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El oficial superior de la CIA en Londres los recogió en una pista de aterrizaje privada en Hampshire. Se llamaba Pettigrew; no dijo su nombre de pila. Parecía impaciente. Pettigrew estuvo callado mientras los llevaba a toda prisa a un coche que él mismo condujo hasta una casa de seguridad en el barrio londinense de St. Johns Wood. Se tomó su tiempo, dio varios rodeos y Evan, que sólo conocía Londres lo suficiente como para llegar al Soho y a la Escuela de Cine, se perdió por el camino.
Pettigrew no les dijo ni una palabra durante el viaje.
Era poco más de mediodía en Londres y, para sorpresa de Evan, habían dejado la lluvia atrás en Ohio. El cielo estaba despejado y las pocas nubes que había parecían de algodón fino. Pettigrew cerró un portón de hierro forjado tras ellos mientras subían las escaleras delanteras de la casa.
Los acompañó hasta unas habitaciones ordenadas, sin decoración y con baños privados; ambos tomaron una ducha. Un médico esperaba a Carrie para cambiarle la venda y examinar su herida. Cuando acabaron, siguieron a Pettigrew hasta un pequeño comedor donde una mujer mayor les preparó un té fuerte y café, y les sirvió una comida compuesta por carne fría, ensalada, queso, pepinillos en vinagre y pan. Evan se bebió el café, agradecido.
Pettigrew se sentó y esperó a que la mujer volviese rápidamente a la cocina.
– Todo esto es extrañísimo: que me ordenen desenterrar expedientes de Scotland Yard llenos de telarañas; recibir órdenes de un hombre con un nombre en código.
– Le pido disculpas -dijo Carrie.
– Me han dado carta blanca -comentó. Estaba casi de mal humor-. Y yo vivo para servir. No nos avisaron con demasiado tiempo -su tono mostraba la acritud de quien ha sufrido mucho-; aun así, aquí tienen lo que he encontrado.
Les dio el primer archivo, sujetando los dos restantes contra su pecho.
– Alexander Bast fue asesinado de dos tiros, uno en la cabeza y otro en el cuello. Lo que es interesante es que las balas eran de dos pistolas diferentes.
– ¿Por qué motivo necesitaría el asesino dos pistolas? -preguntó Carrie.
– No. Eran dos asesinos -aclaró Evan.
Pettigrew asintió.
– Un crimen por venganza. Yo diría que este asesinato tiene un componente emocional: cada asesino esperó para dejar su sello. -Les pasó una foto del cuerpo tirado en el suelo-. Lo mataron en su casa hace veinticuatro años, en mitad de la noche, sin signos de lucha. Limpiaron las huellas en toda la casa. -Pettigrew hizo una pausa-. Antes de morir llevaba veintitrés años trabajando para nosotros.
– ¿Puede darnos más detalles de su trabajo aquí? -preguntó Carrie.
Ella y Evan estaban de acuerdo en que, puesto que trabajaba para la CIA, ella conduciría el interrogatorio. Bedford le había proporcionado a Evan una identidad como analista de la CIA, pero se mantuvo callado.
– Bueno, entre sus muchas actividades creativas complementarias, a Bast le interesaban el arte y acostarse con mujeres famosas que frecuentaban sus clubes nocturnos. Una redada antidroga en uno de ellos hizo que perdiese su caché, y desperdició miles de dólares intentando mantenerlos a flote. Lo vigilamos muy de cerca, ya que no queremos agentes metidos en asuntos de narcóticos ilegales, pero el tráfico de drogas se debía a unos cuantos de sus clientes habituales que abusaban de su hospitalidad. Después de cerrar los clubes dedicó todas sus energías a la editorial, que tenía desde hacía tiempo pero que había sido uno de sus negocios más desatendidos. Publicaba literatura traducida, especialmente en español, ruso y turco. Importaba libros permitidos a la Unión Soviética, y traducía literatura rusa clandestina al inglés, al alemán y al francés. Así que era un contacto valioso, dado que podía ponerse en contacto con la comunidad disidente en la Unión Soviética y viajar con cierta libertad entre los dos países. Al principio sus responsables pensaban que podía ser un agente de la KGB, pero salió limpio de todas las investigaciones. Lo vigilamos de cerca durante la época de sus problemas financieros: ése es el momento en el que pueden comprar a un agente. Pero siempre salía limpio. Era muy popular entre la comunidad de residentes rusos en Londres.
– Entonces, ¿qué hacía exactamente para la CIA? -preguntó Carrie.
– Traía y llevaba a Berlín, Moscú y Leningrado los mensajes de los contactos de sus contactos. Lo supervisaban oficiales de la embajada estadounidense bajo protección diplomática. Pero era un agente de bajo nivel: no tenía acceso a los secretos de Estado soviéticos. Y la comunidad de disidentes no era de especial utilidad para la agencia en aquellos momentos; nos podían dar nombres de gente que tenía un acceso crucial a determinados asuntos y que habrían espiado para nosotros, pero la KGB observaba muy de cerca a los disidentes. Francamente, para la KGB era demasiado fácil infiltrarse.
Evan observó con detenimiento la foto de Bast asesinado. Sus ojos tenían una expresión de sorpresa y de terror. Aquel hombre conocía a los padres de Evan, había representado un papel secreto en sus vidas.
– ¿No hubo sospechosos?
– Bast tenía un nivel de vida alto, incluso después de su caída. Había algunos maridos descontentos con él. Tenía dinero. Rompió algunos acuerdos de negocios. Mucha gente podría querer que desapareciera de su vida. Por supuesto, Scotland Yard no sabía que Bast estaba trabajando para la CIA, y nosotros no se lo dijimos.
– Era una información bastante importante para ocultarla -dijo Carrie.
– Yo no lo hice, personalmente. No tienen por qué enfadarse conmigo.
– Por supuesto que usted no lo hizo -dijo Carrie riéndose, intentando calmar la repentina tensión-. Usted no tiene ni cuarenta años, ¿verdad? Simplemente me sorprende.
Ahora el tono de Pettigrew era de cabreo y desaprobación.
– Que asesinen a uno de los tuyos no es muy buena publicidad para reclutar.
Carrie pasó las páginas de las fotos de la escena del crimen.
– La CIA debió de sospechar que los rusos descubrieron que Bast era agente suyo y lo asesinaron.
– Naturalmente. Pero el asesinato parecía coincidir con un robo, y ése no es para nada el estilo de la KGB. Recuerda que Bast era un agente de bajo nivel en el mejor de los casos. Nunca fue una fuente original de información valiosa ni nos dio información falsa de la KGB. Simplemente era un mensajero fiable que reunía contactos. ¿Saben? Desde la caída de la URSS han salido a la luz muchos archivos de la KGB, pero no hay información de que ésta ordenase matarlo.
– ¿Podríamos hablar con la persona que fue su responsable? -preguntó Carrie.
– El oficial encargado del caso de Bast murió hace diez años. Cáncer de páncreas.
– El robo -dijo Carrie-. ¿Qué se llevaron? ¿Pudo el asesino haber descubierto algo que apuntase a que Bast tenía una conexión con la CIA?
Pettigrew les dio otro expediente.
– La agencia peinó todo el apartamento de Bast después de que lo asesinasen y de que la policía lo revisase. Encontraron el material de la CIA de Bast perfectamente escondido. La policía no lo había descubierto ya que, por supuesto, lo habrían confiscado.
– ¿Qué hay de sus efectos personales y sus cuentas? -preguntó Evan-. ¿Algo extraño?
Pettigrew rebuscó entre los papeles.
– Veamos… Un amigo, Thomas Khan, nos proporcionó información. -Desplazó el dedo por una lista-. Bast tenía dos cuentas bancarias diferentes, y un montón de dinero metido en su negocio editorial…
– ¿Ha dicho Khan? ¿k-h-a-n? -deletreó Evan.
Era el mismo apellido que Hadley Khan. Ahí estaba la conexión de Evan con Bast. Carrie sacudió la cabeza. «No digas nada.»
– Sí. También tengo un expediente sobre Thomas Khan. -Pettigrew señaló el archivo y sacó una hoja de papel-. El señor Khan dijo que Bast tenía en sus manos una cantidad considerable de dinero en efectivo, pero no encontraron nada en la casa. Khan era un comerciante de libros raros y antiguos y dijo que Bast a menudo le pagaba en efectivo.
Carrie cogió el papel y leyó en alto el informe mientras lo ojeaba:
– Nacido en Pakistán en el seno de una familia importante. Se educó en Inglaterra. Su mujer era inglesa, una académica y estratega política de alto rango que trabajaba para iniciativas de defensa. Ningún problema con la ley. Conservador en la política, sirvió como director en una fundación británica que garantizaba apoyo económico a los rebeldes afganos contra los invasores soviéticos. Trabajó en la banca internacional durante muchos años, pero su auténtica pasión es Libros Khan, un emporio comercial de libros raros y antiguos situado en la calle Kensington Church que dirige desde hace treinta años. Se retiró de la banca hace diez y centró todo su interés en la tienda de libros. Enviudó hace doce años. Nunca se volvió a casar. Tiene un hijo, Hadley Mohammed Khan.
– Conozco a su hijo -dijo Evan-, Hadley. Es un periodista independiente.
Pettigrew se encogió de hombros; no le importaba. Su teléfono sonó en su bolsillo. Se excusó haciendo un gesto rápido con la mano y cerró la puerta al salir.
Evan echó un vistazo rápido a los archivos. Ninguna pista apuntaba a que Bast fuese también el señor Edgard Simms. Bedford se había metido la noche anterior en las bases de datos del registro de empresas y había averiguado que el Hogar de la Esperanza de Goinsville había sido comprado por una empresa llamada Beneficiencia Simms. La empresa se había constituido dos semanas antes de comprar el Hogar de la Esperanza y había vendido todos sus activos después del incendio. Si la CIA había enviado a Bast a comprar orfanatos, no había rastro de ello en sus archivos oficiales.
Evan volvió a la hoja sobre Thomas Khan.
– Libros raros y antiguos, y entre sus especialidades estaban las ediciones rusas. Bast traducía del ruso. Entonces ambos tenían contactos en la Unión Soviética, y ambos estaban mezclados en movimientos de rebelión: uno apoyando a escritores disidentes y el otro a los muyahidines en Afganistán.
– Así que los dos odiaban a los soviéticos. Eso no prueba nada -dijo Carrie.
– No, no lo prueba.
Pero Evan detectó un hilo conductor en todo aquello, simplemente no sabía todavía cómo cogerlo ni cómo seguirlo. Abrió el expediente sobre Hadley. No se trataba de un informe oficial de la CIA, como el de Thomas Khan, al que le habían abierto un expediente en la comisaría de Londres cuando ayudó a la policía en la investigación del asesinato de Bast; ni como el de este último, que había sido un agente a sueldo. Era lo poco que la gente de Pettigrew había reunido tras la apresurada solicitud de Bedford: la fecha de nacimiento de Hadley, estudios, entradas y salidas del Reino Unido e información financiera. Los informes escolares no eran impresionantes; el éxito y la brillantez de los padres eludieron al hijo. Hadley había pasado dos meses en un centro de desintoxicación de Edimburgo; había perdido dos buenos empleos en revistas y llevaba seis meses sin publicar nada. Pero la investigación aportaba información nueva: según su última novia, a la que engañó un oficial de la policía de Londres que la había llamado esa mañana fingiendo ser un colega de Hadley, últimamente éste se había alejado de su padre. La novia no sabía nada de él desde el jueves anterior, pero no parecía preocupada; Khan era un culo inquieto que iba a menudo al continente durante un par de semanas. Especialmente después de una discusión con su querido y viejo padre.
Para las fotos del archivo de Hadley habían elegido la de su permiso de conducir británico. Evan lo recordaba de aquel cóctel hacía mil años, en la escuela de cine: su amplia sonrisa demasiado entusiasta, sus ojos que guardaban un secreto.
– Así que Hadley Khan me anima de manera anónima a hacer una película sobre el asesinato de Alexander Bast, un amigo de su padre, pero nunca responde al correo electrónico en el que le preguntaba por qué -dijo Evan-. Y luego despega el día que muere mi madre. Hadley nunca mencionó ninguna conexión entre Bast y su padre en el material que me dio.
– Eso es muy extraño. Te habría facilitado la búsqueda. -Carrie tamborileó con los dedos sobre el archivo de Hadley-. Sabemos que existe una conexión entre nuestros padres, Bast y Khan. Eso no significa que exista una conexión directa entre Thomas Khan y nuestros padres.
Evan sintió un escalofrío.
– No es una coincidencia que Hadley escogiese la historia de Bast. Debe de conocer la conexión entre mis padres y Bast.
