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El miércoles por la mañana, durante el desayuno, Evan y Carrie se miraron el uno al otro observando su nuevo aspecto.
– No pareces tú -dijo Evan.
– Bienvenido a la peluquería de El Albañil.
El pelo de Evan era ahora de un color caoba vivo y lucía un corte limpio de aspecto militar; sus ojos de color avellana estaban ocultos tras unas lentillas marrones. Llevaba un traje negro con una camisa blanca, un cambio con respecto a su colorida ropa habitual. El pelo oscuro de Carrie había sido aclarado hasta dejarlo rubio y se lo habían cortado. Llevaba gafas con cristales tintados que hacían que sus ojos pareciesen marrones en lugar de azules.
– Llámame el chico camaleón -dijo Evan.
– Espero y rezo para que ésta sea la última vez que tienes que pasar por una transformación.
Tras revisar sus planes con Bedford, Evan y Carrie subieron a bordo del pequeño avión del gobierno que los había traído desde Nueva Orleans. Volaron hacia Ohio y aterrizaron en un pequeño aeropuerto regional al este de Dayton.
Bedford había preparado un coche para ellos y, mientras el piloto se apresuraba a ir a por él, Carrie y Evan esperaron bajo un toldo delante del aeropuerto. La lluvia cargaba el cielo plomizo y un viento húmedo soplaba sin parar. Evan tenía un paraguas que había cogido en el avión, pero desestimó la idea de abrirlo para protegerse del agua y hablar con Carrie, aún estando en medio del aparcamiento. Podía haber un micro escondido dentro del mango. Podría haber un micro en el coche. El piloto informaría a Bedford de cada palabra que dijese. Se preguntaba cómo habían podido soportar sus padres la carga del engaño continuo; quizás eso explicase el silencio entre ellos, la amable discreción del amor que necesitaba pocas palabras.
Goinsville, de donde Bernita Briggs le había dicho que procedía la familia Smithson, su familia, estaba a unos dieciséis kilómetros al oeste de la Interestatal 71. El piloto conducía. Evan iba sentado en el asiento de atrás. Carrie tenía el brazo en cabestrillo y parecía cansada, pero aliviada. Aliviada, pensó Evan, de estar por fin fuera de la cama y de ir a por Jargo.
Dejaron al piloto de la CIA bebiendo café y pidiendo un segundo desayuno en un pequeño restaurante a las afueras de la ciudad, enfrascado en una gruesa revista de autodefinidos.
Evan condujo hasta Goinsville y aparcó en la plaza del pueblo. Había cuatro tiendas de objetos usados que intentaban hacerse con los dólares de los compradores de antigüedades; un café al aire libre con sillas desgastadas y vacías; una consulta de oftalmología; un despacho de abogados y una oficina del registro.
Una ciudad normal y anónima.
– Goinsville nunca llegó a despegar -dijo Evan.
Condujo un bloque más allá de la plaza y aparcó delante de un edificio nuevo en el que se podía leer «Biblioteca Pública de Goinsville» en letras metálicas sobre los ladrillos.
Evan le dijo a la bibliotecaria de servicio que estaba buscando a sus antepasados.
La mujer, pequeña, morena y hermosa, frunció el ceño.
– Si están buscando certificados de nacimiento de antes de 1967 no tendrán suerte.
– ¿Por qué?
– El Palacio de Justicia del condado se incendió y todos los registros se quemaron con él. Nosotros somos la sede del condado. Del sesenta y ocho en adelante podemos encontrar algo.
– ¿Qué me dice del periódico local?
– Lo tenemos en microfilme hasta los años cuarenta -dijo la bibliotecaria-. También disponemos de algunas guías de teléfonos viejas en su formato original, si puede ayudarles. ¿Cuál es el apellido?
– Smithson.
Era la primera vez que podía reclamar ese nombre como propio, la primera vez que lo decía en alto en público. «Arthur y Julie Smithson. Antes vivían aquí. Se criaron aquí.»
– No conozco a ningún Smithson -dijo la bibliotecaria.
– Mis padres se criaron en un orfanato.
– Cielos, aquí no hay orfanatos. El más cercano sería el de Dayton, estoy segura. Pero sólo llevo viviendo aquí cinco años.
Les mostró las máquinas de microfilmes, les dijo que la llamasen si necesitaban ayuda, y se retiró a su mesa.
– Deben de haber cerrado el orfanato -comentó Evan. O la señora Briggs se había equivocado. O bien era una mentirosa-. Empieza por las guías de teléfono actuales, busca a cualquier Smithson. Yo empezaré por el periódico. Pero tengo que ir al baño.
Ella asintió y él volvió al vestíbulo de entrada. Cerca de los baños había una cabina telefónica. Le echó unas monedas y marcó el móvil de El Turbio.
– ¿Sí?
– Turbio, soy Evan. Sólo tengo unos segundos. ¿Estás bien?
– Sí, tío. ¿Dónde estás?
– Estoy bien. Estoy con… el gobierno.
– Por favor, dime que estás de coña.
– No lo estoy. ¿Ya has vuelto a Houston?
– Sí. Me pagué un billete de vuelta en avión con mi visa, tío, me lo debes. -Pero la antigua mordacidad de su tono cuando hablaron en Houston había desaparecido-. ¿Seguro que estás bien?
– Sí, y te haré llegar algo de dinero.
– No… no quiero parecer cutre. Es sólo que ahora estoy asustado, Evan.
– No deberías dejar que te vean.
– No lo hago. Llamé al trabajo para decir que estaba enfermo; estoy en casa de un amigo.
– Buena idea. ¿Grabaste a Jargo y a Dezz?
– Una imagen cristalina. Pillé a Dezz agarrando a la churri y también cuando le disparó al guardia y falló. Eso en Luisiana se llama intento de asesinato, creo.
– Necesito que cargues la grabación en un servidor remoto desde donde pueda bajármela. ¿Sabes hacer eso?
– No, pero mi amigo entiende de ordenadores. ¿Dónde lo quieres?
