasó en Hong Kong ocurrió porque su departamento falló a esta menor estadounidense y a esta familia. Y si ahora van a sentarse a analizar qué acciones llevó a cabo el detective Bosch porque su departamento no supo actuar adecuadamente; si están buscando un chivo expiatorio para llevarse a Hong Kong, no van a encontrarlo aquí. No vamos a cooperar. No obstante, tengo a alguien que podría estar interesado en hablar de todo esto. Podemos empezar con él.

Haller sacó una tarjeta del bolsillo de la camisa y la deslizó hacia ellos por encima de la mesa. Wu la cogió y la examinó. El abogado se la había mostrado antes a Bosch. Era la tarjeta de un periodista del Los Angeles Times.

– Jock Mikeevoy -leyó Lo-. ¿Tiene información sobre esto?

– Es Jack McEvoy. Y ahora no tiene ninguna información, pero estará muy interesado en una historia como ésta.

Todo formaba parte del plan. Haller estaba marcándose un farol. La verdad era, y Bosch lo sabía, que a McEvoy lo habían echado del Times seis meses antes. Haller había sacado la vieja tarjeta de una pila que guardaba unida por una goma en su Lincoln.

– Ahí es donde empezará -dijo Haller con calma-. Y creo que será una gran historia. Niña de trece años secuestrada en Hong Kong por sus órganos y la policía no hace nada. Sus padres se ven obligados a actuar y la madre es asesinada cuando trata de salvar a su hija. A partir de ahí saltará a escala internacional. Todos los periódicos y canales de televisión del mundo querrán una parte de esta historia. Harán una película de Hollywood. ¡Y la dirigirá Oliver Stone!

Haller abrió la carpeta que había llevado a la reunión. Contenía las historias de noticias que había impreso en el coche tras una búsqueda en Internet. Pasó las copias por la mesa a Wu y Lo. Se acercaron para compartirlas.

– Y finalmente, lo que tienen ahí es un dossier de artículos de periódico que proporcionaré al señor McEvoy y a otros periodistas que me lo pidan a mí o al detective Bosch. Estos artículos documentan el reciente crecimiento del mercado negro de órganos humanos en China. Se dice que la lista de espera de China es la más larga del mundo, y algunos informes hablan de hasta un millón de personas que aguardan un órgano. No ayuda que hace unos años, y bajo la presión del resto del mundo, el Gobierno chino prohibiera el uso de órganos de prisioneros ejecutados; eso sólo aumentó la demanda y el valor de órganos humanos en el mercado negro. Estoy seguro de que con estos artículos de periódicos muy reputados, incluido el Beijing Review, verán adónde irá a parar el señor McEvoy con su artículo. Depende de ustedes decidir ahora si es lo que quieren que ocurra aquí.

Wu se volvió para poder susurrar rápido en chino al oído de Lo.

– No hace falta que susurren, caballeros -dijo Haller-. No les entendemos.

Wu se enderezó.

– Nos gustaría hacer una llamada telefónica privada antes de continuar la entrevista -dijo.

– ¿A Hong Kong? -preguntó Bosch-. Son las cinco de la mañana allí.

– No importa -dijo Wu-. Debo hacer la llamada, por favor.

Gandle se levantó.

– Pueden usar mi despacho. Tendrán intimidad.

– Gracias, teniente.

Los investigadores de Hong Kong se levantaron para salir.

– Una última cosa, caballeros -dijo Haller.

Lo miraron con una expresión de «¿y ahora qué?» escrita en el rostro.

– Sólo quiero que sepan ustedes y la persona a la que vayan a llamar que también estamos muy preocupados por la situación de Sun Yee en este asunto. Queremos que sepan que vamos a ponernos en contacto con el señor Sun Yee y que si no lo encontramos o si averiguamos que ha tenido cualquier clase de impedimento a su libertad personal, también llevaremos este asunto ante la corte de la opinión pública. -Haller sonrió e hizo una pausa antes de continuar-. Es un acuerdo global, caballeros. Díganle eso a su gente.

Haller movió la cabeza, manteniendo todo el tiempo la sonrisa y contradiciendo con su expresión la amenaza obvia. Wu y Lo asintieron: habían comprendido el mensaje. Salieron con Gandle de la sala de reuniones.

– ¿Qué opinas? -preguntó Bosch a Haller cuando estuvieron solos-. ¿Estamos a salvo?

– Sí, eso creo -dijo Haller-. Creo que el problema ha terminado. Lo que ocurrió en Hong Kong se queda en Hong Kong.

43

Bosch decidió no esperar en la sala de reuniones al regreso de los detectives de Hong Kong. Continuaba molesto por el altercado verbal que había tenido con su compañero el día anterior y fue a la sala de brigada para tratar de encontrar a Ferras.

Sin embargo, Ferras no estaba y Bosch se preguntó si habría salido a comer de manera intencionada para evitar otra confrontación. Harry entró en su propio cubículo para ver si tenía en el escritorio sobres interoficinas u otros mensajes. No había nada, pero vio una luz roja parpadeante en su teléfono: tenía un mensaje. Aún estaba acostumbrándose a mirar su línea de teléfono para comprobar si había. En la sala de brigada del Parker Center, el equipamiento era anticuado y no había buzones de voz personales; todos los mensajes iban a una línea central controlada por la secretaria de brigada. Después ella anotaba los que iban a los buzones o se dejaban encima de los escritorios. Si la llamada era urgente, la secretaria localizaba personalmente al detective mediante el busca o el móvil.

Bosch se sentó y marcó su código en el teléfono. Tenía cinco mensajes. Los tres primeros eran llamadas de rutina de otros casos. Tomó unas pocas notas en una libreta de escritorio y los borró. El cuarto lo había dejado la noche anterior el detective Wu, del Departamento de Policía de Hong Kong. Acababa de aterrizar y de instalarse en un hotel y quería concertar una entrevista. Bosch lo borró.

El quinto mensaje era de Teri Sopp, de Huellas. Lo había dejado a las nueve y cuarto de esa mañana, justo en el momento en que Bosch estaba abriendo la caja plana que contenía el nuevo ordenador de su hija.

– Harry, hicimos la mejora electrostática en el casquillo que me diste. Hemos encontrado una huella y aquí todos están muy excitados. También hemos conseguido un resultado en el ordenador del Departamento de Justicia, así que llámame lo antes posible.

Al llamar a Huellas, Bosch miró sobre la pared de su cubículo y vio a Gandle escoltando a los dos detectives de Hong Kong de nuevo a la sala de reuniones. Le hizo un gesto con el brazo a Bosch para que también volviera. Bosch levantó un dedo, diciéndole que necesitaba un minuto.

– Huellas -dijo alguien al otro lado del teléfono.

– Quiero hablar con Teri, por favor.

Esperó otros diez segundos con excitación creciente. Habían soltado a Bo-jing Chang y por lo que Bosch sabía posiblemente ya estaba en Hong Kong. Aun así, si su huella dactilar se hallaba en el casquillo de una de las balas que había matado a John Li, la cosa cambiaba. Era una prueba directa que lo relacionaría con el asesinato. Podrían acusarlo y solicitar una orden de extradición.

– Soy Teri.

– Hola, soy Harry Bosch. Acabo de recibir tu mensaje.

– Me preguntaba dónde estabas. Hemos conseguido un resultado en tu casquillo.

– Es fantástico. ¿Bo-jing Chang?

– Estoy en el laboratorio. Déjame ir al escritorio. Era un nombre chino, pero no el que estaba en la tarjeta que me dio tu compañero. Esas huellas no coincidían. Te pongo la llamada en espera.

Se había ido y Bosch notó que de repente se abría una fisura en su hipótesis del caso.

– Harry, ¿vas a venir?

Levantó la mirada y salió del cubículo. Gandle le estaba llamando desde la puerta de la sala de reuniones. Bosch señaló al teléfono y negó con la cabeza. Gandle no se conformó. Salió de la sala de reuniones y se acercó al cubículo de Bosch.

– Mira, están cerrando esto -dijo con urgencia-. Has de ir allí y terminarlo.

– Mi abogado puede ocuparse. Acabo de recibir la llamada.