– Se acercó a ti, pero no te lo contó todo. Así que o bien se escabulló o bien lo detuvieron para que no se pusiese en contacto contigo de nuevo.
– Creo que se asustó; por eso lo hizo de manera anónima. Hadley tenía sus propios planes. Su novia dice que él y Thomas no se llevaban bien. Me pregunto… si se trata de venganza contra su padre.
– Sólo se trataría de venganza si su padre hubiese hecho algo malo.
Carrie se masajeó el hombro herido.
– ¿Como estar involucrado en el asesinato de Bast?
Carrie se encogió de hombros.
– Eso podría interesar a las autoridades británicas, pero ¿por qué le interesaría a Jargo?
Se quedaron callados cuando Pettigrew volvió. Había hecho un bocadillo con la carne fría y el queso.
– Me ha llamado mi fuente en New Scotland Yard. No hay constancia de que Hadley Khan esté desaparecido. Nada indica que haya salido de Gran Bretaña ni que haya entrado en ningún país europeo en las últimas dos semanas. -Le pegó un mordisco enorme al sandwich-. Hemos llamado al móvil de Hadley tres veces esta mañana, pero no contesta.
– Haremos una visita a su padre, Thomas -propuso Evan.
– Éste es el mejor momento -dijo Pettigrew todavía con la boca llena.
– No hay que ponerlo sobre aviso entrando violentamente -dijo Pettigrew mientras aparcaba a un bloque de distancia de Libros Khan y colocaba un permiso de aparcamiento para residentes del distrito. Evan supuso que la policía británica se lo había dado a la CIA por cortesía profesional-. Sugiero que Evan vaya solo.
– ¿Tú qué crees? -le preguntó Evan a Carrie.
– Khan puede huir -dijo Carrie-. Creo que debería estar preparada para seguirlo. -Señaló a la esquina de enfrente-. Puedo ponerme allí. Pettigrew, usted puede seguirlo de cerca si viene por este lado.
Pettigrew frunció el ceño.
– Deberíamos haber venido con un equipo de vigilancia. El Albañil no dijo nada de que esto se convertiría en una operación de campo. Tendría que haber alertado a Los Primos -dijo utilizando el término que solían emplear los servicios de inteligencia británico y estadounidense para referirse el uno al otro-. No podemos empezar a seguir a un tío en suelo británico sin permiso.
– Cálmese -le pidió Carrie-. Sólo quiero estar preparada.
– No me siento demasiado cómodo -dijo Pettigrew.
– Si hay algún problema, El Albañil se ocupará de él. No se acalore -dijo Carrie. Pettigrew asintió.
– Vale. Si Khan sale corriendo, usted lo sigue a pie y yo en coche.
– Ándese con ojo.
Carrie salió del coche, se puso unas gafas de sol y fue caminando hasta la esquina opuesta a la librería, fingiendo que hablaba por el móvil con un amigo.
– Tenga cuidado -le dijo Pettigrew a Evan.
– Lo tendré.
Evan salió del coche y pasó junto a una amalgama de tiendas de antigüedades, restaurantes de lujo y boutiques. La campanilla de la tienda de Libros Khan sonó al entrar. Era la última hora de la tarde y entre semana, y los únicos clientes del establecimiento eran una pareja francesa que exploraba una exposición de las primeras ediciones de Patricia Highsmith y Eric Ambler en gran variedad de idiomas. Evan se dio cuenta de que estaba fijándose en las puertas de salida y en las cámaras de vigilancia colocadas en cada esquina de la habitación.
«He cambiado. Siento como si tuviese que estar preparado para cualquier cosa en cualquier momento.»
Un hombre enjuto pero fuerte, bajo, elegantemente vestido con un traje hecho a medida y con el cabello gris ceniza vino hacia él. Sus zapatos brillaban como el azabache. Un pañuelo de seda azul asomaba por un bolsillo formando un triángulo impecable.
– Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle?
Tenía la voz tranquila, pero fuerte.
– ¿Es usted el señor Thomas Khan?
– Sí, soy yo.
Evan sonrió. No quería ser perspicaz.
– Estoy interesado en las primeras ediciones publicadas por Criterios, especialmente en la traducción de Anna Karenina y en la literatura de disidentes publicada en los años setenta.
– Estaré encantado de ayudarle.
– Creo entender que el propietario de Criterios, Alexander Bast, era un buen amigo suyo.
La sonrisa de Thomas Khan siguió resplandeciente.
– Sólo un conocido.
– Soy amigo de un amigo del señor Bast.
– El señor Bast murió hace mucho tiempo y apenas lo conocía.
Thomas Khan sonreía de manera bondadosa, pero parecía confundido.
Evan decidió correr el riesgo y lanzó otro nombre al extraño círculo que unía todas esas vidas.
– El amigo que me recomendó su tienda es el señor Jargo.
Thomas Khan se encogió de hombros y dijo rápidamente:
– Uno conoce a tanta gente… Ese nombre no me dice nada. Un momento, por favor, consultaré mis archivos. Creo que tengo varias copias de la edición de Karenina.
Y desapareció hacia la parte de atrás.
«Este hombre debe de haber mantenido un secreto durante décadas; que llegues tú y empieces a soltarle nombres no lo asustará. Pero si eres el primero que se lo suelta en muchos años… quizá lo pongas nervioso.» Evan se quedó en el sitio, observando a la pareja francesa. La mujer estaba ligeramente apoyada en el hombre mientras rebuscaban en las estanterías.
Esperó. No le gustaba que Khan estuviese fuera de su campo de visión; quizás estuviese escapando por la puerta de atrás. El nombre de Jargo podía ser como ácido sobre la piel. Evan pasó detrás del mostrador y giró en la esquina, ocupada por un escritorio antiguo sobre el que descansaban un ordenador, un refrigerador de agua y montones de libros, y siguió buscando a Thomas Khan.
Pettigrew observaba cómo Carrie fingía hablar por teléfono con la mirada fija en la entrada de la librería. Evan entró. Pasó un minuto; Pettigrew contó cada segundo. Sacó un maletín del asiento trasero de su sedán, salió del coche y se dirigió a la entrada de la librería.
Vio a Carrie mirándolo y levantó la mano haciendo una señal rápida y disimulada con la palma que significaba «espera». Ella se quedó quieta mientras Pettigrew se dirigía hacia la librería.
El laberinto de oficinas de la parte de atrás de la librería no llevaba a ningún sitio.
– ¿Señor Khan? -dijo Evan en voz baja al entrar en la trastienda.
Estaba vacía. Thomas Khan no tenía ayudantes, ni secretarias ni aprendices de vendedor en su conejera. Evan oyó un leve sonido, dos pitidos agudos; quizás era una alarma anunciando que una puerta se había abierto y cerrado. Evan encontró la salida trasera; empujó la puerta y ésta se abrió. Daba a un pequeño camino de ladrillos y vio a Thomas Khan corriendo hacia la calle y mirando por encima del hombro.
– ¡Deténgase!
Evan corrió tras él.
Pettigrew trabajaba mejor si recibía órdenes específicas. Ésa era la esencia de su vida: recibir órdenes en el colegio, en su familia, en la cama con su mujer. Entró en la librería, cerró la puerta y echó el cerrojo. Le dio la vuelta al cartel escrito a mano que decía «Cerrado». Nadie había salido ni entrado en la tienda después de Evan. Vio a éste meterse en la trastienda preguntando en voz baja: «¿Señor Khan?».
Una pareja hurgaba entre libros colocados sobre una mesa. La mujer murmuraba en francés al hombre señalando con consternación el precio de un volumen. Pettigrew sacó su pistola de servicio y con una sola mano temblorosa les disparó a los dos en la parte de atrás de la cabeza. El silenciador se escuchó dos veces. Cayeron al suelo y la sangre y sus sesos se esparcieron sobre una pirámide de libros. Habían pasado diez segundos.
Pettigrew colocó el maletín. Jargo había dicho que tenía un plazo de dos minutos una vez colocase la combinación de la cerradura en la posición correcta de detonación. Tiempo suficiente para salir, ir a la esquina de la calle, dispararle a Carrie en la cabeza y escapar en medio de la confusión. Introdujo el último número de la cerradura. Jargo había mentido.
La explosión arrancó de cuajo la fachada de Libros Khan, creando un infierno naranja que lanzaba cristales y llamas hacia Kensington Church. Carrie gritó cuando el calor y la onda expansiva la alcanzaron. Un coche que pasaba por delante de la librería salió volando y se estrelló contra un restaurante situado al otro lado de la calle. La gente escapaba, varias personas sangraban y otros corrían a ciegas invadidos por el pánico. Había dos personas ensangrentadas en el suelo con la ropa hecha jirones.
En la calle llovieron escombros, trozos destrozados de ladrillo, cristales y una nube de carbón y de humo. Carrie se inclinó hacia atrás para refugiarse en la esquina del edificio, delante de una tienda de vestidos con sus maniquíes difusos tras el cristal roto.
Evan.
Carrie se puso de pie con dificultad, corrió hacia el infierno y se detuvo en medio de la calle. El calor le golpeaba la cara. Montones de páginas ardiendo caían al suelo formando una lluvia de fuego. Una de ellas aterrizó en su pelo; se la sacudió y se quemó la mano.
– ¡Evan! -gritó-. ¡Evan!
Pero la única respuesta que obtuvo fue el violento estruendo que producían los cientos de libros y la estructura del edificio consumiéndose en el fuego.
Desaparecido. Había desaparecido. Escuchó el aullido cada vez más cercano de las sirenas de la policía y de los servicios de emergencia. Bajó corriendo la calle hacia el coche de la CIA. La puerta estaba abierta y las llaves todavía dentro. Se metió en el automóvil y encendió el motor.
Estaba temblando, y dio unos cuantos golpes de volante a derecha e izquierda para evitar los atascos; al final paró cerca de Holland Park. Deseaba que sus dedos dejasen de temblar para llamar a Bedford. Cuando él contestó sólo fue capaz de identificarse.
– ¿Carrie? -dijo él.
– En la tienda de Khan. Hubo una explosión. ¡Mierda!
Había desaparecido. No podía haber desaparecido.
– Cálmate, Carrie. -La voz de Bedford sonaba como el acero-. Cálmate y dime exactamente lo que ha ocurrido.
Carrie odiaba la histeria de su voz, pero había perdido el control sobre sí misma. Sus padres muertos, su año de engaño continuo, preocupándose de si Jargo la descubría en cualquier momento; encontrar a Evan y perderlo de nuevo… Se inclinó sobre el volante.
– ¡Carrie, informa ahora mismo!
– Evan… entró en la tienda de libros de Khan. Pettigrew lo siguió un minuto más tarde, pero me hizo señas de que todo iba bien. Luego, unos treinta segundos más tarde, hubo una explosión. La tienda ha desaparecido por completo. Una bomba. -Tranquilizó su tono de voz-. Necesito que venga un equipo. Hay que encontrar a Evan. Quizás aún esté dentro, herido, pero todo está ardiendo.
Se calló. «Se ha ido. Se ha ido.»
– ¿Viste salir a Evan o a Pettigrew?
– No.
– ¿Hay otra entrada u otra salida?
– No lo sé… no en la calle, que yo viese.
– Vale -dijo Bedford-. Da por hecho que estás bajo vigilancia. Obviamente Khan era un objetivo de Los Deeps.
– Consigúeme un equipo. El MI5 o la CIA. Ahora. Lo necesito aquí ahora.
– Carrie, no puedo. No podemos dejar translucir nuestra implicación, no en una bomba en Londres.
– Evan…
– Puedo estar en Londres en unas pocas horas. Sólo necesito que te escondas. Es una orden directa.
– Evan está muerto, Pettigrew está muerto, y eso es malísimo, ¿no? Dejaste que se implicase y lo hiciste porque te facilitaba la búsqueda.
– Carrie. Contrólate. Ahora mismo quiero que te pongas a salvo y que te protejas. Retírate. Busca un lugar para esconderte, una biblioteca, una cafetería, un hotel. No estás autorizada para hablar con nadie más, ni siquiera con el superior de Pettigrew, hasta que yo llegue y hagamos un informe. Es una orden directa. Te volveré a llamar cuando vuelva a estar en territorio del Reino Unido.
– Entendido.
La palabra le supo a sangre en la boca.
– Lo siento. Sé que Evan te importaba.
No podía responderle. Se suponía que no tenía que perder a todo el mundo a quien amaba. No podía haberse ido.
– Adiós -dijo ella.
Y colgó. Se tranquilizó e intentó controlar el temblor que amenazaba con apoderarse de sus manos.
No iba a esconderse en un hotel. Todavía no.
