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– El señor César tiene tantos catadores entre sus ayudantes que las comidas se enfrían antes de que lleguen a su plato. Mal asunto la comida fría. Su santidad debe prevenir a su hijo contra las comidas frías.
No para atención Alejandro Vi en el comentario de un Leonardo afanado entre cazuelas sobre fogones, a poca distancia de mesas donde reposan maquetas de máquinas de guerra, pero sí Maquiavelo, que no pierde detalle de las manipulaciones del artista.
– ¿Sopa de caballo? Con lo que quiere usted a los animales y sobre todo a los caballos, ¿va a comer sopa de caballo?
– Es un plato que cocino en honor de su santidad, porque la carne de caballo es poco grasa y preveo que su santidad va algo alto de sangres. Después les propongo un suculento plato de menudillos mezclados: de oveja, cerdo, vaca, un plato de muy buen digerir y sólido si lo acompañamos de polenta.
Era el preferido por Ludovico el Moro, ¡Ah, qué bellos tiempos!
Los Sforza eran los Sforza, los Medicis los Medicis y lo único molesto de Florencia era que de vez en cuando podías encontrarte con el desdichado de Miguel Ángel o el arrepentido de Botticelli convertido al savonarolismo y dedicado a ilustrar la "Divina Comedia" como un acto de expiación.
– ¿Por qué era un desdichado Miguel Ángel? -preguntó fascinado el papa por la seguridad descalificatoria del cocinero.
– Es un maleducado, un mal parido. Un día le pregunté en la calle algo relacionado con la "Divina Comedia" y me envió a tomar viento. Le falta armonía. Serenidad. No se puede ir por la vida buscando sólo el movimiento de los cuerpos, sin hallar serenidad, en pos sólo de los músculos y las es quinas de los hombres. Desde esa rigidez moral de Buonaroti, se mata la pintura, se hace escultura pero no pintura. Botticelli fue un pintor grandioso hasta que se cruzó Savonarola en su camino y se convirtió en un pecador. Un excelente pecador y un pintor acobardado, casi un mal pintor. Mal asunto el humanismo en manos de iluminados y beatos del hombre como Pico della Mirandola, que llegó a escribir una "Oración sobre la dignidad del hombre", aunque estoy de acuerdo en su visión del ser humano como un constante Proteo, alguien que se hace constantemente a sí mismo. En Castilla llaman humanismo a lo que promueve el cardenal Cisneros, pero Cisneros no cree en el hombre, sólo cree en Dios. Yo a España no voy ni atado.
Repara Leonardo con el rabillo del ojo que uno de sus ayudantes, un efebo rutilante y de andares cadenciosos, toca las inconclusas maquetas de sus máquinas militares.
Arroja el cazo con el que removía la sopa y grita:
– ¡Giacomo! ¡Hijo de puta!
¡Nieto de puta! ¡Deja mis maquetas!
Giacomo se encrespa y convierte su amor propio herido en desprecio, arrojando una de las maquetas sobre la mesa. Corre Leonardo a por él y le pega un puñetazo en la espalda que precipita al joven sobre el tablero. Se revuelve y es ahora Leonardo el que recibe un puñetazo en las narices. Asustado, Alejandro Vi busca ayuda con la mirada, pero un flemático Maquiavelo le invita a abstenerse.
– No nos metamos en peleas entre enamorados.
Aún se cruzan algunas puñadas Leonardo y el llamado Giacomo, pero finalmente se detienen, se estudian, se ríen y Leonardo consuela las lágrimas del muchacho para volver suspirando a los fogones.
– No siempre la belleza del cuerpo traduce la del alma. Este bello bastardo es un ladrón. Giacomo Salai. Ha posado mil veces para mí y mil veces me ha robado allá donde hemos ido. He estado mil veces a punto de entregarlo a la justicia. Pero ¿cómo se puede meter en la cárcel ese cuerpo?
¿Cómo se puede condenar a la oscuridad esos ojos rodeados de pestañas de seda? Hasta le he dedicado una receta, huevos a la Salai, a base de huevos cocidos.
Se alza la voz estrangulada de Giacomo Salai desde un rincón del estudio.
– ¡Ese plato es mío! ¡Lo inventé yo y me lo has quitado!
Siempre me lo quitas todo.
– La vida debería quitarte, mastuerzo. Ya está casi a punto la sopa.
– Admiro esa capacidad de los genios modernos de pasar de un saber a otro: de la pintura a la mecánica militar, de la proyección de ciudades al utillaje más cotidiano.
– Sentido del gozo, reivindicación del gozo y luego imaginación y matemáticas, Santo Padre. Cuando no se pueden aplicar las matemáticas no hay seguridad en las ciencias ni en el placer.
– ¿También en la pintura?
– ¿Por qué no?
– ¿Se puede aplicar la matemática, por ejemplo, en la interpretación de las pinturas de Pinturicchio?
– A ése basta aplicarle la retina. Conozco el aprecio que tiene su santidad por su obra, pero es sobre todo un buen colorista. Su santidad ha de conseguir distinguir entre una pintura decorativa y una pintura que sea filosofía.
– ¿Filosofía? ¿Ha oído usted, Maquiavelo?
– Se lo he oído decir varias veces.
– La pintura es un conocimiento ensimismado. No se limita a reproducir la realidad, sino a reordenarla según unas claves armónicas nuevas. Reordenar la realidad, ¿hay otra explicación para la filosofía? Algunos filósofos pretenden desvelarla. Demasiado empeño.
Basta con reordenarla. Nuestro territorio es la naturaleza, ahí debe instalarse la medida humana.
El humanismo, tanto se habla de humanismo y humanistas, no es otra cosa que resucitar el principio de que el hombre es la medida de todas las cosas. ¿Quién controla mejor la medida de las cosas que un contemplador por excelencia, el pintor? Por eso, y que me perdone su santidad, el pintor se parece tanto a Dios. Algunos exageran la nota.
Recientemente vi una Anunciación tan desajustada que el ángel más parecía que quería expulsar a la Virgen a bastonazos que anunciarle su estado de buena esperanza. La pintura es el arte superior, a pesar de que se diga que es mejor la poesía y tengan más prestigio los poetas que los pintores. Lo que la mente urde lo hacen las manos, aunque el cretino de Miguel Ángel, ese maleducado mozalbete, diga que no se pinta con las manos, sino con el cerebro. Quiere aparecer como un sabio, tener el estatus de un filólogo, y por eso ese advenedizo se ha puesto a escribir sonetos para ser considerado un "literato".
– ¿Es superior la pintura a la arquitectura, por ejemplo?
– Viva polémica. Ayer noche precisamente la pasé en vela leyendo la copia de un contrato de arquitectura para Luciano Laurana, firmado por Federico de Montefeltro, y jamás se ha escrito mayor desmesura sobre la hegemonía de la arquitectura. Para él, los hombres que más honra y alabanza merecen son los arquitectos, porque están adornados de ingenio y virtud.
¿Qué sentido tiene la palabra virtud en este aserto, señor Maquiavelo, usted que no se saca la palabra virtud de la boca? Se refiere a la virtud de la arquitectura que se basa en el arte de la aritmética y de la geometría, que son dos de las principales artes liberales, por su gran exactitud, gran ciencia, gran ingenio. Ingenio y virtud, las claves de la modernidad, cierto. Pero tanta virtud o tanto ingenio como la arquitectura exige la pintura y es más libre, porque el pintor puede plasmar sus sueños y el arquitecto depende de cómo quieran o deban vivir los otros.
– ¿El pintor o el escultor no dependen del gusto de quienes les encargamos la obra?
– Sí, si el mecenas es un cretino.
– Puedo darme por aludido.
– Pero si el mecenas, como su santidad, es un espíritu libre y amante del arte, dejará hacer al artista. No le reprocho a su santidad ser un mecenas metomentodo, sino un mecenas demasiado tolerante al no siempre escoger a artistas justificados.
– He dejado hacer a humanistas como Pomponio Leto, Pietro Gravina, Aldo Manuzio. Apenas ejerzo vigilancia sobre las impresiones que multiplican las copias de los libros. Todos los humanistas glosan mi generosidad en el arte ornamental, monumental.
– Cierto, cierto. Excesiva a veces, si me permite.
– ¿Cuántas iglesias de Roma me deben la vida? Todos alaban el esplendor generoso de nuestras estancias vaticanas.
– ¡Mucho color! ¡Demasiado color! No puede su santidad negar que tiene un ojo mediterráneo.
– Y clásico. Yo adoro la armonía de los estilos clásicos. Vivimos en unos tiempos en que nos acercamos a los prodigios de la arquitectura del Imperio, precisamente porque la admiramos, cotidianamente recibimos una lección del pasado.
