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Las madres permanecieron sentadas en silencio y sin agitar ninguna pancarta cuando Rinat Hayot subió al estrado de los testigos. Desde la altura de su asiento, el juez Neuberg se quedó absorto mirando aquella cabeza morena, con un pelo tan rapado que dejaba al descubierto, aquí y allá, como unas pequeñas islas de cuero cabelludo, aquellos ojos grises con la línea negra pintada bien marcada, la ceñidísima camisa que le marcaba las caderas a conciencia, igual que los bronceados muslos que asomaban de una cortísima minifalda, los zapatos de tacón, y sobre todo se quedó mirando aquella manera de mascar tan rítmica que ni siquiera abandonó cuando empezó a responder a las preguntas. Contestó, pues, y dijo su nombre, el de sus padres, su dirección, su graduación en la reserva, la fecha de licenciatura y las de su periodo de servicio. El abogado del teniente Yitzhak Alcalay le susurró algo, ocultándose los labios con la mano, al abogado del teniente Noam Lior. Este último abogado, que se encontraba detrás de la pequeña mesa de la defensa, se rascó la oreja, asintió, apoyó con fuerza las palmas de las manos en la inestable mesa, alzó los hombros hasta juntarlos con ambos lados de su cabeza calva y le preguntó a la testigo por su ocupación actual.
– Trabajo en la televisión como investigadora -respondió Rinat Hayot, con voz ronca- y estudio derecho en Tel Aviv.
El juez Neuberg se enderezó en su asiento, esforzándose por comprender qué era lo que le hacía que una cara fuera tan rara, hasta que descubrió que por encima de los ojos saltones, adornados por el marco negro del liner, no tenía cejas. Desde la distancia a la que se encontraba no podía decidir si las llevaba depiladas a propósito, pero aquel descubrimiento le produjo una leve conmoción, y el hecho de mirar aquel rostro, que parecía desnudo de un modo que lo empujaba a mirarlo a pesar del rechazo que le producía esa visión, fue lo que lo llevó a preguntarse a sí mismo hasta qué punto de bajeza habrían caído los estudiantes de derecho si podían presentarse así ante un tribunal y declarar como testigo, con ropas tan baratas y provocativas y, encima, mascando tan groseramente un chicle de color rosa con una expresión de absoluta indiferencia. Volvió a inclinarse con esfuerzo sobre la mesa de los jueces, siguió con la mirada la pantalla del ordenador y se preguntó cuánto tardaría en dejar aquel rítmico mascar, tan provocativo y repugnante a la vez, y si no sería mejor que le pidiera ya desde ahora que se sacara el chicle de la boca. Le dedicó una significativa mirada a aquellos ojos oscuros, de pestañas muy cortas, y cuando se lo iba a pedir, descubrió en ellos para su sorpresa un destello de temor y confusión, por lo que optó por no decirle nada.
El abogado le preguntó si conocía a los acusados, y ella asintió con la cabeza y dijo:
– Sí, el teniente Noam Lior empezó a ser oficial de instrucción durante mis últimos meses en la base, y con el teniente Yitzhak Alcalay el trato ha sido de más de medio año.
El abogado defensor le preguntó qué función desempeñaba en el ejército.
– Yo era la secretaria de la oficina del comandante de la base -dijo, y con un movimiento rápido se sacó de la boca el chicle y lo guardó en la palma de la mano que luego cerró hasta formar un puño que dejó caer pegado al cuerpo.
– ¿Conoce usted el juego llamado «la ruleta de la red»? -preguntó el abogado.
Ella asintió con la cabeza.
– Le ruego que responda con palabras explícitas -le ordenó el juez Neuberg, al ver que los dedos de la mecanógrafa se habían detenido indecisos sobre el teclado.
– Conozco ese juego -dijo, bajando los ojos. Al cubrir los párpados los ojos, el rostro casi parecía estar esculpido en piedra, un rostro muerto y estático.
– Cuéntele al tribunal por qué lo conoce -le pidió el abogado.
– Primero, porque todos lo conocían -dijo la testigo-, todos los que se encontraban en la base mientras yo estuve de servicio, y porque yo misma participé en él.
– ¿Qué quiere decir con eso? Aquí se nos ha dado a entender que sólo los reclutas que terminaban el curso de instrucción, a modo de divertimento final, tomaban parte en él.
– Yo fui la excepción -dijo con voz temblorosa.
– ¿Y eso por qué? ¿Cómo es que tuvo esa suerte?
– Porque había una chica que en el último momento no quiso hacerlo.
– ¿Que no se avino a participar? -le preguntó el mayor Weizmann desde el estrado de los jueces, sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.
La testigo asintió con la cabeza.
– Usted, como estudiante de derecho que es, ya debería saber que hay que responder a las preguntas con palabras.
– No se avino -dijo la testigo, y apretó con fuerza el puño que encerraba el chicle.
– ¿Por qué no se avino? -preguntó el abogado.
– Porque le dio miedo. Tenía vértigo.
– ¡Señoría! -gritó el fiscal poniéndose de pie.