Evan le dio el nombre de un servidor remoto que había utilizado para almacenar las pruebas de rodaje de sus películas, así siempre tenía una copia de seguridad externa por si le robaban el ordenador o se le incendiaba la casa.
El Turbio repitió la información.
– Abriré una cuenta a nombre de mi hermanastro. La contraseña es «evanmelodebe».
– Gracias, Turbio. No te metas en problemas.
– ¿Cuándo vuelves a Houston?
– No lo sé. Gracias por todo. Te enviaré tu dinero.
– Tío, no te preocupes por eso. Ándate al loro.
– Lo haré. Tengo que marcharme, Turbio. Ten cuidado. Te llamaré cuando pueda.
Volvió a la mesa y Carrie le sonrió cuando se sentó.
– No hay mucho que buscar en las guías de teléfonos de los últimos veinte años -dijo-. No hay ningún Smithson. Ya me he puesto con los periódicos; puedes empezar con esa parte.
Evan puso el microfilme para buscar en el periódico del pueblo. Era consciente de la cercanía de Carrie, del olor a jabón de su piel, de cómo sería besarla y fingir que aquella pesadilla no había ocurrido.
Nunca volvería a ser lo mismo entre ellos, lo sabía. La inocencia había desaparecido para siempre.
– Puede que tus padres le mintiesen a tu fuente -indicó Carrie.
– Si no te importa, no te diré el nombre de mi fuente.
No le había revelado a nadie el nombre de Bernita Briggs ni cómo había averiguado la información que vinculaba a su familia con los desaparecidos Smithson. Bedford no lo había presionado.
– No, claro; estás protegiendo a esa persona. Yo haría lo mismo en tu lugar.
– Quiero confiar en ti. Sé que puedo. Es sólo que no quiero que Bedford lo sepa.
– Puedes confiar en él, Evan -aseguró Carrie, pero volvió a la búsqueda.
Empezó con unos periódicos en microfilme que comenzaban en enero de 1968. Las noticias de Goinsville estaban plagadas de eventos cívicos, reportajes sobre granjas, orgullosos artículos sobre los estudiantes de la escuela y unas cuantas noticias del resto del mundo. Giró la rueda del lector y pasó accidentes de coche, nacimientos, noticias de fútbol, un desfile de los scouts del águila y de los homenajeados de la Escuela de Futuros Granjeros de América.
Se detuvo en el 13 de febrero de 1968, cuando se incendió el Palacio de Justicia del condado. Leyó el artículo. El fuego había calcinado por completo los papeles del antiguo palacio de justicia. Durante los días posteriores se habló de incendio provocado, de lo que también se sospechó en el caso del fuego del orfanato, tres meses antes. Los investigadores estaban intentando buscar una conexión entre los dos incendios.
– ¿Estás al final de 1967? -preguntó Evan.
– No, estoy a mediados del sesenta y tres.
– Vete a noviembre de 1967. Lo he encontrado. Un incendio en un orfanato.
Encontró el relato del periódico en pocos minutos. El Hogar de la Esperanza acogía a los hijos ilegítimos y no deseados en Goinsville después de la Segunda Guerra Mundial. Al parecer, las semillas extraviadas del suroeste de Ohio que no acababan en hogares de la iglesia en Dayton o Cincinnati echaban raíces en el Hogar de la Esperanza, que acogía tanto a chicos como a chicas. En 1967, el fuego ardió en las oficinas de administración del orfanato, extendiéndose como la pólvora por el resto del complejo. Murieron cuatro niños y dos adultos por inhalación de humo. El resto de los niños fueron trasladados a otras instalaciones en Ohio, Kentucky y el oeste de Virginia.
El Hogar de la Esperanza nunca volvió a abrir sus puertas. Evan regresó a la historia del incendio del Palacio de Justicia. La mayoría de los artículos escritos sobre la tragedia del orfanato y sobre el incendio del Palacio de Justicia llevaban la firma de Dealey Todd.
– Busquémosle en la guía telefónica más reciente -propuso Evan.
Carrie lo buscó.
– Está aquí.
– Lo llamaré para ver si quiere hablar con nosotros.
Y así lo hizo.
– Su mujer dice que está jubilado, en casa y aburrido. Vayamos.
– Esos pobres niños -dijo Dealey Todd.
Rondaba los ochenta, pero tenía la sonrisa infinita de un niño. El tiempo le había ganado la batalla a su pelo hacía mucho, dejando ver una estela de pecas por toda la cabeza. Llevaba unos pantalones caqui viejos que necesitaban un lavado y una camisa descolorida por el uso. Su estudio era una ratonera llena de libros en edición rústica y tres televisores: una con la CNN y sin sonido y las otras con telenovelas, también sin sonido.
– Estoy aprendiendo español -explicó.
– Está mirando a chicas guapas -puntualizó su esposa.
Evan sintió que se le tensaban los músculos del cuello al ver la CNN sintonizada. Su cara había salido en ella en repetidas ocasiones durante los últimos dos días, aunque otras historias ya lo habían desbancado de las noticias. Pero el disfraz de Bedford parecía funcionar: cuando Evan y Carrie se presentaron como Bill y Terry Smithson, Dealey Todd los miró con la misma curiosidad que a cualquier otro extraño. Probablemente Dealey les prestaba más atención a los pechos que salían en las telenovelas que a la información de las noticias.
La señora Todd era una mujer bulliciosa que les ofreció café y rápidamente desapareció, marchándose a la cocina para ver otro televisor.
Evan decidió jugar la carta de la compasión.
– Creemos que mis padres pasaron por el orfanato del Hogar de la Esperanza, pero sus informes fueron destruidos -comentó Evan-. Estamos intentando encontrar cualquier otra fuente alternativa de información, y también saber más cosas sobre el Hogar. Mis padres murieron hace varios años y queremos unir el rompecabezas de su vida anterior.
– Es admirable -dijo Dealey Todd- ese interés por tus padres. Mi hija vive en Cleveland y no se molesta en llamar más que una vez al mes.
– Dealey-llamó la señora Todd desde la cocina-, a ellos eso no les importa, cariñito mío.
