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Capítulo 30

La lluvia hacía un ruido reconfortante contra la tienda mientras Brenna observaba a Cuchulainn, que estaba acostando a la lobezna, después de alimentarla, en una camita que le había hecho Brenna. Le parecía extraño tener a un hombre en su tienda. No era un sentimiento malo, sólo diferente… desconcertante… íntimo. Y, sin embargo, él estaba allí por invitación suya, en su tienda y en su vida. Fand gimoteó, y Cuchulainn le acarició la cabecita mientras le susurraba algo melódico. Brenna lo reconoció con sorpresa. Era una nana. Ella sonrió; el guerrero tenía una ternura increíble. Aquélla era una de las cosas que lo separaban de los demás hombres. Tenía emociones fuertes en su interior, emociones que no se correspondían con su apariencia curtida de guerrero. Su capacidad para amar a la lobezna, y para amarla a ella, era la prueba de que Cuchulainn era distinto, y Brenna le envió a Epona una oración de agradecimiento por haberlo creado.

Cuchulainn se puso en pie lentamente, y con un exagerado sigilo, se acercó para sentarse junto a Brenna, al borde de la cama. Le tomó la mano y se la llevó a los labios.

– Gracias por hacerle esa cama. Era muy sucio tener a una lobezna durmiendo toda la noche sobre mi pecho -dijo en un susurro.

Después miró a su alrededor por la tienda. La cama era igual que la suya, pero la de Brenna estaba perfectamente hecha. En el centro había una almohada rellena de hierbas fragantes. Ella tenía dos baúles, uno a los pies de la cama, y el otro cerca de su escritorio. El último estaba abierto, y Cuchulainn veía que estaba lleno de frascos y botellas, de tiras de lino y de cuchillos pequeños. Él arqueó las cejas.

– ¿Es aquí donde se originan tus legendarias pociones?

– Sí. También las cataplasmas, los bálsamos y muchas otras cosas curativas.

– ¿No tienes sangre de dragón ni lengua de sapo?

– Seguramente, si buscas bien. ¿Te gustaría que te hiciera una infusión con ellas? -preguntó Brenna, fingiendo inocencia.

– ¡No! -exclamó Cuchulainn, y bajó la voz inmediatamente, al ver que Fand se movía-. Pero me gustaría mucho ver los regalos que te hizo Epona, y que te recuerdan a mis ojos.

A Brenna se le cortó la respiración. No podía sorprenderse por el hecho de que él lo recordara. No debería sorprenderse por nada que él dijera o hiciera. Sin embargo, su amor era tan inesperado que ella no podía evitar sentirse como si estuviera en un sueño, y como si pronto fuera a despertar y a darse cuenta de que él sólo había sido una maravillosa ilusión.

– ¿Brenna? No tienes por qué hacerlo, si te resulta incómodo.

– No, no. Quiero compartirlos contigo -respondió ella.

Entonces lo guió hacia un rincón de la tienda, que estaba en sombras, y le indicó que se arrodillara a su lado. Después encendió cuatro pequeñas velas, una para cada punto cardinal, y el altar se iluminó.

Brenna le señaló el primer objeto.

– Tallé esta cabeza de yegua como recuerdo de un sueño que tenía a menudo cuando era niña. En el sueño siempre aparecía una mujer muy bella montada en esta yegua. Tenía el pelo rojizo y rizado -explicó Brenna con una sonrisa tímida-. Yo no podía reproducir la belleza de la mujer, así que me concentré en la yegua.

– ¿Puedo tocarla? -le preguntó él.

Brenna asintió.

Con reverencia, él tomó la talla de madera y la observó atentamente.

– Has hecho un buen trabajo recreando a la Yegua Elegida. Incluso has conseguido plasmar el arco arrogante de su cuello.

– ¿La encarnación equina de Epona? Pero yo no tenía intención de tallar a la Yegua Elegida.

Cu sonrió y le acarició la cara.

– ¿Y cómo no iba a ser así? Soñaste con ella, como soñaste con mi madre.

– No. Yo…

– ¿Recuerdas bien el sueño?

– Sí.

– Piensa en los ojos de la mujer.

Brenna se concentró en el sueño que había tenido con tanta frecuencia durante su dolorosa niñez. No le resultó difícil. Siempre le había proporcionado placer. La yegua y la mujer eran tan bellas, y estaban tan felices, tan libres de los horrores que Brenna había tenido que soportar, que ella no tuvo dificultad para pensar en la mujer, y en recordar sus ojos…

Entonces, se quedó sorprendida.

