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DOMINGO 13 de marzo

Capítulo 18

El domingo por la mañana, poco después de medianoche, Evan se permitió llorar la muerte de su madre.

Estaba solo en la habitación barata del hotel de Houston, no muy lejos de la sombra de la cúpula de observación AVI y del zumbido distante de los coches que recorrían a toda velocidad el anillo de circunvalación 610. Había apagado la luz, y la cama estaba gastada de usarla durante horas. Yacía tumbado, solo, mientras en su cabeza rondaban los recuerdos de su madre y de su padre. Luego vinieron las lágrimas, duras y cálidas; se hizo un ovillo y las dejó brotar.

Odiaba llorar. Pero todo aquello que lo ataba a su vida hasta ahora había sido cortado, y la pena vibraba en su pecho como si se tratara de un dolor físico. Su madre había sido tierna, irónica y cuidadosa como un artesano con sus fotos. Tímida con los extraños, pero comunicativa y habladora con su padre y con él. Cuando era pequeño y le rogaba que lo llevase al cuarto de revelado para poder mirar cómo trabajaba, ella se inclinaba sobre su equipo de revelado fotográfico, con un mechón de cabello sobre la cara, e improvisaba cancioncillas en voz baja para entretenerlo. Su padre también era callado, un lector, un experto en ordenadores, un hombre de pocas palabras, pero cada una de ellas de gran importancia. Siempre comprensivo, intuitivo, siempre listo para dar un abrazo o dar cariño. Evan no podía haber pedido unos padres mejores. Eran tranquilos y callados, y ahora esa peculiaridad invadía su mente, porque ahora esto significaba más que la soledad de un informático o la introversión de una artista. ¿Era un velo que ocultaba lo que había detrás, su mundo secreto? Creía que los conocía. Pero la carga de una vida oculta, más allá de lo que había conocido, era algo que no podía imaginar.

Tal vez no querían perjudicarle. O puede que no confiaran en él.

Tras diez minutos, dejó de llorar. Se habían terminado las lágrimas. Se lavó la cara y se la secó con una toalla gastada y tan fina como el papel.

El cansancio le hacía tambalearse. Había conducido de una tirada hasta San Antonio y había cambiado la matrícula de la camioneta por la de un decrépito familiar que estaba en un vecindario donde parecía menos probable que llamasen a la policía. Condujo por la I-10 respetando el límite de velocidad, hacia el este, serpenteando por las llanuras costeras y entrando en la húmeda extensión de Houston. Sólo se detuvo para repostar y comer algo de carne y engullir un café, pagando en efectivo cuando tenía que llenar el depósito. Encontró un hotel barato, tanto que las prostitutas se tiraban a sus fuentes de ingresos en el edificio de al lado, y alquiló una habitación para pasar la noche. El recepcionista parecía molesto con él; Evan supuso que no muchos clientes le pedían pasar más de una hora o dos en la habitación. Cogió la llave y pasó con la camioneta, demasiado bonita para el aparcamiento, por delante de una señora mayor que fumaba ante una puerta y de un par de prostitutas que charlaban y se reían en el aparcamiento. Cerró la puerta con llave. Los únicos muebles eran la cama y un desgastado mueble para el televisor atornillado al suelo. El aparato emitía una imagen borrosa y sólo sintonizaba los canales locales.

«Todo borrado.» Las palabras pronunciadas por uno de los asesinos en la cocina. El archivo por el que habían asesinado a su madre estaba en su ordenador. De algún modo estaba allí.

Gabriel dijo que su madre le había enviado los archivos por correo electrónico. Puede que fuese cierto, ya que le había mandado un correo electrónico grande muy tarde aquella noche, antes de llamarlo. Tal vez había escondido un programa entre las canciones, de modo que ahora se hallaba en su portátil, en algún sitio en el que nunca miraría. No era un experto en ordenadores, no exploraba las entrañas de su portátil, no consultaba su biblioteca. Pero los datos tenían que estar allí, como copia de seguridad para su madre, consciente de que Evan nunca se lo habría pensado dos veces a la hora de recibir unos archivos de música.

Archivos de música.

Sacó su reproductor de mp3 del fondo del petate. Evan siempre sincronizaba sus archivos de música con su reproductor, y así lo hizo el viernes por la mañana, para poder escuchar la música mientras iba hacia Austin. Así que, en principio, todavía tenía los archivos; estaban codificados, pero no los había perdido. Si pudiese pasar el archivo musical correcto a un ordenador nuevo, podría volver a crear automáticamente los archivos que su madre había robado.

Si se hallaban en alguna foto digital, para las que nunca hacía copia de seguridad, los habría perdido para siempre.

Necesitaba un ordenador. No tenía suficiente dinero en efectivo para comprarse uno y no se atrevía a usar la tarjeta de crédito. Dejaría ese problema para mañana.

Fuera había una mujer y un hombre; éste se reía y le pedía que lo amase hasta mañana, luego la misma mujer se reía con él.

Sacó la pequeña caja cerrada que había cogido de la casa de Gabriel. En el armario sólo había una percha de metal; intentó forzar la cerradura con el extremo curvo y se sintió ridículo. Aquello no llevaba a ninguna parte. Bajó a la oficina del motel.

– ¿Me puede prestar un destornillador? -preguntó al recepcionista.

El hombre lo miró con la mirada vacía.

– El encargado de mantenimiento vendrá mañana.

Evan deslizó un billete de cinco dólares por el mostrador.

– Sólo lo necesito durante diez minutos.

El recepcionista se encogió de hombros, se levantó y volvió con un destornillador, y cogió el billete.

– Tráelo en diez minutos o llamo a la pasma.

Por lo visto en ese local la atención al cliente gozaba de buena salud. Evan se dirigió de nuevo a su habitación, ignorando un «Hola, mi amor, ¿necesitas compañía?» que le soltó una prostituta que estaba en la linde del aparcamiento.

Evan rompió la cerradura al quinto intento y cayeron desparramados unos paquetes pequeños, envueltos en papel. Volvió corriendo a la oficina por si acaso al recepcionista gruñón le daba por cumplir su amenaza. El hombre no apartó la vista del partido de baloncesto del televisor cuando Evan le devolvió la herramienta por encima del mostrador.

Al volver a la habitación escuchó los gemidos de una pareja a través de la pared de papel. No le apetecía oírlos, así que encendió la televisión antes de abrir el primer paquete. Dentro había unos pasaportes de Nueva Zelanda atados con una goma. Abrió el que estaba encima de todo: estaba viendo su propia cara. Era David Edward Rendon, y su lugar de nacimiento era Auckland. El papel tenía aspecto de ser de gran calidad, auténtico y del gobierno. Un sello de salida indicaba que había abandonado Nueva Zelanda hacía apenas tres semanas.

Cogió el otro pasaporte de Nueva Zelanda del montón de papeles. Dentro estaba la foto de su madre, con un nombre falso, Margaret Beatrice Rendon. El papel estaba muy gastado, como si hubiese recorrido muchos kilómetros. Un pasaporte sudafricano a nombre de Janine Petersen. El mismo apellido que su identidad africana. Un pasaporte belga también para su madre, su nombre era ahora Solange Merteuil. Cogió otro pasaporte belga: de nuevo su foto, pero esta vez con el nombre de Jean-Marc Merteuil. Abrió el segundo paquete: tres pasaportes para Gabriel, nombres falsos de Namibia, Bélgica y Costa Rica.

El siguiente paquete contenía cuatro pasaportes atados con una goma al final del montón. Los cogió y les quitó la goma. Sudáfrica. Nueva Zelanda. Bélgica. Estados Unidos. Los abrió. Se encontró con la cara de su padre. Cuatro nombres diferentes: Petersen, Rendon, Merteuil y Smithson.

Qué extraño. Tres para él, tres para su madre pero… cuatro para su padre. ¿Por qué?

En el último paquete había tarjetas de crédito y otros documentos de identificación ligados a los nuevos apellidos de su familia. No se atrevía a usar las tarjetas. ¿Y si Jargo podía encontrarlo al pagar con ella el combustible, un billete de avión o una comida? Necesitaba efectivo, pero sabía que si sacaba dinero de sus cuentas en un cajero automático, la transacción quedaría registrada en la base de datos del banco, la cámara de seguridad grabaría su imagen y la policía sabría que había vuelto a Houston. «¿Y qué si saben que estás en Houston? Te vas a Florida.» Aun así se mostraba reacio a ir a un banco.

Volvió a meter los pasaportes en la bolsa.

Una vez pasado el cansancio, le volvió a rondar la horrible pregunta: ¿estaba Jargo esperándole en casa de su madre? Si no le estaba esperando a él, entonces iba tras su madre y él simplemente había llegado en un mal momento. Pero si lo estaban esperando… ¿cómo habrían sabido que iba para allí? Sólo había hablado directamente con su madre. Podría llamar de forma anónima a la policía para que comprobara si los teléfonos de su madre estaban pinchados. O el suyo. Había llamado a Carrie y le había dejado un mensaje de voz. Podían haber interceptado el mensaje.

Estaba pasando por alto que Carrie dejó el trabajo esa mañana. Desapareció sin decirle nada. ¿Sabía ella esto?

Pensar aquello hizo que se le secase la garganta. «No me ames», le había dicho. Pero eso no podía significar remordimiento. Eso no podía significar que se estuviese preparando para traicionarlo. La conocía, conocía su corazón. No podía creer que estuviese voluntariamente envuelta en aquel horror. Tenía que ser un teléfono que estuviese pinchado, lo cual era una posibilidad aterradora. Gabriel había dicho de Jargo que era un espía independiente y suponiendo que eso fuera cierto, Jargo podría pinchar teléfonos. Pero si no lo era, entonces Jargo estaba trabajando para un pez más gordo. La CIA. El FBI.

Necesitaba dinero. Tenía la Beretta con la que le había disparado a Dezz, pero ya no le quedaba munición. Necesitaba ayuda.

El Turbio. Podía llamar a El Turbio. El hombre falsamente acusado que había sido el centro de su primer documental. Había puesto a parir a Evan en la CNN, pero era inteligente, duro e ingenioso.

Evan caminaba de un lado a otro, intentando tomar una decisión. Sospechaba que si la policía lo estaba buscando en serio El Turbio estaría bajo vigilancia. Y Evan sentía un poco de miedo por aquel hombre. Lo había perseguido sin razón un poli vengativo, pero él tampoco era un santo. Como aliado era una elección arriesgada. Se moría por llamar la atención y, a juzgar por la entrevista en la televisión, actuaba como si Evan le hubiese hecho algo malo. Podría entregarlo a la policía de inmediato para que su nombre apareciese en los titulares.

Pero no tenía a nadie más a quien pedírselo.