– ¿Qué llamada?

– La que lo cambia…

– ¿Harry?

Era Sopp, de nuevo en la línea. Bosch tapó el auricular.

– He de atenderla -le dijo a Gandle. Luego soltó la mano y habló al teléfono-: Teri, dame el nombre.

Gandle negó con la cabeza y volvió a entrar en la sala de reuniones.

– No es el nombre que mencionaste. Es Henry Lau, ele, a, u. Fecha de nacimiento 9-9-82.

– ¿Por qué está en el ordenador?

– Lo detuvieron por conducir bajo los efectos del alcohol hace dos años en Venice.

– ¿Es lo único que tiene?

– Sí. Aparte de eso está limpio.

– ¿Y una dirección?

– La dirección de su carnet de conducir es el 18 de Quarterdeck en Venice. Unidad once.

Bosch copió la información en su libreta de bolsillo.

– Vale, y esta huella que habéis sacado es sólida, ¿no?

– Sin duda, Harry. Salió brillando como un árbol de Navidad. Esta tecnología es asombrosa. Va a cambiar cosas.

– ¿Y pretenden usarlo como caso de prueba para California?

– No me adelantaría a los acontecimientos. Mi supervisor quiere ver primero cómo funciona en tu caso, si este tipo es tu asesino y qué otras pruebas hay. Estamos buscando un caso en el que la tecnología sea una pieza más en la acusación.

– Bueno, lo sabrás en cuanto lo sepa yo, Teri. Gracias. Vamos a actuar ahora mismo.

– Buena suerte, Harry.

Bosch colgó. Primero miró por encima de la mampara hacia la sala de reuniones. Las persianas venecianas estaban bajadas, pero abiertas. Vio que Haller hacía un gesto hacia los dos hombres de Hong Kong. Bosch miró el cubículo de su compañero una vez más, pero seguía vacío. Tomó una decisión y volvió a levantar el teléfono.

David Chu estaba en la oficina de la UBA y contestó la llamada de Bosch. Harry lo puso al corriente del último elemento de información obtenido del Laboratorio de Huellas y le pidió que buscara el nombre de Henry Lau en los archivos de la tríada. Entre tanto, dijo Bosch, él pasaría a recogerlo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Chu.

– Vamos a encontrar a este tipo.

Bosch colgó y se dirigió a la sala de reuniones, no para participar en lo que se estaba discutiendo, sino para informar a Gandle de lo que parecía un punto de inflexión en el caso.

Cuando abrió la puerta, Gandle puso su expresión de «ya era hora». Bosch le hizo una seña para que saliera.

– Harry, estos hombres querrían hacerte unas preguntas -dijo Gandle.

– Tendrán que esperar. Tenemos una pista en el caso Li y hemos de irnos. Ahora.

Gandle se levantó y empezó a salir hacia la puerta.

– Harry, creo que puedo ocuparme de esto -dijo Haller desde su asiento-. Pero hay una cuestión que has de responder.

Bosch lo miró y Haller asintió, lo cual significaba que la pregunta que quedaba era segura.

– ¿Qué?

– ¿Quieres que transporten el cadáver de tu ex mujer a Los Ángeles?

La pregunta dio que pensar a Bosch. La respuesta inmediata era un sí, pero vaciló al sopesar las consecuencias que tendría en su hija.

– Sí -dijo al fin-. Que la envíen.

Dejó que Gandle saliera y cerró la puerta.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Gandle.

Chu estaba esperando en la puerta del edificio de la UBA cuando Bosch llegó. Llevaba un maletín, lo cual hizo pensar a Harry que había encontrado alguna información sobre Henry Lau. Subieron al coche y Bosch arrancó.

– ¿Empezamos por Venice? -preguntó Chu.

– Exacto. ¿Qué has encontrado sobre Lau?

– Nada.

Bosch volvió a mirarlo.

– ¿Nada?

– Por lo que sabemos, está limpio. No he visto su nombre en ninguna parte en nuestros archivos de inteligencia. También he hablado con alguna gente y he hecho algunas llamadas. Nada. Por cierto, he impreso la foto de su carnet de conducir.

Se agachó, abrió el maletín y sacó la impresión en color de la foto de Lau. Se la pasó a Bosch, que hurtó miradas rápidas mientras conducía. Se incorporaron a la 101 en la entrada de Broadway y tomaron la 110. Las autovías estaban congestionadas en el centro.

Lau había sonreído a cámara. Tenía una cara fresca y un corte de pelo con estilo. Era difícil relacionar aquel rostro con la tríada, y aún más con el asesinato a sangre fría del dueño de una tienda de licores. La dirección en Venice tampoco encajaba.

– También he comprobado en la Agencia de Alcohol, Tabaco y Armas. Henry Lau es el dueño registrado de una Glock 19 de nueve milímetros. No sólo la cargó, sino que es el dueño.

– ¿Cuándo la compró?

– Hace seis años, el día que cumplió veintiuno.

Para Bosch significaba que se estaban acercando. Lau era el dueño del arma adecuada y el hecho de que la hubiera comprado en cuanto tuvo la edad legal indicaba que probablemente hacía mucho que deseaba adquirirla. Eso lo convertía en un viajero en el mundo que Bosch conocía. Su relación con John Li y Bo-jing Chang se haría evidente una vez que lo detuvieran y empezaran a desmenuzar su vida.

Conectaron con la 10 y se dirigieron al oeste, hacia el Pacífico. El teléfono de Bosch sonó y respondió sin mirar, esperando que fuera Haller con la noticia de que la reunión con los detectives de Hong Kong había acabado.

– Harry, soy la doctora Hinojos. Le estamos esperando.

Bosch lo había olvidado. Llevaba más de treinta años moviéndose durante una investigación cuando era el momento de hacerlo. Nunca había tenido que pensar en nadie más.

– Oh, doctora. Lo siento mucho. Me he… Voy de camino a detener a un sospechoso.

– ¿Qué quiere decir?

– Tenemos una pista y he tenido… ¿Hay alguna posibilidad de que Maddie se quede con usted un poco más?

– Bueno, esto es… Supongo que puede quedarse aquí. Sólo tengo que hacer trabajo administrativo el resto del día. ¿Está seguro de que es lo que quiere hacer?

– Mire, sé que está mal y quedo fatal. Acaba de llegar, la dejo con usted y la olvido. Pero este caso es la razón de que ella esté aquí. He de hacerlo. Voy a detener a ese tipo si está en casa y lo llevaré al centro. La llamaré entonces y pasaré a buscarla.

– Vale, Harry. Puedo usar el tiempo extra con ella. Usted y yo también vamos a tener que encontrar tiempo para hablar.

– Vale, lo haremos. ¿Está Maddie ahí? ¿Puedo hablar con ella?

– Espere.

Al cabo de un momento, Maddie se puso.

– ¿Papá? -Con esa palabra impartía todos los mensajes: sorpresa, decepción, incredulidad, terrible chasco.

– Lo sé, peque. Lo siento. Ha surgido algo y tengo que ocuparme. Quédate con la doctora Hinojos y llegaré lo antes posible.

– De acuerdo.

Una doble dosis de decepción. Bosch temía que no sería la última vez.

– Vale, Mad. Te quiero.

Cerró el teléfono y lo apartó.

– No quiero hablar del tema -dijo antes de que Chu pudiera hacerle una pregunta.

– Vale.

El tráfico se aligeró y llegaron a Venice en menos de media hora. Por el camino, Bosch atendió otra llamada, la de Haller. Le dijo a Harry que la policía de Hong Kong no volvería a molestarle.

– ¿Se acabó?

– Estarán en contacto por el cuerpo de tu ex mujer, pero es todo. Van a abandonar cualquier investigación sobre tu participación en esto.

– ¿Y Sun Yee?

– Aseguran que van a soltarlo y que no se enfrenta a cargos. Tendrás que contactar con él para confirmarlo, claro.

– No te preocupes, lo haré. Gracias, Mickey.

– Todo en un día de trabajo.

– Mándame la factura.

