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Capítulo 20

Elphame se puso una mano sobre el costado y respiró profundamente. Como siempre, Brenna tenía razón. Subir aquellas escaleras empinadas y retorcidas requería un esfuerzo demasiado grande para aquella noche, pero no había podido resistir la tentación de subir a la famosa Torre de la Jefa del Clan. Su torre. La verdad era que, aparte de la falta de aliento y de los dolores, se sentía muy bien. Cansada, sí, y tal vez un poco llena debido a la cena, pero maravillosamente.

Se había dado un buen baño y había comido jabalí asado con todos los demás, en mesas largas y anchas, grandes para acomodar a centauros y humanos, en el Gran Salón. Todavía no había cristales en las ventanas, y las paredes seguían ennegrecidas por el humo del fuego, y no habían colgado tapices para adornar la estancia, pero la atmósfera de camaradería era palpable. Brenna y Brighid se habían sentado a un lado de Elphame, y Cuchulainn y Danann al otro. Rodeada por ellos, y con su clan charlando ruidosamente a su alrededor, le había resultado fácil olvidar los dolores de su cuerpo… al contrario que a Lochlan.

Si miraba al vacío de vez en cuando y perdía el hilo de la conversación, nadie le dio importancia. La MacCallan estaba fuerte y se estaba curando, y acababa de superar unas graves heridas. Nunca habrían imaginado adónde vagaban sus pensamientos.

Después de la cena, Brenna se empeñó en que se retirara a su habitación a descansar, y ella obedeció, entre saludos y buenos deseos de todo el mundo. Sin embargo, aunque su dormitorio fuera muy cómodo y ella estuviera muy cansada, Elphame no habría podido conciliar el sueño, así que decidió subir a la torre.

Antes de que la escalera terminara, sintió la caricia de la brisa nocturna y el olor de la madera recién cortada con la que habían arreglado el tejado. Olía a bosque, al bosque en el que vigilaba y esperaba su amante. Inhaló profundamente, y al instante percibió una esencia que le recordó a Lochlan.

Emergió a la Torre de la Jefa del Clan desde el suelo, y se dio cuenta de que era más grande de lo que parecía desde abajo. Era perfectamente redonda, y las ventanas eran hendiduras de suelo a techo, espaciadas rítmicamente alrededor de la circunferencia. En las paredes había antorchas, y una gran chimenea, pero ninguna de ellas estaba encendida. La luna creciente proporcionaba una luz pálida y débil a la torre, y Elphame giró lentamente para acostumbrar la visión a la penumbra. Una de las ventanas era más amplia que las demás, y se acercó a ella.

Entonces, se dio cuenta de que no era una ventana, sino que daba a un pequeño balcón. Elphame salió y absorbió la vista. Aquel balcón estaba orientado hacia el este, hacia el bosque. Desde aquel punto observó el interminable mar de pinos, cuyas ramas se movían al viento. Las sombras aumentaban y disminuían bajo sus ojos, y Elphame los entrecerró. ¿Era aquello la forma de un ala que se mecía con la brisa?

Imposible.

Suspiró, y deslizó la vista por el castillo, bajo ella. A través de los agujeros del tejado que todavía no se habían reparado se filtraba la música y la luz. Sin embargo, Elphame se dio cuenta de que su clan ya había empezado a retirarse. Algunos grupos de gente y centauros salían del castillo y se dirigían hacia las tiendas. Cuchulainn le había dicho que en dos ciclos más de luna ya habrían arreglado habitaciones suficientes como para que todos pudieran dormir dentro del castillo. Aquello agradaba a Elphame. Quería que su gente estuviera dentro de las murallas. Apoyó el brazo en la balaustrada y sintió un suave cosquilleo de calor en la piel, cuando el espíritu del castillo reconoció su presencia. El Castillo de MacCallan reflejaba sus sentimientos. Ansiaba vivir de nuevo.

De repente, un movimiento captó su atención. Elphame vio a una figura saliendo del castillo, y reconoció a Brenna. La pequeña Sanadora se quedó inmóvil, como si necesitara recuperar el aliento, y después se apoyó contra la muralla. Con la espalda encorvada, se tapó la cara con las manos. Incluso desde aquella distancia, Elphame se dio cuenta de que los sollozos le agitaban los hombros.

