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Con sus alas del color de la tormenta, se deslizaron hacia abajo por el risco. Lochlan se mantuvo erguido, desnudo y fuerte, esperando a que lo alcanzaran. Aunque no podían leer literalmente el pensamiento de los demás, su gente estaba intuitivamente unida por la herencia de su sangre oscura, y Lochlan sabía que no deberían detectar sus emociones turbulentas. Sacó de sí la autoridad que ejercía de manera natural, y envolvió su mente y su corazón en un manto de silencio. Mientras se acercaban, vio que sus expresiones se volvían de asombro al notar su desnudez. Todos inclinaron respetuosamente la cabeza.
Con su típica obstinación de Fomorian, Keir fue el primero en hablar.
– ¿Qué te ha pasado, Lochlan?
– ¿No me saludas, ni me das una explicación del motivo por el que estáis aquí, y crees que tienes derecho a comenzar a interrogarme? -preguntó Lochlan entre dientes.
– Tienes razón al recriminármelo -dijo Keir, aunque su tono de voz no era de disculpa en absoluto-. Bien hallado, Lochlan.
Sus tres camaradas inclinaron la cabeza nuevamente y repitieron el saludo.
– ¡En absoluto! Vosotros no deberíais estar aquí -respondió él.
Keir tomó aire con un silbido peligroso, pero antes de que pudiera hablar, la mujer que estaba a su lado se adelantó y le hizo una reverencia a Lochlan.
– Llevas mucho tiempo separado de nosotros, Lochlan. Nos preocupaba que te hubiera ocurrido algo malo.
La voz de Fallon era dulce, y por un momento, su familiaridad fue como un bálsamo para la mente de Lochlan.
– No te ha fallado el instinto, Fallon. No he tenido suerte.
– ¿No has encontrado a la diosa ungulada? -preguntó Keir.
Lochlan lo miró con frialdad.
– La encontré, pero he descubierto que la Profecía no habla de ella.
La gente alada se movió con inquietud, mirando a Keir y después a Lochlan.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Lo sé porque no es una diosa, es sólo una mutación entre dos razas. ¡No es diferente a nosotros!
– No puede ser -dijo Fallon con la voz quebrada.
– No se ha perdido toda la esperanza. Tengo un plan nuevo -dijo Lochlan, alzando la voz contra la tormenta. Un relámpago volvió a atravesar la noche, y la lluvia se intensificó.
– ¿Tenemos que quedarnos aquí? ¿No puedes ofrecernos ningún refugio? -preguntó Fallon.
Él quería gritarles que no había refugio, y obligarlos a volver a las Tierras Yermas aquella misma noche, pero sabía que si los echaba ellos verían la falta de lógica de sus acciones y pensarían que les estaba ocultando algo. Entonces no descansarían hasta descubrir su secreto.
– Seguidme rápidamente. Os llevaré a mi cueva -dijo.
Sin embargo, cuando se estaba dando la vuelta, Fallon lo detuvo agarrándolo suavemente del brazo.
– ¿Estás bien, Lochlan? ¿Por qué te hemos encontrado corriendo desnudo en medio de una tormenta?
Lochlan miró a Fallon y a su compañero, y a los demás miembros del grupo. Ellos lo estaban observando con cautela, como si creyeran que se había vuelto loco. En aquel momento no le importaba lo que pensaran; sólo le importaba que su mundo se había desmoronado. El sueño había terminado, y Lochlan no creía que pudiera soportar ver la luz del día.
– ¿Es que ninguno habéis sentido nunca la necesidad de volar en la violencia de una tormenta? -preguntó con frialdad.
Después desplegó las alas y se alejó de ellos, imponiendo un ritmo que les resultaría difícil seguir.
La caverna era lo suficientemente grande como para acomodarlos a todos. En silencio, Lochlan comenzó a encender una hoguera. Se vistió y compartió sus escasas provisiones con su gente, que seguían mirándolo con recelo. Debería haberse dado cuenta del momento en que entraban en Partholon. Debería haber sentido su presencia. El hecho de que no se hubiera percatado era señal de la distracción que le había causado Elphame.
Lochlan admitió que Keir había elegido bien a sus compañeros. Fallon, por supuesto, no se habría separado de él. Y los gemelos, Curran y Nevin, siempre habían sido leales a un fin: la culminación de la Profecía. Lochlan también los habría seleccionado para que lo acompañaran en una búsqueda como la que había organizado Keir.
Y Lochlan sabía lo que tenía planeado Keir. Había ido a Partholon para asegurarse de que Lochlan llevaba a la diosa ungulada a su tierra para hacer un sacrificio.
– Háblanos de ella, Lochlan -le dijo Nevin.
– ¿Por qué estás tan seguro de que ella no es la indicada? -como de costumbre, Curran tomó el hilo del pensamiento de su hermano y lo terminó.