– ¡Tiene tus ojos!

No eran exactamente del mismo color, porque los ojos de Etain eran más verdes que azules, pero su forma era exactamente igual.

– En realidad, como ella misma te dirá, yo tengo sus ojos.

Brenna se echó a temblar. Había soñado con la madre de Cuchulainn una y otra vez.

Cuchulainn depositó la cabeza de la yegua sobre el altar. Primero, pasó un dedo por la piedra turquesa, y después acarició la pluma azul.

– Tenías razón, Brenna, estos dos objetos son del mismo color que mis ojos.

Después, fijó su atención en la perla perfecta, que tenía la forma de una gota, y comenzó a reírse suavemente.

– ¿Qué pasa? -preguntó Brenna.

– ¡Oh, amor mío! Estamos destinados el uno al otro -le dijo él, y le acarició la cara-. Soñaste con mi madre, y tienes la talla de la Yegua Elegida en tu altar. Coleccionas cosas que tienen el color de mis ojos, y ahora, esta perla -dijo, y se rió de nuevo-. Mi padre me traerá un anillo que voy a regalarte. Ha estado durante generaciones en mi familia. Es un aro de plata labrada con hojas de hiedra, y en su centro tiene una perla exactamente igual a ésta.

– Me la encontré -dijo Brenna, con una indescriptible alegría en el pecho-. Fue el año en que me convertí en mujer. Estaba sola, y muy triste. Estaba sentada junto a un riachuelo, y vi algo que me llamó la atención. Miré hacia abajo y allí estaba.

Cuchulainn la abrazó y la estrechó contra sí.

– Nunca más. Te prometo, Brenna, que nunca volverás a estar triste.

Entre sus brazos, compartiendo la fuerza de su cuerpo y de su amor, Brenna sintió que los últimos vestigios de la jaula helada que le atrapaba el corazón se derretían y se rompían. Miró al hombre a quien había decidido amar.

– ¿Querrías hacer algo por mí, Cuchulainn?

– Cualquier cosa.

Ella respiró profundamente.

– Hazme el amor.

En vez de responderle, él se levantó y la llevó hacia la pequeña cama.

– Apaga las velas -susurró Brenna.

Él le alzó la barbilla con un dedo.

– Vamos a pasar juntos el resto de nuestra vida. Te veré, Brenna, de pies a cabeza, y a menudo. Sé que esto es difícil para ti, pero preferiría empezar esta noche con honestidad entre nosotros.

La lluvia repiqueteaba contra la tienda, aislándolos en su mundo. Brenna apartó sus miedos y lo miró a los ojos.

– ¿Podrías apagar sólo algunas?

Él sonrió y le besó la frente, y después apagó todas las velas salvo una, que la depositó sobre la mesilla que había junto a la cama. Durante unos instantes, se quedaron inmóviles, frente a frente, mirándose.

– Estoy nerviosa -dijo Brenna con una sonrisa tímida, y le acarició una mejilla.

Cuchulainn atrapó su mano y se la apretó contra el corazón. Ella notó sus latidos rápidos.

– Yo también estoy nervioso, mi amor.

– Entonces, deberías besarme. Es mejor cuando nos tocamos.

Cuchulainn se inclinó para besarla, y ella se acercó a su abrazo. Y, como antes, los labios de su amante le hicieron olvidar que tenía cicatrices. Sólo podía pensar en su sabor y en su contacto, y en cómo hacía que su cuerpo cantara como respuesta.

Entre sus besos, Brenna sintió que él pasaba las manos incesantemente por su ropa, acariciándole un pecho con el calor de la palma de la mano, agarrándole las nalgas. Ella gimió y se ciñó contra su excitación. Y pronto, estaba explorando su cuerpo también. Encontró el broche con el que Cuchulainn se sujetaba el kilt al hombro, y lo soltó. Él la ayudó a desenvolver la tela, y después, se quitó la camisa de lino, y casi sin darse cuenta, ella se vio estrechada contra su cuerpo desnudo, dejando que sus manos lo recorrieran, y deleitándose con la fortaleza de sus formas duras y musculosas.

Cu se volvió y se sentó en la cama, y ella quedó en pie, entre sus piernas. Entonces, él posó las manos sobre la lazada que le cerraba el corpiño sobre el cuello a Brenna.

– Deja que te vea, mi amor -dijo él, con la voz ronca de pasión-. Deja que sienta tu cuerpo desnudo contra el mío.

