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Anthony Weaver detuvo su Citroen en el amplio camino particular de grava de su casa, en Adams Road. Contempló a través del parabrisas el jazmín de invierno que crecía, pulcro y contenido, en el enrejado situado a la izquierda de la puerta principal. Había vivido durante las últimas ocho horas en la región que separa las pesadillas del infierno, y ahora estaba aturdido. Es la impresión, susurraba su intelecto. Había empezado a sentir algo cuando aquel período de incredulidad había pasado, sin duda alguna.
No hizo el menor esfuerzo por salir del coche. Aguardó a que su ex esposa hablara, pero Glyn Weaver, sentada a su lado con semblante impasible, mantuvo el mismo silencio con el que le había recibido en la estación ferroviaria de Cambridge.
No le había permitido que fuera en coche a Londres a buscarla, ni a coger su maleta, ni a abrirle la puerta. Ni tampoco a ser testigo de su dolor. Weaver comprendió. Ya había aceptado que era el culpable de la muerte de su hija. Había asumido esa responsabilidad nada más identificar el cadáver de Elena. Glyn no necesitaba abrumarle de acusaciones. Las habría aceptado todas.
Vio que los ojos de Glyn examinaban la fachada de la casa, y se preguntó si haría algún comentario. No había estado en Cambridge desde que ayudó a Elena a instalarse en la ciudad, a principios del primer trimestre, y ni siquiera había puesto los pies en Adams Road.
Sabía que vería la casa como una combinación de elementos procedentes de un segundo matrimonio, bienes materiales y su egocentrismo profesional, una verdadera exhibición de su éxito. Ladrillo, tres plantas, madera blanca, azulejos decorativos que trepaban desde el segundo piso al límite del tejado, una salita acristalada, coronada por una terraza. Algo alejado años luz de su claustrofóbica vivienda de recién casados, tres habitaciones en la calle Hope, más de veinte años atrás. Esta casa se alzaba solitaria al final de un sendero curvo, apartada de los vecinos, a menos de dos metros de la calle. Era la casa de un profesor en activo, un miembro respetado de la facultad de Historia. No era un apartamento mal iluminado en que los sueños se desmoronaban.
A la derecha de la casa, una cerca de madera de haya, que brillaba con los colores del otoño, aislaba el jardín trasero. Un perro perdiguero surgió por una abertura entre los arbustos y corrió alegremente hacia el coche. Cuando vio al animal, Glyn habló por primera vez, en voz baja, sin expresar la menor emoción.
– ¿Ese es su perro?
– Sí.
– No podíamos tener uno en Londres. El piso era demasiado pequeño. Siempre quiso un perro. Hablaba de un perro de aguas. Ella…
Glyn se interrumpió y bajó del coche. El perro avanzó dos pasos, vacilante, y sacó de repente la lengua, en una especie de sonrisa canina. Glyn contempló al animal, pero no hizo el menor intento de acariciarlo. El perdiguero avanzó otros dos pasos y olfateó sus pies. Glyn parpadeó y miró de nuevo hacia la casa.
– Justine te ha construido un bonito lugar donde vivir, Anthony.
La puerta principal se abrió entre pilastras de ladrillo, y sus paneles de roble pulido capturaron la escasa luz del atardecer que lograba abrirse paso entre la niebla. La mujer de Anthony, Justine, aguardaba con una mano sobre el pomo de la puerta.
– Entra, Glyn, por favor -dijo-. He preparado té.
Retrocedió de nuevo hacia el interior de la casa, sin ofrecer condolencias que tal vez no serían bien recibidas.
Anthony siguió a Glyn, subió su maleta al cuarto de invitados y volvió a la sala de estar. Glyn contemplaba por una ventana el jardín delantero, con sus muebles blancos de hierro forjado, primorosamente dispuestos, que brillaban en la niebla; Justine estaba junto al sofá, con las puntas de los dedos apretadas frente a ella.
Su primera y segunda esposas no podían ser más diferentes. Glyn, de cuarenta y seis años, no hacía nada para disimular los embates de la edad. Su rostro empezaba a desmoronarse: patas de gallo en los ojos, profundas líneas como surcos desde la nariz a la barbilla, menudas hendiduras que nacían en sus labios; la carne que empezaba a perder tirantez restaba definición a su mentón. El pelo veteado de gris, largo y recogido con un severo moño. Su cuerpo se estaba ensanchando en la cintura y las caderas, y lo cubría con tweed, lana, medias de color carne y zapatos sin tacón.
En contraste, Justine aún lograba, a sus treinta y cinco años, sugerir la lozanía de la juventud. Agraciada con la estructura facial que mejora su aspecto con la edad, era atractiva sin ser bella, de piel suave, ojos azules, pómulos afilados y mentón firme. Era alta, delgada, con una cascada de cabello rubio que caía suelto sobre sus hombros, como el de una adolescente. Esbelta y elegante, llevaba la misma indumentaria con que había ido a trabajar por la mañana, traje gris a medida con un cinturón negro, medias grises, zapatos negros, un broche plateado en la solapa. Estaba perfecta, como siempre.
Anthony desvió la vista hacia el comedor, donde Justine había dispuesto la mesa para el té de la tarde. Demostraba en qué había empleado las horas desde que él la había telefoneado desde la imprenta de la universidad para comunicarle la muerte de su hija. Mientras iba al depósito de cadáveres, a la comisaría de la policía, al colegio, a su despacho, a la estación de tren, mientras identificaba el cadáver, contestaba preguntas, aceptaba incrédulas condolencias y se ponía en contacto con su ex mujer, Justine se había encargado de los preparativos para los siguientes días de duelo. El resultado de sus esfuerzos descansaba sobre la mesa del comedor.