Lochlan habló con cuidado, puesto que era consciente de que sus palabras podían salvar o condenar a Elphame.
– He pasado mucho tiempo observándola. No es una diosa. Sólo es una mujer humana cuyo cuerpo, por las razones que sean, lleva la marca de una madre humana y de un padre centauro. Ella no dirige a su gente durante los ritos de Epona. Sólo es la Jefa del Clan, no una diosa. No tiene el poder de Epona en su interior.
– Eso no puedes saberlo con seguridad -dijo Keir.
– Lo sé sin ninguna duda. Lo leí en su sangre.
– ¿Cómo?
– ¿Por qué?
– ¿Qué derecho tenías?
Lochlan alzó una mano para detener la avalancha de preguntas.
– La encontré al fondo de un barranco. Se había caído y estaba malherida. Iba a atacarla un jabalí, y yo lo maté. Después la llevé a un lugar seguro. Estaba sangrando aquella noche, y en su sangre, leí la verdad de su condición humana. No es una diosa, sólo es una humana mutante.
– ¿Te revelaste ante ella? -le preguntó Fallon con incredulidad.
– No. Estaba inconsciente, y deliraba. Me recuerda como si fuera un sueño que no puede ser real -dijo Lochlan, y estuvo a punto de atragantarse por la amargura que le causaban aquellas palabras.
– Si ella no es la que puede realizar la Profecía, ¿por qué has soñado con ella durante todos los años de su vida? -le preguntó Keir.
Lochlan se había preparado para responder aquella pregunta, y su respuesta llegó con facilidad.
– Los sueños son visiones que me provocaba mi sangre oscura para que me volviera loco cuando siguiera su pista y descubriera que no eran más que una fantasía que yo había perseguido durante un cuarto de siglo.
– Has dicho que tienes un plan. ¿Qué es lo que tenemos que hacer ahora? -preguntó Fallon.
Lochlan se acercó a la bella mujer alada, que había sido su compañera de juegos en la infancia y su amiga durante la edad adulta. Tenía el pelo rubio, casi blanco, largo hasta la cintura, y la luz del fuego de la hoguera le arrancaba brillos delicados. Tenía unos rasgos finos y perfectos, y los ojos de un azul tan claro que parecía que no tenían color. Él no quería mentirle. Odiaba tener que mentirles a todos. Sin embargo, no podía traicionar a su mujer.
– Mientras estaba vigilando a la mujer ungulada, oí muchas cosas. A menudo, los humanos hablan del Templo de la Musa.
Curran y Nevin asintieron.
– Nuestra madre se educó allí.
– Y la mía -dijo Lochlan-. Y muchas otras. ¿Recordáis lo que nos dijeron de él? El Templo de la Musa es un lugar de educación superior, donde hay nueve profesoras que son las Encarnaciones de las Musas.
– Piensas que con una de ellas podríamos completar la Profecía -dijo Keir lentamente.
Lochlan lo miró a los ojos.
– Creo que cualquiera de ellas podría hacerlo. ¡Pensadlo! La respuesta es sencilla. Yo me habría dado cuenta hace años si no hubiera estado obsesionado por esos sueños durante tanto tiempo. Por eso, mi sangre oscura me ha jugado esas malas pasadas, para impedir que reconociera lo evidente. La Profecía no dice que nos salvaremos con la sangre de una diosa ungulada moribunda. Dice que la sangre de una diosa nos salvará. De cualquier diosa.
– Así que iremos al Templo de la Musa -dijo Nevin.
– Y capturaremos a una de las diosas -añadió Curran.
Lochlan cabeceó con disgusto.
– ¿Y cómo pensáis hacerlo? ¿Creéis que podemos llegar hasta allí sin que nos descubran?
– ¡Tal vez ya es hora de que nos descubran! -exclamó Keir.
– ¿Quieres atacar Partholon? -preguntó Lochlan, en un tono peligroso.
– ¡No! Yo sólo quiero ocupar el lugar que me corresponde en Partholon.
– ¿Y crees que el lugar que te corresponde está a la cabeza de un grupo de demonios alados?
– ¡Nosotros no somos demonios! -gritó Fallon.
– Si hemos venido a Partholon a secuestrar a una de sus diosas para hacer un sacrificio de sangre, ellos nos verán así. Si sólo pensamos con la ira de la sangre de nuestros padres, no seremos mejores que ellos, por mucho que luchemos contra su herencia oscura.
– ¿Y qué es lo que sugieres tú? -preguntó Keir con amargura.
– Marchaos a casa. Ocupaos de que la gente esté bien. Yo iré solo al Templo de la Musa, y cuando vuelva a las Tierras Yermas será en compañía de una diosa. Cuando su sangre haya lavado la locura de la nuestra, entraremos en Partholon pacíficamente. Ningún habitante de estas tierras sabrá que hemos pagado nuestra salvación con la sangre de uno de los suyos.
