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– ¿Qué es todo esto? -preguntó el teniente coronel Amnon Katz al ver el montón de carpetas que traía consigo el juez Neuberg a la última sesión-. ¿Vamos a tener que leer todo eso?
El juez Neuberg, con el rostro muy rojo por el esfuerzo que tuvo que hacer al agacharse una y otra vez hacia una de las patas de la mesa en la que tenía apoyada su vieja cartera de piel marrón, colocó el último montón de impresos reunidos en unas carpetas de cartón verde, se frotó las manos y dijo:
– Esto no es más que material jurídico para ilustrar y ejemplificar.
El mayor Weizmann sacudió la cabeza hacia atrás, y un mechón de pelo rubio volvió a su lugar.
– ¿Nos ha traído más precedentes y libros de leyes? -preguntó-. ¿Para presionarnos hasta que aceptemos su opinión?
– ¿Para presionarlos? -dijo el juez Neuberg y se hizo el sorprendido-. ¿Por qué voy a tener que presionarlos? ¿Y qué significa ese «nosotros»? ¿Se han constituido ustedes ya como mayoría dejándome a mí en minoría? ¿O todavía podemos hablar de un «nosotros» en el que yo también esté incluido?
– Con el «nosotros» me refería a los no juristas, como ustedes dicen -se disculpó el mayor Weizmann-. Según parece, entre nosotros hay diversas opiniones, así es que ya de antemano formamos dos bandos. Pero yo, personalmente, también traigo hechos los deberes y me he leído todo el material que me dio usted -y añadió-: He vuelto a traerlo todo, aquí está -y ahora también él se agachó hacia una de las patas del otro lado de la mesa en la que se encontraba sentado, junto al teniente coronel Katz, y extrajo de un maletín rígido un montón de cuadernos y dos libros.
– ¿Que usted le dio material para leer? ¿En casa? -preguntó el teniente coronel Katz, en un tono áspero, mientras paseaba la mirada del rostro del juez Neuberg al del mayor Weizmann.
– Me lo pidió. Sobre negligencia y prevención -le explicó el juez Neuberg, incómodo.
– ¿Y cuándo fue eso? -preguntó el teniente coronel Katz al mayor Weizmann.
– Hace ya varias semanas que se lo pedí, ¿no lo recuerda? -dijo el mayor Weizmann en tono justificativo.
– No oí que se lo pidiera -dijo enfurecido el teniente coronel Katz, y después se dirigió al juez y le dijo, muy ofendido-: ¿Y cómo es que a mí no me dio nada? Algunas anotaciones, algo.
– Yo no puedo obligar a nadie. Lo pregunté -se defendió el juez Neuberg-. Ya al principio lo consulté, y usted no me lo pidió y no mostró mayor interés por…
– ¿Cómo voy a poder mostrar interés por algo que ni siquiera sé que existe? -dijo el teniente coronel Katz, cuyos ojos, tan claros, mantenía muy abiertos mientras miraba a los del juez Neuberg, produciendo un fuerte contraste con su cara morena que, sin embargo, ahora estaba algo más pálida-. Lo que se desprende de todo esto es que ahora yo no estoy preparado para el debate -se quejó, a la vez que estiraba hacia los lados el labio inferior-. Y también significa que existe una clara diferencia de base entre ustedes dos y yo. Pero ¿esto qué es? ¿Quedan ustedes para verse fuera de las horas de trabajo? -dijo pasando a un tono de burla, mientras se tiraba del labio con el índice y el pulgar.
– Lo que vamos a hacer ahora es resumirlo todo los tres juntos -le prometió el juez Neuberg, intentando salir de aquella embarazosa situación, mientras se concentraba en remover el azúcar del café y mojar una tostada en la taza grisácea-. No hemos estado trabajando aparte -intentó aplacarlo, y con una sonrisa que pretendía encerrar un guiño, para que sus palabras pudieran entenderse con un doble sentido, añadió-: Y créame, que a pesar de todo lo que aprecio y admiro al mayor Weizmann, yo le aseguro a usted que no nos hemos estado viendo después de las horas de trabajo.
Pero el teniente coronel Katz no le devolvió la sonrisa. También él estaba removiendo el café y mantenía la mirada baja.
