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VIERNES 11 de marzo

Capítulo 1

Cuando el teléfono despertó a Evan Casher, éste supo que algo iba mal. Nadie que le conociese llamaba nunca tan temprano. Abrió los ojos y estiró la mano para buscar a Carrie. Se había ido y su lado de la cama estaba frío. Había una nota doblada sobre la almohada. Intentó alcanzarla, pero el teléfono seguía sonando insistentemente, así que contestó.

– ¿Diga?

– Evan, necesito que vengas a casa -dijo su madre, susurrando-. Ahora mismo.

Evan buscó a tientas la lámpara en la mesilla de noche.

– ¿Qué ocurre?

– Por teléfono, no. Te lo explicaré cuando llegues.

– Mamá, hay dos horas y media de camino. Dime qué sucede.

– Evan, por favor, sólo ven a casa.

– ¿Papá está bien? -Su padre, consultor informático, se había marchado de Austin tres días antes para un trabajo en Australia. Su misión era asegurarse de que las bases de datos de grandes empresas y gobiernos desempeñasen todas las funciones imaginables. Australia. Vuelos largos. Evan tuvo una visión repentina de un avión hecho añicos en el desierto australiano o en el puerto de Sidney. Metal despedazado, humo en el aire-. ¿Qué ha pasado?

– Sólo te pido que vengas, ¿vale? -dijo con voz tranquila, pero insistente.

– No hasta que me digas lo que está pasando.

– He dicho que por teléfono no. -Se quedó callada, y durante diez largos segundos la incómoda tensión del inesperado silencio los embargó, hasta que ella se encargó de romperlo-. ¿Has tenido mucho trabajo hoy, cariño?

– Sólo los montajes de Farol.

– Entonces tráete el ordenador, puedes trabajar aquí. Pero te necesito. Ahora.

– ¿Y qué problema hay en decírmelo?

– Evan. -Oyó a su madre tomar aliento, intentando tranquilizarse-. Te lo ruego.

La necesidad manifiesta y casi aterradora de su voz, un tono que nunca había escuchado en su madre, le dio la impresión de que hablaba con una extraña.

– Vale mamá, puedo salir en una hora o así.

– Ven antes. Lo antes posible.

– Bueno, vale, saldré en unos quince minutos.

– Date prisa Evan. Limítate a hacer la maleta y ven lo más rápido que puedas.

– De acuerdo.

Evan tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para controlar el miedo que empezaba a sentir.

– Gracias por no hacerme más preguntas -dijo-. Cuando nos veamos te lo explicaré todo. Te quiero.

– Yo también te quiero.

Puso de nuevo el teléfono en la base, un poco desorientado por el impactante comienzo del día. Aquél no era el momento de decirle a su madre que estaba enamorado. Enamorado de verdad, con locura, como Romeo y Julieta.

Abrió la nota. Decía simplemente: «Gracias por una gran noche. Te llamaré más tarde. Tengo algunos recados que hacer por la mañana temprano. C».

Se metió en la ducha y se preguntó si habría fastidiado a Carrie anoche. «Te amo», le había dicho mientras yacían juntos entre las sábanas. Las palabras le vinieron a la boca sin pensarlo, sin hacer esfuerzo alguno; si hubiese sopesado las consecuencias, seguramente habría mantenido la boca cerrada. Nunca era el primero en decir la palabra que empieza con «a». Sólo en una ocasión se lo había dicho a una mujer: a su última novia, hambrienta de consuelo, y se lo había dicho porque pensó que tal vez fuera cierto. Pero anoche había sido diferente. No había ningún «quizá», ni ningún «tal vez». Carrie estaba tan hermosa, tumbada a su lado, con su aliento haciéndole cosquillas en el cuello, recorriendo sus cejas con la uña… Y él pronunció aquellas dos palabras con una sinceridad que jamás había sentido en su corazón.

Vio el dolor brillando en los ojos de Carrie mientras le hablaba y pensó: «Debería haber esperado. No me cree porque estamos en la cama». Sin embargo, ella lo besó y dijo:

– No me quieras.

– ¿Por qué no?

– Soy un problema. No soy más que un problema.

Lo abrazaba fuerte, como si temiera que fuera a desaparecer en cualquier momento.

– Me encantan los problemas.

Él la besó a su vez.

– ¿Por qué? ¿Por qué me ibas a querer?

– ¿Y por qué no iba a hacerlo? -Puso sus labios sobre su frente-. Tienes un cerebro privilegiado. -La besó entre los ojos-. Encuentras belleza en todo. -La besó en la boca y sonrió abiertamente-. Y siempre sabes qué decir… no como yo.

Ella le devolvió el beso e hicieron el amor de nuevo. Cuando terminaron, ella le dijo:

– Llevamos sólo tres meses. No puedes conocerme bien.

– Nunca te conoceré. Nunca conocemos a las personas tanto como pretendemos.

Ella sonrió, se acurrucó junto a él, colocó la cara contra su pecho y puso los labios cerca de su corazón, que latía acompasadamente.

– Yo también te quiero.

– Mírame y dímelo.

– Lo diré aquí, a tu corazón.

Una lágrima se escurrió por su mejilla hasta caer sobre el pecho de Evan.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Soy feliz. -Carrie lo besó-. Duérmete cielo.

Y así lo hizo. Ahora, a la dura luz del día, Carrie no estaba, y los susurros y las promesas se habían marchado con ella. Y esta nota distante. Pero tal vez esto fuera lo mejor. Estaba nerviosa, y lo último que él necesitaba era complicarse explicándole un misterioso desastre familiar.

Intentó llamarla al móvil. Le dejó un mensaje de voz:

– Cariño, tengo una emergencia familiar. Debo irme a Austin. Llámame cuando oigas este mensaje. -Se detuvo un instante: «No debería decirlo otra vez». Pero se lo dijo-. Te quiero… Hablamos pronto.

Evan intentó llamar a su padre al móvil. No respondía. Ni siquiera saltó el contestador. Puede que el teléfono de su padre no funcionase en Australia. Se sacó de la cabeza la escena del avión estrellado. Siguió su mecánica rutina matutina: encendió el ordenador, comprovó las tareas pendientes, repasó las noticias. Nada sobre ninguna catástrofe en Australia. Quizá se tratara de una catástrofe a pequeña escala. Divorcio. Cáncer. Sintió la garganta seca.

Abrió su correo electrónico y envió a su padre un mensaje con la frase «Llámame lo antes posible». Luego leyó el correo. En su buzón de entrada había una invitación para participar en una conferencia de cine en Atlanta; correos electrónicos de otros dos directores de documentales amigos suyos; un montón de archivos de música y un par de las últimas fotos digitales de su madre, todo ello enviado ayer por la noche. Pasó la música a su lector digital, escucharía las canciones en el coche. A su madre le gustaba descubrir nuevos grupos y melodías, y de hecho había encontrado tres grandes canciones para sus anteriores películas. Se aseguró de que tenía todo el material necesario para editar el documental que casi había terminado sobre el circuito de póquer profesional y de que tenía las notas en sucio para la charla que se suponía debía dar la semana siguiente en la Universidad de Houston. Metió en la mochila el portátil, el reproductor digital y la cámara de vídeo, y luego hizo una sencilla maleta con ropa que su madre odiaba que se pusiera: camisas viejas de bolos, pantalones caquis gastados, y unas deportivas cuyos mejores días habían quedado un año atrás.

Su reloj marcaba las siete y cuarto.

Evan cerró la puerta con llave y se dirigió a su coche. Aquél no era el día que había planeado. Se abrió camino entre el atasco matutino de Houston escuchando la música que su madre le había enviado la noche anterior. Quería funk electrónico con sabor latino para las escenas iniciales de su documental, y ninguna de las canciones que había escuchado hasta ahora lo convencían, pero esta música era perfecta, llena de drama y de energía.

Iba marcando el ritmo con los dedos mientras conducía, y seguía esperando que su móvil sonara, que llamaran su padre o Carrie, o su madre, diciéndole que todo iba bien. Pero su móvil permaneció en silencio durante todo el camino hasta Austin.

Capítulo 2

La puerta delantera de la casa estaba cerrada con llave. En el garaje, su madre había montado su estudio de fotografía, y Evan pensó que debía de encontrarse allí, buscando refugio entre las películas, el imprimador y la soledad.

Abrió la puerta con su llave y entró.

– ¿Mamá? -gritó.

No hubo respuesta.

Caminó hacia la parte de atrás de la casa, hacia la cocina. Le traía su manjar favorito: pastas de melocotón que había comprado en una pastelería a medio camino de Houston que a ella le encantaba, y quería guardar la comida antes de dirigirse al estudio.

Evan giró la esquina y vio a su madre en el suelo de la cocina. Estaba muerta.

Se quedó helado. Abrió la boca, pero no pudo gritar. El mundo a su alrededor se volvió denso, mientras percibía el sonido de su propia sangre palpitándole por el cuello, por la sien. La bolsa de pastas de melocotón cayó al suelo, seguida de su equipaje.

Dio dos pasos hacia ella, a trompicones. Le faltaba el aliento y sentía áspera la garganta y la lengua dilatada; en el aire de la cocina flotaba un inconfundible hedor a muerte. Distinguió el brillo plateado de un cable metálico alrededor del cuello de su madre.

Junto a ella había una silla de cocina vacía, como si hubiera estado sentada en ella antes de morir. Evan emitió un gemido, se arrodilló junto a su madre y le apartó el pelo grisáceo de la cara. Sus ojos, ahora ciegos, estaban hinchados y abiertos de par en par.

– ¡Dios mío! ¡Mamá! -Le puso los dedos en los labios: estaban rígidos. Aún tenía la piel caliente-. ¡Mamá, mamá!

Su voz estalló de dolor y de terror. Evan se puso en pie. Una sensación de mareo le hizo doblar las rodillas. La policía. Tenía que llamar a la policía. Se dirigió tambaleando hasta la barra de la cocina, donde aún estaba el desayuno: una taza de café con la marca del pintalabios, una bandeja salpicada con gotas de mermelada de ciruela y unas migas de muffin.

Con mano temblorosa, alcanzó el teléfono.

Algo metálico le golpeó la cabeza por detrás. Cayó de rodillas, se mordió la lengua con los dientes y notó el sabor de la sangre en su boca. Poco a poco, el mundo comenzó a oscurecerse.

Una pistola le presionaba la nuca, sentía el frío del círculo perfecto del cañón contra su cabello. Alguien le pasaba una cuerda de nailon por la cabeza y la tensaba alrededor de su garganta de un tirón. Intentó moverse para liberarse, pero la pistola volvió a crujir contra su sien.

– Muévete y estás muerto.

Era la voz de un hombre joven. Se divertía pronunciando la palabra «muerto» con un tono cruel: «Mueeeeerto».

Unas manos cogieron su petate al otro lado de la cocina y lo apartaron de su vista. Eran ladrones.

– Cógelo -susurró Evan-. Cógelo y vete.