Todo el servicio de té procedente de su vajilla de bodas, cuyo dibujo reproducía rosas de borde dorado y hojas rizadas, estaba dispuesto sobre un mantel de hilo. Entre los platillos, tazas, cubiertos, servilletas blancas y jarrones de flores, había un pastel de semilla de amapola, una bandeja con delicados bocadillos, otra de finas tostadas con mantequilla, panecillos recién hechos, mermelada de fresas y crema cuajada.
Anthony miró a su mujer. Justine le dedicó una sonrisa fugaz y señaló la mesa con un elegante ademán.
– He preparado té -repitió.
– Gracias, querida.
Sus palabras le sonaron forzadas, como mal ensayadas.
– Glyn. -Justine esperó a que la otra mujer se volviera-. ¿Puedo ofrecerte algo?
Los ojos de Glyn vagaron hacia la mesa, y de ella a Anthony.
– No, gracias. Me resulta imposible comer.
Justine se volvió hacia su marido.
– ¿Anthony?
Este comprendió la trampa. Tuvo la momentánea sensación de que colgaba en el aire, como una cuerda de la que tiraran incesantemente dos bandos opuestos. Después, se encaminó a la mesa. Eligió un bocadillo, un panecillo y un trozo de pastel. Todo sabía a arena.
Justine se acercó a su lado y sirvió té. El humo se elevó en el aire, con el perfume afrutado de la mezcla moderna que ella prefería. Los dos se quedaron frente a la comida desplegada ante ellos, los cubiertos relucientes, el ramo de flores. Glyn continuó de pie junto a la ventana de la otra habitación. Ninguno hizo ademán de sentarse.
– ¿Qué te ha dicho la policía? -preguntó Glyn-. A mí no me han telefoneado.
– Les dije que no lo hicieran.
– ¿Por qué?
– Pensé que debía ser yo quien…
– ¿Tú?
Anthony vio que Justine dejaba su taza sobre la mesa. Vio que tenía los ojos clavados en el borde.
– ¿Qué le ocurrió, Anthony?
– Glyn, siéntate. Por favor.
– Quiero saber lo que ha pasado.
Anthony dejó el platillo junto a la taza de té, que no había probado. Volvió a la sala de estar. Justine le siguió. Anthony se sentó en el sofá, indicó a su mujer que se sentara a su lado, esperó a que Glyn se apartara de la ventana. No lo hizo. Justine empezó a dar vueltas a su anillo de bodas.
Anthony recitó los hechos. Elena había salido a correr, alguien la asesinó. La habían golpeado y asesinado.
– Quiero ver el cuerpo.
– No, Glyn. No lo hagas.
La voz de Glyn se quebró por primera vez.
– Es mi hija. Quiero ver el cuerpo.
– En su estado actual, no. Más tarde. Cuando los de la funeraria…
– La veré, Anthony.
Notó la tensa elevación del tono de su voz y supo por experiencia cómo terminaría la discusión. Intentó disuadirla.
– Tiene un lado de la cara hundido. Se ven los huesos. No tiene nariz. ¿Es eso lo que quieres ver?
Glyn rebuscó en su bolso y sacó un pañuelo de papel.
– Maldito seas -susurró-. ¿Cómo ocurrió? Me dijiste, me prometiste, que no la dejarías correr sola.
– Anoche telefoneó a Justine. Dijo que esta mañana no iba a correr.
– Que telefoneó… -La mirada de Glyn se desplazó de Anthony a su mujer-¿Tú corrías con Elena?
Justine dejó de dar vueltas al anillo, pero no apartó los dedos de él, como si fuera un talismán.
– Anthony me lo pidió. No le gustaba que corriera cerca del río cuando estaba oscuro, de modo que yo también corría. Anoche telefoneó y dijo que hoy no correría, pero, por algún motivo, cambió de parecer.
– ¿Desde cuándo duraba esto? -preguntó Glyn, devolviendo la atención a su ex marido-. Me dijiste que Elena no correría sola, pero te callaste que Justine… -De pronto, enfocó la cuestión desde otro ángulo-. ¿Cómo pudiste hacer eso, Anthony? ¿Cómo pudiste confiar el bienestar de tu hija a…?
– Glyn -la interrumpió Anthony.
– No se preocupó. No la vigiló. Le daba igual su seguridad.
– Glyn, por el amor de Dios.
– Es verdad. Nunca ha tenido hijos. ¿Cómo va a saber lo que es vigilar, esperar, preocuparse y preguntarse? Tener sueños. Mil y un sueños que no se materializarán porque esta mañana no fue a correr con Elena.
Justine no se había movido del sofá. Su expresión era una máscara fija y vidriosa de buena educación.
– Deja que te acompañe a tu cuarto -dijo, y se levantó-. Debes de estar muy cansada. Te hemos preparado el cuarto amarillo, en la parte de atrás. Es muy silencioso. Podrás descansar.
– Quiero la habitación de Elena.
– Bien, sí. Por supuesto. No hay problema. Me ocuparé de las sábanas…
Justine salió de la sala.
– ¿Por qué pusiste a Elena en sus manos? -preguntó Glyn al instante.
– ¿Qué estás diciendo? Justine es mi mujer.
