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Capítulo 26

Lochlan emergió de las sombras con las alas plegadas a la espalda. Parecía que su piel y su pelo eran de plata bajo la luz de la luna. Caminó hacia ella con los pasos sigilosos y deslizantes de la raza de su padre. Elphame no retrocedió, pero él tuvo la precaución de mantenerse a distancia.

– He sentido que estabas cerca, pero no me permitía creerlo.

– Entonces, ¿has oído que te llamaba?

– Sí. El viento nocturno me trajo tu voz y seguí su sonido hasta llegar a ti.

Elphame se puso nerviosa. Ojalá tuviera algo que hacer con las manos.

– ¿Te apetecería dar un paseo? -le preguntó ella.

– Sería un honor -respondió Lochlan, y le tendió la mano.

Ella titubeó. A la luz de la luna, su mano tenía un aspecto fantasmal, irreal.

– Nos hemos tocado antes, Elphame.

Ella lo miró a los ojos. Después, lentamente, entrelazó sus dedos con los de él. Su piel era cálida, y cuando sus muñecas se rozaron, Elphame notó su pulso.

– El acantilado está detrás de esos árboles -dijo él-. Creo que si caminamos por allí habrá más luz. Será más fácil que tú puedas ver bien.

Elphame asintió. En su presencia se sentía insegura de sí misma. Parecía que no podía mover las piernas. Se quedó quieta, mirándolo en silencio.

Él sonrió.

– ¿O prefieres que corramos?

Aquellas palabras acabaron con su azoramiento, y sonrió.

– No, de noche no, y menos por el bosque -respondió mientras, tomados de la mano, comenzaban a caminar-. He aprendido bien la lección. Si me vuelvo a caer, Cuchulainn no volverá a permitir que me aleje de su vista, lo cual sería tan inconveniente para él como para mí en este momento.

– Me imagino que Cuchulainn está muy ocupado con la reconstrucción del castillo. Si de repente sintiera la necesidad de vigilarte constantemente, sería difícil para él.

– Por no mencionar que está enamorado.

Lochlan abrió mucho los ojos de la sorpresa. Cuando respondió, comenzó a trazar círculos con el pulgar en la mano de Elphame.

– Yo sé muy bien que el amor puede complicar mucho las cosas.

– ¿De veras? -preguntó ella. La cabeza le daba vueltas.

Salieron del bosque. La luna se reflejaba sobre el mar durmiente, tiñéndolo de blanco y plata. El Castillo de MacCallan se erguía en la distancia, parcialmente oscurecido por los árboles.

Lochlan se volvió hacia ella.

– Sí, de veras.

Ella se vio atrapada en la intensidad de su mirada. Sus ojos estaban llenos de misterio, y tenían el seductor atractivo de lo desconocido. De repente, temió que si lo quería, cambiaría para siempre, y no sabía si estaba segura para entregarse a ningún hombre, sobre todo a uno que era tan distinto de cualquier persona que ella hubiera imaginado. Elphame se soltó de su mano. Seguida por Lochlan, caminó con inquietud hasta una de las rocas que había junto al acantilado y que los elementos y el paso del tiempo habían alisado. Se sentó en ella e intentó ordenar sus pensamientos.

– Dime. Explícame cómo es posible tu existencia -le pidió a Lochlan.

Lochlan supo que lo que le dijera iba a marcar el curso de su relación. Miró su perfil fuerte y familiar, y le envió una plegaria a Epona, pidiéndole ayuda.

– Es una cuestión compleja. En realidad, no sé exactamente por qué existo. Sabes tanto como yo de los eventos que condujeron a la Guerra Fomoriana. Hace más de cien años, ocurrió algo parecido a un cataclismo en la raza Fomorian. Sus féminas comenzaron a morir. A menudo he pensado que debió de ser voluntad de Epona que desapareciera una raza demoníaca, pero si ésa fue su voluntad, ¿por qué permitió que la guerra tuviera lugar?

Con la mirada fija en el mar, Elphame respondió con las preguntas que le había oído pronunciar tantas veces a su madre.

– Epona permite que su gente tome sus propias decisiones. No quiere que seamos esclavos. Quiere súbditos fuertes y libres. Y con esa libertad llega la posibilidad de cometer errores que a veces conducen al mal. Si los guerreros del Castillo de la Guardia no se hubieran convertido en personas negligentes y no hubieran descuidado sus deberes, los Fomorians no habrían podido entrar en Partholon ni comenzar a robar mujeres.

