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– ¡Cuchulainn! ¡Está aquí! -gritó Brighid.
La Cazadora galopó hasta Elphame y se detuvo con un derrape. Cuchulainn, que iba detrás, saltó del caballo y se puso de rodillas junto a su hermana. Entonces, Elphame se vio rodeada por la luz de las antorchas, mientras la noche estallaba con caballos, jinetes y centauros.
– ¡El! ¡Oh, no! ¡Por favor, no!
Cuchulainn le tomó una mano, y la sintió fría como el mármol. Elphame estaba cubierta de sangre y tenía la cara muy pálida, y si no hubiera pestañeado y murmurado su nombre, él habría creído que estaba muerta.
Elphame pensó que su hermano parecía un niño, y quiso reconfortarlo, pero tenía mucho frío. Tenía la sensación de que todas sus fuerzas se habían ido con Lochlan, y hablar le costaba un gran esfuerzo.
– Cuchulainn, apártate -le dijo Brenna con calma, y con firmeza, y sin la timidez con la que se dirigía a él habitualmente.
Cu la miró sin entenderla.
– ¡Vamos, apártate! Tengo que ver a tu hermana.
Brenna le dio la orden con tanta energía que el guerrero obedeció sin pensar.
La Sanadora se arrodilló junto a Elphame.
– Traed antorchas, y algo con lo que taparla.
La luz hizo que Elphame tuviera que cerrar los ojos de dolor, pero fue un alivio sentir que tapaban su desnudez con varias capas. Era extraño que no hubiera pensado en lo poco que llevaba mientras Lochlan había estado allí.
– Elphame, ¿quién soy? -le preguntó la Sanadora.
– Brenna -susurró ella.
– ¿Y dónde estás?
– En el bosque… Me he caído por un barranco -dijo, e intentó señalarlo, pero el dolor del hombro la hizo gemir.
Brighid siguió el medio gesto de Elphame con la mirada, y portando su antorcha, desapareció por un lado del barranco.
Brenna palpó con delicadeza y rapidez el hombro herido de Elphame, su cabeza, y finalmente la herida llena de musgo del costado.
– Has hecho bien en rellenarla. Ya habías perdido demasiada sangre.
– Yo no… -iba a decir Elphame, pero su Sanadora la interrumpió.
– No hables. Tienes que reservar las fuerzas para el viaje de regreso. Bébete esto -le indicó. Y con suavidad, ayudó a Elphame a levantar la cabeza mientras le ponía el odre en los labios.
Elphame bebió con avidez. El vino tenía especias y era dulce y fresco, y ella sintió que su energía la llenaba. Pudo sonreírle a su hermano.
– Estoy bien, Cu -susurró.
– No -replicó Brenna-. Todavía no estás bien. Cuchulainn, necesito una tela para ponerle el brazo en cabestrillo, y otra para vendarle la herida del costado.
Cuchulainn se quitó la camisa y comenzó a rasgar el lino en vendas largas.
– Sólo quiere presumir de torso -dijo Elphame con la voz temblorosa, pero los hombres y centauros se echaron a reír, como Brenna. Cuchulainn intentó fruncir el ceño, pero sólo consiguió poner una expresión de felicidad, y Elphame temió que se echara a llorar.
– Acabas de tranquilizarme mucho en cuanto a la severidad de la herida de tu cabeza -dijo la Sanadora.
La sonrisa de Cuchulainn se hizo enorme.
– Había un jabalí muerto al fondo del barranco -dijo Brighid, que acababa de regresar-. Y creo que esto es tuyo -le entregó a Cuchulainn su daga, pero estaba observando a Elphame con una expresión de curiosidad y cautela.
– Por Epona, Elphame, ¿un jabalí? -preguntó Cuchulainn. Había recuperado algo de color, pero volvió a palidecer.
Brenna comenzó a atar con cuidado las tiras de lino a la cintura de Elphame, y la salvó de tener que responder. Cerró los ojos y apretó los dientes para soportar el dolor, e intentó concentrarse. Lochlan. No había sido una aparición, puesto que ella le había visto matar al jabalí, el mismo jabalí que había encontrado Brighid. Él la había sacado del barranco, le había taponado la herida y la había cubierto con su ala para darle calor. ¿No debería decirles que la había salvado?
Él había dicho que su padre era un Fomorian.
«Sólo verían al Fomorian, y no al hombre».
