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7 La vida privada de Lucrecia

Llora Lucrecia, abandonada a la piedad de su lecho, y doña Sancha ya ha llorado todo lo necesario, rígidamente sentada en un canto de la cama, los ojos vagando por un ensueño secreto, de vez en cuando viajan hacia Lucrecia y ni siquiera emite un juicio la mirada.

Le parece natural que Lucrecia llore, tan natural como que a ella se le hayan secado las lágrimas.

Por la rendija de la puerta asoma el ojo de Alejandro Vi y cuando lo retira hay preocupación en el rostro que interroga a Adriana del Milá, situada a su lado.

– ¿Es normal que llore tanto una viuda?

– Depende del marido muerto.

– Apenas se habían tratado.

– Lucrecia se ha enamorado de todos los maridos posibles, presuntos y reales. Lucrecia ahora llora a todos sus maridos muertos. Ella es también todos sus maridos muertos.

– Es una Borja y se debe a la razón de la familia. ¡La familia está por encima de todo y de todos!

¡Incluso por encima de mí mismo!

Me aturden esos lloros. Me desconciertan. Bien está la higiene de las lágrimas un día, dos, tres.

Pero durante semanas las lágrimas ya son debilidad. Vuelve a velar por ella, Adriana. Hay que separarla de Sancha y ofrecerle nuevos estímulos.

– Lucrecia ha pedido permiso para retirarse a sus posesiones de Nepi. Creo que deberías dejarla marchar.

– Que se vaya. Allí podrá llorar a gusto. Pero sobre todo que doña Sancha vuelva a Nápoles cuanto antes. De momento la metéis en el castillo de Sant.Angelo y que no vea a Lucrecia. Es una compañía perniciosa.

Hay cierta dureza en el permiso papal, dureza que se eclipsa cuando avanza hacia un puñado de cardena les que le esperan. Bendice a los respetuosos curiales.

– Quiero expresaros mi gozo por el dinero que habéis prestado para que César ponga en pie el más formidable ejército de Roma desde los tiempos del Imperio romano. Sin vuestra contribución económica hubiera sido imposible. Los nobles vencidos por el ejército de César se están reuniendo en Mantua, en la corte de Francesco de Gonzaga e Isabel de Este, para lamerse las heridas o para conspirar.

– Son malos enemigos -ha opinado un cardenal.

– ¿A qué podemos temer con el respaldo del rey de Francia y la interesada inhibición de los reyes de España? A ver si sus eminencias reverendísimas me dan prueba alguna vez de imaginación histórica.

Les imparte la bendición y se retira, pero nada más haya salido de la habitación, su santidad se esconde detrás de la puerta y escucha con satisfacción y regocijo lo que comenta el coro de cardenales a sus espaldas.

– ¡Es indignante que se disponga de nuestro dinero con tan poca seriedad!

– ¡Sólo para pagarle las batallitas al hijo! ¿A ese nepotismo le llama imaginación histórica?

– César se hace llamar rey de Italia.

Se frota las manos Alejandro y en esta actitud satisfecha le sorprende Burcardo. Alejandro le insta a que escuche a escondidas lo que siguen comentando los cardenales.

– Se han gastado los dineros dejados por los peregrinos del jubileo en pagar las tropas de César. Y ahora está preparando la boda de su hija Lucrecia. A ver quién de nosotros la paga.

– Todos.

– Todos, pero siempre escoge a un desgraciado al que pueda amenazar. O sueltas el dinero o te confisco las propiedades o te excomulgo. La tropa del Vaticano ha expoliado la fortuna de Ascanio Sforza, bienes guardados en un monasterio, lo que no ha sido obstáculo para el asalto.

– Si me llegan a decir que ser cardenal implicaba tanta inseguridad.

– Lo más inseguro para un cardenal es el ámbito que encierran estos muros, dentro del Vaticano todos los ladrones son gente respetable.

La satisfacción de Alejandro se trueca en gravedad, la misma con la que vuelve a la reunión de cardenales, donde de pronto los ceños se convierten en sonrisas y las indignaciones en sumisiones.

– Hemos estado debatiendo las propuestas de su santidad y haremos cuanto esté en nuestra mano. Ese sueño de César coronado como rey de Italia al servicio de la cristiandad debe de ser fruto de una revelación divina.

– Es el sueño necesario de todos los italianos. Nosotros somos

de origen valenciano y se nos ha llamado catalanes. Pero nos consideramos de aquí, romanos, queremos ser italianos. Os sorprende mi firmeza, y me la dicta la seguridad.

– ¿Una revelación divina? Su santidad es el único de todos nosotros que puede comunicar directamente con Dios.

– ¿De qué caminos se vale la Providencia para comunicarse con los humanos? Una gitana. Una gitana me dijo: alguien relacionado contigo será rey de Italia.

Hay consternación general disfrazada de admirativa sorpresa.

– ¿Una gitana?

– Nada más instalarme yo en Roma. Salía de una audiencia concedida por mi tío, el papa Calixto Iii, y la gitana me dio la buenaventura. Dios puede expresarse a través de la más imprevista criatura. Incluso de algo tan hiriente a la vista y tan estéril como una

zarza en llamas. Remulins se pondrá en contacto con vosotros para decidir las aportaciones que espero.

Es una invitación a la marcha que los cardenales realizan desde un total sometimiento. El papa reclama a uno de ellos, el más anciano, que se quede.

– Giorgio, quédate. Debo hablar contigo.

Sólo Burcardo asiste a la conversación entre el papa y el lento, parsimonioso cardenal Giorgio Costa.

– Giorgio, creo que no os gusta demasiado contribuir con vuestro dinero a la gloria del Estado vaticano.

– Ya sabe su santidad cómo somos los cardenales.

– ¿Cómo sois los cardenales?

– Tan poco apegados a los bienes de la Tierra que nos duele gastarlos.

– ¿No hay contradicción en lo que dices?

– ¿En qué no hay contradicción, santidad? Y lo que no es contradicción es ironía.

Ríe a carcajadas el papa y palmea protectoramente sobre la frágil espalda del anciano.

– ¡El Giorgio Costa de siempre! Así me gusta. Mira, Giorgio. Tengo algunos problemas con Lucrecia, la pobre, apesadumbrada por las desgracias que le han reportado sus diversos matrimonios.

Voy a darle un tiempo para que se serene, pero vuelvo a urdir planes de boda y cuando la vea más serena le voy a delegar funciones de poder. Quién sabe si la nombro gobernadora de Roma aprovechando algunos de mis viajes y en ese caso confío en que tú le echarás una mano.

Burcardo se ha puesto al acecho y a Costa no se le escapa la tensión que exterioriza el jefe de protocolo.

– ¿Se encuentra usted mal, Burcardo?

– En absoluto, eminencia reverendísima.

Al papa le divierte el malestar de Burcardo e insiste maliciosamente:

– Lucrecia ya es una mujer y quiero hacer de ella un personaje político, no sólo por matrimonio, sino por su real saber. Yo hago viajes. César está en campaña.

¿Quién mejor que Lucrecia para gobernar Roma?

Burcardo no puede contenerse.

– ¿También asuntos eclesiásticos?

– ¿Por qué no asuntos eclesiásticos de tipo administrativo? Costa. Todo llegará, pero cuando llegue ese momento, cuento contigo.

– En mi larga vida sólo me faltaba ser ama de cría de una señora gobernadora.

Las carcajadas de Alejandro y la crispación de Burcardo respaldan la retirada del viejo cardenal, su parsimonioso andar le permite ir observando el ritual de las guardias, los dioramas de las ventanas asomadas al jardín y percibir el ruido de las armas en las presentaciones de los soldados a los oficiales, los voceríos lejanos, a veces las voces rotas que suben desde los mercados callejeros hasta las ventanas. Pero entre todos los ruidos, percibe el viejo Costa sollozos de mujer y se acerca a la estancia de donde provienen.

Se abre la puerta y enmarca a una Adriana del Milá preocupada que no repara en el anciano y deja la puerta abierta al marcharse. No vacila el cardenal. Empuja la puerta y presencia el abandono de Lucrecia sobre un sofá, desparramada e inconsolable.

– Señora Lucrecia, ¿puedo serle de utilidad?

Levanta el rostro Lucrecia alarmada, se incorpora, se seca las lágrimas precipitadamente.

– Puede seguir llorando. A mi edad ya no se llora y me gusta recordar la emoción del llanto.

– No me encuentro demasiado bien.

– Muy mal ha de encontrarse para tanto desconsuelo. ¿Ha ido acaso la señora Del Milá en busca del médico?

– No creo.

– Me parece que no perdería el tiempo si me escuchara.

Se encoge de hombros Lucrecia y Giorgio Costa cierra la puerta tras de sí. Se sienta e invita a Lucrecia a que lo haga cerca de él.

– ¿A qué santo tantas lágrimas?