– Pero lo hicieron. Mi madre me explicó que así fue como comenzaron a recuperar su raza agonizante. Cualquiera pensaría que el hecho de mezclar su sangre con la de los humanos debilitaría a los demonios, pero no fue así. La raza prosperó, y pronto estuvieron listos para invadir Partholon -dijo Lochlan-. Hasta los tiempos de mi madre, ninguna mujer humana había sobrevivido al nacimiento de un hijo concebido por un Fomorian -continuó-. Mi madre era joven y fuerte, pero siempre insistió en que su fuerza tuvo poco que ver con ello. Dijo que había sobrevivido porque yo soy más humano que Fomorian. Mi madre era parte de otro grupo de mujeres capturadas, violadas y fecundadas por los Fomorians. Las mantenían cautivas hasta que llegaba el momento de dar a luz a sus demoníacos fetos. El hecho de que una mujer quedara embarazada de un Fomorian era su sentencia de muerte, porque durante el nacimiento, su cuerpo quedaba destrozado. Los Fomorians consideraban a las mujeres humanas una carga necesaria, un medio para alcanzar su objetivo de reforzar su especie. Las mujeres híbridas eran muy importantes para reconstruir la raza, pero todos los niños eran necesarios. Cuando todo Partholon se unió y se volvió contra los Fomorians, ellos intentaron huir hacia las montañas Tier. Algunos lo consiguieron. Se repartieron a las mujeres, con la esperanza de poder huir del ejército de Partholon y conservar su medio de procreación. Sin embargo, Epona tenía otros planes. Los demonios comenzaron a enfermar con la misma plaga que había diezmado el grueso de su ejército. Mi madre, embarazada, dirigió la revuelta de las mujeres de su grupo. Después, todas ellas buscaron pasos para las demás por las montañas, al mismo tiempo que destruían a los Fomorians según éstos iban debilitándose. Ellas deberían haber vuelto a Partholon y a casa en aquel momento, para poder esperar rodeadas de sus familias su final inevitable. Eso era lo que querían las mujeres. Sin embargo, entonces ocurrió algo inesperado: mi madre sobrevivió a mi nacimiento.

Elphame tuvo que mirarlo en aquel momento. La expresión de Lochlan estaba llena de emoción.

– Después, otra madre sobrevivió al nacimiento de su hijo mutante, y después otra, y otra…

Aquellas palabras le hicieron daño en el corazón a Elphame.

– Tú no eres un mutante.

– Soy medio humano, medio demonio. ¿Qué otra cosa puedo ser?

– Yo soy parte centauro y parte humana. ¿Me convierte eso en una mutante?

– Te convierte en un milagro.

– Exacto.

Él continuó explicándole la historia de su vida con el fantasma de una sonrisa en los labios.

– Sobrevivieron casi la mitad de las mujeres. Mi madre no tenía explicación para ello, salvo que Epona lo hizo posible -dijo él con la ceja arqueada-. Ésa era siempre la explicación de mi madre para todas las preguntas que no podía responder. Pero, fuera cual fuera el motivo, de repente había un grupo de mujeres jóvenes con bebés alados al pecho. Y querían mucho a sus hijos. Sabían que no podían volver a Partholon con sus bebés, y dejarlos no era una opción aceptable para ellas. Así pues, se dirigieron hacia las Tierras Yermas. Allí la vida fue dura, y nuestras madres suspiraban por Partholon, pero todos sobrevivimos, e incluso prosperamos. Nuestras madres nos enseñaron a ser civilizados y humanos.

– Hace más de un siglo -dijo Elphame con un suspiro. Le resultaba difícil de aceptar, aunque lo tuviera delante, con alas, vivo y coleando.

– Sé que es mucho tiempo -dijo él-. Ninguna de nuestras madres sabía mucho sobre la raza Fomorian, pero nosotros maduramos rápidamente, y nuestros cuerpos se hicieron muy resistentes. Y parece que nuestra parte oscura nos protege contra el envejecimiento.

Elphame pensó en lo que había leído en la gran biblioteca de su madre.

– Los Fomorians tenían aversión por la luz diurna, pero yo te he visto durante el día, y no parece que la luz te haga daño.

– No me hace daño, pero soy más fuerte de noche. Mi visión es mejor, mi oído y mi olfato son más certeros.

Extendió los dedos y los brazos. Elphame pensó que parecía un Chamán preparándose para invocar la magia de una diosa.

– El cielo nocturno me llama.

– ¿Puedes volar?