Aquello no era posible. Los Fomorians habían sido derrotados y expulsados de Partholon más de un siglo antes. Las razas diferentes de Partholon se habían unido para asegurar que la horda de demonios fuera erradicada y que nunca volviera a amenazar a las gentes de Partholon, en particular a sus mujeres. Intentó apartarse de la cabeza las historias de violaciones y destrucción que había estudiado. El ser que acababa de salvarle la vida no podía ser un Fomorian. No tenía sentido.
Sin embargo, ella le había visto las alas. Él la había cubierto con su calor. Claramente, había sucedido lo imposible.
– Ya está -dijo Brenna, cuando hubo asegurado el brazo de Elphame a su pecho con el cabestrillo. Mientras terminaba había empezado a caer una fina llovizna-. Esto es todo lo que puedo hacer aquí. Debemos llevarla al castillo.
– Elphame.
Abrió los ojos y vio a su hermano arrodillado a su lado. Le sonrió, intentando calmar la angustia que veía en sus ojos.
– El -dijo él, y extendió ambas manos sobre su cara para protegerla de la lluvia-. Sé que va a ser muy duro para ti, pero tendrás que montar para volver al castillo.
Brighid se acercó a Cuchulainn.
– Yo la llevaré -dijo.
– No puede montar sola -dijo Cu-. Tendrá que ir conmigo.
– Entonces te llevaré a ti también. De todos modos, estarías demasiado ocupado sujetándola como para poder dirigir a ese caballo tuyo -respondió Brighid-. Y yo no daré un paso brusco que le cause dolor.
Cuchulainn se quedó mirando atónito a la Cazadora.
– ¿Puedes llevarnos a los dos?
– Con facilidad, sí.
La lluvia comenzó a intensificarse entre los árboles.
– Quiero sacarla de aquí ahora mismo -dijo Brenna-. Y no debe dormir, así que habla con ella, Cuchulainn.
Él asintió con tirantez, y después comenzó a repartir órdenes.
– Angus, Brendan, levantadla y dádmela -dijo. Se puso en pie y montó en el lomo de la Cazadora-. ¡Con cuidado! -les espetó al oír que su hermana gemía de dolor cuando comenzaban a levantarla.
Elphame intentó ayudar a los hombres, pero se le había puesto la visión borrosa, y cada vez que se movía, la herida del costado le dolía insoportablemente. Sintió los brazos fuertes de Cuchulainn a su alrededor mientras montaba a horcajadas sobre la Cazadora.
– ¿Listos? -preguntó él.
– Sí.
Cuchulainn agarró con fuerza a Elphame y la Cazadora comenzó a trotar suavemente. En algún rincón de su mente, Elphame pensó que le hubiera gustado disfrutar de la novedad de montar sobre un centauro. En vez de eso, estaba viviendo una pesadilla. A cada paso que daba Brighid, el dolor descargaba en su cuerpo, y su estómago daba un vuelco. Notaba una humedad en el costado, y sabía que estaba sangrando a través del musgo. Se desplomó contra su hermano.
– No falta mucho. Yo te sujeto -le decía Cuchulainn, susurrándole una letanía de ánimos-. Háblame, El. Cuéntame lo magnífico que será el Castillo de MacCallan cuando terminemos de reconstruirlo.
Las respuestas de su hermana a las preguntas constantes de Cuchulainn fueron vagas. Algunas veces describían habitaciones que él reconocía como las estancias en las que habían crecido, y otras no tenían sentido en absoluto. Mientras seguían avanzando comenzó a llover con fuerza. Las antorchas de los jinetes se apagaron, y Cuchulainn agradeció los fogonazos brillantes de los relámpagos, que ayudaban a iluminar el camino. La decisión de Brighid de llevarlos a los dos había sido muy inteligente. Si él hubiera estado montando su caballo, no habría podido controlarlo a través de aquella tormenta al tiempo que sujetaba a su hermana.
La Cazadora pronto sacó ventaja al resto del grupo, incluso a los centauros que se habían ofrecido a acompañarlos durante la búsqueda. Su determinación y su resistencia eran impresionantes. Cuchulainn tuvo que admitir que había juzgado mal a la Cazadora. Sin su ayuda nunca habrían encontrado a Elphame con tanta rapidez.
¡Ojalá él hubiera reaccionado de la misma manera cuando había tenido la primera premonición de que ocurría algo malo con Elphame! Pero había ignorado el presentimiento porque provenía del reino de los espíritus, la parte de su vida que intentaba reprimir e ignorar. Bien, pues en aquella ocasión, el reino de los espíritus no se había dejado ignorar. Aquello le producía un gusto amargo en la boca, y Cuchulainn se dio cuenta de que era en parte odio hacia sí mismo y en parte miedo.