– Me lloro a mí misma. Nunca seré feliz ni realizaré mis sueños.

Todos los hombres que se me acercan mueren. No quiero ni oír hablar de un nuevo pretendiente. Sería un hombre muerto.

– Rodrigo, perdón, su santidad no puede soportar las lágrimas.

César tampoco. Los Borja no tienen tiempo de llorar, ni lugar donde hacerlo. Por eso me parece importante que usted se vaya de Roma una temporada.

– ¿Para qué?

– Para llorar. Para llorar a gusto.

Lucrecia está desconcertada, tal vez algo irritada.

– ¿Y después?

Está alborozado el viejo cardenal y no puede reprimir dar una palmada sobre la rodilla de la muchacha.

– ¡Ésa es la pregunta que esperaba!

Levanta Miquel de Corella la espada de César y proclama.

– ¡Bajo el signo de Julio César, César Borja! ¡Dos mil caballeros y cuatro mil infantes!

¿Cuándo tuvo el Vaticano ejército semejante?

Junto a los lugartenientes de César otros caballeros atienden la oratoria ligeramente etílica de Miquel, tolerada por César, en el trance de acariciar los cabellos de una muchacha semivestida más que semidesnuda, entre otras muchachas más semidesnudas que semivestidas.

Las caricias del Valentino son suaves, su talante relajado sigue soportando los cantos de Corella.

– ¿Cuándo Roma ha contado con capitanes como éstos? Vitellozzo Vitelli, Paolo Orsini, Giampaolo Baglione… y yo mismo, Miquel Corella, aunque me esté mal el decirlo, y Montcada y Juanito, Juanito, ¡ven aquí, Juanito, que se te quiere, Juanito!

Pero no está dispuesto Juanito Grasica a cambiar a la muchacha que le atiende por los brazos de Corella e interviene César para proponer.

– ¿Nada tienen que decir los poetas y los músicos?

Los músicos se apoderan apresuradamente de los laúdes y dos poetas componen el trance de la recitación.

– No. No os quiero por separado. Tú, Cimino dell.Aquila, quiero que compongas un poema con música sobre… el tema ya me lo pensaré.

– Lo haré con toda premura.

– Lo harás ahora. ¿No te llaman el divino Aquilano?

– Póngame su augusta persona un tema fácil.

– No estaría a tu altura.

Quiero proponerte un tema que me obsesiona: la hidra. ¿Sabes tú qué es una hidra?

– Una serpiente monstruosa.

– Una serpiente de siete o nueve cabezas que se reproducen. Con la espada cortas cabezas y vuelven a rebrotar. Las hidras están fuera y dentro de uno, Aquilano, pero las peores son las interiores, son los símbolos de la ambición, de la vanidad. Te confieso que me siento dominado por mi hidra interior.

– Pintoresco tema. Heracles mata a la hidra y baña sus flechas en la sangre de la bestia, porque esa sangre es veneno. El gran César nos está diciendo: ¡no domino mi hidra interior! ¡Mi sangre es veneno! -apostilló teatralmente Corella mientras bebía para acentuar su distancia etílica, sin que César, aparentemente, tuviera en cuenta sus palabras y siguiera presionando al poeta.

– ¿Te ves capaz, Aquilano?

Asiente el vate, se concentra, empuña el laúd, lo rasguea y con los ojos perdidos en la fuente de su inspiración recita, acompañado por la música:

– "Siete dones maravillosos subyugan a un amante: la mirada, la sonrisa, los pies, las manos, la frente, la boca y el pecho de su amada.

Pero son flagelos cabezas de la hidra que muerden y desgarran y devoran al amante.

El fuego de la pasión, en lugar de destruirlos, infunde vida a esos encantos, como otros tantos males, Bajo su ataque fatal, el amante encuentra la muerte."

Todos miran a César por si le ha gustado la canción y finalmente el Valentino golpea con su vaso de vino la mesa, iniciando el refrendo de todos los presentes. Orgulloso, Aquilano subraya los vítores y las palmadas con el rasgueo sincopado de su guitarra hasta que César le ordena que se detenga.

– Aplaudo tu rapidez y habilidad, pero no me fío de tus intenciones. ¿Qué has querido decir convirtiendo el amor en sospechoso de ser una hidra oculta?

Irrumpe Corella en el centro de la atención general y acerca su rostro a la muchacha que yace con César.

– Fiammetta, ¿eres una hidra, una venenosa hidra disfrazada de virgen mal alimentada?

Grita teatral e histéricamente la muchacha, pero ya es Corella el dueño de la situación.

– César, el divino Aquilano ha querido aliviarte de tu sentido de la culpabilidad. No te sientas pesaroso por el ácido de la ambición, ni siquiera trates de cortarle la cabeza, porque no controlas las fuentes de sus acciones y la hidra peor es la que desde fuera gana nuestros sentidos. ¿No es así, Aquilano?

– Así es, Michelotto.

– El segundo trabajo de Hércules fue matar a la hidra, César.

Eso ya lo has dejado atrás. ¿Por qué sigues empeñado en matar a la hidra? ¿No estás más a gusto con el tercer trabajo, la cierva Cerinitis, entre tus brazos? ¿Eres la cierva Cerinitis, Fiammetta?

Grita falsamente histérica la muchacha y a César le divierte el espíritu provocador de Corella.

No así a los demás caballeros, que no saben disimular su tedio o su fastidio, hasta que uno de ellos se adelanta.

– César, nos espera una dura campaña mañana y el cuerpo pide descanso.

– Haz lo que quieras, Vitellozzo. ¿Son del mismo parecer tus compañeros?

– Eso creo.

Se retiran los caballeros, algunos acompañados de sus damas y queda César rodeado de sus incondicionales.

– No entiendo por qué Vitellozzo se retira a descansar.

No duerme. No tiene más obsesión que conquistemos algún día Florencia para vengarse de los que asesinaron a su hermano. Es tan buen soldado como pésimo cortesano. Cuando se acaben las guerras no sé qué va a ser de ellos.

– Miquel, nunca se acabarán las guerras.

– ¿No? Ya hemos conquistado Rímini, Pesaro, la Romaña entera. Aquí, en Pesaro, estamos en el palacio que iba a ser para Lucrecia, y el pobre duque Giovanni Sforza se ha ido a refugiar en Mantua, a llorar en el regazo de los Gonzaga, y tengo que contarte algo muy reconfortante.

– Cuéntalo.

– A solas.

Ordena César que se vayan las mujeres, los poetas, los músicos, también sus ayudantes, y queda a solas con Corella.

– Esta tarde Ramiro de Llorca y yo hemos recibido a Colenuccio, un enviado de Ercole de Este.

Venía a rendirte pleitesía, porque Pesaro está muy cerca de Ferrara y no quieren que traspases esa frontera. Los has impresionado, César, y me parece un buen momento para tirar adelante lo de la boda de Lucrecia con Alfonso de Este.

– Me cuentan que Lucrecia está triste, que no se puede hablar con ella.

– Aceptará finalmente. Lucrecia quiere huir de Roma, César.

– ¿Huir? Demuestras un raro conocimiento de mi hermana. ¿Por qué te preocupas tanto por ella?

– La hemos acorralado demasiado. Pobre muchacha, se encariñaba con maridos insuficientes y nosotros los poníamos en fuga, a veces en fuga eterna.

– Un marido es una caja cerrada. Hasta que no se abre no sabes lo que hay dentro. Igual ocurrirá con Alfonso de Este si Lucrecia llega a casarse con él.

– En cambio una mujer no.

Una mujer dentro sólo tiene hijos.

Pequeños Borja que han de perpetuar vuestra familia por encima de los siglos y las fronteras. ¿Quién es la mujer con más prestigio de la cristiandad? ¿Isabel la Católica?

¿De qué es dueña? ¿De su corte?

Ni siquiera es dueña de su cuerpo.

¿Quién es la mujer con más prestigio de Italia? ¿Catalina Sforza?

¿Isabel de Gonzaga? Igual te digo. Son abejas paridoras cuya vida pende de un hilo a cada parto.

Pero Lucrecia quiere tener su corte. Ser ella misma. Lucrecia quiere escapar.

– El poder de Lucrecia es el poder de la familia. Mi poder es el poder de la familia. He pensado muchas veces en lo que debería hacer si mi padre faltara. Se me abriría el suelo bajo los pies. He de conseguir que me nombre gobernador vitalicio de Roma, algún cargo que me permita conservar el poder cuando él falte y otra vez vuelva a echarse sobre nosotros toda esa chusma hoy día humillada y vencida.

César se refugia en una ensoñación que le molesta y rechaza con el brazo. Miquel le tiende una copa llena de vino.

– La primera copa apaga la sed, la segunda da alegría, la tercera placer, la cuarta da locura. El gran Apuleyo sabía lo que se decía: "No sientas la angustia hasta que sea necesaria."