Su cariñito puso una cara amarga y dijo:
– De acuerdo, el orfanato. -Se encogió de hombros, volvió a sonreír y le dio un sorbo a su café solo-. El orfanato se quemó diez años después de construirlo, así que os queda un camino difícil para encontrar información.
Evan sacudió la cabeza.
– Tiene que existir alguna fuente. ¿Quién lo construyó? Quizá la organización benéfica que lo financiaba tenga lo que necesito.
– Déjame ver. -Cerró los ojos para pensar-. Originariamente lo puso en marcha una organización benéfica aconfesional de Dayton, pero luego lo vendieron a… -Se daba golpecitos en el labio superior-. Veamos, intento recordar el nombre de una empresa de Delaware. Probablemente encontraréis el registro de la venta en la oficina del secretario del condado. Pero recuerdo que fueron a la quiebra después del incendio, y nadie reconstruyó el orfanato.
Un propietario en quiebra. Sólo Dios sabía lo que había ocurrido con esos archivos. Pero Evan había aprendido en sus entrevistas para los documentales que los callejones sin salida a menudo tenían atajos, pero no estaban a la vista. Pensó un segundo y preguntó:
– ¿Cómo se sentía la gente de la ciudad con respecto al orfanato?
– ¿Sabes? No es que Goinsville no sea un lugar caritativo, pero muchas personas de por aquí no estaban precisamente rebosantes de alegría con el orfanato. Había una especie de sentimiento de «sí, pero no en mi barrio». Un puñado de beatas se sentían un tanto molestas con esto…
– Dealey, cariñito mío, no exageres -apuntó la señora Todd desde la cocina.
– Pensé que cuando me jubilase del periódico dejaría atrás a los editores -señaló Dealey.
Silencio en la cocina.
– No estoy exagerando -les dijo a Evan y a Carrie-. A la gente no le gustaba especialmente que las muchachas con problemas fuesen al Hogar de la Esperanza y dejasen allí sus preciosas cargas. Tenían a los pecadores junto con el producto final.
De repente se quedó callado y sonrió con preocupación al recordar que estaba hablando de los padres y de los abuelos de Evan.
– ¿Alguien odiaba aquel lugar lo suficiente como para quemarlo? -preguntó Evan.
– Al principio, todo el mundo pensó que había sido un accidente causado por los cables eléctricos. Pero seis meses después del incendio, un adolescente llamado Eddie Childers mató a su madre de un disparo y luego se pegó un tiro. La policía encontró recuerdos de los lugares incendiados: patucos, un uniforme de chica del orfanato, fotos de familia de los trabajadores del Palacio de Justicia. Todo estaba guardado bajo su cama. Nunca lo olvidaré; yo estaba allí cuando los oficiales encontraron todo eso. Y dejó una nota responsabilizándose de todo. Era un crío rebelde. Fue triste, muy triste.
– Así que todos los archivos sobre los niños nacidos en el Hogar de la Esperanza fueron destruidos -dijo Evan-, porque tanto el orfanato como el Palacio de Justicia desaparecieron y los propietarios entraron en quiebra.
– Sí, básicamente -respondió Dealey-. Recuerdo que escribí unos cuantos artículos sobre la empresa propietaria del orfanato después de que ardiese… porque ya sabes, acabó con unos veinte puestos de trabajo o así en la ciudad. La gente esperaba que lo reconstruyesen. Veinte puestos de trabajo son veinte puestos de trabajo.
– Bueno, buscaremos los artículos en la biblioteca -propuso Carrie.
«Esto es un callejón sin salida, no es nada. No puede ser -pensó Evan-. Ése es el quid de la cuestión: Goinsville es un callejón sin salida.» Alguien quería que fuese el final del camino para cualquiera que viniese buscando a los padres de Evan. «No puede ser. No puedes tener un negocio que se ocupa de cuidar niños y que todos los retazos de su historia desaparezcan…»
– Gracias por su tiempo -dijo Carrie.
– Veinte puestos de trabajo -dijo Evan de repente-. Dígame, ¿conoce a alguien que trabajase en el Hogar de la Esperanza que todavía siga vivo?
Dealey se mordió el labio, pensativo. La señora Todd salió de la cocina:
– Bueno, la mujer del primo de Dealey trabajaba en el orfanato como voluntaria. Les leía cuentos a los niñitos todos los miércoles, ¿sabe? Despertaba su interés por los libros, porque ya sabe que ésa es la clave del éxito. Me acuerdo porque Phyllis ganó un premio a la «Voluntaria del año» y mi suegra me dio la lata durante semanas para que me presentase como voluntaria. Ella podría ayudaros o daros los nombres de los empleados.
– ¿Por casualidad vive todavía por aquí cerca? -preguntó Evan-. Podría enseñarle fotos de mi padre y de mi madre a ver si se acuerda de ellos.
– Claro -respondió Dealey-. Phyllis Garner vive a cinco calles de aquí.
– Phyllis no tiene ni un pelo de tonta -añadió la señora Todd-. Lástima, cariñito mío, que eso no sea común en tu familia.
Con una rápida llamada de teléfono se informaron de que la señora Garner estaba en casa, viendo el mismo culebrón que la señora Todd. Condujeron cinco calles más con Dealey Todd hasta una casa de ladrillo perfectamente conservada a la que daban sombra unos robles gigantes. La señora Garner llevaba un conjunto de suéter y chaqueta de color lavanda, iba perfectamente peinada y tenía como mínimo ochenta y cinco años.
Mediante un gesto, Phyllis Garner los invitó a sentarse en un sillón con estampado floral.
– Sé que ha pasado mucho tiempo, señora. -Evan le mostró fotos actuales de sus padres-. Sus nombres eran Arthur y Julie Smithson.
Phyllis Garner estudió la foto.
– Smithson. Creo que recuerdo ese nombre. ¡James! -Phyllis llamó a su nieto, que andaba haciendo chapuzas en el garaje-. Ven a ayudarme un minuto.