– Tiene cierta lógica -dijo Curran.
Lochlan les dio la espalda y se puso a mirar hacia la lluvia. Parecía que aceptaban sus invenciones y medias verdades, pero él no iba a permitirse sentir alivio hasta que supiera que habían vuelto a las Tierras Yermas y estuviera seguro de que Elphame no corría peligro.
Keir lo miró con el ceño fruncido, y se apoyó contra la pared de la cueva. Fallon miró a su compañero, y después se reunió con Lochlan a la entrada de la cueva.
– ¿Todavía la quieres, amigo mío? -le preguntó suavemente.
– No. Nunca la he querido. Todo fue una ilusión.
– Así es mejor. Ahora, por fin, podrás elegir una compañera de entre los nuestros.
Lochlan asintió con tirantez.
– Estás distinto, Lochlan -dijo Fallon con preocupación.
– Tenías razón. Llevo demasiado tiempo alejado de los míos -dijo, y esbozó una sonrisa forzada-. Vamos, debes descansar. Mañana debéis emprender el camino de vuelta. El castillo está muy cerca, y está lleno de humanos y centauros. No es seguro que estéis aquí.
– Como tú digas, Lochlan -dijo Fallon, e inclinó la cabeza respetuosamente antes de volver junto a su compañero.
Lochlan oyó que se acomodaban para pasar la noche en la cueva. Él también estaba muy cansado, pero sabía que no iba a dormir. Si dormía, soñaría. Soñaría con Elphame, y aquella noche no podía permitírselo. Salió de la cueva en silencio. Habían cesado los truenos, pero seguía lloviendo. Subió a la loma que había sobre la entrada de la cueva y miró hacia las tierras que hubieran podido ser su hogar. Las tierras de El MacCallan le habían llamado, pero él no podría responder nunca a aquella llamada. No importaba lo que le dijeran su sangre y su corazón, ni que Elphame pensara que él la había abandonado y traicionado. Debía dejar aquel lugar.
Viajaría al Templo de la Musa, aunque sabía que era un viaje inútil. La idea de que la Encarnación de una Musa pudiera cumplir la Profecía no era nueva para él. Lochlan y su madre habían hablado muchas veces de ello, y a ambos les había parecido factible. Su madre siempre había estado convencida de que la clave de la Profecía se le revelaría a Lochlan cuando Epona enviara a una mujer marcada por la diosa para que la completara. Y el hecho de que su madre tuviera razón no era un gran consuelo para él en aquel momento.
¿Y qué iba a pasar con la Encarnación de la Musa? ¿Sería capaz él de secuestrar a una joven inocente y llevarla a su muerte? ¿No sería eso lo mismo que alimentar la oscuridad que había en su interior y alejarlo más de su condición humana? Apretó los dientes. No importaba. Lo haría, si servía para salvar a Elphame. No había nada que él no estuviera dispuesto a hacer por ella. Podía incluso dejarla.
Se le encorvaron los hombros. Eso no salvaría a Elphame para siempre. Su gente vería que la muerte de la Encarnación de la Musa no cumplía la profecía. Ellos habían creído durante años que la diosa ungulada que poblaba sus sueños era la salvación de la locura. Y volverían a creerlo.
¿Tendría que enfrentarse a su propia gente para salvarle la vida a Elphame? Lochlan se tapó la cara con las manos e hizo algo que no había hecho desde la muerte de su madre. Lloró.
Fallon se acurrucó contra el cuerpo de Keir. Él la cubrió con sus alas para darle calor. Después, le habló al oído.
– Tu amigo miente -le susurró.
Ella se apartó para mirarlo a los ojos.
– ¿Qué quieres decir, Keir?
– A pesar de la lluvia y de su sudor, percibí el olor de la diosa en él. Olía a su sangre y a su sexo -le dijo Keir.
Fallon lo estudió con atención. Ella no había percibido ningún olor extraño en el cuerpo de Lochlan, pero el sentido del olfato de Keir era más agudo que el suyo. En algunas ocasiones, él había superado incluso a Lochlan con su asombrosa capacidad para seguir una pista.
– Lo único que tienes que hacer es pensar en lo que has visto en sus ojos, y sabrás que digo la verdad. La diosa ungulada es la adecuada, pero Lochlan ha elegido quedársela para sí.
Fallon cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho de su compañero. Recordó lo que había visto en la mirada de Lochlan aquella noche. La respuesta era evidente. Había visto agonía y dolor, todas las cosas que sentiría el noble Lochlan si hubiera elegido a la amante de sus sueños por delante de la salvación de su gente.
Keir tenía razón. Fallon sintió ira.