– Que no pasa nada, Amnon -intervino el mayor Weizmann-. Es que yo soy así, compulsivo, no me gusta que hablen de cosas que no entiendo, tenía que conocer un poco el terreno que estoy pisando, le pedí algo de material para ojearlo un poco, para saber cómo es el lenguaje jurídico, porque quizá también nosotros queramos participar en la redacción del documento o, por lo menos, añadir algo. Créame si le digo que me resulta muy difícil entenderlo, apenas si he entendido nada, emplean una terminología… muy… extraña.
– Pues que sepan que no han ganado nada con todo esto -dijo el teniente coronel Katz con una voz muy sosegada-. A mí tampoco me gusta que se hable en mi presencia de cosas que no entiendo, ni me gustan los pactos a escondidas, que se hagan acuerdos a mis espaldas y todas esas cosas. A mí tampoco me gusta, y hasta podría decir que también soy compulsivo en eso. Así es que ahora les va a tocar explicarme, y a conciencia, todos los detalles.
– ¿No sería más sencillo -le sugirió el mayor Weizmann- que se lleve lo que yo he leído y se lo lea usted también? De todas maneras no vamos a poder terminar en una sola reunión.
– Pues no lo sé -dijo el teniente coronel Katz, y se rascó la cabeza haciendo mucho ruido-. Puede que haya alguien que crea que ni siquiera sé leer, o que estoy aquí porque sí, de adorno -dijo, sin mirar a la cara al juez Neuberg.
– Dios nos libre de pensar eso -protestó el juez Neuberg-. Es una pena estar perdiendo el tiempo con este tema -quiso zanjar la cuestión-. Seamos precisos. Las actas con todos los testimonios y declaraciones se las entregaron para que las leyera para la reunión de hoy, y entiendo que ésas sí las ha leído -y sin esperar respuesta, continuó-: También se puede uno formar una opinión por medio de ellas, sin otro material añadido. Así es que, si le parece, podíamos empezar con su exposición acerca de la postura que usted ha decidido tomar.
El teniente coronel Katz sorbió ruidosamente el café, echó la cabeza hacia atrás, se palpó el cuello y presionó fuertemente con los dedos en un punto determinado entre el cuello y el hombro. Después dejó escapar una tosecilla y dijo:
– Pues bien, no cabe duda de que los acusados son culpables, es decir, que uno de ellos dio la orden de subir a la red y el otro apretó el botón, que provocaron con ello la muerte por negligencia criminal, cosa que se desprende con toda claridad de todas las declaraciones oídas, antes incluso de que Lior confesara. Pero como no se trata de algo que sucediera por primera vez, el juego ése, excepto por el asunto de si las manos o los pies se ataban o no, y también porque ha quedado claro que, sin lugar a dudas, la acción no fue cometida en secreto, que todos lo sabían y apoyaban ese juego, se plantea la cuestión de si los acusados podían llegar a saber que existía peligro de muerte. Y en mi opinión, basándome en las declaraciones y analizando la situación en general, no es seguro que lo pudieran saber, ser verdaderamente conscientes de lo peligroso que era. Creo que ni siquiera lo habían llegado a pensar.
– Pero ¿habla usted en serio? -le preguntó con dureza el mayor Weizmann, muy enardecido, a la vez que se sacaba del bolsillo de los pantalones su cuadernito naranja-. ¿No estará hablando en serio, verdad? Si sólo por el nombre del juego, «ruleta…».
– Ya ha oído a los declarantes -lo cortó el teniente coronel Katz-. Usted mismo ha podido oír, y puede que hasta lo tenga anotado en ese cuaderno suyo, que ese nombre no guardaba relación alguna con la idea de peligro de muerte, sino con la cuestión de si la red se elevaría o no, el nombre del juego no son más que unas palabras que no constituyen razón suficiente, si hasta yo sé que el nombre no quiere decir nada desde el punto de vista jurídico.
– ¿Entonces usted sostiene que no existía conciencia del peligro que encerraba el juego? -intentó resumirlo el juez Neuberg.
– Lo que yo digo es lo siguiente: aquí no se trata de la carrera de coches de la que nos habló hace un par de semanas, ni de haber estado jugando con una granada. Sí era peligroso, pero ellos no se imaginaban lo peligroso que era, eso no lo podían saber los dos acusados, aunque Noam Lior haya confesado. Lo ha hecho por no meterse en un lío. Si de verdad hubieran sabido lo peligroso que era, no habrían jugado a ello; además, han pasado por aquí por lo menos diez declarantes que han participado en ese juego a lo largo de los años sin que les sucediera nada. Así es que lo que yo digo es que no habrían jugado si hubieran sabido el peligro que existía, ¡y encima participaba la base en pleno!