– Todo fluye, nada es, santidad. Nunca repetiremos lo del pasado y tampoco lo amamos tanto como pregonan los humanistas. Buena parte de los palacios de los príncipes actuales cantados en latín por los poetas se ha construido por el desguace de grandes mansiones y obras suntuarias de la antigüedad.
¿Cuántos mármoles del Imperio están aguantando hoy las casas de los nuevos señores, de los mismos que se rasgan las vestiduras cada vez que desaparece una huella de la antigüedad, de aquella supuesta Edad de Oro?
– ¿Sostiene usted que se ha edificado el humanismo sobre la hipocresía y no sobre el pasado?
– Todo fluye. Nada es. Nunca se repiten los hechos. Las matemáticas permiten la realidad menos fugitiva. Todas las matemáticas son especulaciones filosóficas y la pintura es filosofía porque se dedica al movimiento de los cuerpos en la disposición de sus acciones, desde la sonrisa hasta el crimen.
El que desprecia la pintura desprecia la filosofía y por lo tanto la realidad. No puede entender la realidad.
César desemboca con estrépito en los talleres y cocinas de Leonardo, seguido de sus capitanes y, tras comprobar que poco han crecido las maquetas militares, formula preguntas que Leonardo contesta sin oírlas.
– Reconozco el retraso, pero me he entretenido cocinando mis platos para su santidad y el señor Maquiavelo. Tengo criterios propios sobre cocina, y observe estos utensilios que he diseñado: éste, para sostener el huevo en el momento de cocción. Con esta máquina podríamos acertar en la capacidad cúbica de los huevos, y mire qué maravilloso dibujo para fabricar espaguetis en serie.
Se miran Corella y César sin acabar de asumir lo que oyen.
– Pero lo que necesitamos son máquinas militares.
– No lo he olvidado, y aquí tengo inicios de lo que serán maravillosas novedades. Pero así es mi proceso creativo. Necesito divagar para que de pronto me acudan las ideas más deseadas.
– De momento me valen sus máquinas convencionales. Sólo quiero que mañana las comprobemos en el campo de batalla.
Corella interviene y propone al pintor.
– De paso puede pintar algo, por ejemplo: César ante los muros con una máquina de hacer espaguetis en las manos.
– No desdeñe, capitán, los útiles más comunes porque a veces avisan sobre utillajes más complejos.
El más grande arquitecto militar ha sido Francesco di Giorgio, y todos le hemos copiado y muy pocas veces mejorado. Mis mejores máquinas son las futuras y ésas no están hechas todavía.
– Yo he de combatir mañana y pasado mañana y la semana que viene. No puedo esperar esos prodigios. ¿Se aviene a dotarme de máquinas más asequibles?
– ¡Cómo no voy a avenirme!
Maquiavelo se cuela en la conversación.
– Mañana tal vez partan las tropas hacia Toscana y me sorprende el objetivo. ¿Por qué no Bolonia, César?
– Lo lógico sería ir a por Bolonia, y ya hemos castigado algunas ciudades de su zona de influencia, pero el rey de Francia tiene bajo su protección a esa ciudad. La Toscana. Quizá. A por La Toscana.
Tuerce el gesto Alejandro Vi.
– Ni yo, ni el rey de Francia, queremos que toques Florencia.
Luis Xii porque teme que crezcas demasiado a costa de una ciudad que le ha sido leal y yo porque creo que hay otras maneras de dominar Florencia. Que paguen su impunidad.
– Ya hablaremos de lo de Florencia. Ahora es urgente consolidarnos en Nápoles aprovechando el acuerdo entre Francia y España para acabar con la estirpe de Aragón hasta ahora reinante.
Quiere intervenir Maquiavelo y lo consigue colándose por un pasillo de silencio creado por la preocupada expresión de Alejandro.
– Quisiera exponer algunas teorías sobre el movimiento de los infantes, sea cual sea el empeño bélico.
Le da la venia César, pero no Leonardo.
– Señor de Maquiavelo, usted teoriza muy bien, pero ante los muros de los castillos las teorías se desmoronan, como pronto se desmoronarán los castillos y no tendrán sentido. No habrá que construir castillos. Toda la maquinaria de guerra se dirige a hacer inservibles los castillos.
Creo más en la infantería. Siempre he creído más en la infantería.
– La infantería se compone de cadáveres -refunfuña Maquiavelo.
Leonardo sonríe protector de la ingenuidad de Maquiavelo y señala un extraño cono situado sobre la mesa.
– Ése es el futuro. Un vehículo autónomo y blindado contra toda clase de fuego. Puede ir lleno de infantes y sobre todo puede abrir camino a los infantes. Cuando ese vehículo sea operativo, ¡adiós al caballo! ¡Se acabarán las carnicerías de caballos! Ése es el futuro militar, ése y el vuelo.
– ¿Se refiere al vuelo oscurecedor de millones de estorninos que aterren al enemigo como en la Biblia?
– No me sea tan sarcástico, señor Maquiavelo. Va a pensar nuestro señor César que soy imbécil. Un día el hombre volará y los hombres volando sobre el enemigo estarán más allá de cualquier potencia de fuego. Yo los emplazo a una prueba de vuelo. En cuanto al menú que tengo entre manos no lo asocio con ustedes. A usted, señor de Corella, le iría bien unos intestinos hervidos con gengibre y azafrán, y para el señor César unos testículos de cordero con miel y nata.
El señor César no atiende la propuesta de Leonardo, ni tampoco Corella, porque ambos dialogan y César le transmite lo que parecen penúltimas confidencias. Corella le resume la situación.
– Florencia de hecho ya se ha rendido al aceptar tus cuatro puntos, sobre todo que me nombren su capitán y que permitan el regreso de los Medicis, que serán unos comparsas en nuestras manos.
– ¿Han satisfecho a Vitellozzo?
Corella farfulla que eso parece, aunque ese cabeza de corcho es imprevisible. Tan pronto se convierte en alfombra para que la pises como se alza colérico por cualquier nimiedad. Es un tiranozuelo sangriento y arbitrario. Los florentinos ya han asumido entregarle a seis rehenes, escogidos entre los que intervinieron en el asesinato de su hermano. Pero César se ha ido de Florencia mientras Corella habla. Ahora a por Nápoles, piensa, y luego a por Génova.
Giuliano della Rovere ha ordenado al copero que sirva vino en la copa del cardenal D.Amboise y ambos se saludan a distancia con las copas en la mano antes de beber.
– Por fin Luis Xii ya es rey de Jerusalén por el simple hecho de la conquista de Nápoles.
– No por simbólico es un título menos apetecido.
– Pero mi querido George, me da la impresión de que el conquistador de Nápoles no haya sido Luis Xii, ni Fernando el Católico, sino…
– César.
– César.
– Es cierto. Su conquista de Capua ha sido espectacular.
– Y sangrienta.
– ¿Qué conquista no es sangrienta?
– ¿Y el episodio de las cuarenta jóvenes secuestradas por la tropa?
– Creo que han sido sólo treinta.
– El papa retiene a doña Sancha, pero le permitirá volver a Nápoles con su medio marido, Jofre. Qué tristeza de muchacho.
Pendenciero. Acomplejado por la desvergüenza amatoria de su mujer.
Es un peligro ese chico.
– El único peligro es César.
– Y el rey de Francia sigue sin considerar un peligro el prestigio militar de César. ¿Quién va a ser el señor de Italia?
¿Luis Xii? ¿Fernando el Católico? No. César. Los Borja.
– Es un aliado, "malgre lui".
Nos consta que César nos detesta a los franceses, pero no tiene más remedio que ser nuestro aliado.
– Hasta que sea rey de Italia.
– Eso nunca sucederá si le removemos el agua para que navegue, sí, pero con cuidado, con prudencia. Tu política de mantener el fuego sagrado de las familias romanas contra los Borja es muy interesante.
– ¡Pobres familias! Las han metido en cintura. La última derrota de los Colonna y los Savelli ha permitido a los Borja anexionarse todas sus propiedades.
Los ricos Borja son temibles no
por lo que tienen, sino por lo que compran.
– ¿Y César?
– Descansa. Cuando no guerrea se pasa el día tumbado en una cama, melancólico, comprobando cómo la sífilis le mancha progresivamente el rostro. Unas veces mete en su cama a Fiammetta y otras a esa joven Dorotea, secuestrada primero de mal grado y ahora encantada de los excesos de César. Es como una serpiente en período de letargo.
Me han dicho que en las Indias hay serpientes enormes que se llaman boas, capaces de tragarse a un buey. Pero luego han de digerirlo.
Paciente. Pacientemente.
– Me he quedado solo en la oposición. Todos los enemigos de los Borja de la curia ya no cuentan.
He de tener más paciencia que los Borja. Parece un proyecto de titanes.
– He de dejarle, Della Rovere. Me espera una audiencia.
– ¿Con el papa?
– ¿Con el papa? ¿Para qué?