– Perdón -le dijo entonces Rina Hayot al juez Neuberg-, yo respondo a lo que se me pregunta, yo no tengo que decidir cuándo se trata de un testimonio de oídas y todas esas cosas, todo el mundo sabía que tenía vértigo.
– Tenga a bien borrarlo -le dijo el juez a la mecanógrafa.
– En resumidas cuentas, ¿la llamaron a usted para que participara en el juego? ¿Se trataba de un juego?
– Sí -dijo la testigo.
– ¿Dónde se encuentra la chica que se negó a participar? -preguntó el mayor Weizmann con mucho interés, y el juez Neuberg torció la boca detrás de la mano en la que apoyaba la barbilla, porque durante las últimas reuniones el mayor Weizmann no había dejado de importunarlo con todo tipo de preguntas acerca de los testigos, que, en su opinión, sería conveniente llamar a declarar.
– En Canadá, señoría, aunque todavía podríamos localizarla si fuera necesario después de la declaración de la testigo -le aseguró el abogado.
– Pero ¿esto qué es? ¿Todos están de viaje? ¿Es que nadie se queda en el país después del servicio militar? -dijo asombrado el juez Neuberg, al tiempo que veía que el mayor Weizmann volvía a escribir algo en el cuadernito que llevaba siempre a mano, una libreta de cubierta blanda y naranja en la que anotaba sus observaciones. A veces se humedecía el dedo y pasaba las hojas frenéticamente, ojeando lo que había escrito como si quisiera cerciorarse de algo, y al momento le hacía una pregunta a uno de los testigos o al mismo juez, que ya se había temido de antemano los problemas que esas anotaciones le iban a traer. Ahora, sin embargo, el juez pidió al abogado que continuara con su interrogatorio.
– ¿Así es que la llamaron a usted para que participara en el juego? -volvió a preguntarle el abogado.
– Sí, vinieron a verme hacia el atardecer, cuando regresaban del último ejercicio, y me preguntaron si estaría dispuesta a tumbarme en la red.
– Si lo he entendido bien -dijo el abogado-, la red se encuentra al final de la pista, a una distancia que tenía que recorrer en un vehículo, y usted, si lo he entendido bien, se encontraba cumpliendo con su deber en la oficina del comandante de la base, ¿no es cierto?
– En principio sí -dijo la testigo, mirando de repente a los acusados, que se encontraban sentados en el banquillo, los primeros, a una mínima distancia de ella.
– ¿Así es que fueron hasta donde usted estaba en coche para llamarla y llevarla al final de la pista?
– No fue exactamente así -dijo Rinat Hayot mientras tiraba de los bordes de su corta blusa-. Es que yo ya estaba allí.
– ¡Ah! -exclamó el abogado-. ¿O sea que usted ya estaba allí? ¿Y cómo es eso?
– Media base estaba allí, por lo de la red, estábamos esperando -explicó ella-. Se trataba de una tradición, y después del juego de la red había una especie de fiesta, con comida y bebida, champán, se brindaba -miró a los jueces adjuntos y añadió-: Así se hacen las celebraciones en el Ejército del Aire.
– Así es que por lo de la red -recalcó el abogado.
Entonces el juez Neuberg sintió que se le acababa la paciencia y miró el reloj.
– No es necesario llevar esto al ritmo al que lo hacen en televisión -le advirtió al abogado-. Puede abreviar, ¿verdad? Porque el propósito está más que claro.
El abogado, que asintió con la cabeza como un niño que busca la aprobación de un adulto caprichoso, parpadeó, sorbió por la nariz y se enjugó, con un pañuelo de papel doblado, el ojo derecho, que se le veía muy rojo y que no le había dejado de lagrimear.
– Lo que queremos es mostrar el ambiente que reinaba en la base, señoría -explicó-. Queremos advertir sobre la cantidad de personas que lo sabían, que estaban implicadas, que daban su aprobación a ese juego por el hecho de haber participado ellas mismas, y por eso no se puede hablar de haber previsto el peligro de antemano. Porque todas eran personas correctas y, a pesar de ello, ni una sola movió un dedo para impedir que se jugara a ese juego, porque nadie, incluidos los comandantes, había previsto que pudiera encerrar peligro alguno. Lo que nosotros deseamos es mostrar el desconocimiento de la naturaleza del suceso, la falta de conciencia de que existieran unos factores de riesgo como causa de los resultados luego vistos. También en el pasado, señoría, se encontró mi defendido participando en ese juego llevado por las circunstancias, y después se vio él mismo, podría expresarse así, dando la orden, y este testimonio no viene más que a completar el testimonio que ya oímos acerca de la desgracia propiamente dicha.
– Con un poco más de agilidad, vaya más directo a los hechos -volvió a meterle prisa el juez Neuberg.
– En resumen, señorita Hayot, que el día que usted subió a la red lo hizo sustituyendo a una soldado que tuvo miedo. ¿Y cómo reaccionaron sus mandos ante ese miedo?