– Tienes razón. No comprendo estas furias abstractas que de vez en cuando me vienen. Las mías son abstractas. Las tuyas concretas.

Miquel, olvida a Lucrecia. Se aproximan tiempos interesantes.

He citado en Roma a Leonardo da Vinci y a Maquiavelo. Quiero que el primero me dibuje máquinas de guerra y que el segundo me justifique las guerras. Pero antes quiero darle un toque a Lucrecia.

Se entristece Miquel de Corella.

– Trátala con afecto, César.

– Algún día podrías haberle dicho que la amas.

– ¿Antes o después de matarle maridos?

Se retira Corella silbando una melodía lúgubre y cuando consigue la soledad exhala también él aire angustiado. Recita:

– "No us negareu, senyora, donar-li la má a qui de vos s.en va, no us negareu, senyora. Una piadosa vista al dol pot resistir i aquesta ánima trista sempre de vos s.enyora. No us negareu, senyora." (1)

Giovanni Sforza va terminando su exposición.

– Las tropas de César descansan en Pesaro. Yo he perdido mi feudo, pero no se detendrán allí y [14]avanzarán hacia Bolonia, hacia Mantua o hacia Ferrara. ¿Por qué no Mantua o Ferrara?

Los ojos de Giovanni se dirigen preferentemente a la pareja formada por Isabel de Este y Francesco de Gonzaga, presidentes de la reunión.

– Ante todo, Isabel, querido Francesco, os agradezco la hospitalidad que habéis dado a esta reunión. Puedo considerarme ya un exilado, y os prevengo, César vendrá a por vosotros, aquí a Mantua, ese bastardo necesita la sangre de los Gonzaga para sentirse fuerte y luego irá a por tu casa, Isabel, irá al asalto de Ferrara, porque también su bastardía necesita la sangre noble de la casa de Este.

Hay fría preocupación en el rostro de madona perpetuamente enfurruñada de Isabel e ironía en Francesco de Gonzaga, ironía que no escapa a la percepción de Giovanni.

– Leo tus pensamientos, Francesco.

– Siempre has leído los pensamientos, Giovanni. Incluso cuando no había tales pensamientos.

– ¿A qué te refieres?

– No seas tan suspicaz. Cuando abandonaste a tu mujer Lucrecia Borja, dijiste que era a causa de males terribles que se avecinaban.

– Tú conoces la fuerza de las familias italianas: los Sforza, los Este, los Gonzaga… pero imagínate Roma, una sola ciudad, llena de familias que luchan por la hegemonía, cada cual desde su territorio, como bandidos sin escrúpulos, y en medio los Borja, que han aprendido a ser los más duros, los supervivientes. Yo quería a Lucrecia, pero no al precio de ser un cornudo y mucho menos un cornudo implicado en un incesto.

Sigue habiendo escepticismo en los ojos de Francesco y su mujer se irrita.

– ¿Lo dudas?

– No ignoro los excesos criminales de los Borja, tan comunes, por otra parte, en otras cortes de Italia, de España, Francia. Pero tampoco ignoro cómo se construyen leyendas.

– ¿Leyendas? ¿Hablas de leyendas cuando es evidente que esa gentuza de marranos y catalanes ha pervertido el Vaticano y conmovido la estabilidad de toda Italia?

Se desentiende Francesco de la indignación de su mujer y acude junto a Giovanni para abrazarle.

– Considérate un invitado muy especial de Mantua.

– Te lo agradezco, pero mi asilo no soluciona el problema. César es diabólico. Cuando tiene enemigos los suma a su ejército mediante el terror o el dinero. Ha conquistado Rímini con la ayuda de sus propios habitantes, que odiaban al tirano Pandolfo Malatesta.

– Curioso personaje. Un sanguinario, pero cuando marchaba al exilio se dio cuenta de que había olvidado a su perro y escribió a César pidiendo que se lo devolviera. Pero, Giovanni, me consta que César te ha quitado Pesaro sin apenas sacarse la espada del cinto.

– ¿Qué señor de Italia puede hoy confiar en que sus súbditos tratarán de salvarle el feudo? Los valores tradicionales se han hundido y el populacho acoge a cualquiera como a un liberador. ¿De qué los libera? Da lo mismo. Son tiempos de iconoclastas sin sentido. César ha empleado a Ramiro de Llorca como administrador de sus propiedades. ¿Resultado? Los vasallos odian a Ramiro de Llorca, no a César que es quien le da las órdenes.

Se generaliza la conversación entre los caballeros sobre la evidencia de la pérdida de los valores del respeto a la autoridad, en relación con la pérdida del temor de Dios, pero Isabel reclama que su marido vaya tras de ella. Mientras la mujer avanza, Francesco de Gonzaga estudia su expresión, como tratando de adivinar lo que le espera, por eso cuando alcanzan la soledad de sus aposentos, el hombre trata de adelantarse.

– Ignoro qué te habrán contado esta vez.

– ¿Contado? ¿Me cuentan alguna cosa alguna vez?

– No empecemos, Isabel. Dispones del mejor servicio de espionaje de Mantua, Ferrara e incluso Roma. Si te han contado que yo…

– Chist. Esta vez no hay faldas de por medio. Me han contado algo más humillante e intolerable.

– ¿Me afecta a mí?

– ¡A mí y a los míos! Resulta que el papa está negociando con mi hermano el cardenal Hipólito y con mi padre el matrimonio de Lucrecia Borja con mi hermano Alfonso, el futuro duque de Este y señor de Ferrara. ¡Esos bastardos! ¡Esa puta bastarda duquesa de Ferrara!

¿Qué te parece?

No le parece nada a Francesco a juzgar por su silencio y por la melancolía irónica con la que contempla a su mujer.

– ¡Me pone nerviosa esa mirada!

¿Qué es lo que te importa a ti?

¿Qué criterios morales tienes?

– Isabel.

– ¿O acaso te gusta esa ramera?

Ya me pareció que te había impresionado cuando la viste en… ¿en Roma?

– No recuerdo cuándo la vi.

– Te impresionó.

– Era una niña.

– ¿Qué es ser una niña?

– Tú sabrás.

– No voy a consentir que esa viscosa bastarda se siente en el trono de Ferrara, el trono de mi madre. Recuerda el día en que lo he dicho.

– Admiro tu orgullo, el orgullo de ser una Este. Yo tengo el de ser un Gonzaga, pero ¿podemos legítimamente suponer que los Borja son unos bastardos y nosotros no tenemos también un origen bastardo o de condotieros que se ganaron la legitimidad por la fuerza?

– Los Este somos la dinastía más transparente. Además, la fuerza y el valor son fuentes de legitimidad. Pero no el degüello y el veneno sistemáticamente, las armas de los Borja.

– Buena parte de las viejas familias armadas y poderosas se han convertido en cortesanas. No tienen otros duelos que los poéticos.

Pero casi todas ellas se auparon gracias a la daga y al veneno.

– Todo eso está muriéndose, es cierto. Pero estamos creando los nuevos príncipes y sólo los que sepan quedar a salvo de las contaminaciones tendrán legitimidad para serlo.

– ¿Legitimidad? Los nuevos príncipes dependerán de los banqueros que paguen sus tropas, sus nuevos artificios de combate, de los cardenales que bendigan sus máquinas de guerra, de la plebe urbana y campesina que forme la tropa y de los poetas que canten sus hazañas.

– ¿Acaso en todo eso no interviene la iniciativa y el valor?

Francesco de Gonzaga contempla a su mujer admirativamente.

– Tienes el rostro de una madona y el alma del más temible condotiero.

– Soy una Este.

De la misma opinión es el cardenal Hipólito de Este cuando responde a las propuestas que le está haciendo Remulins, sentados los dos ante una mesa bien servida, goloso el cardenal, precavido comedor Remulins, pero aún con la boca llena concluye el cardenal.

– Soy un Este.

Acepta Remulins la afirmación, pero opone:

– También un cardenal. Y tanto como miembro de una de las más ilustres familias de Italia como cardenal reconocerá que esta boda es una bendición.

– Esta boda interesa más a la familia Borja que a los intereses de la cristiandad.

– ¿Son separables? César se ha convertido en el guerrero más determinante de Italia y una pieza fundamental de los intereses de todas, absolutamente todas las familias italianas. Le respalda Luis Xii y le deja hacer Fernando el Católico. La conquista de Faenza ha sido un espectáculo militar, un brillante espectáculo contemplado con admiración por varios señores italianos. Usted mismo fue invitado a presenciarla.

Conquistada la Romaña, ya todo es posible. César es hoy el príncipe de Italia.

– Remulins, no puede creer lo que dice.

– ¿Por qué entonces se sienta a negociar? Cardenal Hipólito, su santidad le distinguió con el cardenalato y ahora le hace una oferta sustanciosa para que su padre el honorable duque Ercole acceda a los esponsorios de Lucrecia con su primogénito Alfonso.

