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La luz del sol entraba por las ventanas de su habitación, y Elphame pestañeó bajo la claridad de la mañana. Se incorporó con demasiada rapidez, y todo comenzó a girar a su alrededor. Tenía la cabeza embotada, y la boca seca. Era como si hubiera bebido demasiado vino la noche anterior, aunque en realidad no había tomado ninguno. ¿Qué le ocurría? Se frotó el cuello, que le picaba un poco, y notó dos pequeñas heridas.
Lochlan…
Todo lo que había ocurrido aquella noche volvió de golpe.
Él la había dejado.
Elphame respiró profundamente. No iba a llorar más. Iba a pensar. Tenía que haber una explicación racional para el comportamiento de Lochlan.
Al principio todo iba bien. Él la había consolado por la futura tristeza de Cuchulainn. Le había prometido que se enfrentarían juntos a lo que les deparara el futuro. Y le había hecho el amor.
Entonces había probado su sangre, y se había apartado de ella abruptamente.
«¡No puede ser así! ¡No permitiré que sea así!».
¿Qué había querido decir con aquello? El hecho de que hubiera probado su sangre no era nada espantoso. Sin embargo, Elphame sabía que él había pasado toda su vida rechazando la herencia oscura de su padre, y la noche anterior le había revelado que la lucha estaba volviendo loca a su gente. Se estremeció al recordar con qué tristeza le había hablado de los niños. Tal vez, el hecho de probar su sangre había sido como una rendición para Lochlan, una especie de aceptación, una batalla que había perdido contra lo que más odiaba de sí mismo. ¿Eso significaba que, a partir de aquel momento, ella estaba vinculada a aquel odio?
¡No! No podía creerlo. Lochlan era su marido, y había jurado ante Epona que la amaría. La noche en que se habían unido en matrimonio ella había elegido confiar en él. El camino que tenían por delante no era fácil, los dos lo sabían. Elphame no iba a vacilar ante el primer obstáculo.
Lochlan le había dicho que no lo siguiera, así que ella creería en él y esperaría. Y hasta que volviera a aparecer, Elphame debía seguir con las actividades diarias de trabajo en el castillo y con la dirección de su clan. No podía permitirse los mismos lujos que otras mujeres jóvenes. Su clan no necesitaba a una Jefa que no hiciera otra cosa que suspirar por su amor perdido.
¿Había perdido a Lochlan? Aquella idea le provocó un escalofrío.
Para recobrar la normalidad, se levantó, tomó un baño y se vistió. Estaba acabando de colocarse el broche de El MacCallan cuando alguien llamó a la puerta.
– ¿Elphame?
Era Brenna, cuya voz sonaba vacilante.
– Pasa, Brenna -dijo Elphame, y esbozó una sonrisa de bienvenida-. Buenos días.
La pequeña Sanadora entró en el dormitorio, y Elphame tuvo la sensación de que toda la brillantez que había perdido ella la había ganado su amiga. Ya no escondía la cara detrás de la melena, y su rostro resplandecía. Avanzó con paso ligero por la habitación, y Elphame se dio cuenta de que incluso su forma de vestir había cambiado. Ya no llevaba la camisa atada bajo la barbilla.
– El amor te sienta bien, Brenna -le dijo.
– Es Cuchulainn el que me sienta bien -respondió Brenna, y se ruborizó, aunque no apartó la vista de su amiga.
– Me alegro de saber que todas sus aventuras del pasado por fin han tenido un buen uso -dijo Elphame.
Y, en cuanto hubo hablado, se arrepintió. ¡Qué cosa tan insensible acababa de decir! ¿Acaso no podía pensar con claridad y no herir a su amiga?
– ¡Perdóname, Brenna! Ha sido horrible por mi parte.
Brenna se echó a reír.