Salió del BMW. Los coches y los peatones que escapaban de la zona de la explosión colapsaban la calle. Paró en una tienda de material de oficina cerca del colegio Reina Elizabeth y pidió que le prestasen la guía de teléfonos. En el listín encontró a Thomas Khan.
– ¿Dónde está esto, por favor? -preguntó al dependiente señalando la dirección.
– En Shepherd's Bush. No muy lejos, al oeste de Holland Park. -El dependiente la miró amablemente con preocupación. Las noticias sobre la explosión en la calle Kensington Church ya habían salido en la radio y en la tele; inmediatamente se había sospechado que era un ataque terrorista, y Carrie estaba llena de suciedad y temblando-. ¿Necesita ayuda, señorita?
– No, gracias.
Escribió la dirección de Khan. Podía entrar en su casa y averiguar si tenía alguna conexión con Jargo o con la CIA. Tenía que actuar. Evan se había ido. No podía quedarse de brazos cruzados.
– ¿Está segura de que está bien? -gritó el dependiente mientras Carrie salía corriendo por la puerta.
«No -pensó Carrie-, nunca volveré a estar bien.»
Se detuvo al tropezar con la acera; las sirenas sonaban sin parar. En cuanto la policía identificase Libros Khan como el lugar de la bomba, la policía y el MI5 se dirigirían de inmediato a casa de Khan. Si había la mínima conexión que apuntase a la CIA, si la encontraban allí y la interrogaban las autoridades británicas, sería un desastre de relaciones públicas para la agencia. No podía ir a casa de Khan, no tenía tiempo suficiente para buscar antes de que llegase la policía.
No tenía tiempo suficiente. No estaba con Evan. Pensó en él, en la primera vez que habló con él, cuando le compró el café: «pero compraste una entrada», había bromeado con ella refiriéndose a que había pagado para ver su película. Evan le había dicho que él se había enamorado primero, pero ella sabía que lo amaba semanas antes de que él se lo confesase.
Carrie se apoyó en el coche. Una capa de humo se elevaba desde la calle Kensington Church. No tenía adónde ir en Londres, ni nadie en quien pudiese confiar.
Evan. No debería haberlo dejado solo. Debería haberse quedado cerca de él. Le dolía la cara de tanto llorar. «Lo siento, siento lo que te he hecho, siento lo que se ha perdido; Evan, ¿qué hemos hecho?»
Carrie tomó una decisión. Huir, esconderse y esperar la llamada de Bedford. Limpió las huellas del coche de Pettigrew, como de costumbre, y se alejó de él.
No vio a los tres hombres que la seguían desde el otro lado de la calle, moviéndose a unos trescientos metros de ella y cada vez más cerca.
Evan agarró a Thomas Khan por la manga de la chaqueta justo en el momento en que la librería explotaba por los aires. El viento invadió la entrada del camino de ladrillos con fuerza y calor. La explosión lanzó a Evan contra Khan y tiró a ambos al suelo.
– ¡Suéltame!
Khan se sacudía intentando liberarse. Evan lo agarró más fuerte y lo arrastró hasta una calle situada tras la librería. Tosiendo, se unieron a trompicones a una loca carrera protagonizada por compradores, dependientes, turistas y vecinos. Khan se retorcía para liberarse de Evan, pero éste lo tenía agarrado por los dos brazos y por el cuello, y lo empujaba calle abajo. Pasaron un bloque y luego otros dos, y llegaron tras el BMW de Pettigrew.
– Por aquí -señaló Evan.
– Suéltame o gritaré pidiendo ayuda -amenazó Khan.
– Hágalo, haga esa idiotez. Estoy con gente que puede ayudarle.
– Cabrón, tú pusiste una bomba en mi librería.
La ira inundó a Evan. Agarró a Khan por el cuello.
– Usted está involucrado en la muerte de mi madre.
– ¿Tu… madre?
– Donna Casher.
– No conozco a ninguna Donna Casher.
– Tiene que ver con Jargo y usted está metido en esto.
– No conozco a ningún Jargo.
– Incorrecto. Salió corriendo al oír su nombre.
Khan intentaba soltarse.
– Vayase a su casa, señor Khan -Evan le soltó el cuello-. Vamos. Estoy seguro de que la policía tendrá muchas preguntas que hacer sobre por qué han puesto una bomba en su negocio. Vaya preparando las respuestas. También me gustará hablar con ellos.
Khan se quedó quieto.
– Jargo y la CIA andan tras usted. Ahora mismo yo estoy aquí, y si no me ayuda le aseguro que lo mataré. Pero si me ayuda estará a salvo de quien pueda hacerle daño. Usted decide.
– De acuerdo. -Y levantó las manos en señal de rendición-. Te ayudaré.
Evan agarró el hombro del anciano y lo empujó por la calle. Giraron en una esquina y se dirigieron hacia Kensington Church, donde Pettigrew había aparcado, enfrentándose a la muchedumbre que escapaba en sentido contrario.
– ¿Quién te envía? -preguntó Khan.
– Yo, yo mismo y sólo yo -dijo Evan.
Llegaron a un bloque de edificios y Evan vio arrancar al BMW de la CIA con Carrie al volante.
– ¡Carrie! -gritó Evan-. ¡Estoy aquí!
Pero en medio del ruidoso caos, del torrente de gente y de coches, ella no lo vio. Hizo una maniobra con el coche y, extrañamente, salió a toda velocidad calle abajo y desapareció esquivando, por poco, a los peatones que corrían.
Evan buscó a tientas su móvil. No estaba. Lo había dejado en el coche con Pettigrew. Puso a Khan contra la pared de ladrillo de un edificio.
– Jargo mató a mi madre. Tu hijo quería que yo hiciese un documental sobre Alexander Bast y eso llegó a oídos de Jargo, que entró en pánico y empezó a matar a gente. Ahora me va a contar todo sobre mis padres y Jargo o arrastraré su miserable culo hasta las llamas que devoran su librería y lo tiraré dentro.
Los ojos de Khan se abrieron como platos de terror y Evan pensó: «Realmente podría matarlo».
– Escucha -dijo Khan-. Tenemos que desaparecer de la calle. Hay un lugar donde podemos escondernos.
Cerró los ojos.
Evan se lo pensó. Pettigrew no estaba al volante, ni parecía estar en el coche. Carrie tenía aspecto de estar histérica. ¿Dónde se encontraba el oficial de la CIA? ¿Muerto en la calle a causa de la explosión? Evan miró la calle destrozada, pero no veía nada a causa de la niebla provocada por el humo.
El día había empeorado considerablemente. Quizá no fuese una buena idea llevar a Khan al refugio de la CIA. Evan sabía que la oferta de Khan podría ser una trampa. No tenía pistola ni armas, pero tampoco tenía elección ni podía dejar que Thomas Khan se fuese sin más. Evan se quedó cerca del hombre agarrándolo por el brazo con firmeza. Parecía que Khan no quería escapar. Caminaba con el rostro de un hombre que teme su siguiente cita.
Mientras se dirigían al sur buscando la calle Kensington Church, Khan dijo:
– ¿Puedo arriesgarme con una teoría?
– ¿Cuál?
– Viniste a mi librería con la CIA. O quizá con el MI5. Y, sorpresa, se supone que deberías estar muerto, junto conmigo.
Evan no respondió.
– Tomaré eso como un sí -añadió Thomas Khan.
– Se equivoca.
«De ningún modo», pensó Evan. Carrie no podía estar involucrada en una bomba preparada contra él. Podría haberlo matado en cualquier momento durante los últimos días si hubiese querido, y sabía que no era así. Pero Bedford… No quería pensar que ese viejo le había tendido una trampa. Pettigrew. Quizá trabajaba para Jargo. O era uno de los clientes de Jargo en la agencia, una sombra que quería proteger a Jargo.
Evan dijo:
– Lléveme hasta Hadley.
Khan sacudió la cabeza.
– Hablaremos en privado. Sigue caminando. -Khan cruzó la calle corriendo mientras Evan seguía agarrándole del brazo. Khan señaló un bistró francés-. Necesitamos un medio de transporte. Tengo un amigo que tiene un negocio y que será comprensivo. Espera aquí.
Evan apretó la mano en su brazo y dijo:
– Olvídelo. Voy con usted.
– No, no vienes -Khan se peinó con la mano y se estiró la chaqueta del traje-. Yo te necesito y tú me necesitas. Tenemos un enemigo común. No voy a escapar.
– No puedo confiar en usted.
– ¿Quieres una señal de mi buena fe? -Se acercó a Evan hasta que sus mandíbulas se tocaron y le susurró al oído-: Está claro que Jargo viene a por mí. Soy un cabo suelto, y tú también. Nuestro interés es mutuo.
«Él cree que Jargo planeó lo de la bomba, no la CIA, o al menos quiere hacerme pensar que le culpa a él.»
– ¿Por qué está tan seguro de que ha sido Jargo?
– Lo protegí mucho hace tiempo, pero ya no. No ahora que anda detrás de mí. Si quiere guerra la tendrá. Espera aquí.
Khan intentó liberarse y Evan sabía que tendría que luchar contra él, allí en la calle, para que no se alejara, y eso llamaría la atención. Así que le dejó ir y vio a Khan correr y meterse a toda prisa en el café.
Evan esperó. Los londinenses, presos del pánico, avanzaban por su lado dándole empujones; en cuestión de minutos pasaron unas cien personas, y él nunca se había sentido tan solo en el mundo. Pensó que había cometido un gran error al soltar a Khan. Pero un momento más tarde, éste se asomó por una curva conduciendo un coche.
– Sube -le instó.
Khan se dirigía hacia el sureste por la A205. Evan encendió la radio. Las noticias sólo hablaban de la explosión en Kensington Church. Tres muertos confirmados, una docena de heridos y bomberos luchando para controlar el fuego.
– ¿Dónde está Hadley? -dijo Evan.
– Huyendo y escondiéndose, como tú y yo.
– ¿Por qué?
– He escondido a Hadley de Jargo. Pensé que mi influencia sobre este último podría sobrevivir a… los problemas recientes. Estaba equivocado.
– ¿Qué problemas?
– Cuando estemos a salvo.
Khan salió a Bromley, un barrio residencial y de negocios de la periferia de Londres. Condujo por el laberinto de calles y finalmente giró para entrar en un camino que llevaba a una casa de un tamaño considerable. El camino serpenteaba hasta detrás de la casa, y aparcó donde no pudiesen ver el coche desde la calle.
– Sospecho que no tenemos mucho tiempo -dijo Khan-. La casa pertenece a mi cuñada. Ella se encuentra en una residencia para enfermos terminales; se está muriendo de cáncer cerebral. Pero la policía pronto buscará a cualquiera que me conozca para obtener información.
– Como a su amigo el del café. Puede decirles que usted está vivo.
– No lo hará -aseguró Khan-. Los saqué a escondidas a él y su familia de Afganistán durante la ocupación soviética. Le pedí silencio y mantendrá la boca cerrada. Deprisa, entra. Nuestra única ventaja puede ser que Jargo piense que estamos muertos.
Entraron por una puerta trasera. La abrieron y se metieron en la cocina. El aire tenía un olor mineral, como a desinfectante. En el estudio había muebles antiguos combinados con una amalgama de obras de arte abstracto eclécticas y coloristas. Una de las paredes estaba llena de estanterías con libros. La casa parecía cómoda, pero transmitía una fuerte sensación de abandono.
Khan se tiró en el sofá, encendió la televisión con el mando a distancia y encontró un canal que mostraba imágenes en directo del lugar de la explosión. El reportero indicaba que el negocio destruido era de un «angloafgano» llamado Thomas Khan. Los reporteros hacían teorías y especulaban sobre los motivos de la explosión.
– Se equivocan. Usted es de Pakistán -indicó Evan.
– Tengo mayores preocupaciones -respondió Khan, encogiéndose de hombros.
Evan fue a la cocina. Había una banda magnética con un horrible juego de cuchillos. Cogió el más grande y volvió al estudio. Khan lo miró.
– ¿Eso es para mí?
No parecía asustado.
– Sólo si es necesario.
– No lo será. El apuñalamiento es una técnica a corta distancia y personal. Desagradable y sucia; sientes cómo muere la persona. Un chico inocente no tiene suficientes agallas.
– Sólo estoy empezando a descubrir de lo que soy capaz. Usted me ayudará a acabar con Jargo.
– Yo no he dicho tal cosa -dijo Khan-. Dije que teníamos un enemigo común. Yo puedo esconderme durante el resto de mi vida. No necesito luchar contra Jargo; cree que estoy muerto.
– Si ahora es su enemigo, seguro que preferiría que lo cogiesen en lugar de preocuparse de si le va a encontrar o no.
Khan se encogió de hombros.