– Sustanciosa, sustanciosa. A todo le llaman ustedes sustanciosa.

– ¿Ha heredado su eminencia reverendísima el conocido sentido del dinero de su padre? ¿Quiere que le recuerde el inventario?

Cien mil ducados.

– Ya empezamos mal. Doscientos mil.

– Ya habíamos anulado el censo anual que Ferrara debe pagar al Vaticano. No es concesión baladí que usted sea promovido como arcipreste de San Pedro en el Vaticano.

– Por mí no habría problema, querido canciller. Me aliviaría además el no tener que seguir negociando con usted. Pero hay demasiadas inconcreciones en las propuestas de su santidad. La dote podemos discutirla, pero el ajuar de la novia debería estar valorado en la misma cantidad que la dote.

Luego está el gasto en Ferrara.

Lucrecia querrá tener su corte.

– Todas las duquesas o condesas consortes tienen su corte en Ferrara, en Mantua, en Milán.

– Las cortes de los Borja suelen ser muy caras y mi padre…

– Y su padre es muy cuidadoso de su dinero.

– Ésa es la palabra. Cuidadoso.

– No he dicho otra. ¿En qué actitud está su hermano Alfonso?

– Mi hermano tendrá la actitud que le dicte mi padre, el deber de la estirpe. Recuerdo la conversación que tuvimos antes de partir y traigo una muestra de ello.

Se levanta el cardenal Hipólito de Este y va a un rincón de la habitación donde espera su acercamiento un envoltorio. Retira las ataduras y telas que cubren el lienzo y ante el interesado Remulins aparece el rostro al óleo de Alfonso de Este.

– Mi hermano. Me lo entregó para que la señora Lucrecia pudiera empezar a conocerle.

Es el propio cardenal el que revive la situación en la que le fue entregado el retrato, mientras sus labios mienten el recuerdo y ofrecen a Remulins una situación placentera y galante. Pero evoca la realidad, cuando paseaba como enjaulado Alfonso mientras su padre Ercole mimaba las vísceras de la paciencia y el cardenal se ensimismaba para evitar pronunciarse.

– ¡Me niego a casarme con esa ramera! ¡Sería el hazmerreír de toda Italia!

– En Italia nadie se ríe de quien se casa con una ramera. Depende de la dote. Depende de las relaciones de poder. ¿Crees que a mí me entusiasma esa boda? Desde siempre he sido admirador de fray Girolamo Savonarola y me dolió la encerrona que le costó la vida.

Entre la piedad de los Este y la concupiscencia de los Borja se establece el abismo que separa al Cielo del Infierno. Pero César se ha apoderado de la Romaña, el rey Luis Xii le apoya. Después de la Romaña irá a por Mantua, a por Bolonia, ¿por qué no a por Ferrara? Contéstate a esta pregunta. ¿Por qué no a por Ferrara?

– No me gusta que me hagan preguntas. Mucho menos contestarlas.

– A ti sólo te gusta fundir cañones y fundir rameras en los colchones más sucios de Ferrara.

César Borja quiere esa boda porque ahora sus territorios limitan con Ferrara. Si su hermana se casa contigo se siente respaldado por un pacto de familia e irá a por otros.

– Que vaya a por quien quiera.

Yo no soy un cornudo.

– Ya te he dicho que mis espías en Roma me han garantizado que Lucrecia es víctima de una leyenda, que no hay tanto como se dice.

– Eso quiere decir que hay algo de lo que se dice y Giovanni Sforza ha declarado que su propio padre cometía incesto con Lucrecia.

– Giovanni Sforza no sabe dónde le cuelga el cerebro.

Se quedó falsamente meditabundo Alfonso y cuestionó con ironía.

– El cerebro no cuelga, padre.

Ercole lo dejó por imposible y tomó de encima de la mesa un retrato al óleo de su hijo que entregó al cardenal.

– Lleva este retrato a Roma para entregárselo a Lucrecia y negocia, de momento negocia. Alejandro tiene ganas de casar a la hija y deberá pagar esas ganas.

Preso por la furia sale Alfonso de la sala y salta todas las barreras y los espacios que le separaban de su taller de fundición, una fragua de Vulcano donde los demás operarios sudan y se afanan sobre los metales incandescentes.

Ha recuperado de pronto la paz Alfonso de Este y se desnuda hasta quedar en taparrabos como los demás trabajadores. Se aplica la visera con una mueca de deleite y remueve el material fundido. Una mueca de placer genética, familiar, porque es la misma que consigue organizar el cardenal Hipólito en su rostro, tras concluir su secreta evocación, en el momento en que le entrega el retrato a Remulins en Roma.

– Alfonso de Este. En la franqueza de esta expresión está la franqueza misma de los propósitos de mi familia. Si ultimamos el acuerdo, Alfonso se sentirá lleno de felicidad.

Remulins cierra los ojos para que Hipólito no vea su desdén o su escepticismo.

– ¿Cuántas batallas has ganado esta mañana? ¿Esta tarde? Después de vencer y seducir o violar, mejor violar, a Catalina Sforza, ¿qué otras hazañas te cantan? ¿Has venido hasta Nepi sin gente armada?

¿Dónde está tu sicario Miquel de Corella? ¿Dónde está ese asesino de mis amantes, de mis amadores?

No responde César a Lucrecia.

El hombre trata de captar con una sola mirada la estancia y el jardín sobre el que se proyecta la presencia enlutada de Lucrecia.

– Bello lugar para tanta soledad.

– También me han privado de la presencia de Sancha. Al parecer es una mala compañía. La han encerrado en el castillo de Sant.Angelo, por su seguridad, dicen. Pero qué ingenua soy. ¡Como si no lo supieras! Tú y nuestro padre lo habéis urdido todo.

– Sant.Angelo es un lugar seguro. De haber ido a Nápoles, peligraría. Nápoles no es seguro.

Pronto habrá una intervención de Francia y España contra el rey Federico. Sus días están contados.

– ¿Y Sancha?

– Yo estaré presente en la campaña. Trataré de protegerla. También lo hará el capitán general español, Fernández de Córdoba.

Sancha sabe cuidarse. Tú no. Nos tienes muy preocupados.

– ¿He de empezar a preocuparme yo, entonces? ¿Cuándo vendrá Miquel de Corella a por mí?

César la toma por los hombros.

– Sal de tu sueño de viuda acongojada. Es un sueño inútil.

Tu primer marido sigue siendo un imbécil y el segundo, en paz descanse, era un inútil. ¿No sabes a qué jugamos, a qué juegas? A nuestra altura no podemos dejar que los sentimientos sean una rémora.

Nuestra vida tiene un sentido por encima de las emociones y de la moral al uso.

– La vuestra sí. La de nuestro padre, la tuya, sobre todo la tuya, César. Pero no la mía, ni la del pobre Joan, y bien lo pagó, ni la de Jofre, una caricatura de marido al lado de la poderosa Sancha.

– No disimules tu fortaleza.

Tú eres fuerte como nuestro padre, como yo. Te has de sumar a nuestro empeño. A nuestro sentido.

– ¿De qué sentido hablas?

César medita con las ropas lilas progresivamente enrojecidas por el crepúsculo, subrayados también los ángulos de su rostro, contemplado por Lucrecia como una presencia demoníaca pero que la seduce.

– Hace años nuestro padre salió de su pueblo, Xátiva, e inició un largo recorrido hacia el poder y la gloria. Podía haberse quedado mil veces en el camino, como una hormiga bajo la cólera de la Historia.

– La cólera de Dios.

– Dejémoslo en la Historia.

Yo he estudiado hecho por hecho, hito por hito de ese recorrido y no he visto Providencia alguna. Ha sido el éxito del saber y de la inteligencia individual. La fortuna se ha limitado a sancionar las evidencias. Y Rodrigo lo ha conseguido rodeado de enemigos, esperando el momento en que una gran familia le hiciera fuerte. Hoy esa familia existe a pesar de las bajas. Es también familia nuestra ese frágil duque de Gandía hijo de Joan al que su madre María Enríquez inculca odio eterno a los Borja. ¿Sabes con cuántas casas reales y nobles estamos emparentados? ¿Sabes que hay parientes nuestros en la conquista de las nuevas Indias descubiertas por Colón? ¿No te seduce formar parte de ese gran proyecto?

– ¿Con qué? ¿Con mi vagina?

¿Es mi vagina lo que va a contribuir al esplendor de los Borja?

Sonríe César y comenta.

– Quién sabe dónde está el cerebro, siquiera si tenemos más de un cerebro. Piensa con lo que quieras, pero piensa.

Estudia Lucrecia la reserva regocijada de su hermano.

– Quisiera hablarte como una mujer, como una mujer en cierto sentido madura y viuda. Una mujer a cuya viudez tú has contribuido.

¿Puedo?

La invita César con un gesto.

