175159.fb2 Profec?a De Sangre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

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Capítulo 37

La noche transcurrió lentamente. Lochlan habló muy poco mientras Elphame y Danann terminaban de curarle las heridas. Bebió una segunda taza de caldo y después, envuelto en la manta de Meara, se apoyó contra la columna y cerró los ojos.

Elphame no quería alejarse de su amante, pero sabía que su clan la necesitaba, así que mientras Lochlan descansaba, fue al Gran Salón y habló con ellos. Nadie mencionó al hombre alado, ni hablaron de la misión de Cuchulainn, pero la espera era algo tangible, y muchos miraban de reojo hacia la entrada del castillo. Nadie se marchó a su tienda a dormir, y Wynne y sus cocineras se afanaron en darles café y estofado a todos.

Estaba empezando a amanecer cuando Elphame volvió al patio principal para ver a Lochlan. Alguien les había llevado unas sillas a Brendan y a Duncan, y estaban sentados a su lado, y Elphame se quedó sorprendida al ver que estaban hablando con él. Caminó con sigilo para que no notaran que se acercaba.

– Ciento veinticinco años -dijo Brendan, agitando la cabeza. Su expresión era de cautela, pero de curiosidad también-. No me imagino cómo puede ser vivir tanto tiempo. Ni siquiera pareces tan viejo como Danann.

Elphame sonrió, y notó una sonrisa en el tono de voz de Lochlan.

– Yo no quisiera medir mi sabiduría con la del centauro. Puede que yo tenga muchos más años que él, pero su experiencia es mucho más valiosa. No querría enfrentar mi ingenio con el suyo.

Duncan soltó un resoplido.

– Ninguno querríamos -dijo, y después hizo una pausa, como si estuviera pensando cuidadosamente lo que iba a decir-. Vi lo que pasó cuando La MacCallan le preguntó al espíritu de la columna la verdad sobre ti. Si hubieras sido el culpable de la muerte de la Sanadora, nuestra señora lo habría sabido.

– Yo no maté a Brenna, pero te diré con sinceridad que llevaré la culpa de su muerte hasta la tumba. Debería haber encontrado la manera de evitarlo -dijo Lochlan.

– El destino puede ser muy cruel -dijo Brendan.

Duncan asintió.

Elphame se acercó en aquel momento.

– Está amaneciendo -dijo-. Wynne tiene comida caliente para vosotros. Os relevo temporalmente de la vigilancia.

En aquella ocasión, en vez de vacilar, los dos hombres se pusieron en pie, le hicieron una reverencia a Elphame y se dirigieron en silencio hacia el Gran Salón. Elphame, una vez a solas con Lochlan, se dio cuenta de que no sabía qué decir. Colocó un montón de vendajes y tapó el frasco de ungüento.

– Siéntate a mi lado un momento, corazón mío.

Elphame lo miró a los ojos. Estaba pálido, y tenía unas profundas ojeras. La manta se le había caído del hombro herido, y el vendaje blanco tenía manchas de sangre. Estaba un poco más erguido que cuando ella pensaba que se había quedado dormido, pero todavía seguía apoyado en la columna, como si él también obtuviera fuerza de ella.

Con un suspiro, Elphame se sentó a su lado.

– Es tan difícil saber lo que tengo que hacer, Lochlan -le dijo con tristeza-. ¿Cómo equilibro lo que siento con lo que soy?

– Lo estás haciendo bien. Te son leales, Elphame. No tienes que preocuparte por perder a tu clan.

– ¿Y tú? ¿Debo preocuparme por si te pierdo a ti?

– No puedes perderme, Elphame.

– ¿Y si Cuchulainn no encuentra a tu gente, o si los mata y no permite que cuenten su historia? ¿Y si los trae con vida hasta aquí y mienten, y dicen que fuiste tú quien mató a Brenna? Ninguno de los miembros del clan puede comunicarse con el espíritu de la piedra. Yo puedo evitar que Cuchulainn te mate, pero tendría que desterrarte, Lochlan. ¿Lo entiendes?