Oía cómo hurgaban: estaban sacando su ordenador y su cámara de la bolsa. Oyó el sonido de su portátil al encenderse, más alto que su propio aliento entrecortado. Tras un breve silencio, unos dedos empezaron a teclear.

– ¿Qué quieres? -se oyó a sí mismo preguntar. No hubo respuesta-. Mi madre, mataste a mi madre.

– ¡Cállate ya!

La pistola mantenía la cabeza de Evan inclinada hacia delante, en contacto casi con la mandíbula de su madre.

Evan quería girarse, ver la cara del hombre, pero no podía. El lazo le apretaba el cuello, clavándose con brutalidad.

– Lo tengo -dijo otra voz. Un hombre mayor que el primero. Arrogante y con una voz fría de barítono. De nuevo oyó el ruido de dedos en el teclado-. Todo borrado.

Evan escuchó explotar un globo de chicle cerca de su oreja.

– ¿Puedo ahora?

– Sí -dijo el otro-. Es una pena.

El acero crujió contra la cabeza de Evan. Círculos negros estallaron ante sus ojos, alejándolos de la mirada vacía de su madre.

Evan se despertó. Estaba agonizando.

No podía respirar mientras sentía la cuerda que le quemaba el cuello y sus piernas bailaban en el vacío. Una bolsa de basura le cubría la cabeza y le hacía ver el mundo de un color gris lechoso. Se agarró a la cuerda y emitió un grito asfixiado mientras el lazo lo estrangulaba.

– Dabas por sentado que podrías respirar, ¿verdad cielito?

Era la voz del hombre joven, fría y burlona.

Evan pataleaba, impotente. La encimera, la silla… tenían que estar allí para aguantar su peso, para salvarle. Usaba todas las fuerzas que le quedaban; no tenía otra opción.

– Da dos patadas si duele mucho -dijo la voz del hombre joven-, tengo curiosidad.

De repente, una explosión invadió su mundo: cristales hechos añicos, disparos y un instante de silencio. Luego el hombre más joven chilló:

– ¡Maldita sea!

La cuerda se balanceó. Evan intentó meter los dedos bajo la mortal y asfixiante cuerda. Otra traca de disparos retumbó en sus oídos, cayó contra el suelo y sobre él llovieron trozos de escayola y astillas de madera. El trozo suelto de la cuerda cortada por el disparo le cayó sobre el rostro.

Intentaba respirar. Era en vano. Respirar era una capacidad olvidada, un truco que Evan ya no conocía. Al fin, su pecho encontró el maravilloso aire. Bebió oxígeno, bebió vida. Le dolía el cuello como si se lo estuvieran despellejando desde dentro.

Oyó un nuevo estallido y el sonido de un peso cayendo contra los arbustos, al otro lado de las ventanas.

Luego el más absoluto silencio.

Desgarró la bolsa de plástico que le cubría la cara. Parpadeó, escupió sangre y bilis. Una mano le tocó el hombro, unos dedos le pellizcaron.

– ¿Evan?

Miró hacia arriba. Un hombre lo miraba fijamente. Pálido, calvo, alto. Más o menos de la edad de su padre, unos cincuenta y pocos.

– Se han ido, Evan -dijo el hombre calvo-. Vámonos.

– Lia… llame… -sentía cada sílaba arder como fuego en la boca-. Llame… policía. Mi… madre. Él…

– Tienes que venir conmigo -insistió-, no puedes quedarte aquí. Te estarán buscando.

Evan negó con la cabeza.

El hombre se agachó, desató la cuerda rota del cuello de Evan, lo puso en pie y lo arrastró lejos del cuerpo de su madre.

– Soy amigo de tu madre -le explicó. Sostenía una escopeta-. Te sacaré de aquí.

– Mi madre. La policía. Llame a la policía. Había un hombre… o dos…

– Se han ido. Llamaremos a la policía -dijo el hombre-, pero no desde aquí.

Empujó a Evan deprisa hacia la puerta.

– ¿Quién demonios es usted? -preguntó Evan, luchando contra el pánico que empezaba a invadirle el pecho.

Un hombre que no conocía, con un arma enorme y que no quería que llamase a la policía. De eso nada.

– Hablaremos más tarde. No podemos quedarnos aquí. Necesito tu…

El hombre no pudo acabar la frase: Evan le arreó un gancho de izquierda en la mandíbula, sin mirar y con torpeza. Sentía aún los músculos agarrotados por el miedo y el dolor. El hombre se tambaleó hacia atrás y Evan salió corriendo por la puerta principal, que había quedado abierta.

– ¡Evan, maldita sea! ¡Ven aquí! -le gritó.

Evan salió corriendo al húmedo aire primaveral. Las fuertes pisadas de sus deportivas eran el único sonido que se escuchaba en el tranquilo vecindario, entre las sombras de los robles. Miró hacia atrás. El hombre calvo salió corriendo desde la casa. Llevaba la escopeta en una mano y el petate amarillo de Evan en la otra. Entró en un desgastado Ford sedán azul aparcado en la calle.

Evan atajó por los elegantes jardines, esperando que una bala le destrozase la columna o la cabeza. Vio una puerta de un garaje abierta y giró hacia el jardín. «Por favor, Dios, que estén en casa.»

Subió al porche delantero de un salto, se apoyó en el timbre, y aporreó la puerta, gritando que alguien llamara a emergencias.

El Ford azul pasó a toda velocidad.

Un hombre mayor con aspecto de militar abrió la puerta con el teléfono inalámbrico en la mano.

Evan volvió corriendo hacia el jardín chillando a los vecinos que llamasen a emergencias e intentando apuntar la matrícula del Ford.

Pero el coche había desaparecido.

Capítulo 3

– Volvamos a esta mañana una vez más -dijo Durless, el detective de homicidios. Tenía una cara delgada y afable, con el aspecto demacrado de un corredor de fondo-, si es que puede, hijo.

Los investigadores habían mantenido a Evan alejado de la cocina, pero lo habían traído de vuelta a la casa para que identificara cualquier cosa que faltase o estuviese fuera de su sitio. Ahora se encontraba en la habitación de sus padres. Estaba hecha un desastre. Había cuatro maletas contra la pared, todas abiertas, y su contenido estaba esparcido por el suelo. Las fotos favoritas de su madre, que antes colgaban en las paredes, estaban rotas, pisoteadas sobre la alfombra. Se quedó mirando las fotos tras la telaraña de cristales rotos: el tono anaranjado del golfo de México al amanecer, la soledad de un roble retorcido en una extensión vacía en la pradera, Trafalgar Square, las sombras de la nieve al caer. Todo su trabajo, roto. Su vida, acabada. Aquello no podía estar sucediendo, pero sí era real; la ausencia de su madre parecía invadir la casa, el aire, sus mismos huesos.

«Ahora no puedes permitirte dejarte llevar por tus sentimientos. Tienes que ayudar a la policía a atrapar a esos tipos. Deja los lloros para más tarde. Reacciona.»

– ¿Evan? ¿Me ha oído? -preguntó Durless.

– Sí. Haré cuanto me pidan.

Evan intentó tranquilizarse. Sentado fuera en la entrada, encogido por el dolor, le había dado al oficial una descripción del hombre calvo y de su coche. Llegaron más oficiales que precintaron la casa con eficiencia: habían colocado cinta de prohibido el paso alrededor de la puerta principal y de la entrada junto a la ventana de la cocina, hecha añicos, a la que el hombre había disparado con su escopeta. Evan se había sentado en el cemento frío y llamaba por teléfono a su padre, una y otra vez. No respondía. No había buzón de voz. Su padre trabajaba solo, era asesor independiente, sin empleados. Evan no conocía a nadie a quien pudiese llamar para ayudarle a localizarlo en Sidney.

Le había dejado un mensaje a Carrie en el móvil. Intentó llamarla a su apartamento. No tuvo respuesta.

Al llegar, Durless había entrevistado primero al oficial de la patrulla y al equipo de la ambulancia que había respondido a la llamada inicial. Se había presentado a Evan y le había tomado la primera declaración antes de pedirle que volviese a la casa. Lo acompañó a la habitación de su madre.

– ¿Falta algo? -preguntó Durless.

– No.

Sumido aún en la conmoción, Evan se arrodilló junto a una de las maletas abiertas: estaban atiborradas de pantalones caqui de hombre planchados, camisas de botones, mocasines de piel nuevos y zapatillas de deporte. Todo de su talla.

– No toque nada -le recordó Durless, y Evan recogió la mano hacia atrás.

– No había visto nunca estas maletas ni esta ropa -dijo-, pero parece como si esta bolsa estuviese hecha para mí.

– ¿Adónde iba su madre?

– A ningún sitio. Estaba esperándome aquí.

– Pero había hecho cuatro maletas. Con ropa para usted. Y había metido un arma en su bolso.

Señaló una pistola situada sobre uno de los montones de ropa desparramado de una maleta.

– No puedo explicarlo. Bueno, la pistola parece la Glock de mi padre. La usa para tiro al blanco. Es su pasatiempo. -Evan se limpió la cara-. Solía ir a disparar con él, pero no soy muy bueno. -Se dio cuenta de que estaba divagando y se calló-. Mamá… seguramente no pudo coger el arma cuando llegaron los hombres.

– Debía de estar asustada cuando metió la pistola de su padre en la maleta.

– Pues no lo sé.

– Venga. Volvamos sobre ello. Ella lo llamó esta mañana. A eso de las siete.

– Sí.

Evan volvió a contarle a Durless la llamada de teléfono de su madre insistiéndole que viniese a casa, su viaje desde Houston y el ataque de esos hombres, intentando desenterrar cualquier detalle que hubiese olvidado cuando declaró por primera vez.

– Esos hombres que lo atacaron en la cocina, ¿está seguro de que eran dos?

– Oí dos voces. Estoy seguro.

– Pero en ningún momento les vio las caras.

– No.

– Y luego llegó otro hombre, les disparó, voló el techo y le cortó la cuerda. Le vio la cara.

– Sí. -Evan se pasó una mano por la frente. En la declaración inicial, aún tembloroso por la conmoción, había dicho que era un hombre calvo, pero ahora podía hacerlo mejor-. De unos cincuenta años. Labios finos, dientes muy rectos, un lunar en… -Evan cerró los ojos durante un momento, intentando reconstruir la imagen- la mejilla izquierda. Ojos marrones, constitución fuerte. Posiblemente ex militar. Sobre un metro ochenta de alto. Aspecto de latino. Sin acento. Llevaba unos pantalones negros y una camiseta verde oscura. Sin anillo de casado. Un reloj de acero. No puedo decirle nada más sobre su coche, sólo que era un Ford sedán azul.

Durless escribió los detalles adicionales y se los entregó a otro oficial.

– Da la descripción revisada por radio -dijo. El oficial se fue. Durless levantó una ceja-. Tiene buen ojo para los detalles en momentos de estrés.

– Soy mejor con las imágenes que con las palabras.