Y ambos desaparecieron en un sótano, dejando a Dealey, a Evan y a Carrie hablando del tiempo y de fútbol universitario, dos de los más vivos intereses de Dealey.
Phyllis volvió quince minutos después, llena de polvo, pero sonriente. Su nieto traía una caja. La puso en la mesa del café y se marchó a terminar de hacer sus chapuzas.
Phyllis se sentó entre Evan y Carrie, abrió la caja y sacó un álbum de recortes amarillento.
– Fotos de los niños. Recuerdos. Me hacían dibujos y los firmaban «para la señorita Phyllis». Había una niña que siempre firmaba «para mi mamá»; me decía que necesitaba practicar conmigo para el día que tuviese una madre de verdad. Me rompía el corazón. Quise traérmela a casa, pero mi marido no quiso ni oír hablar de ello, y fue la única discusión que nunca gané. Mi corazón sufría por aquellos niños. Nadie los quería. Eso es lo peor del mundo, que no te quieran. Espero que reconozcas a tus padres aquí.
Y fue pasando las páginas. Phyllis Garner era hermosa, radiante y probablemente el sueño de todo huérfano. Evan se preguntó si la señora Garner había sido consciente del doloroso anhelo de esos niños desamparados por que ella los agarrase de la mano y les dijese «Te vienes conmigo». Hubiese sido más fácil si un ángel como aquél hubiese mantenido las distancias.
Señaló una foto con un grupo de seis o siete niños. Los ojos de Evan se dirigieron primero a los niños, buscando a su padre y a su madre en cada uno de los rostros. No. No eran ellos. Luego se fijó en el hombre que estaba detrás de los chavales.
Era bajo y tenía poco pelo, pero no estaba calvo del todo.
Llevaba gafas y una estrecha barba académica. Pero la forma de su cara y la seguridad de su actitud eran las mismas. Evan había visto esa cara varias veces en los recortes de noticias que le habían enviado de forma anónima en su conferencia cuatro meses atrás. La sonrisa del hombre era hermética, como si encerrase la fascinante personalidad que lo había convertido en toda una fuerza en Londres.
Alexander Bast.
– Ese hombre, ¿quién es? -preguntó Evan, manteniendo un tono tranquilo.
Phyllis pasó la página; tenía una lista de nombres en la parte de atrás escrita con una cuidada letra cursiva.
– Edward Simms. Era el propietario de la empresa que llevaba el Hogar de la Esperanza. Sólo vino aquí una vez, que yo recuerde. Le pedí que posase con un grupo de niños, en honor a su visita. Dios mío, sonrió; pero cualquiera hubiera pensado que le había tirado un balde de agua hirviendo por encima. Actuaba como si los niños estuviesen sucios. El resto de las señoras lo encontraban encantador, pero a mí no me hace falta oír el cascabel para reconocer a una serpiente.
Carrie le agarró el brazo a Evan con fuerza. Sin decir ni una palabra, señaló a un chico alto y delgado situado al lado de Bast. Su cara mostraba conmoción.
– ¿Qué ocurre, querida? -preguntó Phyllis.
Después de un largo rato Carrie dijo:
– Nada. Pensé que…, pero no era nada.
– ¿Estás bien? -preguntó Evan.
Ella asintió:
– Estoy bien.
– Éste fue el último grupo de niños que llegaron antes del incendio, creo… -Phyllis Garner dejó el libro de recortes abierto en su regazo y recorrió la página con los dedos-. Recuerdo que eran tímidos al principio. Y por supuesto, eran niños más mayores, no bebés. Era una pena que todavía no los hubiesen adoptado. La gente quería bebés.
Carrie señaló a un niño alto y desgarbado.
– Estaba en la foto con el señor Simms.
Siguió agarrando el brazo de Evan.
Phyllis sacó la foto de la funda de plástico.
– Escribí sus nombres en la parte de atrás… Richard Allan. -Miró a Carrie con preocupación-. Cielo, ¿estás bien? Todavía pareces afectada.
– Sí, estoy bien, gracias. Tiene razón, es triste que estos niños más mayores no encontrasen un hogar. -La voz de Carrie volvía a sonar normal.
– Era tan injusto -dijo Phyllis-. Sólo buscaban bebés. Éste era un grupo de niños interesante. Guapos, brillantes, claramente bien cuidados y hablaban de forma muy correcta. En el orfanato veías niños para los que la esperanza había desaparecido. No sólo la esperanza de encontrar una familia, sino también la de tener una vida más allá de trabajos precarios. Los huérfanos tienen que librar una batalla cuesta arriba, pero estos niños no parecen destrozados para nada.
Evan pasó una página. Una foto de dos niñas adolescentes con un chico entre ellas, de pelo espeso y castaño, una amplia sonrisa en el rostro, unas pecas desperdigadas por las mejillas y un pequeño hueco entre los dientes delanteros.
Jargo. Seguía teniendo aquellos mismos ojos, fríos y cómplices.
– ¡Dios mío, Dios mío! -dijo Carrie.
Fue casi un gemido. El sudor empezó a recorrer la espalda de Evan.
– ¿Has encontrado a tu padre? -preguntó Phyllis alegremente.
Evan miró el resto de la página. Dos fotos más abajo había dos niños y una niña rubia con los ojos verdes, de una belleza que llamaba la atención pero con un aire serio. Un chico a su lado sostenía una pelota de fútbol, sudoroso después de jugar, con el cabello rubio y peinado de lado, sonriendo y preparado para conquistar el mundo.
Mitchell y Donna Casher preadolescentes, congelados en el tiempo, como Jargo.
– ¿Puedo? -preguntó Evan.
– Por supuesto -respondió Phyllis.
Sacó la foto de la cubierta de plástico y le dio la vuelta. Se leía: «Arthur Smithson y Julie Phelps», escrito con la caligrafía perfecta de Phyllis.
– Smithson -repitió Phyllis-. ¡Eso es! ¿Son tu familia?
– Sí, señora -respondió Evan con voz ronca y forzando una sonrisa.
– Cielo, entonces puedes llevarte la foto, es tuya. ¡Ay, estoy tan feliz de haber podido ayudarte!