Elphame frunció el ceño de preocupación. ¿Qué le ocurría a Brenna?

Apenas se había formulado la pregunta cuando sintió un calor intenso en el brazo que tenía apoyado en la balaustrada, y su mente conectó de repente con la piedra del castillo, como había conectado antes con la columna central. «¿Qué le ocurre a Brenna?». La pregunta se deslizó por todo el esqueleto del castillo y Elphame jadeó. Vio un reflejo dorado, como un hilo que se estiraba desde su cuerpo a través de la roca y que llegaba directamente al lugar donde la pequeña Sanadora estaba apoyada.

«Desesperanza… Soledad… Anhelos…».

Aquellos retazos de emociones desgarradoras volvieron por el hilo y bombardearon a Elphame. Estaba claro que alguien había hecho daño a Brenna, y Elphame se puso furiosa al ver cómo los sollozos agitaban a su amiga. Cuando Elphame había salido del Gran Salón, Brighid estaba charlando animadamente con la Sanadora. ¿Qué había ocurrido? ¿Quién le había hecho tanto daño en tan poco tiempo? ¡Por Epona! ¿Y dónde estaba su hermano cuando alguien estaba hiriendo a Brenna?

La ira de Elphame se transmitió a la piedra, y se puso el hilo dorado de color rojo.

Brenna alzó la cabeza de repente. Dejó de sollozar y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Entonces, irguió la espalda y comenzó a caminar hacia las tiendas.

Justo cuando desapareció entre las sombras, un hombre salió del castillo, y Elphame reconoció al instante la figura de su hermano. Cuchulainn se detuvo y miró hacia las espesas sombras que rodeaban el castillo. Entonces, Elphame oyó el eco de la maldición que profirió al darse cuenta de que las sombras estaban vacías. Cuchulainn volvió a maldecir y se marchó hacia las tiendas.

«No podemos elegir a quién amamos. Sería más fácil que pudiéramos, pero no podemos».

Aquella voz espectral estaba a su lado, profunda y un poco ronca, con su acento particular. Elphame dio dos pasos hacia atrás, sobresaltada, y tuvo que agarrarse el costado, porque el brusco movimiento le causó dolor.

«Ten cuidado con esa herida, chica. Todavía no te has curado del todo».

– ¡La herida no importa! -respondió Elphame-. Me has dado un susto de muerte. Casi me caigo de la torre.

Él se rió.

«No quería asustarte, pero tu hermano me ha distraído», dijo el espíritu, y señaló hacia abajo con la barbilla. «Con esa cabeza tan dura, ese chico se va a dar un buen golpe». El espíritu se encogió de hombros. Aquel gesto era tan parecido al de su hermano que a Elphame se le cortó la respiración. «Pero no podemos hacer nada. El amor nos vuelve idiotas a todos. Aunque me preocupa la pequeña Sanadora. Si no es capaz de confiar, no podrá amar. ¿Tú que piensas, muchacha?».

Elphame pestañeó con desconcierto.

«¿No sabes responder? No me digas que eres tan borrica como tu hermano».

– Mi hermano no es borrico -dijo ella-. Es obstinado y leal. Y si recuerdo bien la historia que estudié, son rasgos que comparte contigo.

El MacCallan se echó a reír con ganas.

«Sí, muchacha, lo recuerdas bien».

Elphame intentó relajarse al oír sus carcajadas. Él se apoyó contra la balaustrada.

«Pero no has respondido a mi pregunta».

– Eso ya lo sé. Recuerda que estás hablando con una Jefa de Clan, y a nosotros no nos gusta que nos hagan preguntas con superioridad.

El viejo espíritu movió la cabeza.

«Tienes razón al recordármelo, chica. Tu valor es una de las cosas que más me gustan de ti. Permíteme que reformule la pregunta. Como Jefa de Clan, ¿apruebas la unión de tu hermano y la Sanadora?».

– Sí, creo que harían una buena pareja.

El MacCallan asintió.