Evan oía los susurros del equipo de investigación criminal del Departamento de Policía de Austin mientras analizaban la carnicería en la cocina. Se preguntó si el cuerpo de su madre todavía estaba en la casa. Era extraño estar en su habitación, ver su ropa y sus fotos ahora que estaba muerta.

– Evan, hablemos de quién querría hacerle daño a su madre -dijo Durless.

– Nadie. Era la persona más buena que se pueda imaginar. Amable. Divertida.

– ¿Mencionó que tuviese miedo, que se sintiese amenazada por alguien? Piense. Tómese su tiempo.

– No. Nunca.

– ¿Había alguien que sintiese rencor hacia su familia?

La idea parecía ridícula, pero Evan respiró profundamente, pensó en los amigos y en los socios de sus padres, en sí mismo.

– No. Discutieron con un vecino el año pasado, pero lo arreglaron y el tipo se mudó. -Le dio a Durless el nombre del antiguo vecino-. No se me ocurre nadie que nos desease ningún mal. Esto ha tenido que ser casualidad.

– Pero el hombre calvo le salvó -dijo Durless-. Según usted, persiguió a los asesinos, le llamó por su nombre, afirmó que era amigo de su madre e intentó que se marchara con él. Eso no suena en absoluto casual.

Evan sacudió la cabeza.

– No recuerdo el nombre de su padre -dijo el policía.

– Mitchell Eugene Casher. Mi madre es Dona Jane Casher. ¿Le había dado ya su nombre?

– Sí, lo ha hecho, Evan, lo ha hecho. Hábleme de la relación entre sus padres.

– Siempre han sido un matrimonio muy unido.

Durless se quedó callado. Evan no podía soportar el silencio. El silencio acusador.

– Mi padre no ha tenido nada que ver con esto. Nada.

– De acuerdo.

– Mi padre nunca le haría daño a su familia, jamás.

– De acuerdo -dijo Durless de nuevo-, pero entienda que tenga que preguntar.

– Sí.

– ¿Qué tal se lleva usted con su familia?

– Bien. Genial. Estamos todos muy unidos.

– ¿Me dijo usted que tiene problemas para ponerse en contacto con su padre?

– No contesta al móvil.

– ¿Conoce su itinerario en Australia?

Ahora lo recordaba.

– Mamá lo colgaba normalmente en la puerta de la nevera.

– Es genial Evan, eso sirve de ayuda.

– Yo sólo quiero ayudarles a coger a quienquiera que haya hecho esto. Tienen que cogerlos. Tienen que hacerlo.

Su voz comenzó a temblar. Intentó tranquilizarse de nuevo. Se frotó la quemadura de la cuerda en el cuello.

Durless prosiguió:

– Cuando habló con su madre, ¿parecía asustada? ¿Como si esos tipos estuvieran ya en casa?

– No, no parecía nerviosa, pero sí sonaba algo rara. Como si tuviese malas noticias que contarme, pero no quería decir meló por teléfono.

– ¿Habló con ella ayer o antes de ayer? Hábleme de su estado de ánimo en ese momento.

– Totalmente normal. Mencionó que tenía que realizar un trabajo en China. Es fotógrafa de viajes freelance. -Evan apuntó a los marcos rajados, las fotos distorsionadas bajo el cristal roto-. Ésos son algunos de sus trabajos. Sus favoritos.

Durless le echó un rápido vistazo a Londres, a la costa, a la pradera.

– Son todas de lugares. No hay gente -dijo.

– Le gustan más los lugares que la gente.

Su madre hacía siempre esa broma sobre su trabajo. Las lágrimas asomaron con sigilo y Evan parpadeó. Deseaba con todas sus fuerzas que desapareciesen. No quería llorar delante de aquel hombre. Apretó las uñas contra las palmas de las manos. Oía el chasquido de las cámaras en la cocina, los leves murmullos del equipo criminalista trabajando en la habitación, detallando la peor pesadilla de su familia en estadísticas sin importancia y pruebas químicas.

– ¿Tiene hermanos o hermanas?

– No. No tengo más familia.

– ¿A qué hora llegó aquí? ¿Puede repetírmelo?

Miró su reloj. El cristal estaba roto y las manecillas se habían detenido a las 10.34. Debió de ser cuando cayó al romper la cuerda. Le mostró a Durless el reloj.

– La verdad es que no me fijé en la hora, estaba preocupado por mi madre.

Quería el consuelo de los brazos de Carrie, la seguridad de la voz de su padre. Quería poner su mundo en orden de nuevo.

Durless habló en voz baja con un oficial de policía que estaba en la puerta, y éste se marchó. Luego hizo un gesto señalando el equipaje.

– Hablemos sobre las maletas que hizo para ustedes dos.

– No lo sé. Quizá se iba a Australia a ver a mi padre.

– Así que le ruega que venga a casa, pero se está preparando para marcharse. Con una maleta para usted y un arma.

– No… no puedo explicarlo.

Evan se pasó el brazo por la nariz.

– Quizá toda esta crisis era una artimaña para que viniese a casa y hacer un viaje sorpresa.

– No me asustaría si no tuviese una buena razón.

Durless se daba golpecitos en la barbilla con el bolígrafo.

– Y usted estaba en Houston anoche.

– Sí -dijo Evan. Se preguntaba si ahora le estaban pidiendo una coartada-. Mi novia se quedó conmigo. Carrie Lindstrom.

Durless escribió su nombre y Evan le dio su información de contacto, el nombre de la tienda de ropa de River Oaks en la que trabajaba y su número de móvil.

– Evan, ayúdeme a hacerme una imagen clara. Dos hombres le agarran, le apuntan con un arma, pero luego no le disparan; intentan ahorcarle, y otro hombre lo salva, pero luego intenta secuestrarlo y se marcha cuando usted echa a correr -Durless hablaba con el tono de un profesor que guiaba a un alumno en un problema espinoso. Se inclinó hacia delante-. Ayúdeme a encontrar sentido a todo esto.

– Le estoy diciendo la verdad.

– No lo dudo. Pero ¿por qué no le dispararon simplemente? ¿Y por qué no dispararon a su madre, si tenían armas?

– No lo sé.

– Usted y su madre eran el blanco y necesito que me ayude a entender por qué.

Un recuerdo invadió de nuevo la mente de Evan.

– Cuando me tenían en el suelo… uno de ellos encendió mi portátil. Y tecleó algo.

Durless llamó a otro oficial.

– ¿Podría buscar el portátil del señor Casher, por favor?

– ¿Por qué iban a querer algo de mi ordenador?

Evan oyó cómo la histeria invadía su voz e intentó controlarla.

– Dígame. ¿Qué hay en él?

– Sobre todo material cinematográfico. Programas de edición de vídeo.

– ¿Material cinematográfico?

– Soy director de cine. Dirijo documentales.

– Es usted joven para ser director.

Evan se encogió de hombros.

– Trabajé duro. Acabé la universidad un año antes. Quería entrar más rápido en la escuela de cine.

– Más éxitos de taquilla que dan dinero.

– Me gusta contar historias sobre personas, no sobre héroes de acción.

– ¿Conozco alguna de sus películas?

– Bueno, mi primera película trataba de una familia de militares que perdieron un hijo en Vietnam y luego un nieto en Iraq. Pero la gente probablemente me conocerá por El más mínimo problema, que trata de un policía de Houston que encarceló a un hombre inocente por un crimen.

Durless frunció el ceño.

– Sí, lo vi en la CBS. El policía se suicidó.

– Sí, cuando la policía comenzó a investigar sus actividades. Es triste.

– El tipo al que supuestamente encarceló era un camello. No era tan inocente.

– Un ex camello que había cumplido su condena. Estaba fuera del negocio cuando el policía fue a por él. Y supuestamente no fue ése el motivo.

Durless volvió a meter el bolígrafo en el bolsillo.

– ¿No pensará usted que todos los policías son mala gente, verdad?

– Claro que no -respondió Evan-. Oiga, no estoy contra los policías. Para nada.

– No he dicho eso.

Una tensión distinta invadió la sala.

– Siento mucho lo de su madre, señor Casher -dijo Durless-. Necesito que venga al centro para hacer una declaración más detallada y hablar con el retratista sobre este hombre calvo.

El oficial enviado a recuperar el portátil asomó la cabeza de nuevo por la puerta.

– Aquí no hay ningún portátil.

Evan parpadeó.

– Esos hombres deben de habérselo llevado. O el tipo calvo. -Su voz empezó a aumentar de volumen-. ¡No entiendo nada de esto!

– Yo tampoco -dijo Durless-. Quiero que me acompañe a comisaría y que trabaje con el retratista. Quiero un retrato robot del hombre calvo en los avances de noticias.

– De acuerdo.

– Iremos en un minuto, ¿vale? Quiero hacer un par de llamadas rápidas.

– Vale.

Durless acompañó a Evan afuera. Las emisoras de televisión locales habían llegado. Más policía. Vecinos, sobre todo amas de casa observando el trajín, sujetando a sus hijos, que se les agarraban con los ojos como platos.

Dio la espalda a todo aquel caos e intentó de nuevo llamar al móvil de su padre. No contestaba. Llamó a la tienda de ropa en la que trabajaba Carrie.

– Maison Rouge, habla con Jessica, ¿en qué puedo ayudarle? -su voz era alegre y risueña.

– ¿Está Carrie Lindstrom? Sé que no entra hasta las dos, pero…

– Lo siento -contestó la mujer-. Carrie llamó esta mañana para despedirse.

Capítulo 4

Evan nunca se había sentido tan solo. Comenzaba a tiritar e intentó calmarse con todas sus fuerzas. Tenía que encontrar a Carrie y a su padre. A ella le había dejado un mensaje, seguro que lo llamaría pronto. No podía entender que hubiera dejado su trabajo, y un malestar le revolvió el estómago. «Te dejó una nota, dejó el trabajo, quizá no quiere saber nada más de ti…» No quería siquiera considerar esa posibilidad. Así que se centró en encontrar a su padre. El itinerario, escrito a bolígrafo con la letra precisa y estrecha de éste, no estaba en su lugar habitual de la nevera, sino doblado, bajo el teléfono. El itinerario tenía un número del hotel Blaisdell, en Sidney.

– Con la habitación de Mitchell Casher, por favor -le dijo Evan al recepcionista.

El recepcionista de noche (eran casi las cuatro de la madrugada en Sidney) era agradable, pero serio.

– Lo siento señor, pero no tenemos a nadie registrado con ese nombre.

– Por favor, compruébelo otra vez, C-a-s-h-e-r. Quizá lo registraron mal y pusieron Mitchell como apellido.

Pausa.

– Lo siento mucho señor, no tenemos registrado a nadie llamado Mitchell Casher.

– Gracias. -Evan colgó y miró a Durless-. No está donde se suponía que estaría. No entiendo nada.

Durless cogió el itinerario.

– Déjenos encontrar a su padre, Evan. Tomaremos la declaración y la descripción mientras se le refresca la memoria.