– Exactamente, muy bien observado -sentenció el juez Neuberg-. Porque ése es un punto muy importante que diferencia entre homicidio involuntario y asesinato. Y es muy importante que ese punto quede explícitamente formulado, porque el homicidio involuntario por negligencia está relacionado con la falta de atención y con la ausencia de premeditación, así como con la inocente creencia de que todo va a terminar bien. Ésta es una diferencia fundamental que el legislador ha contemplado en numerosas ocasiones. Aquí, por ejemplo, en esta sentencia… -y se puso a rebuscar en las carpetas de cartón, abrió una de ellas, dijo muy deprisa la fuente de la cita, y leyó-: «Al parecer en nuestro asunto no existen pruebas de la existencia de una verdadera consciencia de todos los elementos requeridos y en especial con resultado de muerte. Admisibilidad y plausibilidad sí se dan, pero con respecto a la consciencia se presenta, como mínimo, la duda. Segundo, admito la disposición de la acusación», la acusación aquí es el Estado, ¿de acuerdo? -aclaró el juez Neuberg-, «de poder hacer uso de una prerrogativa para llevar a juicio al acusado por un delito cuyos fundamentos son menos graves que los que en realidad tuvieron lugar. Por todo lo cual, no podrá quien haya sido acusado, por ejemplo, de homicidio, argumentar su inocencia simplemente porque no haya tenido intención de cometerlo» -colocó un clip en la página que estaba leyendo y cerró con un golpe la carpeta de cartón-. ¿Lo ve? -le dijo el juez al teniente coronel-. El Tribunal Superior de Justicia también ha tenido sus dudas con respecto a este problema.
La cara del teniente coronel Katz presentaba una clara expresión de turbación, de modo que parpadeó repetidas veces y preguntó:
– ¿Así fue como lo escribieron en el Tribunal Superior de Justicia? -el juez Neuberg asintió-. Ya que eso es así, tendré que leérmelo con tranquilidad, yo solo, para poder entender lo que dice -dijo el teniente coronel ruborizándose.
– Y no sólo eso -dijo el mayor Weizmann muy despacio, marcando mucho las sílabas, como si estuviera meditando sus palabras-. He leído en un artículo de… -empezó a pasar las hojas de los papeles que tenía delante-, de un tal Kremnitzer, «sobre negligencia criminal», donde explica que un delito que provoca muerte por negligencia resulta especialmente problemático -volvió a mirar los papeles y se puso a leer arrastrando el dedo a lo largo de las líneas-, aquí es, «problemático en una medida nada despreciable», dice ahí. «Una persona puede llegar a encontrarse encausada criminalmente por no haber podido tomar las medidas mínimas de seguridad, y aunque éstas no hubieran estado a su alcance por incompetencia o incapacidad, habría tenido que conseguir unas medidas medias de seguridad. No es de extrañar, pues, que el legislador se haya visto obligado, para su espanto y horror, a limitar la pena de las faltas por negligencia como si fueran daños y no considerar la negligencia como fundamento del proceso mental que convierte la falta en delito.» Después el autor cita aquí todo tipo de cosas y de artículos, y dice algo que no he entendido, mire, aquí, después de recordar el artículo 21 (B) del Código penal, donde dice: «Con todo, la dificultad mayor en los temas de negligencia deriva del hecho de que el delito es cometido sin que exista la elección de un comportamiento peligroso, mientras que en el caso que nos ocupa la consciencia y la voluntad de crear peligro se encuentran en el mismo hecho de haber participado en la carrera de coches».
– Eso no pertenece al artículo de Kremnitzer -dijo el juez Neuberg, dándole vueltas al bolígrafo entre los dedos-, eso se encuentra en el fallo resolutorio referente a otro asunto, en un juzgado de primera instancia, porque esas palabras las escribió el juez Gal, y aunque se trate de una resolución de un juez de primera instancia y no de distrito o superior, me ha parecido que podían ser relevantes, pero para otro tema. Siga, de todas maneras, siga, por favor, ¿nos va usted siguiendo, teniente coronel Katz? -preguntó el juez, finalmente, en un tono paternalista, y éste le respondió asintiendo con un frenético movimiento de cabeza.