«A mí también me lo parece. Pero eso no es todo lo que quería preguntarte».

– ¿Y qué más quieres saber?

«Quiero saber si crees que el amor puede vivir sin la confianza. Y antes de que te enfades, has de saber que no es una pregunta vana, muchacha. Es una pregunta que todos los Jefes de clan deben hacerse».

Elphame lo miró fijamente. ¿Cuánto sabía aquel espíritu? ¿Estaba su existencia ceñida tan sólo al castillo, o también a los bosques? ¿Sabría lo de Lochlan? Ella se sintió preocupada. Sin embargo, ¿qué podía hacer si El MacCallan lo sabía? Ya se lo estaba ocultando a su hermano y a su clan. No podía ocultárselo también al reino de los espíritus.

– Tengo poca experiencia con el amor, pero me conozco. No creo que pudiera amar a alguien sin confiar en él.

«Ésa es una respuesta sabia, muchacha. Y me recuerdas a tu bisabuela. Conserva esa sabiduría. Concede tu amor con tanto cuidado como tu confianza, y serás una líder fuerte, además de una compañera fiel».

– Pero ¿cómo puedo saberlo? ¿Cómo puedo saber si es sabio confiar cuando el amor, y el deseo, se mezclan? Siempre he sabido juzgar el carácter de la gente, pero mi corazón nunca había estado involucrado. ¿Acaso el corazón no es capaz de complicarlo todo?

«Ah, claro que sí. Sin embargo, ¿cómo sabías que tenías que venir a restaurar el Castillo de MacCallan?».

– Tenía el presentimiento de que era lo correcto -dijo ella-. No… Era algo más que eso. No se me quitaba la idea de la cabeza. Desde que tengo uso de razón me intrigaban las historias del Castillo de MacCallan. Era como si me llamara, hasta que no fui capaz de encontrar la paz en ningún otro sitio.

El MacCallan asintió.

«El amor es muy parecido a eso. Cuando no puedas encontrar la paz si no es a su lado, lo sabrás».

– Entonces, ¿estás diciendo que debo confiar en mi corazón?

«En tu corazón no, muchacha. No seas tonta. Tu corazón no te guió para que te convirtieras en La MacCallan. Eso estaba en tu sangre, en tu alma. Escucha a tu alma, no a algo tan veleidoso como el corazón».

Elphame suspiró. Realmente, cualquiera hubiera pensado que hablar con el espíritu de un antepasado sería una experiencia esclarecedora. Sin embargo, no era así. ¿Que debía escuchar a su alma y a su sangre? Elphame no tenía ni idea de lo que significaba eso.

«Me agrada que lleves mi regalo», dijo el espíritu, y con su dedo transparente, señaló el broche con el que Elphame se había sujetado la túnica sobre el pecho.

Ella acarició el broche ligeramente.

– Para mí es muy importante que me lo dieras -dijo. Entonces, el recuerdo de su muerte le cruzó la mente-. Pero preferiría no haber presenciado tu muerte. Fue… Fue horrible. Sé que estás muerto, pero verte morir fue muy duro.

El MacCallan la miró a los ojos.

«Si no es duro, no merece la pena».

Elphame dio un respingo al oír aquello. ¿Por qué pronunciaba aquel espíritu unas palabras tan parecidas a las que le había dicho una criatura que, en parte, era Fomorian? Una criatura… Su corazón se rebeló a que su mente lo etiquetara así.

«Estás cansada, muchacha. Te dejaré descansar. Y no pienses que voy a estar espiándote. El castillo y el clan te pertenecen ahora».

– Pero no te vas a ir para siempre, ¿no? -le preguntó Elphame, mientras su espectro comenzaba a desvanecerse.

«No, chica. Estaré aquí cuando me necesites…».

Lenta y cuidadosamente, Elphame bajó las escaleras de caracol. El MacCallan tenía razón. Estaba exhausta. Afortunadamente, el esfuerzo de bajar de la Torre de la Jefa del Clan funcionó como una de las infames tisanas de Brenna. Cuando Elphame se tendió sobre la cama, se deslizó rápidamente en la inconsciencia.