– Entiendo que harás lo que tengas que hacer. Sin embargo, ni la muerte ni el destierro podrán destruir el amor que siento por ti. Y no olvides que Epona está presente en todo esto, Elphame. He decidido confiar en la diosa, tal y como hizo mi madre.

Elphame agitó la cabeza.

– Yo no tengo tu fe.

Lochlan sonrió.

– ¿No? Epona te marcó antes de tu nacimiento. Tal vez sólo necesites confiar en ti misma par escuchar su voz.

Elphame le acarició la mejilla.

– ¿Estás seguro de que no eres tan sabio como Danann?

– Completamente.

Entonces, ella se inclinó hacia delante y lo besó con suavidad. Las alas de Lochlan se movieron involuntariamente, y él no pudo contener un gemido de dolor. Elphame se apartó rápidamente de él con preocupación. Quiso acariciarle el ala herida, pero detuvo su gesto en el aire, porque no quería causarle más daño.

– El ala se curará -dijo Lochlan, intentando consolarla, aunque tenía la voz entrecortada-. Yo no habría podido sobrevivir en las Tierras Yermas si hubiera sido frágil y me rompiera con facilidad.

– Pero es tu ala.

– Se me curará -repitió él-. No tengas miedo de tocarme.

Ella se estaba inclinando cuidadosamente hacia él cuando se oyó el sonido de muchos cascos de caballos que entraban en el castillo. Con el corazón acelerado, Elphame se puso en pie para recibir a Cuchulainn y conocer las noticias que su hermano les había llevado.

Cuando Cuchulainn entró en el patio, ella apenas pudo reconocerlo. Estaba manchado de sangre y tierra, como Brighid, que iba a su lado. Sin embargo, el semblante de Cuchulainn no había cambiado sólo por la batalla y el cansancio. Su rostro se había convertido en la máscara dura de un extraño. Detrás del guerrero y de la Cazadora, los hombres y los centauros entraron en el patio. Elphame reconoció a varios hombres de Loth Tor. Alguien gritó en el Gran Salón, y el clan salió al patio.

A la luz de las antorchas, Cuchulainn tiró de las riendas para detener al caballo y desmontó con rigidez. Después desenrolló una cuerda de la montura. Elphame contuvo la respiración mientras su hermano caminaba hacia ella, tirando de la cuerda, y vio a cuatro figuras aladas que entraron tambaleándose al círculo de luz. Lochlan se puso en pie con dificultad, pero ella no podía apartar la mirada de los prisioneros de su hermano.

Eran cuatro, tres hombres y una mujer. Tenían las manos atadas por delante y la cuerda que les unía las muñecas pasaba después alrededor de su cuello antes de conectar con el siguiente prisionero, de manera que si uno hubiera caído y hubiera sido arrastrado por el caballo de Cuchulainn, los demás se habrían ahogado. Estaban sangrando por múltiples cortes y estaban cubiertos de suciedad y sangre, pero las heridas más espantosas las tenían en las alas. Sólo permanecían los esqueletos. Lo que era prueba de la fuerza que les proporcionaba su sangre oscura se había convertido en jirones de carne destrozada.

No iban a curarse. Elphame lo supo con una certeza que la espantó.

– Las criaturas estaban en el lugar que él nos indicó -dijo Cuchulainn, con la voz de un extraño-. No se dejaron capturar con facilidad, como hacen la mayoría de los criminales.

Tiró de la cuerda con crueldad y el hombre que estaba más cerca de él, que era gemelo del prisionero al que estaba atado, tropezó y cayó de rodillas. Los demás chocaron entre sí dolorosamente.

Lochlan dio un paso hacia ellos.

– Ya están vencidos. No tienes por qué torturarlos.

Cuchulainn se volvió hacia él lleno de furia.

– ¡Mataron a Brenna!

– Ellos no la mataron. Fui yo.