– Entonces, continúo -dijo el mayor Weizmann-. Pone lo siguiente: «y sin embargo, todavía no es suficiente para aplicar la doctrina de la complicidad en un delito por negligencia, y todo el que se comporte con negligencia o sea acusado de ella será tratado según su participación propia, sin que tenga relación directa con las acciones de sus compañeros, porque la colaboración está condicionada por la consciencia, mientras que la negligencia está fundamentada en ausencia de consciencia. Por ello, nace la necesidad de analizar la negligencia…», etc., etc. -dijo el mayor Weizmann.
– Estas cosas no son nada fáciles, hay mucha palabrería.
– No estoy tan seguro de que el término exacto sea «palabrería», a no ser que todo lo que estamos tratando aquí no sea más que eso, «palabrería» -advirtió el juez Neuberg-. Estas cosas, por su oscuridad, necesitan una especial precisión, una comprobación desde todos los puntos de vista, así es que si quieren que tratemos ahora el tema de la complicidad…
– Ya que hablamos de distintos puntos de vista -dijo el teniente coronel Katz en un tono que invitaba a la polémica-, no veo ningún mérito en poder estar constantemente trayendo a colación ejemplos del derecho civil. Porque estamos hablando de un marco militar, y no puede ser que tratemos a los acusados solamente como personas aisladas. En este juicio, los acusados son oficiales, comandantes, y tienen una responsabilidad. Además, existen las normas de la base.
– Pues por eso mismo, Amnon, con mayor motivo -dijo el mayor Weizmann entusiasmado-. He leído otra sentencia en la que el tribunal se había apoyado también en la sentencia de un tribunal militar en lo referente a las apelaciones y que incluso citaba partes de ella. Mire lo que escriben, es del juez Zamir, y me parece que dictada en el Tribunal Superior de Justicia, ya verá -pasó muy deprisa las hojas del cuadernito naranja y leyó-: «En este contexto es deseable citar las palabras tan correctas que se dicen en esa sentencia y que constituyen una guía para el deber que tienen los comandantes de tomar las medidas preventivas necesarias en el momento de la instrucción, palabras que han inspirado en esencia el dictamen de la sentencia de este tribunal… El tema de la seguridad es un asunto central en todo lo referente a la instrucción militar. Junto con el deber de realizar la instrucción existe el deber de ofrecer seguridad, la máxima que pueda proporcionarse, de manera que no se correrán riesgos innecesarios que puedan atentar contra persona alguna. Ése es el objetivo que se encuentra detrás de todas las ordenanzas y disposiciones que existen con respecto a la seguridad, y que, en ocasiones, entran a discutir los más mínimos detalles de las medidas de seguridad que es obligatorio tomar durante el periodo de instrucción. Sin embargo, no siendo suficiente con que las ordenanzas y disposiciones hayan sido formuladas, existe el deber de cumplirlas tal y como están escritas y con la cabal comprensión de todo su significado, y es indispensable que su puesta en práctica sea lo más impecable posible, lo mismo que los instructores tienen el deber de estar siempre en guardia y atentos ante cualquier circunstancia. Este comportamiento debe ser heredad de todo el que ostente un cargo que implique la puesta en práctica de unos ejercicios de instrucción, ya sea como teórico o como instructor físico sobre el terreno. Y si existiera la más mínima duda… en efecto, el tribunal subraya la obligación de cumplir con las reglas de seguridad y de protección durante la instrucción, normas que los acusados debían haber seguido estrictamente» -el mayor Weizmann cerró el cuadernito con sumo cuidado, empujando con delicadeza la cubierta naranja con ambas manos, como si de un tesoro se tratara, y después lo guardó en el bolsillo de la camisa.
– Pero eso es algo completamente diferente -dijo el teniente coronel Katz visiblemente irritado-. ¿Qué pretende trayendo a colación ejemplos de juicios que tratan sobre los distintos accidentes sufridos durante la instrucción? Eso no tiene nada que ver con nuestro asunto.
– ¡Ya lo creo que tiene que ver, y cómo! -le respondió el mayor Weizmann, enardecido-. ¿Cómo que no tiene nada que ver? Pero si en esa sentencia se dice que preservar la vida de una persona durante la instrucción es preferible a llevar a cabo la misión encomendada. Si existe la sospecha de que cualquier paso adelante va a poner en peligro la vida de alguien, no se sigue adelante hasta que no se haya uno asegurado de que realmente las medidas de seguridad son las apropiadas. De manera que cuando se trata de un simple juego, que está completamente de más, el reglamento militar es muy claro al respecto.