Cuchulainn agarró con fuerza a Elphame. Ahora sabía qué era lo que le había estado angustiando desde que habían comenzado su viaje hacia el Castillo de MacCallan, cuál era la amenaza sin nombre que se cernía sobre su hermana. No era un amante desleal ni una antigua maldición. Era algo totalmente mundano, un accidente, y él estaba demasiado ocupado imaginándose fantasmas como para preverlo.
Brighid fue aminorando el paso, y Cuchulainn vio las murallas oscuras del castillo materializadas ante ellos.
– Llévala a la cocina. Allí es donde han hecho la mayor parte del trabajo -le dijo a la Cazadora, gritando para hacerse oír por encima del estruendo de la tormenta.
Brighid asintió y se dirigió hacia el Gran Salón. Allí se detuvo, finalmente. Giró la cintura hacia atrás y dijo rápidamente:
– La cocina va a estar muy oscura. Esperadme aquí mientras voy a recoger las antorchas de las carretas.
Brighid le ayudó a bajar a Elphame al suelo, y Cuchulainn sujetó cuidadosamente la cabeza de su hermana en el regazo.
– Vendré enseguida -dijo Brighid, y miró por última vez a Elphame con preocupación, antes de salir apresuradamente del salón.
– Es mejor estar quieta -dijo Elphame débilmente.
– Brenna llegará enseguida -le aseguró Cuchulainn.
– ¿Cómo sabías que tenías que venir a buscarme, Cuchulainn?
– Me sentía muy inquieto por ti.
Elphame sonrió débilmente.
– Llevas inquieto por mí desde que llegamos. ¿Qué fue lo que te empujó a venir a buscarme?
– No iba a hacerlo. Me dije que eran todo imaginaciones mías. Entonces vi llegar la tormenta y me preocupe, así que pensé en ir a recogerte y desafiarte a una carrera con mi caballo hasta Loth Tor, porque como ya habías estado corriendo, tal vez tendría posibilidades de ganarte.
Él vio que ella sonreía, y le devolvió la sonrisa.
– Así que estaba esperando en la entrada del castillo cuando oí un ruido que provenía del interior. Y, al igual que mi inquietud, me fue imposible pasarlo por alto.
– ¿Por qué?
– Porque me estaban llamando a gritos -dijo Cu, al recordar la voz grave que reverberaba por los muros del castillo-. El, tengo que decirte que los rumores sobre tu castillo son ciertos, en parte. Tal vez no esté maldito, pero te prometo que está encantado.
El siguiente relámpago iluminó los sorprendidos ojos de Elphame.
– ¿El MacCallan también ha hablado contigo?
Cuchulainn frunció el ceño.
– ¿Me estás diciendo que se te ha aparecido y no me lo habías contado? -le preguntó con incredulidad a su hermana.
– Bueno, yo… Sé que te disgusta mucho todo lo que tenga que ver con el reino de los espíritus.
– ¡Que me disgusta! -exclamó él. Al ver que su hermana se estremecía de dolor por su respingo, cerró los ojos y respiró profundamente-. El -dijo-, no se trata sólo de que me disguste lo espiritual. Piensa en todo lo que ha ocurrido desde que llegamos. Tú nunca habías sentido el roce de la magia de Epona, y de repente, te has convertido en un conducto vivo de ella. Aquí hay fuerzas que no entendemos, El.
Elphame hizo un gesto débil con la mano e intentó negar con la cabeza, pero el movimiento terminó en un gesto de dolor.
– Shhh -dijo su hermano-. No quería disgustarte. No estoy enfadado contigo.
– Lo sé, Cu -susurró Elphame, e intentó ordenar las ideas-. Pero debes recordar que para mí las cosas son distintas. Yo no temo al reino de los espíritus. Y tú no pensarás que El MacCallan o Epona desean nuestro mal.
– Claro que no. Pero quiero que recuerdes que, de igual modo que existe el bien, el mal también existe. Y el mal en el reino de los espíritus no puede vencerse con la fuerza de las armas.
– No -dijo ella-. Debe vencerse con honor, verdad y fuerza de voluntad.
– Debes prometerme que me contarás más de tus visitas espirituales. Sobre todo, si tienen algo que ver con nuestros antepasados.