Él sonrió y dejó caer las manos a los lados.

– No es exactamente volar. A mí me parece que es montar el viento. Tal vez un día te lo enseñe.

Deslizarse por el aire entre sus brazos… Aquella idea le cortó la respiración.

– Esto no me parece real. Tú no me pareces real.

Lochlan se acercó a ella. Tomó un grueso mechón de su pelo y lo dejó caer, como si fuera agua, entre sus dedos.

– Una noche tuve un sueño. No lo olvidaré aunque viva durante toda la eternidad. En mis sueños presencié el nacimiento de una niña. Nació de una madre humana y de un padre centauro. Cuando el centauro la alzó en sus brazos y proclamó que era una diosa, yo supe que aquella niña maravillosa alteraría irremediablemente mi futuro. Tú siempre has sido real para mí, Elphame. Es el resto de mi vida lo que ha sido un sueño. Tú eres mi destino.

Elphame suspiró.

– No sé qué hacer con respecto a ti.

– ¿No puedes hacer lo mismo que hizo mi madre? ¿Permitirte amarme?

Todo en ella, su corazón, su alma y su sangre, gritó: «¡Sí! ¡Sí, puedo!». Sin embargo, la lógica y los años de enemistad entre ambas razas la impulsaron a ser razonable.

– No puedo. Yo sólo soy una doncella joven. Me han designado como La MacCallan. Mi gente me ha jurado lealtad. Mi primera responsabilidad es mi clan, no yo.

Lochlan sonrió con alegría.

– Pregúntame el nombre de mi madre.

– ¿Cómo se llamaba tu madre? -le preguntó ella sorprendida.

– Se llamaba Morrigan. El nombre se lo puso su padre, que la adoraba, por la legendaria Reina Fantasma. Vivía en el castillo ancestral de su clan, donde su hermano mayor era El MacCallan. Acababa de terminar su educación en el Templo de la Musa, y estaba disfrutando de unas vacaciones junto al mar mientras esperaba la fecha de su boda, una boda que nunca se celebró…

– Porque el Castillo de MacCallan fue atacado por los Fomorians, y la hicieron prisionera. Su hermano era El MacCallan -dijo Elphame, con un estremecimiento.

Lochlan se puso de rodillas ante ella y sacó su espada corta de la funda que llevaba a la cintura. Después la depositó a los pies de Elphame.

– La sangre del clan de los MacCallan corre por mis venas. Invoco el derecho de mi linaje y a partir de este momento te juro fidelidad hasta el momento de mi muerte y, si Epona lo permite, más allá.

Elphame lo miró. La luna estaba alta en el cielo, y bañaba a Lochlan en su luz pálida. Él la estaba mirando con los ojos brillantes, y ella se dio cuenta de que había aceptado su futuro.

Él le parecía su futuro. No podía explicarlo racionalmente, pero ella había cambiado desde que lo había conocido.

El viejo espíritu de El MacCallan tenía razón. Sentía paz junto a Lochlan. Elphame se bajó de la roca y se puso de rodillas, frente a él. Primero tomó la espada y se la devolvió.

– Guárdala. Puede que la necesites para defender a la Jefa del Clan.

– Entonces, ¿me aceptas?

Ella le acarició una mejilla con reverencia.

– Te acepto, Lochlan, en el clan de los MacCallan, como es tu derecho de nacimiento.

La tensión desapareció de los hombros de Lochlan, y él bajó la cabeza.

– Gracias, Epona -murmuró.

Cuando pronunció el nombre de la diosa, Elphame tuvo una visión del futuro. En una ráfaga cegadora, lo vio de rodillas, como en aquel momento, pero encadenado, cubierto de sangre… prisionero… agonizante…

Su mente gritó rechazando aquella visión. Ella no iba a permitir que lo destruyeran. La visión hizo que supiera lo que tenía que hacer, que se decidiera. Si lo aceptaba, si se permitía amarlo, alteraría su futuro, y aquella sentencia de muerte se anularía. Tal y como Morrigan había conseguido conquistar la oscuridad de la sangre de Lochlan, Elphame conseguiría vencer el odio del mundo.

– Dices que soy tu destino -le preguntó ella.

Lochlan asintió y habló con certeza.

– Te quiero, Elphame.

– Entonces, cásate conmigo.

Lochlan tomó aire bruscamente, pero aquél fue el único signo de su impresión.

– ¡Sí! -le dijo, tomándole ambas manos-. ¡Sí, me casaré contigo!