– Se rieron de ella, pero como les dijo que antes también le habían dado pánico los aviones y que lo había superado, por algún motivo, en esa ocasión, no la presionaron más y se lo pasaron…
– ¿Qué significa eso de que se lo pasaron? -preguntó el mayor Weizmann, inclinándose sobre la mesa de los jueces.
La testigo se encogió de hombros y explicó:
– Que no se la armaron. Otras veces yo había visto que si alguien tenía miedo no le hacían ni caso, era… como si eso formara parte del curso. Puede decirse que, aunque no quisieras participar, no te librabas, pero en esta ocasión, como parece ser que tenía hasta un certificado médico, no le insistieron demasiado, y al momento me preguntaron a mí si yo quería hacerlo.
– ¿Y usted quería subir a la red?
– Sí, hacía tiempo que quería hacerlo, pero no se me había presentado la ocasión.
– ¿Y por qué quería?
Abrió la boca y la volvió a cerrar, frunció los labios y todo su rostro adquirió una vaga expresión de turbación e incomodidad.
– No sé cómo explicarlo, es como ir a toda velocidad en un descapotable deportivo, por divertirme.
– ¿Y todos sabían que usted tenía unos fuertes deseos de subir a la red?
– Todos no, pero era algo que se sabía.
– Cuéntele al tribunal qué relación mantenía usted con el teniente Noam Lior.
– Salíamos -dijo la testigo, sintiéndose incómoda, mientras se miraba los dedos de la mano que mantenía abierta.
– ¿Quiere decir eso que eran pareja? ¿Que mantenían una relación de intimidad?
– Sí -dijo Rinat Hayot, y empezó a llevar el peso del cuerpo de un pie al otro antes de mirar al abogado y añadir-: Éramos pareja.
– ¿Significa eso que cabe suponer que usted era una persona muy importante para él?
– Señoría -clamó el fiscal.
El juez Neuberg le hizo señas a la mecanógrafa y le dirigió una mirada de reprobación al abogado.
– La pregunta no procede -anunció.
– ¿Mostró él, acaso, algún síntoma de preocupación por usted, en términos generales? -preguntó el abogado.
– Podría decirse así -balbució la testigo apretando los dedos.
– Pero a pesar de ello estuvo de acuerdo en que usted participara en el juego.
– Él no creía que fuera peligroso -explicó-, él pensaba…
– Señoría, la testigo no puede saber lo que él pensaba -dijo el fiscal con un deje de fatiga.
– Pero es que sí lo sé, porque me lo dijo.
– Dígale al tribunal qué es lo que él le dijo -le ordenó el juez Neuberg-, lo que recuerde.
– Me dijo que la seguridad era absoluta, que no había ningún peligro.
– ¿En qué contexto le dijo eso? -preguntó el mayor Weizmann.
– Yo le había preguntado por qué lo llamaban la ruleta de la red -susurró la testigo.
– ¿Y cuál fue su respuesta? -preguntó el mayor.
El juez Neuberg le tocó en el brazo al mayor Weizmann, y en tono de propuesta le dijo:
– Dejemos eso para la réplica.
– Me parece que me dijo que se trataba de una broma, que la red no sabía si se trataba de una persona o de un avión, exactamente no me acuerdo -murmuró la testigo, y la mecanógrafa miró al juez Neuberg como si pidiera ayuda, de manera que el juez tuvo que repetirle las palabras de la testigo, cosa que hizo con una absoluta exactitud.
El abogado consultó sus notas y se dirigió a la testigo:
– ¿Y realmente resultó ser «la bomba»? -le preguntó.
– Sí… fue… maravilloso -dijo la testigo, mirando a su alrededor, como atemorizada-. Quiero decir…, me refiero a que fue toda una experiencia, porque elevarte de golpe a esa altura, casi volar, es mejor que un vuelo, porque…
– ¿Y usted tenía las manos y los pies atados con unas esposas a la red? -la interrumpió el abogado.
– Sí, las dos manos. Y también los tobillos.
– ¿Hubo acaso algún comentario acerca del hecho de que se esposaran las manos y los tobillos?
Ella asintió con la cabeza y, tras meditarlo un momento, dijo:
– Sí, me preguntaron que para qué necesitaba yo eso.
– ¿Quiénes se lo preguntaron?
– No me acuerdo -dijo bajando los ojos-. Se habló de ello, así, sin más, alguien lo soltó.
– ¿Y qué pasó luego? -le preguntó el abogado.
– Dije que prefería que me ataran, que me daba miedo el impulso, temía salir volando.
– ¿Y su decisión fue aceptada sin más?
– No exactamente -dijo Rinat Hayot-, mi jefe dijo que no era obligatorio, que no había ninguna diferencia.
– ¡Su jefe! -repitió el abogado visiblemente conmocionado-. Es decir, ¿el comandante de la base?
– Sí, él estaba allí, a un lado, y opinó que estábamos armando demasiado jaleo por ese detalle, porque él quería acabar pronto con el asunto.
– ¿Cuánto tiempo se tarda en sujetar las manos y los pies? -se interesó el abogado.