Apagó las luces y rememoró cada momento que había pasado con Carrie Lindstrom durante los últimos tres meses, cuando había entrado en su vida. Se durmió y no soñó con ella, sino con el lazo apretándole alrededor del cuello y su madre muerta bajo sus pies.

Un telefonazo lo despertó. Olvidando dónde estaba, primero pensó que era su viejo despertador, y que Carrie estaba en la cama con él, y todo era paz en el mundo. Pero era el teléfono robado de la camioneta. Probablemente el dueño, para gritarle por haberle robado el teléfono. Eran las seis de la mañana de un domingo. Cogió el teléfono; en la pantalla no aparecía el número.

Pulsó el botón para contestar.

– ¿Sí?

– Evan, buenos días. ¿Cómo estás? -dijo una voz con acento sureño.

– ¿Quién es?

– Puedes llamarme Albañil.

– ¿Albañil?

– Mi nombre real es un secreto, hijo. Es una precaución poco afortunada que tengo que tomar.

– No lo entiendo.

– Bueno, Evan. Soy del gobierno y estoy aquí para ayudarte.

Capítulo 19

– ¿Cómo ha conseguido este número? -susurró Evan.

Fuera todo estaba tranquilo y en silencio, excepto por el eventual zumbido del tráfico; los amantes de la habitación del al lado dormían, o bien ya habían concluido con su negocio y deambulaban en la noche vacía.

– Tenemos nuestros métodos -dijo El Albañil.

– Voy a colgar a menos que me diga cómo ha conseguido este número.

– Es simple. Reconocimos al señor Gabriel por la descripción de la policía. Sabemos que Gabriel te atrapó, bueno, digamos que es su versión de custodia de protección. Sabemos que estaba en Bandera porque se hizo un cargo con la tarjeta de crédito. Sabemos que un miembro de su familia tiene una casa que fue ocupada, dañada y abandonada ayer. Sabemos que el señor Gabriel ha desaparecido. Sabemos que robaron una camioneta con un teléfono móvil en Bandera. Llegamos a un acuerdo con el dueño y con la compañía de teléfonos para mantener el móvil activado. Así podríamos hablar con vosotros si tú o el señor Gabriel teníais el teléfono. Y veo que lo tienes tú.

Evan se levantó y comenzó a recorrer la habitación de un lado a otro.

– ¿Puedo hablar con el señor Gabriel, por favor? -pidió El Albañil.

– Está muerto.

– Qué mala suerte. ¿Cómo murió?

– Le disparó un hombre llamado Dezz Jargo.

Se oyó un largo suspiro.

– Eso es realmente lamentable. ¿Estás herido?

– No, estoy bien.

– Bien. Sigamos. Evan, apuesto a que estás asustado y cansado y preguntándote qué deberías hacer ahora. -Evan esperó-. Puedo ayudarte.

– Le escucho.

Se preguntaba… lo habían encontrado por un móvil robado. Dios, ¿estarían localizando la llamada, haciendo girar un satélite situado a kilómetros por encima de él para colocar su lente sobre Texas, Houston o sobre aquella sórdida nada?

– Ambos tenemos un problema en común: Jargo y Dezz. -Evan parpadeó-. Dezz es Jargo. Jargo es su apellido. Una aclaración, Evan: cuando digo Jargo me refiero a un hombre conocido como Steven Jargo. Dezz es su hijo. Por supuesto, no son sus verdaderos nombres. Nadie sabe cuáles son y probablemente ni ellos mismos lo sepan.

– Su hijo. -Lo había entendido mal. Dezz y Jargo. Así que había dos: padre e hijo-. Ellos mataron a mi madre.

– Y te matarán a ti también si tienen la oportunidad. No queremos que te hagan daño, Evan. Quiero que me digas dónde estás y mandaré a un par de hombres a recogerte para protegerte.

– No.

– Evan, vamos, ¿por qué dices que no? Corres un gran peligro.

– ¿Por qué debo confiar en usted? Ni siquiera conozco su verdadero nombre.

– Comprendo tu reticencia, te lo aseguro. La precaución es el sello de una mente inteligente. Pero necesitas estar bajo nuestra protección. Podemos ayudarte.

– Ayúdenme a encontrar a mi padre.

– Hijo, no sé dónde está, pero si vienes removeremos cielo y tierra hasta encontrarlo.

Sonaba como una promesa vacía.

– No tengo los archivos que todo el mundo quiere. Han desaparecido. Jargo y Dezz los destruyeron.

Cogió su reproductor musical. Quizá no. Pero si les daba los archivos los podrían usar como quisiesen y hacerlos desaparecer. Sólo los cambiaría por su padre. Por nada más.

El Albañil hizo una pausa, como si estuviese escuchando noticias inesperadas.

– Jargo no te dejará en paz.

– No puede encontrarme.

– Puede, y lo hará.

– No. Usted quiere lo mismo que él. Esos archivos. Usted también me matará.

– Por supuesto que no lo haría. -El Albañil parecía ofendido-. Evan, estás exhausto. Es comprensible teniendo en cuenta el calvario que has pasado. Déjame darte un número por si acaso se corta la llamada. Detesto los móviles. ¿Puedes apuntarlo?

– Sí.

El Albañil le dictó un número. No reconocía el prefijo.

– Evan, escúchame. Jargo y Dezz son muy peligrosos, extremadamente peligrosos.

– Eso lo sé de sobras. ¿Está usted con la CIA? -se arriesgó a adivinar.

– Odio los acrónimos tanto como los móviles -dijo El Albañil-. Evan, podemos charlar largo y tendido cuando vengas. Te garantizo personalmente tu seguridad.

– Ni siquiera me ha dicho su nombre. -Evan recorría la habitación de un lado a otro-. Podría ganar tiempo hablando con la prensa. Diciéndole que la CIA se ofrece a ayudarme. Darles este número.

– Podrías salir a la luz. Aunque sospecho que Jargo matará a tu padre como represalia.

– Está usted diciendo que tiene a mi padre. -Evan esperó.

– Es lo más probable. Lo siento. -El Albañil hablaba como un agente funerario, diciendo amablemente lo hermoso que era un ataúd-. Demos un paso para poder trabajar juntos y traer a tu padre a casa. ¿Quieres que nos reunamos? Podemos reunimos en Texas; supongo que aún estás en el estado…

– Me lo pensaré y le volveré a llamar.

– Evan, no cuelgues.

Evan colgó. Apagó el teléfono y lo tiró en la cama como si fuese radioactivo. Si El Albañil era capaz de localizar el teléfono, pronto alguien echaría su puerta abajo.

Se puso una muda de ropa limpia que había metido en el petate. Esparció ante él el dinero en efectivo. Tenía noventa y dos dólares, una cámara de vídeo, un teléfono móvil y una Beretta sin munición.

No podía enfrentarse a El Turbio ni a El Albañil, ni a Dezz ni a Jargo sin estar armado. Sería un suicidio. Pero no creía que las armerías estuviesen abiertas el domingo y, de todas formas, tampoco podía ir a ninguna, no con su foto como desaparecido saliendo en todas las noticias. ¿Y a una casa de empeños? De repente no quería separarse de su cámara; deseó haber grabado a Dezz en vídeo. Vender la cámara era su último recurso.

En la calle se podía comprar de todo: drogas, sexo… ¿Por qué no munición?

Cerró los ojos. Pensó otras maneras de conseguir balas para una pistola en particular. Le vino a la cabeza una idea loca, completamente atrevida, pero jugaba con la única idea que se le ocurría factible de acuerdo con las destrezas y recursos de que disponía.

Evan se aventuró a salir a la húmeda madrugada. Llevaba bien clavada en la cabeza una gorra de béisbol que estaba en el asiento trasero de la camioneta robada. Compró el Houston Chronicle del domingo en una máquina de ventas situada delante de una decrépita cafetería. Su cara y la de su padre estaban en la portada de la sección metropolitana, una antigua foto publicitaria que le había sacado su madre después de que El más mínimo problema fuese nominado a los Óscar. En ella tenía el pelo más corto y unas gafas de niño tonto. No necesitaba gafas, pero había decidido que le daban un aspecto más inteligente, más artístico. Había sido una afectación superficial, y su madre le había tomado el pelo por tomarse a sí mismo tan en serio, y ahora se sentía avergonzado de ello. El periódico afirmaba que su padre también estaba desaparecido; no había ningún registro a nombre de alguien llamado Mitchell Casher que hubiese volado a Australia desde Estados Unidos la semana pasada. No había ninguna foto de Carrie, ni la mencionaban siquiera.

«Carrie está aquí conmigo», había dicho Dezz con su asquerosa y monótona voz. Evan no lo había creído. Si hubiesen secuestrado a Carrie estaría en los periódicos.

¿O no? Había dejado el trabajo. No estaba con él. ¿Quién la daría por desaparecida? Pero si se la hubieran llevado no habría podido llamarlo y advertirlo antes del ataque de Gabriel. ¿Dónde estaba, pues? ¿Escondida? Se moría de ganas de hablar con ella, de escuchar su voz tranquilizadora, pero no podía acercarse a ella, no podía meterla de nuevo en esto.

Dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo. Las cabinas telefónicas eran una raza en extinción ahora que todo el mundo llevaba un móvil encima, pero encontró una dos bloques más abajo, en una pequeña tienda de alimentación donde el aparcamiento olía a la cerveza del sábado por la noche. Un niño desgarbado estaba cerca de los teléfonos, mascando una pajita de picapica con sabor a uva, mirando a Evan con la desconfianza y la arrogancia de un guardia de prisiones.

«O puede que sí.» Evan cogió un teléfono y metió las monedas necesarias.

– Toi ejperando una llamada importante en ese teléfono -dijo el chico medio murmurando y mirando a Evan de reojo.

– Entonces comunicará durante un minuto.

– Búscate otro teléfono, tío -sugirió el niño.

Evan se le quedó mirando. Quería partirle la boca al niño con la sonrisa sarcástica y decirle: «si quieres follón hoy, has escogido al tipo equivocado». Pero luego decidió que no necesitaba otro enemigo. Como director había aprendido una cosa: todo el mundo quiere aparecer en una película.

Evan no sonrió porque la sonrisa no siempre era una buena divisa.

– ¿Eres empresario?

– Sí, ése soy yo. Soy un puto magnate.

Evan agarró la Beretta que guardaba en la parte de atrás de sus vaqueros, bajo la camisa, y la acercó al estómago plano del niño. El niño se quedó helado.

– Cálmate. No está cargada -explicó Evan-. Necesito balas. ¿Me las puedes conseguir?

El niño resopló profundamente.

– Tío, que te den dos veces. Podría haberlo hecho si no hubieses sido tan idiota ahora mismo.

– Entonces haré mi llamada.

Evan volvió a poner los dedos en el teclado mugriento.