Con César. Con el todopoderoso César Borja.
César permanece semiyaciente en un lecho escuchando las elucubraciones de un Maquiavelo peripatético, pero la voz le llega lejana, sin percibir el sentido total de lo que dice hasta que de pronto retiene la palabra feudalismo… campesinos y mercaderes, ésos son los sectores sociales en alza porque tienen un sentido realista de lo que hacen. La derrota del feudalismo es inevitable y por lo tanto hay que tratar de no convertirse en un señor feudal más. La derrota del feudalismo. Es evidente. Los señores feudales o se vuelven cortesanos, es decir, animales cuyo medio natural es la corte, o agonizan defendiendo sus feudos, ¿treinta, cuarenta años más? Hay que ocupar un lugar de privilegio para ser un competidor de los modernos reyes, Luis Xii o Fernando el Católico. César entra en conversación porque le molesta que Maquiavelo, peripatético, hable como para sí mismo.
– ¿Fernando el Católico o Luis Xii?
– He ahí el modelo, más Fernando el Católico que Luis Xii.
Los viajes coloniales, la victoria sobre el Islam, el sometimiento de los señores feudales de Castilla y Aragón, las limpiezas de etnias y religión del cardenal Cisneros y el oro, los galeones cargados de oro que llegan de América, el oro con el que los españoles pueden comprarlo todo. Ésas son las bases de una posible hegemonía española en los próximos años.
– Será inevitable un choque con Francia, con Austria.
– Con Austria no. La boda entre la hija de Fernando e Isabel con un hijo de Maximiliano de Austria evita esa confrontación, aunque Maximiliano se mueva en la frontera para disuadirle de que ataque Florencia. El choque será con Francia y lo vivirá la próxima generación.
– ¿Lo viviré yo?
– Sin duda.
– Si vivo, lo viviré. Últimamente no consulto a los astrólogos.
Al pobre Lorenz Beheim le pago, pero no le consulto. Me da miedo que acierten y sueño que paso por un desfiladero compuesto por las espadas de mis enemigos y corro, corro, corro, pendiente de la penúltima espada que me acecha. Y me despierto sin saber si he acabado de atravesar el corredor.
– Hay que soñar despierto. Es una época para soñadores, pero despiertos. Imitamos los modelos antiguos pero nada es igual a la antigüedad. Copérnico se protege afirmando que sus teorías planetarias se basan en el saber antiguo, pero no es así. Se justifican en el saber antiguo, porque todavía es muy fuerte la superstición o una interpretación arcana de las Sagradas Escrituras. Cada día aparecen nuevas máquinas, nuevos descubrimientos, incluso tal vez la Tierra sea redonda y gira alrededor del Sol, como sostiene Copérnico. Las patentes de invención llenan los despachos de legajos y legajos y ninguna como la imprenta, que permite el libertinaje de reproducir libros no siempre convenientes. ¿Y la mecánica? Se aplica en el arte militar y luego los descubrimientos pasan a la industria civil y al comercio. Lógicamente las costumbres se resienten.
Virtudes en otro tiempo sagradas se revelan obsoletas al lado del papel del dinero, por ejemplo.
¿Cuándo se había visto tanto poder en manos de los banqueros y los comerciantes? La expansión geográfica, de momento, la controlan los aventureros, pero ya están allí la Iglesia y el Dinero, Dinero con mayúscula, César, dinero fluyente, no propiedades feudales, oro, oro, ríos de oro necesarios para comprar y controlar. Ése es el signo de los tiempos. El cambio. Y hay miedo al cambio. Sólo una minoría de sabios y de audaces no teme al cambio. A los demás los seduce primero, los asusta después y acaban oponiéndose.
– Señor Maquiavelo, tiene usted vocación de augur.
– Los augures han perdido el tiempo analizando las vísceras de los animales sacrificados. Lo que hay que ver es la sociedad, la naturaleza social, las conductas sociales. ¿Por qué? ¿Para qué? Sobre todo para qué. La finalidad.
De la idea de finalidad se han apoderado las religiones, pero ahora se ha humanizado y no es posible ser un príncipe, ni un banquero, ni un guerrero sin finalidad.
– El poder personal. ¿El familiar?
– El familiar es un medio, sólo un medio y no siempre será válido.
Usted tendría un pacto de familia con el rey de Francia, por ejemplo, su primo, o con el de España, primo de la señora viuda de su hermano Joan. ¿Cuánto costaría romper ese pacto? Las relaciones de fuerza, ésa es la cuestión que guía las alianzas, y la finalidad es el poder como instinto individual o de cada sector social, pero también construir un orden, imponerlo a los que lo necesitan y no lo entienden, un orden hecho a la medida de los intereses menos ilegítimos.
– ¿Menos ilegítimos? ¿Por qué no legítimos?
– No puedo contestarle a esa pregunta. Dejémoslo en menos ilegítimos.
Se asoma a la estancia Miquel de Corella.
– Siento interrumpiros, pero el salón está lleno de embajadores que quieren hablar contigo.
– Que esperen.
– Están el español y el francés.
– Que esperen.
– Te advierto que el francés viene acompañado del cardenal D.Amboise.
– Que esperen.
– Muy bien. Que esperen.
César retoma el hilo de la conversación.
– Correlación de fuerzas. Si mido las mías con los franceses y con los españoles, por separado, tengo las de perder.
– ¡Por eso ha actuado magistralmente sumando sus fuerzas, no midiéndolas. ¡De momento!
Estudia César fríamente la vehemencia que ha empleado Maquiavelo en sus últimas palabras.
– A veces pienso, Nicolás, que es usted más entusiasta de mi finalidad que yo mismo. A veces pienso que yo estoy posando para usted, que soy algo parecido a esos animales que destripan los médicos para estudiar anatomía o los caminos de la sangre. O tal vez un modelo de taller de pintura, como los que utiliza Leonardo. Por cierto, jamás había conocido espíritu tan plural.
– Leonardo es nuestro tiempo.
Habría que conservarlo vivo por los siglos de los siglos para poder decir a las futuras generaciones: mirad, he aquí el hombre de los tiempos del humanismo. Él encarna la unión entre el artesano y el sabio, entre la brujería y la ciencia. Me ha dejado ver sus cuadernos y están llenos de observaciones sobre el trabajo de los artesanos.
Los cambios necesitan hombres nuevos y totales. Pero nunca son los suficientes.
– Pero no me construye nuevas máquinas de guerra.
– De momento las sueña.
– Un humanista que no cree en el hombre. Le he oído decir que el género humano es un rebaño pestilente que necesita un puño de hierro. Dice que el hombre es fundamentalmente malo.
– No está mal como una base para el conocimiento. A partir de esa prevención, todo es posible.
El Bien no existe, César, el Mal sí.
– ¿No existe Dios? ¿Sólo existe el diablo? ¿Eso es lo que creen usted y Leonardo?
De nuevo Corella aparece con una timidez que le es impropia.
– El embajador francés ya blasfema en francés y el cardenal, casi.
– ¿Y el español?
– En catalán. Te dedica a ti todas las blasfemias.
– Buena señal. Que sigan renegando.
Se encoge de hombros Corella y desaparece nuevamente para inquietud de Maquiavelo.
– No quisiera copar su tiempo.
– Quiero que lo cope. Los embajadores "faisandes" son más digeribles. Le preguntaba: ¿no existe Dios? ¿Sólo existe el diablo?
– No me tienta demasiado la teología, pero ¿a qué Dios se refiere? ¿Al del Antiguo Testamento, vengativo, cruel, poderoso, poder mismo? ¿A Cristo, conmovido y sacrificado por los hombres? De hecho utilizamos uno y otro modelo según nos convenga. La religión y la Iglesia sólo sirven como instrumentos de cohesión social, y no siempre es así. Los frailes austeros han ayudado a que el pueblo no se rebele contra el clero lascivo y ladrón. Cuando yo hablo de Bien o de Mal me remito a la escala humana. Al hombre como medida de la bondad y de la maldad, y soy pesimista. No creo en el humanismo seráfico de la Academia neoplatónica de Florencia. ¡El gran milagro es el hombre!, decían. ¿Qué hombre? Los hombres normales son conservadores y cobardes. Prefiero influir sobre los príncipes, sobre el poder, porque el poder es el que puede imprimir en el cerebro de las masas las palabras necesarias, puede rellenar esos cerebros de Virtud.
– Entonces Leonardo tiene razón.
– Tiene razones. Como él mismo diría, también en la percepción del Bien y del Mal, todo fluye, nada es.
Ahora Corella no se detiene en el dintel y se acerca precipitadamente a César para cuchichearle algo junto a la oreja.
– ¿Vitellozzo también?
– También.
– ¿Y Ramiro de Llorca?
– Otro que tal.