– A los jóvenes les preocupa la victoria. Yo prefiero sobrevivir. -Inclinó la cabeza hacia Evan-. Pensé que estarías mucho más interesado en saber cosas de tus padres que en planear una venganza imposible contra Jargo.
Evan dio un paso adelante con el cuchillo.
– Usted sabe que mi madre trabajaba para Los Deeps.
– Sólo la conocía por su nombre en clave, pero leí las noticias de Estados Unidos en internet y vi su cara en un reportaje después de que la asesinaran, y entonces supe quién era.
– Usted la vio cuando estuvo en Inglaterra hace unas semanas.
– Sí. -Su voz era apenas un susurro.
– ¿Por qué estaba aquí?
– Es extrañamente liberador contarte lo que siempre he mantenido en secreto. Me da la impresión de que me estoy quitando de encima un viejo abrigo. -Khan esbozó una sonrisa amable-. Ella robó información de un investigador británico de alto nivel implicado en el proyecto de desarrollar un caza. Tenía información clasificada en su portátil. Ya conoces a ese tipo de tíos, técnicamente brillantes, pero les escuecen las reglas. Era poco estricto en cuanto a la seguridad. Solía reunirse con su amante, haciendo escapaditas del laboratorio, en un pequeño hotel en Dover. Tu madre les sacó fotos a él y a su amante, aunque probablemente él habría preferido revelar su aventura antes que colaborar; pero lo que es más importante, durante su estancia allí obtuvo copias de los datos del caza. Ésa fue la auténtica ventaja. El sexo ya no es tan importante como solía ser, a menos que copules con animales o con niños pequeños.
Khan casi parecía decepcionado, como un hombre que añoraba los viejos tiempos.
– Entonces ella roba la información y usted la vende.
– No. Yo le proporciono la logística, me ocupo de meterle dinero en la cuenta. Jargo se ocupa de la venta.
Logística de apoyo. Dinero. Tenía que saber de dónde venía el dinero. La lista de clientes, pensó Evan. Este hombre la tenía. Mantuvo la expresión neutral en su rostro.
– ¿Y a quién le vendería Jargo esta información?
Khan se encogió de hombros.
– ¿Quién no necesita información como ésa hoy en día? Los rusos, que todavía temen a la OTAN; los chinos, que todavía temen a Occidente; la India, que quiere tener un papel más importante en la escena mundial; Irán; Corea del Norte. Pero también quieren los planos sociedades anónimas de aquí y de Estados Unidos, porque quieren conseguir contratos o superar en táctica a la empresa de aeronáutica que diseñó el avión. -Le regaló a Evan una sonrisa limpia y ensayada-. Tu madre era muy buena. Deberías estar orgulloso. Me siguió hasta donde guardaba los archivos, accedió a mi portátil, robó los datos y no lo supe hasta la semana pasada.
– Ahora mismo no puedo estar orgulloso de sus logros -dijo Evan.
– Lo cierto es que si hubiésemos querido matar al tipo… bueno, habrían enviado a tu padre. Es un asesino hábil. -Khan se miró las uñas de las manos-. Garrote, pistola, cuchillo. Una vez en Johannesburgo llegó a matar a un hombre usando sólo los pulgares. O quizá solamente fue un rumor que él mismo difundió. La reputación es muy importante en este negocio.
El cuchillo parecía ahora más ligero en las manos de Evan.
Khan emitió un murmullo como de compasión.
– Los conozco mejor que tú, aunque nunca supe sus verdaderos nombres. Es bastante triste, la verdad.
«Sólo intentas provocarme. Intentas que cometa un error.»
– Ya que nos estamos ayudando el uno al otro, dime lo que te robó mi madre.
Khan deslizó la lengua por su labio inferior.
– Números de cuenta en un banco en las Caimán. Copió un archivo que tenía nombres asociados a cuentas. No me percaté de que había robado los archivos, que los había copiado, hasta que hice una comprobación en mi sistema el pasado jueves.
El jueves. El día antes de que ella muriera. El día, quizá, que ella decidió huir. Debía de saber que Jargo y Dezz andaban tras ella. O bien Khan estaba mintiendo, lo cual también era una posibilidad diferente.
– Y obtuvo una lista de todos los clientes de Los Deeps.
Khan frunció el ceño.
– Sí, también eso.
– Y usted alertó a Jargo.
– Naturalmente. Él no sabía lo de la lista de clientes; era mi propio seguro en caso de que las cosas se pusiesen feas entre él y yo. Pero lo convencí de que tu madre había conseguido la lista al relacionar información que Jargo ya sabía que yo tenía.
Más información. Khan debía de tenerla toda: el nombre de todos Los Deeps, todas las cuentas bancarias que utilizaban, todos los detalles de sus operaciones. No le sorprendía que Jargo quisiera verlo muerto.
– Quiero una copia de cada archivo.
– Mucho me temo que se destruyeron con la explosión de la bomba.
– No diga chorradas. Tiene una copia de seguridad.
– Debo negarme.
Evan dio un paso hacia delante.
– No le estoy dando la opción.
Dirigió el cuchillo hacia el pecho de Khan.
– Estás temblando -dijo Khan-. La verdad es que no creo que tengas agallas para…
Evan se echó hacia delante y llevó la punta del cuchillo al cuello de Khan. Los ojos de éste se abrieron de par en par. En el lugar donde el cuchillo pinchó el cuello brotó una gota de sangre.
– Soy el hijo de mi padre. Ahora el cuchillo no tiembla, ¿verdad?
Khan subió una ceja.
– No, no tiembla.
– Si no me ayudas te mataré. Si me ayudas, hay un hombre en la CIA que puede protegerte de Jargo. Puede ayudaros a ti y a tu hijo a esconderos, ofreceros una vida nueva. ¿Entiendes?
Khan asintió levemente.
– Dime quién es este hombre de la CIA. No entra en mis planes recurrir a uno de los clientes de Jargo -dijo.
– No tienes que preocuparte por eso. Habla con sinceridad. Dime dónde está Hadley.
Khan cerró los ojos y los apretó.
– Escondido. No lo sé.
– Está escondido porque me propuso el proyecto cinematográfico sobre Alexander Bast. Hadley puso en marcha todo este desastre.
– Cría cuervos y te sacarán los ojos. -Khan presionaba sus sienes con las yemas de los dedos-. Es cruel saber que un hijo puede llegar a odiarte tanto. ¿Querías a tus padres, Evan?
Nadie le había preguntado eso antes, ni siquiera el detective Durless en Austin. Parecía haber pasado mil años desde entonces.
– Los quiero, en presente, y muchísimo.
– ¿Todavía los quieres después de haberte enterado de lo que eran?
– Sí. El amor no es amor a menos que sea incondicional.
– Así que cuando mires a tu padre no verás a un asesino; un asesino frío y hábil. Sólo verás a tu padre.
Evan agarró el cuchillo con más fuerza. Khan dijo:
– Ah, el fantasma de la duda. No sabes lo que vas a ver ni cómo te vas a sentir. Cometí una torpeza hace unos meses: recluté a Hadley para trabajar para mí, para ayudarme. Confié en él, pensé que simplemente necesitaba un trabajo de provecho para poner orden en su vida, y me equivoqué. Le encargaron una misión básica y casi lo coge la inteligencia francesa. Me prometió que lo haría mejor, pero luego decidió que quería marcharse.
– Usted no aceptó su dimisión.
– No me dijo que quería dejarlo; éste no es un trabajo del que te puedas despedir. Aprendió a hacer lo que yo hacía y encontró los archivos sobre Los Deeps, sobre todos ellos y sobre sus hijos. Sabía que si acudía al MI5 o a la CIA, lo pondrían bajo custodia de protección y congelarían inmediatamente mis fondos. Quería el dinero. Quería descubrirnos a Jargo y a mí, pero no hasta que pudiese arreglar las cosas para desaparecer. Así podría acceder a mis cuentas y robarme primero.
Parecía más cansado que enfadado.
– Parece que hayas hablado con él.
– Lo he hecho. Hadley me confesó todo antes de marcharse. -Khan sonrió levemente-. Le perdoné. En cierto modo casi estaba orgulloso de él. Por fin había mostrado osadía e inteligencia. Tú eras el único hijo de un Deep relacionado con los medios. Pensó que podría hacerse amigo tuyo y conseguir sutilmente que descubrieses la red. Tomarte el pelo con la muerte de Bast. Incitarte a que investigases. Hacer que te ocupases del trabajo sucio sin que Jargo le echase el lazo al cuello a él.
«Se está abriendo con demasiada facilidad», pensó Evan. Como las personas que en un documental no callan, porque la única manera de convencer es con un torrente de palabras. O porque necesitan escucharse, quizá para convencerse a sí mismos tanto como a ti y a la audiencia. «¿Hasta cuándo va a jugar conmigo?», se preguntó Evan.
– Pero no respondió a mi correo electrónico sobre el paquete de Bast.
– Sólo un idiota pone en marcha grandes acontecimientos y luego deja que le entre el miedo. -Khan arqueó una ceja-. Ahora estoy hablando libremente, ¿es necesario el cuchillo?
– Sí. El orfanato de Ohio. Bast estaba allí, Jargo estaba allí, mis padres estaban allí. ¿Por qué?
– Bast tenía un alma caritativa.
– No creo que fuese eso. Aquellos niños, al menos tres de ellos, se convirtieron en Deeps. ¿Los reclutó Bast para la CIA?
– Supongo que sí.
– ¿Por qué huérfanos?
– Los niños sin familias son mucho más maleables -dijo Khan-. Son como arcilla húmeda: puedes moldearlos según te convenga.
– ¿Por qué los necesitaba la CIA? ¿Por qué no utilizar agentes normales?
– No lo sé.
Khan casi sonreía, luego cerró los ojos. Suspiró profundamente, como si la confesión le hubiese quitado un gran peso de encima.
– Dime por qué necesitaban nuevos comienzos, nuevos nombres, años después. ¿Abandonaron la CIA?
– Bast murió. Jargo tomó el mando de la red.
– Jargo lo mató.
– Probablemente. Nunca pregunté.
– Jargo, mi familia y los otros niños de ese orfanato, ¿se escondían de la CIA?
– Yo no estaba allí entonces. No lo sé. Cuando Jargo tomó el mando me dio un trabajo. Me metió dentro para que le llevase la logística.
– ¿Era usted de la CIA?
– No, pero había ayudado en operaciones de la inteligencia británica en Afganistán durante la rebelión contra los soviéticos. Conocía los elementos básicos. Me retiré: quería una vida tranquila con mis libros, no más trabajo de campo. Jargo me dio un trabajo.
– Bueno, Jargo acaba de despedirle, señor Khan. Ahora trabaja para mí.
Khan sacudió la cabeza y dijo:
– Admiro tu valor, jovencito. Ojalá Hadley se hubiese hecho amigo tuyo. Habrías sido una buena influencia.
Sonó el teléfono. Ambos se quedaron inmóviles. Sonó dos veces y luego se paró.
– No hay contestador -dijo Evan.
– Mi cuñada los odiaba.
A Evan le preocupó que sonase el teléfono. Quizá se habían equivocado, quizás alguien llamaba a la cuñada moribunda, o quizás alguien estaba buscando a Khan allí.
– Yo sólo quiero recuperar a mi padre y usted quiere que Jargo deje de intentar matarle. Ahora nuestros intereses coinciden, ¿no?
– Sería mejor que ambos desapareciésemos sin más.
Khan tragó saliva. El sudor le empapaba la cara y tosía al respirar.
– Déme lo que necesito. Podemos presionar a los clientes para detener a Jargo; seguir la pista de sus transacciones hasta llegar a él. Estará acabado y no podrá hacerle daño ni a usted ni a Hadley -dijo Evan.
– Es demasiado peligroso. Yo apuesto por que ambos desaparezcamos.
– Olvídese de eso.
– No puedo pensar con un cuchillo en la garganta. Me gustaría fumar un cigarrillo.
Evan vio el miedo y la resignación en el rostro de Khan, y percibió el fuerte olor del sudor de su piel. Se había pasado de la raya. Se apartó de él y le quitó el cuchillo del cuello. Khan rozó con los dedos la poca sangre que manaba.
– Heridas superficiales. Gracias; aprecio tu amabilidad. ¿Puedo coger mis Gitanes del bolsillo?
Evan le volvió a poner el cuchillo en el cuello y le abrió la chaqueta, de la que extrajo un paquete de cigarrillos Gitanes. Dio un paso atrás y se los tiró a Khan en el regazo.
– Tengo el mechero en el bolsillo, ¿puedo cogerlo? -La voz de Thomas Khan sonaba tranquila.
– Sí.
Chan sacó un pequeño mechero tipo Zippo, encendió un cigarrillo y exhaló el humo con un suspiro de cansancio.