– Me he dado cuenta de que estáis construyendo un mundo guiado por el dinero, el sexo y la fuerza.

Pero siempre lleváis en el séquito a músicos y poetas, como lleváis en las batallas putas que recojan vuestra sífilis y enfermeros que seccionan las gangrenas o entierran a los muertos. ¿Qué relaciones tienes tú con tu mujer? Por todas partes se pregona que fornicaste hasta tres veces con ella en una noche.

– Cuatro.

– ¿Has vuelto a verla?

– No.

– Has tenido una hija. ¿La conoces?

– No.

– Se habla de que tienes una amante fija de nombre Fiammetta, de que has seducido por la fuerza a una joven noble que se llama Dorotea a la que paseas en tus campañas guerreras, que has usado a Catalina Sforza como un trofeo de conquista.

– ¿Es una maravillada lista de mi vida sexual o un memorial de agravios?

– Todo cuanto he dicho forma parte de la normalidad. No te hace peor ni mejor que a los demás. Eso es lo normal. Lo entiendo. Lo entiendo, César, pero me repugna.

No quiero ser la vagina de los Borja, la vagina perpetuamente enlutada de los Borja.

César parece contenidamente conmovido y va hacia su hermana para abrazarla, acariciarla, besarle la frente, los cabellos.

– Pensamos según vivimos.

A veces nos damos cuenta de que ya no es posible seguir obrando como antes y por eso vamos cambiando, pero muy poco a poco nos damos cuenta de que es necesario cambiar.

Tú no eres la vagina de los Borja. Tú ya tienes responsabilidades con la dinastía. Tienes un hijo natural. Otra consecuencia de tu matrimonio con Alfonso de Bisceglie. Son raíces futuras. Tuyas.

¿No les debes nada? ¿No forman parte de la empresa Borja? No puedes tener la mentalidad de la mujer de un comerciante.

– ¿Y yo?

– ¿Y yo? ¿Qué quiere decir ese yo que me lanzas como una acusación?

– Tú eres un hombre. Un conquistador. Un príncipe. Un césar.

Hay una cierta amargura en la voz de César.

– Yo sólo soy una apuesta. La última apuesta que le quedaba a nuestro padre. O César o nada.

No es sólo mi lema, también es el de Rodrigo, a su pesar.

Luego suspira y expira para expulsar los peores aires.

– Ayúdanos, Lucrecia.

– ¿A qué?

– A no fracasar.

Ante el retrato de Alfonso de Este, la enlutada Lucrecia piensa. La tarde parece solidarizarse con su melancolía. Habla sola en voz alta, pregunta a Adriana del Milá y se contesta a sí misma fingiendo la voz reposada de su tutora.

– Voy a hacerte una pregunta, Adriana.

– Dime, Lucrecia.

– ¿Por qué debo casarme con este hombre?

– Una mujer no puede hacer esa pregunta, una Borja aún menos, Lucrecia.

– Me han dicho que es un hombre mujeriego y que piensa cosas horribles de mí.

– ¿Quién puede pensar cosas horribles de mi niña?

Se le escapa una carcajada a Lucrecia y enfatiza la expresión "mi niña" ridiculizando a Adriana, ridiculizándose a sí misma. Las carcajadas le hacen llorar, para pasar a una grave seriedad con la que se levanta, arregla su tocado y tira del llamador para que acuda su ama de llaves. Habla entonces desde una actitud neutra con una voz desmotivada pero firme.

– Esta noche voy a cenar con mi tutora. Quiero que la cubertería sea de plata.

– ¿De plata?

– Sí. De plata.

Acepta la mujer la orden y nada más salir corre alborozada a comunicárselo al resto del servicio.

– ¡Cubiertos de plata!

La noticia encadenada al alborozo que va provocando llega hasta Adriana del Milá, que está maquillándose en su vestidor, y aunque los pringues blancos que cubren su rostro enmascaran su reacción, sus ojos se han agrandado y sus gestos se aceleran para completar cuanto antes su tocado. Es una Adriana del Milá especialmente amueblada la que se dirige hacia el comedor privado y observa crítica y expertamente la disposición de la cubertería y de los platos, las luces excesivas, tanto que hace retirar un candelabro. Vuelve a la puerta para desde allí comprobar el efecto global de la iluminación, y su atención se ve desviada porque Lucrecia ha entrado en el comedor.

Ya no viste de luto, lleva una corona de flores sobre sus cabellos rubios ondulados y es portadora del retrato de Alfonso de Este. La abraza Adriana, le besa las mejillas y Lucrecia devuelve los cariños con educada dedicación.

– ¡Es una de las noches más felices de mi vida, Lucrecia!

– ¿Por qué?

– ¡Cubiertos de plata! Eso quiere decir que abandonas el luto.

Y ese vestido. Y esas rosas.

¡Maravilloso, hija mía!

Pone encanto Lucrecia en su sonrisa y en los ademanes con que busca una repisa para colocar el retrato de Alfonso de Este.

– ¿Qué te parece, Adriana?

– Un poderoso caballero.

– Me han dicho que es un zafio.

– ¿Zafio, un duque de Ferrara?

– Me han dicho que debo casarme con él y no quiero.

– Una Borja no puede dar esa respuesta.

No le contesta Lucrecia y Adriana queda extrañada de su concentración, pero accede a la mesa, se sienta y aguarda el servicio mientras estudia a su pupila con ojos risueños.

– Me gusta tanto que hayas superado tu estado de postración…

– ¿Tú me quieres, Adriana?

La pregunta ha sorprendido a la Milá y trata de ganar tiempo llenándose los ojos de lágrimas y llevándose un pañuelo a los ojos.

– Sólo la pregunta me ofende.

Te he dedicado mi vida.

Lucrecia se levanta, va hacia Adriana, se arrodilla ante ella y hace caso omiso del enfurruñamiento de la mujer. Le coge la cara con las manos y la obliga a que la mire.

– Tu vida no me la has dedicado a mí, Adriana. No te engañes. No me engañes. Se la has dedicado a mi padre y no te pregunto por qué.

Mi padre decidió que creciera a tu lado, no al de Vannozza, y tú le obedeciste. ¿Por qué? ¿Porque así le predisponías a favor de tu marido, de la familia de tu marido, de los Orsini? ¿Incluso por eso le entregaste a tu nuera Giulia, a costa de los sentimientos de tu hijo Orso, el pobre Orso?

Se ha levantado Adriana trágica y comprueba si la tragedia que interpreta conmueve a Lucrecia.

No. No la conmueve. Sólo hay curiosidad en los ojos de la muchacha arrodillada. Se le cae la máscara a la tutora y envía a Lucrecia por primera vez una mirada de tú a tú.

– Has crecido, Lucrecia. Acabo de darme cuenta. Pero haces preguntas que tú misma deberías contestarte, sobre todo si te consideras una Borja.

– ¿Todo lo has hecho por los Borja?

La gravedad de la expresión de Adriana se carga de furia controlada, no lo suficiente como para no agacharse hacia Lucrecia, cogerla por los brazos y obligarla a ponerse en pie.

– Vamos a hablar cara a cara.

Es casi divertida la expresión de Lucrecia, grave la de Adriana, y desde esa gravedad hablará.

– ¿Qué sabes tú de lo que ha significado sobrevivir en esta ciudad? Yo he visto de niña a los Milá y a los Borja perseguidos por todos los asesinos a sueldo de Roma. Yo he oído el grito pidiendo que nos degollaran a todos los catalanes, y si ese grito ha desaparecido es porque tu padre se ha hecho respetar y ha conseguido que nos respetaran. Tu padre y tu hermano César.

– ¿A costa de la vida de Joan, de la de mi marido, de la de tantos cadáveres como arroja el Tíber?

¡Incluso de cadáveres de los Orsini! ¡De tu familia!

– ¿Hubieras preferido que esos cadáveres fueran los nuestros? ¿En qué mundo vives? Sólo la fuerza puede protegernos y nuestra razón ha sido, gracias a tu padre, la de la familia y la de la cristiandad.

¡Tú vive como una princesa irresponsable mientras los demás matamos y morimos por ti! ¡Nosotros hacemos la faena sucia y Lucrecia pasea coronada de flores blancas!

El énfasis de Adriana del Milá no cambia la actitud de Lucrecia. Se separa y vuelve al retrato de Alfonso de Este.

– Si se casa conmigo, ¿cuánto tiempo le calculas de vida, Adriana?

– ¿Tanto te importa?

– Me he convertido en la novia sangrienta y tengo ganas de vivir como otras mujeres, felices o infelices. En mi casa, rodeada de mis amigos, de mis poetas, de mis cortesanos, lejos de esta angustia que nos rodea. Día tras día. Quisiera adecuar mi vida a un reloj de arena, lenta, el más lento reloj de arena, la más lenta de las arenas lentas. Y contar muy de tarde en tarde mis muertos y los ajenos.

¿Será posible?