– Unos pocos minutos, porque hay que ajustar la medida de las esposas para que no queden demasiado flojas y evitar que se salgan las manos, y no encontraban unas de mi medida -dijo, y levantó la mano del puño ante el tribunal y después rodeó la muñeca con los dedos de la otra, para demostrar lo delgada que la tenía.
– Pero el comandante de la base tenía prisa -le recordó el abogado.
Asintió con un gesto y dijo:
– Sí, tenía un día muy apretado.
– Tenía un día muy apretado -dijo el abogado dirigiendo la frase al espacio de la sala-. Él tenía prisa. ¿Y el comandante de la escuadrilla? ¿Estaba él allí?
– Sí, pero él opinaba que había que atarme las manos y los pies.
– ¿Por el peligro?
– Sí, dijo que el impulso era muy fuerte y que no había que correr riesgos.
– ¿Y de eso sí se acuerda usted? ¿Precisamente de eso? Y no recuerda quién propuso no sujetarla… -la testigo bajó la mirada-. Supongamos, por un momento, que eso es así, ¿y el comandante de la base, el coronel X, no pensaba igual? ¿Creía que la sujeción con las esposas estaba de más?
– Es que tenía prisa -explicó la testigo-, tenía una cita y debía marcharse, pero no se lo quería perder.
– ¿Hasta ese extremo llegaba la importancia del juego de la red? ¿No podía haberse marchado sin presenciarlo? -insistió el abogado.
Por el rabillo del ojo el juez Neuberg vio que el fiscal se levantaba, abría la boca, y se volvía a sentar, como renunciando a intervenir, cuando la testigo respondió:
– Sí, era la señal de que el curso había terminado -explicó-, y todos lo esperaban, porque siete metros es una altura considerable, de golpe, es algo mágico, y todos aplauden, la mesa está preparada abajo con las copas ya servidas, y se lo pasa uno muy bien, todo eso…
– Así es que la ataron, subió usted a la red, ésta se disparó, y todo terminó a la perfección -resumió el abogado, doblando el pañuelo de papel que ya casi estaba deshecho, como si buscara en él una esquina seca.
– Tal cual -dijo la testigo lacónicamente-, la prueba es que estoy aquí.
– Con la protección del comandante de la base y del comandante de la escuadrilla -verificó el abogado.
– Sí -dijo la testigo con desgana-, con la protección de ellos, la de todos, podría decirse.
– Por mi parte no hay más preguntas -dijo el abogado, hizo volar el ruedo de la toga, se sentó y se cubrió el ojo que le lloraba con la palma de la mano.
– ¿Hay réplica? -preguntó el juez Neuberg, y el fiscal asintió y se puso de pie.
– Mi muy ilustre colega -dijo el fiscal-, intenta demostrar de nuevo que la responsabilidad la tenían los otros comandantes, pero esa cuestión, que ha vuelto a resaltarse en esta ocasión, ha dejado sin resolver unas cuantas cosas esenciales. La pregunta más importante es quién dio la orden de subir a la red.
– En realidad, no se trataba de una orden, no exactamente, era una especie de… como un concurso, al principio -dijo la testigo, incómoda-. Le decían a alguien «subes tú», contaban hasta diez y lo lanzaban.
– ¿Quién contaba? -preguntó el fiscal.
– Noam.
– ¿El teniente Noam Lior? -dijo el fiscal recalcando esas palabras.
– Sí -dijo la testigo, y miró hacia un lado, a la cara del acusado al que se acababa de nombrar.
– ¿Y dónde se encontraba el acusado Yitzhak Alcalay?
– En la torre de control -dijo la testigo.
– ¿Y fue él quien activó la red?
– No lo vi -dijo con cautela-, pero creo que sí, era más que sabido, y allí no había nadie más.
– Todo esto son cosas ya sabidas -dijo el juez Neuberg con impaciencia-, estos testimonios se han repetido aquí varias veces.
– Pero no acerca de la ocasión, señoría, en la que la testigo participó en el juego.
La mecanógrafa se alisó con fuerza un fino mechón de pelo, como si quisiera forzarlo a permanecer detrás de la oreja, y miró al juez con expresión interrogativa. Él asintió con la cabeza y ella se apresuró a teclear con presteza aquellas últimas palabras.
– Señorita Hayot -dijo de pronto el fiscal, después de un breve silencio-, ¿usted y el teniente Lior eran novios, eran lo que se llama una pareja?
– Sí, éramos novios, ya lo he dicho -dijo la testigo y bajó los ojos, de manera que aquella cara tan pálida, con los ojos enmarcados en negro, de pestañas cortas y sin cejas, volvió a resultar turbadora en su desnudez.
– Y por eso la llamó, porque sabía que a usted le gustaría subir a la red, ¿no?
– Eso parece, creo que sí -balbució la testigo.
– ¿Y ahora ya no son ustedes novios?
– No, pero mantenemos buenas relaciones, seguimos siendo una especie de amigos.
– ¿Lo suficientemente amigos como para que usted quiera cargarle la responsabilidad al comandante de la base?
– No, de ninguna manera, sucedió así, como lo he contado, he dicho exactamente lo que pasó -protestó la testigo, a la que ahora le temblaban las manos.