– Espera, espera. ¿Qué es esto? -El niño se puso de espaldas a la calle y examinó la pistola. Evan la sujetaba con fuerza-. Beretta 92FS… ¡sí! Supongo que me puedo hacer con un par de bonitos cargadores para ti. Un amigo de un amigo. En efectivo.

– Por supuesto.

– Déhame hacer una llamada con tus monedas -le solicitó el niño.

Evan le dio el auricular. El niño marcó los números con fuerza, habló muy bajito, se rió una vez y colgó.

– Una hora. Estate aquí. Cuatro cargadores. Doscientos dólares.

No sabía los precios de la munición, pero el importe era mayor del que pensaba. Pero la calle no hacía preguntas.

– No necesito tanta munición.

– No negociaré con menos. Si no, no vale la pena levantarse de cama, tío.

Evan no tenía doscientos dólares, pero le dijo:

– Volveré en una hora.

El niño saludó con la cabeza ahora que era su cliente. Se fue deambulando a través del aparcamiento, sacó una pajita de picapica del bolsillo, rompió la parte de arriba del envoltorio y vertió el picapica morado en la lengua.

Evan caminó cuatro bloques hasta que encontró otra pequeña tienda. Llevaba puestas las gafas de sol que había encontrado en la camioneta robada y compró tinte para el pelo, un par de tijeras, un café gigante y tres tacos para desayunar, llenos de huevos esponjosos, patatas y chorizo picante. Esto no lo acercaba más a los doscientos dólares. Se tragó el impulso de enseñarle a la dependienta la pistola que guardaba en la parte de atrás de los pantalones para ver si esto le daba los doscientos dólares. La empleada le cobró y lo observó mientras le daba el cambio.

Evan sintió un miedo atroz. ¿Era paranoia suya?

Volvió corriendo al hotel y se encerró. Devoró los tacos de desayuno y se acabó el café solo mientras leía las instrucciones para teñirse el pelo. Únicamente le llevaría treinta minutos fijarse el color.

Se cortó el pelo; los mechones caían en el lavabo. Nunca se lo había cortado él mismo, y tenía un aspecto horrible hasta que murmuró: «Que le den a la vanidad», y se hizo un corte al estilo militar que no le quedó tan mal. Se quitó el pequeño aro de la oreja izquierda. El pendiente ya era demasiado juvenil para él; era hora de crecer. Luego se tiñó el pelo sentado en el suelo del baño, refinando su plan mientras que le cogía el color oscuro. Cuando se vio en el espejo se rió, pero al fin y al cabo le sería útil. No era exactamente como la foto del papel, pero aún parecía él mismo.

Le quedaban unos ochenta pavos y faltaban veinte minutos para que el niño apareciese con la munición. Volvió a la tienda en la que lo había conocido y aparcó en el extremo del aparcamiento salpicado de aceite. Entró en la tienda. Una señora mayor estaba comprando zumo de naranja y una lata de cerdo con alubias. La mujer se fue arrastrando los pies. Evan esperó hasta que estuvo fuera y se acercó a la dependienta. Ésta movía la cabeza al ritmo de una misa dominical de la iglesia evangélica y sorbía café. Era una señora mayor, agria y con un ojo extraviado.

– Discúlpeme señora. Ese chico que anda por ahí donde está el teléfono -dijo Evan-, el Señor picapica. ¿Es un problema para usted?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Me advirtió que no utilizase el teléfono. Apuesto a que lo usa para asuntos de drogas.

– No compra las suficientes pajitas de picapica como para sacarme de pobre.

– Así que si consigo que deje de aparecer por aquí, ¿no le romperé el corazón? ¿No sentirá que tiene que llamar a la policía ahora mismo?

– No quiero problemas.

– Nunca se enterará.

– ¿Por qué le importa lo que está haciendo?

– Mi tía acaba de mudarse al final de la calle y ese niño se hizo el lístillo con ella mientas usaba el teléfono. Una señora mayor debería poder hacer una llamada de teléfono sin que la joroben.

– Pues dígaselo a la policía.

– Eso es una solución temporal. La policía viene, pero después se va. Mi idea es de más larga duración.

La dependienta lo estudió.

– ¿Qué va a hacer?

– Voy a salir al teléfono y a esperarle.

– ¿Por qué? ¿Quiere comprar?

Levantó el petate y le enseñó la cámara de vídeo.

– No, quiero vender.

El chico volvió cinco minutos tarde. Pero no volvió solo. Lo acompañaba una mujer joven con el cuello ancho y la dureza grabada en la cara. Era más grande y más alta que el chico; un conjunto similar de ojos y cejas sugerían que debía de ser una hermana mayor. Llevaba en la mano una bolsa de la compra de una organización sin ánimo de lucro. Llegaron en un Explorer nuevo y lo dejaron al final del aparcamiento.

Evan permaneció junto al teléfono con el petate sobre el hombro, y con la cámara bien colocada en su interior. Dejó el agujero de la cremallera lo suficientemente abierto como para que la lente pudiese obtener imágenes claras. A la mujer no le gustaba que llevase el petate. La tensión hizo que frunciese el ceño.

– Eh -dijo Evan.

– ¿Te ha pelado un barbero borracho, tío? -dijo el niño.

– El director de maquillaje quería que tuviese un aspecto más de la calle -le contestó Evan, y esperó para ver qué respondían ellos.

El niño simplemente frunció el ceño y puso una cara como si Evan estuviese loco, y luego dijo la mujer:

– Vayamos a la parte de atrás de la tienda.

– En realidad, recibiréis una llamada de teléfono en un minuto. Deberíamos esperar justo aquí.

Evan puso una sonrisa falsa y brillante en la cara.

– ¿Perdona?

Era la mujer la que conducía el espectáculo, no el niño.

– Éste es el trato -dijo Evan-. Soy un cazatalentos para un nuevo reality show, se llama La dureza de la calle. Lo emitirán en la HBO el próximo otoño. Ponemos a gente que no sabe nada de la calle en vecindarios en los que nunca habían estado antes. Imagínate supermamás y papis con todoterrenos intentando arreglárselas en el problemático distrito número cinco. Los que superen una serie de pruebas seguirán adelante en el concurso. El premio es un millón de pavos.

La mujer miró fijamente a Evan, pero el niño intervino.

– Yo tengo una idea para un espectáculo. Pones mi culo en el barrio de River Oaks, me dejas vivir rodeado de lujos y grabas eso todo el santo día.

– Cállate. Y tú, ¿vas a comprar o no?

– ¿Habéis traído la munición? -preguntó Evan-. Sí, voy a comprar. Pero estamos probando esto como uno de los cuatro desafíos. Sólo quería saber lo fácil que era comprar munición en la calle. Estaba grabando. -Sacó la cámara de vídeo del petate con la lente destapada y las luces encendidas-. Sonreíd.

– ¡No, no, no! -exigió la mujer tapándose la cara con los dedos.

– Espera, espera. -Evan apagó la cámara-. No quiero meteros en líos. Sólo debía probar el desafío. Señora, usted es auténtica. Es lo que estábamos buscando para La dureza de la calle.

– ¿Yo en la tele?

Se sacó las manos de delante de la cara.

Evan levantó una mano, como encuadrándole la cara.

– Creo que estaría genial. Pero no tiene que salir en la tele si no quiere.

– La gran Gin va a ser una estrella -rió el chico.

La gran Gin se quedó helada.

– ¿Qué gilipollez es ésta?

Evan levantó las manos.

– No es ninguna gilipollez. Todos los concursantes tendrán guías como compañeros de juego, porque ambos sabemos que no tendrían ninguna posibilidad sin ellos. Esos estúpidos de las afueras…

– Como tú -indicó la gran Gin.

– Sí, como yo. Eres más que telegénica. La fuerza de tu rostro, tu seguridad al caminar, tu forma de hablar. Por supuesto, el guía se lleva la mitad del premio…

– ¿Medio millón? Me estás tomando el jodido pelo -afirmó la gran Gin.

– … a menos que tengáis antecedentes -acabó Evan la frase-. No podemos contratar a nadie con antecedentes. Los abogados se ponen muy tozudos con eso.

– Si compras munición tendrías antecedentes -aseguró la gran Gin.

– Bueno, los concursantes no deberían comprar munición de verdad, sólo de fogueo. Los abogados también estaban muy tontos con ese tema.

– Ella nunca ha estado en la cárcel -dijo el niño.

– Cállate.

La gran Gin miraba a Evan de una manera que él había visto en las reuniones de negocios para las películas: un jugador que se pregunta si están jugando con él.

– Tonterías -dijo el niño-. ¿Tienes doscientos dólares para la munición o no? Porque si no, no nos quedamos.

– Cállate -le dijo la gran Gin.

– Hum…, no puedo darte doscientos pavos -explicó Evan-. Eso significaría que hemos realizado una transacción ilegal y no podría contratarte para el programa, señora…

– Ginosha -respondió ella.

– No le vayas a decir tu nombre -dijo el niño-. No tiene el dinero, vámonos.

Evan tenía una tarjeta de sobra de una proyección y un cóctel en los que había estado la semana anterior en Houston. Una era de un hombre que tenía una productora en Los Ángeles llamada Urban Works, un tipo llamado Eric Lawson. Le entregó la tarjeta a la gran Gin.

– Lo siento mucho. Debería haberos dado esto antes.

– Maldita sea -dijo-, eres de verdad.

– Sí.

– ¿Dónde está tu equipo de cámara? ¿Por qué estás sólo tú?

– Porque esto es televisión de guerrilla. No traemos equipos de cámaras cuando estamos buscando talentos y lugares. Si no, no sería televisión en tiempo real, ¿no?

La gran Gin estudiaba la tarjeta de negocios y la sostenía como si fuese una puerta para acceder a un deseo que tenía desde hacía tiempo.

– Entonces, ¿quién va a llamar por teléfono? -preguntó.

– Uno de los cazatalentos -contestó Evan-. Se hará pasar por el concursante de las afueras al que tenéis que ayudar. Pero quiero filmaros desde aquí atrás, cerca de esta parte del aparcamiento. Decid lo que se os pase por la cabeza, mostradme vuestra capacidad de improvisación. Tengo un micro en el teléfono, pero quiero una toma vuestra de lejos. Aquí jovencito, perdona, ¿cómo te llamas?

– Raymond.

El chico inspeccionó la tarjeta con una mirada crítica.

– Ven aquí y ponte a mi lado, fuera de la toma.

Raymond frunció el ceño, pero no por la tarjeta.

– ¿Por qué no puedo estar yo en la toma?

– Porque es mi toma -dijo la gran Gin.

– Bueno, Raymond, francamente no parecías estar interesado -dijo Evan-. No pensabas que yo fuera legal.