Hay desconcierto en Adriana y más todavía cuando, después de un suspiro, Lucrecia concluye.

– Mañana volveré a Roma.

Quiero decirle personalmente a mi padre que acepto la propuesta.

Suspira aliviada Adriana y quiere acudir hacia Lucrecia, pero la detiene su comentario.

– No te librarás de mí, Adriana. Quiero tenerte a mi lado en Ferrara cuando sea la mujer de Alfonso.

Y como los ojos de Adriana le envíen la señal de que no la comprende, comenta.

– Has de terminar tu obra.

Alejandro abraza a su hija tiernamente, luego la aleja de su cuerpo para que las miradas se encuentren.

– No esperaba menos de ti.

La coge por una mano y la conduce ante un auditorio restringido de cardenales y cortesanos.

– Ya os había comunicado que parto para recoger los frutos de las conquistas de César, y en mi ausencia nadie mejor para representarme que Lucrecia. Consideradla gobernadora de Roma y obedeced sus decisiones como si fueran mías.

No se queda para recoger las sorpresas ni los ditirambos sino que vuela con Lucrecia de una mano, forzándola a una marcha que apenas pueden secundar el viejo cardenal Costa y Burcardo. Cuando están a solas los cuatro, el papa extrema otra vez sus caricias a Lucrecia.

– No tengo palabras para expresarte mi júbilo. Serás una gran señora de Ferrara. Mira.

Lee estas cartas que he interceptado. Las envían los espías de Ercole de Este y de su hija Isabel de Gonzaga. Les informan sobre ti, lee… lee en voz alta…

Tarda Lucrecia en decidirse pero finalmente se predispone a la lectura.

– Los subrayados, Lucrecia, basta con los subrayados.

– "… dama encantadora y de las más graciosas…" "… es de una indiscutible belleza que su manera de ser acrecienta y, en resumen, parece tan dulce que no se puede ni se debe sospechar que es capaz de actos siniestros…" ¿De quién hablan?

– Es una carta dirigida a tu futuro suegro, Ercole de Este, al que le llaman duque pero sería más propio llamarle tendero de Ferrara. ¡Negocia como si le fuera en ello la vida! Es un auténtico avaro. La carta la escribe su espía principal, Gianluca Castellini. En parecidos términos se expresa Niccoló de Correggio en esa carta que envía a Isabel de Gonzaga, tu futura cuñada. Esa boda es cosa hecha, y tu buen hacer al frente de la gobernación de Roma será la prueba final. Negociamos muy duramente. Tu suegro es un miserable avaro, pero no puede decir que no a todo lo que le ofrezco.

– Veo que no se debe sospechar de que soy capaz de actos siniestros…

– ¿Te parece poco? Debes de ser el único Borja del que no se sospechan actos siniestros. Giorgio, prométeme que asistirás a mi hija en mi ausencia.

– Quisiera que tú también me prometieras algo a mí, padre.

– Has escogido el mejor momento para pedírmelo.

– Mis hijos. Quiero saber que están a salvo, protegidos de cualquier espada o veneno y protegidos económicamente.

Indica con un gesto Alejandro que salgan de la estancia Burcardo y Giorgio Costa, pero Lucrecia contrapone la orden con un gesto autoritario de que permanezcan.

– Prefiero que se queden.

– Pero, Lucrecia, ¿acaso piensas que esos niños van a correr una suerte adversa? A tu primer hijo lo he adoptado yo, como si fuera mío. Remulins puede darte toda la documentación. En cuanto a Rodrigo, el hijo legítimo con Alfonso de Nápoles, está en tus manos, eres su madre a todos los efectos.

¿Lo quieres contigo en la corte de Ferrara?

– Primero quiero saber cómo va a ser recibido. Si fuera mal acogido, ¿qué garantías me ofreces?

– Cada uno de mis nietos recibirá parte de las propiedades que hemos asumido por derecho de conquista, César está de acuerdo.

Giovanni recibirá el ducado de Nepi y Rodrigo el ducado de Sermoneta. ¿Te parece bien? Todo legal. Tú fingirás comprar unos bienes expropiados, a muy bajo precio, y tendrás la garantía de la transferencia. Todo está muy estudiado, Lucrecia, y con el acuerdo de César. Te dejo bien acompañada del cardenal Costa, pero tú eres la dueña de la pluma, tú tienes el poder de firmar.

Abraza tiernamente a su hija y queda Lucrecia con Burcardo y el cardenal Costa. No muy lejos, sobre un canterano, reposa el tintero y la pluma pontificia. Lucrecia la contempla sin atreverse a cogerla.

– Ésa es la pluma.

Corrobora Costa:

– Ésa es la pluma.

Va a por ella Lucrecia pero Burcardo no puede autocontenerse y se interpone.

– Hay que pensar mucho antes de firmar, señora. La pluma es cosa de hombres.

Parece asombrada Lucrecia.

Burcardo actúa como un obstáculo, nervioso, pero conducido por una pulsión irrefrenable. Lucrecia sonríe y pone por testigo al viejo cardenal.

– El señor Burcardo no me quiere dar la pluma.

– No es eso, señora.

Se adelanta Costa hasta el canterano, extrae la pluma de su sumidero y la muestra.

– No pesa como la espada "Excalibur". Tenga.

– Sabré hacer uso de ella.

– El señor Burcardo ha reaccionado como un hombre. Los hombres creemos que sólo nosotros tenemos pluma.

Burcardo se ha ruborizado ante el comentario de Costa y el guiño que ha dirigido a Lucrecia.

– ¡Qué grosería! ¡No me movía…! Yo me refería a la pluma en el sentido estricto. Disculpe, señora. Eminencia reverendísima…

Se marcha Burcardo, acelerado por su vergüenza, perseguido por la sonrisa sarcástica de Lucrecia y la conmiserativa de Giorgio Costa. Pero nada más quedarse a solas, Lucrecia se adueña de la situación.

– Quiero ver a Remulins, y que traiga toda la documentación sobre el futuro de mis hijos.

Burcardo, encendido, gana sus austeras habitaciones privadas y habla a las paredes, al aire.

– ¡Tan bajo hemos caído! ¡Un espíritu impuro guiando el corcel de la cristiandad! ¡Dios las ha condenado a ser madres, monjas o pecadoras! San Pablo dijo que el hombre es la cabeza y la mujer abrió la puerta al pecado original en el Paraíso. ¿Quiénes somos nosotros para negar lo que dijo san Pablo?

Nadie contesta a sus angustiadas preguntas y cae de rodillas en actitud orante, y cuando desciende los ojos del techo ve por la rendija de la puerta que en un salón próximo también está arrodillado el cardenal Hipólito de Este, mientras Remulins permanece observante en pie a su lado. Deja el rezo Hipólito y vuelve hacia la mesa de

negociaciones llena de papeles y de cifras.

– Le he pedido a Dios que me inspire en este tramo final de las negociaciones.

– Le creo muy inspirado, eminencia. Ahí constan las últimas concesiones de su santidad: la devolución a Ferrara de las ciudades de Cento y Piave de Cento, beneficios eclesiásticos para su hermano Giulio, la opción al capelo cardenalicio para Gianluca Castellini, el consejero del duque de Este. Más, lo siento, es imposible.

– ¿Imposible?

– Imposible.

Suspira angustiado pero resignado el cardenal.

– Dios quiera que el duque sea tan comprensivo como yo.

La comprensión se ha vuelto silencio. Remulins le fuerza la respuesta con un ultimátum perentorio.

– Sí o no.

– Amén.

Sonríe Remulins satisfecho.

Sale al balcón y hace una señal dirigida al patio. Casi en coincidencia con la señal empiezan a estallar fuegos artificiales que se alzan sobre la línea del cielo de Roma. Las luces iluminan el rostro impasible de Remulins, el fatigado de Hipólito de Este, el angustiado de Burcardo, y en otro balcón Lucrecia, Adriana y el viejo cardenal Costa reciben en pleno rostro el impacto del mensaje que conmueve a Roma. Lucrecia pregunta.

– ¿Qué celebramos?

Adriana no le contesta, pero sí el viejo cardenal.

– El anuncio de su boda con Alfonso de Este.

Se despierta sudando y convulso el papa y tarda en recuperar el sentido del mundo de la habitación.

Se seca el sudor y se asoma a la ventana de una Roma sobre la que campanean las señales de la fiesta.

Idéntica convulsión amanece con Lucrecia, presa de una secreta premonición salta de la cama y acude al lecho donde duerme su hijo Rodrigo. A su lado, en duermevela, el aya que lo cuida. Coge Lucrecia a su hijo entre sus brazos.