Carrie le apretó más el brazo a Evan.
– Phyllis, ¿alguno de los niños de este grupo murió en el incendio?
– No. Los que murieron eran niños más pequeños. Los niños mayores consiguieron salir todos.
– ¿Recuerda adónde fueron después del incendio? ¿A algún otro orfanato en particular? -preguntó Evan.
– No, lo siento. Ni siquiera sé si me informaron. -Phyllis se recostó en la silla-. Nos dijeron que era mejor que no siguiésemos en contacto con los niños.
– ¿Sería posible que nos prestara estas fotos? Podemos hacer copias, escanearlas para pasarlas a un ordenador y devolvérselas antes de marcharnos del pueblo -sugirió Evan-. Nos haría un gran favor.
– Nunca hice lo suficiente por aquellos niños -contestó Phyllis-. Me alegro de que por fin alguien se interese. Llevaos las fotos con mi bendición.
Después de despedirse de Phyllis y de Dealey, se dirigieron al aeropuerto, donde un ordenador y un escáner les esperaba en el avión.
– Mi padre… -dijo Carrie con voz temblorosa-. Aquel chico de la foto que está al lado de Bast es mi padre, Evan. ¡Dios, es mi padre!
– ¿Estás segura?
– Sí. Nuestros padres se conocían. Conocían a Jargo cuando eran niños. -Señaló una de las fotos-. Richard Allan. El nombre de mi padre era Craig Leblanc, pero es él, sé que es él. No vayamos aún al avión; entremos un momento a tomar un café, por favor.
Se sentaron en una esquina de un restaurante de Goinsville. Eran los únicos clientes, a excepción de una pareja mayor sentada en una mesa con bancos corridos que intercambiaba sonrisas y miradas soñadoras, como si estuviesen en la tercera cita.
– Entonces, ¿qué demonios significa esto? -Carrie examinó la foto de su padre como si en ella pudiese encontrar las respuestas. Los ojos se le llenaron de lágrimas-. Evan, míralo. Parece tan joven, tan inocente. -Se enjuagó las lágrimas-. ¿Cómo es posible?
Aquel hombre perverso que había entrado en sus vidas, Jargo, por lo visto hundía sus raíces mucho más profundamente en sus vidas de lo que Evan jamás hubiese imaginado. Aquello entrelazaba su existencia con la de Carrie incluso antes de nacer, lo cual le asustaba: hacía que aquella maldición pareciese una sombra amenazante sobre ellos, bajo cuya oscuridad ninguno de ellos era consciente de vivir.
Evan respiró profundamente para tranquilizarse. Decidió que había que encontrar un orden en ese caos.
– Revisémoslo. -Repasó los hechos usando los dedos de las manos-. Nuestros padres y Jargo estuvieron juntos en el orfanato. El Hogar se quemó junto con todos los registros. Los niños se dispersaron. El Palacio de Justicia del condado se quemó un mes después y todos culparon a un pirómano que se suicidó. Alexander Bast, un agente de la CIA, tiene un orfanato bajo un nombre falso.
– Pero ¿por qué?
– La respuesta la tenemos delante de nosotros, si estuviéramos investigando el pasado de estos niños. Los registros. Los certificados de nacimiento. Se podría crear una identidad falsa fácilmente, utilizando Goinsville y el orfanato como lugar de nacimiento. Puedes decir, sí, yo nací en el Hogar de la Esperanza. ¿Mi certificado de nacimiento original? Por desgracia se quemó en un incendio.
Carrie frunció el ceño.
– Pero el estado de Ohio habría emitido unos nuevos, ¿no? Habría reemplazado los registros.
– Sí, pero basándose en la información aportada por Bast -dijo Evan-. Éste podría haber falsificado los registros para reivindicar que todos los huérfanos que vivían en el Hogar de la Esperanza habían nacido allí. Quizás esos niños tenían identidades diferentes antes de llegar al orfanato. Pero llegaron aquí y eran Richard Allan, Arthur Smithson y Julie Phelps. Después del incendio tendrían nuevos certificados de nacimiento con esos nombres, para siempre y sin preguntas. Y luego simplemente pedirían un nuevo certificado de nacimiento a nombre de docenas de niños en Goinsville.
Carrie asintió:
– Una fuente de identidades nuevas.
Evan bebió un trago largo de café. No podía apartar los ojos de la foto: su madre había sido tan hermosa y su padre parecía tan inocente…
– Volvamos atrás. Volvamos a Bast, porque él es el desencadenante. Dime por qué un propietario de clubes nocturnos, amigo de famosos, se interesa por un orfanato en Estados Unidos.
– La respuesta es que no es simplemente un juerguista londinense -dijo Carrie.
– Sabemos que trabajaba para la CIA.
– Pero en un nivel de base.
– O eso dice Bedford.
– Bedford no es un mentiroso, Evan, te lo prometo.
– Olvidemos a Bedford. Para la agencia esto debe de haber sido una manera de crear identidades nuevas con facilidad.
– Pero eran sólo niños. ¿Por qué iban a necesitar identidades nuevas?
– Porque… formaban parte de la CIA. Hace mucho tiempo. Es sólo una teoría.
Carrie se puso pálida y dijo:
– Pero si Los Deeps formaban parte de la historia de la CIA, ¿no lo sabría Bedford?
– A Bedford le encargaron seguir a Jargo hace sólo un año. No sabemos lo que le dijeron. -Evan le agarró las manos a Carrie-. Nuestras familias dejaron atrás sus vidas. Dejaron de ser Richard Allan, Julie Phelps y Arthur Smithson y adoptaron nombres nuevos. Puede que a Bedford le dijesen que era un problema heredado en lugar de un terrible secreto.
Evan volvió al montón de fotos.
– Mira esto. Jargo con mi familia.
Señaló una foto de un joven alto y musculoso de pie entre Mitchell y Donna Casher, rodeando con sus grandes brazos los hombros de ambos, esbozando una sonrisa torcida que era más de seguridad que de amistad. Mitchell Casher estaba un poco inclinado hacia la cara de Jargo, como si le estuviese preguntando algo. Donna Casher estaba rígida, incómoda, pero su mano agarraba la de Mitchell.