– En nuestros tiempos -dijo el teniente coronel Katz, con algo parecido a una sonrisa asomándole en los labios-, no sé si lo recordará, pero en nuestros tiempos, cuando estábamos haciendo la instrucción, nos poníamos en corro y disparábamos a un barril que había en medio.
– Bueno, bueno -dijo el juez Neuberg rechazando la comparación-, entonces el ejército al completo parecía el Oeste, es asombroso que no ocurrieran desgracias a cada momento.
– ¿Sabe que incluso el mismísimo jefe del Estado Mayor aparece citado con su declaración en la sentencia referente a ese ejercicio durante la instrucción? -dijo el mayor Weizmann entusiasmado-. Y dice allí que si hubiera visto claro que uno solo de los hombres iba a resultar gravemente herido durante el ejercicio, éste no se habría llevado a cabo. ¿Lo comprende, Amnon? Y se trata de una cita literal, sacada del resumen de la resolución de la sentencia, así es que ¿qué más se puede decir?
– ¿Se refiere usted al accidente de «Los lotos»? -le preguntó con recelo el teniente coronel Katz-. ¿De ahí es de donde lo ha sacado?
– Quiero enseñarle algo sobre ese asunto -dijo el juez Neuberg, mientras seguía rebuscando en las carpetas-. Aquí está, lo he señalado antes a propósito -exclamó, como quien anuncia un gran logro, y enderezó la esquina doblada de una de las carpetas verdes-. Mire, lea aquí -dijo señalando hacia la mitad de la página y colocando la carpeta de cartón delante del teniente coronel Katz, que inclinaba la cabeza sobre el párrafo marcado. El mayor Weizmann se acercó y se asomó también él a la página abierta-. Sobre todo las tres primeras consideraciones -los guió el juez Neuberg, que cruzó las manos, las colocó sobre su vientre y se quedó observando con nostalgia la ventana lateral, que miraba al mundo exterior.
– De lo que hablan aquí es de las consideraciones que se han tenido en cuenta para dictar la sentencia -declamó el teniente coronel Katz con voz mecánica, leyendo reposadamente como un alumno obediente-. Lo que dicen es: «A. La gravedad de la negligencia de los acusados y sus considerables consecuencias, que debían haber evitado disuasoriamente. B. El hecho de ser los acusados oficiales modélicos y candidatos a un ascenso en su unidad, tratándose de una selecta unidad de elite. C. El hecho de que la pérdida de una vida, aunque fuera consecuencia de la grave negligencia de los acusados, fue consecuencia también de la preparación de una operación militar vital para la seguridad del Estado. D. La sospecha de que la imposición de una condena muy rígida contra los acusados podría llevar a un exceso de precaución y de dudas a los mandos de la unidad, con lo cual se vería afectada la capacidad de la unidad para llevar a cabo su misión» -el teniente coronel Katz alzó los ojos y se quedó mirando al juez-. ¿Y esto qué tiene que ver? -dijo ya nervio- so-. ¿Qué tienen que ver los dos últimos apartados? Solamente los dos primeros parecen relevantes para nuestro caso, ¿no? Y ni siquiera del todo, porque no se trata de una selecta unidad de elite.
– Solamente los dos primeros -dijo el mayor Weizmann-. Porque en nuestro caso, desde luego, que no se trata de un asunto vital para el país, y el apartado cuarto desde luego que no tiene nada que ver en absoluto, porque tampoco tenemos en nuestro caso una unidad de elite, a no ser que se diga que el Ejército del Aire al completo es una unidad de elite -dijo mirando al teniente coronel-. La verdad es que no entiendo adónde él… adónde quiere usted llegar -le preguntó al juez Neuberg con la expresión de estar muy confundido.
– Pues sencillamente a ejemplificar los atenuantes que puede haber cuando se están desarrollando actividades militares. Porque aquí aparece un agravante y dos atenuantes, y en los tres razonamientos no existe nada fuera de lo común, y así mismo lo dijo el Tribunal Superior de Justicia, porque reflejan el límite de las condenas que tradicionalmente se imponen y tiene en consideración la fijación de la pena de quien ha cometido un delito por negligencia. Ésas son las cosas en las que nosotros nos tenemos que concentrar, en esa clase de cuestiones, y en lo que se refiere al cuarto apartado… bueno, pues la verdad es que no afecta a nuestro asunto, por el momento.