– Ya le he dado su jodido cigarrillo -dijo Evan-. Ahora quiero la maldita lista de clientes.
Khan echó el humo.
– Pregúntale a tu madre.
– No me toque las pelotas.
– Pareces un chico inteligente. ¿Realmente crees que si tu madre robó los archivos que podían identificar a los clientes, habríamos dejado esas cuentas abiertas?
Su voz era dulce, casi de reprobación, como si hablase con un niño ligeramente torpe pero al que adorara.
Evan dijo:
– No voy a caer en la trampa. Usted tiene las cuentas que los agentes como mis padres utilizaban; eso es lo único que necesito. Puedo acabar con Jargo de una manera o de otra.
Khan se rió.
– ¿Crees que nuestros agentes siguen trabajando bajo esos nombres visto el peligro al que nos estamos enfrentando?
– Si tienen familia e hijos, como en mi caso o en el de usted, no pueden cambiarlos.
– Claro que pueden. La cuenta de tu madre no está a nombre de Donna Casher, estúpido. -Khan sacudió la cabeza-. Está registrado bajo otro nombre que utilizaba. No descubrirás nada de esa red; somos demasiado cuidadosos. Tenemos vías de escape por si descubren nuestra tapadera. Todos llevamos mucho tiempo haciendo esto; empezamos mucho antes de que tú soltaras la teta de tu madre. -Apagó el cigarrillo-. Te sugiero que te marches ahora. Te daré la mitad del dinero de la cuenta de tu madre y me quedaré el resto por mi silencio. Son dos millones de dólares, Evan. Puedes desaparecer en cualquier parte del mundo, en lugar de en una tumba. No serás capaz de recuperar a tu padre, y tu muerte no te devolverá a tu madre. -Khan sacó un nuevo cigarrillo con delicadeza-. Dos millones. No seas estúpido, coge el dinero. Empieza una nueva vida.
– Pero…
Y entonces Evan vio la estafa de la oferta de Khan. Cuentas con nombres falsos. La explosión. Vías de escape. El teléfono sonando sólo dos veces. Una nueva vida. Aquello era una trampa, pero no el tipo de trampa que esperaba.
Khan parecía disponer de todo el tiempo del mundo, sentado allí en su casa, sonriéndole. No había cuñada moribunda. No había nada relacionado con Khan en esa casa. La vía de escape.
– ¡Cabrón! -dijo Evan.
Khan agitó el mechero de nuevo cogiéndolo por los lados; una pequeña ráfaga de humo salió por el extremo mientras él se tapaba la cara con la manga. El spray de pimienta le quemó los ojos y la garganta a Evan, que se tambaleó y cayó sobre la alfombra persa. El dolor le penetraba por los globos oculares y la nariz.
Khan corrió al otro lado de la habitación, seleccionó un tomo gordo de la estantería, lo cogió y sacó de él una Beretta; luego se giró para disparar a Evan. La bala impactó en la mesa de café situada junto a la cabeza de éste, que agarró a ciegas la mesa, la levantó a modo de escudo y embistió a Khan. Los ojos le quemaban como si le hubiesen clavado agujas. Khan disparó dos veces más con silenciador y a Evan se le clavaron en el vientre y en el pecho astillas de madera. Pero aplastó a Khan con la mesa, lo obligó a bajar la pistola y lo sujetó contra los estantes de roble.
Evan apretó y apretó más y más, haciendo fuerza con las piernas y los brazos; la agonía del rostro de Khan lo estimulaba. Estaba aplastando a aquel hombre contra la pared; oía cómo se vaciaban sus pulmones, lo oía balbucear de dolor; finalmente Khan cayó al suelo con la pistola todavía en la mano.
Evan dejó caer la mesa y agarró el arma. Veía la cara y los dedos de Khan como una imagen borrosa. Pero éste se aferraba a la Beretta. Evan cayó sobre el anciano, que le asestó un rodillazo en la ingle y luego le metió sus huesudos dedos en los ojos entrecerrados. Evan soltó una de las manos que agarraba la pistola y le dio un puñetazo en la nariz. A través de sus ojos llenos de lágrimas, Evan veía la cara de Khan envuelta en una neblina. Agarró la Beretta de nuevo con las dos manos y forcejeó para apuntar hacia el techo. Khan la retorció hacia el otro lado y la dirigió hacia la cabeza de Evan.
La pistola se disparó.
Evan sintió el calor de la bala junto a la oreja. Apoyó todo su peso y puso todas sus fuerzas en girar el cañón hacia el suelo. Khan se retorcía intentando arrebatarle la pistola, que volvió a dispararse.
Khan sufrió un espasmo y luego se quedó quieto. Evan tiró a un lado el arma y se levantó dando tumbos, restregándose los ojos.
Se retiró a la esquina de la habitación. Apenas podía ver a Khan, pero seguía apuntándolo con la pistola. Evan chillaba; el dolor en los ojos lo estaba dejando ciego.
Khan no se movía. Evan se forzó a volver donde estaba el cuerpo y le tocó el cuello. Nada. No había pulso.
La angustia le invadió. Entró a trompicones en la cocina, abrió el grifo y se lavó la cara con las manos. Al hacerlo se le cayeron las lentillas marrones que le había dado Bedford. Después de lavarse por décima vez el dolor comenzó a remitir. El único sonido que se escuchaba en la casa era el siseo del agua colándose por el desagüe. Se aclaró los ojos hinchados una y otra vez, sujetando todavía la pistola con la otra mano, hasta que el dolor menguó. Entonces volvió al estudio.
Khan lo miraba desde el suelo con tres ojos, el del medio era rojo. Volvió a comprobar el cuello, la muñeca y el pecho: ninguno de los tres tenía pulso.
«Acabo de matar a un hombre.»
Debería estar vomitando de miedo, de terror. Una semana atrás se hubiera quedado paralizado de la impresión; ahora simplemente estaba aliviado de que fuese Khan el que estaba muerto en el suelo, y no él.
Fue al baño y se miró la cara en el espejo. Sus ojos eran de nuevo color avellana y la hinchazón era tal que los tenía casi cerrados. Tenía el labio cortado y le sangraba. Abrió el armario que había debajo del lavabo y encontró un botiquín de primeros auxilios: por supuesto, en esa casa había todo lo que Khan necesitaba.
Aquélla era la vía de escape de Khan.
No había pensado con claridad en medio del caos de la explosión; estaba demasiado obcecado en ponerle las manos encima al hombre que podía desvelar el mapa de la vida de sus padres.
A ojos de Jargo, Khan la había jodido, pero quizá no quería que muriese. Quizá Jargo deseaba conducir la investigación sobre Los Deeps a un callejón sin salida. Khan había huido cuando Evan pronunció el nombre de Jargo… aunque quizá ya conociese la cara de Evan. Luego Pettigrew entró con la bomba, o bien Khan la activó al salir del edificio. Con su propio negocio destruido, Khan no iría a un lugar que sólo le diese unas horas de asilo, iría a su escotilla de emergencia. Si Los Deeps tenían otras identidades, también las tenía Khan, el encargado de sus finanzas. Había llevado a Evan a un lugar donde él podría ocultarse, disfrazarse con una identidad ya preparada, fundirse con el mundo. Aún mejor, darían por supuesto que había muerto en la explosión.
Y cuando diesen por muerto a Thomas Khan nadie de la CIA lo buscaría.
No era fácil salirse de la propia vida de uno, y si esta casa era el escondite secreto de Khan, su primera parada en el viaje hacia una nueva vida secreta, tendría recursos para cerrar sus operaciones, dinero e información para no dejar huellas y adoptar su nueva identidad. Pero si Jargo sabía que aquí era donde Khan huiría, y podía ser que así fuese, entonces Evan no tenía mucho tiempo. Jargo podía enviar a un agente para asegurarse de que Khan había escapado de la explosión.
El teléfono. Quizás era Jargo quien llamaba a Khan.
Tal vez Evan no tuviese mucho tiempo, pero tenía que arriesgarse. Las respuestas que necesitaba podían estar dentro de esa casa.
Comprobó todas las ventanas y puertas para asegurarse de que estaban cerradas con llave. Bajó todas las persianas y cerró las cortinas. En el piso de arriba había dos dormitorios pequeños, un despacho y un baño; en el de abajo, una habitación principal, un baño, un estudio, una cocina y un comedor. Una puerta de la cocina conducía a un pequeño sótano; Evan se arriesgó a bajar y encendió una luz. Estaba vacío, excepto por el rincón, donde había una bolsa grande y negra cerrada con cremallera. Era una bolsa para cadáveres.
Evan abrió la cremallera.
Era Hadley Khan. Reconoció su cara, o lo que quedaba de ella. Llevaba varios días muerto. Habían cubierto su cuerpo con cal para reducir el incipiente olor a descomposición. Mostraba un disparo en la sien. Su cuerpo estaba retorcido y tieso en la bolsa, desnudo. Tenía marcas alargadas y rojas en la cara y en el pecho, le faltaban las manos y tenía la boca completamente abierta y sin lengua.
«Le he perdonado», había dicho Khan.
Evan se levantó, fue hacia la parte opuesta del sótano, apoyó la frente contra la fría piedra y respiró profundamente, estremeciéndose. «Khan lo hizo aquí; torturó y mató a su propio hijo por haberle desobedecido. Por traicionar el negocio familiar.»
¿Qué le habrían hecho a él sus padres si hubiese averiguado la verdad o amenazado con descubrirlos? No podía imaginarse eso. No. Nunca.
Oyó la voz de Khan: «Los conozco mucho mejor que tú».
Cerró la bolsa del cadáver y subió al estudio. Arrastró el cuerpo de Thomas Khan hasta el sótano y lo colocó junto al de su hijo. Volvió a subir y encontró una sábana doblada en el armario de uno de los dormitorios y cubrió ambos cadáveres con ella.
Bebió cuatro vasos de agua fría y se tomó cuatro aspirinas que encontró en el botiquín. Le dolían los ojos y el estómago.
Regresó al estudio e intentó abrir un escritorio y un aparador, pero ambos estaban cerrados. De vuelta en el sótano buscó en los bolsillos de Khan: no había llaves, sólo una cartera y una PDA. La encendió y en la pantalla apareció un mensaje en el que le solicitaba su huella.
Sacó la mano derecha de Khan de debajo de la sábana y presionó el dedo índice contra la pantalla. Acceso denegado. Agarró la mano izquierda de Khan y presionó el dedo índice contra la pantalla. La agenda aceptó la huella, y al abrirse mostró una pantalla de inicio normal. Miró las aplicaciones y los archivos. La PDA sólo tenía algunos contactos y números de teléfono: unos cuantos bancos de Zurich y una lista de tiendas de libros de Londres. Había un icono para una aplicación de mapas. Los últimos tres mapas a los que había accedido eran de Londres, Misisipi y Fort Lauderdale, Florida. Una anotación en el mapa de Biloxi mostraba la situación de un vuelo charter. Biloxi no estaba tan lejos de Nueva Orleans; quizá fuese a donde Dezz y Jargo habían volado después del desastre en aquella ciudad.
Pero no había nada que dijese: «La X señala el lugar donde está tu padre».
Excepto, quizá, Fort Lauderdale, un lugar de Florida en particular. Según Gabriel, la madre de Evan le había dicho que se reunirían con su padre en Florida, y Carrie pensaba que su padre estaba en Florida.
Carrie. Podía intentar llamarla, ponerse en contacto con ella a través de la oficina de la CIA en Londres, decirle que estaba vivo. Pero no. Si los agentes o los clientes de Jargo de la CIA pensaban que él estaba muerto, nadie le buscaría. Se habían enterado de que estaba en Londres y casi lo matan. El grupo de Bedford se había puesto en peligro.
Quería saber que Carrie estaba a salvo, quería decirle que estaba vivo. Pero no ahora, no hasta que recuperase a su padre. Creía que ella no regresaría a la casa a la que los había llevado Pettigrew; era demasiado peligroso si éste trabajaba para Jargo. Se reuniría con Bedford tomando todas las precauciones.
Evan reconfiguró el programa de la contraseña para borrar la huella de Khan y utilizar la de su dedo pulgar como clave. Podría serle útil más adelante. Se metió la PDA en el bolsillo, y al ponerse de pie, vio una caja de herramientas en la esquina y la llevó al piso de arriba.
Metió con cuidado un destornillador en la cerradura del escritorio; después del truco del mechero con spray de pimienta no podía fiarse de las apariencias. Pero sólo se escuchó el ruido de un metal contra otro metal.