– Seguro que sí -dijo la gran Gin-, es su manera de hablar. Ahora está haciéndose el guay, no faltándote al respeto.

– Raymond, también tenemos que ganarnos a la audiencia joven, ¿sabes? -explicó Evan-. Nuestro objetivo incluye a las chicas adolescentes.

Raymond, que sostenía una bolsa con la munición, intentó tocarse la mejilla con la lengua, volvió a mirar a Evan con el ceño fruncido, pero se fue y se quedó al lado del teléfono, calculó la pose y se puso de su lado bueno.

– Excelente. Pero no me gusta esa bolsa en tu toma. Parece que estás de compras.

Evan dio cinco pasos hacia atrás.

La gran Gin cogió la bolsa con la munición, la llevó donde estaba Evan y la puso a sus pies.

– Si no nos vas a comprar tendrás que compensarnos por nuestro tiempo.

– Por supuesto. Claro que ésta es básicamente vuestra audición privada y no tuvisteis que esperar ninguna cola y… -Se colocó la videocámara delante del ojo-. Si fuese al centro social tendría colas de gente deseando intentarlo como para llenar este aparcamiento.

La gran Gin miró al objetivo.

– ¿Qué hago?

– Deja que brille tu personalidad al natural. -Evan estaba a quince pasos de ellos ahora, preocupado por el chico, cuyas sospechas no habían disminuido en ningún momento-. Sé natural. No me mires.

Evan se puso detrás de él y pulsó el botón de llamada del móvil que tenía en el bolsillo.

Un tono.

– Mira a la cabina y déjala sonar tres veces, déjame seguir grabando.

Pero Evan estaba grabando, agarrando el petate y la munición y corriendo marcha atrás hacia la camioneta. Dos tonos. Raymond todavía miraba fijamente el teléfono, pero la gran Gin no pudo resistirse a la atracción de la cámara. Se dio la vuelta cuando Evan estaba entrando en la camioneta. Había dejado las llaves en el contacto. Metió la marcha atrás de un tirón y vio a la gran Gin gritando y corriendo tras él. Atravesó la carretera en medio de bocinazos de los coches que venían en sentido contrario.

Raymond, ahora totalmente entregado a la idea del estrellato televisivo, respondió al teléfono:

– ¿Esto es parte de la prueba? -preguntó.

– Llevo una semana grabando tus negocios. -Mintió Evan por teléfono-. Si vuelves a acercarte a ese teléfono le daré la cinta a la policía.

Por el espejo retrovisor vio a la gran Gin salir furiosa al tráfico, disparándole con el dedo y sin aliento tras una pequeña carrera.

– Eso es ilegal -voceó Raymond-. No eres más que un ladrón de mierda.

– Quéjate a la policía. Gracias por la munición. Hemos hecho un trato justo: no diré nada y me quedaré con las balas.

La respuesta de Raymond se cortó cuando Evan apagó el teléfono. Pisó a fondo el acelerador por si acaso a la gran Gin se le ocurría ir tras él en su reluciente Explorer nuevo. Esperaba que Gin y Raymond hubiesen sido más honestos que él. Abrió la bolsa. Cuatro cargadores. Intentó meter uno de ellos en la Beretta: encajaba y entraba a la perfección.

Ahora ya podía ir a buscar a El Turbio.

Capítulo 20

Evan condujo la pick-up más allá de los muros de las urbanizaciones con vigilancia. Las propiedades se elevaban tras hierro forjado y piedra de importación. El edificio estaba al borde del distrito de Gallería, la zona alta de Houston, atiborrado de tiendas de lujo, restaurantes y urbanizaciones para satisfacer los caprichos de las viejas fortunas petroleras y de quienes se habían hecho ricos gracias a las nuevas tecnologías. Este lugar en particular se llamaba Pinos de la Toscana, aunque los que proyectaban sombra sobre el terreno eran los pinos de incienso, cuyo nombre no era tan romántico como el de los pinos europeos. Al otro lado de la calle había unas oficinas de lujo y un pequeño y selecto hotel. Evan estacionó en el aparcamiento de la oficina.

Aguardó. Esperaba ver coches de policía, pero en su lugar presenció una procesión de Mercedes, BMW y Lexus que cruzaban las verjas. El Turbio salió de la caseta del guardia de seguridad una hora más tarde; se dirigió hacia un desvencijado Toyota, se subió y salió del complejo. Evan lo siguió en dirección a Westheimer, hacia River Oaks y el centro de Houston.

Paró al lado de El Turbio en el primer semáforo y esperó a que mirase hacia donde estaba él. El Turbio era el típico conductor de Houston, que no quería problemas por mirar al coche de al lado.

Evan tocó el claxon.

El Turbio se giró y se quedó mirándolo mientras Evan sonreía, y lo reconoció con el pelo negro.

«Tengo que hablar contigo», dijo Evan con los labios.

«Mierda, no», le respondió El Turbio. Sacudió la cabeza. Salió disparado saltándose el semáforo en rojo y giró repentinamente a la izquierda.

Evan lo siguió. Le hizo señas con las luces una vez, dos veces. El Turbio dio otros dos giros más y se metió detrás de un pequeño restaurante de comida a la parrilla. Evan lo siguió.

El Turbio estaba asomado a la ventana antes de que Evan aparcase.

– Ni se te ocurra acercarte a mí.

– Yo también me alegro de verte.

El Turbio sacudió la cabeza.

– Yo no. No me alegro en absoluto de verte, joder. Hay un agente del FBI al que se supone que tengo que llamar si veo tu puta sonrisa.

– Bueno, no estoy sonriendo, así que no tienes que llamarlo.

– Lárgate tío, por favor.

– No soy un sospechoso, no soy un fugitivo, sólo estoy desaparecido.

– Me da igual cómo lo llames. No necesito problemas en mi vida.

– En la televisión te quejaste de que no te conseguí trabajo en películas ni como jugador de póquer profesional.

El Turbio lo miró fijamente.

– Oye, tío, sólo estaba mostrando mi disponibilidad a las partes interesadas. Nunca se sabe quién está viendo las noticias.

– Bueno, como dijiste un par de mentiras sobre mí, puedes ayudarme y haremos borrón y cuenta nueva. Necesito dinero en efectivo.

– ¿Crees que soy un cajero automático? -El Turbio se bajó las gafas de sol para que Evan pudiera verle los ojos-. Soy guardia de seguridad, no tengo dinero.

– Sé que puedes conseguirlo, Turbio. Tienes contactos.

– Ya no. Saca de aquí tu culo sin contactos.

– Es curioso que el hecho de que te libren de un crimen cree esta ola de gratitud -dijo Evan-, teniendo en cuenta que ni siquiera tenías un buen abogado cuando te conocí.

– No estoy en deuda contigo para siempre, Evan.

– Sí, en realidad sí. Sin El más mínimo problema aún tendrías tu culo en la cárcel, Turbio. Y sí, estarás en deuda conmigo para siempre.

El Turbio cerró los ojos.

– Estás en un lío. Si te ayudo seré un criminal.

– No, serás un amigo.

– Olvídame, tío.

– La cagué con la gente equivocada, igual que hiciste tú hace años, y quieren matarme para que el problema desaparezca. Necesito dinero en efectivo y un ordenador.

– Pues hazte una película y explícaselo al mundo. -El Turbio negó con la cabeza-. Lo siento, de ninguna manera, no puedo hacerlo.

– ¿Sabes una cosa? No me merecías ni como abogado ni como amigo. Siento haberte molestado. Tú vives tu vida en libertad. Eres libre para quejarte y ponerme a parir. Agradécemelo cuando pienses en eso.

El Turbio se le quedó mirando y volvió a colocarse las gafas en su sitio.

Evan encendió el motor de la camioneta.

– Si viene alguien por aquí preguntando por mí, diles que no me has visto. Pero no te sorprendas si te matan para borrar su rastro.

Empezó a dar marcha atrás y El Turbio le puso la mano en la puerta. Evan se detuvo.

– Recibí una llamada, después de salir en la CNN. Una señora. Dijo que se llamaba Galadriel Jones. Dijo que trabajaba para la revista Film Today. Me preguntó si sabía algo de ti o si sabía dónde estabas, en plan exclusiva, y que me daría cinco mil dólares en efectivo y por debajo de la mesa.

Evan conocía Film Today. Era una publicación especializada, pequeña pero influyente, y no se creía por nada del mundo que un reportero pagase cinco mil dólares a un soplón; una revista como aquélla no podía permitírselo.

– ¿Qué te pareció la mujer?

– Demasiado agradable y dulce.

– ¿Te dio un número de teléfono?

– Sí. Me dijo que no llamara a la revista, que la llamara a su número.

– Te están tomando el pelo, Turbio. No te va a pagar. Creo que la gente que mató a mi madre tiene a mi padre. La única forma de que estés a salvo es ayudándome.

El Turbio se estalló los nudillos, y juró en voz baja. Se inclinó por la ventana.

– No me gusta que jueguen conmigo. Ni tú ni ellos.

– Soy el único que está siendo honesto contigo. Siempre lo he sido, pienses lo que pienses… Por favor, ayúdame.

El Turbio miró a Evan con dureza.

– ¿Te acuerdas de dónde está la casa de mi hermanastro, en Montrose?

– Sí.

– Reúnete allí conmigo dentro de dos horas. Si no estás cuando llegue no esperaré, y nunca nos habremos visto ni habremos hablado, y nunca más volverás a buscarme.

Volvió a su coche, esperó a que Evan arrancase y luego salió pitando del aparcamiento.

Evan fue en la dirección contraria, comprobando si estaban observándolo desde algún coche.

El siguiente robo: un ordenador.

No podía ir a Joe's Java, había demasiada gente que lo conocía allí. Recordó una cafetería no muy concurrida llamada Caffiend cerca de Bisonnet y Kirby, que normalmente reunía a numerosos estudiantes de la Universidad de Rice. Años atrás, cuando estudiaba audiovisuales, había editado una película en su ordenador y había dejado el aparato en la mesa para ir a pedir un café; siempre había gente maja por allí que podía vigilarlo. Los usuarios de portátiles eran confiados.

Puede que El Turbio no apareciese con el dinero, y mucho menos con un ordenador. Ya había robado una camioneta que era el orgullo de alguien; así pues, también podía robar un ordenador. La vergüenza lo invadió. Pero si necesitaba algo, lo robaría. Estaba en juego su supervivencia.

Mientras entraba en el café se preguntó en quién se estaba convirtiendo.

Se puso las gafas de sol que había encontrado en la camioneta robada y se pasó la mano por el pelo negro, que ahora llevaba más corto. La tienda estaba llena, casi todas las mesas estaban ocupadas y un flujo constante de clientes compraba cafés para llevar.

