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Cuchulainn no tenía idea de cómo había podido suceder. Todo iba tan bien… Algunas veces, Brenna estaba tan relajada con él casi como con su hermana. Y él había hecho un esfuerzo muy grande para conseguirlo. Se frotó la nuca rígida y tomó un trago del odre de vino. Después, jugueteó con inquietud con los pequeños botes de hierbas y de infusiones que había sobre la mesa. Brenna los había dejado allí. Debía de haberlos olvidado con las prisas cuando habían llevado las cosas de Elphame de aquella tienda al nuevo dormitorio del castillo. Cuchulainn había intentado que Brenna se quedara con la tienda, pero ella se había empeñado en que la ocupara él.
– A ella le gusta su tienda -gruñó Cuchulainn-. Le gusta porque está al borde del campamento, bien alejada de las demás. Solitaria.
En su opinión, Brenna pasaba demasiado tiempo al borde de la vida, a menos que alguien estuviera enfermo o herido, claro. Entonces entraba de lleno en la batalla, y pasaba de ser una doncella tímida e insegura a ser alguien que podía comandar un ejército con una sola mirada.
O por lo menos, el corazón de un guerrero.
Cuchulainn exhaló un suspiro de frustración. Nunca le había resultado tan difícil. Si deseaba a una mujer, ella acudía a él. Sólo tenía que sonreír, flirtear, bromear un poco o engatusarla. Después, iban a él voluntariamente. Pero Brenna no. Él siempre había sabido que con ella las cosas serían distintas, porque ella era diferente. Su inocencia lo cautivaba. No podía dejar de pensar en ella.
Cuchulainn tomó otro trago de vino.
Así que había tenido mucho cuidado con ella, la había persuadido con delicadeza, como si fuera un pájaro tímido al que quería atraer hacia su mano. La respuesta de Brenna había sido frustrante, desconcertante. Cuanta más atención le dedicaba, más se alejaba ella, pero cuando él no estaba intentando atraerla, cuando estaban trabajando para arreglar la habitación de Elphame, o cuando tuvo que ir a buscarla por el accidente del trabajador, por ejemplo, ella hablaba con facilidad con él. Era durante aquellos momentos cuando Brenna se olvidaba de quién era él, y cuando podía relajarse.
Aquella idea no era muy halagadora.
Trató de entenderla. Sabía que tenía reticencias a estar con los demás, sobre todo con los hombres, y que era a causa de su herida. Como le había dicho Elphame, sus cicatrices eran extensas, y le llegaban hasta su alma. Sin embargo, a Cuchulainn cada vez le resultaba más difícil recordarlo.
– He dejado de ver esas malditas cicatrices -dijo. Hablaba arrastrando las palabras, pero no le importaba. Estaba solo. Igual que ella estaba sola-. ¿Cómo voy a poder decírselo si no me deja acercarme a ella?
¿Cómo podía decirle que, para él, su cara era sólo una parte de ella? ¿Que las cicatrices eran como sus ojos y su pelo y el resto de su cuerpo? ¿Que eran ella?
– Por Epona, no sé cómo hacerlo.
Aquella noche había sido el ejemplo perfecto de su ineptitud. Él creía que todo iba bien. Brenna le había sorprendido al acceder a sentarse a su lado en la mesa principal, con todos los demás, y él pensaba que era un movimiento claro en la dirección adecuada. Al echar la vista atrás, Cuchulainn pensaba que Brenna sólo había accedido a situarse en la mesa principal, a la vista de todo el mundo, para tener cerca a su paciente y poder vigilarla, y que no había tenido nada que ver con él, pero el juramento de Elphame ante su nuevo clan y la euforia de la noche lo habían llenado de optimismo ciego.
Y también, admitió que lo había llenado de demasiado vino.
Después de que su hermana se retirara había comenzado la música. Uno de los trabajadores había sacado un tambor, y cuando se le unieron otros músicos, todo el mundo prorrumpió en gritos de aprobación y comenzó a apartar las mesas y a formar parejas para el baile. Cuchulainn se sintió efervescente. Sólo podía pensar en lo mucho que deseaba bailar con Brenna. Ella se estaba riendo alegremente de algo que acababa de decirle la Cazadora, cuando él se acercó y, con una reverencia muy galante, le pidió que le hiciera el honor de concederle un baile.