– Eso es lo que importa, ¿verdad? ¿De veras te importa tanto la muerte de Elena? Ya tienes a alguien dispuesto a hacerte otra.
Anthony se puso en pie. Para combatir aquellas palabras, invocó la última imagen de Elena, cuando la vio desde la ventana del saloncito. La joven le había ofrecido una sonrisa y un último saludo desde la bicicleta, que iba a coger para acudir a una supervisión, después de comer juntos. Habían estado los dos solos; comieron bocadillos, hablaron del perro, compartieron una hora de afecto.
Su angustia aumentó. ¿Recrear a Elena? ¿Moldear otra? Solo había una. Y él también había muerto con ella.
Pasó junto a su ex esposa, sin verla. Oyó las ásperas palabras mientras salía de la casa, aunque fue incapaz de distinguir unas de otras. Avanzó dando tumbos hacia el coche, introdujo la llave en el encendido. Cuando daba marcha atrás, Justine salió corriendo.
Gritó su nombre. La vio iluminada un momento por las farolas, y después aplastó el acelerador y salió a Adams Road, arrojando grava a ambos lados.
Notó una presión en el pecho, un dolor en la garganta. Empezó a llorar; sollozos secos, profundos, que no iban acompañados de lágrimas, por su hija, sus mujeres y el desastre de su vida.
Pasó a Grange Road, después a Barton Road, y por fin, gracias al cielo, se encontró fuera de Cambridge. Había oscurecido mucho y la niebla era espesa, sobre todo en esta zona de campos de barbecho y setos, pero conducía sin precaución, y cuando la campiña dio paso a un pueblo, aparcó y bajó del coche, descubriendo que la temperatura había bajado en picado, a consecuencia del viento frío procedente del este. Se había dejado el abrigo en casa y solo iba protegido por la chaqueta del traje. Daba igual. Se subió el cuello y empezó a andar. Dejó atrás un portal, dejó atrás una docena de casas con techo de bálago y solo se detuvo cuando llegó a casa de ella. Cruzó la calle para alejarse algo del edificio, pero, a pesar de la niebla, alcanzó a distinguir la ventana.
Estaba allí, deambulando por la sala de estar con una jarra en la mano. Era muy menuda, muy frágil. Si la abrazaba, era como si no tuviera nada entre los brazos, apenas un leve latido y una vida fulgurante que le consumía, le encendía, y que en un tiempo le había reconfortado.
Quería verla. Necesitaba hablar con ella. Quería que le abrazara.
Bajó del bordillo. En ese momento, pasó un coche, emitió un bocinazo de advertencia, y surgió un grito apagado desde su interior. Consiguió que recuperara la razón.
Vio que ella se acercaba a la chimenea y añadía más leña a las llamas, como él había hecho en otro tiempo, para volverse y descubrir sus ojos clavados en él, su sonrisa una bendición, la mano extendida.
– Tonio -había murmurado ella, su nombre henchido de amor.
Y él había respondido, al igual que en este preciso momento.
– Tigresse. -Apenas un susurro-. Tigresse. La Tigresse.
Lynley llegó a Cambridge a las cinco y media y condujo directamente hacia Bulstrode Gardens, donde aparcó el Bentley frente a una casa que le recordó el hogar de Jane Austen en Chawton. Poseía el mismo diseño simétrico: dos ventanas con batientes y una puerta blanca debajo, y tres ventanas separadas por la misma distancia, en la misma posición, arriba. La casa era rectangular, sólida, con un tejado acanalado y varias chimeneas sencillas; una pieza de arquitectura carente del menor interés. Sin embargo, Lynley no experimentó la misma decepción que en Chawton. Esperaba que Jane Austen viviera en una casa cómoda, con techo de bálago de atmósfera caprichosa, rodeada por un jardín lleno de macizos de flores y árboles. No esperaba que un esforzado catedrático de la facultad de Teología, casado y con tres hijos, habitara en este dudoso paraíso de cañas y barro.
Salió del coche y se puso el abrigo. Observó que la niebla lograba disimular y dotar de un halo romántico a las características de la casa, que daban muestra de una indiferencia y descuido crecientes. En lugar de jardín, un camino semicircular de guijarros sembrados de hojas describía una curva alrededor de la puerta principal, y la parte interior del semicírculo encerraba un macizo de flores exuberante, separado de la calle por un muro bajo de ladrillo. No se había hecho nada para preparar la tierra en vistas al otoño o el invierno, y los restos de las playas veraniegas yacían ennegrecidos y resecos sobre la sólida superficie de tierra intocada. Un enorme hibisco se estaba apoderando a marchas forzadas del muro del jardín, y trepaba entre las hojas amarillentas de narcisos que habrían debido eliminarse mucho tiempo antes. A la izquierda de la puerta principal, una actinidia había llegado hasta el techo y lanzaba zarcillos que empezaban a cubrir una de las ventanas inferiores, mientras que, a la derecha de la puerta, la misma especie de planta estaba creando un montón de hojas con señales de padecer alguna enfermedad. Como resultado, la fachada de la casa parecía torcida, en contraposición con la simetría de su diseño.
Lynley pasó bajo un abedul, situado al borde del camino particular. Oyó música procedente de una casa cercana, y una puerta se cerró en la niebla con el chasquido de un disparo. Esquivó un triciclo de grandes ruedas volcado, subió el único peldaño del porche y llamó al timbre.
La respuesta fueron los gritos de dos niños que corrieron hacia la puerta, acompañados por el repiqueteo de algún juguete. Manos que aún no dominaban el manejo del pomo golpearon frenéticamente la madera.