Todos los ojos se clavaron en la mujer. Tenía menos heridas que los demás, y sus alas estaban menos destrozadas que las de los otros. Irguió la espalda mientras hablaba, y se echó el pelo blanco hacia atrás. Observó con desprecio a los que estaban allí reunidos, y al mirar sus ojos del color del hielo, Elphame pensó que tenía una belleza terrible, como la de una llama pálida y peligrosa.

– No hables, Fallon -le dijo el hombre alto y rubio que estaba a su lado.

Ella hizo caso omiso, y miró a Lochlan a los ojos.

– Ha pasado ya el momento del silencio, ¿verdad, Lochlan?

– Fallon, ¿por qué…?

Elphame le tocó el brazo para interrumpir su respuesta, y Fallon hizo un gesto de desdén.

– Eso es, Lochlan. No hables si ella no te lo permite. Eres la marioneta de la diosa ungulada.

Elphame sintió una punzada de ira y respondió a la mujer en un tono glacial.

– Ten cuidado al referirte a mí. Soy La MacCallan, Jefa del Clan de los MacCallan, y tu destino está en mis manos.

La mujer alada soltó una carcajada cruel y falta de humor, y Elphame supo, sin duda alguna, que estaba mirando a los ojos de la locura.

– Mi madre humana, que murió hace mucho tiempo, se habría sentido contenta porque finalmente yo haya podido entender el significado de la ironía. Mi futuro no está en tus manos, Diosa, salvo que hasta hoy, eras tú la que iba a ser sacrificada para culminar ese futuro.

– ¡Ya basta, Fallon!

Lochlan tuvo que rugir para hacerse oír por encima de las voces furiosas del clan. Nadie entraba al castillo y amenazaba a su Jefa sin incurrir en su ira.

Elphame alzó la mano para imponer silencio. Se aproximó a Fallon, y Cuchulainn la siguió. Cuando se acercaron a la mujer alada, el hombre que estaba a su lado se movió. Elphame ignoró el sonido de las cadenas de Lochlan y la ira que irradiaba su hermano. Estaba completamente concentrada en Fallon.

– Explícate.

Fallon alzó la barbilla.

– Pregúntale a tu amante la verdadera razón por la que vino solo a Partholon, a buscarte. No era sólo porque hubiera soñado contigo desde tu nacimiento. Había más, mucho más. Pero tal vez ya conoces parte de esa historia.

– Tú misma has admitido que tienes las manos manchadas con la sangre de una mujer inocente, y ahora estás en mitad de mi castillo lanzando insinuaciones, verdades a medias, acertijos. ¡Explícate!

Fallon abrió mucho los ojos al notar el poder de la diosa, pero en vez de amedrentarse, su locura se avivó. Le lanzó una mirada fulminante a Lochlan.

– ¡Mira lo que han provocado tus mentiras! Es evidente que sabes que es una diosa, pero estabas tan obsesionado con ella que preferiste quedártela para ti solo. Al extraer su sangre, la maldición se ha desvanecido de tu cuerpo, pero ¿y nosotros? ¿Te importa tan poco tu gente que ni siquiera pensaste en ella?

– Has cometido un asesinato y te has entregado a la locura, Fallon. Tus palabras no significan nada -dijo Lochlan.

Sin embargo, Elphame había estado observando a su amante mientras Fallon hablaba, y había visto una sombra de culpabilidad en sus ojos antes de que él controlara su expresión.

– Por una vez, estoy de acuerdo con esta criatura. Esas palabras no significan nada. La mujer mató a Brenna, y la mujer debe morir -dijo Cuchulainn, con tal falta de emoción, que a Elphame se le partió el corazón.

– ¡No! -gritó el hombre que estaba a su lado-. Lo que hizo Fallon fue sólo para salvar a nuestra gente. Lochlan abandonó la responsabilidad que le correspondía como nuestro líder. Nos traicionó al negarse a sacrificar a la diosa ungulada, y Fallon no tuvo otro remedio.

Cuchulainn emitió un rugido de furia que fue respondido por el de su clan, y varios de los hombres desenvainaron las espadas y dieron un paso adelante.