Cuchulainn se dio cuenta de que Brenna palidecía, y que, con un gesto que él estaba empezando a detestar, agachaba la cabeza y se escondía tras su melena negra.
– No, no sé bailar.
Cuchulainn oyó su voz, que se había convertido en el susurro trémulo con el que se dirigía a él habitualmente. Al oírlo de nuevo, se sintió muy enfadado de repente.
– ¿Que no sabes bailar? ¿Una mujer que sabe suturar una herida, colocar un brazo roto y traer a un niño al mundo no sabe bailar?
Él no quería que su voz sonara tan sarcástica, de verdad.
Brenna alzó los ojos y, a través del velo de su cabello, Cuchulainn captó un brillo de ira en ellos. Entonces, pensó que cualquier emoción era mejor que su retirada.
– Las habilidades que mencionas las he podido practicar. Nunca he tenido oportunidad de aprender a bailar.
– Ahora la tienes.
Cuchulainn se encogió al recordar la arrogancia con la que le había tendido la mano. Habría apostado que ella iba a aceptar. Ni siquiera se había dado cuenta de que la gente que estaba cerca de ellos se había quedado callada para presenciar la conversación. Brenna había mirado a su alrededor como buscando una escapatoria, y él apretó los dientes al recordarlo. Su petulancia masculina la había convertido en el centro de atención.
– No… Yo… no -murmuró ella.
– Sólo es un baile, Brenna. No te estoy pidiendo que seas mi compañera para toda la vida -dijo él con una risa, aunque se odió a sí mismo en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras.
– No… Yo nunca habría pensado algo así…
– Sé cuál es el problema -intervino entonces Brighid, y terminó con la vacilación de Brenna-. Cuchulainn nunca ha oído la palabra «no» en los labios de una mujer. Evidentemente, no conoce su significado.
El grupo que los estaba escuchando se echó a reír. Entonces, Wynne se acercó con un paso alegre, con una invitación abierta, moviendo su melena rojiza, y puso la mano en la que Cuchulainn todavía tenía tendida hacia Brenna.
– La Sanadora tiene razón, Cuchulainn. Tal vez debas elegir a una muchacha que tenga las habilidades que tú requieres y que no te diga que no -dijo seductoramente.
Entonces, los demás se rieron y comenzaron a animar ruidosamente a Cuchulainn mientras ella lo arrastraba hacia la zona del baile y comenzaba a moverse sensualmente al ritmo de la música. Cu la siguió con facilidad, repitiendo sus movimientos con la misma gracia. Wynne danzó, jugueteó, prometió, todo al ritmo del tambor. Frotó su cuerpo exuberante contra el de Cuchulainn y, a través de la nebulosa del vino, él percibió su olor. Olía a pan recién hecho y a especias y a mujer, pero en vez de atraerlo, como habría sido normal, su olor sólo le recordó todo lo que faltaba en ella. No olía a hierba recién cortada y a lluvia. No era Brenna.
Sin dejar de bailar, Cuchulainn se volvió hacia la mesa. Brighid seguía allí, rígida, y por un segundo, sus miradas se cruzaron. Después, con una expresión de disgusto, la Cazadora le dio la espalda. El asiento que había junto a ella había quedado vacío.
En aquel momento, Cuchulainn comenzó a sentir un nudo de angustia en el estómago. Se excusó con Wynne y se alejó. Tenía que encontrar a Brenna, y no la vio por el Gran Salón, ni tampoco la halló en el patio principal. Interrumpió a una pareja que se abrazaba apoyada en la columna central, y ellos le dijeron que la Sanadora había salido corriendo del castillo unos minutos antes que él.
Intentó alcanzarla antes de que ella llegara a su tienda, pero era demasiado tarde. Recordó que se había acercado a la tienda de Brenna y que había visto su pequeña silueta pasando por delante de la única vela que tenía encendida. Si hubiera sido cualquier otra mujer, él habría entrado en la tienda, le habría pedido perdón y le habría explicado que era un idiota borracho de amor y de deseo. Después le habría hecho el amor.