– ¡Tía Leen!
Costaba adivinar si era el niño o la niña quien gritaba.
Una luz se encendió en la habitación situada a la derecha de la puerta y dibujó sobre el camino particular un insustancial rectángulo de color. Un niño se puso a llorar.
– Un momento -gritó una voz de mujer.
– ¡Tía Leen! ¡La puerta!
– Lo sé, Christian.
La luz del porche se encendió, y Lynley oyó el ruido del pomo al girar.
– Echaos para atrás, queridos -dijo la mujer, mientras abría la puerta.
El arquitrabe enmarcó las cuatro siluetas, y una luz dorada, digna de Rembrandt, los bañó de soslayo desde la sala de estar. Por un momento, Lynley tuvo la impresión de estar contemplando un cuadro: la mujer, con un jersey de capucha rosa, contra el cual sujetaba a un niño de meses envuelto en una manta de color arándano, mientras dos mocosos se aferraban a las perneras de sus pantalones negros de lana, el niño con un ojo amoratado y la niña con el mango de algún juguete provisto de ruedas en la mano, tal vez el instrumento de los repiqueteos que Lynley había oído, pues el juguete poseía una cúpula de plástico transparente, y cuando el niño lo empujó sobre el suelo, surgieron bolas de colores que chocaron contra la cúpula como burbujas ruidosas.
– ¡Tommy! -exclamó lady Helen. Dio un paso atrás y apremió a los niños a que la imitaran. Se movieron al unísono-. Estás en Cambridge.
– Sí.
Se puso de puntillas para ver si alguien le acompañaba. -¿Vienes solo?
– Solo.
– Qué sorpresa. Entra.
La casa olía poderosamente a lana húmeda, leche agria, polvos de talco y pañales, los olores de los niños. Estaba sembrada de despojos infantiles, en forma de juguetes esparcidos sobre el suelo de la sala de estar, libros de cuentos con las páginas rotas tirados sobre el sofá y las sillas, saltadores y trajes de juego amontonados en el hogar. Una manta azul manchada estaba embutida en el asiento de una mecedora en miniatura, y mientras Lynley seguía a lady Helen en dirección a la cocina, situada en la parte posterior de la casa, el niño corrió hacia la mecedora y la estrujó. Miró a Lynley con curiosidad desafiante.
– ¿Quién es, tía Leen? -preguntó.
La hermana de aquel no se había apartado de lady Helen, con la mano izquierda aferrada como un apéndice extra a los pantalones de su tía, en tanto la derecha ascendía por su rostro, hasta introducir el pulgar en la boca.
– Basta, Perdita -ordenó el niño-. Mamá dice que no chupes, niña pequeña.
– Christian -le reprendió con dulzura lady Helen.
Condujo a Perdita hacia una mesa diminuta dispuesta bajo una ventana, mientras la niña empezaba a mecerse en la silla correspondiente, el pulgar en la boca, sus grandes ojos negros clavados, con lo que parecía desesperación, en su tía.
– No les ha sentado muy bien lo de la nueva hermanita -dijo en voz baja lady Helen a Lynley, acomodando al lloriqueante bebé en el otro hombro-. Iba a darle de comer.
– ¿Cómo está Pen?
Lady Helen desvió la vista hacia los niños. La mirada fue muy elocuente. No había mejorado.
– Deja que suba a darle de comer. Vuelvo enseguida. -Sonrió-. ¿Sobrevivirás?
– ¿El niño muerde?
– Solo a las niñas.
– Eso me tranquiliza.
Lady Helen rió y volvió a la sala de estar. Lynley oyó sus pasos en la escalera y los murmullos con que intentaba apaciguar el llanto de la niña.
Se volvió hacia los niños. Sabía que eran gemelos y que acababan de cumplir cuatro años. Christian y Perdita. La niña era quince minutos mayor que su hermano, pero este era más grande, más agresivo y, como Lynley observó, incapaz de responder a las tentativas amistosas de los extraños. No le extrañó, considerando las circunstancias, pero le incomodaba. Nunca se había sentido a gusto con los niños.
– Mamá está enferma.
Christian acompañó este anuncio con una patada a la puerta de una alacena. Una, dos, tres salvajes patadas, y luego tiró la manta al suelo, abrió la alacena y empezó a sacar un juego de tarros con fondo de cobre.
– El bebé la puso enferma.
– Suele pasar -dijo Lynley-. Pronto se recuperará.
– No me importa. -Christian golpeó una sartén contra el suelo-. Perdita llora. Anoche mojó la cama.
Lynley contempló a la niña. Se mecía sin hablar; los rizos le caían sobre los ojos. Continuaba chupeteando el pulgar.
– Supongo que no era su intención.
– Papá no volverá a casa.
Christian eligió una segunda sartén, que aporreó sin piedad contra la primera. El ruido era escalofriante, pero no parecía molestar a ninguno de ambos niños.
– A papá no le gusta el bebé. Está enfadado con mamá.
– ¿Por qué dices eso?
– Me gusta tía Leen. Huele bien.
Por fin un tema del que podían conversar.
– Es verdad.
– ¿Te gusta tía Leen?
– Me gusta mucho.
Al parecer, el comentario bastó para plantar la semilla de la amistad entre Christian y Lynley. El niño se puso en pie y depositó un tarro con su tapa sobre el muslo de Lynley.
– Toma -dijo-. Haz esto.
Demostró su maestría en el arte de hacer ruidos aporreando una tapa contra otro tarro.