Es gravedad todavía lo que lleva en el rostro Alejandro Vi cuando acude al salón del trono, donde toda la familia aguarda la despedida de Lucrecia, ella al frente de su séquito, los enviados de Ferrara con el cardenal Hipólito en cabeza, Burcardo, Remulins, César y sus hombres, Vannozza y Carlo Canale, Adriana, Giulia Farnesio. Bendice Alejandro a Lucrecia, arrodillada, luego la alza y le besa las mejillas, los ojos del papa llenos de lágrimas, los de Lucrecia indiferentes, los labios del padre temblorosos por la ternura.

– Con el corazón triste, pero el ánimo gozoso, te envío a la corte de Ferrara, donde te espera tu legítimo esposo, ya casados por poderes, Alfonso de Este.

Y un sollozo contenido detiene la despedida oficial para que Alejandro diga.

– "Adeu, floreta meva, adeu.

No et deixes ferir, colometa, i si et fereixen torna a aquest niu" (2).

Por los ojos claros de Lucrecia pasa la despedida de su padre y antes de partir se deja abrazar por una Vannozza dramática que repite insistentemente hija mía, hija mía.

Cierra los ojos Lucrecia para asumir el abrazo de César y el beso en las dos mejillas de Giulia Farnesio. Su mirada busca a un niño sostenido por una aya y le envía la ternura que no puede propiciar el gesto; sí puede abrazar a su otro hijo Rodrigo, bloqueado ante los excesos de su madre y entregado finalmente a la custodia [15]del ama. Los ojos de Lucrecia tardan en desprenderse de los dos niños y finalmente abarcan, como si fuera por última vez, el friso colectivo de los hombres y mujeres que la han hecho tal como es. De uno en uno, de una en una, la mirada de Lucrecia se los queda para siempre.

– Hasta nunca -musitan sus labios, y desatiende con una sonrisa los brazos tendidos de su padre para dar la espalda e iniciar la marcha hacia Ferrara.

Esos brazos tendidos que recuerda como un intento de Roma de retenerla más que de despedirla durante las horas, los días de viaje. Ojos saturados de caballos, postas, calesas. Es en una calesa donde Adriana le confiesa su cansancio.

– Un viaje tan largo, Lucrecia. Lo han convertido en un espectáculo. Allí donde paramos allí nos espera la recepción, el banquete, los fastos. No puedo más.

– Es más largo de lo que supones, Adriana. Yo no volveré nunca a Roma.

– ¿Qué dice mi niña? ¿Nunca volverás a Roma? ¿Tanto esperas de este matrimonio?

– Tanto espero de mí misma.

Nunca he estado tan a solas conmigo misma. Mi marido es un accidente. De hecho él cree que yo soy una ramera vaticana más.

– ¡No quiero oírte decir tamañas bajezas! ¿Quién puede pensar eso de mi niña?

Se han santiguado las dos jóvenes damas que completan la población de la calesa y contemplan atemorizadas a una plácida Lucrecia por cuyo rostro pasan los paisajes sucesivos que la van acercando a su destino. La comitiva de damas y delegados que finalmente se entrega a la placidez balsámica de la embarcación que río abajo los conducirá hacia Ferrara, hacia los ventanales desde los que la familia

Este espía el desembarco de la hija política.

– Menos de lo que me esperaba.

Creía que era una gata rubia y sólo es una coneja rubia.

Comenta Isabel de Gonzaga.

– Este séquito será mi ruina.

En cuanto podamos hay que aligerarlo de tantos romanos y romanas.

Aquí en Ferrara se le puede constituir una corte más barata.

Se queja Ercole de Este, junto a la presencia aseverante de su hijo el cardenal. Más allá Alfonso se distrae construyendo formas con migas de pan amasadas, y Francesco de Gonzaga ha buscado una ventana en exclusiva para presenciar la llegada de Lucrecia por el río, mientras atruenan las salvas de los cañones. Sus ojos la buscan y se recrean en la contemplación, hasta que la familia se pone en marcha para salir al encuentro, y él secunda sus movimientos, para convertirse en una figura secundaria mientras Ercole abraza a su nuera. Isabel quisiera besarla sin tocarle las mejillas con los labios, ni desviar los ojos que tienen necesidad de apoderarse de todo lo que emana de la recién llegada.

Lucrecia no atiende demasiado a su cuñada, en estudiado gesto de distancia, y sí busca a Alfonso, que con mirada irónica pero gesto cortés le rinde pleitesía. Tiende la mano a su cuñado Francesco de Gonzaga y en el cruce de miradas se sostiene la simpatía del tacto que las manos prolongan. Pero no hay tiempo que perder y la comitiva deposita a Lucrecia en sus habitaciones, enormes y frías, junto a Adriana del Milá, que no tiene palabras, ni siquiera cuando en el dintel se impone la poderosa silenciosa figura de Alfonso de Este, invitación muda para que Adriana se vaya. En los labios de Alfonso baila una ramita masticada y con el pie cierra la puerta que ha dejado abierta la cortesana. Le espera Lucrecia junto al lecho y hacia ella avanza su marido, pero se detiene mientras busca un punto en el suelo que le ayude a empezar su discurso. No lo encuentra, y es Lucrecia la que avanza.

– Ha sido un hermoso recibimiento.

– Sin duda. Sin duda.

Baila la mirada de Alfonso sobre el cuerpo de la mujer y finalmente sus labios dicen:

– Parece ser que estamos casados.

– Estamos casados por poderes.

– Bien. Entonces.

Y sin añadir palabra empieza a desnudarse Alfonso y tan desnudo queda que parece un intruso en la cámara tan vestida de tapices y colchas como la novia de rosa, con rosas en la frente y los ojos que sólo miran los del hombre, lo único que le parece vestido, lo único que no traduce intención alguna, como si los ojos de Alfonso contemplaran sólo una circunstancia.

– ¿Prefieres hacerlo vestida?

¿Prefieres que te desnude? Soy hombre de gestos torpes.

Cierra los ojos Lucrecia y se desviste, para luego acudir al lecho y estirarse, con los ojos en el dosel, una mano en cada pecho, las piernas primero cerradas, luego abiertas a medida que se acerca el hombre. Salta sobre ella más que se sube y la penetra con ayuda de una mano que ha encontrado la dirección correcta, para seguir una monta jadeante, contundente, despreciativa de la cabalgadura, llena de posesiones, con las manos que aprietan la cara, los hombros, los senos, las nalgas de Lucrecia mientras Alfonso susurra:

– ¿Con quién estás follando?

¡Di mi nombre! ¡Quiero que digas mi nombre! ¿Quién te folla?

¿Quién te folla?

Tiene una cierta naturalidad la voz de Lucrecia cuando responde:

– Alfonso, tú.

– ¡Alfonso qué más! ¿Cuántos Alfonsos te han follado? ¡Alfonso qué más!

– Alfonso de Este.

– ¡De Este! ¡Eso es! ¡De Este…! ¡De Este! ¡De Este!

Y cada vez que pronuncia su apellido, Alfonso arremete como si lanzara las últimas estocadas que le quedan, hasta caer vacío sobre el cuerpo de Lucrecia, en el que los ojos conservan una extraña libertad divagante por cielos que sólo ella ve. Se repone Alfonso de la cabalgadura y salta del lecho sin mirar a su mujer. Son los ojos de Lucrecia los que persiguen su marcha de la alcoba para ganar pasillos que le llevan a la fragua perpetuamente encendida donde los vulcanitas le ven llegar subrayado por el fuego y se aplica Alfonso al trabajo con las manos mientras los ojos estudian amorosamente la maqueta de cañón que trata de reproducir.

Pasea nervioso Ercole de Este, sentada Lucrecia, respaldada por Adriana en pie, plácidas las mujeres aunque estudiosas de las idas y venidas del duque.

– No me es grato lo que voy a decir. Pero han pasado meses, tiempo suficiente para que pueda expresarte mis desasosiegos, a la par que mis satisfacciones. Es imposible mantener tu séquito aquí.

Ni siquiera con las importantes ayudas de su santidad. Tampoco veo la necesidad de una corte extranjera. Hay damas, poetas, músicos ferrarenses que podían componer una corte brillante, como la que mi hija Isabel tiene en Mantua.

Tampoco me gusta el trato frío, distante, nada familiar que has dispensado a Isabel.

– ¿Frío? ¿Distante?

Las preguntas se las han cruzado Lucrecia y Adriana.

– Ella se queja.

Nuevamente las mujeres se cruzan la pregunta para desorientación del duque.

– ¿Se queja Isabel de Gonzaga?

– ¿Cómo es posible que se queje dama tan fácil de conformar?

– Reconozco que mi hija tiene un carácter fuerte, pero me consta que está llena de buen ánimo y que bastaría un pequeño gesto… no sé…

– Haré el gesto, duque. Pienso consultarle algo trascendental para los próximos meses. Estudiaré la reforma de la corte, y ya estoy bien servida de poetas y de músicos. Ercole Strozzi me ha ayudado mucho y me ha prometido la próxima llegada de un gran poeta veneciano, Pietro Bembo, un sabio poeta con aspiraciones eclesiásticas.