– ¿Exactamente así? -insistió el fiscal-. ¿Un coronel, el comandante de una base muy grande, diciendo que para qué ponerle unas esposas? Resulta difícil aceptarlo, señorita Hayot.
– Pero eso es lo que pasó, porque él no era muy… muy puntilloso con esas cosas.
– ¿Y qué es lo que opinaba el teniente Noam Lior del asunto de las esposas?
– Fue precisamente él quien me sujetó las manos con ellas.
– ¿Antes o después de que usted se empeñara en ello?
– Después -dijo con evidente desgana-, pero es que él había oído al comandante de la base, y no se atrevió a ponerse a discutir con él delante de todos.
– ¿Por qué no se atrevió? Creí que el comandante de la base no era muy puntilloso, hemos oído aquí en diferentes declaraciones que no siempre guardaba las distancias -dijo el fiscal, con su voz potente, recalcando la primera sílaba de la última palabra y pasándose la mano por la mejilla.
– En algunas cosas no -dijo la testigo con voz ahogada-. Él sabía ser estupendo, como uno más del grupo, pero en algunos asuntos, digamos, si alguien ponía en tela de juicio su autoridad, por ejemplo, no le gustaba nada.
– Sea como fuere, ni el teniente Lior ni el teniente Alcalay insistieron demasiado en el asunto de las esposas.
– No se opusieron -dijo la testigo-, permitieron de inmediato que me las pusiera.
– Pero la propuesta de no sujetarle ni las manos ni los pies provino del teniente Lior.
– No lo recuerdo -respondió la testigo, y después bajó la cabeza y permaneció en silencio.
– ¿Y si se esforzara usted por recordar? -le sugirió el fiscal-. Hemos oído aquí unas cuantas veces que principalmente era él quien daba las órdenes, pero ¿había allí, el día que usted se subió a la red, alguien más que diera órdenes? ¿Alguien que tuviera iniciativa? ¿O es posible que sólo fuera él quien hiciera las propuestas?
– Puede ser, pero no recuerdo exactamente quién -dijo con voz débil.
– Siendo así, eso es todo -dijo el fiscal.
Durante unos segundos el silencio reinó en la sala, mientras la testigo se abría paso hacia los últimos bancos, hasta que de repente se oyó un grito que provenía de la segunda fila:
– ¿Eso es todo? -clamaba una mujer alta. El juez Neuberg estaba seguro de que hasta ese día no la había visto en su juzgado, porque el cabello de color platino que resplandecía no lo habría olvidado, ni tampoco su aspecto de mujer reservada y elegante; se agarraba con las manos a un gran collar de ámbar que llevaba sobre un traje de chaqueta marrón, y sus rasgos aristocráticos chocaban fuertemente con la manera en que ahora volvía a gritar con voz potente-. Usted es el fiscal en este juicio, así es que ¿por qué se inhibe de interrogar a los culpables y a los verdaderos responsables? ¿A quién está usted encubriendo?
El fiscal hizo ademán de elevar ligeramente los hombros y les dirigió a los jueces una mirada desesperada y cansada. Mientras que el juez Neuberg titubeaba preguntándose qué hora sería y cuánto más podrían avanzar por ese día, se levantó uno de los acusados, el teniente Noam Lior, y se inclinó sobre su abogado para decirle algo. El abogado se quedó mirándolo unos segundos con cara de sorpresa y le hizo una pregunta. El acusado, el teniente Noam Lior, asintió con vehemencia. Entonces el abogado también se levantó, se dirigió al estrado de los jueces y empezó a hablar al juez Neuberg. El juez aproximó la cabeza hacia él con gran esfuerzo y lo escuchó con atención.
– ¿Ahora? -dijo atónito-. Pero eso va en contra de todo procedimiento -protestó. El abogado, entonces, le susurró unas cuantas palabras más y con un gesto de la cabeza señaló en dirección al teniente Lior. En ese momento el juez Neuberg le hizo señas al fiscal para que se aproximara y le preguntó si se oponía a que se interrumpiera la sesión. El fiscal accedió y le dirigió una mirada interrogativa al abogado, que echando la cabeza hacia atrás se encogió de hombros-. Escriba -le ordenó el juez a la mecanógrafa-. La defensa solicita que se interrumpa la sesión con el fin de consultar con la fiscalía un asunto de alegato -las dos partes se quedaron muy cerca del estrado, en el que el juez y los jueces adjuntos intercambiaban pareceres y, cuando el primero les estaba susurrando explicaciones sobre lo que era la defensa de descargo, dos mujeres de las que estaban sentadas en la segunda fila se levantaron y agitaron el brazo en dirección al estrado. El fiscal, que seguía con la mirada a los jueces, de repente, se volvió para mirar hacia atrás, hacia el público, se apoyó en la mesa de los jueces con las manos a los lados del cuerpo cuando un tomate grande y maduro, que recorría su camino muy alto por el aire, falló al intentar darle en la cara y se le estrelló en mitad del pecho. Un zumo rojo y lleno de pepitas de tomate le escurría por la camisa caqui claro mientras la mujer bajita, jorobada y de pelo blanco se limpiaba una mano contra la otra.