– ¡Tommy! ¿Le estás alentando? -Lady Helen cerró la puerta de la cocina y se apresuró a rescatar los tarros y sartenes de su hermana-. Ve a sentarte con Perdita, Christian. Déjame preparar la merienda.
– ¡No! ¡Quiero jugar!
– Ahora, no.
Lady Helen arrancó sus dedos del asa de un tarro, le levantó y llevó en volandas a la mesa. El niño pataleó y berreó. Su hermana contemplaba la escena con los ojos abiertos como platos, sin dejar de mecerse.
– He de preparar su merienda -dijo lady Helen a Lynley, por encima de los aullidos de Christian-. No se tranquilizará hasta que haya comido.
– He llegado en un mal momento.
– Ya lo creo -suspiró lady Helen.
Lynley notó que su alegría se esfumaba. Ella se arrodilló para recoger los utensilios tirados en el suelo. La ayudó. La implacable luz de la cocina reveló la intensa palidez de lady Helen. Su color natural había desaparecido de su piel y tenía manchas negruzcas bajo los ojos.
– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? -preguntó él.
– Cinco días más. Daphne llega el sábado para pasar dos semanas. Después, mamá vendrá otras dos. Luego, Pen se las tendrá que arreglar sola. -Apartó un mechón de cabello castaño de su mejilla-. No sé cómo lo va a conseguir, Tommy. Es la peor época de su vida.
– Christian me dijo que su padre no viene mucho por aquí.
Lady Helen apretó los labios.
– Sí, bueno, por decirlo de una manera suave.
Lynley tocó su hombro.
– ¿Qué les ha pasado, Helen?
– No lo sé. Una especie de pelea a muerte. Ninguno de los dos quiere hablar de ello. -Sonrió sin humor-. La dulce bendición de un matrimonio santificado por el cielo.
Lynley apartó la mano, indeciblemente herido.
– Lo siento -dijo ella.
La boca de Lynley forzó una sonrisa. Se encogió de hombros y colocó el último tarro en su sitio.
– Tommy, esto no sirve de nada. Lo sabes, ¿verdad? No tendrías que haber venido.
Lady Helen se puso en pie y empezó a sacar comida de la nevera. Dejó sobre la encimera cuatro huevos, mantequilla, un trozo de queso y dos tomates. Buscó en un cajón y sacó una barra de pan. Después, con rapidez y en silencio, preparó la merienda de los niños, mientras Christian se dedicaba a garrapatear sobre la mesa con un lápiz que había quitado de entre las páginas de un listín telefónico que descansaba sobre una mesa cercana, cubierta de objetos diversos. Perdita se mecía y chupaba el pulgar con los ojos entornados.
Lynley se quedó de pie junto al fregadero, sin apartar la vista de lady Helen. Aún no se había quitado el abrigo. Ella no le había invitado a hacerlo.
Se preguntó qué pensaba lograr visitándola en casa de su hermana, considerando que se encontraba muy preocupada y agotada por el esfuerzo de cuidar a dos hijos y un bebé que ni siquiera eran suyos. ¿Qué esperaba? ¿Que caería en sus brazos, agradecida? ¿Que le consideraría su salvador? ¿Que su rostro se iluminaría de alegría y deseo? ¿Que sus defensas se derrumbarían y su determinación se quebraría, por fin, sin posibilidad de error, de una vez por todas? Havers tenía razón. Era un idiota.
– Me voy, pues -dijo.
Lady Helen se apartó de la encimera, donde estaba sirviendo huevos revueltos en dos platos decorados con motivos de Beatrix Potter.
– ¿Vuelves a Londres?
– No, he venido por un caso. -Le contó lo poco que sabía sobre el particular-. Me han alojado en St. Stephen.
– ¿Vas a revivir tus días de estudiante?
– Chachas, despensas y, por las noches, recibir las llaves de manos del conserje.
Lady Helen llevó los platos a las mesas, junto con las tostadas, los tomates a la plancha y la leche. Christian se lanzó sobre todo ello como víctima de un hambre atroz. Perdita seguía meciéndose. Lady Helen colocó un tenedor en su mano, acarició su cabeza morena y pasó los dedos sobre la suave mejilla de la niña.
– Helen. -Pronunciar su nombre le proporcionó cierto consuelo. Ella levantó la vista-. Me voy.
– Saldré a despedirte.
Le siguió hasta la puerta principal. Hacía más frío en esa parte de la casa. Lynley echó un vistazo a la escalera.
– ¿Subo a saludar a Pen?
– Es preferible que no, Tommy.
Este carraspeó y asintió. Lady Helen, como si leyera su expresión, le rozó el brazo.
– Intenta comprenderlo.
Y él supo instintivamente que no se refería a su hermana.
– Supongo que no podrás escaparte para cenar.
– No puedo dejarla sola con ellos. Solo Dios sabe cuándo llegará Harry a casa. Esta noche tiene una cena oficial en Emmanuel. Es posible que se quede a dormir allí. La semana pasada lo hizo cuatro veces.
– ¿Me llamarás al colegio si vuelve a casa?
– Él no…
– ¿Me llamarás?
– Oh, Tommy.
Lynley experimentó una súbita y abrumadora oleada de desesperación.
– Me presenté voluntario para este caso cuando supe que era en Cambridge, Helen.
