175103.fb2 Por siempre jam?s - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

Por siempre jam?s - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

20

– ¿Qué le ha pasado en la nariz? -preguntó Pistillo.

Estábamos otra vez en su despacho. Cuadrados se había quedado en la antesala. Yo me senté en el sillón frente a la mesa de Pistillo y en esa ocasión advertí que el suyo estaba más alto que el mío, seguramente para conseguir un efecto intimidatorio. Claudia Fisher, la agente que había ido a Covenant House, estaba detrás de mí con los brazos cruzados.

– El otro era más fuerte -contesté.

– ¿Se ha peleado?

– Me caí -dije.

Pistillo no se lo creyó pero no hizo comentarios. Puso las manos sobre el escritorio.

– Queremos que nos lo cuente otra vez -dijo.

– ¿El qué?

– Cómo desapareció Sheila Rogers.

– ¿La han encontrado?

– Tenga paciencia, por favor -replicó tosiendo en el hueco de la mano-. ¿A qué hora salió de su apartamento Sheila Rogers?

– ¿Por qué?

– Señor Klein, haga el favor de ayudarnos.

– Creo que se marchó hacia las cinco de la mañana.

– ¿Está seguro?

– Creo -repetí-. He dicho «creo».

– ¿Por qué no está seguro?

– Estaba dormido. Me pareció oírla salir.

– ¿A las cinco?

– Sí.

– ¿Miró el reloj?

– ¿Lo dice en serio? Yo qué sé.

– ¿Cómo sabía, entonces, que eran las cinco?

– No sé, porque tengo un reloj interno. ¿Podemos pasar a otra cosa?

Asintió con la cabeza y se acomodó en el asiento.

– La señorita Rogers le dejó una nota, ¿correcto?

– Sí.

– ¿Dónde dejó la nota?

– ¿En qué sitio del apartamento, quiere decir?

– Sí.

– ¿Qué puede importar?

– Por favor -replicó con su mejor sonrisa paternalista.

– En la encimera de la cocina -dije-. Una encimera de fórmica, por si le sirve de algo.

– ¿Qué decía exactamente la nota?

– Eso es algo íntimo.

– Señor Klein…

Lancé un suspiro. No tenía por qué negarme.

– Decía que siempre me querría.

– ¿Y qué más?

– Nada más.

– ¿Sólo que siempre lo querría?

– Sí.

– ¿Conserva la nota?

– Sí.

– ¿Puedo verla?

– ¿Quiere decirme por qué estoy aquí?

Pistillo se reclinó en su sillón.

– Después de salir de casa de su padre, ¿fue con la señorita Rogers directamente a su apartamento?

– Pero ¿a qué viene esto? -repliqué sorprendido.

– Fueron al entierro de su madre, ¿correcto?

– Sí.

– Y luego usted y Sheila Rogers volvieron a su apartamento. Eso es lo que nos dijo, ¿no es así?

– Eso es lo que les dije.

– ¿Y es la verdad?

– Sí.

– ¿No se detuvieron por el camino?

– No.

– ¿Tiene testigos?

– ¿Testigos de que no nos detuvimos?

– De que volvieron al apartamento y estuvieron allí el resto del día.

– ¿Por qué tendría que haber testigos de eso?

– Por favor, señor Klein.

– No sé si alguien podrá atestiguarlo o no.

– ¿Hablaron con alguien?

– No.

– ¿Los vio algún vecino?

– No lo sé -contesté mirando por encima del hombro a Claudia Fisher-. ¿Por qué no indagan entre el vecindario? ¿No son ustedes célebres por sus métodos de indagación?

– ¿Por qué estaba Sheila Rogers en Nuevo México?

– No lo sabía -contesté sorprendido mirando a uno y otro.

– ¿No le dijo que iba allí?

– No sabía nada.

– ¿Y usted, señor Klein?

– Yo, ¿qué?

– ¿Conoce a alguien en Nuevo México?

– Ni siquiera sé cómo se va a Santa Fe.

– San José -corrigió Pistillo sonriente-. Tenemos una lista de las últimas llamadas que ha recibido.

– Qué bien.

– La tecnología moderna -comentó Pistillo encogiéndose imperceptiblemente de hombros.

– ¿Eso es legal? ¿Han grabado mis conversaciones?

– Tenemos un permiso judicial.

– Sí, claro. ¿Qué quieren saber?

Claudia Fisher hizo un movimiento por primera vez y me tendió una hoja de papel. Miré lo que parecía ser una fotocopia de una factura telefónica: había un número que no conocía subrayado en amarillo.

– Recibió en su domicilio una llamada desde un teléfono público de Paradise Hills, Nuevo México, la noche antes del entierro de su madre. ¿De quién era esa llamada? -inquirió aproximándose más.

Miré de nuevo el número realmente sorprendido. Habían llamado a las seis y cuarto de la tarde y era una conversación de ocho minutos. No sabía qué sucedía, pero no me gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Levanté la vista.

– ¿Debería tener un abogado?

Pistillo se quedó algo parado e intercambió una mirada con Claudia Fisher.

– Puede pedir un abogado -dijo con cierta prevención.

– Quiero que esté presente Cuadrados.

– Él no es abogado.

– No importa. No sé qué demonios sucede, pero no me gusta este interrogatorio. He venido porque creí que tenía algo de qué informarme y, por el contrario, me veo sometido a interrogatorio.

– ¿Interrogatorio? -replicó Pistillo abriendo las manos-. Estamos simplemente charlando.

Oí sonar un teléfono a mi espalda. Claudia Fisher cogió su móvil como si fuera un sheriff del Oeste y se lo acercó al oído, diciendo: «Fisher». Escuchó un minuto y cortó la comunicación sin despedirse. A continuación confirmó algo a Pistillo con una inclinación de cabeza.

– Estoy harto de esta situación -dije levantándome.

– Siéntese, señor Klein.

– Estoy harto de sus tonterías, Pistillo; estoy cansado de…

– Acabamos de recibir una llamada… -dijo muy serio.

– ¿Qué pasa con esa llamada?

– Siéntese, Will.

Se había dirigido a mí por mi nombre de pila. No me gustó oírlo. Me quedé de pie aguardando.

– Estábamos a la espera de la confirmación ocular -dijo.

– ¿De qué?

No me contestó.

– Hemos hecho venir en avión a los padres de Sheila desde Idaho y ellos lo han confirmado, aunque ya lo sabíamos por las huellas.

Su expresión se dulcificó y sentí que no me sostenían las piernas, mas conseguí permanecer erguido. Me miró apesadumbrado y yo comencé a asentir con la cabeza; pero sabía que no había modo de evitar el golpe.

– Lo siento, Will -dijo Pistillo-. Sheila Rogers ha muerto.