Se ha puesto en pie César, de pronto enérgico, con la musculatura tensa y los puños apretados.
– ¿Algo va mal?
Regresa César a la lógica de la situación, poco a poco, asumiendo cejijunto que aún sigue allí Maquiavelo.
– El hombre, Nicolás. El hombre como medida de la estupidez, aún peor que como medida de la maldad.
Ercole de Este se apresta a escuchar y el cardenal Hipólito a informarle.
– Sin duda es un buen revés para César, aunque puede darle la vuelta. La cosa viene de lejos.
Había orden expresa del papa de no tocar la Toscana y César la respetaba, dentro de lo que cabe, porque había conseguido amedrentar a los florentinos y que le proclamaran su capitán. Junto a César combate Vitellozzo Vitelli y unos cuantos caudillos, Orsini o Gravina, por ejemplo, y ya sabes que Vitellozzo odia a los florentinos, a los toscanos, porque ejecutaron a su hermano. También se cuenta que Vitellozzo es demasiado orgulloso para ser el segundo de César y que los Orsini combaten a su lado, pero no pueden olvidar las afrentas que han sufrido de los Borja.
Bien. De pronto los notables de Arezzo ofrecen la ciudad al Valentino, y Vitellozzo y sus capitanes dicen que sí, se meten en Arezzo y se apoderan de todo el Valle de Chiana. El rey de Francia se enfada. Alejandro pide disculpas y César declara que Vitellozzo ha actuado por su cuenta.
¿Me sigues, padre?
– Hasta ahora sí.
– Luego se ha dado la explicación de que César ha jugado con dos caras. Con una cara ha expresado su pesar por las decisiones de sus condotieros, con la otra les habría dado permiso para la provocación. Ya estaba casi olvidado lo de Arezzo cuando los jefes de César vuelven a soliviantarse a propósito de la campaña de Bolonia, se han negado a atacar la plaza.
Se habla de un encuentro en la residencia de Mafione del cardenal Giambattista Orsini, donde se ha urdido un plan para acabar con César, y ha empezado a haber escaramuzas entre ellos. Miquel de Corella mata a los que puede y a su vez Vitellozzo, los Orsini hacen lo mismo. Se habla de que Ramiro de Llorca se ha pasado a los insurrectos.
– Siempre ha sido el paniaguado de César, el hombre que estrangulaba al pueblo colectivamente mientras Corella estrangulaba de uno en uno. ¿Y la tropa mercenaria?
– César ha reclutado mercenarios suizos, pero cada vez está más de acuerdo con las tesis del florentino Maquiavelo, que pregona la necesidad de un ejército regular producto de las levas entre los jóvenes. Un ejército al servicio de la razón de cada comunidad, de cada Estado.
– Habría que sondear a Lucrecia. Tal vez ignore lo que le acontece a su familia. Se pasa el día rodeada de poetas moscones, el cojo Strozzi, no demasiado amigo de nuestra casa, y ese veneciano, Pietro Bembo, que se ha negado a figurar en la corte de mi hija. Se pasan el día entre bromas y acertijos. Mi hijo me ha dicho que son insoportables.
El traslado de Ercole al palacio de su hijo lo hace entre cavilaciones y expresiones que pasan de lo sombrío a lo risueño, hasta que la presencia de Lucrecia acompañada de Strozzi y Bembo le obliga a adoptar un aire cariacontecido.
– Querida hija mía. Ya te he testimoniado mi dolor por el aborto sufrido y el gozo por el nuevo estado de buena esperanza en el que te encuentras.
– Lo uno y lo otro son méritos de su hijo.
– No quisiera que las noticias que circulan sobre los avatares de César, sobre sus problemas, sin duda pasajeros, con sus condotieros, pudieran conturbar tu ánimo, acentuar tu melancolía.
– ¿Mi melancolía? Los filósofos dicen que la melancolía es el mal moderno. Es fruto del desfase entre lo que sabemos y lo que queremos, enfermedad del orgullo del hombre moderno que ya no lo confía todo a la Providencia. Del hombre moderno. Nada dicen de que afecte a la mujer moderna, por lo tanto, mal pudiera estar melancólica.
Pone por testigos Lucrecia a Strozzi y Bembo.
– ¿Habéis apreciado mi melancolía?
Se miran sorprendidos Strozzi y Bembo a la espera de que uno de los dos diga algo, y es Bembo quien se apodera de la situación.
– Si se llama melancolía a lo que siente Lucrecia, quisiera para mí esa melancolía de por vida.
La melancolía equivale a la "divina manía" de Platón y es la antesala de la locura.
Se impacienta Ercole.
– ¡Poetas! ¡Poetas! Guardaros las pamplinas para cuando me vaya.
¿Conoces, Lucrecia, los problemas de César, o no?
– Conozco que no tiene problemas.
– ¿Desde cuándo?
– Desde ayer, supongo. Fue cuando supe que Ramiro de Llorca había sido capturado y que los condotieros han aceptado negociar con César.
– ¿Cómo es posible que tú sepas lo que yo no sé?
– Ésa es precisamente una cosa que usted sabe y que yo no sé. Que usted no sabe lo que yo sé.
Acentúa Bembo el juego de palabras.
– ¿Y cómo podría saber el honorable duque que tú no sabes lo que él considera deberías saber?
Y se sube Strozzi al juego de palabras.
– ¿Y cómo podría saber nuestra señora Lucrecia que el duque no sabe que ella no sabe lo que debería saber?
Reprime su enfurecimiento Ercole para retirarse, pero aún conserva un espolón y lo lanza.
– Mis contables me han llamado escandalizados por tus gastos. No los cubre ni la aportación de su santidad, ni mis buenos propósitos.
Hay que recortar lo superfluo, Lucrecia. Recuerda al gran Horacio: "Vivitur parvo bene"."
– Se puede vivir con poco, cierto, aunque lo que usted me pide es que viva con menos, no con poco.
¿No es así?
– Cierto.
– Le cambio un Horacio por un Séneca, filósofo de su predilección, me consta.
– Sigue siendo cierto.
– Escribió Séneca: "Malum est in necessitate vivere; sed in necessitate vivere necessitas nulla est." Es malo vivir en la necesidad, pero no hay ninguna necesidad de vivir en la necesidad. ¿Somos pobres, acaso?
Definitivamente la cólera está muy cercana y Ercole abandona la habitación no sin permitirse una mirada acusatoria dirigida a los poetas.
– ¡Poetas! ¡Poetas!
Lo que son sonrisas placenteras se truecan en expresión de alarma en Lucrecia, que se enfrenta a Strozzi cogiéndole por los brazos, exigiéndole una respuesta.
– ¿Francesco te ha confirmado la detención de Ramiro de Llorca?
– Soy un cartero fiel. Las últimas noticias llegadas a Mantua eran ésas.
– ¡Pero si Ramiro de Llorca era, después de Michelotto, el principal lugarteniente de César!
– Son buenos tiempos para la traición, y el poder de César provoca terror pero también envidia y ambición.
– Que se quede Roma donde está. No quisiera que nada de eso
llegara hasta aquí, ¿verdad, Pietro?
Verdad, le dice Bembo con la cabeza, y besa una mano de Lucrecia, pero la mujer atiende la tristeza teatral que el beso ha producido en Strozzi y se desprende de la mano que le retiene Bembo. Con esa misma mano selecciona una rosa de un jarrón, la besa y se la ofrece a Strozzi. Se conforma el "chevalier servant" con la flor, se retira renqueante con la ayuda de su muleta, mientras Lucrecia y Bembo se alejan por una pérgola enlazados por el talle. Ya siluetas el hombre y la mujer a lo lejos, los labios de Strozzi recitan, con los ojos pendientes del rodar de la rosa entre sus dedos:
– "Florecida en la tierra del goce escogida rosa por su mano, ¿por qué se llena de luz tu colorado?, ¿te ha dado el color Venus o esos labios cuyo beso pintó tu nueva púrpura?"
Pero Strozzi deja caer la rosa y exhala un gemido mientras busca el punto de sangre que ha brotado en la yema de uno de sus dedos.
Es sangre el líquido espeso y mudo que cae de los cabellos de Ramiro de Llorca hacia sus ojos, sedientos de luz, retorcido el cuerpo atado en la penumbra de un ámbito confuso, tratando de localizar la distancia que le separa de las voces de sus verdugos, de las manos de la tortura.
– Miquel, ¿estás ahí?
– Aquí estoy, Ramiro.
– ¿Por qué me haces esto?
– ¿Por qué nos has traicionado?
– Me he limitado a escucharlos.
– No es cierto. Tú sabes que preparan algo contra César.
El silencio es una sombra que se instala en el rostro del dolor iluminado.
– Si te lo cuento no es para salvar mi vida, sino porque no tengo la conciencia tranquila, no estoy seguro de que César merezca perder.