Refrescar. «No creo que pueda olvidarlo.» Evan se recostó, mirando las nubes de color humo a través del parabrisas trasero del coche de policía mientras se alejaba de su casa. Su mente daba vueltas con nerviosismo, en una extraña danza de lógica y emoción. Se preguntaba dónde pasaría la noche. Un hotel. Tendría que llamar a los amigos de su familia; pero sus padres, aunque fueran personas de éxito, tenían un círculo de amistades pequeño. Debía pensar también en preparar el funeral. Se preguntaba cuánto tardaría la policía en hacer la autopsia, en qué iglesia debería hacer el funeral de su madre. Se preguntó también cómo lo habría vivido su madre, si se habría dado cuenta, si había sufrido o pasado miedo. Eso era lo peor. Quizá los asesinos se habrían acercado a ella igual que a él. «Espero que no se haya enterado, que el miedo no haya invadido su corazón.»

Cerró los ojos. Intentó razonar y dejar la conmoción y el dolor atrás. Si no lo hacía, se vendría abajo. Necesitaba un plan de ataque. Primero, encontrar a su padre. Contactar con los clientes de éste en la zona, ver si sabían para quién trabajaba en Australia. Segundo, encontrar a Carrie. Tercero… Cerró los ojos. Tercero: buscarle sentido a que alguien quisiera ver muerta a su madre.

«Pero miraron tu ordenador. ¿Y si no se trata de ella? ¿Y si se trata de ti?» Ese pensamiento lo dejó súbitamente helado, lo enfureció y al fin le rompió el corazón.

El oficial de policía que había respondido a la llamada inicial de emergencias conducía el coche y Durless iba sentado en el asiento de delante. Salieron del vecindario remodelado con bungalows de los Casher hacia el bulevar Shoal Creek, una carretera serpenteante que conectaba el centro de Austin con el norte.

– Lo tenían todo planeado -dijo Evan, casi para sí mismo.

– ¿Cómo dice? -preguntó Durless.

– Lo planearon. Quiero decir, los asesinos mataron a mi madre, luego me colgaron para que pareciese un suicidio. Para que ustedes, en un primer momento, creyeran que yo la maté y luego me suicidé.

– Siempre iríamos más allá de lo evidente.

– Pero sería la primera teoría, y la más obvia.

El teléfono de Evan sonó en su bolsillo. Respondió.

– ¿Evan? -Era Carrie.

– Carrie, Dios mío, he intentado localizarte…

– Escucha. Corres peligro. Un gran peligro. Tienes que coger a tu madre y volver a Houston. Inmediatamente.

– Carrie, mi madre está muerta. La han asesinado.

– ¡Dios mío, Evan! ¿Dónde estás?

– Estoy con la policía.

– Bien. Eso es bueno. Quédate con ellos. Cariño, lo siento tanto, tanto.

– ¿Qué peligro? -sus primeras palabras resonaron en su cabeza-. ¿Qué demonios sabes tú de todo esto?

De repente, un coche, un Ford sedán azul, los adelantó y les cortó el paso bruscamente, forzando al coche patrulla a entrar en un jardín delantero. Durless protestó con un «¡Mierda, joder!», mientras el frenazo lo arrojaba contra el parabrisas. Evan no llevaba puesto el cinturón y quedó aplastado contra la parte de atrás del asiento delantero. Se le cayó el teléfono.

Miró por el parabrisas y vio a Durless despotricando mientras el policía de la patrulla abría la puerta del conductor.

Al otro lado del parabrisas, el hombre calvo salió del Ford azul. Levantó una escopeta con la que apuntó directamente a Evan.

Capítulo 5

A tientas, Evan buscó las manillas de la puerta. No podía salir del coche, las cerraduras se controlaban desde el asiento delantero. Estaba atrapado entre la malla y el cristal.

El joven oficial saltó a la acera y se agachó mientras abría la puerta. El hombre calvo saltó sobre el capó del coche de policía y derribó al policía con dos golpes precisos en la sien con la culata de la escopeta. Bajó de un salto del capó y apuntó con la escopeta a través del cristal a Durless, que sangraba por un corte profundo en la nariz.

– ¡Es él! -gritó Evan-. ¡El tipo de mi casa!

Oía la voz de Carrie muy bajita llamándolo desde el teléfono que estaba en el suelo.

– Pon las manos donde pueda verlas -ordenó el hombre con voz sosegada-, no hagas estupideces.

Durless levantó las manos.

– Deja salir a Evan de la parte de atrás.

– Durless, ¡es él!

Durless saltó fuera del coche y aterrizó con la espalda en la hierba, sacó el arma de servicio con un rápido gesto y disparó. Falló y el hombre calvo lo golpeó con ambos pies en el pecho, poniéndole la cara morada. Luego dio una patada al revólver y lo lanzó al césped.

El calvo se inclinó y le asestó a Durless dos acertados golpes en la mandíbula.

Aquello duró apenas unos diez segundos.

Evan se balanceó sobre su espalda y le dio una patada a la ventana. Estaba reforzada. El cristal aguantaba.

– No es necesario -dijo el hombre calvo.

Evan bajó a gatas del asiento. Apoyándose en la parte del conductor, el hombre calvo estudió los mandos y desactivó los seguros traseros.

Inclinándose hacia delante, Evan empujó la puerta del lado del acompañante y la abrió. Pero el hombre había abierto ya la puerta del conductor y apoyaba la escopeta en la espalda de Evan. Éste se quedó helado.

– Ven conmigo -ordenó el hombre.

– Por favor, ¿qué es lo que quiere? -chilló Evan.

– Es por tu propia seguridad. Venga.

Evan sopesó qué debía hacer. Aquel hombre había despachado a un policía mucho más joven y a Durless con sorprendente facilidad. Puede que la policía hubiera escuchado el ataque por la radio. O tal vez lo hubiera hecho Carrie, y puede que llamara a emergencias e informase del ataque. O incluso podría haberlo hecho cualquier vecino que estuviera mirando por la ventana en aquel momento. La policía podía llegar en cualquier instante.

– No, no voy a ningún sitio.

– Maldita sea -dijo el hombre-. No he matado a esos policías, aunque podría haberlo hecho. ¿Crees que voy a matarte a ti?

– ¿Quién eres? -Evan habló más alto, quizá Carrie pudiera oír esta conversación. Tenía que darle información para que le ayudase-. ¿Qué quieres de mí?

– ¡Quiero que colabores, maldita sea! Si no vienes conmigo estarás muerto en un día. Te lo contaré todo, te lo prometo. Pero tienes que venir conmigo.

– ¡No! Primero dime de qué va todo esto. ¿De qué conoces a mi madre?

– Eso más tarde.

El hombre lo agarró por el pelo y lo sacó a rastras de la parte de atrás del coche. Luego, con aparente facilidad, le puso las manos alrededor del cuello, estrujando la quemadura de la cuerda. A Evan se le nubló la vista.

El calvo le levantó la mandíbula con el cañón de la escopeta y la apretó contra ella.

– No tengo tiempo para andarme con tonterías.

La culata estaba fría al contacto con el cuello, y Evan asintió. El hombre bajó la escopeta y empujó a Evan hacia su Ford.

– Tú conduces. Si intentas algo te disparo en la pierna y te dejo cojo de por vida.

Un coche que pasaba disminuyó la velocidad. Era un todoterreno Lexus conducido por una madre y un adolescente en el asiento del acompañante, que miraba al coche de policía en el jardín. El hombre calvo levantó la mano con la que no sujetaba la escopeta y saludó amistosamente. El Lexus salió a toda velocidad.

– Llamará a la policía. Tenemos poco tiempo -le explicó.

Evan se sentó en el asiento del conductor, con las manos temblorosas. El hombre se sentó a su lado. Apoyó la escopeta de manera que apuntaba al muslo de Evan.

– Están heridos.

– Respiran -respondió.

– Déjame verlos, para asegurarme de que están bien. Por favor.

– De eso nada. Vamos -le ordenó, empujándolo con la escopeta.

Evan bajó el coche del bordillo y salió rugiendo por el bulevar Shoal Vreek.

– Gira a la derecha -le indicó el hombre.

Evan obedeció.

– ¿Qué quieres de mí?

– Escúchame atentamente. Soy un buen amigo de tu madre y ella me pidió ayuda.

– Nunca te había visto.

– Tú no me conoces, pero tampoco sabes una mierda de tus padres.

– Si sabes tanto dime quién mató a mi madre.

– Un hombre llamado Jargo.

– ¿Por qué? -gritó Evan.

– No puedo explicártelo todo, lo haré una vez que nos calmemos. Iremos a una casa segura. Tuerce aquí a la derecha.

Evan giró hacia el sur y entraron en otra vía principal, la calle Durner. «Una casa segura. Un lugar donde los sicarios no pudiesen encontrarte.» Evan pensó que se había metido en una película de gánsteres. Sentía presión en la barriga y le dolía el pecho, como si le estuviesen retorciendo los músculos.

– ¿Les viste las caras? ¿Puedes identificarlos?

– Los vi, a los dos. Puede que uno de ellos fuera Jargo y el otro trabajara para él, no estoy seguro.

El hombre echó un vistazo por el parabrisas trasero.

– ¿Por qué querría ese Jargo matar a mi madre? ¿Quién es?

– El peor hombre que te puedas imaginar. Al menos el peor que yo puedo imaginarme, y mi imaginación es bastante enfermiza.

– ¿Quién eres tú?

– Me llamo Gabriel. -El hombre suavizó su tono-. Si quisiera matarte, te habría disparado en tu casa. Estoy de tu parte, soy el bueno. Tienes que hacer exactamente lo que yo te diga. Confía en mí.

Evan asintió, aunque le resultaba difícil poder confiar en aquel tipo.

– ¿Sabes dónde está tu padre? -preguntó Gabriel.

– En Sidney.

– No, donde está de verdad.

Evan negó con la cabeza.

– ¿No está en Sidney?

– Puede que Jargo haya dado ya con él. ¿Dónde están los archivos?

– ¿Archivos? ¿De qué demonios está hablando? -La voz de Evan estalló en un arranque de furia y frustración. Golpeó el volante-. ¡No tengo ningún maldito archivo! ¿Qué quiere decir con que ha atrapado a mi padre? ¿Quiere decir que lo han secuestrado?

– Piensa, Evan, y cálmate. Tu madre tenía una serie de archivos informáticos que eran muy importantes. Los necesito. -La voz de Gabriel se suavizó-. Los necesitamos, tú y yo, para detener a Jargo. Y para recuperar a tu padre sano y salvo.

– Yo no sé nada. -Las lágrimas le ardían en los ojos-. No lo entiendo.

– Ahora es cuando empiezas a confiar en mí. Necesitamos un vehículo nuevo. Aquella mujer ya habrá llamado a la poli, estoy seguro. Gira aquí.

Evan entró en un centro comercial. La última crisis económica había llegado hasta allí: la mitad de los escaparates estaban vacíos, los otros pertenecían a una tienda de segunda mano, una tienda de libros usados, un bar de tacos y un establecimiento familiar de material de oficina.