– No, estamos en paz, Harry. En lugar de que te mande la factura, ¿por qué no dejas que tu hija conozca a la mía? Son casi de la misma edad, ¿sabes?

Bosch vaciló. Sabía que Haller estaba pidiendo más que una visita entre las dos niñas. Era hermanastro de Bosch, aunque nunca se habían visto de adultos hasta que sus caminos se cruzaron en un caso el año anterior. Relacionar a las hijas implicaba vincular a los padres, y Bosch no estaba seguro de que estuviera preparado para eso.

– Cuando sea el momento lo haremos -dijo-. Se supone que mañana empieza el cole y he de hacer que se asiente aquí.

– Me parece bien. Cuídate, Harry.

Bosch cerró el teléfono y se concentró en encontrar la residencia de Henry Lau. Las calles que formaban el barrio al sur de Venice estaban ordenadas alfabéticamente y Quarterdeck era una de las últimas antes de la ensenada y Marina del Rey.

Venice era una comunidad bohemia de precios caros. El edificio en el que residía Lau era una de las nuevas estructuras de cristal y estuco que lentamente estaban desterrando los pequeños bungalós de fin de semana que se habían alineado en la playa. Bosch aparcó en un callejón de Speedway y volvieron caminando.

El edificio era un complejo de casas unifamiliares y había letreros delante que anunciaban dos viviendas en venta. Entraron por una puerta de cristal y se quedaron en un pequeño vestíbulo con una puerta interior de seguridad y un panel de botones para llamar a las distintas viviendas. A Bosch no le gustaba la idea de pulsar el botón del número 11. Si Lau sabía que había policía en la entrada del edificio podía escapar por cualquier salida de incendios.

– ¿Cuál es el plan? -dijo Chu.

Bosch empezó a pulsar los botones de otras casas. Esperaron y finalmente una mujer respondió una de las llamadas.

– ¿Sí?

– Policía de Los Ángeles, señora -dijo Bosch-. ¿Podemos hablar con usted?

– ¿Hablar conmigo de qué?

Bosch negó con la cabeza. Hubo un tiempo en que no le habrían preguntado; le habrían abierto la puerta de inmediato.

– Es en relación con una investigación de homicidio, señora. ¿Puede abrir la puerta?

Hubo una larga pausa. Bosch iba a llamar de nuevo al timbre, pero se dio cuenta de que no estaba seguro de quién había respondido porque había pulsado varios timbres.

– ¿Pueden mostrar las placas a la cámara, por favor? -dijo la mujer.

Bosch no se había dado cuenta de que había una cámara y miró a su alrededor.

– Aquí. -Chu señaló un pequeño orificio en la parte superior del panel.

Levantaron las placas y enseguida zumbó la puerta interior. Bosch la abrió.

– Ni siquiera sé en qué casa estaba -dijo Bosch.

La puerta se abrió a una zona común a cielo abierto. Había una pequeña piscina en el centro y las doce casas unifamiliares tenían las entradas allí, cuatro en los lados norte y sur, y dos en el este y el oeste. La once estaba en el lado oeste, lo que significaba que tenía ventanas con vistas al océano.

Bosch se acercó a la puerta con el número 11 y llamó sin obtener respuesta. La puerta del 12 se abrió y una mujer apareció allí.

– Pensaba que querían hablar conmigo -dijo.

– En realidad estamos buscando al señor Lau -dijo Chu-. ¿Sabe dónde está?

– Supongo que trabajando; creo que dijo que iba a filmar de noche esta semana.

– ¿Filmar qué? -preguntó Bosch.

– Es guionista y está rodando una película o una serie de televisión. No estoy segura.

Justo entonces se abrió un resquicio en la puerta número 11. Se asomó un hombre de ojos cansados y despeinado. Bosch lo reconoció de la foto que había impreso Chu.

– ¿Henry Lau? -dijo Bosch-. Departamento de Policía de Los Ángeles. Hemos de hacerle unas preguntas.

44

Henry Lau tenía una casa espaciosa con una terraza trasera que se alzaba unos metros por encima del paseo marítimo y tenía vistas a la amplia playa de Venice y el Pacífico. Invitó a pasar a Bosch y Chu y les pidió que se sentaran en el salón. Chu se sentó, pero Bosch permaneció de pie, de espaldas a la terraza para que no le distrajera durante la entrevista. No estaba teniendo la vibración que esperaba. Lau pareció tomar su llamada a la puerta como rutina, como algo que esperaba. Harry no había contado con eso.

Lau llevaba tejanos, zapatillas y una camiseta de manga larga con la imagen serigrafiada de un hombre de pelo largo con gafas de sol. La leyenda rezaba: «El Nota está con nosotros». Si estaba durmiendo, lo había hecho vestido.

Bosch le señaló una silla cuadrada de cuero negro sin apoyabrazos de treinta centímetros de ancho.

– Siéntese, señor Lau, y trataremos de no robarle demasiado tiempo -dijo.

Lau era pequeño y gatuno. Se sentó con los pies en la silla.

– ¿Es por el tiroteo? -preguntó.

Bosch miró a Chu y luego de nuevo a Lau.

– ¿Qué tiroteo?

– El de la playa. El atraco.

– ¿Cuándo fue eso?

– No lo sé, hace un par de semanas. Pero supongo que no están aquí por eso si ni siquiera saben cuándo fue.

– Exacto, señor Lau. Estamos investigando un tiroteo, pero no ése. ¿Le importa hablar con nosotros?

Lau se alzó de hombros.

– No lo sé. No sé de ningún otro tiroteo, agentes.

– Somos detectives.

– Detectives. ¿Qué tiroteo?

– ¿Conoce a un hombre llamado Bo-jing Chang?

– ¿Bo-jing Chang? No, no conozco ese nombre.

Parecía genuinamente sorprendido. Bosch señaló a Chu y sacó una imagen impresa de la fotografía de ficha policial de Chang del maletín que le mostró a Lau. Mientras éste la estudiaba, Bosch pasó a otro lugar de la sala para observarlo desde un ángulo diferente. No quería pararse. Eso ayudaría a pillar a Lau con la guardia baja.

Lau negó con la cabeza después de mirar la foto.

– No, no lo conozco. ¿De qué tiroteo están hablando?

– Deje que hagamos nosotros las preguntas por ahora -dijo Bosch-. Luego pasaremos a las suyas. Su vecina ha dicho que es guionista.

– Sí.

– ¿Ha escrito algo que pueda haber visto?

– No.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque nunca se ha rodado ningún guión mío. No hay nada que pueda haber visto.

– Bueno, ¿entonces quién paga esta hermosa casa en la playa?

– La pago yo. Me pagan por escribir, pero nunca he hecho nada que llegue a pantalla. Requiere tiempo, ¿sabe?

Bosch se colocó detrás de Lau y el joven tuvo que volverse en su cómodo asiento para seguirle la pista.

– ¿Dónde se educó, Henry?

– En San Francisco. Vine aquí a la facultad y me quedé.

– ¿Nació allí?

– Sí.

– ¿Es de los Giants o de los Dodgers?

– De los Giants, claro.

– Lástima. ¿Cuándo fue la última vez que estuvo usted en South LA?

La pregunta pilló desprevenido a Lau. Tuvo que pensar antes de responder. Negó con la cabeza.

– No lo sé, hace al menos cinco o seis años. Hace mucho. Me gustaría que me dijeran de qué trata esto, porque así podría ayudarles.

– Entonces, si alguien dice que lo vio allí la semana pasada, ¿estaría mintiendo?

Lau hizo una mueca como si se tratara de un juego.

– O eso o se confundió. Ya sabe lo que dicen.

– No, ¿qué dicen?

– Que todos nosotros nos parecemos.

Lau sonrió de oreja a oreja y miró a Chu en busca de confirmación. Chu mantuvo su posición y sólo le devolvió una mirada dura.

– ¿Y en Monterey Park? -preguntó Bosch.

– ¿Se refiere a si he estado allí?

– Sí, a eso me refiero.

– He ido allí un par de veces a cenar, pero no merece la pena el viaje.

– Así pues, ¿no conoce a nadie en Monterey Park?

– No, la verdad es que no.