– ¡Silencio! -gritó Elphame, y su voz hizo que a los presentes se les pusiera el vello de punta, porque sintieron las corrientes de poder que despertaba.

La risa sarcástica de Fallon llenó el ambiente de odio.

– Me equivoqué en cuanto a ti, Diosa. Pese a todo tu poder, no lo sabías. No sabías que Lochlan te buscaba para completar la Profecía. Te creíste sus palabras de amor edulcoradas.

Lochlan tiró de las cadenas que lo sujetaban.

– ¡No sabes lo que dices!

– ¡Sé que la mujer humana murió por tu culpa! Si hubieras cumplido con los dictados de la Profecía, yo no habría tenido que matarla para sacar a tu amante de su fortaleza -dijo, y volvió a reírse. Entonces, la expresión enloquecida se le borró del rostro y empezó a llorar-. Pero no me esperaba tu traición definitiva -dijo, y se acarició con una mano larga y esbelta el ala rasgada, como si no le perteneciera-. Oh, Keir, mira lo que nos ha hecho.

Entonces estalló en sollozos, y el hombre la tomó entre sus brazos.

Elphame se volvió hacia Lochlan y lo miró fijamente.

– Háblame de la Profecía.

Lochlan respiró profundamente. Aunque siguiera encadenado, estaba erguido y tenía un porte orgulloso, más de dios que de prisionero. Cuando habló, su voz profunda y grave se extendió por todo el castillo e hipnotizó a todo su clan, aunque sólo miraba a Elphame.

– Ya sabes que mi madre era Morrigan, la hermana menor de El MacCallan. Como muchas de las mujeres de este clan, mi madre estaba marcada por Epona. Ella me transmitió su fe, y me hizo partícipe de una Profecía, que según me juró, le había revelado la misma diosa en sueños. La Profecía predecía que nuestra gente se salvaría a través de la sangre de una diosa moribunda. Mi madre dijo que Epona le había prometido que sería yo quien haría cumplir la Profecía. Su fe no vaciló nunca, ni siquiera en su lecho de muerte. Murió creyendo que algún día yo encontraría la manera de que la promesa de Epona se cumpliera. Cuando comencé a soñar con una niña tocada por la mano de la diosa, nacida de una humana y un centauro, supe que sus plegarias tenían respuesta.

Lochlan sonrió, y por un instante pareció que todos los demás desaparecían, y ellos dos se quedaban solos.

– Creo que empecé a amarte cuando eras una niña, y después me enamoré de ti cuando te convertiste en una joven tan bella. Pero en realidad, cuando te vi hablándole a tu gente ante las puertas derruidas del Castillo de MacCallan fue cuando me di cuenta de que sacrificaría cualquier cosa por ti, por tu seguridad, aunque estuviera condenando a los míos al destierro y a la locura.

– Fuiste tú -dijo de repente Brighid-. Tú salvaste a Elphame la noche de su accidente.

– Sí -dijo Elphame, sin apartar la vista de Lochlan-. El jabalí me habría matado de no ser porque Lochlan lo mató primero.

– No lo entiendo -dijo Brighid, entre las exclamaciones de asombro de los demás-. ¿Qué propósito tiene la Profecía? Si no sois enemigos ni tenéis el propósito de recuperar el pasado de vuestros padres y comenzar una nueva guerra, ¿por qué no habéis venido a Partholon pacíficamente? ¿Por qué pensabais que teníais que sacrificar la vida de Elphame?

– Se están volviendo locos -dijo Elphame-. La oscuridad de su sangre los llama -explicó, y señaló con tristeza a Fallon, que seguía aferrada a su compañero-. Y finalmente, la locura vence. Y hay niños que llevan la sangre de sus antepasados humanos, sangre que comparten con muchos de nosotros. Para ellos es peor, puesto que no tienen madres humanas que fortalezcan su condición humana.

– Así que creéis que Epona desea que Elphame sea sacrificada para que su sangre lave vuestra locura -dijo Cuchulainn con desprecio-. La misma Profecía es una locura.

– Puede que tengas razón, Cuchulainn -dijo Lochlan-. He descubierto que, durante todos estos años, hemos malinterpretado la Profecía.