– He oído hablar de Bembo, en cuanto a Ercole Strozzi, bien, bien, pero su condición de tullido le hace especialmente resentido.

Dudo que nos quiera bien a los Este. Él pertenece a una familia principal. Orgullosa. Leal a los Este, cierto, pero Ercole es otra cosa. En cualquier caso los poetas y los músicos nunca son problema.

– Los problemas son económicos.

– Casi siempre. Cierto. Ahí esta la base de las relaciones, querida hija. Estudia cuanto te he dicho.

Y ya está a punto de irse cuando retiene que no ha dicho todo lo debido.

– ¿Es cierto que estás en estado?

– Es cierto.

– Excelente noticia, excelente.

A propósito, no sería conveniente que ultimaras el deseo de retener en Ferrara a tu hijo Rodrigo.

Creo que estará mejor en Roma que en cualquier otra parte.

– Soy del mismo parecer.

– ¿Eres del mismo parecer?

Parece sorprendido Ercole de la sumisión de su nuera, y cuando se ha marchado estalla Adriana, pero no Lucrecia:

– No aguanto ni un día más en esta corte sórdida. Roma parece un paraíso al lado de esto.

– Puedes marcharte cuando quieras. En cierto sentido necesito cambiar la estrategia y rodearme de una corte ferrarense. Strozzi me ayudará.

– ¡Strozzi! Si no fuera un tullido me daría que pensar. Qué persona tan encantadora. Se ha convertido en tu paladín, Lucrecia. Suerte tienes de él, que te compensa del zafio de tu marido.

Tenías tú razón. Es un zafio.

No retiene Lucrecia el comentario de Adriana y encarga a una doncella que avise a Isabel de Gonzaga que quiere hablar con ella. No tarda en acudir Isabel de Este, entrada que aprovecha Adriana para retirarse y dejarlas a solas.

– Te suponía ya camino de vuelta a Mantua.

– Prácticamente todo está dispuesto para ello.

– No quisiera que te marcharas sin hacerte una consulta.

– Sabes que puedes contar conmigo.

– Estoy embarazada, y aunque tengo alguna experiencia, tú me superas. Me han dicho los astrólogos que el color crema acentúa la provisión de leche en el seno materno. ¿Encargarías un vestuario crema?

Parpadea Isabel.

– ¿Ésa era la consulta?

– Te aseguro que me quita el sueño.

Suspira profundamente Isabel autoconteniéndose. Trata de contestar algo, pero no acude a sus labios la furia que sí acude a sus ojos. Finalmente hace una rígida inclinación y abandona la estancia, cruzándose con el cojo Strozzi, renqueante sobre su muleta. El poeta imita el ceño de Isabel.

– Es tan hermosa como ceñuda.

No comprende Strozzi el ataque de risa que conmueve a Lucrecia y solicita motivos para reírse.

– Cuéntemelo, señora, y así reiremos los dos.

– La orgullosa Isabel ha recibido una trascendental consulta: ¿es bueno el color crema, así en el ambiente como en el vestuario de la madre nodriza, para llenar de leche las ubres maternas?

– ¿Le interesa esa cuestión?

– Creo que estoy en estado, Ercole.

La mueca en el rostro de Strozzi permanece a pesar de que la mirada comprensiva de Lucrecia, incluso la mano que la mujer pone en su brazo, tratan de que se borre.

– Ercole, he venido a Ferrara a tener hijos. Las mujeres sólo servimos para tener hijos.

– No siempre es un buen servicio. Creo que también sirven para ser amadas por sí mismas, en sí mismas.

– El culto a Petrarca o a Platón queda fuera de las alcobas.

Es cosa de vosotros los poetas y de nosotras las mujeres, hasta que llega la noche y los maridos entran en las alcobas. Alfonso ha construido un pasillo directo que une su dormitorio con el mío. Así puede llegar cuando menos me lo espero. Estoy preñada. Alégrate de la noticia, Ercole. Te lo pido.

– Si me lo pide. Venía a presentarle a mi amigo Bembo. Acaba de llegar de Venecia y tenía muchas ganas de conocerla.

– Yo también quiero conocerle.

Desde la puerta invita el cojeante Strozzi a que se aproxime Bembo, y con él entra una imponente presencia que domina la de Strozzi, la de la propia Lucrecia, si no fuera porque Bembo está ilusionado por el encuentro, ilusión que transmite a Lucrecia en el momento en que nota en el dorso de su mano los labios del veneciano.

– Pietro es mucho mejor poeta que yo y ya le ha dedicado uno de sus poemas.

– ¡Que lo lea! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!

Suficiente en el ademán aunque prudente en el habla, Bembo expone:

– Para esta primera ocasión no traigo nada propio. Pero sí he memorizado un poema en español, de Lope de Zúñiga. Sus palabras sonarán como si fueran mías.

"Yo pienso que si muriese y con mis males finase desear.

Tan grande amor fenesciese que todo el mundo quedase sin amar.

Mas esto considerando mi tarde morir es luego tanto bueno.

Que debo razón usando gloria sentir en el fuego donde peno."

Han entrado en la estancia Adriana y las dos damas jóvenes mientras recitaba Bembo y se suman al alborozo casi pueril con el que Lucrecia ha recogido el homenaje.

Tan pueril que retiene a Bembo por un brazo y se lo lleva hasta la ventana, donde conversan sin ser escuchados. Suspira Strozzi ante la evidencia del impacto y recoge su suspiro Adriana.

– ¿Mal de amores?

– Voluntario. Controlado.

Necesario. Petrarquista. Yo no sería nada, ni nadie sin mal de amores.

– Aparte de poeta, ¿qué otra cosa es Pietro Bembo?

– Bello y ambicioso.

– No es poca cosa.

Pero no hay tiempo para continuar la justa de intenciones porque a la puerta asoma Francesco de Gonzaga, que busca con los ojos a Lucrecia y cuando la halla en tan buena compañía le decrece la mirada, se le contraría el gesto y hace ademán de retroceder. No puede porque Lucrecia lo ha visto y corre hasta él para retenerle y privar la conversación de despedida.

– ¿Ya os vais? Me lo ha dicho tu mujer.

– Sí. Nos vamos. Pero yo me quedo, ya lo sabes. Me quedo a tu lado a pesar de que me voy. Déjame quedarme aunque sea sombra, sombra menor, segunda sombra, tercera.

Le sella las palabras en los labios con un dedo Lucrecia.

– Tendremos nuestras cartas.

Quién sabe qué encuentros.

– Todos los que pueda.

– Ercole Strozzi nos servirá de enlace y de buzón de correos.

– ¿Está dispuesto?

Asiente Lucrecia con los ojos, pero los abre cuando desde el pasillo llega la llamada imperiosa de Isabel.

– ¡Francesco! ¿A qué esperas?

Ha cerrado los ojos, crispado, Francesco de Gonzaga y se retira sin soltar las manos de Lucrecia, la mirada en los labios pálidos de la mujer, que repiten con suavidad lo que ha sido imperioso ultimátum en los de Isabel.

– ¡Francesco! ¿A qué esperas?

Los labios de Francesco dicen algo que sólo Lucrecia atiende y responde con una plácida sonrisa, con la que se vuelve para recuperar a los pobladores de la escena.

Pietro Bembo y Strozzi, frustrados pero anhelantes, como si esperaran un veredicto y el relevo.

Adriana se divierte como si bailara sola. Acude Lucrecia hacia Bembo y Strozzi y toma a cada uno de una mano mientras proclama:

– Mis poetas.

Adriana ha adquirido una íntima convicción y va hacia la puerta.

Ha observado algo extraño en ella Lucrecia y la retiene.

– ¿Por qué te vas?

– He de hacer el equipaje.

Vuelvo a Roma.

– Finalmente, me dejas.

– ¿Me necesitas?

Piensa Lucrecia.

– No sé si te necesito, pero te quiero.

Le acaricia las mejillas Adriana con los ojos húmedos.

– Yo también te quiero, Lucrecia, pero no me necesitas.

Lo que ha sido ternura se vuelve ironía.

– Tienes un marido semental, un cuñado enamorado, un confidente cojo y un hermoso poeta veneciano, ¿qué más se puede pedir? Ya tienes vida privada.

Un último silencio compartido por las dos mujeres. Da la espalda Adriana pasillo arriba, perseguida por la mirada cariñosa de Lucrecia, quien finalmente se lleva la punta de los dedos a los labios y envía un beso paloma.


  1. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> (1) -)No os negaréis, señora a darle la mano a quien de vos se aleja, no os negaréis, señora. Una piadosa mirada al duelo puede resistir y esta alma triste siempre de vos siente añoranza. No os negaréis, señora.

  2. <a l:href="#_ftnref15">[15]</a> (2) "Adiós, florecilla mía, adiós. No te dejes herir, palomita, y si te hiriesen vuelve a este nido."