Bosch había estado trazando círculos, planteando preguntas generales y encerrando a Lau. Era el momento de estrechar el círculo.

– ¿Dónde está su pistola, señor Lau?

Lau puso los pies en el suelo. Miró a Chu y luego de nuevo a Bosch.

– ¿Esto es por mi pistola?

– Hace seis años compró y registró una Glock 19. ¿Puede decirnos dónde está?

– Sí, claro. En la caja fuerte de la mesita, donde siempre.

– ¿Está seguro?

– Vale, deje que lo adivine. El señor Capullo del número 8 me vio con ella en la terraza después del tiroteo de la playa y me ha denunciado.

– No, Henry, no hemos hablado con el señor Capullo. ¿Me está diciendo que tenía la pistola después del tiroteo de la playa?

– Exacto. Oí disparos allí y un grito. Estaba en mi propiedad y tengo derecho a protegerme.

Bosch hizo una seña a Chu. Éste abrió la corredera y salió a la terraza, cerrando la puerta tras de sí. Sacó el teléfono para hacer una llamada sobre el tiroteo de la playa.

– Mire, si alguien dice que disparé, miente -dijo Lau.

Bosch se lo quedó mirando un buen rato. Sentía que faltaba algo, una pieza que todavía no conocía.

– Que yo sepa, nadie ha dicho eso -dijo.

– Entonces, por favor, ¿de qué se trata?

– Se lo he dicho: se trata de su pistola. ¿Puede mostrárnosla?

– Claro, iré a buscarla.

Se levantó de la silla y se dirigió a la escalera.

– Henry -dijo Bosch-, espere. Vamos a acompañarle.

Lau miró hacia atrás desde la escalera.

– Como quieran. Acabemos con esto.

Bosch se volvió hacia la terraza. Chu estaba entrando por la puerta. Siguieron a Lau al piso de arriba y luego por un pasillo que iba hacia la parte de atrás. Había fotografías enmarcadas, carteles de cine y diplomas a ambos lados. Pasaron junto a una puerta abierta de un cuarto que se usaba como estudio y luego entraron en el dormitorio principal, una espléndida habitación con techo de tres metros y medio de altura y ventanas de tres metros que daban a la playa.

– He llamado a la División Pacífico -dijo Chu a Bosch-. El tiroteo fue la noche del día 1. Hay dos sospechosos detenidos.

Bosch repasó mentalmente el calendario. El día fue el martes, una semana antes del asesinato de John Li.

Lau se sentó en la cama sin hacer junto a una mesita de dos cajones. Abrió el primero y sacó una caja de acero con asa en la parte superior.

– Déjela ahí -dijo Bosch.

Lau dejó la caja en la cama y se levantó con las manos en alto.

– Eh, no iba a hacer nada. Me ha pedido que se la enseñe.

– ¿Por qué no deja que mi compañero abra la caja? -dijo Bosch.

– Adelante.

– Detective.

Bosch sacó unos guantes de látex del bolsillo de la chaqueta y se los pasó a Chu. Luego se acercó a Lau para tenerlo a un brazo de distancia por si tenía que actuar.

– ¿Por qué compró la pistola, Henry?

– Porque vivía en una ratonera entonces y había pandilleros por todas partes. Pero tiene gracia; pagué un millón de dólares por esta casa y aún están ahí en la playa, pegando tiros.

Chu se puso el segundo guante y miró a Lau.

– ¿Nos da permiso para abrir esta caja? -preguntó.

– Claro, adelante. No sé de qué va todo esto, pero ¿por qué no? Ábrala. La llave está en un pequeño gancho en la parte de atrás de la mesa.

Chu palpó detrás de la mesita y encontró la llave. Abrió la caja. Había una bolsa de fieltro para pistolas en medio de papeles doblados y sobres. También vio un pasaporte y una caja de balas. Chu levantó con cuidado la bolsa y la abrió, sacando una semiautomática negra. La giró y la examinó.

– Una caja de balas Cor Bon de nueve milímetros, una Glock 19. Creo que es todo, Harry.

Abrió el cargador y examinó las balas a través de la rendija. Luego sacó la bala de la recámara.

– Cargada y lista para usar.

Lau dio un paso hacia la puerta, pero Bosch inmediatamente le puso la mano en el pecho para detenerlo y lo hizo retroceder contra la pared.

– Mire -dijo Lau-, no sé de qué va esto pero me están asustando. ¿Qué coño está pasando?

Bosch mantuvo una mano en su pecho.

– Sólo hábleme de la pistola, Henry. La tenía la noche del día 1. ¿Ha estado en su posesión todo el tiempo desde entonces?

– No, yo… Ahí es donde la guardo.

– ¿Dónde estuvo el martes pasado a las tres de la tarde?

– La semana pasada estuve aquí. Creo que estuve aquí, trabajando. No empezamos a rodar hasta el martes.

– ¿Trabaja aquí solo?

– Sí, trabajo solo. Escribir es un oficio solitario. No, ¡espere! ¡Espere! El martes pasado estuve en la Paramount todo el día. Tuvimos una lectura del guión con el reparto. Estuve allí toda la tarde.

– ¿Y habrá gente que responderá por usted?

– Al menos una docena. El capullo de Matthew McConaughey puede dar fe. Estaba allí. Es el protagonista.

Bosch cambió radicalmente, golpeando a Lau con una pregunta diseñada para hacerle perder el equilibrio. Era sorprendente las cosas que caían de los bolsillos de la gente cuando los agitabas adelante y atrás con preguntas aparentemente inconexas.

– ¿Está relacionado con una tríada, Henry?

Lau soltó una carcajada.

– ¿Qué? ¿Qué coño están…? Mire, me voy de aquí…

Apartó la mano de Bosch y se separó de la pared para dirigirse a la puerta. Era un movimiento para el que Harry estaba preparado. Cogió a Lau del brazo, lo hizo girar, le trabó el tobillo y lo lanzó boca abajo en la cama. Se arrodilló sobre su espalda para esposarlo.

– ¡Esto es una locura! -gritó Lau-. ¡No pueden hacer esto!

– Cálmese, Henry, sólo cálmese -dijo Bosch-. Vamos a ir al Centro y vamos a aclararlo todo.

– ¡Pero tengo una película! He de estar en el plató dentro de tres horas.

– A la mierda las películas, Henry. Esto es la vida real, y vamos al centro.

Bosch lo sacó de la cama y lo orientó a la puerta.

– Dave, ¿lo tiene todo?

– Sí.

– Entonces, adelante.

Chu salió de la habitación con la caja metálica que contenía la Glock. Bosch lo siguió, manteniendo a Lau delante de él y con una mano en la cadena entre las esposas. Recorrieron el pasillo, pero cuando llegaron a lo alto de la escalera, Bosch tiró de las esposas como de las riendas de un caballo y se detuvo.

– Espere un momento. Vuelva aquí.

Hizo caminar a Lau hacia atrás hasta la mitad del pasillo. Algo había captado la atención de Bosch al pasar, pero no lo había registrado hasta llegar a la escalera. Miró de nuevo el diploma enmarcado de la Universidad del Sur de California. Lau se había graduado en Arte en 2004.

– ¿Fue a la USC? -preguntó Bosch.

– Sí, a la facultad de cine, ¿por qué?

Tanto la universidad como el año de graduación coincidían con el diploma que Bosch había visto en la oficina de la parte de atrás de Fortune Fine Foods & Liquor. Y además estaba la conexión china. Bosch sabía que un montón de jóvenes iban a la USC y varios miles se graduaban cada año, muchos de ellos de origen chino. Pero nunca había confiado en las coincidencias.

– ¿Conoce a un tipo de la USC llamado Robert Li, ele, i?

Lau asintió.

– Sí, lo conozco. Era mi compañero de piso.

Bosch sintió que de repente las piezas empezaban a encajar con una fuerza innegable.

– ¿Y Eugene Lam? ¿Lo conoce?

Lau asintió otra vez.

– Sí. También era mi compañero de habitación entonces.

– ¿Dónde?

– Como le he dicho, en una ratonera en territorio de bandas, cerca del campus.