– ¡Señora! -gritó el juez Neuberg, atónito, viendo cómo el fiscal bajaba los ojos para mirarse la camisa y luego los alzaba hacia él realmente impresionado.
– Señoría -protestó con un hilillo de voz, intentando en vano hacer desaparecer aquellas manchas con un pañuelo de papel que le había tendido su ayudante con gesto asustado-, señoría, así no se puede seguir, la situación se nos ha ido de las manos, señoría, debemos llamar a la policía militar para que las obliguen a desalojar la sala, esto es un verdadero desacato a la autoridad.
El juez Neuberg se quedó petrificado en su asiento durante unos segundos, en medio del alboroto que se había apoderado de la sala. En la última fila se habían levantado los reporteros militares y también se encontraban de pie todas las mujeres. Asimismo, uno de los acusados, el teniente Noam Lior, se había puesto de pie y miraba hacia atrás, hacia los bancos del público. El juez Neuberg calculó deprisa los pasos que debía dar a continuación, hizo caso omiso de los susurros acusadores del teniente coronel Katz, que también se había levantado, en su apretado rincón, y, apoyado contra la bandera de Israel, que tenía los bordes doblados, decía una y otra vez:
– Hay que echarlas de aquí, hace tiempo que había que haberlas echado -miró el rostro gris y crispado de la señora Avni quien, a pesar de no haber sido la que había tirado el tomate, buscaba ahora algo en un bolso grande, de los de bandolera, como si fuera a seguir los pasos de la mujer jorobada. Absorto como estaba en sus pensamientos, oyó que la señora Avni empezaba a gritar con fuerza:
– ¡El fiscal es un prevaricador, no vamos a permitir que desvíe el juicio de su asunto principal!
El juez Neuberg, entonces, le hizo una seña con la cabeza al fiscal, agitó la mano en dirección a la mesa de la defensa, le hizo otra seña con la mano al policía militar que se encontraba en la puerta, para que permaneciera donde estaba, y anunció a todos los presentes:
– La sesión continuará en la oficina del presidente del tribunal, después de una breve pausa, sin asistencia de público, ya que el lugar es muy limitado -y acto seguido le hizo señas al mayor Weizmann, que lo miraba atónito, como se figuraba que lo haría, para que apretara el paso y saliera lo más rápidamente posible de la sala.
Durante un buen rato estuvieron el fiscal y los representantes de la defensa en un despacho contiguo que les habían habilitado hasta que pudieran entrar en la oficina del presidente del tribunal. Una vez en ésta, una sala rectangular y muy estrecha, tuvieron que sentarse muy juntos: el juez Neuberg presidía la mesa, los jueces adjuntos se apretaban como podían a cada uno de sus lados, casi pegados a la mecanógrafa, y los acusados y los representantes de la defensa estaban sentados a lo largo de la mesa, frente al fiscal y su ayudante. El fiscal se apoyaba en el borde de la mesa. Observaba los restos de la mancha roja que todavía se apreciaban en su camisa y rascaba con cuidado las pepitas de tomate que se habían empezado a secar.
– Señoría, solicitamos poder presentar el alegato -dijo el fiscal muy secamente.
– ¿Ya? -se sorprendió el juez-. Podemos esperar uno o dos días, hasta que lleguen a un acuerdo con el acusado -le dijo en tono de advertencia, y miró luego a Noam Lior, ahí sentado con la cabeza gacha-. ¿Acaso conoce el acusado el alcance del alegato?
– Señoría -respondió el abogado del acusado Lior-, mi defendido lo sabe, y solicita… Le parece que, en vista de lo que ha dicho la última declarante, está de más que…
– Ésta es una sesión oficial que ahora se desarrolla en la oficina del presidente -le recordó el juez Neuberg y le hizo una seña a la mecanógrafa.
– Señoría -dijo el fiscal, después de empujar la silla hacia atrás y ponerse de pie hasta quedar aprisionado entre la silla y la mesa. Se puso a hablar a ritmo de dictado y mirando hacia la mecanógrafa-. Hemos llegado al momento del alegato, según el cual el acusado, el teniente Noam Lior, admite los cargos que se le imputan -en este punto, el fiscal leyó muy despacio los números de los artículos mientras seguía con los ojos la pantalla del ordenador-, de manera que la acusación retira el cargo de comportamiento inadecuado a su cargo y de acuerdo con ello el tribunal dictará sentencia contra el acusado a la vista de su confesión.
También el abogado se levantó y declaró:
– Mi defendido solicita retractarse de su declaración de inocencia y reconoce los cargos que se le imputan -entonces, el juez Neuberg miró al acusado y le preguntó-: ¿Comprende usted el alcance de la situación? ¿Se acoge usted al derecho del alegato a sabiendas y por voluntad propia?
– Sí, comprendo el alcance de la situación -murmuró el acusado, levantó la cabeza, que antes mantenía baja y, apoyándose en la mesa, dijo-: Lo hago a sabiendas y por voluntad propia.