«Y que la maldita Profecía y el mundo se vayan al cuerno», pensó él con ferocidad. Antes de que ella pudiera dudarlo, Lochlan comenzó a recitar las palabras de unión que le había enseñado su madre, que a ella le había enseñado su madre, y la madre de su madre antes.

– Yo, Lochlan, hijo de Morrigan MacCallan, te tomo a ti, Elphame, hija de Etain, en matrimonio, en el día de hoy. Te protegeré del fuego si cae el sol, del agua si el mar se enfurece y de la tierra si tiembla bajo nuestros pies. Y honraré tu nombre como si fuera el mío.

– Yo, Elphame, Jefa del Clan de los MacCallan, te tomo a ti, Lochlan, en matrimonio en el día de hoy. Ni el fuego ni las llamas podrán alejarnos, ni un lago ni un mar ahogarnos, ni las montañas separarnos. Y honraré tu nombre como si fuera el mío.

– Así se ha dicho -terminó Lochlan.

– Y así se hará -dijo Elphame, y completó el ritual.

Se besaron para consumar aquellas promesas. Elphame se apoyó en Lochlan, y él la rodeó con los brazos. Tenía los labios muy suaves, y su olor la envolvió. De nuevo, Lochlan era el bosque, salvaje y masculino. Elphame lo bebió. Él era su oasis en la vida, cuando ella siempre había creído que no conocería el amor de un compañero.

Y ahora, se pertenecían el uno al otro.

El crujido de sus alas flexionándose y llenándose fue como una música para los oídos de Elphame. Se apartó de Lochlan, lo justo para poder verlas bien.

– Tus alas -susurró ella- son de terciopelo. Quiero que me envuelvas en ellas y que me lleves lejos.

Alargó una mano y le acarició una de ellas. Lochlan exhaló un suspiro, se estremeció y cerró los ojos. Ella apartó la mano y le acarició la cara. Lentamente, Lochlan abrió los ojos.

– Me has visto durante toda mi vida, así que ya debes de saber lo que voy a contarte -dijo Elphame-. No tengo ninguna experiencia en el amor. Así que cuando te cierras a mí, no sé por qué lo haces. Debes decírmelo, debes guiarme. Cuando te acaricio las alas te comportas como si te hiciera daño, pero ayer me pediste que no dejara de acariciarte. No lo entiendo, pero me gustaría. Lo necesito. Ayúdame a entenderte, marido mío.

Aquella expresión de cariño hizo temblar el alma de Lochlan. Eran marido y mujer, y él sintió que se pertenecían mutuamente. Al haberla ganado, había encontrado su lugar en el mundo, y no habría fuerza capaz de separarlos.

– Mis alas son una extensión de mis deseos más profundos. Son parte de la herencia de mi padre, y llevan su sangre, así que reaccionan con una ferocidad elemental que no siempre es fácil de controlar. Cuando las acaricias, estás acariciando lo más abyecto que hay en mí.

– ¿Crees que tu deseo por mí es abyecto?

– ¡No! Por supuesto que no. Pero algunas veces, su intensidad me abruma. Cuando despiertas la necesidad que siento por ti, la lujuria oscura que late en mi sangre demoníaca también se despierta. Puede ser salvaje y peligrosa.

Elphame lo miró a los ojos, y no vio a ningún demonio allí. Sólo al hombre que había sido creado para ser su compañero toda la vida.

– Yo creo que tu amor por mí es más fuerte que tu demonio.

Lochlan llevaba una sencilla camisa de algodón, y ella lo miró fijamente mientras se la desataba y se la apartaba del pecho. A Elphame se le cortó la respiración al admirar la belleza de su cuerpo.

Ella abrió el broche que le sujetaba la tela y desenvolvió su cuerpo. Se sacó la fina camisa de lino por la cabeza. El aire nocturno de la primavera acarició su piel desnuda, y le provocó un delicioso escalofrío.

Salvo por sus alas, Lochlan permaneció inmóvil. Ella se apoyó contra el calor de su pecho, y pasó una mano por encima de su hombro para acariciarle el ala, dejando que sus dedos pasaran por aquella suavidad que le recordaba al terciopelo. Él se estremeció y la abrazó. Ella se moldeó contra su cuerpo, y aceptó su beso feroz. Lo rodeó con los brazos y halló el punto en el que sus alas se unían a su cuerpo, y jugueteó allí, acariciándolo, masajeándolo, e incluso arañándole ligeramente la espalda.