Bosch sabía que la USC era un oasis de educación elegante y caro rodeado por barrios conflictivos donde la seguridad era un elemento a considerar. Años atrás una bala perdida de un tiroteo entre bandas había herido a un jugador de fútbol americano en el campo de entrenamiento.

– ¿Por eso compró la pistola? ¿Para protegerse allí?

– Exactamente.

Chu se dio cuenta de que se habían quedado atrás y volvió corriendo por la escalera y por el pasillo.

– Harry, ¿qué pasa?

Bosch levantó su mano libre para señalarle a Chu que esperara en silencio. Volvió a hablarle a Lau.

– ¿Y esos tipos sabían que compró la pistola hace seis años?

– Fuimos juntos. Me ayudaron a elegirla. ¿Por qué…?

– ¿Aún son amigos? ¿Mantienen el contacto?

– Sí, pero ¿qué tiene que ver eso con…?

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a alguno de ellos?

– Los vi a los dos la semana pasada. Jugamos a póquer casi cada semana.

Bosch miró a Chu. El caso acababa de abrirse como una nuez.

– ¿Dónde, Henry? ¿Dónde juegan?

– La mayoría de las veces aquí. Robert aún vive con sus padres y Huge tiene una casa pequeña en el valle. Yo tengo la playa aquí…

– ¿Qué día jugaron la semana pasada?

– El miércoles.

– ¿Está seguro?

– Sí, porque recuerdo que fue la noche anterior a que empezara mi rodaje y yo no quería jugar. Pero se presentaron y jugamos un rato. Fue una noche corta.

– ¿Y la vez anterior? ¿Cuándo fue?

– La semana anterior. El miércoles o jueves, no lo recuerdo.

– Pero ¿fue después del tiroteo en la playa?

Lau se encogió de hombros.

– Sí, casi seguro. ¿Por qué?

– ¿Y la llave de la caja? ¿Alguno de ellos podía saber dónde estaba la llave?

– ¿Qué han hecho?

– Sólo responda la pregunta, Henry.

– Sí, lo sabían. Les gustaba sacar la pistola de vez en cuando y jugar con ella.

Bosch sacó sus llaves y quitó las esposas a Lau. El guionista se volvió y empezó a masajearse las muñecas.

– Siempre me he preguntado cómo era -dijo- para poder escribir sobre eso. La última vez estaba demasiado borracho para recordarlo.

Finalmente levantó la cabeza y se encontró con la mirada intensa de Bosch.

– ¿Qué pasa?

Bosch le puso una mano en el hombro y lo hizo dirigirse otra vez hacia la escalera.

– Bajemos a hablar al salón, Henry. Creo que hay muchas cosas que puede contarnos.

45

Esperaban a Eugene Lam en el callejón de detrás de Fortune Fine Foods & Liquor. Había un pequeño aparcamiento para empleados entre una fila de contenedores de basura y cartón apilado. Era jueves, dos días después de su visita a Henry Lau, y el caso estaba a punto de cerrarse. Habían usado el tiempo para recoger pruebas y preparar una estrategia. Bosch también había aprovechado para matricular a su hija en la escuela del pie de la colina. Había empezado las clases esa mañana.

Creían que Eugene Lam era quien había disparado, pero también el más débil de los dos sospechosos. Lo detendrían primero a él, y luego a Robert Li. Estaban a punto, y mientras Bosch vigilaba el aparcamiento, sintió la certeza de que el asesinato de John Li quedaría comprendido y resuelto al final del día.

– Allá vamos -dijo Chu.

Apuntó a la salida del callejón. El coche de Lam acababa de girar.

Dejaron a Lam en la primera sala de interrogatorios para que se cociera un rato. El tiempo siempre jugaba a favor del interrogador, nunca del sospechoso. En Robos y Homicidios llamaban a eso «sazonar el asado». Dejabas que el sospechoso se marinara con el tiempo; siempre lo dejaba más tierno. Bo-jing Chang había sido la excepción a esta regla: no había dicho ni una palabra y había aguantado como una roca. La inocencia te daba esa resolución, y eso era algo que Lam no tenía.

Una hora más tarde, después de hablar con un fiscal de la oficina del distrito, Bosch entró en la sala con una caja de cartón que contenía las pruebas del caso y se sentó enfrente de Lam. El sospechoso levantó la cabeza con ojos asustados, como siempre sucedía después de un periodo de aislamiento. Lo que era una hora fuera, parecía una eternidad dentro. Bosch dejó la caja en el suelo y cruzó los brazos sobre la mesa.

– Eugene, estoy aquí para explicarle cómo va a ser su vida -empezó-. Así que escuche atentamente lo que he de decirle. Tiene que tomar una importante decisión. Va a ir a prisión, sobre eso no cabe ninguna duda. Pero lo que vamos a decidir en los próximos minutos es durante cuánto tiempo estará allí. Puede que hasta que sea un hombre muy mayor o hasta que le claven una jeringuilla en el brazo y lo maten como a un perro… O puede darse una oportunidad de recuperar su libertad algún día. Es un hombre muy joven, Eugene. Espero que tome la decisión correcta. -Hizo una pausa y esperó, pero Lam no reaccionó-. Es gracioso. He hecho esto mucho tiempo y me he sentado ante una mesa como ésta ante un montón de hombres que han matado. No puedo decir que todos fueran personas malvadas. Algunos tenían razones y a otros fueron manipulados. Los engañaron.

Lam negó con la cabeza en una representación de valor.

– Les he dicho que quiero un abogado. Conozco mis derechos. No pueden hacerme preguntas una vez que pido un abogado.

Bosch asintió en señal de asentimiento.

– Sí, tiene razón en eso, Eugene. Toda la razón. Una vez que invoca sus derechos no podemos interrogarle. No está permitido. Pero mire, por eso no le estoy preguntando nada. Sólo le estoy diciendo cómo va a ser, explicándole que ha de tomar una decisión. El silencio es sin duda una opción, pero si ésta es la que elige, no volverá a ver el mundo exterior.

Lam negó con la cabeza y miró la mesa.

– Déjeme solo, por favor.

– Quizá le ayudaría si resumo las cosas y le doy una imagen más clara de su situación. ¿Ve?, estoy perfectamente dispuesto a compartirlo con usted. Le enseño toda mi mano porque, ¿sabe?, es una escalera real. Juega a póquer, ¿verdad? Sabe que esa mano es imbatible. Y eso es lo que tengo: una puta escalera de color.

Bosch hizo una pausa. Veía la curiosidad en los ojos de Lam, que no podía evitar preguntarse qué pruebas tenían contra él.

– Sabemos que hizo el trabajo sucio en esto, Eugene. Entró en esa tienda y mató al señor Li a sangre fría. Pero estamos casi seguros de que no fue idea suya. Fue Robert quien lo mandó a matar a su padre, y es a él a quien queremos. Tengo a un ayudante del fiscal del distrito sentado en la otra sala y está dispuesto a hacer un trato: de quince a perpetua si nos da a Robert. Cumplirá los quince seguro, pero después de eso tendrá una oportunidad de libertad. Si convence a un tribunal de condicional de que fue una víctima, de que lo manipuló un maestro, saldrá libre… Podría ocurrir. Pero si va en el otro sentido, echa los dados. Si pierde, está acabado. Estamos hablando de morir en prisión dentro de cincuenta años si el jurado no decide que le claven antes la inyección letal.

– Quiero un abogado -dijo Lam en voz baja.

Bosch asintió y respondió con resignación en la voz.

– Vale, es su decisión. Le conseguiremos un abogado.

Levantó la mirada a la cámara del techo y se llevó un teléfono imaginario al oído.

Luego volvió a mirar a Lam y supo que no iba a convencerlo sólo con palabras. Era el momento de mostrar sus cartas.

– Muy bien, vamos a llamar. Si no le importa, mientras esperamos le voy a enseñar unas cosas. Puede compartirlas con su abogado cuando llegue.

– Como quiera -dijo Lam-. No me importa lo que diga si me trae un abogado.