Cogió un martillo y con cuatro golpes secos abrió la cerradura. En un cajón encontró papeles relacionados con la propiedad de la casa: había sido comprada el año pasado por Inversiones Boroch. Ésta debía de ser una tapadera de Khan; si no había una conexión directa con él, la policía no podría ir allí. Thomas Khan no se asomaría si pudiese evitarlo cavando su túnel de escape.
En el cajón también encontró artículos de papelería y sobres con el membrete de Inversiones Boroch, un pasaporte de Nueva Zelanda y uno de Zimbabue, ambos con nombres falsos y la foto de Thomas Khan estampada. Había un teléfono sin mucha batería, pero que funcionaba. Sacó el cargador del fondo del cajón y lo puso a cargar. Miró el registro de llamadas, pero estaba vacío.
Forzó la cerradura de otro cajón del escritorio. Contenía una caja de metal con fajos de libras esterlinas y dólares americanos. Debajo de ella había una pistola automática y dos cargadores. Contó el dinero: seis mil libras esterlinas y diez mil dólares americanos. Colocó los billetes sobre el escritorio. El resto de cajones estaba vacío.
Atacó el aparador con un martillo, con un destornillador y luego con una palanca. Se sentía mareado por no haber comido, por el cansancio y por el spray de pimienta, pero sabía que estaba cerca de encontrar lo que buscaba. Muy cerca.
La puerta se abrió con la palanca. Estaba vacía.
No, no podía ser. No era posible. Khan necesitaba archivos con información, necesitaría acceder a nuevas cuentas y borrar las viejas. Tenía que haber un ordenador en la casa, aparte de la PDA, a menos que el muy cabrón lo guardase todo en la cabeza. Si era así, Evan estaría de nuevo en el punto de partida.
Buscó por la habitación. El pequeño armario contenía artículos de oficina, trajes viejos y una gabardina. Entró en los dormitorios de invitados, casi vacíos, y en las habitaciones de la planta de abajo. Buscó con cuidado, consciente de que no era un profesional, y se recordó a sí mismo que tenía que ser disciplinado y minucioso. Pero no encontró nada, y se dio cuenta de que la posibilidad de echarle las manos al cuello a Jargo empezaba a desvanecerse.
El estudio estaba a oscuras y se arriesgó a encender una luz de lectura. La estantería. Khan había guardado su pistola detrás de los libros.
Buscó en el resto de la estantería. Hasta el último centímetro estaba cubierto de buenos libros que provenían de saldos de la tienda de Khan. ¿Cómo podía tener tan buen gusto literario un cabrón psicópata como aquél? Pero no había nada más oculto tras los libros. Revolvió los cajones de los muebles de la cocina y de la despensa. Vació botes de sal y de harina en el suelo. El congelador estaba lleno de paquetes de comida congelada; los abrió y los vació en el fregadero esperando encontrar en su interior un disquete o un CD. De repente, le entró hambre y metió en el microondas un plato preparado de pollo con fideos; comerse la comida de un hombre muerto le producía náuseas. Decidió superarlo.
Se sentó en el suelo y se obligó a calmarse mientras comía. La comida no sabía a nada, pero al menos llenaba, y sintió cómo se le asentaba el estómago. El desfase horario junto con el descenso de adrenalina hicieron su efecto en él, y se resistió a la necesidad de tumbarse en el suelo, cerrar los ojos y dormir. Quizá no hubiese nada más que encontrar.
El sótano era la única habitación en la que no había buscado. Bajó los escalones a oscuras. Pasó junto a los cuerpos cubiertos con la sábana. El sótano era pequeño y cuadrado, con una lavadora-secadora en un lado y una estantería metálica enel otro. En la estantería había trastos viejos y más libros en cajas. Buscó en todas ellas. Un aparato de televisión con la pantalla rota. Una caja de herramientas de jardín sin restos de tierra y que probablemente nunca se habían usado. Un par de cajas de sopa enlatada, verduras y carne, por si Khan quería ocultar a otro agente.
Dirigió la mirada de nuevo al televisor con la pantalla rota. ¿Por qué guardar un televisor averiado? Ahora las teles eran baratas: si tenías que reparar la pantalla era mejor comprar otra. Quizá Khan era de los que pensaba que quien no malgasta, no pasa necesidades. Pero Khan había tenido una vida acomodada, así que un televisor estropeado no significaba nada para él.
Evan bajó la tele de la estantería, cogió un destornillador y le quitó la parte de atrás.
Habían destripado la tele por dentro y en su interior había un pequeño ordenador portátil y un cargador. Evan lo encendió; apareció un cuadro de diálogo pidiéndole una contraseña.
Tecleó DEEPS. Incorrecta.
Tecleó JARGO. Incorrecta.
Tecleó HADLEY. Incorrecta.
La CIA podía entrar, pero él no. Aunque lograra descubrir la contraseña, podía ser que Khan hubiese codificado y puesto contraseñas a los archivos del sistema. Sería tonto si no hubiese tomado esa precaución.
Evan se quedó mirando la pantalla. Quizá debería llevarse el ordenador y ya está, e ir a Lagley, al cuartel general de la CIA. Convertirse en…
… y no salvar a su padre.
La cara de su padre flotaba ante él en el sótano oscuro, y se quedó mirando a los cuerpos de ambos Khan, padre e hijo. Si hacía caso de los acontecimientos ocurridos en los últimos días, su padre era un asesino profesional que pisoteaba vidas como quien aplasta hormigas. Pero ése no era el padre que él conocía. No podía ser; la verdad no podía ser tan dura ni tan sencilla. Tenía que recuperar la información para rescatar a su padre.
O, pensó, tenía que crear la ilusión de que disponía de la información.
El portátil. No necesitaba la información, sólo necesitaba el portátil para intercambiarlo por su padre. Podía ser que contuviese los mismos archivos que su madre había robado. Por lo menos era un arma de negociación: siempre podía amenazar con darle el portátil a la CIA si no soltaban a su padre. Jargo no podría saber con seguridad si los archivos estaban o no en el ordenador de Khan. Aunque no tuviese la lista de clientes, podía tener suficiente información financiera, logística o personal para destruir a Los Deeps.
Puede que su madre hubiese robado los archivos de este mismo portátil. Intentó imaginar cómo lo había hecho. Había tomado fotografías en Dover, había robado información militar. Le había entregado la mercancía a Khan, pero probablemente no aquí, no en esta casa de seguridad. Lo más seguro era que le hubiera entregado la información robada y las fotos en un CD en un parque, en un teatro o en un café. Pero quizá siguió a Khan hasta aquí después de despedirse. Y luego… ¿qué? Khan descargó en el ordenador la información que ella había robado para enviársela a jargo y se marchó. Ella entró en la casa y encontró el portátil. Debía de tener algún programa para saltarse las contraseñas, algo necesario si robaba información habitualmente.
Si ella lo había hecho entonces podía hacerse. Él podía robar los mismos archivos.
Intentó entrar en el portátil una vez más.
Ahora tecleó BAST. Nada.
OHIO, por el orfanato. No.
GOINSVILLE. Rechazado.
Encontró las llaves del coche de Khan en la encimera de la cocina y puso el portátil y el dinero en el maletero. Volvió adentro y se metió la PDA de Khan, la pistola y el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Quería dormir y quería creer que el escondite de Khan podía ser el suyo. Pero no era seguro quedarse allí. Fort Lauderdale. Su madre le había mencionado Florida a Gabriel. Era su mejor apuesta.
Entró en el Jaguar prestado. Se dio cuenta de que nunca había utilizado un coche diseñado para conducir por la izquierda de la carretera y, por primera vez en días, se rió de verdad. Eso sería una aventura.
Con los nervios a flor de piel, Evan se internó en la oscuridad. Empezó a caer una lluvia fría. Tenía que concentrarse por completo en entrenar de nuevo sus reflejos de conducción. De vuelta en Londres, avanzaba lentamente, como un conductor novato, y encontró un hotel decente en Lewisham. Se permitió el lujo de darse una verdadera cena en un pequeño pub: un filete con patatas fritas y una pinta de cerveza; observaba a una pareja y a su hijo adulto sonriendo entre cervezas rubias. Pagó, volvió al hotel y se tumbó en la cama.
Volvió a encender el teléfono móvil de Khan y sonó un mensaje nuevo. No sabía la contraseña de Khan para su buzón de voz, pero encontró un registro de llamadas perdidas recientes.
Abrió la PDA y activó la aplicación de nota de voz. Luego marcó el número en el nuevo registro de llamadas.
No podía negociar si todos pensaban que estaba muerto. Respondieron al primer tono.
– ¿Sí?
Conocía aquella voz, con su ronroneo delicado y psicótico. Era Dezz.
– Déjame hablar con Jar go.
Evan sostenía la PDA lo suficientemente cerca como para grabar cada palabra.
– Aquí no hay nadie con ese nombre.
– Cállate Dezz. Déjame hablar con Jargo. ¡Ya!
Un momento de silencio.
– Nos hemos vuelto a encontrar, ¿verdad?
– Dile a tu padre que tengo todos los archivos relacionados con Los Deeps del señor Khan. Todos. Me gustaría negociar un cambio por mi padre.
– ¿Cómo está Carrie? ¿Ha volado por los aires? Siento no estar en Londres para ayudarte a recoger los pedazos -dijo Dezz conteniendo la risa.
– Si me dices una sola palabra más, monstruo, envío por correo electrónico la lista de clientes a la CIA, a Scotland Yard y al FBI. Tú no tienes la última palabra; la tengo yo.
Se produjo el silencio durante un momento y Dezz dijo fríamente y con educación:
– Espera, por favor.
Se imaginaba a Dezz y a Jargo viendo el número de Khan en la pantalla de un móvil, enterándose de lo de la explosión y sopesando si Evan estaba diciendo la verdad o no.
– ¿Sí? ¿Evan? ¿Estás bien? -preguntó Jargo con voz de preocupación.
– Estoy bien. Tengo que hacerte una propuesta.
– Tu padre está preocupadísimo por ti. ¿Dónde estás?
– En el fondo de la madriguera del conejo, y tengo el portátil de Thomas Khan. Hablo desde su escondite en Bromley.
Una larga pausa.
– Felicidades. A mí, personalmente, las hojas de cálculo me parecen muy aburridas.
– Devuélveme a mi padre y te daré su portátil; luego nuestros caminos se separarán.
– Pero los archivos pueden copiarse. No sé si puedo confiar en ti.
– No cabe cuestionarse mi integridad, Jargo. Sé todo lo de Goinsville, lo de Alexander Bast y sé que creaste la red original de Los Deeps. -Era todo un farol; no estaba seguro de cómo encajaban todas estas piezas, pero tenía que fingir que lo sabía-. Tengo el portátil de Khan y te lo daré a ti, no a la policía. Lo tomas o lo dejas. Puedo cargarme a Los Deeps en cinco minutos con lo que tengo.
– ¿Puedo hablar con el señor Khan? -preguntó Jargo.
– No, no puedes.
– ¿Está vivo?
– No.
– Bien. ¿Lo mataste tú o la CIA?
– No voy a jugar a las preguntas contigo. ¿Hacemos el trato o voy a la CIA?
– Evan. Comprendo que estés enfadado, pero no quería que Khan muriese. -Pausa-. Si tienes acceso a internet me gustaría enseñarte una grabación, para probar mi punto de vista.
– ¿Una grabación?
– Khan tenía una cámara digital en su tienda. Enviaba imágenes constantemente a un servidor remoto. Tomamos muchas precauciones en nuestra línea de trabajo, ¿entiendes? Puedo probarte que fue un agente de la CIA el que hizo estallar la bomba. Su nombre era Marcus Pettigrew. Sospecho que la CIA encontró una manera de librarse de ti y de Khan al mismo tiempo y sin ensuciarse las manos.
Evan recordó haber visto un conjunto de pequeñas cámaras instaladas en las esquinas, cerca del techo de la librería. Dijo lo que pensaba que Jargo esperaría que dijese:
– ¿Y qué? Así que no puedo confiar en la CIA. Eso no significa que pueda confiar en ti.
– Mira la grabación -dijo Jargo- antes de tomar una decisión.
– Espera.
Evan bajó las escaleras con el teléfono desde su habitación hasta el centro de negocios del hotel. Estaba vacío. Encendió un ordenador y abrió una cuenta en Yahoo con un nombre inventado, y le dio a Jargo su nueva dirección de correo. Después de un minuto recibió en la bandeja de entrada un archivo de vídeo adjunto. Evan lo abrió. Se vio a sí mismo enfocado desde la parte superior izquierda, entrando y hablando con Khan. Primero Khan y luego Evan desaparecieron de la imagen, y entonces surgió Pettigrew. Giró el cartel, que ahora decía «Cerrado». Mató a dos personas. Se inclinó para tocar su maletín y luego nada más.