Pero Brenna no era cualquier otra mujer.
Así pues, Cuchulainn se retiró a su tienda para emborracharse lentamente hasta el olvido.
– Tenía razón en una cosa. Soy un idiota borracho.
Fue lo último que pensó antes de sumirse en el sueño. Al día siguiente iba a hacerse perdonar por ella, aunque no tenía ni idea de cómo conseguirlo.
Antes de dormir, Brenna siempre hablaba con Epona. No lo consideraba rezar. Ella no le hacía peticiones a la diosa, sino que hablaba con ella como si fuera una vieja amiga suya. Y, en realidad, Brenna llevaba tanto tiempo hablando con Epona que así era como pensaba de la diosa. Sus conversaciones con Epona habían comenzado después del accidente. Brenna sabía que no podía hacerse nada con respecto a sus heridas; de hecho, la joven Brenna de diez años pensaba que iba a morir. Tenía un dolor tan intenso, y había durado tanto tiempo, que nunca pensó en pedirle a Epona que la salvara. No quería la salvación, sólo quería el alivio. En vez de rogarle a Epona que la curara, Brenna se había pasado horas hablándole a la diosa. Pensaba que pronto iba a encontrarla en el reino de los espíritus. Ni siquiera después de sorprender a todo el mundo, incluso a sí misma, sobreviviendo, pudo dejar de hablar con la diosa. Se había convertido en un hábito que calmaba su mente y su cuerpo.
Aquella noche necesitaba calma.
Le temblaban las manos de ira contenida mientras quemaba un poco de hierba seca e inhalaba el olor familiar de la lavanda. Se sentó frente a su altar improvisado y acarició cada uno de los objetos, intentando aclararse la mente y prepararse para hablar con Epona. Sin embargo, aquella noche no encontró consuelo en sus objetos, la piedra turquesa que era del mismo color que el mar, la pequeña figura de madera de la cabeza de una yegua que ella misma había tallado, la perla en forma de gota y la pluma, que brillaba con el mismo color verde azulado de la piedra…
Del mismo color que los ojos de Cuchulainn.
Brenna cerró los ojos con disgusto. «Deja de pensar en él», se ordenó. Sin embargo, sus pensamientos, que normalmente eran disciplinados y lógicos, no obedecieron.
Volvió a sentir ira, y se deleitó con la frialdad de aquella emoción. Era mucho más fácil de soportar que la desesperanza y la soledad.
¿Cómo había podido ser tan ingenua? Pensaba que había encontrado la paz en su interior, que había conseguido aceptar su vida muchos años antes. Era una Sanadora. Nunca conocería la alegría de tener un marido, de tener hijos, pero su vida, la vida que había terminado una década antes, tenía significado. Se había dedicado a combatir a dos viejos conocidos suyos, el dolor y el sufrimiento.
¿Qué le había pasado recientemente? ¿Cómo era posible que su plácido interior se hubiera convertido en un océano turbulento?
Brenna se tocó la mejilla derecha, distraídamente, y notó la superficie irregular y suave de sus cicatrices. ¿Cuándo había pensado en el amor por última vez? Años antes, cuando había comenzado a tener el periodo. Durante aquella transición de la feminidad, había pensado en cómo habría sido su vida si hubiera estado un paso más alejada del hogar, o si su madre hubiera sabido que el cubo contenía aceite en vez de agua, o si su madre hubiera esperado para ver si ella había sobrevivido, o si su padre hubiera podido continuar con su vida…
Todo aquello había sucedido una década antes, pero aquella noche los recuerdos estaban muy frescos. Hacía mucho tiempo que no se permitía pensar en cómo podían haber sido las cosas. Normalmente era más lógica, y no había lógica en el hecho de desear lo imposible, o en desear que se deshiciera lo que ya estaba hecho.
Entonces, ¿por qué en aquel momento? ¿Por qué sus deseos, que se habían quemado en otra vida, habían renacido con unos ojos turquesa y una sonrisa de niño?
Brenna quiso acariciar la piedra, pero todavía le temblaban las manos, así que se las agarró en el regazo y apartó la vista del altar. Aquella noche no veía a la diosa reflejada allí, sino las sombras y los matices de Cuchulainn.