– Muy bien, pues empecemos por la escena del crimen. Había unas cuantas cosas que me inquietaron desde el principio. Una era que el señor Li tenía la pistola debajo del mostrador y no tuvo ocasión de sacarla. Otra era que no había heridas en la cabeza. Al señor Li le dispararon tres veces en el pecho y eso fue todo. Ningún disparo en la cara.

– Muy interesante -dijo Lam con sarcasmo.

Bosch no le hizo caso.

– ¿Y sabe lo que me dice todo esto? Me dice que Li probablemente conocía a su asesino y que no se sintió amenazado. También que era una cuestión de negocios. No era venganza, no era personal; sólo negocios.

Bosch cogió la caja y sacó la tapa. Buscó en el interior la bolsa de plástico de pruebas que contenía el casquillo encontrado en la garganta de la víctima. Lo arrojó en la mesa, delante de Lam.

– Aquí está, Eugene. ¿Se acuerda de que lo buscó? Pasó al otro lado del mostrador, movió el cuerpo, preguntándose qué demonios había pasado con el casquillo. Pues aquí está. Es el único error que hace que todo le caiga encima.

Hizo una pausa mientras Lam miraba el casquillo y el miedo se alojaba permanentemente en sus ojos.

– Nunca hay que dejar atrás un soldado. ¿No es la regla del que dispara? Pero usted lo hizo. Dejó atrás un soldado y eso nos llevó hasta su puerta.

Bosch cogió la bolsa y la sostuvo entre los dedos.

– Había una huella en el casquillo, Eugene. La hemos conseguido con una cosa llamada potenciación electrostática, PE. Es una ciencia nueva para nosotros. La huella que hemos conseguido pertenece a su antiguo compañero de piso, Henry Lau. Nos llevó a Henry, que se mostró muy dispuesto a colaborar. Dijo que la última vez que disparó y volvió a cargar la pistola fue en una galería de tiro hace ocho meses. Su huella dactilar estuvo todo este tiempo en el casquillo.

Harry cogió la caja y sacó la pistola de Henry Lau, que aún estaba en la bolsa de fieltro negro. Sacó el arma y la dejó sobre la mesa.

– Fuimos a ver a Henry y nos dio el arma. La verificamos en balística ayer y sí, es nuestra arma homicida. Es la pistola que mató a John Li en Fortune Liquors el 8 de septiembre. El problema es que Henry Lau tiene una coartada sólida para la hora de los disparos: estaba en una habitación con otras trece personas. Tiene incluso a Matthew McConaughey como testigo de coartada. Luego, además de eso, nos dijo que no ha prestado su pistola a nadie.

Bosch se recostó y se rascó la barbilla con la mano, como si todavía estuviera tratando de entender cómo la pistola terminó usándose para matar a John Li.

– Maldita sea, era un gran problema, Eugene. Pero luego, por supuesto, tuvimos suerte. Las buenas personas muchas veces tenemos suerte. Usted nos dio suerte, Eugene. -Hizo una pausa para causar efecto y luego asestó el golpe final-. Ya ve, el que usó la pistola de Henry para matar a John Li la limpió y volvió a cargarla después para que Henry nunca supiera que habían usado su arma para matar a un hombre. Era un buen plan, pero cometió un error. -Bosch se inclinó sobre la mesa y miró a Lam a los ojos. Giró la pistola en la mesa para que el cañón apuntara al pecho del sospechoso-. Una de las balas que volvió a colocar en el cargador tenía una huella legible de pulgar. De su pulgar, Eugene. La comparamos con la huella que le tomaron cuando cambió su licencia de conducir de Nueva York a California.

Los ojos de Lam lentamente se alejaron de Bosch por la mesa.

– Todo esto no significa nada -dijo. Había poca convicción en su voz.

– ¿No? -respondió Bosch-. ¿En serio? No lo sé. Yo creo que significa mucho, Eugene. Y el fiscal que está al otro lado de la cámara piensa lo mismo. Dice que suena a portazo de prisión, con usted en el peor lado.

Bosch cogió la pistola y la bolsa con el casquillo y volvió a ponerlos en la caja. La cogió con las dos manos y se levantó.

– Así que ahí estamos, Eugene. Piense en todo eso mientras espera a su abogado.

Bosch se movió despacio hacia la puerta. Esperaba que Lam le pidiera que parara y volviera, que quería hacer un trato. Pero el sospechoso no dijo nada. Harry se puso la caja bajo un brazo, abrió la puerta y salió.

Bosch llevó la caja a su cubículo y la dejó caer pesadamente en la mesa. Miró al cubículo de su compañero para asegurarse de que aún estaba vacío. Ferras se había quedado en el valle de San Fernando para vigilar a Robert Li. Si se enteraba de que Lam estaba detenido y posiblemente hablando, tal vez intentara huir. A Ferras no le había gustado el encargo de hacer de niñera, pero a Bosch no le importaba. Ignacio se había desplazado a la periferia de la investigación y allí iba a quedarse.

Enseguida entraron en el cubículo Chu y Gandle, que habían vigilado la jugada de Bosch con Lam desde el otro lado de la cámara, en la sala de vídeo.

– Te dije que era una mano débil -dijo Gandle-. Sabemos que es un chico listo. Tenía que llevar guantes cuando recargó el arma. Una vez ha sabido que estabas jugando con él, hemos perdido.

– Bueno -dijo Bosch-. Creíamos que era lo mejor que teníamos.

– Yo estoy de acuerdo -dijo Chu, mostrando su apoyo a Bosch.

– Vamos a tener que soltarlo -dijo Gandle-. Sabemos que tuvo la oportunidad de coger el arma, pero no tenemos ninguna prueba de que lo hiciera. La oportunidad no basta. No puedes ir al tribunal sólo con eso.

– ¿Es lo que ha dicho Cook?

– Eso era lo que estaba pensando.

Abner Cook era el ayudante del fiscal que había ido a observar en la sala de vídeo.

– ¿Dónde está, por cierto?

Como para responder por sí mismo, Cook gritó el nombre de Bosch desde el otro lado de la sala de brigada.

– ¡Vuelva aquí!

Bosch se enderezó y miró por encima de la mampara. Cook estaba haciéndole ostentosamente señas desde la puerta de la sala de vídeo. Harry se levantó y empezó a caminar hacia él.

– Le está llamando -dijo Cook-. ¡Vuelva ahí!

Bosch aceleró el paso y cruzó la puerta de la sala de interrogatorios, luego frenó y recobró la compostura antes de abrir la puerta para entrar con mucha calma.

– ¿Qué pasa? -dijo-. Llamamos a su abogado y está en camino.

– ¿Y el trato? ¿Sigue en pie?

– De momento. El fiscal está a punto de irse.

– Que venga. Quiero el trato.

Bosch entró del todo y cerró la puerta.

– ¿Qué vas a darnos, Eugene? Si quieres hacer un trato, he de saber qué ofreces. Llamaré al fiscal cuando sepa qué hay sobre la mesa.

Lam asintió.

– Le daré a Robert Li… y a su hermana. Todo el plan fue de ellos. El viejo era tozudo y no quería cambiar. Necesitaban cerrar esa tienda y abrir otra en el valle, una que diera dinero. Pero el viejo dijo que no. Siempre decía que no y al final Rob no aguantó más.

Bosch se sentó, tratando de ocultar su sorpresa sobre la implicación de Mia.

– ¿Y la hermana formaba parte de esto?

– Fue ella la que lo planeó. Salvo…

– ¿Salvo qué?

– Quería que los matara a los dos: a la madre y al padre. Quería que llegara antes y los matara a los dos. Pero Robert me dijo que no; no quería hacer daño a su madre.

– ¿De quién fue la idea de que pareciera obra de la tríada?

– Fue idea de Mia y luego Robert lo planeó. Sabían que la policía se lo tragaría.

Bosch asintió. Apenas conocía a Mia, pero sabía lo suficiente de su historia para sentirse triste por todo ello.

Levantó la vista a la cámara del techo, esperando que su mirada enviara a Gandle el mensaje de que había que poner a alguien a localizar a Mia Li para que los equipos de detención actuaran simultáneamente.

Bosch volvió a centrarse en Lam, que miraba la mesa con expresión de derrota.