Fallon se apartó de su compañero con las alas temblorosas.

– ¡Mientes! -gritó.

– No. He probado su sangre. He leído la verdad en ella.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó Cuchulainn.

Elphame no se volvió a mirar la rabia de su hermano.

– Lochlan es mi compañero. Él y yo nos hemos casado, y hemos consumado el matrimonio. Él probó mi sangre como parte del ritual de apareamiento.

Cuchulainn miró a su hermana como si no la conociera. Elphame apartó la vista de él antes de que su coraje se resquebrajara.

– ¿Qué es lo que te dijo mi sangre? -le preguntó a Lochlan.

– La Profecía dice que nosotros nos salvaremos a través de la sangre de una diosa moribunda, pero no hablaba de una muerte física. Lo que dice es que tú debes tomar la sangre oscura de nuestros padres en tu cuerpo, de modo que se mezcle con la tuya y, finalmente, la reemplace. Cuando suceda eso, como tú llevas la marca de la diosa, tú serás quien recoja la locura de nuestros padres. Las batallas que ha de mantener mi gente a diario para conservar su condición humana se transferirían a ti -dijo él, y el horror de lo que estaba diciendo se reflejó en su semblante-. Nosotros nos liberaríamos de la locura, pero para ti sería peor que una muerte física. Sería la muerte de tu humanidad.

– Eso no es posible -dijo Cuchulainn con desdén, y el clan lo secundó con gritos de aquiescencia.

Elphame siguió mirando fijamente a su amante. Recordó la expresión de horror con la que había huido de su lecho después de probar su sangre, y supo que su marido había dicho la verdad. Entonces, supo lo que tenía que hacer. Apartó la vista de Lochlan, antes de que él pudiera descifrar la decisión que había tomado.

Alzó una mano y pidió silencio.

– He completado mi juicio -dijo.

En aquel momento no era hermana ni esposa. Era La MacCallan, y sus palabras resonaron por las murallas del castillo.

– Cuchulainn, tu pérdida, y la del clan, ha sido muy grande. Debe haber una reparación -declaró, y se volvió hacia Fallon-. Acabaste con la vida de una inocente. Tú darás tu vida a cambio.

Cuchulainn se adelantó hacia la mujer alada con la espada en alto.

– ¡No! -gritó Keir.

– No puedes salvarla, pero puedes morir con ella -dijo Cuchulainn, en un tono letal.

Fallon dio un paso adelante, como si estuviera dispuesta a recibir el golpe mortal del guerrero.

– Entonces, mátame y demuestra tu barbarismo -dijo con altivez. Entonces se arrancó los jirones que le cubrían el cuerpo y dejó a la vista su vientre abultado-. Pero has de saber que al matarme también asesinarás a mi hijo.

Elphame no tuvo que ordenarle a su hermano que se detuviera. La espada de Cuchulainn vaciló. Él la bajó lentamente hasta que la punta dio en el suelo, y con los ojos llenos de dolor miró a Elphame.

– Brenna habría dicho que era venganza, y no justicia, el hecho de matar a un niño para compensar su muerte.

– Estoy de acuerdo, Cuchulainn. No sería justo acabar con la vida de otro inocente -dijo Elphame-. Pero alguien debe pagar el precio del asesinato de Brenna.

– Fallon es mi compañera. El niño es mío. Yo pagaré ese precio -dijo Keir.

Entonces, con un gesto de dolor, se inclinó para recoger la ropa de Fallon, que le entregó sin mirarla. Fallon no habló, pero Elphame vio una emoción en los ojos de la mujer, algo que no era locura ni odio.

– ¿Sabías que Fallon tenía planeado matar a Brenna? -le preguntó Elphame a Keir.

– No, Diosa. Vinimos a comprobar que se cumplía la Profecía, no a matar a inocentes. Pese a lo que la gente piense de nosotros, no somos como nuestros padres.

– Keir, tú no tienes la culpa de que Fallon claudicara a la locura. No eres el culpable de la muerte de Brenna.