Con un movimiento repentino, Lochlan la alzó y la tendió sobre la hierba suave y el tartán de los MacCallan, y se agachó a su lado con las alas desplegadas, mientras intentaba recuperar el control de sus emociones. Ella le tendió los brazos. Deseaba sentir su cuerpo.

Él interceptó su mano con una risa suave.

– Despacio, corazón. Deja que te explore. Quiero conocer tu maravilloso cuerpo.

Ella gimió cuando él se cubrió un pecho con la palma de la mano.

– Sí… -dijo Lochlan, con la voz llena de deseo-. Eres como un canto de sirena para mí, y te seguiría aunque me guiara hacia la muerte -añadió, y pasó la mano por el corte que ella tenía en el costado-. Pero nunca permitiré que nada ni nadie te haga daño. Te protegeré con mi vida y te defenderé con la última gota de mi sangre.

«No llegará ese momento», pensó Elphame. Ambos iban a estar bien. Su clan iba a aceptarlo.

Entonces, todo pensamiento se le borró de la mente, cuando él movió la mano desde la curva de su cintura hacia el suave pelaje que le cubría la parte inferior del cuerpo.

– Tienes una suavidad indescriptible -susurró Lochlan mientras le acariciaba el muslo-, fundida con una fuerza asombrosa. Durante todos estos años me he preguntado cómo sería acariciarte, y que tú me acariciaras, pero nunca pensé que llegaría a saberlo -dijo, y pasó la mano por el interior de su muslo caoba-. Fue el motivo por el que finalmente hallé mi camino hacia ti. No podía soportar la idea de estar sin ti ni un minuto más.

Entonces, él deslizó la mano hasta que halló el calor del centro de su cuerpo. Elphame gimió y movió las caderas con inquietud. Las alas de Lochlan latieron llenas de vida y la sangre oscura de su padre comenzó a moverse rápidamente por su cuerpo. Durante un instante, él se vio tomándola con violencia, embistiéndola contra el suelo mientras se alimentaba de su cuello y ella gritaba.

«¡No!», gritó mentalmente Lochlan, rebelándose contra aquella imagen. Se apartó bruscamente de su cuerpo con la respiración jadeante y se sentó a su lado, temblando, con la cara escondida entre las manos mientras el dolor le atravesaba las sienes.

Entonces, Elphame se arrodilló a su lado y comenzó a acariciarle el pelo, murmurándole palabras de consuelo. Cuando sus alas empezaron a cerrarse, ella le apartó las manos, suavemente, de la cara.

– ¿Qué es lo que te da miedo? ¿Por qué te has alejado de mí? ¿Acaso lamentas nuestro matrimonio?

– ¡No! -exclamó él-. ¡Nunca! Eres tú la que debería arrepentirse. Soy un demonio, y casi no puedo controlar mis impulsos. No puedo hacer el amor contigo sin tener visiones de violencia y de sangre. Y eso alimenta mi lujuria, Elphame. ¿Lo entiendes? Aunque te quiero y te deseo por encima de todas las cosas, mi herencia oscura desea rasgar, saborear, violar.

– Cuando me haces el amor, ¿tienes pensamientos oscuros y violentos? -preguntó Elphame.

– Sí -respondió él con la voz quebrada-. No puedo evitarlo.

Elphame se puso en pie, y Lochlan supo, con una pena desgarradora, que ella iba a dejarlo.

– Entonces, yo te haré el amor a ti.

En vez de alejarse de él, Elphame se sentó a horcajadas sobre su regazo, con una gracia sensual. Entonces lo besó y le acarició las alas mientras volvían a latir y, al instante, se llenaban de deseo.

– Elphame, no sabes…

– Shhh -murmuró ella, y apretó un dedo contra sus labios para acallarlo, mientras le desabrochaba la cintura del pantalón y liberaba su erección.

Cuando Elphame empezó a explorar su dureza, él dejó de respirar, y cuando se elevó para situar su humedad sobre su miembro palpitante, lo único que pudo hacer Lochlan fue apoyar las manos en la hierba y luchar contra el impulso de clavarle las uñas en la cintura y atravesarla.

– Abre los ojos, marido mío. Mírame.

Él abrió los ojos y se encontró con su mirada luminosa mientras ella descendía y lo acogía en su cuerpo con lentitud.