– ¿Y usted, Eugene? ¿Por qué participó en esto?

Lam negó con la cabeza. Bosch captó el arrepentimiento en su rostro.

– No lo sé. Robert me amenazó con echarme porque la tienda de su padre estaba perdiendo mucho dinero. Me dijo que podía salvar mi empleo… y que cuando abrieran la segunda tienda en el valle la dirigiría yo.

No era una respuesta más penosa que otras que Bosch había escuchado a lo largo de los años. No había sorpresas cuando se trataba de móviles para asesinar.

Trató de pensar en cualquier cabo suelto del que debiera ocuparse antes de que Abner Cook entrara a cerrar el trato.

– ¿Y Henry Lau? ¿Le dio la pistola o la cogió sin que él lo supiera?

– La cogimos, yo lo hice. Estábamos jugando al póquer una noche en su casa y dije que tenía que ir lavabo. Fui al dormitorio y la cogí. Sabía dónde guardaba la llave de la caja. Luego la devolví la siguiente vez que jugamos. Formaba parte del plan. Creíamos que no se enteraría nunca.

Todo parecía perfectamente plausible para Bosch. Además, Harry sabía que una vez que el trato fuera definitivo y lo firmaran Cook y Lam, podría interrogar más en detalle al asesino sobre el resto de cuestiones relativas al caso. Sólo le quedaba un último aspecto por cubrir antes de traer a Cook.

– ¿Y Hong Kong? -preguntó.

Lam parecía confundido por la pregunta.

– ¿Hong Kong? -preguntó-. ¿Qué pasa?

– ¿Quién de ustedes tiene relación allí?

Lam negó con la cabeza, desconcertado. A Bosch le pareció que no fingía.

– No sé qué quiere decir. Mi familia es de Nueva York, no de Hong Kong. No tengo relación allí y, por lo que yo sé, tampoco Robert ni Mia. De Hong Kong no hablamos.

Bosch pensó en ello. Ahora estaba confundido. Algo no conectaba.

– Está diciendo que por lo que sabe, ni Robert ni Mia hicieron llamadas a nadie sobre el caso o la investigación.

– No, que yo sepa. No creo que conozcan a nadie.

– ¿Y Monterey Park? La tríada a la que estaba pagando el señor Li.

– Eso lo sabíamos, y Robert sabía cuándo pasaba Chang a cobrar cada semana. Así lo planeó. Esperé y cuando vi que Chang salía de la tienda, entré. Robert me dijo que me llevara el disco de la máquina, pero que dejara los otros allí. Sabía que en uno de ellos salía Chang y que la policía lo vería como una pista.

Un buen elemento de manipulación por parte de Robert, pensó Bosch. Y él había mordido el cebo, como estaba planeado.

– ¿Qué le dijeron a Chang cuando llegó a la tienda la otra noche?

– Eso también formaba parte del plan. Robert sabía que iría a cobrarle.

Bajó la mirada y se apartó del escrutinio de Bosch. Parecía avergonzado.

– ¿Qué le dijo? -le instó Bosch.

– Robert le dijo que la policía nos había mostrado su foto y que nos habían dicho que había cometido el crimen. Le dijo que la policía lo buscaba y que lo detendría. Pensamos que huiría, que se iría de la ciudad y parecería que había cometido el crimen. Si volvía a China y desaparecía, eso nos ayudaría.

Bosch miró a Lam cuando el sentido y las ramificaciones de la afirmación empezaron a hundirse lentamente en la sangre oscura de su corazón. Lo habían manipulado desde el principio hasta el final.

– ¿Quién me llamó? -preguntó-. ¿Quién llamó y me dijo que me alejara del caso?

Lam asintió lentamente.

– Fui yo -dijo-. Robert escribió un guión y yo hice la llamada desde una cabina. Lo siento, detective Bosch. No quería asustarle pero tenía que hacer lo que me dijo Robert.

Bosch asintió. Él también lo lamentaba, pero no por las mismas razones.

46

Al cabo de una hora, Bosch y Cook salieron de la sala de interrogatorios con una confesión completa y un acuerdo de cooperación de Eugene Lam. Cook anunció que presentaría cargos de inmediato contra el asesino así como contra Robert y Mia Li. El ayudante del fiscal dijo que había pruebas más que suficientes para proceder a la detención de la hermana y el hermano.

Bosch se reunió con Chu, Gandle y otros cuatro detectives en la sala de reuniones para discutir los procedimientos de detención. Ferras aún estaba vigilando a Robert Li, pero Gandle dijo que un detective enviado a la casa de Li en el distrito de Wilshire había informado de que el coche familiar había desaparecido y que parecía que no había nadie en la casa.

– ¿Esperamos a que aparezca Mia o detenemos a Robert antes de que empiece a preguntarse por Lam? -preguntó Gandle.

– Creo que hemos de actuar -dijo Bosch-. Ya se estaba preguntando dónde estaba Lam. Si empieza a sospechar, podría huir.

Gandle miró al resto de los reunidos por si había una protesta. No la hubo.

– Vale, entonces vamos de uno en uno -dijo-. Detenemos a Robert en la tienda y luego vamos a buscar a Mia. Quiero a los dos detenidos antes de que termine el día. Harry, llama a tu compañero y confirma la ubicación de Robert. Dile que estamos en camino. Iré contigo y con Chu.

Era inusual que el teniente saliera de la oficina, pero el caso trascendía la rutina. Aparentemente quería estar allí cuando se acercara la detención.

Todos se levantaron y empezaron a abandonar la sala de reuniones. Bosch y Gandle se quedaron atrás. Harry sacó el teléfono y pulsó el número de marcación rápida de Ferras. La última vez que había hablado con él aún estaba en el coche, vigilando Fortune Fine Foods & Liquor desde el otro lado de la calle.

– ¿Sabes lo que aún no comprendo, Harry? -preguntó Gandle.

– No, ¿qué no entiendes?

– ¿Quién secuestró a tu hija? Lam asegura que no sabía nada de eso, y en este momento no tiene razones para mentir. ¿Aún crees que fue la gente de Chang, aunque ahora sabemos que era inocente del crimen?

Contestaron la llamada de teléfono antes de que Bosch pudiera responder a Gandle.

– Ferras.

– Soy yo -dijo Bosch-. ¿Dónde está Li?

Levantó un dedo a Gandle para que esperara mientras respondía la llamada.

– Está en la tienda -dijo Ferras-. Tenemos que hablar, Harry.

Bosch sabía por la tensión en la voz de su compañero que no era de Robert Li de lo que Ferras quería hablar. Mientras estaba sentado solo en su coche toda la mañana, algo se estaba pudriendo en su cerebro.

– Hablaremos después. Ahora mismo hemos de actuar. Hemos convencido a Lam, y nos lo va a dar todo: a Robert y a su hermana, que también formaba parte de esto. ¿Está ella en la tienda?

– No la he visto. Dejó a la madre, pero luego se fue.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace una hora, más o menos.

Gandle, cansado de esperar y con la necesidad de prepararse para unirse a los equipos de detención, se dirigió a su despacho. Bosch se quedó pensando que por el momento estaba a salvo de tener que responder a la pregunta del teniente. Ya sólo tenía que tratar con Ferras.

– Bueno, quédate ahí -dijo-. Y avísame si algo cambia.

– ¿Sabes qué, Harry?

– ¿Qué, Ignacio? -respondió con impaciencia.

– No me has dado una oportunidad, tío.

Había un tono de lamento en su voz que puso a Bosch nervioso.

– ¿Qué oportunidad? ¿De qué estás hablando?

– Estoy hablando de que le hayas dicho al teniente que quieres un nuevo compañero. Deberías haberme dado otra oportunidad. Está intentando trasladarme a Automóviles, ¿sabes? Dijo que yo no soy digno de confianza y que soy el que se ha de ir.

– Mira, Ignacio, han pasado dos años, ¿vale? Te he dado dos años de oportunidades. Pero ahora no es el momento de hablar de eso. Lo comentamos después, ¿eh? Espera, vamos en camino.

– No, espera tú, Harry.

Bosch hizo un momento de pausa.

– ¿Qué coño quieres decir?