Carrie observó la cara de Jargo y miró la de Mitchell.
– Tiene un parecido con tu padre.
– No lo veo.
– La boca -dijo ella-. Él y Jargo tienen la misma boca. Mírales los ojos.
Ahora Evan vio la similitud en la curva de la sonrisa.
– Es sólo que están sonriendo mucho.
No quería mirarles los ojos: la mirada entrecerrada era casi idéntica. No podía ser, pensó. No podía ser.
Carrie miró la parte de atrás de la foto.
– Sólo dice Artie, John, Julie.
Evan le dio la vuelta a otra foto de Jargo que Phyllis le había enseñado.
– John Cobham.
– Cobham, no Smithson.
Le cogió las manos a Evan.
– Las fotos están descoloridas -dijo con un hilo de voz-. Los rasgos están borrosos y eso hace que la gente se parezca.
Ella se recostó y dijo:
– Olvídalo. Lo siento. Volvamos a lo que tú decías, si Bedford lo sabe o no. No creo que lo sepa, si no no se hubiese molestado en enviarnos aquí.
– Entonces, ¿qué le vas a decir?
– La verdad, Evan. ¿Por qué no?
– Porque quizá, sólo quizá, sea una vergüenza de la CIA que Bedford desconoce. Bast trajo aquí a esos niños, creó nombres para ellos, hizo que fuese muy difícil para cualquiera encontrar un registro sobre ellos; y trabajaba para la CIA. -Evan se inclinó hacia delante-. Quizá la CIA cogió a estos niños y los crió para convertirlos en espías y asesinos.
– Ésa es una teoría disparatada. La CIA nunca haría eso.
– No te pongas de parte de la CIA automáticamente. -Evan bajó la voz, como si Bedford estuviese sentado en el banco de al lado-. No estoy atacando a Bedford, pero no me digas lo que la agencia, o un pequeño grupo de gente descarriada que trabaja allí, pudo haber hecho o no hace cuarenta años, porque no lo sabemos. Bast era de la CIA, y trajo a nuestros padres aquí por una razón.
Carrie levantó una mano,
– Imagínate que tienes razón, que este grupo recibió nombres y vidas nuevas y que todos pasaron a trabajar para Jargo. ¿Por qué? Ésa es la pregunta.
– Bast murió. Jargo ocupó su puesto.
– Jargo mató a Bast. Tiene que ser eso.
– Quizás. Está claro que Jargo controlaba a nuestros padres y quizás al resto de los niños; un control del que no podían escapar. Quiero ir a Londres.
– Para averiguar cosas sobre Alexander Bast.
– Sí. Y para ver a Hadley Khan. Él conocía la conexión entre Bast y mis padres. No puede ser una coincidencia.
– Tampoco puede ser una coincidencia que tu madre escogiese este momento para robar los archivos y escapar. Sabía que se habían acercado a ti para hablarte de Bast.
– Nunca se lo dije. Nunca. Sabes que no hablo de mis películas mientras estoy planeándolas. Tú fuiste la primera persona a la que se lo conté.
– Evan. Ella lo sabía. Le enviaste un correo electrónico a Hadley Khan intentando averiguar por qué te había dejado aquel paquete sobre Bast. Pudo haber mirado en tu ordenador. Quizá vio el nombre de Bast en el correo para Hadley, o cuando me conoció… quizá le recordé a mi padre. A lo mejor tenía miedo de que te reclutasen y sólo quería una vía de escape permanente para tu familia.
– Me espiaba… -Sabía que era verdad-. Mi propia madre me espiaba.
Carrie alargó las manos a través de las tazas de café para cogerle la suya.
– Lo siento muchísimo, Evan.
La foto de Bast, desperdigada entre las fotos de sus padres y de Jargo hacía una eternidad, les sonreía.
Llamaron a Bedford desde el avión y le explicaron lo que habían averiguado.
– Queremos ir a Londres -explicó Evan-. La última vez que mi madre trabajó como fotógrafa fue allí, Hadley Khan está allí y Bast murió allí. ¿Puedes hacer que la CIA en Londres nos consiga el expediente completo sobre la muerte de Bast?
– En el expediente de Bast no hay constancia de ese orfanato -dijo Bedford-. ¿Estás seguro de que el de la foto es él?
– Sí. ¿Puede ser que este expediente fuese censurado por alguien de la CIA que quisiese ocultar su implicación?
– Todo es posible.
La voz de Bedford sonaba tensa, como si las reglas del compromiso se acabaran de escribir de nuevo. Evan podía ver cómo aumentaba la tensión en la cara de Carrie: «¿A qué demonios nos estamos enfrentando aquí?».
– Londres -repitió Evan-. ¿Podemos ir?
– Sí -dijo Bedford-, si Carrie se encuentra lo suficientemente bien como para viajar.
– Estoy bien. Cansada, pero puedo dormir durante el vuelo -dijo Carrie.
– Hablaré con la oficina de Londres para que os recojan y también con vuestro coordinador de viajes, pero creo que necesitaréis un piloto nuevo. Cambiad de avión en Washington. Y, Carrie, haré que te examine un médico antes de que vayas al Reino Unido, y otro médico cuando llegues a Londres.
– Gracias, Albañil.
Bedford colgó. Carrie fue al servicio y Evan cerró los ojos para pensar.
Oyó a Carrie volver a su asiento, pero siguió con los ojos cerrados. El avión rugió sobre Ohio y luego giró hacia Virginia. Dejaba atrás un trozo de suelo que era el primer paso en la larga mentira de la existencia de su familia.
Se imaginó que estaba en el estudio de su casa de Houston, descargando la cinta digital en su ordenador y abriéndose paso hacia veinte horas de imágenes, cortando la porquería superflua de la historia que quería contarle a la audiencia sentada en la silenciosa oscuridad. Una vez había leído que Miguel Ángel simplemente extrajo los trozos de mármol que no tenían, que estar allí y que encontró el David oculto dentro de la masa de piedra. Su David era la verdad sobre sus padres, la información que liberaría a su padre.