Ella se mordió el labio y asintió. Cuchulainn le desató el lazo y la ayudó a quitarse el corpiño y comenzó a desatarle la falda. Entonces, Brenna quedó ante él, cubierta sólo con una camisola blanca de cuello alto. Lentamente, se la sacó por la cabeza, y la dejó caer al suelo, a su lado. Después se quedó inmóvil, con los ojos cerrados.

Al sentir la caricia suave de Cuchulainn, que seguía con los dedos el borde del tejido cicatrizado que iba desde su rostro, su cuello, le cubría el pecho derecho y el hombro y llegaba casi hasta su cintura, Brenna no pudo contener el temblor.

– Ah, amor -dijo él con la voz áspera-. Ojalá hubiera estado allí. Habría encontrado la forma de evitarlo, o te habría consolado después, y habría intentado disminuir tu dolor.

A ella se le estaban cayendo las lágrimas, y él se inclinó para besar el camino que habían seguido sus dedos. Cuando finalmente abrió los ojos para mirarlo, Brenna se dio cuenta de que él también estaba llorando.

– Ahora estás aquí -dijo ella.

– Y estaré aquí para siempre.

Brenna se sentó en la cama con él, y se deleitó con el contacto de su piel desnuda. Él no le dio la espalda, ni su deseo por ella se mitigó. Durante el resto de la noche, Brenna tuvo los ojos abiertos.

Lochlan alzó la cabeza sorprendido. Todavía no había oscurecido, pero podía sentirla. Ella acababa de llamarlo a través del viento y de la lluvia. El poder de sus llamadas le recorría la sangre. Sus alas se movieron y comenzaron a desplegarse incluso antes de que él saliera de su refugio. Comenzó la carrera deslizante que lo llevaría junto a Elphame. Su cuerpo agradeció el roce fresco de la lluvia. Él ardía de deseo, quería abrazarla y sentir sus caricias en las alas y en la piel. En aquella ocasión, quería tomarla completamente. Quería saborear su sangre. No debería, y lo sabía. Era algo demoníaco, vil, malo. Su respiración se aceleró. Con aquel dolor familiar que le atravesaba las sienes, Lochlan se detuvo en seco. Tenía que controlarse. No podía acudir a ella presa del deseo y de la sed de sangre. Cerró los ojos y agachó la cabeza para defenderse del dolor que le provocaba negar su necesidad de sangre.

¡La amaba! Se obligó a olvidar su cuerpo y a pensar en su sonrisa, en la confianza que se le reflejaba en los ojos. Ella era su esposa. Se había casado con él ante Epona. Su respiración se calmó. Hablarían. Tal vez aquella noche encontrara el modo de hablarle de la Profecía, y juntos, podrían encontrar el modo de salvar a su gente sin el sacrificio.

Comenzó de nuevo a correr, pero con sus necesidades más oscuras bien controladas. Ella lo había llamado, y él debía responder, pero lo haría como un hombre, no como un monstruo.

Elphame estaba esperándolo a la salida del pasadizo. La lluvia le había empapado la cara y el cuerpo, y Lochlan tuvo la impresión de que estaba cubierta de lágrimas. Cuando lo vio, ella sonrió, pero con una gran tristeza. Sin hablar, él la abrazó, y alzó las alas sobre ella para protegerla de la lluvia, pero Elphame no dejó de temblar.

– Ven conmigo a mi refugio. Es una cueva, pero está seca y caliente -le dijo él, mientras la besaba en la cabeza.

Ella lo miró, y él se dio cuenta de que había estado llorando.

– ¿Por qué no vienes conmigo a mi dormitorio? -le preguntó Elphame con emoción-. Esta noche necesito sentir a mi alrededor los muros de mi castillo, además de tus brazos.

– ¿Deseas decírselo a Cuchulainn esta noche, corazón mío?

Ella negó con la cabeza.

– No. He mandado un aviso a mis padres. Quiero esperar a que lleguen. Cu no nos va a interrumpir esta noche. Está con su nuevo amor.

– ¿Y por eso estás tan triste? ¿Cuchulainn ha elegido mal?

– Ha elegido a Brenna.

– ¿A la Sanadora? Creía que era tu amiga.

– Lo es -dijo Elphame-. Yo me puse increíblemente contenta cuando declararon su amor ante mí. Pero he tenido el presentimiento de una gran tristeza -dijo, y se estremeció.

– Vamos a tu castillo. Necesitas la fuerza de sus muros.

– También te necesito a ti, Lochlan. Te necesito desesperadamente.

Él la abrazó con fuerza.

– Estoy aquí, corazón mío.