«Está lleno», pensó Evan.

Podría escapar. Pedir ayuda. En el aparcamiento no había demasiada gente, pero si Gabriel le dejaba aparcar cerca de una tienda podría entrar corriendo en ella.

– Demuéstrame que eres inteligente. -Gabriel miró a Evan fríamente-. Nada de correr, nada de chillar para pedir ayuda. Porque si me obligas, alguien podría resultar herido y no quiero que seas tú.

– Dijiste que eras el bueno.

– «Bueno» es un concepto relativo en mi trabajo. Estate quieto y callado, y no pasará nada.

Evan vigilaba el carril del aparcamiento. Dos mujeres que llevaban bolsas manchadas de grasa del bar de tacos se metían en una furgoneta, riendo. Una mujer mayor con un bastón iba cojeando hacia la tienda de suministros de oficina. Dos veinteañeras vestidas de negro miraban el escaparate de la tienda de segunda mano.

– No me pongas a prueba -amenazó Gabriel-. Ninguna de esta buena gente necesita problemas hoy, ¿verdad?

Evan sacudió la cabeza.

– Aparca al lado de esta belleza.

Evan detuvo el Ford al lado de un viejo Chevrolet Malibu gris.

– Yo no planeé que asesinaran a tu madre ni salvar tu culo de la policía en un coche que podría ser identificado. Levanta el capó, como si estuviésemos encendiendo la batería.

Gabriel salió del Ford, hurgó en la cerradura del Malibu con un gancho de metal, lo abrió y se agachó frente a la columna de dirección para hacer rápidamente un puente.

«Sal y corre.»

Evan abrió la puerta, pero Gabriel estaba de nuevo en el coche, con la pistola apuntándole a las costillas.

– ¿Qué parte no has entendido? Te dije que no me pusieras a prueba. Cierra la puerta.

Gabriel volvió a agacharse en el Malibu y puso de nuevo la cabeza bajo el volante.

«Deja una señal», pensó Evan.

Miró hacia el volante: los dedos. Presionó las yemas de los dedos contra el volante. Después puso el dedo índice y luego el dedo corazón en el cenicero y en el frontal de la radio. No sabía qué más hacer, era el único rastro que podía dejar.

Gabriel le hizo un gesto con el arma. Evan entró en el coche y se puso detrás del volante. El interior olía a batido estropeado por el sol, y en el asiento de atrás había un montón de ejemplares amarillentos de Southern Living.

Gabriel volvió al Ford y lo limpió rápidamente. A Evan se le encogió el corazón: Gabriel pasaba un paño por el volante, por las manillas y por las ventanas. Era rápido y eficiente.

Pero no lo pasó por la radio.

Gabriel dejó las llaves del Ford puestas y luego entró en el Malibu. Se deslizó en el asiento del pasajero a su lado y sacudió los restos de batido. Evan salió del aparcamiento, lenta y tranquilamente, y se unió a la oleada del tráfico de la calle Burnet.

Del asiento de atrás, Gabriel pescó una gorra de béisbol. Se la ajustó bien a la cabeza a Evan y le colocó sobre la nariz un par de gafas de sol de mujer que estaban en el asiento del medio.

– Tu cara estará en todos los informativos esta noche.

Los labios de Gabriel eran una línea fina y pálida; vio por primera vez que le había dejado a Gabriel un cardenal en la mandíbula cuando le había dado el puñetazo.

– Preferiría que nadie pudiera reconocerte.

– Por favor, escúchame. Mi madre no tiene tus archivos, sea lo que sea lo que este Jargo o tú queráis. Esto es un tremendo error.

– Evan, nada en tu vida es lo que parece -repuso suavemente Gabriel.

La frase no tenía sentido, pero empezó a pensar que tal vez sí lo tendría. Que su madre hiciese las maletas para un largo viaje secreto, que sin más explicaciones le pidiera que volviera a casa inmediatamente. Que su padre no estuviese donde se suponía que debía estar. Carrie, que había desaparecido esta mañana, había dejado el trabajo y le había advertido que volviese a Houston. Le había dicho que corría peligro. ¿Cómo podía saber ella que su vida acababa de desmoronarse?

– Coge aquí la autopista. Dirígete hacia la 71 oeste.

Evan se incorporó con cuidado en la MoPac, la autopista norte-sur más importante de la zona oeste de Austin, y aumentó la velocidad a más de noventa kilómetros por hora. Después de veinte minutos la MoPac se unió a la autopista 71, que llevaba hasta la agitada zona de Hill Country.

– Dijiste que me explicarías la situación. -Gabriel no apartaba la mirada del tráfico-. Me lo prometiste.

Evan pisó el acelerador hasta superar los cien kilómetros por hora. Estaba cansado de que lo acosaran. Una furia repentina le quemaba la piel.

– Cuando estemos instalados.

– No, ahora. O estrello el coche.

Hablaba en serio: bastaba con salirse de la carretera y dejar que las cercas de alambre de las propiedades arrancasen el lado del copiloto, dejando el Malibu tan destrozado que nadie podría volver a conducirlo.

Gabriel frunció el ceño, como si estuviese decidiendo si seguirle la corriente.

– Bueno, quizá…

– Lo haré.

– Tu madre poseía ciertos archivos que podían perjudicar mucho a algunas personas, gente poderosa. Tu madre quería que yo la ayudara a salir del país a cambio de entregarme esos archivos.

– ¿Quién? ¿Qué personas?

– Es mejor para ti que no conozcas los detalles.

– Yo no tengo esos archivos.

Evan adelantó a una camioneta a toda velocidad. A pesar de que corría como un loco, no lograba llamar la atención de ningún oficial de policía de Austin. El tráfico no era denso y los pocos coches que dejaba atrás en su carrera se apartaban amablemente al carril de la derecha.

– Creo que sí los tienes -dijo Gabriel-, pero no lo sabes. Baja la velocidad y conduce despacio si quieres saber más.

Gabriel le dio un pequeño empujón con la escopeta a Evan en el riñon.

– Dime todo lo que sabes sobre mi madre. ¡Ahora! -Evan pisó a fondo el acelerador-. Dímelo gilipollas, o nos matamos los dos.

Lo último que vio Evan fue el velocímetro marcando más de ciento cuarenta cuando Gabriel le dio un puñetazo en la cabeza, enviándolo contra la ventana del conductor, y todo se puso negro.

Capítulo 6

En la vida de Steven Jargo, la palabra «fracaso» era poco frecuente, y despreciaba la sensación de pánico que acompañaba a muchos cuando cometían un error. El trabajo iba bien o mal; no había término medio. El pánico era una debilidad, una muestra de falta de preparación y de valor, un veneno para el corazón de cualquiera. La última vez que había sentido miedo fue cuando cometió su primer asesinato, pero aquella sensación pronto se disipó, como el humo en la brisa.

Sin embargo, ahora, mientras corría, notaba una sensación parecida. Tenía arañazos en las manos tras deslizarse por el tejado de la casa de los Casher, huyendo de los disparos en la cocina, que le habían impedido borrar el disco duro del ordenador. Había caído en el césped fresco, sobre los rosales de Donna Casher. Las espinas le rasgaron las manos mientras veía a Dezz salir corriendo por la puerta de atrás; el silbido de las balas los acompañó mientras ambos se retiraban a su coche, que estaba aparcado una calle más allá. El ruido alertó a la policía, y los polis siempre conducen más rápido en los barrios ricos.

Jargo había alquilado ayer un apartamento vacío en Austin con un nombre falso y había pagado en efectivo. Quizá no era seguro, pero no tenía otro sitio donde ir.

– Por lo menos, uno de ellos.

Dezz respiraba con dificultad mientras Jargo conducía unos treinta kilómetros por encima del límite de velocidad hasta un vecindario tranquilo y marchito situado en la parte este de la ciudad.

– Cabeza afeitada. De tu edad. Con aspecto de mexicano. Es todo lo que vi. -Dezz se tocó la cabeza para asegurarse de que una bala no le había pellizcado el cráneo. Revolvía un caramelo en la boca, mascando rápido-. No lo reconocí. Vi un Ford azul en la calle. Matrícula XXC, el resto no lo vi. Era una matrícula de Texas.

– ¿Evan recibió algún disparo?

– No lo sé. El atacante disparó hacia donde estaba. La cuerda casi lo había matado. ¿Borraste los archivos del sistema?

– Ella ya había sobrescrito el sistema. No iba a dejar nada para que lo encontrásemos en caso de que apareciésemos.

Dezz se apoyó en la ventana del coche.

– Ese cabrón hizo que me meara de miedo. Si lo vuelvo a ver está muerto.

Luego Dezz, que era pequeño pero fuerte y tenía una mirada como si sufriera fiebre, dijo:

– ¿Qué demonios hacemos, papá?

– Luchar contra ellos.

Jargo aparcó al lado del apartamento y todavía miraba por el espejo retrovisor para asegurarse de que no los seguían.

– Evan no nos vio.

– Pero tenía los archivos en su ordenador -dijo Jargo-. Él lo sabe.

Subieron corriendo y Jargo hizo dos llamadas. En la primera no saludó siquiera, se limitó a dar breves indicaciones de cómo llegar al apartamento, escuchó una confirmación y luego colgó. Luego llamó a una mujer que utilizaba el nombre en clave de Galadriel. Tenía en nómina a un grupo de expertos en ordenadores y los llamaba sus elfos, por la magia que podían utilizar contra servidores, bases de datos y códigos. Galadriel (el nombre se debía al de la reina de los elfos de Tolkien) era una antigua experta en ordenadores de la CIA. Jargo le pagaba diez veces más de lo que le había pagado el gobierno.

Le dio a Galadriel la descripción de Dezz sobre el atacante y la matrícula del Ford azul, le pidió que buscase coincidencias en su base de datos. Ella dijo que lo volvería a llamar.

Jargo se puso una loción antibacteriana en sus manos rasgadas y miró por la ventana a dos jóvenes madres caminando bajo el sol, con sus bebés, dándose el gusto de cotillear sobre cosas frívolas. Austin abrazaba aquel precioso día de primavera, un día para observar cómo unas preciosas madres elevan sus rostros al sol, no un día de muerte y dolor en el que todo su mundo se desintegraría. Estudió la calle. No había ningún coche aparcado con ocupantes dentro. Algunos viandantes se dirigían a una pequeña tienda de ultramarinos del barrio. Observó si alguien lo estaba mirando.

Iba a tener que llamar a Londres enseguida. Le habían mentido, y no estaba contento.

– Los archivos desaparecieron -dijo Dezz-. Si Evan está vivo no puede hacernos daño.

– Si Evan los tenía en el ordenador supongo que los habrá visto -adujo Jargo-. Puede dar nombres. Es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

Dezz se sentó en el sofá del apartamento. Daba vueltas a la Game Boy en sus manos. El aparato estaba cerrado. En la boca, jugaba con tres caramelos. Jargo se dio cuenta de que estaba enfadado y nervioso: lo habían interrumpido cuando estaba a punto de matar a alguien. Sin duda descargaría esa furia contenida contra la próxima persona que encontrara.