Entonces, ¿cuál era la verdadera historia? ¿Dónde estaba la delicada obra de arte bajo el bloque de mármol?
Abrió los ojos. Carrie estaba sentada mirando hacia delante, encorvada como si un viento frío la envolviese.
De repente, el corazón de Evan se llenó de… ¿de qué? No lo sabía. Pena, tal vez tristeza. Ninguno de ellos había pedido nacer en medio de este desastre, pero ella había elegido permanecer en él. Primero por sus padres, luego por Bedford y ahora por él.
Evan sintió en su corazón el peso de lo que le debía, en lugar de la confusión y el dolor por sus últimas mentiras.
– ¿En qué piensas? -preguntó Evan.
– En tu padre -dijo ella-. Te pareces a él en la sonrisa. En aquellas fotos, tu padre tenía una sonrisa muy inocente. Me pregunto si está asustado; por él y por ti.
– Jargo le ha dicho mil mentiras, estoy seguro.
– Sólo tiene que decir una realmente buena.
– Una mentira no fue suficiente para engañarte -dijo Evan.
– Me pregunto si nuestros padres tuvieron alguna vez miedo de que averiguásemos la verdad y nos alejásemos de ellos.
– Estoy seguro de que sí. Incluso sabiendo que los queríamos.
– Pero mi padre me reclutó y me metió en este mundo, igual que Jargo con Dezz. Todavía no entiendo por qué lo hizo. -Su voz sonaba cansada, no enfadada.
– No sabemos si tuvo elección, Carrie. Quizá creía que si te metías en el negocio no lo rechazarías.
– Le habría querido igualmente. Creo que eso lo sabía.
– Estoy seguro de que sí.
Carrie sacudió la cabeza.
– Ahora mismo siento que vivió una vida de la que nunca supe una palabra. Hay un montón de pensamientos, preocupaciones y miedos que tuvo que mantener en secreto. Es como si no lo conociese de nada. Probablemente así es como te sientes tú con tu padre. -«O conmigo», esperó Evan que dijese, pero ella no lo hizo.
Él carraspeó para aclararse la voz.
– Sólo sé que quiero al padre que conozco, y no puedo más que creer que ésa es la parte más auténtica de mi padre, independientemente del resto de cosas que haya hecho.
– Ya lo sé. Yo me siento igual. Te habría gustado mi padre, Evan.
– Debes de echarlo de menos.
– Dios mío, verlo en esas fotos, tan joven… todavía me impresiona. -Se enjuagó las lágrimas. Evan se sentó junto a ella, la rodeó con el brazo y le secó las lágrimas de la mejilla-. No confiaban en nosotros para decirnos la verdad -dijo después de un momento.
– Intentaban protegernos.
– Eso es lo que yo quería hacer contigo. Protegerte. Siento haberte fallado.
– Carrie, no me has fallado. Ni una sola vez. Sé que te encontrabas en una situación terrible; lo sé.
– Pero me odias un poco por mentirte.
– No.
– Si me odiases -dijo ella-, lo entendería.
– No te odio.
La necesitaba. Fue una certeza repentina. El hilo de la tragedia los había unido para siempre, del mismo modo que estaban unidos los padres de Evan y el padre de Carrie.
Evan la besó. Fue tan indeciso y tímido como suele ser un primer beso, un auténtico primer beso. Se echó hacia atrás para admirarla y ella cerró los ojos y sus labios se encontraron suavemente, una vez, dos veces; luego la besó apasionadamente. Era una mezcla de ternura y necesidad de demostrarle que la amaba.
Ella se separó y dejó su frente apoyada en la de él.
– Nuestras familias vivieron vidas falsas. Yo lo hice durante un año, pero no quiero vivir una mentira nunca más; no te puedes imaginar lo solitario que es. No quiero que tú lo hagas. Podemos ser simplemente nosotros. Te quiero, Evan.
Él quería creer. Necesitaba amar, necesitaba creer en lo mejor de ella. Necesitaba recuperar lo que había perdido, al menos parte de ello. Esa idea le vino de repente y brilló en su cabeza, estallando como si fueran fuegos artificiales. Quería estar solo con ella, lejos de los micrófonos ocultos de la CIA; lejos de sus padres, atrapados en viejas fotos como si fuesen extraños; lejos de la muerte y del miedo.
– Yo también te quiero -dijo en voz baja Evan.
Carrie se acurrucó en sus brazos y Evan la abrazó hasta que se quedó dormida.
«Podemos ser simplemente nosotros.»
«Sí -pensó-. Cuando Jargo esté muerto. Cuando lo haya matado.»
Mientras el avión despegaba hacia Virginia con gran estruendo, Evan no se preguntaba si ella era la misma mujer a la que había amado: se preguntaba si él seguía siendo el mismo hombre que ella amaba.
Jargo estaba tumbado, medio despierto, medio dormido, esperando la llamada telefónica que pondría fin a aquella pesadilla. Era de nuevo un chico sentado en la habitación oscura, escuchando la voz de Dios resonar en sus oídos. Dios estaba muerto, lo sabía, pero no así la idea de Dios, un ser tan poderoso que ejercía un control absoluto sobre ti, sobre si respirabas o si morías. El chico que había sido llevaba tres días sin dormir.
– El reto -dijo la voz, delicada, tranquila y con acento británico- es que conviertas un fallo en una oportunidad.
Jargo el chico (su nombre entonces era John, el nombre que más le había gustado) dijo:
– No lo entiendo.
– Si creas una situación y pierdes el control sobre ella, debes ser capaz de retomar esa situación, de convertirla en una ventaja para ti.
– Así que si caigo de un edificio de diez pisos… La verdad es que no sé cómo puedo convertir eso en una victoria.
Tenía trece años y empezaba a cuestionarse el mundo que siempre había conocido.