– Afectaría a nuestro asunto si trajeran a declarar al comandante de la base -dijo el mayor Weizmann con amargura-, aunque tampoco bastaría con que declarara, sino que habría que juzgarlo a él, y entonces sí podríamos discutir ese cuarto apartado, mientras que ahora, tratándose de dos oficiales sin importancia, no se puede decir nada del proceso de desmoralización que sufre el ejército y cosas parecidas.
– Pero ¿es que se ha contagiado de ellas? -le preguntó el teniente coronel Katz en tono hostil-. Ahora está usted hablando como las madres, como la del discurso, ¿por qué le permitió usted hablar? -increpó ahora, con maledicencia, al juez Neuberg.
– Creo firmemente que tenemos que ayudar a quien podamos, dentro de los límites establecidos, y tanto la defensa como la fiscalía estuvieron de acuerdo en dejar hablar a la señora Avni, para que dijera lo que tuviera que decir, porque estaba claro que sus palabras quedarían fuera del procedimiento judicial y no influirían en la sentencia que tenemos que dictar, se trató, en suma, de una actitud humanitaria.
– Después de todos aquellos improperios, de las pancartas, de las cosas que había dicho, y lo que hicieron luego, y lo que le tiraron al fiscal… -rugió furioso el teniente coronel Katz-. Ahora todos van a hacer lo que quieran ante un tribunal militar y, encima, se les va a conceder el derecho a la palabra.
– Era nuestra obligación como personas -dijo el juez Neuberg pensativo-. La familia de la víctima no tiene ninguna otra oportunidad para poderse expresar de una manera civilizada, para que se oigan unas cuantas frases seguidas y seriamente pronunciadas, y todo eso también debe tenerse en cuenta. No creo que nos hayamos comportado indebidamente, se trataba de una acción humanitaria, como he dicho antes, fuera del marco del procedimiento judicial, y no tiene nada que ver con la sentencia que dictemos.
– Las cosas tan espantosas que dijo, y ante un tribunal militar -insistió el teniente coronel Katz-. Todo el tiempo con lo de «asesinos», «mentirosos», «degradación», y todo bajo la bandera del Estado de Israel que pendía allí sobre nosotros, y frente al símbolo del país, y en un juzgado militar. A veces me parece que aquí hay demasiada democracia. Hasta dijo que no tiene ningún interés en ver a los acusados en la cárcel, y nosotros oyendo todo eso callados, que no tiene interés en verlos en la cárcel porque no son más que una muestra, porque este caso no es más que un ejemplo de lo que está sucediendo. La verdad es que no entendí muy bien lo que quiso decir con eso, ¿usted lo entendió? -le preguntó al mayor.
– No me podía concentrar, me resultaba muy difícil, sobre todo cuando citó aquel poema que no comprendí, y cuando dijo que lo más terrible de todo es que no hubiera enemigos de por medio, que todo era como una parábola, la verdad es que me habría gustado preguntarle… -se lamentó el mayor Weizmann-. Creí que usted nos iba a comentar algo al respecto -añadió, dirigiéndose ahora al juez Neuberg.
– Se trató de una acción humanitaria -volvió a recalcar el juez-, el hecho de haberla dejado hablar, sin que sus palabras tengan que interferir en la sentencia definitiva. A veces hay que tener en cuenta la posición de la familia de la víctima, aunque lo que diga no tenga ningún valor legal en el proceso en curso, como he dicho ya dos veces. Se le permitió hablar por humanidad. Lo que dijera no tiene importancia, y no nos vamos a fijar en eso ni mucho menos para poder dictar sentencia.
– Les voy a decir a ustedes lo que yo creo, lo que a mí me apetece hacer -volvió a entusiasmarse el mayor Weizmann-. Apetecer no es la palabra correcta en este contexto -se disculpó-, a veces soy demasiado espontáneo al hablar, pero volviendo al tema, me he pasado toda la noche pensando en él. Los tres tenemos claro que la sentencia tiene que ser condenatoria para los acusados. Es decir, que realmente son culpables, porque se ha demostrado que pusieron unas vidas en peligro, y repetidamente, dieron la orden, y encima a sus propios comandos, que se encontraban bajo su responsabilidad, y en mi opinión también provocaron daños materiales, cuya víctima es el propio Tsahal, aunque sobre eso nadie ha dicho nada -miró al juez Neuberg e hizo la siguiente observación-: No se parece nada al caso de la sentencia de Jason Lawrens que usted me mostró y que he leído esta noche, sobre la ruleta rusa, porque ahí lo que se dio fue la reunión de unas cuantas personas que no estaban obligadas a ser prudentes, que no eran los responsables formales.