El fiscal se puso la mano sobre la mancha rosada de la pechera de la camisa, volvió a levantarse, y dijo:
– En vista de la confesión del acusado y del alegato presentado, solicito separar el juicio por el asunto del teniente Noam Lior del juicio por el asunto del segundo acusado y que cese el proceso abierto contra el teniente Lior en este mismo instante.
El juez Neuberg hizo caso omiso del carraspeo del mayor Weizmann, le espetó unas pocas palabras precipitadas acerca de los procedimientos técnicos legales, y anunció, también a ritmo de dictado, la separación de las causas de los dos acusados. Después le hizo señas a la mecanógrafa para que se detuviera, y les comunicó:
– Técnicamente la sentencia del teniente Alcalay será dictada casi en paralelo a la del teniente Lior.
– ¿Qué significa que el acusado solicita retractarse de su declaración de inocencia y reconoce los cargos que se le imputan? -le susurró el mayor Weizmann al juez Neuberg, entrecerrando sus claros ojos-. ¿Qué significado real tiene eso?
– Eso quiere decir que se reconoce culpable, que ya no es necesario seguir escuchando a más testigos por su causa. Será condenado según su confesión -le explicó el juez, en voz baja-. Y además, se le puede llamar a declarar como testigo de cargo contra el otro acusado.
– Pero si ya habíamos oído a todos los testigos, ¿qué es lo que va a cambiar entonces?
– Luego se lo explico -le dijo el juez Neuberg con manifiesta impaciencia, se enjugó el sudor de la cara y pasó la mirada del fiscal al abogado-. No nos quedaremos mucho rato más aquí -los tranquilizó-, solamente hasta que las cosas se calmen un poco ahí fuera y podamos levantar la sesión.
El otro juez adjunto, el teniente coronel Katz, movía con nerviosismo el pie que chocaba rítmicamente contra la mesa. El aire cargado de la oficina y la proximidad física de las personas que lo rodeaban empezaban a hacérsele insoportables al juez Neuberg, que no dejaba de sudar y que notaba que los latidos del corazón se le agolpaban y la respiración se le iba haciendo entrecortada.
– Esperemos que el tribunal tenga en cuenta el reconocimiento de la culpa -dijo ahora el abogado del teniente Noam Lior-. Mi defendido ha dudado mucho, porque en su declaración dijo que no era consciente del peligro, pero la orden… la orden sí la dio él…
– ¿Y ahora confiesa también que era consciente de que existía peligro de muerte? -quiso averiguar el mayor Weizmann.
– No exactamente -dijo el abogado-, pero reconoce su responsabilidad. Mi defendido, sin embargo, nunca contempló un posible peligro de muerte, pero sí admite su responsabilidad.
– ¿Y eso qué significa? ¿Cómo se traduce eso a la práctica? -insistió el mayor Weizmann susurrándolo al oído del juez Neuberg.
– Vamos a quedarnos aquí tan sólo unos minutos más -les prometió el juez-, levantaré la sesión por hoy y el juicio seguirá desarrollándose en esta oficina.
El fiscal miró con recelo hacia la puerta.
– Yo preferiría, señoría, si ello es posible… -dijo con una mirada asustada y señalándose la camisa.
– De eso también nos ocuparemos -dijo el juez Neuberg, marcando en el teléfono un número interno. Pasado un minuto se plantaron en la puerta dos policías militares que se cuadraron para saludar y les abrieron paso a todos los presentes, menos a los jueces, que se quedaron.
– ¡A lo que hemos llegado! -se lamentó el teniente coronel Katz-. A lo que hemos llegado, a que nuestros oficiales, juristas militares, tengan que salir de aquí con protección, por… Habría que haberles prohibido asistir al juicio -resumió, dirigiéndole al juez una mirada de censura.
– ¿No querían ustedes una explicación acerca del significado de la confesión del acusado primero? -dijo el juez Neuberg, que no tenía intención de entrar en disquisiciones sobre ciertos principios ahí en su oficina.
– Habríamos ahorrado mucho tiempo si hubiera confesado antes -dijo furioso el teniente coronel Katz.
Pero el juez Neuberg tampoco hizo caso de esta observación, sino que dijo que se dan muchos casos en los que el acusado entiende, precisamente después de oír a los testigos, que es preferible reconocer su culpa. Ahora formuló sus palabras con sumo cuidado: primero explicó que hay que tener en cuenta que el ser humano es una criatura muy cambiante, y que sabía por boca del abogado que la defensa había expuesto su situación al defendido, de manera que en un momento determinado, es posible que a causa de la declaración de la señorita Hayot, sugirió el juez, empezó a quedarle claro al teniente Lior que sería mejor que se declarara culpable.
– Por lo visto -prosiguió el juez Neuberg-, el teniente Lior estuvo dudándolo por querer ser fiel a su compañero, el segundo acusado, y porque su abogado le aconsejó que lo calibrara bien y que tuviera en cuenta las consecuencias.
– Ya, me lo imagino -dijo el teniente coronel Katz-, puedo hacerme una idea de lo difícil que resulta tomar la decisión de traicionar de esa manera a un amigo.