Se sentó junto a Dezz.

– Cálmate. Hicimos bien en escapar. Era una emboscada.

– Me pregunto quién le diría al tío de la escopeta que estábamos allí.

Dezz movía de un lado a otro el jarabe del caramelo en la boca.

Jargo fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Evan se parecía a su madre; no resultaba fácil matarlo. Pensó en la preciosa cara de Donna Casher, y en que no debería de haberla dejado aquellos dos minutos a solas con Dezz, mientras él iba en busca de su ordenador. Pensó en cómo le había dicho a Donna «Lo siento» después de matarla. Dezz necesitaba más autocontrol.

– Por las maletas deduzco que su madre le había dicho que tenían que huir. Sin duda, los archivos estaban en el ordenador de Evan, y ésa era la razón por la que tenían que huir. Tenía que ponerle un cohete en el culo para hacer que viniese rápido a casa. Deberías haber cogido su portátil.

Dezz abrió la Game Boy y jugueteó con los botones. Jargo lo dejó, aunque el ruidillo del juego le resultaba muy molesto. El opiáceo electrónico y la mejilla llena de caramelos calmaron al muchacho.

– Lo siento. Eso hubiese significado recibir un tiro. No importa, los archivos han desaparecido.

– Si Evan habla con la policía -dijo Jargo- estamos jodidos.

– No tiene pruebas. No nos vio las caras. Pensarán que se trataba de un robo.

La radio comenzó a contar una historia sobre dos policías que habían sido atacados y un testigo de un homicidio que había sido secuestrado. Dezz cerró la Game Boy. El reportero dijo que habían sido golpeados y estaban heridos, y dieron la descripción de Evan Casher y de un agresor calvo.

Jargo tamborileaba los dedos contra su vaso.

– Evan está vivo y nuestro amigo le dejó hablar con la policía antes de volver a atraparlo. Me pregunto por qué.

Dezz desenvolvió otro caramelo.

Jargo le quitó el caramelo de la mano de un manotazo.

– Mi teoría es que Donna sabía que estaba en peligro y contrató a alguien para que la protegiera. Ése es el que nos atacó. -Miró a Dezz con firmeza-. ¿Estás seguro de que no te reconoció mientras la seguías?

– Claro que no me reconoció, tuve mucho cuidado.

– Te dije que no la subestimases.

– No lo hice. Pero si este tipo es sólo un gorila a sueldo, ¿por qué vuelve para llevarse a Evan? Quien le pagaba estaba muerta. No tenía ninguna necesidad de arriesgar el cuello.

Jargo frunció el ceño.

– Ésa es una muy buena pregunta, y bastante inquietante, Dezz. Está claro que cree que Evan tiene algo que él quiere.

Dezz parpadeó.

– Entonces, ¿qué le decimos a Mitchell de su mujer? ¿O simplemente lo matas y no te molestas en darle explicaciones?

– Le diremos que llegamos tarde para salvarla. Que un asesino a sueldo la mató a ella y secuestró a su chico. Mitchell estará destrozado… será fácil de manipular.

Dezz se encogió de hombros.

– Vale. ¿Siguiente paso?

– Pensar a quién le pudo pedir ayuda Donna. Si le encontramos, encontraremos a Evan, y entonces le diremos que podemos llevarlo directamente a su padre. Es la distancia más corta entre dos puntos.

Llamaron a la puerta. Dos golpes secos rápidos y luego otros dos más despacio. Dezz caminó hacia la puerta pistola en mano.

El patrón se repitió y luego una voz dijo «Galletas de las exploradoras».

Dezz abrió la puerta. Esbozó una gran sonrisa.

– Hola exploradora.

Carrie Lindstrom entró, con la cara cansada y su cabello oscuro recogido en una cola de caballo; llevaba un pantalón vaquero y una camiseta metida por dentro. Miró alrededor y preguntó:

– ¿Dónde está Evan?

Jargo la sentó y le contó lo que había ocurrido, describió al calvo según informaron en las noticias y según la ojeada fugaz de Dezz.

– ¿Reconoces al tío?

– No, Evan no conoce a nadie que encaje con esa descripción, al menos en Houston.

Jargo la miró con dureza.

– Carrie, se suponía que tenías que encontrar esos archivos si Evan los tenía. Estaban en su ordenador. Yo mismo los vi. No hiciste tu trabajo.

– Lo juro…, no estaban allí.

A Jargo le gustaba ver el miedo en sus ojos.

– ¿Cuándo los buscaste por última vez?

– Anoche. Fui a su casa, él estaba viendo una película y bebiendo vino. Le pregunté si podía mirar mi correo electrónico. Dijo que sí. Miré pero no había archivos nuevos en el sistema. Lo juro.

– ¿Pasaste la noche con él?

– Sí.

– ¿Te lo follaste bien? -preguntó Dezz con un tono de diversión en la voz.

– Cállate Dezz -dijo ella.

– Entonces, ¿cómo se escapó de ti en Houston? -le preguntó Jargo.

– Fui a buscar el desayuno. Paré al lado de mi casa; al volver había un tráfico tremendo. Cuando llegué a su casa ya se había ido. Dejó un mensaje en mi contestador diciendo que le había surgido una emergencia y se había marchado.

– Hoy accedí a tu buzón de voz. Escuché el mensaje que te dejó.

A Carrie le temblaba la mandíbula.

– ¿Entraste en mi buzón de voz? No confías en mí.

– Carrie. Esta mañana estuve por lo menos dos horas sin saber nada de ti. Si no hubiese marcado tu buzón de voz no hubiera sabido que Evan se dirigía a Austin y que Donna podía escaparse. Gracias a Dios que lo hice. Su calle es difícil de vigilar y al parecer contrató a un gorila para ayudarla a escapar. Por culpa tuya hoy he perdido una hora preciosa.

– No comprobé mis mensajes. Lo siento. Yo…

– Los archivos que encontré estaban en el sistema de Evan desde esta mañana -dijo Jargo-. Así que te creo. Tienes suerte.

– Dijiste que pondrías a Evan y a su madre a salvo -dijo Carrie.

– Estás perdiendo la perspectiva -dijo Dezz-, dormir con él no fue una buena idea.

– No seas mamón. -Se giró hacia Jargo-. ¿Dónde está?

– Lo han secuestrado.

– ¿Matasteis a su madre? -Su voz era débil.

– No, ya estaba muerta cuando llegamos. Evan entró, nosotros lo redujimos y buscamos su portátil. Encontramos los archivos y los borramos. Pero entonces nos atacaron y supongo que fue el asesino de Donna, que volvió a la escena por alguna razón.

Jargo observaba su cara para ver si se tragaba la mentira.

Ella cruzó los brazos.

– ¿Quién se lo habrá llevado?

– Cualquiera que supiera que su madre tenía los archivos. Debió de intentar llegar a un acuerdo sobre ellos con la gente equivocada.

– Evan no sabe nada -dijo ella.

– Creo que te ha tomado el pelo. Su madre le envió esos archivos esta mañana y él los vio, sabe que en realidad no eres su querida novia. -Jargo detuvo el impulso de pegarle, de arruinar esa cara perfecta de porcelana, de lanzarla directamente por esa ventana de cristal-. Se deshizo de ti y escapó, y tú le dejaste porque eres tonta del culo, Carrie.

Ella abrió la boca, como si fuese a hablar, y luego la cerró.

– Carrie, te doy una última oportunidad. ¿Me estás contando todo lo que sabes? -preguntó Jargo.

– Sí.

– ¿Lo llamaste esta mañana? -dijo, como si en realidad ya lo supiese.

– No -respondió ella-. ¿Vamos a ir tras él o no?

Jargo la observaba. Estaba decidiendo qué decir.

– Sí, porque la otra posibilidad es que sea la CIA quien haya atrapado a Evan. Ellos tienen más que perder. Tenían todas las razones para matar a su madre -dejó que las palabras se asentasen en la mente de ella-, igual que mataron a tus padres, Carrie.

El rostro indiferente de Carrie no se alteró.

– Tenemos que recuperar a Evan.

– Eso es mucho pedir -añadió Dezz-, si la CIA lo tiene nunca lo encontraremos.

– Lo más preocupante es que la agencia matase a Donna -dijo Jargo-, y que la agenda del caballero que atrapó a Evan fuera completamente distinta. Me parece que estamos luchando contra dos frentes.

Carrie abrió la boca y luego la cerró sin decir nada.

– Estás preocupada por él -apuntó Dezz.

– Tan preocupada como lo estás tú por un perro que se ha perdido -dijo Carrie-, el perro de un vecino, no el tuyo.

– Bueno, veamos si Galadriel puede conseguir alguna pista del calvo o de Evan y saber por dónde navegan.

– Si la CIA tiene los archivos debemos huir -dijo ella.

Dezz la agarró por el cuello, y lo apretó con los dedos, moldeando la carne alrededor de la carótida y de la yugular como si fuera plastilina.

– Si hubieses hecho tu trabajo y lo hubieses mantenido en Houston esto no habría ocurrido.

– Suéltala, Dezz -ordenó Jargo.

Dezz la soltó y se lamió los labios.

– No te preocupes Carrie, todo está perdonado.

El teléfono móvil de Jargo sonó. Se fue a otra habitación para hablar y cerró la puerta tras él.

Carrie se acurrucó en el sofá.

Dezz se inclinó sobre ella y le dio un masaje en el cuello para devolverle la sensibilidad.

– Te estoy vigilando, cielo. La has jodido.

Ella le apartó la mano de un manotazo.

– No es necesario.

– Te ha calado hondo, ¿verdad? -dijo Dezz-. No lo entiendo, no es más guapo que yo, tengo un trabajo remunerado, comparto mis caramelos. De acuerdo, nunca me han nominado a los Óscar, pero joder, lo tuyo era un simple papelito.

– Él era un trabajo, nada más.

Carrie se puso de pie, fue hasta la barra de la cocina y se sirvió un vaso de agua.

– Te gustaba jugar a las casitas -continuó Dezz-, pero el juego se acabó. Si ha visto esos archivos es hombre muerto, y ambos lo sabemos.

– No, si se lo hacemos entender. Si puedo hablar con él.

– Convertirlo en ti -dijo Dezz-. Los «Fabulosos Vengadores de Padres». Un buen título para una comedia.

– Puedo hacer que colabore. Puedo hacerlo.

– Eso espero -añadió de inmediato Dezz-, porque si no lo haces lo mataré.

Capítulo 7

«Mi corta y dulce vida ha terminado», pensó Carrie.

Dejó a Dezz jugando a la Game Boy y entró en la habitación de Jargo. Estaba al teléfono, hablando con sus elfos, los expertos que trabajaban para él. Eran unos maestros en localizar información, entrar en bases de datos privadas y destapar valiosos recursos para ayudar a Jargo a encontrar lo que quería. Las matrículas del Ford eran un callejón sin salida; lo habían robado en Dallas entre la medianoche y las seis de la mañana de hoy, así que los elfos se habían concentrado en investigar el historial del teléfono de Casher, sus cuentas, tarjetas de crédito y demás, buscando algún indicio sobre el salvador de Evan Casher.