– Quiero decir que voy a ocuparme de Li.

– Ignacio, escúchame: estás solo. No entres en esa tienda hasta que llegue el equipo de detención, ¿entiendes? ¿Quieres ponerle las esposas? Bien, podrás hacerlo. Pero espera hasta que lleguemos.

– No necesito un equipo ni te necesito a ti, Harry.

Ferras colgó. Bosch le dio al botón de rellamada y empezó a dirigirse hacia la oficina del teniente.

Ferras no contestó y la llamada fue directamente al buzón de voz. Cuando Bosch entró en la oficina de Gandle, el teniente se estaba abotonando la camisa sobre un chaleco antibalas que se había puesto para el viaje de campo.

– Vámonos -dijo Bosch-. Ferras se ha desquiciado.

47

Después de volver del funeral, Bosch se quitó la corbata y cogió una cerveza de la nevera. Salió a la terraza, se sentó en el sillón y cerró los ojos. Pensó en poner algo de música, tal vez un poco de Art Pepper para sacudirse la tristeza.

Pero se sentía incapaz de moverse. Se limitó a quedarse con los ojos cerrados y trató de olvidar en la medida de lo posible las últimas dos semanas. Sabía que era una tarea imposible de lograr, pero merecía la pena intentarlo, la cerveza le ayudaría, aunque sólo fuera de manera temporal. Era la última que quedaba en la nevera y se había prometido que sería la última para él. Ahora tenía una hija a la que educar y debía ser lo mejor posible para ella.

Como si pensar en ella hubiera conjurado su presencia, oyó la puerta corredera.

– Eh, Mads.

– Papá.

En esa única palabra la voz de la niña sonó diferente, inquieta. Abrió los ojos y miró entrecerrándolos al sol de la tarde. Maddie ya se había cambiado de ropa: llevaba pantalones tejanos y una camisa que había sacado de la bolsa que su madre le había preparado. Bosch se había fijado en que se ponía más las pocas cosas que su madre le había metido en la mochila en Hong Kong que toda la ropa que habían comprado juntos.

– ¿Qué pasa?

– Quiero hablar contigo.

– Vale.

– Siento mucho lo de tu compañero.

– Yo también. Cometió un grave error y pagó por ello. Pero no sé, no parece que el castigo fuera proporcional al error, ¿sabes?

La mente de Bosch pasó momentáneamente a la espantosa escena que se había encontrado en el interior de la oficina de gerencia de Fortune Fine Foods & Liquor. Ferras boca abajo en el suelo, con cuatro disparos en la espalda; Robert Li aterrorizado en un rincón, temblando y gimiendo, mirando el cuerpo de su hermana junto a la puerta. Después de matar a Ferras, Mia se suicidó. La señora Li, la matriarca de una familia de asesinos y víctimas, permanecía estoicamente de pie en el umbral cuando llegó Bosch.

Ignacio no vio venir a Mia. La joven había dejado a su madre en la tienda y se había marchado, pero algo la hizo volver. Se metió en el callejón y aparcó en la parte de atrás. Según especularon más tarde en la sala de brigada, Mia descubrió a Ferras vigilando y comprendió que la policía estaba al llegar. Fue a casa, cogió la pistola que su padre asesinado guardaba bajo el mostrador de su tienda y volvió a la tienda del valle. No quedó claro -y siempre sería un misterio- cuál era su plan. Quizás estaba buscando a Lam o a su madre, o quizá sólo estaba esperando a la policía. El caso es que regresó a la tienda y entró por la puerta de empleados de la parte de atrás a la vez que Ferras accedía por la puerta delantera para detener él sólo a Robert. Mia vio que el policía entraba en la oficina de su hermano y fue tras él.

Bosch se preguntó cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Ignacio cuando le acribillaron las balas. Se preguntó si su joven compañero estaría asombrado de que un relámpago pudiera caer encima dos veces, la segunda para terminar el trabajo.

Bosch apartó la visión y los pensamientos. Se sentó más derecho y miró a su hija. Vio la carga de culpa en sus ojos y supo lo que se avecinaba.

– Papá.

– ¿Qué pasa, peque?

– Yo también cometí un error. Pero no fui yo la que lo pagó.

– ¿Qué quieres decir, cariño?

– La doctora Hinojos dice que tengo que descargarme. Que he de contar lo que me inquieta.

Le cayeron las lágrimas. Bosch se sentó de lado en el sillón, cogió a su hija de la mano y la guio a un asiento que estaba justo a su lado. Le pasó el brazo en torno a los hombros.

– Puedes decirme lo que sea, Madeline.

Ella cerró los ojos y se los tapó con una mano. Apretó la mano de su padre con la otra.

– Mataron a mamá por mi culpa -dijo-. La mataron a ella y deberían haberme matado a mí.

– Espera, un momento, un momento. Tú no eres responsable…

– No, espera. Escúchame. Sí que lo soy. Fue culpa mía, papá, y he de ir a prisión.

Bosch le dio un gran abrazo y la besó encima de la cabeza.

– Escúchame, Mads. No vas a ir a ninguna parte. Te vas a quedar aquí conmigo. Sé lo que ocurrió, pero eso no te convierte en responsable de lo que hicieron otras personas. No quiero que pienses eso.

Ella se echó atrás y lo miró.

– ¿Lo sabes? ¿Sabes lo que hice?

– Confiaste en una persona equivocada… y el resto, todo lo demás, es culpa suya.

Ella negó con la cabeza.

– No, no. Todo fue idea mía. Sabía que vendrías y pensé que conseguirías que ella me dejara venir aquí contigo.

– Lo sé.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

Bosch se encogió de hombros.

– No importa -dijo-. Lo que importa es que no podías saber lo que iba a hacer Quick, que cogería tu plan y lo haría suyo.

Maddie inclinó la cabeza.

– Da igual. Maté a mi madre.

– Madeline, no. Si hay alguien responsable, soy yo. La mataron por algo que no tenía nada que ver contigo. Fue un atraco y ocurrió porque yo fui estúpido, porque mostré mi dinero en un lugar donde nunca debería haberlo mostrado, ¿vale? Es culpa mía, no tuya. Cometí un error.

No había forma de calmarla o consolarla. Negó con la cabeza violentamente y con la fuerza lanzó lágrimas en el rostro de Bosch.

– Ni siquiera tendrías que haber estado allí, papá, si no hubiéramos mandado el vídeo. ¡Eso lo hice yo! ¡Sabía lo que pasaría! ¡Que subirías al primer avión! Quería escapar antes de que aterrizaras. Llegarías a Hong Kong y yo estaría bien, pero tú le dirías a mamá que no era un lugar seguro para mí y yo me vendría contigo.

Bosch se limitó a asentir. Había imaginado más o menos ese escenario días antes, cuando se había dado cuenta de que Bo-jing Chang no tenía nada que ver con el homicidio de John Li.

– Pero ahora mamá está muerta, y ellos están muertos. Todo el mundo está muerto y es culpa mía.

Bosch la agarró por los hombros y la hizo girar hacia él.

– ¿Qué parte de esto le contaste a la doctora Hinojos?

– Nada.

– Vale.

– Quería decírtelo antes a ti. Ahora has de llevarme a la cárcel.

Bosch la abrazó y la apretó con fuerza contra su pecho.

– No, cielo, vas a quedarte aquí conmigo.

Le acarició suavemente el pelo y le habló con voz calmada.

– Todos nos equivocamos. Todo el mundo. A veces, como mi compañero, cometes un error y no puedes resarcirte; no tienes ocasión. Pero a veces sí la tienes, y podemos compensar nuestros errores. Los dos.

Los sollozos empezaron a remitir. La oyó sorber. Pensó que quizá por eso había acudido a él. Buscando una salida.

– Quizá podamos hacer algo bien y compensar por las cosas que hicimos mal. Nos resarciremos por todo.

– ¿Cómo? -dijo en voz baja.

– Yo te enseñaré el camino. Te lo enseñaré y verás que podremos resarcirnos de esto.

Bosch asintió para sí. Abrazó a su hija con fuerza y deseó no tener que soltarla nunca.