En un mostrador situado a lo largo de la pared había una fila nueva de ordenadores con acceso a internet. No tendría que robar un ordenador, aquello era justo lo que necesitaba. Su próximo delito podía esperar.

Se compró un café e inspeccionó a la multitud. Nadie le prestaba atención. Era anónimo. Le dio la espalda a la habitación, notó el sudor que le bajaba por las costillas. Abrió un buscador en uno de los ordenadores. Era el único que estaba utilizando los sistemas del establecimiento, la mayoría de la gente se había traído su propio aparato.

Entró en Google y buscó «Joaquín Gabriel». Ninguna coincidencia total; había pocos hombres en este mundo que se llamasen así. Luego añadió «CIA» a los términos de búsqueda y obtuvo una lista de enlaces. Titulares de The Washington Post y de Associated Press.

«Las alegaciones del veterano espía son "erróneas", dice la CIA», y cosas por el estilo. La mayoría de los artículos eran de hacía cinco años. Evan los leyó todos.

Joaquín Gabriel había pertenecido a la CIA, antes de que el bourbon y la paranoia se apoderasen de él. Estaba encargado de identificar y de llevar a cabo operaciones internas para cazar a personal de la CIA que se había pasado al otro bando, trabajo conocido como cazatraidores. Gabriel había lanzado una serie de acusaciones cada vez más escandalosas en las que culpaba a colegas de la CIA de colaborar con grupos mercenarios de inteligencia imaginarios y de realizar operaciones ilegales tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Gabriel acusó a la gente equivocada, entre ésta algunos de los agentes más respetados y antiguos de la Agencia. Pero sus alegaciones fueron difíciles de creer debido a su alcoholismo y a la absoluta falta de pruebas. Se marchó repentinamente con una pensión del gobierno y sin hacer comentarios. Volvió a su ciudad natal, Dallas, y montó un servicio de seguridad para empresas.

¿Por qué su madre le confiaría sus vidas a este hombre, a un desgraciado alcohólico?

No tenía sentido, a menos que Gabriel acertase de pleno en su teoría. Grupos mercenarios de inteligencia, espías independientes, asesores; todo lo que dijo que era Jargo.

Por eso mamá acudió a Gabriel. Sabía que le creería; ella tenía la prueba que justificaría a Gabriel, la que rescataría su carrera.

Tuvo otra idea. Los nombres de los pasaportes de su padre: Petersen, Rendon, Merteuil, Smithson. «Tú tampoco sabes una mierda de tus padres.» Gabriel se refería a algo más que la vida habitual e inimaginable de sus padres antes de que él naciese, a algo más que a sus sueños y pensamientos ocultos. Se refería a algo más que a remordimientos de juventud, a esperanzas frustradas o a una ambición que nunca le hubiesen mencionado y dejasen morir en el olvido.

Petersen, Rendon, Merteuil, Smithson.

Primero buscó por Merteuil. La mayoría de los enlaces hacían referencia a Merteuil como el apellido de la maquiavélica y viciosa aristócrata de la novela francesa Las amistades peligrosas, de la que habían realizado varias adaptaciones cinematográficas, protagonizadas por actrices como Glenn Close o Annette Bening. Se preguntaba si significaba algo, un alias basado en el tramposo personaje. Luego encontró una referencia a una familia belga con ese apellido que había muerto hacía cinco años en las inundaciones del río Meuse. Los Merteuil muertos tenían los mismos nombres que su familia en los pasaportes belgas: Solange, Jean-Marc y Alexandre.

Rendon produjo muchísimos resultados, y precisó la búsqueda con su alias: David Edward Rendon. Encontró una página web creada para combatir la conducción bajo los efectos del alcohol en Nueva Zelanda y mostraba una larga crónica de gente muerta en accidentes como argumento candente para solicitar penas más duras. Una familia había muerto en un horrible choque en las montañas Coromandel, al este de Auckland, a principios de los años setenta. James Stephen Rendon, Margaret Beatrice Rendon y David Edgard Rendon. Los tres nombres de los pasaportes.

Buscó los nombres de los Petersen. La misma historia. Una familia que murió mientras dormía en un incendio en Pretoria por inhalación de humo.

Secuestraban familias muertas y él y sus padres se preparaban para suplantar sus identidades.

El café le subió desde el estómago como si fuese bilis.

La naturaleza de una buena mentira era abrazar la verdad. Él era Evan Casher y además se suponía que era Jean-Marc Merteuil, David Rendon, Eric Petersen. Cada nombre era una mentira esperando a ser vivida por toda su familia.

Excepto el único nombre que no coincidía con sus pasaportes falsos ni con los de su madre: Arthur Smithson.

La búsqueda de este nombre sólo produjo unos enlaces dispersos. Un Arthur Smithson agente de seguros en Sioux, Dakota del Sur. Un Arthur Smithson que enseñaba inglés en un colegio de California. Un Arthur Smithson que se había evaporado de Washington DC.

Seleccionó el enlace de una historia de The Washington Post.

Era una noticia sobre una desaparición sin resolver en la zona de Washington. Mencionaba el nombre de Arthur Smithson, así como muchos otros: adolescentes fugitivos, niños desaparecidos, padres en paradero desconocido. Entró en el enlace de Smithson y encontró una historia que se remontaba veinte años atrás:

SE SUSPENDE LA BÚSQUEDA DE

LA FAMILIA DESAPARECIDA

Por Federico Moreno, reportero

Hoy ha sido suspendida la búsqueda de una joven pareja de Arlington y de su hijo, a pesar de la insistencia del vecindario en lo extraño de que la pareja hubiera cogido los bártulos sin despedirse. Arthur Smithson, traductor free lance de veintiséis años; su mujer Julie, de la misma edad, y su hijo de dos meses, Robert, desaparecieron de su hogar de Arlington hace tres semanas. Preocupado tras varios días sin ver a la señora Smithson y al pequeño Robert jugar en el jardín, un vecino llamó a la comisaría de Arlington. La policía entró en la casa y no halló signos de forcejeo, y se encontró con que las maletas y la ropa de los Smithson habían desaparecido. Sus dos coches, sin embargo, seguían en el garaje.

«No tenemos razones para sospechar de un acto criminal -afirma Ken Kinnard, portavoz del departamento de policía de Arlington-. Nos encontramos en un callejón sin salida. No tenemos explicación de dónde están. Hasta que tengamos más información, no podemos proseguir la investigación.»

«La policía tiene que esforzarse más», protesta Bernita Briggs, su vecina. La señora Briggs aseguró que hacía de canguro para la señora Smithson desde que Robert había nacido y que la joven madre siempre la había tratado como su confidente y que no le había dado ningún indicio de que la familia planease marcharse de la zona.

«Tenían dinero, buenos trabajos-continúa la señora Briggs-. Julie nunca mencionó marcharse. Siempre me preguntaba qué cortinas y qué estampado escoger para el cuarto del niño. Tampoco se hubieran ido sin decírmelo. Julie siempre me decía que me preocupaba demasiado, y sabía que si simplemente cogían sus cosas y se marchaban yo estaría tremendamente preocupada. Ellos nunca me harían pasar un mal trago como ése. Es una chica muy buena.»

La señora Briggs relató a la policía que Smithson hablaba con fluidez francés, alemán y ruso, y que realizaba trabajos de traducción para el gobierno y para editoriales académicas. De acuerdo con los archivos de la Universidad de Georgetown, el señor Smithson se había graduado cinco años antes en francés y ruso. La señora Smithson trabajaba como civil en la Marina hasta que se quedó embarazada, momento en el cual dejó su trabajo.

La Marina no nos ha devuelto las llamadas que hemos hecho para preguntar sobre esta historia.

«Me gustaría que la policía me contara lo que realmente sabe -protesta la señora Briggs-, Es una familia maravillosa. Rezo por que estén a salvo y se pongan en contacto conmigo pronto.»

La historia archivada no mostraba ninguna foto de la familia Smithson. Ningún otro enlace indicaba que hubiese un seguimiento de la historia.

Otra familia muerta, como los Merteuil en Bélgica, como los Petersen en Sudáfrica y como los Rendon en Nueva Zelanda. Pero no habían muerto, simplemente se habían esfumado. A menos que este Smithson de Washington no fuese ahora el Smithson que vendía seguros en Dakota del Sur o el Smithson que enseñaba Shakespeare en Pomona.

¿Qué le había dicho Gabriel durante su violento viaje en coche saliendo de Houston?: «Te diré quién soy. Te diré quién eres tú». Evan pensó que estaba loco, pero quizá no lo estuviese.

Se quedó mirando el nombre del niño desaparecido: Robert Smithson. Aquel nombre no le decía nada.

Entró en un directorio de teléfonos en internet, introdujo el nombre de Bernita Briggs, y buscó en Virginia, Maryland y Washington DC. Le salió un número en Alexandria. ¿Se arriesgaría a llamar desde el teléfono móvil robado? El Albañil lo sabría, seguro que tenía acceso al registro de llamadas. No, era mejor esperar. Si El Albañil sabía que la llamaba podría ponerla en peligro.

Anotó el nombre de Bernita Briggs y se marchó, seguro de que el camarero no le quitaba los ojos de encima. Se preguntaba si era paranoia, si ésta se había apoderado de él y se había asentado en su mente, cambiando quien era para siempre.

Capítulo 21

La casa estaba situada en un extremo del distrito de las artes de Montrose, en una calle con casas más antiguas, la mayoría de ellas arregladas con orgullo, otras viejas y abandonadas. Evan pasó junto a la casa del hermanastro de El Turbio dos veces, luego aparcó dos calles más allá y fue caminando, con el petate colgado del hombro. La gorra y las gafas de sol lo hacían sentirse como un ladrón esperando a la puerta de un banco. En el jardín lleno de maleza había un cartel de «Se vende», y una funda llena de folletos esperando a ser recogidos por manos curiosas. Todas las cortinas de la casa estaban cerradas y se imaginaba a la policía esperando, o a Jargo entregándole una maleta llena de dinero a El Turbio, o a El Albañil y a los matones del gobierno sonriéndole a través de los encajes de las cortinas. Recordaba haber entrevistado aquí al hermanastro de El Turbio, Lawan, para El más mínimo problema; Lawan era un tipo inteligente y amable, callado cuando El Turbio gritaba, y diez años mayor que éste. Llevaba una panadería y su casa siempre olía a canela y a pan.

Evan esperó en la esquina de la calle, cuatro casas más abajo.

El Turbio llegaba diez minutos tarde. Llegó solo y caminó hasta delante de la puerta sin mirar a Evan. Éste lo siguió un minuto más tarde, abrió la puerta principal sin llamar. El interior de la casa olía ahora a polvo en lugar de a especias y a harina. Allí no vivía nadie.