– Buena cosa es la conciencia, Ramiro. La conciencia puede ser un ruido o un soneto. Te voy a hacer un favor. Te permito que conviertas el ruido en un soneto.
– Estoy muy cansado, Miquel.
– Descansarás en cuanto hables.
– Hoy habéis programado el encuentro en Sinigaglia para llegar a un acuerdo. Ese encuentro es una trampa. César puede morir. Que se guarde César.
– Quiénes y cómo dirigen la operación.
– Vitellozzo, Baglione, Paolo y Francesco Orsini, Olivaretto de Fermo.
– Y todo se fraguó en las reuniones de Mafione convocadas por el cardenal Giambattista Orsini.
– Lo sabes tan bien como yo.
César ha pedido que los condotie ros entren en la ciudad sin soldados, que los dejen acampados fuera.
Pero arqueros ocultos están preparados para asaetear a César y si fracasan tal vez el propio Vitellozzo lo mate, y las tropas de Vitellozzo, Olivaretto y los Orsini esperan fuera la señal de la muerte de César. Saben que el Valentino no cuenta con los suficientes soldados para replicarles.
– ¡Qué poco saben!
– ¿Me vas a matar? ¿Por qué?
– César es un estratega genial.
Ha reclutado nuevas tropas y ha jugado con el descrédito de los conjurados. César es un tirano, pero ellos son tiranozuelos despreciables, de crueldades gratuitas, odiados por el pueblo. César se ha dedicado a ser dadivoso con las muchedumbres y las muchedumbres prefieren a un tirano que a una pandilla de tiranozuelos sabandijas. ¿Comprendes tu papel, Ramiro?
– No.
– Te odia el pueblo. Has sido un recaudador implacable y un instrumento de opresión.
– ¡Por orden vuestra!
– Nuestras órdenes te gustaban demasiado. Tú has sido el perverso a los ojos del pueblo y mañana, cuando vean tu cadáver expuesto en la plaza, dirán "¡César es justo!" y se pondrán a nuestro lado.
El silencio se instala entre los dos hombres. Trata de abrir los ojos Ramiro imponiéndose sobre el dolor y la angustia, pero dos manos certeras pasan una cadena por su cuello y un sabio gesto le disloca las vértebras y convierte su lengua en una víbora muerta asomada al vacío. Desaparece la luz sobre el rostro de la muerte y tras él emerge Miquel de Corella todavía con la cadena entre las manos. La voz de César llega desde las alturas.
– ¿Ya está?
– Ya está.
– Hemos de salir hacia Sinigaglia. Divide a la tropa en segmentos para que ellos no nos vean llegar al frente de tan formidable ejército.
Pero Corella se entretiene contemplando los despojos humanos de Llorca que arrastran los carceleros.
– ¿Por qué te sigo siendo leal, César?
La respuesta le llega desde las sombras más altas.
– Tal vez no sepas ser desleal.
Vitellozzo Vitelli observa desde una torre los campos que rodean Sinigaglia. Baja los dos escalones y tiene ante sí a sus compañeros de conjura, Baglione, los dos Orsini y Olivaretto.
– Las tropas de César ocupan los cuatro horizontes. Nada que hacer.
– Ha reclutado tantos mercenarios suizos que no podemos mover a nuestras tropas. Corella nos ha obligado a acampar en un arrabal y tengo a los soldados dedicados a la bebida y al saqueo, porque Corella les ha dado carta blanca. No puedo reagruparlos. ¿Qué hacer?
– Nada, Olivaretto, nada. César ha venido con un blindaje especial y todas las flechas de este mundo no conseguirán traspasarle.
Nada. Hoy no se puede hacer nada.
Gozar de la hospitalidad de César. He paseado por su palacio y he visto que había dispuesto una mesa muy bien surtida.
Descienden los caballeros y se prestan a las gentilezas de César y Miquel, que los esperan al pie de la escalera.
– Una espléndida noche para gozar de una plácida conversación.
– Sobre el pasado y el futuro.
– Vitellozzo, el pasado ya no importa. Lo que cuenta es el futuro. Nos espera una copiosa y delicada cena en el palacio que me ha destinado Corella y después de la cena una mejor sobremesa. El menú me lo ha dictado mi asesor Leonardo da Vinci y puedo juraros que es imaginativo también con las cazuelas. ¿Qué os parece un plato de rabo de cerdo con polenta? ¿Y unos pájaros escabechados, lomo de serpiente, mazapanes?
Parecen conformes los caballeros y abre la marcha César seguido de Miquel, que les da la espalda.
Se miran entre sí los otros, como si se plantearan aprovechar la oportunidad. César y Michelotto avanzan simuladamente despreocupados, vigilantes de que su estela sea seguida por el zaguán del palacio y luego por el pasillo hasta que el grito "¡Traición!" fuerza a César a volver la vista y poder contemplar a sus invitados rodeados de soldados y de espadas. Es Olivaretto quien vuelve a gritar:
– ¡Traición!
Pero sólo podrá hacerlo una vez más porque la punta de la espada de Corella se encapricha de su garganta. Con el pecho marcado por la punta de cuatro aceros, Vitellozzo afronta a César.
– ¿De qué va este negocio, César? ¿No se trataba de una apacible cena, de una mejor sobremesa?
– Será una cena apacible, y es imprevisible la sobremesa. Pero primero seréis juzgados por traición y conspiración.
El más joven de los Orsini, Paolo, demanda:
– ¡César! Te he ayudado a conseguir este encuentro. Yo los he convencido de que vinieran. ¿Así me lo pagas?
– Tienes razón. Aún no te lo he pagado.
Arrastrados cuando no empujados por las espadas, pasan los caballeros a un salón donde los espera un tribunal militar parapetado tras una larga mesa donde aún aparecen dispuestos los manjares de la cena.
Desconcertados los prisioneros por el contraste entre la severidad de los jueces y el colorido de los manjares, no aciertan si mirar a los unos o a los platos. Pero la voz de uno de los militares se impone.
– Vais a ser juzgados por delito de traición y proyecto criminal contra nuestro confalonero, César Borja. La cantidad de pruebas acumuladas es suficiente y determinante de una sentencia de muerte de la que sólo puede salvaros la generosidad de nuestro jefe.
– Jefe y anfitrión -matiza César.
Vitellozzo hincha el pecho y se encara a César.
– Basta de farsa. Supongo la sentencia. Muerte.
– Muerte.
Se descompone el todavía feroz aspecto de Vitellozzo y lloriquea:
– ¡Sólo pido que se me dé tiempo para que el papa me envíe una indulgencia plenaria!
No contesta César a Vitellozzo y espera otras propuestas. Los Orsini, demudados, están entre el sollozo y la indignación. Baglione ha bajado la cabeza. Olivaretto se dirige a Corella.
– Tú, que tan bien usas el puñal, dame uno. Prefiero darme la muerte que recibirla.
Corella le entrega un puñal y Olivaretto lo mira sorprendido, pero finalmente lo empuña. Se carga de valor, lanza un gemido y se clava el puñal en el lugar del corazón. Mana la sangre y se tambalea el caballero, pero no cae y capta que el puñal apenas si se ha introducido en su pecho. Se le acerca Corella y coge el puñal por la empuñadura sin desclavarlo.
– No ha habido el suficiente valor o la suficiente fuerza. Apenas si ha causado una herida de la que podrías sanar, Olivaretto.
– Tú que eres un asesino, empuja el puñal. Ahora. Quiero escoger el lugar donde muero.
– Prepotente imbécil. ¿Así arruinas la inteligencia y la obra de Dios? ¿No sabes que sólo Dios escoge el momento y el lugar? ¿Qué hago, César?
– No debiste darle el puñal.
Arráncalo y que se le aplique el veredicto. ¿Nada tienen que decir los demás?
– ¡Es un monstruoso equívoco!
– ¡César, te han mentido!
– ¡Jamás nos alzamos contra ti!
Pero César se aleja seguido por Corella hasta encontrar la soledad precisa para deliberar.
– Según lo convenido, salvo en los Orsini.
– ¿Vas a perdonar a esas ratas?
– No. Pero si los ejecutamos permitimos que su tío el cardenal Giambattista soliviante a sus clientes romanos. Respetemos el plan: mi padre debe cortarle la cabeza al jefe de la familia, Giulio Orsini, y al cardenal y luego iremos a por los sobrinos. Espero un mensaje de Roma que me confirme la desarticulación de la familia Orsini. De momento ejecutad a Vitellozzo y a Olivaretto y encadenar a los Orsini. Yo saldré a dispersar las escoltas.
Vuelve Corella al comedor donde se celebra el juicio y sale César sonriente y aliviado hasta la entrada de la calle donde aguardan los jefes de las escoltas de los invitados.
– No es preciso que esperéis.