Se despreció nada más pronunciar las palabras. Estaba recurriendo a la peor forma de chantaje sentimental. Era manipulador, poco honrado, indigno de ambos. Ella no respondió. Luces y sombras jugaban sobre su cuerpo en la media luz del pasillo. La curva lustrosa e ininterrumpida de su cabello hasta los hombros, la crema de su piel. Lynley extendió la mano y acarició su barbilla. Ella se introdujo en el refugio de su abrigo. Lynley notó que sus cálidos brazos le rodeaban. Apoyó la mejilla sobre su cabeza.
– Christian dice que le gustas porque hueles bien -susurró.
Notó que ella sonreía contra su pecho.
– ¿De veras?
– Sí. -La retuvo un poco más y apretó los labios contra su cabeza-. Christian tiene razón -dijo, y la soltó. Abrió la puerta.
– Tommy.
Lady Helen se cruzó de brazos. Lynley no dijo nada, a la espera, deseoso de que fuera ella quien diera el primer paso.
– Te llamaré. Si Harry aparece.
– Te quiero, Helen.
Se encaminó hacia el coche.
Lady Helen volvió a la cocina. Por primera vez en los nueve días que llevaba en Cambridge contempló la habitación de forma desapasionada, como la vería un observador ajeno. Disolución, pregonaba.
A pesar de que lo había fregado tres días antes, el linóleo amarillo del suelo se veía de nuevo mugriento, manchado de comida y bebida derramada por los niños. El aspecto de las paredes era grasiento, con marcas grises de dedos diseminadas sobre la pintura, como indicadores de dirección. La superficie de los muebles servía para almacenar lo que no cabía en otra parte. Una montaña de cartas sin abrir, un cuenco de madera con manzanas y plátanos ennegrecidos, media docena de periódicos, un pote de plástico con utensilios de cocina y salvauñas, un libro para colorear y unos lápices compartían el espacio junto con un botellero, una licuadora eléctrica, una tostadora y una estantería llena de libros polvorientos. Entre los fogones de la cocina quedaban los restos de hervidos derramados, y tres cestas de mimbre olvidadas sobre la nevera coleccionaban telarañas.
Lady Helen se preguntó qué habría pensado Lynley si hubiera visto todo esto. Habría encontrado un cambio notable respecto a la única vez que había estado antes en Bulstrode Gardens, invitado a una tranquila cena veraniega en el jardín posterior, precedida por unas copas en una acogedora terraza, transformada ahora en una extensión desolada sembrada de juguetes. En aquella época, su hermana y Harry Rodger eran amantes enfebrecidos, consumidos mutuamente y acicateados por las delicias del amor recién surgido. Vivían ajenos a todo lo demás. Intercambiaban miradas significativas y sonrisas de complicidad; se tocaban con la menor excusa; se ofrecían pedacitos de comida y compartían las bebidas. De día, vivían cada uno su vida (Harry daba clases en la universidad y Pen trabajaba para el museo Fitzwilliam), pero de noche eran una sola entidad.
En aquel tiempo, lady Helen había considerado excesiva y embarazosa tal devoción, demasiado empalagosa para ser de buen gusto, pero ahora se cuestionaba el motivo de su reacción ante una exhibición de amor tan pública, y admitía el hecho de que prefería ver a Harry Rodger y a su hermana besándose y sobándose, que presenciar lo ocurrido tras el nacimiento de su tercer hijo.
Christian merendaba sin dejar de emitir sonoros ruidos. Las tostadas se habían convertido en bombarderos que se zambullían en el plato, acompañados de efectos sonoros que el niño emitía a máximo volumen. Tenía el vestido manchado de huevo, tomate y queso. Su hermana apenas había tocado el plato. En aquel momento, estaba sentada inmóvil en la silla con una muñeca «repollo» en el regazo. La examinaba con aire pensativo, pero sin tocarla.
Lady Helen se arrodilló junto a la silla de Perdita, mientras Christian gritaba: «¡Kabum! ¡Kaplof!». La mesa se puso asquerosa por el huevo. Perdita parpadeó cuando un poco de tomate le alcanzó en la mejilla.
– Basta, Christian -dijo lady Helen, quitándole el plato.
Era su sobrino. En teoría, debía quererle, y se podía decir que era así en casi todas las circunstancias, pero después de nueve días su paciencia se había eclipsado, y si en algún momento había sentido compasión por los temores no expresados que subyacían bajo su comportamiento, en este momento fue incapaz de apelar a ella. El niño abrió la boca para lanzar un aullido de protesta, y ella se la tapó con la mano.
– Basta. Te estás portando muy mal. Para de una vez.
Que su adorada tía Leen le hablara de aquella manera pareció sorprender a Christian e invitarle a colaborar, pero solo por un momento.
– ¡Mamá! -berreó, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Lady Helen aprovechó la ventaja sin el menor escrúpulo.
– Sí, mamá. Está intentando descansar, pero tú no se lo pones muy fácil, ¿verdad? -El niño guardó silencio y lady Helen se volvió hacia su hermana-. ¿No vas a comer nada, Perdita?
La niña seguía con la vista clavada en la muñeca tendida sobre su regazo, de mejillas cinceladas como si fueran de mármol y una plácida sonrisa en los labios. Una imagen muy precisa de la infancia, pensó lady Helen.
– Voy a ver cómo están mamá y el bebé -dijo-. ¿Le harás compañía a Perdita?
Christian echó una ojeada al plato de su hermana.
– No ha comido -dijo.
– A lo mejor, puedes convencerla de que tome algo.