– ¿Dónde está Lawan? -preguntó Evan.

El Turbio se puso junto a la ventana y echó un vistazo fuera para ver si alguien había seguido a Evan.

– Murió, hace dos meses. El sida se lo llevó.

– Lo siento mucho. Ojalá me hubieses llamado.

El Turbio se encogió de hombros.

– ¿Cuándo fue la última vez que me llamaste, sólo para ver cómo estaba?

– Sigo diciendo que lo siento.

– No tienes por qué hacerlo. Volvamos al tajo, hijo.

Evan esperó.

– He gorroneado un poco de pasta para ti. Pero si te cogen mantendrás mi nombre fuera de todo esto.

– ¿Por qué estás tan enfadado conmigo?

El Turbio encendió un cigarro.

– ¿Por qué crees que estoy enfadado?

– En la CNN te comportaste como si te hubiese timado. No hice mucho dinero con la película, Turbio. No soy Spielberg. No te prometí una carrera en la industria del espectáculo, no pude prometerte eso.

– Estar en tu película me hizo probar una vida mejor, Evan, mejor de la que tenía aquí. Mejor de la que podría haber tenido cuando traficaba. -Observaba a Evan entre el humo-. ¿Sabes? Cuando se estrenó El más mínimo problema quise incluso hacer una película. Intenté escribir un guión. Fui a clases. Pero ni siquiera pude enlazar dos escenas. No me dio la cabeza para eso.

– ¿Por qué no me lo dijiste? Te habría ayudado con el guión.

– ¿Ah sí? Creo que eras un muchacho blanco muy ocupado después del gran éxito de El más mínimo problema. Cuando te metes en tu trabajo no prestas tanta atención a la gente. Tienes razón, conseguí la libertad gracias a tu documental. Pero tú conseguiste tu carrera porque yo te dejé rodar mi historia. Ésa es una deuda que tampoco podrás pagarme.

– Turbio, lo siento. No tenía ni idea. Te lo debo, y te lo agradezco. Lo siento si no te lo dije antes.

El Turbio le ofreció la mano y Evan se la estrechó.

– Todo tu maldito mundo se reduce a deberle algo a otro tonto. Así que no pasa na, ahora estamos en paz. Si estaba enfadado… bueno, tú limitaste mis opciones profesionales.

– No te entiendo.

El Turbio se le acercó en la quietud de la casa.

– Por aquel entonces todavía pasaba droga, Evan. Sí, aquel cabrón de Henderson me tendió una trampa, puso la coca en mi coche. Pero un par de días antes llevaba kilos de coca en el maletero. Un montón más.

Evan se le quedó mirando fijamente.

– Realmente pensabas que era inocente, puro como la nieve. -El Turbio sacudió la cabeza-. Evan, yo tenía la nieve. -Se rió de su propio chiste-. Pero cuando hiciste la peli ya no pude seguir pasando más. Mi cara era demasiado conocida y yo soy el tío inocente con el que la policía se equivocó. Tú despertaste mi interés por las películas, pero no tengo ni puta idea de cómo hacerlas. Así que soy guardia de seguridad. Eso es todo lo que me dejaste. A veces, la libertad es como un callejón sin salida del que no puedes escapar.

– Lo siento, Turbio.

– No te preocupes más por eso.

Turbio le dio la maleta. Evan se sentó en el suelo y la abrió. Había unos cientos de dólares, todos en billetes usados de diez y de veinte.

– Cuéntalo. Son unos mil. Eso es todo lo que te puedo dejar.

– No necesito contarlo. Gracias.

– Lawan tenía un portátil, puedes quedártelo.

– Gracias, Turbio. Muchas gracias. -Evan suspiró para ocultar cómo se le quebraba la voz-. Sabía que podía confiar en ti. Sabía que no me dejarías tirado.

– Evan. Escúchate a ti mismo. ¿Crees que nunca vi la pena en tu cara? ¿Que nunca escuché ese tono de voz que me decía que me estabas haciendo un favor que cambiaría mi vida? No eres tan listo como quieres aparentar, chico. Ahora tú eres el que se ha venido abajo. Ahora eres tú el que necesita que te echen una mano. Ahora eres tú el que parece una mierda de perro pegada a la suela de un zapato.

– Nunca me diste pena.

– No te creías que pudiese librarme por mí mismo de la cárcel.

– No podías.

– La rueda de la fortuna hizo que llamases a mi puerta y me ayudases. Pero quiero que despiertes y veas el mundo tal y como es, porque no sabes lo que es tener problemas, verdaderos problemas. Confié en ti porque no tenía elección. Tú has confiado en mí cuando no has tenido tampoco elección, Evan. Tienes otros amigos a los que podrías haber acudido, más listos que yo. No confíes en nadie a menos que no tengas otra opción. Ése es mi lema. -El Turbio alargó el brazo y estrechó el hombro de Evan-. Estuve pensando en lo que me dijo esa Galadriel Jones. Me dijo que si venías por aquí la llamase a este número y me daría cinco mil pavos en efectivo, libres de impuestos.

– Pero no has llamado.

– ¿Tú qué crees?

– No. Porque valoras mucho el respeto y ella está intentando sobornarte, engañarte.

– Fingí que la escuchaba, y claro que me sentí tentado. Eso es más de dos años de sueldo limpiándoles el culo a los mocosos de Pinos de la Toscana. Pero ¿sabes qué? Que le den. Puede que haya mentido y robado alguna vez, pero no me van a comprar.

– Me alegro, Turbio. Gracias.

– De nada.

– Necesito que me prestes un teléfono. Y necesito usar el ordenador de tu hermano. ¿Estaremos seguros aquí durante un rato?

– Sí, a menos que el agente inmobiliario aparezca para enseñar la casa. -El Turbio se encogió de hombros-. Aunque no creo.

Evan sudó durante los cuatro tonos.

– ¿Sí? -dijo una voz de mujer, desgastada por el uso de toda una vida.

– Hola, ¿podría hablar con la señora Briggs?

– Vendas lo que vendas estoy segurísima de que no quiero nada.

– No soy un vendedor, señora. Por favor, no cuelgue… usted es la única persona que puede ayudarme.

El ego de la anciana no pudo resistir esa súplica.

– ¿Quién es?

– Me llamo David Rendon. -En el último momento decidió no utilizar su verdadero nombre; la gente mayor estaba a menudo enganchada a las noticias, así que tomó una de las identidades falsas de los pasaportes-. Soy reportero del Post.

La mujer no reaccionó ante esto, así que Evan fue al meollo directamente:

– La llamo para ver si recuerda a la familia Smithson.

Se produjo un silencio durante diez largos segundos.

– ¿Quién dijo que era usted?

– Un reportero del Post, señora. Estaba buscando entre los archivos y vi la historia de que sus vecinos desaparecieron hace veinte años. No encontré más seguimiento de la historia y me interesaría saber lo que les ocurrió a ellos y a usted.

– ¿Pondrá mi foto en el periódico?

– Apuesto a que podría hacerlo.

– Bueno. -La señora Briggs bajó la voz hasta alcanzar un ensayado tono de conspiración-. No, los Smithson no volvieron a aparecer. A ver, aquella casa era un sueño, perfecta para una familia joven, y simplemente van y se marchan. Increíble. Me había encariñado con su bebé, y también con Julie. Arthur era un imbécil. No le gustaba hablar.

Al parecer ser reservado era claramente un crimen para la señora Briggs.

– Pero ¿qué pasó con su casa?

– Bueno, no habían terminado de pagar la hipoteca y el banco la revendió por medio de un agente inmobiliario de la zona.

No estaba seguro de qué preguntar ahora.

– ¿Eran una familia feliz?

– Julie estaba tan sola… podías vérselo en la cara, en su forma de hablar. Una chica asustada, como si el mundo se hubiese ido dejándola atrás. Me dijo que estaba embarazada y recuerdo que me pregunté «¿Por qué hay miedo en la cara de esta dulce chica?». Era la noticia más feliz que le podrían dar y parecía que se le venía el mundo encima.

– ¿Alguna vez le dijo por qué?

– Pensé que no era feliz en su matrimonio con ese tipo tan seco. El niño la ataba.

– ¿Sugirió alguna vez la señora Smithson que quisiese escapar? ¿Adoptar otro nombre?

– Dios mío, no. -La señora Briggs hizo una pausa-. ¿Es eso lo que ocurrió?

Evan tragó saliva.

– ¿Alguna vez oyó mencionar el apellido Casher?

– No que yo recuerde.

Había pasado su niñez en Nueva Orleans mientras su padre acababa su master en informática en Tulane. Cuando Evan tenía siete años se mudaron a Austin. Creía que había nacido en Nueva Orleans.

– ¿Alguna vez le mencionaron Nueva Orleans?

– No. ¿Qué ha averiguado sobre ellos?

– He encontrado algunas piezas que no encajan demasiado bien -suspiró-. ¿No será usted una chamarilera, verdad, señora Briggs?

Esbozó una delicada y cálida sonrisa.

– El término educado es «coleccionista».

– ¿Guardó alguna foto de los Smithson? Como usted y Julie eran tan íntimas…

De nuevo silencio.

– La tenía, pero se la di a la policía.

– ¿No se la devolvieron?

– No, se la quedaron y no me la devolvieron. Supongo que debe de estar todavía en el archivo del caso. Si es que lo hay.

– ¿No tenía ninguna otra foto?

– Creo que me quedé con una foto suya de Navidad, pero no sé donde puede estar. No viajaban en Navidad. No tenían familia, sólo se tenían el uno al otro. Se conocieron en un orfanato, ¿sabe?

– ¿En un orfanato?

– Es una historia muy a lo Dickens: Oliver Twist casado con la pequeña Nell. Un año no pude ir a casa de mi hermana a causa de una tormenta de nieve, así que pasé la Nochebuena con los Smithson. Arthur estaba borracho. No me quería allí. Eso avergonzaba a Julie, podía notarlo, pero pudimos pasar un rato agradable cuando Arthur se quedó dormido. -Sacudió la cabeza-. No entiendo la presión que se infringe la gente a sí misma. Los envejece. Yo nunca me preocupo.

Una madre indecisa, un padre borracho. No parecían sus padres.

– Señora Briggs, si tiene otra foto de los Smithson le agradecería mucho que me la enviase.

– Y lo haría si me dijese quién es realmente. No creo que sea reportero, señor Rendon.

Evan decidió ser sincero. Confiar en ella, porque necesitaba la información.

– No lo soy. Me llamo Evan Casher. Siento decepcionarla.

– Entonces ¿quién es?

Esto era un gran riesgo. Podía equivocarse. Pero si no lo intentaba estaría en un callejón sin salida.

– Creo que soy Robert Smithson.

– ¡Ay Dios mío! ¿Es una broma?