– No es horrible, es cierto. Yo ya sabía que Cuchulainn no era virgen -dijo, y bajó la voz-. Anoche fue muy útil que uno de los dos supiera lo que había que hacer -explicó con una risita-. Y, de todos modos, yo no puedo cambiar el pasado de tu hermano. ¿Por qué iba a querer hacerlo? Su vida lo ha hecho tal y como es, y yo lo quiero así -dijo. Tomó de la mano a Elphame y continuó-: ¡Oh, soy tan feliz! Nunca habría soñado que iba a amarme un hombre, ningún hombre, ¡y he conseguido el amor de un hombre como Cuchulainn! Si el corazón dejara de latirme ahora, moriría feliz y completa.
Elphame sonrió con afecto a su amiga. La felicidad de Brenna fue como un bálsamo para su corazón dolorido. Le recordaba que el amor era posible, y que eran posibles los finales felices.
– Tu corazón no puede dejar de latir todavía, hasta que no me hayas dado una docena de sobrinos y sobrinas.
Brenna se dio un golpecito con el dedo en la barbilla, pensando.
– ¿Una docena en total, o una docena de cada?
– Eso dejaré que lo conteste mi madre. Y, hablando de la Encarnación de Epona, has de saber que se empeñará en celebrar la boda ella misma, y pronto, aunque probablemente estará llorando durante toda la ceremonia.
Brenna se quedó seria.
– Cu dice que le caeré bien.
– No te preocupes, Brenna, te va a adorar. ¿Dónde está mi hermano? ¿Todavía en la cama?
– No, ha ido al Gran Salón. Le dije que quería asegurarme de que te encontrabas bien esta mañana -dijo Brenna. Entonces comenzó a observar críticamente a Elphame-. Estás pálida. ¿No has dormido bien?
– Sí, muy bien. Seguramente estoy pálida porque he pasado demasiado tiempo encerrada, y no lo suficiente al aire libre. Vamos a desayunar juntas, y después le pondré remedio a eso.
– ¿Qué te ha pasado en el cuello?
Elphame se pasó los dedos por las diminutas marcas y se encogió de hombros.
– Debo de haberme rascado.
– Parecen picaduras.
– Será una araña. Supongo que eso demuestra que nuestro nuevo hogar no es perfecto -dijo. Tomó a Brenna de la mano y tiró de ella hacia la puerta.
– Le recordaré a Meara que limpie bien todos los rincones de tu dormitorio para quitar las telarañas.
Elphame asintió distraídamente, y después se apresuró a cambiar de tema.
– ¿Cómo está la lobezna de mi hermano?
Brenna miró hacia arriba.
– ¿Te ha dicho que la ha llamado Fand?
Elphame se echó a reír, y notó que el nudo que tenía en la garganta se aflojaba. Mientras charlaba agradablemente con su amiga, recorrieron el patio principal y llegaron al Gran Salón, donde el clan se había congregado para el desayuno. Elphame recibió un cálido saludo de todo el mundo, y se alegró al ver que su hermano abrazaba a Brenna y la besaba.
Era la Jefa de un clan asombroso. Si Lochlan la había abandonado, sobreviviría. No, haría algo mejor que sobrevivir. Viviría, prosperaría y pasaría sus días rodeada del amor y el respeto de su gente. Y tal vez algún día les contaría a sus sobrinos la historia de un ser alado y de la diosa que durante un breve tiempo lo había amado.
Elphame sonrió al ver a la lobezna jugueteando entre los pies de su hermano mientras caminaban hacia el grupo de trabajadores que esperaba junto a las murallas del castillo. Casi no podía creer que la gordita e inquieta Fand fuera la misma lobezna que había encontrado Cuchulainn, medio muerta, pocos días antes.
– El, ¿estás segura de que te encuentras bien para hacer esto?
– No empieces, Cu. Ya has oído lo que ha dicho Brenna: que estoy bien como para volver al trabajo. Y eso es exactamente lo que quiero hacer hoy.
Cu la miró con una ceja arqueada.
– ¿Y por qué quieres cortar árboles y clarear el bosque en vez de hacer algo…?