La cena ha empezado y vuestros jefes quieren que lo paséis lo mejor posible. En las caballerizas hemos dispuesto manjares y bebidas para que lo paséis lo mejor posible.
– ¡Gracias, César!
Se repiten las gracias con entusiasmos decrecientes y César se solaza con el frescor del relente en su rostro púrpura por la infección. Por la cuesta sube una figura aquilina reconocida y César aguarda la llegada ligera de Maquiavelo, expectante, y con las preguntas puestas en el resuello.
– ¿Cómo ha ido?
– Según lo convenido.
Hay tanta admiración en los ojos de Maquiavelo que son inútiles las palabras.
– Los traidores están en pleno juicio. Ahora sólo falta que mi padre cumpla su parte.
No se decide a volver César al interior del palacio por el pasillo de negruras, pero al fondo de las tinieblas imagina las cabezas de los encadenados Olivaretto y Vitellozzo, retorcidas una tras otra por la destreza estranguladora de Michelotto. En una celda los Orsini aguardan bisbiseando oraciones. En sus aposentos, César pellizca apenas los alimentos que reposan sobre una inmensa fuente, Maquiavelo escribe sin descanso y Corella toca una guitarra.
– Habrá que esperar el eco de lo que ha ocurrido.
Mientras Corella combina los acordes, Maquiavelo reflexiona en voz alta lo que escribe.
– Hay que entender que el nuevo príncipe no puede responder al modelo convencional de un hombre bueno. A veces para defender al Estado hay que obrar contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. El nuevo príncipe, pudiendo no separarse del Bien, en caso necesario debe saber entrar en el Mal…
Ajeno a lo que declama Maquiavelo, insiste Corella en los acordes y en su razonamiento.
– Ha sido un acto de legítima defensa. ¿Qué opiniones te interesan, César?
– Más bien debes preguntarme qué opiniones espero.
Las opiniones llegan a través de un Miquel de Corella entusiasmado por el balance. Tu padre ha dicho: César es un genio. Invitad al cardenal Orsini a los festejos por la toma de Sinigaglia, que nada sepa de la detención de sus sobrinos, y en cuanto llegue, lo introducís en la sala del Papagayo, lo encadenáis y me lo metéis en una mazmorra del castillo de Sant.Angelo. Los Orsini son ya puro pasado. Ahora a ver cómo reacciona Luis Xii. Orgullo de padre, sin duda, pero es que Luis Xii le comenta al cardenal D.Amboise y a Carlota de Albret: debes estar orgullosa de tu marido. Lo que ha hecho el Valentino ha sido una hazaña digna de un romano. César Borja tiene el temple de Julio César. Y de momento más suerte. Ha sido un golpe definitivo. Todas las familias italianas están aterradas.
– ¿Qué ha comentado Carlota?
– … ¡Tanta sangre! ¡Tanta sangre! Pero espera, hasta Isabel de Este se ha rendido y en la corte de Mantua, cuando Francesco de Gonzaga mostraba su preocupación ante el emisario portador de las nuevas, Isabel de Este estaba encantada: ¡ha sido una maravilla!
Voy a enviarle una carta a César proponiéndole que descanse después de tantos trajines y le voy a regalar cien máscaras. Creo que le gusta mucho disfrazarse. Su marido decía que había que aplastarle y ella que nada de nada: ¿aplastarle?
¿Por qué? Hay que aliarse con él.
Me ha ofrecido a su hija como futura esposa de nuestro primogénito.
¿Tan pronto? Un poco más y los casamos en tu vientre.
– ¿Y Lucrecia? ¿Qué ha comentado Lucrecia?
En pérgola de platonismos y contactos furtivos, Lucrecia y Bembo pasean mientras ella lee la carta que acaba de recibir de Francesco.
– Francesco está preocupado, pero me dice que su mujer está entusiasmada por lo ocurrido en Sinigaglia.
– Ha sido una magnífica jugada.
– ¿Qué será ahora de los Orsini?
– ¿Lo dudas?
Corella prosigue ante César el balance de los ecos triunfales y no se extraña cuando el Valentino le pide especial noticia sobre la acogida de Leonardo. Lo sabe de buena fuente Michelotto, porque ha sido Maquiavelo quien le ha relatado su encuentro con el artista en su taller lleno de recetas de cocina y de armas de guerra:
– ¿Qué le ha parecido lo de Sinigaglia?
– Muy trabajoso, señor Nicolás, muy trabajoso. Fíjese en esta máquina. Es un repetidor de disparos, de tal manera que con una sola pulsión pueden salir docenas de disparos continuadamente. Un artillero con esta máquina podría haber diezmado a todas las tropas conjuradas en pocos minutos.
– César se desespera. No necesita máquinas tan ambiciosas.
– Le he preparado ballestas mecánicas, catapultas jamás probadas, plataformas que permiten escalar las murallas más altas. Las próximas batallas de César pasarán a la historia de la ingeniería militar. Por eso me maravilla que lo de Sinigaglia haya sido en el fondo tan primitivo.
– Llevo tres meses casi día a día al lado de César y día a día consigue sorprenderme. Yo llegué a Sinigaglia cuando ya había empezado la gran representación y todo fue según lo había programado Cé sar. Esta vez había que hacerlo a base de más rústicos artificios y sobre todo del ingenio de un hombre singular, pero reconozca que ha sido un bellísimo engaño.
La expresión le ha gustado a Leonardo.
– ¡Bellísimo engaño! ¡Bellísimo engaño! Cierto, Nicolás. No hay duda de que es usted un buen literato. ¡Un bellísimo engaño! Y así dicho, ¿verdad que parece imposible que se hayan producido estrangulamientos y que César haya finalmente ahorcado a los Orsini que había retenido? Me han dicho que la anciana madre de los Orsini vaga por las calles de Roma pidiendo asilo, sin más compañía que la de dos criados. ¡Bellísimo engaño! Gracias, Maquiavelo, acabo de descubrir el aspecto compasivo del lenguaje cuando enmascara la realidad, esa realidad que tanto le gusta a usted. Yo sigo prefiriendo los sueños que son como estrellas del firmamento interior. Nicolás, nunca se extraviará aquel que mira fijamente una estrella.
– Jamás había soñado una situación como ésta, César. Las familias están vencidas. Dominamos el corazón de Italia. Vas a ir a Nápoles a asegurar una alianza con el Gran Capitán que nos permitiría plantar cara a los franceses si fuera necesario. Soy feliz, hijo mío. Soy feliz. Se habla de cómo administras los antiguos feudos de la Romaña, y tus súbditos no añoran a los antiguos dueños. Al contrario. Tenemos el ejército más poderoso de la península. Se acerca. Se acerca el momento.
– El momento llegará cuando la Toscana sea nuestra. Entonces podremos pactar de tú a tú con Maximiliano, con los reyes de España, con Luis Xii. No te sorprenda si en Nápoles pacto con el Gran Capitán otra alianza antifrancesa. La Iglesia, España, Venecia y mientras tanto crecer, crecer, crecer.
Alejandro contempla el panorama de viñedos oscurecidos y se recrea espiando de reojo la serenidad meditativa de César. Los dos a solas. En la contemplación de su hijo, el papa ultima la memoria, el sentido de una estirpe. Dice, reverente:
– César.
Y nada añade a pesar de que su hijo se ha vuelto a la espera de algo más.
– César -repite.
– Me parece mágico. Te das por aludido y hoy decir César es como mencionarte a ti y mencionar al gran Julio César. No sabes lo orgulloso que estoy. Necesitamos que tengas un hijo. Esa hija que te ha dado la francesa no nos sirve. ¡Un hijo! ¡Hemos de tener continuidad! ¿Por qué no está tu mujer a tu lado?
– No lo sé y sí lo sé. A veces quisiera verla, y se lo he pedido al rey de Francia, pero la retiene porque se cree que me presiona.
Otras veces ni la recuerdo. Quizá añoro a mi hija. Por cierto, estoy al habla con Isabel de Este para casarla con su primogénito. En cuanto a mi mujer, me pareció una muchacha muy impresionable.
– Todas las cortes se regocijaron ante su ingenuidad. Iba proclamando a los cuatro vientos lo bien que habías cumplido con ella.
¿Por qué no repites? Necesitamos un heredero.
– Joan tuvo un heredero. Será el futuro duque de Gandía.
– Está bajo el control de su madre, una loca, herida en su orgullo, no para de reclamarme el cadáver de Joan y de recriminarnos atribuyéndonos su muerte. Ha jurado inculcar a su hijo odio eterno a los Borja.
– Podríamos reclamar a tu nieto.
– Podríamos, si lo pactamos con el Rey Católico, por eso es también tan importante tu viaje de mañana a Nápoles. Tú y el Gran Capitán podéis entenderos. Dos grandes jefes frente a frente, más aún, un gran jefe y un caudillo, un rey de Italia. ¿Qué es eso?