– No es el nombre con el que me crié, pero encontré una conexión entre mis padres y los Smithson. -Hizo una pausa-. ¿Tiene usted acceso a internet?

– Soy vieja, pero no anticuada.

– Vaya a cnn.com, por favor. Busque Evan Casher. Quiero que me diga si reconoce alguna de las fotos.

– Un momento. -La oyó dejar el teléfono y cómo se despertaba un ordenador. La oyó manejar el ratón y teclear-. Estoy en CNN. ¿c-a-s-h-e-r?

– Sí, señora.

La oyó escribiendo en el teclado. Luego un silencio.

– Busque una historia de un homicidio en Austin, Texas -le dijo.

– La veo -murmuró la señora Briggs-. ¡Dios mío!

La última vez que había visitado la página la actualización incluía una foto de su madre y otra suya en la página.

– ¿Se parece Donna Casher a Julie Smithson?

– El pelo está diferente. Han pasado muchos años… pero sí, creo que es Julie. ¡Cielos, está muerta!

Parecía tan afligida como si Julie todavía fuese su vecina.

– Dios mío… -Evan procuró calmar su voz-: Señora Briggs, creo que mis padres eran los Smithson y que se metieron en problemas graves en aquella época y tuvieron que adoptar identidades nuevas. Esconderse de su pasado.

– ¿Eres tú? ¿El de la foto al lado de la suya?

– Sí, señora.

– Te pareces a tu madre. Eres la viva imagen de Julie.

Dejó escapar un suspiro.

– Gracias, señora Briggs.

– Aquí dice que te han secuestrado.

– Lo hicieron. Estoy bien. Pero no quiero que nadie sepa dónde estoy ahora.

– Debería llamar a la policía, ¿no? -Elevó la voz.

– Por favor, no llame a la policía. No tengo derecho a pedirle esto, y usted debería hacer lo que crea que está bien…, pero no quiero que nadie sepa dónde estoy, ni que sé cuáles eran los nombres de mi familia. Quienquiera que ha matado a mi madre puede que me mate a mí.

– Robert -hablaba como si se le rompiese el corazón-, espero que no sea una broma.

– No señora, no lo es. Pero si me llamaba Robert, nunca lo supe.

– Los dos te querían muchísimo -dijo conteniendo las lágrimas.

Evan sintió calor en la cara.

– Usted dijo que se conocieron en un orfanato. ¿Dónde?

– En Ohio. Dios, no recuerdo el nombre del pueblo.

– Ohio. Bien.

– Goinsville -dijo de repente con gran seguridad-. Ése es el pueblo. Bromeaba con eso, con no volver nunca a Goinsville. Era tan triste que ambos fuesen huérfanos… Recuerdo que siempre pensaba en eso en Navidad. Y se sentían tan felices de haberte tenido. Julie decía que no quería que tuvieses que soportar lo que ellos soportaron.

– Gracias, señora Briggs. Gracias.

Ahora la mujer lloraba en silencio.

– Pobre Julie.

– Me ha sido de enorme ayuda, señora Briggs. -Una terrible reticencia a colgar, a romper este pequeño eslabón con su pasado, sacudió a Evan-. Adiós.

– Adiós.

Evan colgó. Seguro que tenía identificación de llamada. Seguro que vio el número y llamaría a la policía ahora mismo. No le creerían, pero seguirían esa pista.

Goinsville, Ohio. Un sitio por donde empezar.

Smithson. ¿Por qué prepararía Gabriel un pasaporte con la antigua identidad de su padre? Probablemente esa información sobre quiénes habían sido los Casher era parte del pago. Puede que aquélla fuera la idea que Gabriel tenía de una broma.

Encontró el portátil del hermano de El Turbio guardado en el estante de un armario. Era un ordenador bonito y nuevo. Conectó en él su reproductor musical digital, se aseguró de que tenía los mismos programas de música que su portátil, y transfirió las canciones que le había enviado su madre el viernes por la mañana.

Buscó archivos nuevos. Ninguno, aparte de las canciones. Entró en cada carpeta y abrió todos los archivos para ver si algún programa que no hubiese visto podía descargar datos nuevos.

Nada. No tenía los archivos. Su madre había utilizado otro método para meter la preciada información de Jargo en el sistema, o simplemente el programa sólo se ejecutaba una vez. Quizás el sistema borraba la información o la ignoraba al copiar las canciones codificadas de nuevo.

Ahora no tenía nada con lo que luchar contra Jargo.

Salvo El Albañil.

El Turbio estaba viendo la tele abajo.

– ¿Me puedes dar el número que te dio esa señora Galadriel?

– Dile hola de mi parte -dijo El Turbio-. O no.

Evan volvió arriba. El Turbio lo siguió. Evan marcó el número.

Cuatro tonos.

– ¿Sí?

Respondió una señora muy agradable, tranquila y con acento sureño.

– ¿Eres Galadriel?

– ¿Quién llama?

– La verdad es que me interesaría más hablar con el señor Jargo, por favor.

– ¿Quién llama?

No iba a darles tiempo para que localizasen la llamada.

– Volveré a llamar en un minuto. Que se ponga Jargo.

Colgó y volvió a llamar pasados un par de minutos.

– Hola.

Ahora era una voz de hombre. Más mayor y cultivado.

– Soy Evan Casher, señor Jargo.

– Evan. Tenemos mucho de qué hablar. Tu padre me está preguntando por ti. Él y yo somos viejos amigos. He estado cuidando de él.

Jargo tenía a su padre. Evan se hundió.

– No le creo.

– Tu madre está muerta. ¿No crees que esta tragedia haría que tu padre apareciese y fuese corriendo hasta ti, si pudiese?

– Tú mataste a mi madre, hijo de puta.

Había recuperado la voz.

– Nunca le hice daño a tu madre. Eso fue cosa de la CIA.

– Eso no tiene sentido.

– Me temo que sí. Tu madre trabajaba para la CIA de vez en cuando. Encontró información que podría causar un daño irreparable a la agencia. Los enemigos de Estados Unidos creerían que nuestras operaciones de inteligencia estaban contra las cuerdas; esos archivos significarían el fin de la CIA. La CIA te matará para mantener en secreto esos archivos.

– No me importan los malditos archivos. Tú y tu hijo matasteis a mi madre.

Pausa.

– ¿Sabes que tengo un hijo?

– Sí. -Dejaría que ese cabrón creyese que tenía información que haría que Jargo se preocupase, que le hiciese preguntarse cuánto sabía-. Se llama Dezz.

– ¿Cómo sabes que es mi hijo?

Pensó que nombrar a El Albañil como fuente no sería prudente.

– Eso no importa. -Evan empezó a sentir bombear la sangre en la cabeza-. Déjame hablar con mi padre.

Al decir estas palabras, El Turbio se sentó en el suelo enfrente de él, con expresión de preocupación.

– Todavía no estoy preparado para eso, Evan -dijo Jargo.

– ¿Por qué?

– Porque necesito que me asegures que trabajarás con nosotros. Fuimos a aquella casa de Bandera para ayudarte, Evan, y tú nos disparaste y huíste.

– Dezz mató a un hombre.

Ahora El Turbio levantó una ceja.

– No. Dezz te salvó de un hombre que te estaba utilizando para librar su propia batalla contra la CIA. Luego la CIA te utilizaría a ti para atraparnos a nosotros y a tu padre. No eres más que un títere para ellos, Evan, y perdona mi dramatismo, y están preparados para derribarte sobre el tablero.

Encajaba con lo que le había dicho Gabriel, por lo menos un poco.

– Si te doy los archivos, ¿me darás a mi padre sano y salvo?

Casi creyó escuchar un mínimo suspiro de alivio de Jargo.

– Me sorprende escuchar que tienes esos archivos, Evan.

Los archivos eran reales, aquellas palabras lo confirmaban. Empezó a notar el sudor en el antebrazo y en los riñones. Ahora debía tener muchísimo cuidado.

– Mamá hizo una copia de seguridad y me hizo saber dónde estarían.

La mentira le salió con facilidad.

– Ah, era una mujer muy inteligente. La conocí durante mucho tiempo, Evan. La admiraba muchísimo. Quiero que sepas eso porque nunca, nunca podría hacerle daño a Donna. No soy tu enemigo. Tú y yo somos familia, en cierto modo. Respeto cómo te has protegido hasta ahora. Tienes mucho de tus padres.

– Cállate. Veámonos.

– Sí. Dime dónde estás y te llevaré junto a tu padre.

– No, yo elijo el lugar de reunión. ¿Dónde está mi padre?

– Confiaré en ti, Evan. Está en Florida. Pero puedo llevarlo hasta donde te encuentres.

Evan se lo pensó. Nueva Orleans estaba entre Florida y Houston, y conocía la ciudad, al menos la parte de Tulane, donde había pasado su infancia. Recordaba a su padre caminando por el zoo de Audubon, jugando a perseguirle por los verdes caminos del parque. Conocía el trazado. Sabía cómo entrar y cómo salir, y era un sitio muy concurrido.

– Nueva Orleans -dijo Evan-. Mañana por la mañana. A las diez de la mañana en el zoo de Audubon, en la plaza principal. Trae a mi padre y yo llevaré los archivos. Ven solo, sin Dezz. No me gusta y no confío en él, no lo quiero tener cerca. Si lo veo, no hay trato.

– Lo entiendo perfectamente. Te veré entonces, Evan.

Evan colgó.

– ¿En qué demonios te has metido y qué demonios crees que estás haciendo? -preguntó El Turbio.

– Lección número uno de los documentales: muestra a los personajes enfrentados. ¿Te acuerdas que en los tribunales le dije a tu madre que esperase en las escaleras cuando salió la madre de Henderson? Pon a dos madres luchando por sus hijos, compitiendo directamente la una con la otra; júntalas y tendrás fuegos artificiales.

– ¿Y si trae a tu padre?

– No me dejará hablar con él. No respetará el trato. Está intentando convencerme de que la CIA mató a mi madre, pero yo estoy seguro de que fue Dezz.

– ¿Les viste la cara?

– No.

– Entonces, ¿cómo estás seguro?

– Sus voces… oí sus voces. Estoy seguro.

«Casi seguro -pensó-. Pero no al cien por cien.»

– ¿Y ahora qué? -preguntó El Turbio.

– No puedo encontrar a mi padre mientras esquivo balas y corro todo el tiempo. Jugué según sus reglas, pero ahora jugaré según las mías. -Sacó la cámara de vídeo del petate-. Estos tíos están en la sombra. Voy a sacar su culo a la luz.

– ¿Vas a hacer todo esto tú solo? -dijo El Turbio.

– Sí.

– No, no lo harás. Iré contigo.

– No tienes por qué, ésta no es tu lucha.