Los dejó y subió a ver a su hermana. La casa estaba silenciosa en el pasillo de arriba, y se detuvo un momento en lo alto de la escalera para apoyar la frente en el frío cristal de una ventana. Pensó en Lynley y en su inesperada aparición en Cambridge. Tenía una idea bastante aproximada de lo que su presencia presagiaba.
Habían pasado casi diez meses desde que condujo como un loco hasta Skye para ir a su encuentro, casi diez meses desde aquel gélido día de enero en que le había pedido que se casara con él, casi diez meses desde que ella le había rechazado *. No se lo había vuelto a pedir, y en el ínterin habían llegado al acuerdo tácito de intentar recuperar la camaradería que en otro tiempo los había unido. Era un retroceso que poco satisfacía a ambos, porque, cuando Lynley le pidió que se casara con él, había cruzado una barrera indefinida y alterado su relación de una forma que ninguno de ambos podía prever. Ahora, se encontraban en un limbo incierto, dentro del cual debían enfrentarse a la realidad de que, si bien podían considerarse amigos durante el resto de sus vidas si así les apetecía, lo cierto era que su amistad había terminado en el instante en que Lynley procedió a la arriesgada operación alquímica de transmutarla en amor.
Todos sus encuentros desde enero (por inocentes, superfluos o casuales que fueran) habían estado contaminados sutilmente por aquella solicitud de matrimonio. Y como no habían vuelto a hablar de ello, daba la impresión de que el tema se extendía entre ellos como arenas movedizas. Un paso en falso y lady Helen sabía que se hundiría, atrapada en el sofocante fango de intentar explicarle que esa conversación la heriría más de lo que ella podría soportar. Lady Helen suspiró y echó hacia atrás los hombros. Le dolía el cuello. La fría ventana había cubierto su frente de una película húmeda. Estaba muy cansada.
Al final del pasillo, la puerta del cuarto de su hermana estaba cerrada, y llamó un momento con la punta de los dedos antes de entrar. No se molestó en esperar a que Penélope respondiera a su llamada. Nueve días con su hermana le habían enseñado que no iba a hacerlo.
Las ventanas estaban cerradas contra la niebla y el aire, y una estufa eléctrica sumada al radiador dotaba al dormitorio de una atmósfera claustrofóbica. La gran cama de su hermana estaba colocada entre las ventanas cerradas, y Penélope, cuyo aspecto era macilento pese a la cálida luz que derramaba la lámpara de la mesilla, apretaba al bebé contra su pecho hinchado. Lady Helen pronunció su nombre, pero ella siguió con la cabeza apoyada en la cabecera, los ojos cerrados, los labios apretados en un rictus de dolor. Su cara estaba cubierta de sudor, que formaba riachuelos desde las sienes a la barbilla, resbalaba y formaba nuevos riachuelos sobre su pecho desnudo. Mientras lady Helen la contemplaba, una única lágrima, inusitadamente grande, resbaló por la mejilla de su hermana. No la secó. Ni siquiera abrió los ojos.
Lady Helen se sintió frustrada por su inutilidad, y no por primera vez. Había visto el estado de los pechos de su hermana, de pezones agrietados y sangrantes; la había oído gritar cuando exprimía la leche. Sin embargo, conocía a Penélope lo suficiente para saber que nada de lo que ella dijera conseguiría apartarla de su resolución. Daría de mamar a esta niña hasta el sexto mes, costara lo que costara. La maternidad se había convertido en un punto de honor, un propósito que no pensaba abandonar.
Lady Helen se acercó a la cama y miró al bebé. Reparó en que, por primera vez, Pen no lo abrazaba, sino que había acomodado a la niña sobre una almohada, a la cual se aferraba, apretando la cabeza del bebé contra el pecho. La niña chupaba. Pen siguió llorando en silencio.
No había salido del cuarto en todo el día. Ayer, había logrado permanecer diez inquietos minutos en la sala de estar, asediada por los gemelos, mientras lady Helen cambiaba las sábanas de su cama, pero hoy se había atrincherado tras la puerta cerrada, y solo se movía cuando lady Helen le llevaba la niña a las horas de mamar. A veces, leía. A veces, se sentaba en una silla junto a la ventana. Casi todo el rato lloraba.
Aunque el bebé tenía ya un mes, ni Pen ni su marido habían dado nombre a la niña, a la cual se referían como «la niña» o «ella». Era como si negarle el nombre dotara a su presencia de una cualidad menos permanente. Si carecía de nombre, no existía. Si no existía, no la habían creado. Si no la habían creado, no se veían obligados a examinar el hecho de que el amor, deseo o devoción que los había impulsado a darle vida daba la impresión de que ya no existía.
La niña cerró los puñitos y dejó de mamar. Una fina película amarilla de leche materna mojaba su barbilla. Pen emitió un quejido entrecortado y apartó la almohada de su pecho, y lady Helen depositó a la niña sobre su hombro.
– Oí la puerta.
La voz de Pen era débil y tensa. No abrió los ojos. Su cabello, oscuro como el de sus hijos, formaba una masa lacia aplastada contra el cráneo.
– ¿Harry?
– No, no. Era Tommy. Ha venido a Cambridge por un caso.
Los ojos de su hermana se abrieron.
– ¿Tommy Lynley? ¿Para qué vino?
Lady Helen palmeó la caliente espalda de Pen.
– A decir hola, supongo.
Se acercó a la ventana. Pen se removió en la cama. Lady Helen sabía que la estaba mirando.
– ¿Cómo supo dónde encontrarte?
– Yo se lo dije, por supuesto.