Tras la puerta cerrada del baño, Carrie se lavaba y estudiaba su rostro mojado en el espejo. No existían fotos suyas como Carrie Lindstrom, excepto la de su pasaporte falso, la del permiso de conducir y una instantánea que Evan le sacó antes de que pudiese detenerlo, mientras bebían un día de Año Nuevo excepcionalmente cálido en un bar junto a la playa en Galveston. Esa chica con la cerveza en la mano pronto habría muerto. Cuando los elfos encontrasen a Evan, su próximo trabajo sería adoptar una personalidad nueva. Le gustaba el nombre de Carrie, de hecho era su propio nombre, pero lo había utilizado, así que Jargo le haría utilizar otro nuevo.

Hacía ochenta y nueve días que había conseguido colarse en la vida de Evan. Las instrucciones de Jargo eran simples y claras:

– Ve a Houston y acércate a un hombre llamado Evan Casher. Quiero saber qué películas planea hacer. Eso es todo.

– ¿No podía simplemente entrar en su casa y buscar los archivos en su ordenador?

– No. Acércate a él. Si lleva tiempo, que lleve tiempo. Tengo mis razones.

– ¿Quién es, Jargo?

– Es sólo un proyecto, Carrie.

Así que cogió una habitación en un hotel cerca de la Gallería, en las afueras del corazón de Houston. Jargo le dio un carné de identidad falso por el que se llamaría Carrie Lindstrom, y comenzó a seguir a Evan, trazando un plano de su mundo.

Se acercó a su cafetería favorita, un antro tranquilo que pertenecía a una cadena llamada Joe's Java. La primera semana lo estuvo vigilando; fue allí tres veces. La segunda semana apareció dos veces más por Joe's, y una de ellas cogió un café para llevar por si acaso él también lo hacía. Al día siguiente llegó una hora antes que él y se sentó en el extremo opuesto del café; entre las manos tenía un libro gordo de tapas blandas sobre historia del cine que había estudiado para poder entablar conversación con él. Prefería sentarse cerca del enchufe, donde él pudiese conectar su portátil. Nunca lo vio con una cámara, sólo frunciendo el ceño frente al ordenador, escuchando con los cascos; supuso que tenía problemas editando una película.

Carrie lo observaba. Su vida parecía aburrida; se pasaba la mayor parte del tiempo trabajando, yendo a ver películas o en su casa. Era un año o dos mayor que ella. Tenía el pelo castaño claro tirando a rubio, un poco largo y desgreñado, y tenía el hábito inconsciente de pasarse la mano por él cuando estaba muy concentrado. Llevaba un pequeño aro en la oreja izquierda, pero no más joyas. Era guapo, pero parecía no darse cuenta de ello. Vio a otras dos mujeres fijarse en él en la cafetería, una de ellas le echó una audaz ojeada de reconocimiento mientras pasaba por su lado y Evan, enfrascado en su trabajo, con la mano enganchada en el pelo, no se había dado cuenta. No se afeitaba a diario si no tenía que hacerlo, y estaba al límite de ser demasiado mayor para su vestuario, que parecía invariablemente formado por vaqueros gastados y camisas viejas de moda, zapatillas de deporte de botina y sandalias. Evan miraba a los fumadores que estaban fuera del café expulsando el humo, tal vez había dejado de fumar. Ponía cuidado en pasar la mayor parte del tiempo leyendo, sin mirarlo, para no ser demasiado evidente. Funcionaría mejor, mucho mejor, si era él quien daba el primer paso. Y así fue.

– ¿Estás leyendo a Hamblin? No es muy bueno -le dijo.

Ella se hallaba sentada a una mesa de mármol, cerca de la barra, y él estaba en la cola para rellenar el plato con asado francés.

Carrie contó hasta diez para sí, levantó la vista y lo miró.

– Tienes razón. El libro de Callaway es mejor.

Dijo esto confiando en que él estaría de acuerdo. Dos noches antes lo había seguido mientras iba solo al teatro de River Oaks, una sala de cine de autor cercana a su casa. Luego entró a escondidas en su patio trasero, desactivó el sistema de la alarma electrónica con un programa de descodificación desde su PDA, abrió la cerradura de la puerta con una ganzúa que había pertenecido a su padre, estudió su biblioteca de libros sobre cine, y advirtió que el de Callaway era el más gastado y que parecía guardarlo como un tesoro; catalogó los DVD que tenía, buscó sus debilidades. Sólo había dos botellas de cerveza en la nevera y una botella de vino sin abrir, no había marihuana, ni coca ni porno. La casa estaba limpia, pero no parecía un obseso del orden. Su interés se centraba en su trabajo y su casa reflejaba ese enfoque simple.

No tocó su ordenador ni sus libros de notas. Eso ya llegaría. Cerró la puerta con llave, volvió a activar la alarma y se marchó.

– Sí, Callaway mola. ¿Estudias cine? -preguntó Evan.

El tipo que estaba delante de él en la cola avanzó un espacio, pero Evan, que era el último de la cola, se quedó quieto.

– No, es sólo afición.

– Yo soy director de cine -dijo él, intentando que no pareciese que estaba alardeando o tratando de ligársela.

– ¿En serio? ¿Películas para adultos? -preguntó de manera inocente.

– No, no.

Era su turno para pedir el café y le dio la espalda al hacerlo.

«No ha funcionado», pensó Carrie.

Se equivocaba: Evan hizo el pedido al camarero y dio cinco pasos atrás hasta volver a su mesa.

– Hago documentales. Por eso no me gustan los libros de Hamblin. Nos concede poca importancia.

– ¿De verdad? -y esbozó una sonrisa de educado interés.

– Sí.

– ¿He visto alguna de tus películas?

Le dijo los títulos y ella elevó la mirada cuando mencionó El más mínimo problema.

– La vi en Chicago -dijo ella-. Me gustó.

Él sonrió.

– Gracias.

– Sí. Compré la entrada, ni siquiera intenté colarme desde otra sala.

Él se rió.

– Vaya, mi bolsillo te lo agradece.

– ¿Estás haciendo otra película ahora?

– Sí, se llama Farol. Trata de tres jugadores que forman parte del circuito profesional de póquer.

– Entonces, ¿estás en Houston para filmar?

– No, todavía vivo aquí.

– ¿Por qué no te mudas a Hollywood?

– ¿Hay alguna diferencia? -preguntó él riéndose.

Ella también se rió.

– Bueno, encantada de conocerte. Buena suerte con tu película.

Se puso de pie y se dirigió a la barra para pedir un café con leche recién hecho.

– Yo invito -dijo él rápidamente-, si me permites. Al fin y al cabo compraste una entrada. Sólo trato de ser justo.

Ella lo miró y le dejó pagarle el café con leche y luego se sentó cerca de él preguntándose: «¿Por qué demonios está Jargo interesado en este tío?».

Hablaron durante una hora de las películas que les gustaban y de las que odiaban. Cuando terminaron, ella le dio su número de móvil.

La llamó al día siguiente y esa noche ambos cenaron en un restaurante tailandés que a él le encantaba. Ella era nueva en la ciudad, así que no podía sugerir que tenía un lugar favorito al que ir. Sospechaba que Evan era la clase de hombre que sentía pena por su soledad y a la vez admiraba sus agallas por mudarse a una ciudad donde no conocía a nadie. Hablaron de baloncesto, de libros, de cine y evitaron tratar de su vida personal. Carrie le dijo que estaba pensando en graduarse en inglés y le dijo que vivía de un fondo de inversiones, aunque se mantuvo imprecisa a propósito de su situación. Intentó pagar la cena, pero él deslizó la cuenta hacia su lado de la mesa y sonrió diciendo:

– Recuerda que tú compraste una entrada.

A Carrie le gustaba. Pero tras dos citas más durante los siguientes cinco días, se encontró con un obstáculo: no hablaba sobre lo que le importaba a Jargo, sus futuras películas.

Antes de volver a Houston, Carrie vio en DVD sus dos películas. Él sólo hablaba de esas películas cuando ella le preguntaba. Nunca mencionaba su nominación al Óscar por El más mínimo problema, algo que a ella la impresionaba mucho más que tal distinción.

En su cuarta cita, en un pequeño restaurante italiano, vio a Dezz observándolos, solo en la barra, bebiendo una copa de vino tinto y fingiendo leer el periódico. Jargo la observaba a través de él. Dejaron la comida a medias.

– ¿Te encuentras mal? -preguntó Evan menos de medio minuto después de que Dezz pasase al lado de la mesa.

Aquello hubiera sido mucho más fácil si hubiese sido el típico hombre ensimismado. Pero, cuando no estaba inmerso en su trabajo, Evan parecía advertir cualquier detalle en su comportamiento.

– No. Vi a un hombre que me recordó a alguien que conocía. Un recuerdo desagradable.

– Entonces no insistamos en ello -le dijo.

Diez minutos después Evan le preguntó por su familia. Ella decidió no alejarse mucho de la verdad.

– Están muertos.

– Lo siento.

– Un robo. Les dispararon a los dos, hace un año.

Se puso pálido de la impresión.

– Dios, Carrie, eso es terrible. Cuánto lo siento.

– Ahora ya lo sabes -le dijo-, pero me gustaría hablar de otra cosa.

– Desde luego.

Llevó la conversación de nuevo a terreno seguro, resolviendo así su torpeza. Carrie veía verdadera ternura en su forma de mirarla y pensó: «No, no hagas eso, me haces sentir como si estuviese utilizando sus muertes. No había planeado contártelo, no sé por qué lo hice». Tenía miedo de que su curiosidad de narrador lo impulsara a visitar la página web del Chicago Tribune y buscar allí su nombre o un relato de los asesinatos. Cuando aquello sucedió, ella tenía un apellido distinto. No habría ninguna Carrie Lindstrom cuyos padres hubieran muerto en un robo. Había cometido un error, aunque si él no husmeaba no habría problema.

Volvieron a su casa, vieron una película y bebieron vino. Sabía que dormiría con él; era el momento de cerrar el trato, de entrar más en su vida. No tenía una novia estable; había habido una mujer el año pasado, otra directora de cine llamada Kathleen que lo había dejado por otro y se había mudado a Nueva York. Sólo había mencionado a Kathleen una vez, lo que Carrie consideraba una sana decisión. Evan parecía un poco solitario, pero no necesitado, podía tenerlo vigilado para Jargo, cualquiera que fuese la razón. Pero albergaba también dudas.

Jargo ya le había mandado una vez, seis meses atrás, que se acostara con un hombre, un oficial de policía colombiano de alto rango, casado, de cuarenta y muchos años. Pero no lo hizo.