Elphame tuvo que adaptarse a él, pero después de la impresión inicial de sentirlo en su interior, el deseo de sus sueños y fantasías estalló. Se meció contra él, notando cómo aumentaba la tensión. Cuando Lochlan empujó hacia arriba para corresponderla, ella echó hacia atrás la cabeza e incrementó el ritmo de los movimientos de su cuerpo. Las alas de Lochlan se irguieron por encima de ellos dos, ocultando el cielo y el bosque a los ojos de Elphame y encerrándolos en un mundo propio. Cuando él gimió su nombre, al liberar su simiente dentro de ella, Elphame lo abrazó mientras su propio cuerpo estallaba en espasmos de placer.

Volvieron hacia la entrada del túnel en silencio. El cielo ya estaba empezando a aclararse. Elphame casi no podía creer que hubiera transcurrido tanto tiempo. Le había parecido que sólo había pasado un breve momento en sus brazos. Ella lo tomó de la mano. Él sonrió y se la besó.

– ¿Estás segura de que no te he hecho daño? -le preguntó Lochlan de nuevo.

– Completamente segura. Y deja de preguntármelo. No soy una delicada doncella -dijo, y con un gesto irónico, añadió-: En realidad, ya no soy una doncella.

– Para mí es un milagro. No creía que pudiera controlar…

Se quedó callado y apretó los dientes al recordar que había arrancado puñados de hierba del suelo durante su orgasmo. ¿Y si hubiera tenido las manos posadas en su cintura, o en su pecho, o en la delicada curva de su cuello?

– Lochlan -dijo ella con vehemencia, deliberadamente, para sacarlo de los pensamientos de odio hacia sí mismo que se reflejaban en la expresión de su cara-. No ha ocurrido nada malo -le acarició la mejilla y le preguntó-: ¿No puedes deleitarte con el placer que hemos compartido?

Él la abrazó y apoyó su frente en la de ella.

– Perdóname. Es que tengo un demonio dentro, y me resulta difícil no batallar continuamente con él. La verdad es que esta noche me has dado una gran felicidad, y no debería permitir que nada manchara eso.

– No lo has manchado. Nada podría manchar esta noche.

Lochlan le dio un beso, deseando desesperadamente que sus palabras fueran ciertas. Caminaron por el bosque hasta que encontraron la entrada del túnel. Los dos amantes se detuvieron ante ella.

– Deja que vaya contigo -le dijo Lochlan de repente, tomando su cara entre las manos-. Estamos casados, y yo te he hecho un juramento de lealtad. Podremos conseguir que entiendan que mi amor por ti es más fuerte que la sangre de mi padre.

Elphame le cubrió las manos con las suyas.

– No puedo presentarle este matrimonio a mis padres como un hecho consumado, como si no tuvieran importancia, como si no tuvieran derecho a saberlo antes que unos extraños. No puedo hacerles eso, ¿lo entiendes?

– Quieres mucho a tu familia. Eso lo entiendo.

– No es sólo por amor. También es por confianza, por respeto y por lealtad. Es lo mismo que te he jurado a ti.

– Lo sé, corazón mío. Es sólo que no sé cómo voy a soportar estar separado de ti.

– Voy a enviarles un mensaje para que vengan. Cuando lleguen se lo diré a ellos y a Cuchulainn. Después, entre todos encontraremos la manera de explicárselo al resto de Partholon -dijo Elphame, aparentando más confianza de la que sentía.

– ¿Cuánto tardarán?

– Enviaré hoy mismo una paloma mensajera. Cuando reciba el mensaje, mi madre se pondrá rápidamente en marcha. Se va a poner muy contenta cuando les pida que vengan al Castillo de MacCallan. Seguramente, está inquieta por no haber podido participar en la decoración, y vendrá acompañada de carros cargados de cosas brillantes -dijo Elphame con una sonrisa que reflejaba el amor que sentía por su madre-. Sólo serán siete días, o un poco más.

– Te he esperado durante muchos años. Puedo esperar unos días más.

Elphame lo abrazó.

– Intentaré venir todas las noches. Estarás aquí, ¿verdad?

– Siempre, corazón mío -dijo él, entre su pelo-. Siempre.

Elphame salió de entre sus brazos de mala gana. Ella no miró atrás cuando entraba al túnel, pero sintió que él la estaba observando mientras desaparecía. La tea chisporroteaba y daba una luz débil que reflejaba la tristeza de Elphame. Cansadamente, entró en su dormitorio y cerró la puerta secreta. Al acurrucarse bajo el edredón, percibió el olor de su marido en su propia piel, como si fuera una caricia.

Antes de dormirse, Elphame le envió una plegaria llena de fervor a su diosa. «Por favor, Epona, permite que vean al hombre, y no al demonio».