– Pero ¿esto qué es? ¿Qué es lo que está diciendo? -el teniente coronel Katz le exigió que se explicara.
– Esto…, si lo desea, se lo puede llevar -dijo el juez Neuberg intentando complacerlo-. Cójalo y lea, la defensa lo citó en el transcurso del juicio, quizá se acuerde usted, es muy bonito, una sentencia emocionante, redactada por el juez Dov Levin, y además excepcionalmente bien escrita, muy clara y muy muy instructiva.
El teniente coronel Katz sostenía en la mano las fotocopias que le había alcanzado el juez Neuberg, pero sus labios seguían lívidos y deformados en una mueca que denotaba la discriminación de la que se creía víctima.
– ¿Cuándo voy a leerme todo esto? -se dijo furioso-. Qué más da ya.
– Lo que yo quería decir -dijo el mayor Weizmann- es que me gustaría que en la sentencia que usted va a redactar, si Amnon está de acuerdo -y miró con recelo al teniente coronel Katz, que asintió con aire distraído-, aparezcan algunas palabras sobre la responsabilidad de los altos mandos. Como aparece escrito en el material que usted me entregó, en la sentencia del juez Silberstein…
– Silbertal -lo corrigió el juez Neuberg. No se sentía cómodo teniendo que tomar como referencia la sentencia de un juzgado de primera instancia, y por eso añadió-: Me he permitido utilizar de manera excepcional esta sentencia, porque es de relevancia para nuestro asunto, y además… -y esto último lo dijo casi a su pesar-, está perfectamente escrita.
– Sí, Silbertal -se apresuró a decir el mayor Weizmann-. Escribe que no se trata de criminales y que por eso no es necesario rehabilitarlos. En nuestro caso no creo que deban ingresar en la cárcel, creo que basta con algo similar a la condena condicional, nos podemos conformar con que realicen algunos trabajos de servicios, pero lo que sí me gustaría es que hubiera un apéndice en el que se hablara de los altos mandos que lo permitieron, y que incluso lo hicieron posible, y también que se expusiera algo sobre la comisión de investigación.
– ¿Lo ve? -protestó el teniente coronel Katz-. Esa mujer ha influido en usted, ella y todas esas madres, ya les dije que no íbamos a poder ignorarlas, y, además, está de moda últimamente, la tienen tomada con los altos mandos, con desprestigiarlos. Pero los que estaban allí, el que dio la orden y el que activó el mecanismo, el que ni siquiera tuvo la precaución de atarles las manos y los pies, son los oficiales que han sido enjuiciados aquí, ¿acaso se debe obviar eso? ¿Creen ustedes, acaso, que tenemos que decir abiertamente que los oficiales de baja graduación no tienen ninguna responsabilidad?
– Amnon -dijo el juez Neuberg y cruzó las manos sobre la mesa mientras miraba directamente a los ojos del teniente coronel Katz-, si no me equivoco, nadie ha propuesto eso hasta este momento. Yo todavía no sé cuál es mi postura en este asunto, pero le voy a hacer una pregunta puramente didáctica: ¿Cree usted realmente que después de las declaraciones que hemos oído aquí se puede y se debe ignorar el tema de los altos mandos?
– Usted nos enseñó al principio, antes incluso de que todo comenzara, que quien ha sido llevado a juicio es quien debe ser juzgado -exclamó el teniente coronel Katz-, y que no era nuestro cometido arreglar el mundo, y… el honor del Ejército del Aire, y querer responsabilizar de esa manera al comandante de la base, ¡esto es demasiado! ¡A un coronel de la reserva del Tsahal!
– No me estaba refiriendo ahora ni a la resolución de la sentencia ni al dictamen definitivo, sino a las observaciones para casos futuros -le aclaró el juez Neuberg-. Y en cuanto al honor del Ejército del Aire, no creo que seamos capaces de salvarlo, ni en este caso ni en otros, mientras que el hablar claro y las advertencias pueden conseguir que en el futuro sí se salve su honor.
– Menos honor tendrá todavía si nos callamos -estuvo de acuerdo el mayor Weizmann-. ¿Y nosotros? ¿Qué imagen vamos a dar? ¿Qué somos, un laboratorio judicial? ¿Es que no vamos a ver más allá de los hechos concretos?
– No estoy dispuesto a entrar en el tema de la comisión de investigación, el asunto ese de la versión primera que fue luego cambiada -advirtió el teniente coronel Katz-. Eso no ha quedado demostrado y además no tiene nada que ver.