– ¿Algo más fácil? Porque nunca me ha interesado especialmente lo fácil, Cu. Dime, ¿qué querrías hacer tú si llevaras inactivo tanto tiempo como yo?
– Tuviste un accidente muy grave, El -le recordó Cuchulainn.
– ¿Qué querrías hacer tú?
El suspiró de Cuchulainn se convirtió en una carcajada.
– Querría ensuciarme las manos y poner a trabajar los músculos.
– Lo mismo que yo -dijo ella con una sonrisa.
Los trabajadores los saludaron, y se sintieron agradados al saber que La MacCallan iba a acompañarlos en su trabajo. Tomaron las hachas y siguieron a Cuchulainn y a Elphame hacia el exterior de las murallas.
– He pensado esto -dijo Cuchulainn, señalando el bosque circundante-: Hemos clareado bastante terreno, pero me gustaría hacer retroceder todavía más la línea de árboles. Los constructores del tejado han pedido más leña, así que nos beneficiaremos doblemente -dijo.
Estaba a punto de dar indicaciones más específicas cuando notó un cosquilleo en el costado. Volvió la cabeza, y se quedó callado. Su hermana estaba a su izquierda, e irradiaba oleadas de calor. Cuchulainn sintió una inquietud familiar mientras presenciaba, de nuevo, cómo tomaba vida el poder de Epona en Elphame.
Elphame miró hacia más allá de los árboles. El cielo estaba de un intenso color azul, del color que sólo sucedía en una mañana de primavera tras una tormenta. El sol acababa de ascender por encima del bosque de pinos, y lanzaba luz y brillo hacia las murallas del castillo. El cuerpo de Elphame absorbió los rayos como la caricia de una madre, y sintió que el poder de la diosa la invadía.
– Epona ha marcado este día -dijo con voz reverente-. Démosle las gracias por su presencia y pidámosle su bendición para nuestro clan.
Mientras Elphame elevaba la cara hacia el sol, notó que los hombres se arrodillaban. Miró a su lado, y comprobó que Cuchulainn se había puesto también de rodillas. Todos tenían el rostro inclinado hacia el sol, y Elphame sintió que era lo correcto, y cuando alzó los brazos para invocar a Epona, el poder de la diosa le acarició la piel.
– Oh, Gran Epona, sentimos tu presencia poderosa y te pedimos que tu espíritu fluya por nuestro clan. Hemos comenzado un nuevo camino aquí, y con tu ayuda divina, continuaremos infundiéndole vida al Castillo de MacCallan, el hogar ancestral de aquéllos a quienes has amado siempre. Te damos las gracias y te pedimos que bendigas el viento, la luz y el agua del mar y de los ríos, y las tierras y los bosques. Nos honra que tu espíritu esté entre nosotros. ¡Ave, Epona!
Los que la rodeaban repitieron el grito, y para deleite de Elphame, el sonido reverberó por las murallas y llenó la mañana de amor y magia.
La criatura alada lo estaba observando todo desde las sombras del bosque. Lochlan les había mentido. Allí estaba la prueba irrefutable. La diosa ungulada estaba ante las murallas de su castillo, rodeada de su gente, que se arrodillaba en muestra de respeto a su poder. En ella brilló el espíritu de Epona. Y ella pidió la bendición de la diosa con palabras sencillas, como si fuera su derecho de nacimiento. Ella era, de verdad, una diosa viviente.
No podían marcharse de Partholon sin ella. El destino de su gente dependía de ello. La mente de la criatura se llenó de pensamientos oscuros, y en aquella ocasión, no hizo ningún esfuerzo por rechazarlos. La diosa ungulada debía entrar al bosque, alejarse de las murallas protectoras de su castillo. Lochlan no lo haría, así que ellos tenían que encontrar otra manera de conseguirlo.
En la oscuridad de la mente de la criatura se formó una idea que nació de la locura y de la sangre.