– No es mi estilo destripar a mi propia red -afirmó Jargo-. Sin embargo, podría ser el estilo de la CIA.
– Podrías haber amañado esa cinta.
– Evan, por favor. Primero Gabriel, luego Pettigrew. Tu amigo el Albañil te ha llevado directamente a una trampa mortal. Matar dos pájaros de un tiro, tú y Khan. No soy tu enemigo, Evan, ni mucho menos. Has dado con la gente equivocada, por no decir algo peor, y estoy intentando salvarte el pellejo.
«Albañil… Conoce el nombre en clave de Bedford.» Odiaba la preocupación empalagosa que no conseguía ocultar la arrogancia en la voz de Jargo.
– Esa grabación no miente. ¿A quién crees ahora? -preguntó Jargo.
– Quiero hablar con mi padre. -Evan hizo que su voz temblara deliberadamente.
– Ésa es una idea excelente, Evan.
Silencio. Y luego la voz de su padre.
– ¿Evan? -Parecía cansado y débil. Abatido.
Estaba vivo. Su padre estaba realmente vivo.
– ¿Papá? Dios, papá, ¿estás bien?
– Sí, estoy bien. Te quiero, Evan.
– Yo también te quiero.
– Evan… lo siento. Tu madre, tú… Nunca pretendí arrastraros a esta locura. Siempre fue mi peor pesadilla. -Mitchell parecía estar a punto de llorar-. Tú no entiendes toda esta historia.
Sabía que Jargo estaba escuchando. «Finge que lo crees. Es la única manera de que Jargo te entregue a tu padre. Pero no demasiado rápido, o Jargo no se lo tragará.» Tenía que engañar a su propio padre. Intentó con todas sus fuerzas mantener la voz calmada:
– No, papá, te aseguro que no lo entiendo.
– Lo que importa es que puedo ponerte a salvo, Evan. Necesito que confíes en Jargo.
– Papá, aunque Jargo no haya matado a mamá, te ha secuestrado a ti. ¿Cómo puedo confiar en ese tipo?
– Evan. Escúchame atentamente. Tu madre fue a la CIA y la CIA la mató. No sé por qué acudió a ellos, pero lo hizo creyendo que os esconderían a los dos, a ella y a ti. Pero ellos la mataron. -Se le quebró la voz, luego se tranquilizó-. Y ahora te han utilizado a ti para intentar atraparnos a Jargo y a mí.
– Papá…
– Jargo y Dezz no estuvieron en nuestra casa; fue la CIA. Todo lo que te han contado es mentira. Créete lo que ves. Ese agente de la CIA de Londres intentó matarte, ésa es la mejor prueba. Evan, quiero que hagas lo que te diga Jargo, por favor.
– No creo que pueda hacerlo, papá. Él mató a mamá. ¿Entiendes eso? ¡Él la mató!
Y le relató brevemente a su padre su llegada a la casa.
– Pero no les viste la cara en ningún momento.
– No… no les vi la cara. -Dejó pasar tres segundos y pensó: «Deja que Jargo piense que quieres creer a tu padre, que quieres creerlo más que nada en el mundo para que todo este horror termine»-. Vi a mamá y luego me volví histérico y me pusieron una bolsa en la cabeza.
La voz de Mitchell era paciente.
– Puedo decirte con seguridad que no fueron Dezz y Jargo; no fueron ellos.
– ¿Cómo puedes estar seguro, papá?
– Lo estoy. Estoy completamente seguro de que ellos no mataron a tu madre.
«Empieza a actuar como si fueses tonto.»
– Sólo escuché voces.
– Puede ser que cometieras un error en el momento más terrible de tu vida, Evan. Jargo no te haría daño. En el zoo le disparaban a Carrie, no a ti.
No era verdad, pero por lo visto Jargo le había contado toda una sarta de mentiras a su padre. No discutió sobre eso. «Y ahora para confundir…»
– Pero Carrie dijo…
– Carrie traicionó tu confianza. Te utilizó, hijo. Lo siento.
Dejó que el silencio lo inundase todo antes de hablar.
– Tienes razón. -«Perdóname, Carrie», pensó-. No fue honesta conmigo, papá. Desde el primer día.
Mitchell carraspeó.
– Olvídate de ella. Lo único que importa es que vengas junto a mí. ¿Estás a salvo de la CIA ahora mismo?
– Para ellos estoy muerto.
– Entonces, tráele a Jargo los archivos. Estaremos juntos. Jargo nos dejará hablar y planear lo que haremos después.
Evan bajó la voz.
– No digas nada. Tengo el portátil, pero no sé cuál es la contraseña. Nunca he visto los archivos que quiere Jargo.
Sabía que Jargo estaba escuchando cada palabra.
– Todo irá bien una vez que estemos juntos.
– Papá… ¿todo esto es verdad? ¿Lo que averigüé sobre ti y sobre mamá, sobre Los Deeps? Porque no entiendo…
– Te hemos estado protegiendo durante mucho tiempo, Evan, y harás más mal que bien si ahora nos descubres. Haz lo que diga Jargo. Tendremos mucho tiempo y podré hacértelo entender.
– ¿Por qué ya no eres Arthur Smithson?
Pausa.
– No sabes lo que tu madre y yo hicimos por ti; no tienes ni idea de los sacrificios por los que pasamos. Nunca has tenido que tomar una decisión difícil. No te lo puedes ni imaginar -luego, Mitchell dijo rápidamente-: ¿Recuerdas cuando te di todas las novelas de Graham Greene y te dije que la cita más importante era «Quien amó también temió»? Es verdad. Es cien por cien verdad. Tenía miedo de que no tuvieses una vida buena y quería que la disfrutases. La mejor vida. Lo eres todo para mí. Te quiero, Evan.
– Lo recuerdo. Yo también te quiero, papá.
Sin importar lo que hubiese hecho.
Evan recordó que el último año de instituto su padre le había regalado por Navidad un montón de novelas de Greene, pero no entendía la cita. No importaba. Lo que importaba es que su padre estaba vivo y que lo iba a recuperar.
– Escucha atentamente. -La voz de su padre había desaparecido y la de Dezz la había sustituido-. Ahora estás a mi cargo ¿Dónde estás?
– Sólo dime dónde se supone que he de cambiar el ordenador de Khan por mi padre.
– Miami. Mañana por la mañana.
– No puedo llegar a Miami tan rápido. Será mañana por la noche.
– Te conseguiremos billetes -dijo Dezz-. No queremos que la CIA te vuelva a trincar.
– Yo mismo me ocuparé del viaje. Os llamaré desde Miami. Yo elegiré el lugar y la hora para el intercambio.
– De acuerdo. -Dezz se rió-. No te me escapes esta vez. Ahora todos seremos como una familia. -Y colgó.
«Como una familia.» A Evan no le gustó la ironía en el tono de Dezz, y pensó en las fotos ajadas de los dos chicos en Goinsville, en sus sonrisas y sus miradas entrecerradas. Ahora veía lo que no había querido ver antes: la posibilidad de que la conexión entre su padre, un hombre al que quería y admiraba, y Jargo, un asesino cruel y despiadado, pudiese ser un lazo de sangre.
Evan había decidido hacerse el tonto para que Jargo creyera que correría a ciegas a salvar a su padre, pero ahora se sentía confuso. Las citas de Graham Green, que habían consumido un valioso tiempo al hablar con su padre, la ironía de Dezz… No tenía sentido.
Evan borró del ordenador el vídeo que se había descargado y volvió a su habitación. Se estiró en la cama y se quedó mirando el portátil de Khan, que aún escondía sus secretos como un niño caprichoso.
Si le llevaba este portátil a Jargo recuperaría a su padre, o al menos eso esperaba, pero no detendrían a Jargo. No. Era inaceptable. Así que tenía que hacer ambas cosas: recuperar a su padre y acabar con Jargo, sin cometer errores.
Se sentó y pensó en las herramientas que tenía a su disposición, en cómo podía actuar al día siguiente.
Llegó a la conclusión de que simplemente era cuestión de ser el mejor contador de historias. Necesitaba ganarle la partida al verdadero rey de las mentiras. Su principal baza era ese portátil poco dispuesto a cooperar. Era hora de hacer juegos de manos.
Cogió el teléfono al tercer timbre.
– ¿Sí?
– Hola, Kathleen.
Durante unos segundos se quedó muda del asombro.
– ¿Evan?
– Sí, soy yo.
– ¿Estás bien?
– Sí. Te vi hablando de mí en la CNN el fin de semana pasado. Gracias por tus amables palabras.
– Evan, ¿dónde estás? ¿Qué ha pasado? Dios mío, me has tenido muy preocupada.
Quería creer que era cierto, que su antigua novia todavía se preocupaba por él, y también sabía que su petición la pondría a prueba.
– No puedo decirte lo que ha ocurrido ni dónde estoy. Necesito que me ayudes. Puede que te esté poniendo en peligro al pedírtelo. Si cuelgas ahora no te culparé por ello.
Silencio.
– ¿Qué clase de peligro?
– No tanto para ti como para quien consigas que me ayude.
– Suéltalo, Evan.
Siempre había sido muy directa.
– Un peligroso grupo de gente quiere matarme. Asesinaron a mi madre, secuestraron a mi padre y me están buscando a mí. Tengo uno de sus ordenadores y necesito acceder a él, pero está codificado.
– Esto es una broma, ¿no?
– Mi madre ha muerto, ¿crees que estoy bromeando?
Un momento de silencio. Luego bajó la voz.
– No, no lo creo.
– Ayúdame, Kath.
– Dios mío, Evan; escucha, vete a la policía.
– Si lo hago matarán a mi padre. Por favor, Kathleen.
– ¿Cómo podría ayudarte?
– Tú produjiste Hackerama con Bill.
Bill era el tío por el que Kathleen le había dejado, un director de cine de Nueva York que, en realidad, le caía bien. Le había arrebatado el Óscar con su película sobre la cultura de los hackers.
– Sí -dijo tras dudar un instante.
– Necesito un contacto en Inglaterra. Inteligente y discreto, que no vaya de cabeza a la policía y que sea un experto en codificación. Puedo pagarle bien, y a ti también.
Kathleen dejó pasar un momento y luego le dijo:
– Evan, no voy a aceptar tu dinero y no puedo ayudarte a cometer un crimen.
– Es para salvar a mi padre, para salvarme a mí mismo. -Oyó a Kathleen moverse con nerviosismo-. Si has visto las noticias debes de haber oído lo de la bomba que ha estallado hoy en Londres. Fue esa gente; intentaban matarme.
– Sinceramente, ahora mismo hablas como un loco.
– Llevo días huyendo, escondiéndome. Mi vida está literalmente en tus manos, Kathleen. Necesito ayuda. No puedo detener a esta gente; sin esta prueba no puedo descubrirlos de manera que la policía me crea.
– Supongamos que dices la verdad; aun así me estás pidiendo que llame a un amigo y que lo ponga a él o a ella en un gran peligro.
– Sí, es verdad. Deberías advertirlos. Sé sincera con ellos para que sepan a lo que se enfrentan. Pero les pagaré. Esos tipos siempre necesitan dinero, ¿verdad?
– No parece una buena idea -dijo-, excepto para ti.
Era el fin. No podía culparla.
– Entiendo. Yo tampoco querría que le hiciesen daño a un inocente. Gracias por querer hablar conmigo. Y gracias por defenderme en la CNN; significó mucho para mí.
– Evan.
Él esperó.
Finalmente ella dijo:
– Encontraré a alguien que te ayude. ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
– Es mejor para ti que yo te vuelva a llamar. Cuanto menos sepas, mejor.
– Siento mucho lo de tu madre. Era una mujer magnífica. Y tu padre…
– Gracias.
– Vuelve a llamarme dentro de una hora.
– Vale.
Evan colgó. Se preguntaba si Kathleen se pondría directamente en contacto con la policía. La llamó exactamente una hora después desde el teléfono del hotel. El móvil de Khan era sólo para hablar con Jargo.
– Evan. Un hacker me dio el nombre de un amigo suyo en Londres; su nick es Navaja. No quiere que conozcas su verdadero nombre. Dijo que se reuniría contigo esta noche en un café. ¿Tienes boli?
Y le dio una dirección en el Soho.
– Gracias, Kathleen. Que Dios te bendiga.
– Te lo ruego. Deja que la policía se encargue de esto.
– Lo haría si pudiese. Es complicado.
– ¿Me volverás a llamar para que sepa que estás bien?
– Cuando pueda. Cuídate, Kathleen. Gracias.
Y colgó.
Bajó las escaleras y le preguntó al recepcionista cómo llegar al café que Navaja le había propuesto. Entró de nuevo en el coche de Khan, se armó de valor para conducir por el lado opuesto y arrancó en medio de la lluvia fría y cortante.