– No podemos considerarlo como una traición -sentenció el juez Neuberg, mientras empezaba a tener dudas de cómo iba ahora a formular sus explicaciones sobre el alegato de manera que los «colaterales» entendieran la sutileza del asunto y no lo tradujeran al momento en una conclusión errónea. Empezó por hablar despacio y dijo que aquella confesión debía considerarse, «en cierto modo», como una actitud que decía mucho en favor del acusado, puesto que la función del tribunal era también la de impartir la enseñanza de la ley, y si el acusado había entendido que había infringido la ley, el tribunal debía inclinarse por tener en consideración esa confesión cuando llegara el momento de dictar sentencia-. No en la resolución de la sentencia, normalmente -puntualizó-, pero en el dictamen de la sentencia propiamente dicho sí podía tenerse en consideración.
– Pero ¿de qué manera? -se empeñaba en entenderlo el mayor Weizmann-. Si al haber confesado todavía está más claro que sí lo hizo y que además sabe que lo hizo.
– Eso nunca ha sido objeto de discusión -dijo el teniente coronel Katz, rechazando el argumento del mayor.
Una gran furia mezclada con impotencia llevó al juez Neuberg a oír un tintineo en los oídos. Llevaba ya meses ahí sentado intentando guiarlos, instruirlos, explicándoles una y otra vez los problemas esenciales del procedimiento judicial, esforzándose todo lo que podía en enseñarles algunos conocimientos en medio de una relación de respeto y confiando en su capacidad de entendimiento, y ahora resultaba que después de todo eso, en un momento, mostraban aquella simpleza tan primitiva, y eso le resultaba realmente desesperante. Volvió a enjugarse el rostro y respiró profundamente antes de decir con una voz tranquila, con la que pretendía encubrir su estado de estupefacción:
– Por supuesto que lo han discutido, uno no puede decidir de antemano el destino del acusado, no podemos fijar la sentencia de antemano, de eso ya hablamos la primera vez.
– Sí, lo recuerdo muy bien, cuando conversamos sobre la responsabilidad, sobre ser una persona razonable y todo eso -dijo el teniente coronel Katz-. Pero desde el principio estaba claro que eran culpables -explicó, como si los tres estuvieran de acuerdo con eso-. Estaba claro que ellos fueron los que animaron a las víctimas a participar, los que apretaron el botón, y todo lo demás, porque además eso se pudo oír en las declaraciones de los testigos, así es que a mis ojos todo este asunto está muy claro. Y usted también nos explicó -añadió, dirigiéndose ahora solamente al juez Neuberg-, que no estábamos juzgando aquí a todo el ejército israelí ni a los que no estaban enjuiciados, sino exclusivamente a las personas a las que la fiscalía ha llevado a juicio.
– Exactamente -dijo el juez Neuberg, y después se impuso un momento de silencio e intentó acallar las voces de queja y desesperación que oía en su interior por la manera en que minimizaban todo aquel asunto, hasta que finalmente dijo-: Lo que hay que hacer es aspirar a un pensamiento diferente al comúnmente aceptado, pero todavía nos queda tiempo hasta que llegue el momento de la resolución de la sentencia y de tener que dictarla.
– ¿Cuánto tiempo? -preguntó el mayor Weizmann con cierto temor.
– Hoy hemos oído la última declaración; la acusación ha pedido llamar a declarar al teniente Noam Lior como testigo de cargo contra el segundo testigo, como parte del alegato, y luego falta mi discurso de clausura. Después, se sienta uno con todo el material y se va conformando la decisión final.
– ¿Y tiene que estar escrito en lenguaje jurídico? -dijo el teniente coronel Katz, con preocupación-, ¿y con la conformidad de los tres?
– Lo que se suele hacer es que el jurista más experimentado redacta la opinión consensuada de la mayoría -dijo el juez Neuberg, muy perspicaz y arteramente. Se sintió presa del pánico solo de pensar que los «colaterales» fueran a pedirle que les permitiera redactar la resolución de la sentencia por escrito con él. Tenía que impedir que creyeran que podían participar activamente en la redacción de la resolución de la sentencia, se dijo a sí mismo. Pero enseguida recordó que sobre todo tenía que evitar que se enfadaran, así es que al instante añadió-: A no ser que deseen ustedes hacerlo de una forma diferente a como se suele hacer, porque se puede discutir. De cualquier modo, si decidimos juntos que sea yo el que formule el fallo resolutorio y la sentencia, siempre se pueden añadir unos apéndices en los que los otros jueces expresan su opinión, especialmente si hay alguien que se sienta en minoría.
– No, no -se atemorizó el teniente coronel Katz-, yo no creo tener… que pueda… Es mucho mejor que sea usted quien lo redacte, pero ¿tiene que existir acuerdo entre nosotros?
– Amnon, ¿no ha oído lo que ha dicho? -le preguntó el mayor Weizmann, apartándose con un gesto instintivo de la cabeza un mechón de pelo de la frente-, tiene que haber mayoría, y dos contra uno también es mayoría.