– ¿Por qué? No, no contestes. Querías que viniera, ¿verdad?
La pregunta vino acompañada de un tono acusador. Lady Helen se alejó de la ventana, donde la niebla estaba recubriendo el cristal como una monstruosa telaraña. Antes de que pudiera responder, su hermana continuó.
– No te culpo, Helen. Quieres salir de aquí. Quieres volver a Londres. ¿Y quién no?
– Eso no es verdad.
– A tu piso, a tu vida y al silencio. Oh, Dios mío, lo que más echo de menos es el silencio. Y estar sola. Y tener tiempo para mí. E intimidad. -Pen se puso a llorar. Buscó una caja de pañuelos de papel entre las cremas y las pomadas que invadían la mesilla de noche-. Lo siento. Soy un desastre. No sirvo para nada.
– No digas eso, por favor. Ya sabes que no es cierto.
– Mírame. Haz el favor de fijarte en mí, Helen. No sirvo para nada. Soy una máquina de hacer niños, pero ni siquiera soy una buena madre para mis hijos. Soy una ruina, un pingajo.
– Estás deprimida, Pen. Te das cuenta, ¿verdad? Ya te pasó cuando los gemelos nacieron, y si te acuerdas…
– ¡No es cierto! Estaba bien. Perfecta y completamente.
– Ya lo has olvidado. Como olvidarás esto.
Pen ladeó la cabeza. Un sollozo estremeció su cuerpo.
– Harry ha vuelto a quedarse en Emmanuel, ¿verdad? -Volvió su cara húmeda en dirección a su hermana-. Da igual. No contestes. Sé que es así.
Era lo más parecido a un acercamiento que Pen había hecho durante aquellos nueve días. Lady Helen aprovechó la ocasión y se sentó en el borde de la cama.
– ¿Qué está pasando aquí, Pen?
– Ya ha conseguido lo que deseaba. ¿Para qué quedarse a examinar los daños?
– ¿Qué ha conseguido…? No entiendo. ¿Hay otra mujer?
Pen lanzó una amarga carcajada, reprimió un sollozo y cambió de tema.
– Sabes muy bien por qué ha venido desde Londres, Helen. No finjas ingenuidad. Sabes lo que quiere, lo que pretende conseguir. Ese es el auténtico espíritu Lynley: cargar directamente hacia el objetivo.
Lady Helen no contestó. Dejó a la hija de Pen de espaldas sobre la cama y experimentó un sentimiento de ternura al ver sus pataleos y movimientos de manos. Rodeó los diminutos dedos con uno de los suyos y se agachó para besarla. Era un milagro: diez dedos en las manos, diez en los pies, uñas en miniatura.
– Ha venido por otros motivos que resolver un asesinato, y has de estar dispuesta a rechazarle.
– Todo eso pertenece al pasado.
– No seas idiota. -Su hermana se incorporó y la aferró por la muñeca-. Escúchame, Helen. Todo te va bien. No lo eches a perder por culpa de un hombre. Expúlsale de tu vida. Te desea. Su intención es poseerte. No se rendirá hasta que le hables con claridad. De modo que hazlo.
Lady Helen sonrió de una manera que confió que fuera agradable. Cubrió la mano de su hermana con la suya.
– Pen, cariño, no estamos interpretando Tess d'Urbervilles. Tommy no está empeñado en una persecución desesperada de mi virtud. Y, aun de ser así, temo que llega… -Lanzó una alegre carcajada-. Déjame recordar… Sí, llega unos quince años tarde. Se cumplirán, exactamente, en Nochebuena. ¿Quieres que te lo cuente?
– ¡No estoy bromeando! -saltó su hermana.
Lady Helen vio, con sorpresa e impotencia, que los ojos de Pen volvían a llenarse de lágrimas.
– Pen…
– ¡No! Vives en un mundo ficticio. Rosas, champán y sábanas de raso. Hermosos bebés traídos por la cigüeña, niños adorables sentados sobre la rodilla de mamá. Nada maloliente, desagradable, doloroso o repugnante. Bien, echa un vistazo a tu alrededor si tienes la intención de casarte.
– Tommy no ha venido a Cambridge para pedirme que me case con él.
– Echa un buen vistazo, Helen, porque la vida es una mierda. Es sucia y asquerosa. Es una forma de morir, pero tú no piensas en eso. No piensas en nada.
– No eres justa.
– Oh, me atrevería a decir que piensas en tirártelo. Esa es la esperanza que has abrigado cuando le has visto esta noche. No te culpo. ¿Cómo iba a hacerlo? Dicen que es muy bueno en la cama. Conozco en Londres a una docena de mujeres, como mínimo, que estarían muy contentas de dar fe. Haz lo que quieras. Tíratelo. Cásate con él. Solo confío en que no serás tan estúpida de pensar que será por siempre fiel a ti, a tu matrimonio, o a lo que sea.
– Solo somos amigos, Pen. Amigos y punto.
– Quizá solo quieras las casas, coches, criados y dinero. Y el título, por supuesto. No debemos olvidar ese pequeño detalle. Condesa de Asherton. Qué maravilloso partido. Al menos, una de nosotras conseguirá que papá se sienta orgulloso. -Se tendió de lado y apagó la luz de la mesita de noche-. Me voy a dormir. Acuesta a la niña.
– Pen.
– No. Me voy a dormir.
<a l:href="#_ftnref4">*</a> Ver de la misma autora, Pago sangriento, publicado en esta misma colección. (N. del E.)