Ha oscurecido y a los pies de Alejandro Vi ha caído un bulto que examina sin tocarlo. César se inclina.
– Es un búho muerto.
Ha levantado el cadáver del ave prendida por dos de sus dedos y Alejandro retira el rostro, asqueado.
– ¡Un búho muerto es señal de mala suerte! Es el símbolo de Átropos, la Parca que corta el hilo del destino. Cuando canta el búho alguien ha muerto o va a morir.
– Éste no ha tenido tiempo de cantar.
Lanza César el cuerpo del ave hacia los viñedos y el papa sigue su falso vuelo con disgusto.
– Vayamos a cenar.
Sirven los criados vinos especiados, primeros platos de frutas frescas y secas, y se introduce la liturgia del comer y el beber mientras Alejandro quiere intercambiar planes y César sólo informar de sus poderes.
– Las nuevas máquinas de Leonardo son extraordinarias. La plataforma inclinada me permitió entrar en Ceri sin apenas bajas y cuando ultime las máquinas que sueña…
– ¡Que sueña! Me gusta y me disgusta oírle hablar. Leonardo no cree en el hombre.
– No. No cree en el hombre.
Maquiavelo, que nunca sueña, tampoco cree en el hombre. Yo tampoco.
– ¿En qué podemos creer sino en el hombre?
– Pocas veces hemos hablado tú y yo de creencias.
– Sería improcedente hablar de creencias con un papa.
– Tienes razón.
Suda el papa y se le va la cabeza. Se lleva una mano a la frente y trata de concentrar la mirada en su hijo.
– César, ¿hay niebla en esta habitación? ¿Humo?
– No.
– Siento náuseas y todo me da vueltas.
Se ha levantado más pesado que fornido Alejandro Vi y no puede tenerse en pie, por lo que se precipita sobre la mesa sin darle tiempo a César para acudir en su ayuda. César consigue incorporarse y trata de llegar antes que los criados hasta el cuerpo de su padre, pero también a él le da vueltas la habitación, no puede avanzar, apenas logra tender los brazos marcando el espacio que los separa.
Estaría también él a punto de caer al suelo si no llegara a tiempo Miquel de Corella para sostenerlo. Confusamente se siente protegido, demasiado protegido, humilladamente protegido, ve cómo Corella se mueve y oye cómo grita órdenes.
– ¡Llevad a su santidad al Vaticano y a César a su palacio!
Juntos son fácilmente abatibles.
¡Montad guardia en la puerta de cada uno de los palacios! Avisad a los médicos.
Y César ve los techos de los aposentos por los que pasa, hasta sentirse absorbido por la blandura del lecho, con las manos torpes tratando de contenerse los sudores, en los ojos la fiebre y en los labios la pregunta.
– Miquel, ¿qué me pasa? ¿Qué le pasa a mi padre?
Y ve a Corella al fondo de un largo, demasiado largo recorrido para una mirada sorprendida.
– ¿Qué está pasando, Miquel?
¡Miquel! ¿Veneno? ¿Una conjura?
– Fiebres tercianas.
Se le oscurece todo lo que le rodea y al despertar ve el rostro de Vannozza inclinado sobre el suyo, en segundo plano Corella y Jofre.
– ¿Y mi padre?
– Sigue luchando.
– ¿Contra quién?
– Contra la fiebre.
Y pasa César por un desfiladero de cuyas paredes emergen espadas a medida que él intenta llegar al fin, al fin que nunca alcanza porque despierta.
– ¿Y mi padre?
Esta vez no hay respuesta en los labios de Corella, ni de Vannozza, mientras sus ojos desencuentran los de César.
– ¿Puede morir?
Asiente Corella.
– Pero aún no ha muerto, ¿no es cierto? No puede morir mientras yo esté así. ¡Ponme de pie! ¡He de ponerme de pie! ¿No comprendes que si mi padre muere vendrán a por mí?
¡Necesito que me crean fuerte!
Vannozza lava a un desnudo César con esponjas jabonosas y le ayuda a vestirse, a moverse por la habitación, a asomarse al mediodía sombrío del jardín nublado. Parece como si César se hubiera recuperado y pide asiento. Ya no está solo Corella, a su lado, en pie, Maquiavelo, anhelante, estudiando la actitud del Valentino.
– Y ahora decidme qué está pasando.
– Van mal las cosas, César.
Los enemigos de los Borja se han echado a la calle y persiguen a los más débiles de la familia. La guardia protege la agonía de tu padre.
– La agonía.
– La agonía. Los embajadores envían mensajeros con la gozosa nueva de que estás muriéndote.
– La agonía. ¿Ha oído, Maquiavelo? Muchas veces he pensado en lo que debería hacer si mi padre moría, pero no esperaba que eso se produjera estando yo postrado, sin capacidad de respuesta.
Se rebela Corella.
– Tú aún eres tú, César.
Y aún es César cuando en el marco de la puerta se detiene Burcardo enlutado y no le hace falta hablar para que todos entiendan, pero dice:
– Se acerca el final.
Miquel de Corella ocupa todo el horizonte ante los ojos enrojecidos de César.
– Algo hay que hacer y lo haré yo.
Cree ver Alejandro en su delirio una irrupción violenta de Corella en sus aposentos, al frente de tropa y portadores que cargan con tesoros y documentos, sin que nadie discuta la segura empresa de Miquel. Es Miquel quien le saluda y asegura:
– Tranquilo. César lo guardará todo en lugar seguro.
Luego el desmayo. El delirio que protagoniza frecuentemente la ansiedad por su hijo: ¿qué habrá sido de César? Un Alejandro Vi demacrado, hinchado, acompañado de Burcardo, su médico y de dos criadas, mal protegido por una soldadesca desinteresada que bebe cuanto puede y contempla recelosa el amenazador más allá de la ventana.
Burcardo escucha con los ojos entornados lo que habla la soldadesca.
– Si vienen a por él, yo me marcho por la puerta trasera.
– Allá se las compongan. ¡Voy a dejarme matar yo por este moribundo!
– Más vale que calléis. César aún vive.
– César está muriéndose.
– Pero Corella vive.
– Lo que le dejen vivir los otros.
Por los ojos de Alejandro Vi pasan lentos paisajes inseguros que creía haber olvidado, paisajes de Xátiva, la silueta indeterminada de su madre, fragmentos de vivencias con su tío y con su hermano Pere Lluís, la ceremonia de la coronación, Giulia Farnesio desnuda, a punto para las yemas de sus dedos, y sus labios emiten los nombres y los deseos.
– "Pere Lluís, a on t.has ficat? Que has trobat al Joan?
Joan! Fill meu! Mare! Mare meua! Quina foscor! Oncle, quina foscor!" (1)
[16]Una mano marmórea le tiende la eucaristía y los labios no aciertan a encontrarla. Alguien tiene que abrirle la boca para introducírsela y cuando la ha tragado los labios de Rodrigo se mueven para rezar más que recitar:
– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor." (2)
Es tan evidente que ha muerto que los cuerpos escapan a la amenaza de la muerte dando pasos atrás y alguien da la voz de alarma.
[17]-¡Vayámonos antes de que asalten el palacio!
– ¡Vayámonos!
No todos secundan la alarma, pero Burcardo, el sacerdote y las dos religiosas restantes terminan por retroceder y dejar al hinchado cadáver entregado a la soledad absoluta de la alcoba fúnebre.
Tocan las campanas a muerto, pero no las oye Leonardo da Vinci, afanado entre sus maquetas, cuando ve entrar a un Maquiavelo tan desencajado como desencantado.
Nada dice, pero el artista adivina y sanciona:
– ¿Han muerto?
– De momento ha muerto Alejandro Vi. César lucha con la muerte y toma decisiones que no parecen de César. Sólo tiene una salida: volver a la Romaña, recuperar sus tropas e imponer sus condiciones al futuro papa. César aún es el confalonero del Vaticano, y el papado sin las tropas de César no existe.
Derriba Da Vinci las maquetas más próximas. Las observa melancólico.
– Estas máquinas van a llegar tarde. Leonardo, Leonardo, eres un pobre vagabundo otra vez. Me parece que me voy a Francia, siguiendo mi estrella, mientras tenga un sueño estaré vivo. Seguiré mi programa de vida. Penetrar en el fondo de la realidad natural, escrutar en la caverna que se nos ha dado como morada, interrogar las estrellas, anatomizar todo lo viviente, ordenar ciudades, dictar sus leyes y, ¡ay!, curar la melancolía y la locura. La melancolía es consecuencia de la consciencia de la fragilidad del hombre en su relación con el mundo y la Providencia. ¡Bien venida la melancolía! Lo volveré a intentar, en Francia. El cardenal D.Amboise me ha hecho ofertas muy suculentas.