En lugar de eso, le dejó que la conquistase en un bar de Bogotá, volvieron a su pisito de soltero, lo besó y le echó una droga en la cerveza para dejarlo inconsciente. Se desmayó mientras la besaba. Desvistió al oficial, le dejó creer que había consumado su noche y lo miró dormir. Mientras tanto, Dezz entró en la casa y registró el despacho. Dos semanas más tarde leyó una noticia sobre unos oficiales de policía que habían sido arrestados por trabajar para cárteles de droga. Jargo nunca le preguntó si se había acostado con el oficial; supuso que lo había hecho, que estaba dispuesta a prostituirse.

Con Jargo nunca sabías en qué parte de la línea entre la luz y la oscuridad te iba a dejar caer.

Pero esto. Esto no podía fingirlo.

«Todo irá bien -se decía a sí misma-. Es agradable y guapo, y le gustas. Aunque sería más fácil si lo odiase, porque esto sólo haría que lo odiase más.» Advirtió aquello rápidamente cuando sus labios se encontraron: sus besos eran tiernos y lentos. Se separó de él cuando deslizó su mano sobre el pecho, y le agarró el pelo entre los dedos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Nada.

Él se echó hacia atrás.

– No estás preparada.

– Piensas demasiado.

Lo besó intensamente de nuevo, deseando que no se preocupase y que ella misma no respondiese a su tacto, a su lengua. «Es sólo un trabajo.»

Lo besó otra vez, pero luego se detuvo.

– Dime qué te ocurre.

«Dios, si pudiese… Pero nunca, nunca lo haré.»

– No me pasa nada, salvo que todavía no me has llevado a la cama.

La mentira lo tranquilizó. Sonrió, la cogió del sofá y la tumbó en su cama; no era como el policía militar de Colombia. Durante los largos y oscuros días del año anterior había pensado que nunca se sentiría feliz de nuevo sin tener que fingir. Pero en lugar de ser una terrible traición a sí misma, la noche con Evan le rompió el corazón.

«Es sólo un trabajo, Carrie.»

A la mañana siguiente llamó a Jargo y le dijo que Evan y ella eran amantes.

– No tengo competencia -dijo en un tono rotundo-. Me está dedicando mucho de su tiempo.

– ¿Habla de sus películas?

– No. Dice que si habla mucho sobre una película ya ha contado la historia, y entonces pierde todo interés por hacerla.

– Busca en su ordenador, en sus libros de notas.

– No es de los que toman notas. -Hizo una pausa-. Sería útil saber exactamente lo que estoy buscando.

– Tú limítate a averiguar qué proyectos tiene en mente. Fóllatelo lo suficiente y te lo dirá. Es un hombre como otro cualquiera. Le gusta follar y hablar de su trabajo. Los hombres somos así de aburridos -dijo Jargo.

Carrie intentó imaginar a Jargo realizando cualquiera de esas actividades, pero fue incapaz.

Volvió a la cama de Evan y se centró en él con la misma energía que ponía en sí misma, sintiéndose a un tiempo culpable y mareada.

– ¿Por qué no me hablas de tu próximo proyecto? -le preguntó una tarde después de lograr que dejase de editar vídeos y fuera con ella a la cama.

– Tengo que editar Farol. Está hecha un desastre. Ni siquiera puedo pensar en mi próxima película.

Le pasó una mano por el pecho, por su liso vientre. Le pellizcó la carne por debajo del ombligo con la punta de los dedos.

– No te preocupes. Sólo me interesan tus ideas. -Le dio un golpecito en la frente y utilizó la frase que se había convertido ya en su broma particular-: No te preocupes, compraré una entrada.

Esbozó la sonrisa más cálida que pudo.

Podía ver en su rostro la decisión de cambiar un viejo hábito. Se recostó hacia atrás.

– Bueno, un tío de la CBS me habló de hacer una biografía de Jacques Cousteau. Podría tenerlo en la CBS o en el Discovery Channel en apenas cinco minutos. Sería bueno para mi cuenta corriente, pero no estoy seguro de que sea el movimiento correcto para mi carrera.

– Entonces ni pensarlo.

Carrie vio cómo decidía confiar en ella, cómo poco a poco la sonrisa cruzaba su cara.

– Es extraño. China es comunista, pero todavía hay millonarios en Hong Kong. Creo que sería una historia que valdría la pena.

– China… Demasiado lejos. Te echaría de menos.

Evan la besó.

– Yo también te echaría de menos. Podrías venir conmigo. Ser mi ayudante sin cobrar un sueldo.

– El trabajo de mis sueños -dijo ella-. Entonces, ¿quién es el afortunado sujeto en China?

Pensó que ésta podía ser la razón del interés de Jargo. Tal vez Evan hubiera centrado su atención en un alto cargo de Beijing que le llenaba los bolsillos a Jargo. Pero ¿cómo demonios iba Jargo a saberlo?

– Hay un financiero en Hong Kong llamado Jameson Wong que puede ser un personaje interesante. Perdió todo su dinero en negocios algo turbios y, en lugar de reconstruir su fortuna, se convirtió en un importante activista contra el gobierno comunista. Un hombre de negocios convertido en defensor de la libertad.

Ella arrimó la cabeza contra su pecho. Mañana traicionaría sus confidencias, informaría sobre todo su mundo. China. Y aquel tipo: Jameson Wong. Ése era el punto de interés.

– Yo compraría una entrada. Eres mi director favorito.

– A menos que haga el otro proyecto -dijo-, aunque creo que es una idea sin salida.

Ella mantuvo la cabeza junto a su pecho.

– ¿Qué otra idea?

– Sobre un interesante caso de asesinato en Londres, hará unos veinticinco años.

– ¿A quién asesinaron?

– A un tal Alexander Bast. Era un tipo excéntrico, estaba muy interesado en la escena artística, en dormir con jóvenes estrellas, y era famoso por sus fiestas. Al igual que Wong, lo perdió todo en un escándalo de drogas en uno de sus clubes. Luego alguien le metió dos balas.

– Pensaba que preferías que tus personajes siguieran vivos.

– Y así es. La gente muerta no habla bien delante de la cámara -dijo con una suave risa-. Había pensado en combinar ambas historias. Comparar y contrastar dos vidas totalmente distintas, encontrar un hilo común que nos dé una visión del éxito y del fracaso.

Carrie notó en su voz cómo se emocionaba.

– Pero puede que no sea lo suficientemente comercial.

Ella acercó su rostro al de él.

– No te preocupes por eso, haz la película que tú quieras hacer.

– Sé lo que quiero hacer ahora mismo.

La besó e hicieron el amor de nuevo. Al cabo, él decidió echar una cabezadita y ella se levantó de la cama para ir a lavarse la cara.

Durante los días siguientes, no mencionó a Jargo nada sobre Jameson Wong, Alexander Bast o Jacques Cousteau. Al cabo de una semana, tras aparcar el coche en un Krispy Kreme [1], llamó a Jargo desde un teléfono que guardaba en un bolsillo bajo el asiento del conductor, y del que Evan, obviamente, no sabía nada.

– Está totalmente centrado en editar su película.

– Sigue encima de él. Si se compromete para otra película quiero saberlo de inmediato.

– De acuerdo.

– He ingresado otros diez mil en tu cuenta -añadió Jargo.

– Gracias.

– Me pregunto -continuó él- si crees que Evan podría llegar a considerar trabajar para mí.

– No, no lo haría. No sería bueno.

– Es una tapadera inmejorable. Es un director de documentales en alza. Puede ir a cualquier sitio, filmar cualquier cosa y nadie dudaría de sus credenciales ni de sus intenciones.

– A él le interesa la verdad, ésa es su pasión.

– Y aun así te está follando.

– Reclutarlo no es una buena idea. Ahora no.

Tenía miedo de seguir discutiendo, miedo de lo que ocurriría si Jargo pensase que Evan suponía un peligro.

– Quiero que estés preparada -terminó Jargo-, porque puede que tengas que matarlo.

Miró la fila de coches que avanzaba lentamente en la zona de recogida de pedidos en coche del establecimiento. Le dolían los ojos. Jargo nunca le había sugerido un trabajo como aquél. Antes de meterse en la cama de Evan, trabajaba como correo en Berlín, Nueva York, México DC. Nunca había trabajado como asesina. El silencio comenzó a hacerse peligrosamente largo, él sospecharía.

– Si dices eso -respondió ella, consciente de que no podía decir otra cosa-, entonces debería distanciarme. No quiero ser sospechosa.

– No, quédate cerca. Si esto ha de ocurrir, ambos desapareceréis. No te quedarás por aquí. Ambos estaréis muertos y lejos, te construiremos una nueva vida. De todos modos, posiblemente me resultes más útil en Europa.

– Muy bien -convino ella.

Tras desearle un buen día, él colgó.

Carrie pasó los días rellenando los informes en blanco de Jargo inventándose inocentes detalles sobre lo que iba a ser el próximo proyecto de Evan, hasta que su jefe la llamó.

– Quiero saber si Evan tiene algún archivo en su ordenador que no debería estar allí.

– Sé concreto.

– Una lista de nombres.

– De acuerdo.

Una hora más tarde, Carrie miraba en el ordenador de Evan aprovechando que él había salido a hacer unos recados. Llamó a Jargo.

– No hay ningún archivo de ese tipo.

Aparte de sus guiones, material de vídeo y programas básicos, Evan tenía pocos datos en su ordenador.

– Compruébalo cada doce horas, si es posible. Si encuentras los archivos, bórralos y destruye el disco duro. Luego infórmame.

– ¿Qué son esos archivos?

– Eso no necesitas saberlo. No memorices la información ni copies los archivos. Limítate a borrarlos y asegúrate de que no se puede recuperar el disco duro.

– Entiendo.

Carrie obedeció. Los archivos eran lo que realmente le preocupaba a Jargo, probablemente se tratase de archivos que lo relacionaban con Jameson Wong o con cualquiera de los protagonistas de posibles películas.

Sin embargo, Carrie tenía la horrible sensación de que si tenían que destruir el disco duro, también destruirían a Evan.

Se lavó la cara de nuevo. Evan se había ido, se lo había llevado un hombre que tal vez fuese muy, muy malo, pero pronto los elfos de Jargo encontrarían su rastro y lo rescatarían. Los archivos estaban en su sistema esta mañana, ella se había marchado sin buscarlos, y si Jargo dudaba de su trabajo, la mataría. Tenía que volver a ganarse su confianza. Cuanto antes mejor.

Recordó la noche anterior, a Evan diciéndole que la quería; parecía un momento de un mundo que ya no existía, un pedacito de tiempo en el que no estaban ni Jargo ni Dezz, en el que no había archivos, ni miedo ni engaños. Deseaba que no se lo hubiera dicho. Quería pegarle o empujarle, decirle: «No, no, no, no, tú no sabes nada. No puedo tener una vida contigo, no puedo volver a ser normal nunca más, no puede ser, así que no».

Tenía que endurecer su corazón. Tenía que atrapar a Evan.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Nombre de una cadena de establecimientos de venta y elaboración de rosquillas, muy popular en Estados Unidos. (N. de la T.)