– Cállate. Iré, fin de la discusión. -El Turbio cruzó sus enormes brazos-. No me gusta que esta gente intente jugármela. E imagino que necesito que estés de nuevo en deuda conmigo.

– De acuerdo.

Evan cogió el móvil y marcó el número que le había dado El Albañil.

– Albañil. Buenas tardes, soy Evan Casher. Escucha atentamente porque diré esto una sola vez. Si quieres los archivos reúnete conmigo en Nueva Orleans. Zoo de Audubon. Plaza principal. Mañana a las diez.

Colgó cuando El Albañil empezaba a hacer preguntas.

– Estás echando más leña al fuego -señaló El Turbio.

– No, estoy echándole gasolina.

Capítulo 22

El sábado por la noche, tarde, el avión fletado por Jargo aterrizó en el aeropuerto internacional Louis Amstrong. Llevó a Carrie a una suite en un hotel cerca del Superdome de Louisiana. Ésta observaba a la muchedumbre de turistas que deambulaban por la calle Bourbon en la noche de domingo. Jargo se sentó en el sofá. Había hablado poco de camino a Nueva Orleans, algo que siempre ponía nerviosa a Carrie. Dezz había volado el domingo por la mañana a Dallas, planeando entrar en la oficina de Joaquín Gabriel para buscar cualquier información sobre los nuevos pasaportes de Evan. Tenía que llegar a Nueva Orleans en cualquier momento.

– Mi hijo -dijo Jargo en medio del silencio.

Carrie siguió observando a los turistas.

– ¿Qué pasa con él?

– Te quiere. O más bien siente por ti lo que cree que debe de ser amor, una triste mezcla de posesión, ira, deseo y una completa torpeza.

– Me pregunto de quién es la culpa.

– Sólo te pido que no seas cruel con él.

– Antes me amenazó de muerte.

– Son sólo palabras.

– Es… -buscó el término. «Un loco» sería apropiado, pero no era una expresión para usar ante Jargo-, problemático.

– Le falta confianza. Tú podrías dársela.

Se quedó helada.

– ¿Cómo?

– Préstale más atención.

– No me voy a acostar con él.

– Pero sí te acostarías con Evan Casher, por el bien de nuestra red.

– No me voy a acostar con Dezz.

Sonó el teléfono del hotel. Jargo no la miró, pulsó el botón del altavoz.

– Buenas y malas noticias. ¿Cuáles queréis primero?

– Las malas -escogió Jargo.

– Ni rastro de Evan -informó Galadriel-. No hay señales de que haya usado la tarjeta de crédito y todavía no hay informes policiales que indiquen que ha aparecido. No podrás atraparlo antes de la reunión, a menos que sea tan estúpido como para usar la tarjeta de crédito en un hotel o en un restaurante.

– No es estúpido -dijo Carrie.

– ¿Has comprobado todos los informes de coches robados en los cinco condados? -preguntó Jargo.

– Sí, al final los conseguí. El candidato más probable es una Ford F-150 de un año que fue robada en la entrada de una casa, en Bandera. Encontraron en el porche una nota con las llaves de una motocicleta Ducati.

– ¿La policía local está investigando la Ducati?

– Eso no lo sé -respondió Galadriel-, lo siento.

Carrie observó a Jargo.

– La CIA o el FBI llegarán hasta Gabriel y los llevará de nuevo a aquella casa. Empezarán a hacer preguntas.

– No me preocupa -afirmó Jargo-. Lo más interesante es que no investiguen la Ducati.

– No entiendo -dijo Carrie.

– Claro que sí. Si las autoridades de Bandera no le siguen la pista es porque han cerrado la investigación. Nuestros amigos del FBI y de la CIA no quieren que se investigue, no quieren que persigan el coche robado.

– Porque ahora son ellos mismos quienes buscan a Evan -concluyó Carrie en un tono neutro.

Jargo asintió y dijo:

– Así que éstas son las malas noticias. ¿Y las buenas?-He descodificado parcialmente el mensaje de correo electrónico que Donna Casher recibió de Gabriel -dijo Galadriel-. Utilizó una variante inglesa de un antiguo código de lenguaje llano de los años setenta del SDECE. El nombre del código era 1849.

SDECE era la inteligencia francesa. Carrie frunció el ceño. 1849. La fecha que aparecía en el correo electrónico de Gabriel a Donna. Le decía qué código utilizar.

– Extraña elección -apuntó Jargo.

– En realidad no. Se supone que Donna se puso en contacto con Gabriel con prisa y necesitaban un código base con el que ambos pudiesen trabajar con facilidad.

– ¿Y qué decía el mensaje, entonces?

Carrie evitaba contener el aliento y no miraba a Jargo.

– Nuestra interpretación es: «Listos para salir el 8 mar. AM. Por favor entregar primera mitad de la lista al llegar a Fl. ¿Hijo viene? Segunda mitad al salir del país. Tu marido es tu preocupación».

– Gracias Galadriel. Por favor, llámame de inmediato si encuentras alguna pista de Evan. Jargo colgó el teléfono.

Carrie observó la tensión en los hombros de Jargo, en su cara. Había visto los restos de Joaquín Gabriel pateados y hechos pedazos, y sabía que este hombre era letal, y muy poco paciente. Escogió las palabras cuidadosamente.

– Los Casher iban a reunirse en Florida. ¿Dónde?

– Lo atrapamos en Miami, cuando volvía de un trabajo en Berlín. Debió de romper el protocolo y explicarle a Donna su itinerario -dijo Jargo-. Probablemente, Donna le había prometido la última entrega cuando la familia estuviese escondida y fuera del país.

– «Segunda mitad.» Parecen dos entregas -señaló Carrie-. ¿Qué más tenía aparte de los archivos de las cuentas?

La cara de Jargo se oscureció.

– Primero la mitad de los archivos y luego la otra mitad cuando estuviesen a salvo.

Miraba a Carrie como si estuviese asustado y furioso, e intentara ocultar su ira.

– Jargo, ¿qué son esos archivos?

Llamaron a la puerta. Carrie miró por la mirilla y abrió. Entró Dezz. No parecía contento.

– En Dallas, nada. La oficina de Gabriel está bajo vigilancia.

– ¿Policía local o federal?

– Local. Pero tiene que ser una petición de la agencia, probablemente a través del departamento -dijo Dezz-. No pude acercarme lo suficiente como para ver si había alguna información sobre los alias de Evan en su oficina. Han conectado a Gabriel con este caso.

– No has contestado a mi pregunta, Jargo. ¿Qué son esos archivos?

Jargo no la miró.

– Donna Casher robó nuestra lista de clientes.

– Tonterías -indicó Dezz-. No existe tal lista.

– Ella fue haciendo una lista. Una póliza de seguros brillante -Jargo se dirigió de nuevo a Carrie-. Ya sea a través de Gabriel o de su madre, Evan lo sabe todo sobre nosotros. Acaba de prometerme los malditos archivos a cambio de su padre. Sabe que Dezz es mi hijo. Sabe cosas de nosotros, Carrie. Ha visto más que los archivos de los clientes. Quizá también haya visto los nuestros.

– Así que tenemos que reunirnos con él -dijo Carrie.

Dezz dijo:

– Déjanos coger a Evan, papá. Tú vuelves a Florida, sacas los cuchillos y haces hablar a Mitchell. A ver si sabe dónde está la lista de clientes.

Jargo se frotó el labio.

– Estoy seguro de que Mitchell no tenía ni idea de que Donna estaba traicionándonos. Si hubiera ido a una misión sabiendo que su mujer estaba a punto de darme una puñalada por la espalda no hubiera vuelto cuando lo cité en Florida. Ella lo puso directamente en nuestras manos, dejando a su familia indefensa.

– Pero casi no podía decirte que no -apuntó Dezz.

– Claro que sí. Podría haber pedido un cambio de fecha. Respeto su opinión. Tenía la oportunidad de huir de nosotros fácilmente, pero no lo hizo.

– Te ciega el afecto por Mitchell -afirmó Dezz-. Eso no es bueno.

– No puedo permitirme sentimentalismos. Incluso aunque quisiera.

Jargo cerró los ojos y se frotó las sienes.

Carrie vio en la mirada de Jargo una luz que no era fría ni de odio. Era la primera vez desde que un año antes le dijo: «Sé quién mató a tus padres, Carrie, y te matará a ti también. Pero puedo esconderte. Puedes seguir trabajando para mí, cuidaré de ti».

– Carrie, ¿Evan te mencionó alguna vez Nueva Orleans? Debieron de haberle dicho adónde huir si alguna vez tenía problemas. O si les ocurría algo a ellos.

– Estoy segura de que nunca le dieron ningún tipo de plan de huida porque no sabía que sus padres eran agentes. Si hubiese tenido algún indicio de la verdad lo hubiese averiguado hace mucho tiempo. Así es él. -Se encogió de hombros-. Me dijo que había nacido en Nueva Orleans, pero que sólo había vivido allí de niño. Supongo que esto ya lo sabes.

Jargo asintió.

– Evan pidió específicamente que no estuvieses en la reunión, Dezz.

– ¿No le gusto? Me siento herido.

Jargo miró a su hijo con severidad.

– Mañana en el zoo no tendremos una repetición de lo que hiciste. Estarás tranquilo y harás lo que te digan.

Dezz masticaba un caramelo y miraba la moqueta.

– ¿Qué relación tienes tú con Mitchell Casher? -le preguntó Carrie a Jargo-. Pareces preocupado por él y también frustrado.

– Me gustaría que contactase con su hijo a través de mí, que lo metiese en esto. Pero se niega. No confía en mí.

– Es normal. Lo tienes prisionero.

– Estoy convencido de que no formaba parte del plan de Donna. Pero todavía no puedo convencerlo de mis buenas intenciones hacia su hijo.

– Me pregunto por qué -señaló Carrie-, teniendo en cuenta que no piensas cumplir tu trato con Evan.

– No esperará verte, Carrie. Eres el elemento sorpresa -dijo Jargo-. No puedo dejar escapar a Evan de esa reunión. Una vez que tengamos los archivos, será un caso cerrado. Lo sabes: hablará. No será capaz de mantener la boca cerrada. No es de ese tipo de hombres. Tú misma lo has dicho.

– El zoo de Audubon es un sitio muy conocido. Una gran atracción turística -dijo Carrie-. Demasiada gente. Demasiado pequeño. Ha sido muy inteligente al elegirlo. No serás capaz de coger a Evan allí, Jargo.

– Atraparlo no. Matarlo -aclaró Dezz.

– No, allí no puedes hacerlo -replicó Carrie.

– No. Le dejaremos que se vaya contigo. Estará encantado de verte -indicó Jargo-. Llévalo a algún sitio íntimo. Luego puedes matarlo.