– Ya lo creo que tiene que ver, ¡y cómo! -dijo el mayor Weizmann, y apretó tanto los labios que la cicatriz palideció por completo-. Si no se trata el asunto, lo haré yo solo, aunque sea como opinión mía propia, porque también existe la posibilidad de expresar en la sentencia la opinión del que queda en minoría.
– Quiero hacerles una propuesta -dijo el juez Neuberg, esforzándose por poner cara de haber tenido una idea repentina-. ¿Qué les parece que escribamos la resolución de la sentencia, es decir, que yo la escriba, con lo que acordemos entre todos, que la culpabilidad del acusado ha sido probada…?
– ¿Cómo que «el acusado»? ¿No eran «los acusados»? -preguntó el teniente coronel Katz.
El juez Neuberg ahogó un suspiro de impaciencia:
– Después del alegato, no tenemos más que un acusado. El teniente Lior, que ha confesado, es ya culpable, y solamente la sentencia que dictemos al final se referirá a los dos juntos como dos acusados. En la fase anterior, en la resolución de la sentencia, hay que distinguir entre una cosa y otra, pero volviendo a lo que estábamos tratando, les propongo que sea yo quien escriba el texto y ustedes, por supuesto, podrán leerlo después y solicitar que se modifique o que se añada lo que consideren. Todo será debatido y cada uno de nosotros podrá modificar o añadir o hacer observaciones. ¿Qué dicen ustedes?
– Los tres estamos de acuerdo en la culpabilidad -dudó el teniente coronel Katz-, pero no en la condena.
– La sentencia será escrita y entregada después de la resolución -advirtió el juez-. A causa del alegato y de la confesión del teniente Noam Lior, ha surgido la idea de los trabajos para la comunidad o podemos considerar la libertad condicional, pero eso tenemos que debatirlo.
– La ley dice que una pena de prisión de hasta tres años -le recordó el teniente coronel Katz-. No sé, lo que habría que hacer es rebajarlos de categoría.
– ¿Degradarlos a la categoría inmediatamente inferior? -le preguntó el juez Neuberg con precaución.
– No -dijo el teniente coronel Katz con un suspiro, después de pensarlo un momento-. A soldado raso. Es horrible lo que pasó; en mi opinión, a soldado raso. Los dos. No pueden seguir siendo oficiales. No están capacitados para dar órdenes. En mi opinión -acto seguido elevó la voz y dijo-: Lo que hay que hacer en realidad es licenciarlos de forma inmediata y que abandonen el ejército, y habría que condenarlos también por comportamiento inadecuado.
– En el momento del alegato el fiscal accedió a que se eliminara esa acusación contra el acusado primero -se apresuró a recordarle el mayor Weizmann.
– Pues habrá que formularlo de otro modo -dijo con desdén el teniente coronel Katz-. Está muy claro que él no puede ser oficial, sobre todo por el asunto de las esposas, del que se ha hablado varias veces cuando se ha dicho que el teniente Noam Lior intentó convencerlos de que no se las pusieran.
El juez Neuberg miró al mayor, que indicaba que no con la cabeza, visiblemente contrariado, y dijo:
– Yo no veo ninguna necesidad de meterlos en la cárcel, porque no van a volver a cometer ese delito, y no se trata de unos criminales en el sentido habitual de la palabra.
– ¿Y una condena disuasoria? -preguntó el teniente coronel Katz-. ¿No habría que advertirlos?
– Este juicio ha servido ya de disuasión -dijo el mayor-, especialmente si se menciona en la resolución la responsabilidad que tuvieron el comandante de la base y el comandante de la escuadrilla.
– La señora Avni dijo que también hay que inculpar al capitán general del Ejército del Aire y al jefe del Estado Mayor -le soltó el teniente coronel Katz-, a ellos también hay que llevarlos a juicio, porque lo dijo esa señora.
– Si usted estuviera en su lugar también lo desearía -le dijo el mayor Weizmann en voz baja-. ¡Que no nos tengamos que ver en su piel! Perdone, pero no entiendo cómo puede usted hablar así de una madre que ha perdido a su hijo. No ha sido ella la que ha influido en mí, sino las declaraciones que he oído.
– ¿Y podremos modificar lo que usted haya escrito? -le preguntó el teniente coronel Katz con desconfianza.
– Lo que consideren oportuno -le prometió el juez Neuberg-, y debatiremos cada problema que pueda surgir.