– Me refiero a situaciones que se pueden solucionar -respondió la voz sin mostrar signos de impaciencia-. Tú vives y respiras, puedes manipular a la gente. Debes construir cada trampa para que, si la presa escapa, no crea que tú la pusiste.
– ¿Por qué tiene que importarme lo que piense una víctima que escapa? -preguntó Jargo.
– Estúpido, chico estúpido -dijo la voz-. ¿No lo ves? Todavía hay que tender la trampa. Tú tienes que permanecer en el anonimato, que no surja ninguna sospecha sobre ti. No creo que jamás estés preparado para dirigir.
Sonó el teléfono.
Jargo se puso en pie, parpadeando; el chico asustado sentado en la oscuridad tardó un rato en desaparecer y luego se fue. Buscó a tientas el teléfono y descolgó.
– Tengo los registros de llamadas de móviles de tu rincón especial de Ohio.
– De acuerdo -dijo.
– Los he introducido en tu sistema -dijo Galadriel.
– Te diré lo que estoy buscando: llamadas al área metropolitana de Washington DC.
– Hay siete -respondió ella tras un momento.
– Dame las direcciones de todos esos números.
Se produjo una pausa.
– Dos residencias. Cinco oficinas del gobierno, en su mayoría oficinas del Congreso y la Seguridad Social.
– ¿Ninguna llamada a una dirección confirmada de la CIA?
– Ninguna -aseguró Galadriel después de otro instante-. Pero no tenemos una lista completa de los números de la CIA. Sabes que eso es imposible.
– Consigúeme las llamadas desde o hacia teléfonos de Virginia y Maryland.
Otra pausa.
– Sí. Sesenta y siete durante el día.
– ¿Alguna a Houston?
– Quince.
– Consigúeme las direcciones de cada una de ellas -lo llamaban por la otra línea-. Espera un momento -respondió a la otra llamada-. ¿Diga?
– Creo que vuelan hacia el Reino Unido -dijo la voz.
Jargo cerró los ojos. Podía oír el zumbido de la Game Boy de Dezz al final del pasillo, y la voz tranquila de Mitchell. Habían tenido un día largo y no habían avanzado mucho en la elaboración de un plan para recuperar a Evan. Pero ahora todo acababa de cambiar.
– ¿Desde dónde?
– Sospecho que desde una clínica de la agencia en el sureste de Virginia. Se llama Clínica North Hill. Hay una pista de aterrizaje privada cerca y la solicitud viene de esa pista.
– ¿Volaron allí desde Nueva Orleans?
– No lo sé. Sólo he visto la solicitud de un avión para volar desde el espacio aéreo de Washington hasta el Reino Unido. Ni siquiera estoy seguro de que sean ellos. Pidieron que un médico fuese al avión antes de que despegara, y también otro a su llegada a Londres. Si tu antigua agente está herida… podría ser ella. Por supuesto, también podría ser un agente viejo que necesite asistencia médica.
– Has dicho «fuese al avión». ¿Dónde más ha estado?
– No lo sé.
– ¿No encuentras otra solicitud para una viaje hoy?
– No. Debe de ser un vuelo doméstico. La información sobre vuelos domésticos está bastante protegida, y yo no estoy autorizado para acceder a ella.
– ¿Cuál es la identidad para el vuelo al Reino Unido?
– También está clasificada, pero es una operación conjunta con la inteligencia británica. Es todo lo que sé. -La voz empezó a ponerse nerviosa-. Sería mejor que controlases esto, Jargo…
– Está bajo control. Espera. -Volvió a ponerse al teléfono con Galadriel-. Quiero saber si hoy se ha realizado alguna llamada a teléfonos móviles en el sudoeste de Virginia desde teléfonos ubicados en aviones en nuestro territorio de Ohio. Cruza todos los datos con cualquier número de teléfono federal o de la CIA en esa zona.
– No estoy segura de poder rastrear llamadas de aviación -dijo Galadriel-. No sé si se gestionan de manera diferente.
– Tú hazlo. Busca también llamadas por satélite.
Oyó el martilleo en las teclas. Esperó durante unos cuantos minutos, escuchando cómo los dedos bailaban por el teclado mientras entraba en las bases de datos. Galadriel tarareaba de forma poco melodiosa mientras trabajaba.
– Sí. Sólo una, si estoy interpretando los datos correctamente. Fue a través de un transmisor cerca de Goinsville, Ohio, a un número asignado con la Clínica North Hill, situada al este de Roanote. Fue a las dos y cuarenta y siete de esta tarde.
Habían estado en Goinsville.
Jargo cerró los ojos y pensó en sus cada vez más escasas opciones. «Debes construir cada trampa para que, si la presa escapa, no crea que tú la pusiste.» Era la lección más dura que jamás había aprendido, pero esa filosofía había mantenido a Los Deeps con vida en la sombra, y los había hecho ricos. Se había exprimido el cerebro durante toda la noche y aquel día, intentando buscar una manera de atrapar a Evan y sacarlo a la luz; de devolverlo a su mundo para que fuese más fácil matarlo, mientras le hacía creer a Mitchell que lo estaban rescatando.
Pero quizá lo que estaba sucediendo no fuera un desastre. Quizás era su mejor oportunidad de sacarse de encima todos los dolores de cabeza, todas las amenazas.
Goinsville. Tal vez no hubiesen encontrado nada. ¿Qué podían encontrar? Nada: su vida allí formaba parte de un pasado que nadie recordaba. Pero el hecho es que habían encontrado algo. Londres era la siguiente parada, y no podía descartar la posibilidad de que Evan supiese mucho más de lo que su padre creía que sabía.
Algunas situaciones requerían un corte lento; otras exigían un corte definitivo en el cuello.
Había llegado el momento de ser cruel.
Volvió al otro teléfono.
– Todavía necesito tu ayuda.
– ¿Qué quieres? -preguntó la voz.
– Querer. Vaya concepto, querer. -Jargo sabía el dolor que le causaría a Mitchell. No era ciego ante el sufrimiento; el dolor era irrelevante. Jargo también sufriría su propio revés, pero no tenía elección-. Quiero una bomba.