Inhaló la esencia de lavanda y se obligó a concentrarse en Epona. Afortunadamente, su mente se aclaró, y la tensión de sus hombros se relajó. Respiró profundamente otra vez, y comenzó a hablar con la diosa, aunque aquella noche su voz tuviera una aspereza poco habitual.
– Hoy me he sentido muy bien al jurar fidelidad y entrar a formar parte de un clan que siempre ha estado muy cerca de ti. Sentir que una pertenece a un sitio es… -hizo una pausa y se apretó las manos, tanto, que los nudillos se le pusieron blancos-. Es algo que no había vuelto a sentir desde hacía muchos años, y había olvidado la alegría que representa. Gracias por eso, por haberme concedido este nuevo hogar.
Al decirlo en voz alta, sus palabras se convirtieron en las piezas que faltaban en aquel rompecabezas. Brenna abrió mucho los ojos y sintió que la ira comenzaba a desvanecerse.
– Tal vez el aliciente de pertenecer a este clan sea lo que ha causado estos pensamientos -murmuró con una sonrisa triste-. He permitido, como si fuera una niña, que mis fantasías afectaran a mi sentido común. Unas fantasías muy bonitas que se centraban en una cara muy bonita.
Brenna suspiró. Ya no podía eludir más la cuestión. Estaba hablando con Epona, que la conocía muy bien. Deliberadamente, soltó sus manos y acarició con un dedo la pluma color turquesa.
– No fue sólo su cara, Epona. Fue la bondad que vi en sus ojos. Hizo que se me olvidara que lo único que él puede sentir por mí es lástima, no amor de verdad -murmuró, y agitó la cabeza. Su voz volvió a endurecerse-. Creen que la pena es amor, pero no es cierto. La pena es un dulce hediondo, algo que se utiliza para cubrir lo que está mejor escondido. Pero al final, la vida lava las capas y deja expuesta la verdad. Y la verdad ha quedado expuesta esta noche. Él pensó que iba a compadecerse de la pobre Sanadora y bailar con ella. Como de costumbre, un hombre guapo que piensa sólo en sus deseos. Yo tendría que haberlo sabido. No debería haber pensado nunca que…
Su voz se acalló. ¿Cómo podía haber creído que él estaba empezando a interesarse por ella? Pero ya sabía cuál era la respuesta. Estaba en los ojos de Cuchulainn, en aquellos fabulosos ojos de color turquesa. Él la había mirado con…
– ¡No! -exclamó-. Se acabaron los deseos vanos que sólo sirven para abrir viejas heridas.
Brenna se alegró de sentir ira de nuevo, una ira que desplazó la pena. Se puso de rodillas sobre la lavanda que ardía, y con firmeza, pasó las manos por el humo y bañó su cuerpo con la esencia de la hierba. Repitió aquella acción ritual tres veces. Después tomó la cabeza de la yegua y la apretó en la palma de la mano, y se estrechó el puño contra el pecho.
– Gran diosa Epona, por primera vez te ruego que me concedas algo para mí misma. Te pido que me ayudes a encontrar el centro de mi calma de nuevo, para que la paz regrese a mi corazón y a mi alma. Quiero sellar esta oración invocando a los cuatro elementos. El aire, que contiene el aliento de la vida. El fuego, que arde con la pureza de la lealtad. El agua, que limpia y purifica, y la tierra, que reconforta y alimenta.
Las palabras de Brenna no provocaron ninguna magia en el ambiente, pero ella pensó que detectaba un calor distinto en la figura de madera que tenía en el puño, y con aquel calor, la frialdad de la ira que tenía en el pecho murió. Brenna cerró los ojos y suspiró con tristeza. La ira no era el modo de arreglar las cosas. Sólo era un bálsamo temporal para los síntomas, pero que no resolvía el problema.
Volvería a encontrar la paz interior. Evitaría a Cuchulainn; eso no sería difícil. Brenna se había quedado en el Gran Salón el tiempo suficiente para ver cómo reaccionaba él a los encantos y la seducción de Wynne. La bella cocinera lo tendría muy ocupado.
Mientras se quedaba dormida, intentó ignorar el dolor que le causaba pensar en Cuchulainn con otra mujer.