– Te lo prometo -respondió Elphame-. A propósito, ¿te has dado cuenta de lo mucho que te pareces a El MacCallan?
Cuchulainn soltó un resoplido.
– ¡Por favor! Yo no me parezco a ese viejo fantasma sarcástico.
– ¿Qué te dijo?
– Voy a ver si lo recuerdo correctamente… Sí, me dijo algo como «Cuchulainn, ¿acaso no eres nada más que un montón de músculos sin cerebro? ¡Ve a buscar a tu hermana, la chica te necesita!» -rugió, imitando excelentemente la voz ronca del espíritu.
Elphame estaba entre risitas y gestos de dolor cuando Brighid y el resto del grupo entraron al Gran Salón. Brenna desmontó y se acercó a Elphame, y frunció el ceño con severidad mirando a Cuchulainn.
– Te dije que le hablaras, no que la pusieras histérica.
Lochlan vigiló, bajo el aguacero, para asegurarse de que Elphame llegaba al castillo a salvo. Ellos desaparecieron en el interior de las murallas, y pronto, el resto del grupo se les unió. Lochlan continuó vigilando durante toda aquella noche, y sólo volvió a dormir a su refugio cuando Elphame salió del castillo, al día siguiente, apoyándose pesadamente en su hermano para caminar, con rigidez, hacia la tienda que los trabajadores habían montado rápidamente para ella en cuanto había empezado a amanecer.
Lochlan sonrió. Él sabía que Elphame no aceptaría retirarse al pueblo para recibir cuidados como si fuera una flor delicada. Se sorprendió un poco al verla salir del castillo, pero seguramente era un compromiso que había alcanzado con su hermano. La mirada aguda de Lochlan se fijó en la expresión severa de Cuchulainn. Sí, el guerrero preferiría que ella se recuperara en el pueblo. ¿Acaso no entendía que ella obtenía fuerza de las piedras del castillo?
Sabía que no debía juzgar con dureza a su hermano, puesto que Cuchulainn quería mucho a Elphame, y sólo deseaba ahorrarle dolor, igual que él. Ojalá los dos pudieran ser aliados…
Lejos, al norte, Keir elevó la cabeza pálida y olfateó el aire. Sin embargo, el gesto era innecesario. No era un rastro físico lo que detectaba, sino algo espiritual, un retazo de lo que permanecía desenrollado a sus pies.
– Sí -dijo con triunfo-. Lochlan partió desde aquí.
Las alas de Fallon, que estaba a su lado, se movieron de nerviosismo mientras miraba el camino estrecho y escondido que llevaba a lo más profundo de las montañas.
– ¿Estás seguro? -le preguntó, casi sin poder creerlo-. Hemos buscado antes en esta zona y no encontramos nada de él.
– Lleva demasiado tiempo lejos, y se ha descuidado. He dicho muchas veces que su obsesión lo debilita, y esto es una prueba de ello. Ha relajado su pensamiento y yo vuelvo a sentirlo. Si pudieras concentrarte, tú también lo sentirías -le dijo Keir a Fallon, en tono de recriminación.
Fallon no se amedrentó. Eso sólo serviría para enfurecerlo, y la ira de Keir estaba ya lo suficientemente cerca de la superficie sin necesidad de atraerla. Fallon sentía la locura de Keir. Sentía cómo esperaba que su compañero se rindiera a ella, que dejara de luchar por su humanidad y se dejara abrazar por la herencia oscura que les habían dejado sus demoníacos padres en la sangre. Desde que Lochlan se había marchado, Keir se había hecho más y más salvaje. Parecía que Lochlan se había llevado consigo una parte de la condición humana de su compañero. Otro motivo más para encontrarlo, y para encontrar a la diosa ungulada de sus sueños…
Fallon cerró los ojos e ignoró el dolor insistente que le atravesaba la mente mientras contenía una punzada de ira. Lochlan debería haberles permitido que lo acompañaran. Su búsqueda era demasiado importante. Un solo error y todos quedarían condenados a la locura. Keir tenía razón: Lochlan se había dejado obsesionar por sus sueños, y no podían confiar en él por completo. Con un esfuerzo enorme, lo recordó, y vio sus ojos grises, que brillaban de buen humor y paciencia, y de comprensión, y lo sintió. Un pequeño tirón hacia delante. Abrió los ojos y sonrió a su compañero.
– ¡Lo he sentido!
Keir se relajó, y la oscuridad de su mirada se aclaró. Asintió con satisfacción.
– Vamos a decírselo a los otros.