– Eres muy persuasivo, Mitchell -dijo Jargo-. Estoy orgulloso de ti. Era una conversación difícil.
– No quiero que le hagan daño.
Mitchell Casher cerró los ojos.
– Ninguno de nosotros quiere que le hagan daño a Evan. -Jargo puso el café delante de Mitchell-. Odio hacer críticas, pero la verdad es que deberías haberle hablado de nosotros hace tiempo.
Mitchell negó con la cabeza.
– No.
– Yo se lo dije a Dezz tan pronto como fue lo suficientemente mayor para entenderlo. Empezamos a trabajar juntos. Es muy agradable trabajar con tu hijo.
– Yo quería una vida diferente para Evan, igual que tú querías una vida diferente para todos nosotros.
– Aplaudo el sentimiento, pero está fuera de lugar. No confiaste en él y lo pusiste en un gran peligro; hiciste que fuese más fácil para nuestros enemigos utilizarlo. -Jargo revolvía su café-. Parece que has vuelto a ganarte su confianza, al menos en cierto modo.
– Lo he hecho -dijo Mitchell duramente-. No tienes por qué dudar de él. Tu grabación lo ha convencido. Tiene una identidad falsa y dinero; puede volver aquí.
– Me preocupa que no quisiera que fuésemos a buscarlo. Me preocupa mucho. Esto podría ser una trampa de la CIA.
– Tus contactos te lo habrían dicho si lo supiesen.
– Eso espero. -Jargo bebió un sorbo de café y observó aMitchell-. Pareció ablandarse contigo, pero no me convence.
– Puedo convencer a mi hijo de que lo que más nos interesa a nosotros es lo que más le interesa a él. Confías en mí, ¿verdad?
– Por supuesto que sí.
Y detrás del gesto de preocupación familiar, Jargo dejó escapar una sonrisa apesadumbrada. ¿Cómo era la primera frase de Anna Karenina? Bast le había dado a Jargo una copia del libro una semana antes de que le mataran. La frase era una soberana tontería que decía algo sobre que cada familia infeliz lo era a su propia manera. Los Jargo y los Casher, pensaba, eran realmente únicos en su miseria.
Dejó a Mitchell solo en su dormitorio y fue abajo, a la cocina del refugio. Quería tranquilidad para pensar.
Podía ser que el chico mintiese acerca de que tenía el portátil de Khan, pero Jargo llegó a la conclusión de que no era así. Quería recuperar a su padre a toda costa. Se preguntó si Dezz habría luchado tanto por él y llegó a la conclusión de que no. Eso era bueno, porque resultaba estúpido luchar por algo que no iba a conseguir.
Y odiaba la estupidez. Hoy había librado al mundo de dos idiotas. Khan se había vuelto demasiado perezoso, demasiado satisfecho consigo mismo, se sentía demasiado importante. Perderlo a él y perder a Pettigrew como cliente suponía un revés, pero no llegaba a agobiarle. Podía dejar que Galadriel se ocupase de las tareas de Khan; su lealtad era incuestionable y no tenía vastagos rencorosos que controlar, ni un ego cultivado en salas de reuniones. Pettigrew había tardado en pagarle por matar a un oficial de alto rango en Moscú que personalmente no le gustaba y cuyo trabajo codiciaba. Gracias a Dios, Khan no tenía nada que ver con las propiedades de Jargo en Estados Unidos; si no, sería demasiado arriesgado permanecer en el refugio bajo aquel cielo negro y despejado.
Jargo se sirvió una taza de café recién hecho y observó el vapor. El chico no podría acceder al portátil; al menos Khan había hecho una cosa bien. Y Mitchell, si creía sus palabras, estaba haciendo que su propio hijo cayese en una trampa mortal.
Haría que un agente de Los Deeps matase a Evan después de que éste entregara el portátil de Khan y la lista de clientes. Lo haría sin matar a Mitchell, por supuesto, desde cierta distancia y con un rifle de francotirador de gran alcance. Sospechaba que Mitchell querría hablar con el chico a solas. Un ataque perpetrado sobre padre e hijo; el pobre de Evan tomaría el camino equivocado y pondría su cabeza en la trayectoria de una bala. Le gustaba ese enfoque porque avivaría la furia de Mitchell y lo haría más fácil de manipular. Evan y Donna muertos; ese dolor haría a Mitchell incluso más productivo en años venideros.
Pero tenía que prepararse para cualquier imprevisto, hacer como si la reunión con Evan fuese una trampa de la CIA y sellar todas las salidas. Cogió el móvil e hizo una llamada.
Luego disolvió un sedante en el vaso de zumo de naranja para mantener tranquilo a Mitchell, y le llevó la bebida arriba. Tenía una larga noche por delante.
Navaja era delgado, como su afilado sobrenombre. Llevaba una perilla larga teñida de rubio platino, gafas de ver con montura negra y una cruz celta tatuada en la nuca.
– ¿Evan?
– Sí. ¿Navaja?
Éste le dio la mano y se sentó a la mesa, situada en la esquina más alejada del café. Inclinó la cabeza hacia Evan.
– Oye, tienes los ojos como si te acabases de fumar un chronic.
– ¿Un chronic?
– Un porro de una marihuana muy fuerte, tío.
– Ah, no. -Evan negó con la cabeza-. ¿Quieres café?
– Sí, solo. El más grande que tengan.
Era una cafetería mugrienta y extravagante, pero no muy concurrida. Había una fila de ordenadores en un lado de la pared metálica, donde la gente joven navegaba por la red mientras tragaba zumos, tés y cafés. Evan se levantó y le pidió la bebida al camarero de la barra. Sentía la mirada de Navaja sobre él, evaluándole como una serie de problemas que había que deshacer en partes y solucionar; o quizá se estaba replanteando la teoría de la marihuana y había llegado a la conclusión de que la petición de Evan era el resultado de la locura provocada por el porro. Evan regresó a la mesa de la esquina y puso una taza de café humeante delante de Navaja.
El hacker bebió un sorbo con cuidado.
– Me han dicho que hay gente mala que va por ti.
– Cuanto menos sepas mejor.
Evan no quería entrar en detalles sobre Los Deeps ni sobre sus problemas con la CIA.
Navaja le sonrió levemente.
– Pero tú tienes sus trapos sucios.
– Sí, en un portátil. Pero no conozco la contraseña.
– Yo tampoco podré conseguirla -dijo Navaja- si no tengo el dinero.
Evan le dio una bolsa de la lavandería del hotel. Navaja le echó un vistazo al dinero.
– Cuéntalo si quieres.
Navaja lo hizo, rápidamente y bajo la mesa, donde los fajos de billetes no llamaban la atención.
– Gracias. Lo siento, pero no soy una persona confiada. ¿Tienes el equipo?
– Sí.
Evan sacó el portátil de una bolsa de la compra que había encontrado en el maletero del Jaguar.
– Lo que de verdad me interesa no es violar la ley, sino los retos técnicos, poner en evidencia a los cabrones que se creen muy listos, pero que en realidad no lo son. ¿Lo captas?
– Lo capto.
Navaja sacó su propio portátil, lo encendió y lo conectó mediante un cable al puerto Ethernet del ordenador de Khan.
– Voy a ejecutar un programa. Si la contraseña aparece en algún diccionario, estamos dentro.
Pulsó algunas teclas. Evan observaba mientras las palabras pasaban velozmente por la pantalla, más rápido de lo que podía leerlas, y arremetían contra las puertas de la fortaleza del portátil de Khan.
Después de un rato Navaja dijo:
– No ha habido suerte. Lo intentaremos con caracteres alfa-numéricos al azar y con variantes ortográficas.
Navaja le dio un sorbo al café y observó cómo aparecía una barra de estado que avanzaba lenta y solemne, mientras millones de combinaciones nuevas intentaban el «ábrete sésamo» con el ordenador de Khan.
– Oye, ¿sabes algo sobre dispositivos de mano? -preguntó Evan.
– No es mi especialidad. Esos puñeteros tienen poca potencia.
Evan sacó la PDA de Khan del bolsillo y utilizó su huella para desbloquearla.
– Seguridad biométrica -comentó Navaja-. ¿Qué tienes planeado, robar una bomba nuclear? -Se rió.
– Hoy no. ¿Qué son estos programas? No los reconozco.
Navaja estudió la pequeña pantalla.
– Dios, me gustaría jugar con ellos. Éste es un programa de interferencia para móviles; emite una señal que bloquea cualquier móvil que esté en la sala. ¿Lo probamos?
Esbozó una sonrisa traviesa, observando a varios clientes que hablaban por el móvil, y pulsó la tecla sin esperar la respuesta de Evan.
En diez segundos todo el mundo estaba mirando su móvil extrañado.
– ¡Ay, creo que acabo de violar la ley!
Navaja pulsó de nuevo el botón y el servicio pareció restablecerse, ya que los clientes volvieron a marcar y retomaron sus conversaciones.
– Y éste -Navaja abrió el programa y lo examinó- es como el que estoy usando en tu portátil. Pero está especializado en sistemas de alarma. La mayoría sólo tienen contraseñas de cuatro dígitos. Se conecta al sistema de alarma, descifra el código y lo activa.
– ¿Quieres decir que me daría el código de un sistema de alarma en la pantalla para que pudiese teclearlo?
– Creo que fue diseñado para eso. Mmm… Éste copia tarjetas de memoria o un disco duro. Comprime la información para que quepa en esta PDA.
– Sin embargo no podrías copiar un disco duro entero de un ordenador usando esto, ¿verdad?
– No. Con esto no. Es muy pequeño. Pero con otra PDA, y si se trata sólo de un grupo de archivos, seguro que sí.
«Quizá mi madre utilizó algo así para robarle los archivos a Khan», pensó Evan.
– ¿Sería rápido?
– Claro. Si coges algún archivo de más, no hay problema. Es más rápido copiar una carpeta entera que buscar y grabar los archivos uno a uno. Si puedes comprimirlos, mejor que mejor. -Le devolvió la PDA arqueando una ceja-. ¿Les robaste esto a los soplones esos?
– ¿Soplones?
– Espías.
– No quieras saberlo.
– No quiero -convino Navaja.
Evan observaba la barra de estado, que progresaba lentamente. «Por favor -pensó-, ábrete. Dame los archivos.» Pero no eran sólo archivos. Eran secretos que valían toda una vida, las huellas financieras de terribles engaños, una relación de vidas extinguidas por dinero sucio. Tenía una buena mano para jugar con Jargo, y se encontraba en esos archivos.
Navaja encendió un cigarrillo.
– Podría piratear una página porno mientras esperamos, tapar las tetas con fotos de políticos destacados. Ahora mismo soy muy antiporno. Me he vuelto Victoriano.
Evan sacudió la cabeza.
– Quiero tu opinión sobre una idea que se me ha ocurrido. Si averiguamos la contraseña, pero los archivos del portátil están codificados, ¿evitaría eso que pudieses copiarlos a otro ordenador?
– Probablemente. Depende de cómo estén codificados; o de si están protegidos contra copia.
– El programa para descodificar los archivos tiene que estar en este ordenador, ¿no? Quiero decir, necesitarías editar archivos, así que tendrías que descodificarlos primero, realizar cambios y volver a bloquearlos.
– Sí. Si el programa de desbloqueo no está en el portátil, tiene que estar en un lugar desde el que pueda descargarse con facilidad. De otro modo, es como una caja fuerte sin llave, inútil. Si tus malvados atesoraban un programa hecho a medida en un servidor remoto, indagaré desde su caché para rastrearlo, si es que no lo han borrado, o piratearé su proveedor de servicios. -Navaja sonrió abiertamente-. Detecto una idea malvada a punto de materializarse.
– Entonces, podríamos descodificar los archivos -comentó Evan pasando un dedo por el borde suave del portátil- y esconder una copia en un servidor en el que pudiese recuperarla desde la red. Luego codificaríamos de nuevo el disco de este portátil utilizando el mismo programa de bloqueo y la contraseña original. Le daría a los malos su portátil codificado y ellos pensarían que nunca he visto los archivos. Es como devolverles una caja fuerte de la que nunca tuve la llave. Entonces pensarían que ya no soy una amenaza real para ellos.
Navaja asintió.
– O si me matan, los archivos aún podrían utilizarse para cortarles las pelotas a esos canallas. Sería mi as en la manga.
– No te garantizo que pueda entrar en este sistema -dijo Navaja.
– Entonces creo que necesito pensar en un plan B. -Evan jugó con las posibilidades. Sonrió a Navaja-. Voy a necesitar un poco más de ayuda por tu parte. Por supuesto, te pagaré más.
– Claro.
– Dime, ¿juegas al póquer?