Hablando de suculencias, ¿sabe que estoy estudiando un pastel de zarzillos?
– No es el momento, por favor.
– Las máquinas de guerra poco me van a dar. Hay un tiempo para la guerra y otro para el placer.
Contempla Da Vinci las maquetas y escoge súbitamente la del carro blindado, la toma con dos dedos, se la lleva a la boca y se la come mediante ansiosos bocados.
– ¿Qué hace?
– Me la como. Yo la creé, yo me la como. Suelo hacer las maquetas de mazapán, querido Nicolás.
Toma la maqueta de la disparadora múltiple y se la ofrece.
– ¿Gusta?
Tiende el cardenal Della Rovere una caja de madera primorosamente repujada a un César Borja que sonríe hierático sentado en un sillón, Corella armado al lado, Vannozza portadora de tisanas, Burcardo concentrado junto a Giuliano della Rovere.
– Te he traído las mejores yemas de los conventos romanos.
– ¿Aún existe Roma? Me hablan de saqueos y de asaltos a las propiedades de los Borja, a aquellas propiedades no defendidas por mis soldados.
– Teníais demasiadas propiedades. No hay bastantes soldados para defenderlas. Algo hay que hacer y vengo a ofrecerte mi colaboración. Ante todo, ¿qué hacemos con el cadáver de tu padre?
– Ha muerto papa y debe ser enterrado como un papa.
– No hay ambiente en Roma para un entierro como su santidad se merece, pero hay que enterrarlo, es cierto. Por eso he venido con Burcardo, para que escoja un ceremonial suficiente, pero no provocador. Por otra parte tu salud te impide asistir a las exequias, pero no haberte agenciado de todos los archivos y tesoros personales de su santidad.
Señala Della Rovere irónico a Corella.
– Tu lugarteniente pasó por San Pedro y cargó con todo. Amenazó incluso a un cardenal con cortarle el cuello si no le dejaba actuar a sus anchas.
– Todo está a buen recaudo.
Informa César sin dar tiempo a Corella a intervenir y añade:
– No es un buen momento para el enfrentamiento. Hay que elegir papa y yo controlo a más de la mitad de los cardenales. ¿Quieres ser papa? Podemos pactarlo.
– No, no es el momento. A los dos nos interesa un papa de transición.
– Un anciano moribundo: ¿Costa? ¿Piccolomini?
– Piccolomini.
– ¿No está demasiado moribundo?
– Sólo Dios lo sabe.
– Bien. Sea Piccolomini, pero quiero exequias dignas para mi padre. En cuanto pueda hablaremos de la estrategia política y de dominio militar. Corella parte para la Romaña a mantener en pie a mis tropas.
Se levanta César dando por terminada la audiencia y temen por su estabilidad Corella y Vannozza, gesto que no escapa a la percepción de Della Rovere, aunque César va hacia él y trata de abrazar y ser abrazado vigorosamente.
En los ojos de Della Rovere hay satisfacción al comprobar la debilidad de César entre sus brazos, pero se retira entre muestras de buena voluntad. En cuanto ha salido el cardenal, César se tambalea y necesita ayuda para alcanzar el lecho. De nuevo tiembla y suda.
Corella y Vannozza se miran preocupados. Burcardo se limita a anotar mentalmente cuanto ve con los ojos semicerrados. César le reclama con la mirada.
– Burcardo. Vete a vestir a mi padre. No conviene que un papa sea enterrado desnudo.
– No está desnudo, duque.
– Vístele como a un papa.
Parte Burcardo mientras César se dirige a Corella.
– No pierdas ni un minuto.
Parte hacia la Romaña y vigila las tropas. Que cierren murallas.
Que no dejen entrar gente armada si no saben la contraseña. Todas las familias se han alzado. Giovanni Sforza ha vuelto a Pesaro, los Colonna han recuperado sus propiedades, los Orsini… todo empieza a desmoronarse.
Sigue hablando César, pero Burcardo sale definitivamente de la casa y no se detiene hasta llegar a los aposentos del Vaticano donde el papa muerto permanece apenas vestido y solo sobre su cama.
Lo amortaja trabajosamente Burcardo, con la nariz fruncida, como única concesión ante el comienzo de putrefacción del cadáver. Luego riega al muerto con una gran botella de perfume. A pesar de su delgadez. Burcardo suda cuando contempla su obra, se santigua, se arrodilla y reza. En esta posición le sorprende la entrada de Della Rovere en la sala mortuoria. Va acompañado de dos cardenales,
D.Amboise y Piccolomini, que dan vueltas alrededor del muerto, olisquean como animales primitivos, quieren oler la muerte por encima de las grasas esencias. Se ha levantado Burcardo y espera que sus eminencias se pronuncien, ya sólo olisquean el cardenal francés y el anciano futuro papa, mientras Della Rovere se ha acercado a Burcardo y lo contempla con curiosidad.
– ¿Le interesa continuar en el cargo?
– No.
– Por nosotros puede continuar.
– Ya es suficiente.
– Sería muy interesante que usted contara todo lo que sabe.
Ahora. Es un momento decisivo para cortarle la cabeza a la hidra Borja.
– Eminencia. No es la única hidra.
– Pero usted lo sabe todo.
Tiene la obligación moral de contar lo que sabe.
Hay silencio en los labios de Burcardo y neutralidad en su mirada. Della Rovere se encoge de hombros y ante su gesto los dos cardenales dejan de oler al papa y se ponen a su estela. Pero antes de abandonar la sala, Della Rovere ordena fríamente a Burcardo:
– Que lo metan cuanto antes en el ataúd. A pesar del perfume, hiede. Es el más feo, horrendo y monstruoso cuerpo de muerto que jamás se vio.
A solas Burcardo y el cadáver, el jefe de protocolo suspira impotente y se marcha para volver al rato seguido de soldados portadores de un poderoso ataúd. Los comentarios de los soldados no son muy estimulantes.
– ¡Cómo apesta!
– ¿Hay que meter a ese marrano aquí dentro?
– No hay ataúd en Roma en el que pueda caber.
En vano la mirada de Burcardo trata de imponer respeto. Finalmente, desalentado, da la última orden y se va.
– Metedlo dentro cuanto antes.
Una vez fuera Burcardo, cargan los soldados con el muerto, una mano tratando de manipular el cuerpo, la otra tapándose la boca y las narices. Lo encajan sobre el ataúd pero no acaba de introducirse no ya por la corpulencia natural, sino por la hinchazón de las fiebres mortales.
– Que aquí no cabe. Ya os lo he dicho.
– ¡Y cómo apesta, el muy cochino! ¿Qué habrá comido en vida?
– Por lo que cuentan, muchos chochitos.
– Pues no huele a eso, huele a mierda y a pus.
– ¡Tú, Giorgio! Pesas tus buenos kilos. Siéntate encima hasta que se meta dentro. Pero no te sientes en el vientre que puede reventar.
– ¿Y por qué yo?
– Porque estás tan gordo como él.
Se dispone Giorgio a ejecutar el trabajo cuando otro soldado le retiene. Lleva en una mano la tiara pontificia y se la pone.
– Puesto que vas a sentarte encima de un papa, hazlo con la tiara, no vaya su santidad a sentirse vejado.
Entre risotadas se cubre Giorgio con la tiara, se sienta sobre Alejandro Vi y presiona con todas sus fuerzas para que el cadáver encaje, jaleado por los gritos estimuladores de sus compañeros.
– Mira. ¡Hace fuerzas como si estuviera cagando!
Finalmente otros dos se sientan junto a Giorgio sobre el cuerpo y consiguen introducirlo. Algún soldado vomita, pero los más cargan con la tapadera del ataúd y la encajan para respirar satisfechos y dejar otra vez en soledad el cuerpo del papa muerto.
Suenan las campanas.
Burcardo sale de la puerta trasera del Vaticano rodeado de criados portadores de su equipaje. Antes de subir a la calesa, mira por última vez cuanto le rodea. De una de sus manos cuelga un portafolios y se predispone a subir al carruaje que le alejará del escenario de su trabajo. Ya en el carruaje medita y cuando sus ojos vuelven a asomarse a la Roma que abandona, en primera instancia ve el rostro sonriente de Della Rovere precediendo a un cardenal anciano, con los ojos vagantes por los horizontes de la muerte, tan inseguros sus pasos que Giuliano della Rovere lo sostiene por un sobaco mientras comunica:
– "Habemus papam!"
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> (1) "¿Pere Lluís, dónde te has metido? ¿Has encontrado a Joan? ¡Joan! ¡Hijo mío! ¡Madre! ¡Madre mía! ¡Qué oscuridad! ¡Tío, que oscuridad!"
<a l:href="#_ftnref17">[17]</a> [17](2))Cuando la noche expande sus tinieblas; de los brutos los párpados se cierran y los enfermos se crecen en dolor.