Elphame se giró lentamente hacia Lochlan. Los murmullos del clan cesaron. En el silencio, las palabras de Lochlan sonaron con fuerza y con claridad.

– Keir no es el culpable de la muerte de Brenna. Soy yo. Yo soy el líder de mi gente, y también soy un traidor.

– Tus palabras son sabias, esposo -dijo ella.

Entonces extendió el brazo hacia Cuchulainn, pidiéndole silenciosamente la espada. Sin decir nada, su hermano depositó la empuñadura en la palma de su mano. Después, Elphame se aproximó a Lochlan. Él ignoró a todos los demás y habló sólo para ella.

– Cuando nos casamos, te dije que te seguiría aunque eso me condujera a la muerte. No reniego de esa promesa, como no me arrepiento de nuestro amor. Cuando respondí a tu llamada y llevé el cuerpo de Brenna, sabía cuál iba a ser mi final. Lo acepté entonces y lo acepto ahora.

Tenía una sonrisa sin amargura, y su voz reflejaba el amor que sentía por ella.

Elphame le devolvió la sonrisa, en vez de golpearlo con la espada.

– ¿Te acuerdas de que me dijiste que yo tenía que confiar en mí misma lo suficiente como para escuchar la voz de Epona? Tenías razón, Lochlan. Por fin he encontrado esa seguridad en mí misma, y he oído la voz de la diosa. Ahora tú también debes confiar en mí.

– Confío en ti, corazón mío -respondió él, y abrió los brazos para que ella pudiera darle el golpe final con facilidad.

– Bien. Pronto necesitaré esa confianza -dijo ella, y miró hacia atrás, por encima de su hombro, a su hermano-. Perdóname, Cuchulainn -le dijo.

Mientras ella tomaba aire profundamente, su hermano abrió mucho los ojos, porque acababa de entender lo que se proponía Elphame.

– ¡Detenedla! -gritó, lanzándose hacia ella.

Su grito fue seguido del de Lochlan, y el hombre alado tiró salvajemente de sus cadenas para intentar alcanzar a Elphame, mientras ella se cortaba la carne de la muñeca hasta el codo, profundamente. Temiendo que Cuchulainn la alcanzara demasiado pronto, Elphame intentó cambiar la espada a la otra mano apresuradamente para terminar lo que había comenzado, pero la fuerza ya estaba abandonando su cuerpo, y se le hizo difícil sujetar la espada. En silencio, pidió más tiempo, y la piedra sobre la que estaba en pie oyó su súplica.

A través de una niebla rojiza, Elphame vio el espíritu de El MacCallan.

«Aquí estoy, muchacha».

Entonces, él alzó la mano, un instante antes de que Cuchulainn alcanzara a Elphame, y ella quedó encerrada en una esfera transparente de poder. El cuerpo de Cuchulainn se detuvo en seco como si hubiera chocado contra un muro invisible.

«No, Cuchulainn. No puedes cambiar el futuro de La MacCallan. Ella es quien debe elegir, no tú».

– ¡Elphame, no! -gritó Cuchulainn, dando puñetazos de impotencia sobre la barrera de poder espiritual.

Elphame pasó la espada a la otra mano, mientras la sangre manaba del corte de su brazo y formaba un riachuelo escarlata. Apretó los dientes contra el dolor y repitió el corte en su brazo derecho, y sólo entonces dejó caer la espada al suelo de mármol. Sintió el calor de la sangre, que bañaba sus brazos y sus piernas. Entonces, miró a Lochlan. Él tenía la cara cubierta de lágrimas.

– Sálvame -le dijo-, y a cambio, yo te salvaré a ti.

«Ya sabes lo que tienes que hacer, sobrino».

Después de que El MacCallan hablara, el círculo de poder desapareció con el espíritu, y gritando de angustia, Cuchulainn tomó a Elphame entre sus brazos.

– ¡Acércamela antes de que pierda el conocimiento! -gritó Lochlan.

El guerrero arrastró a su hermana hacia Lochlan, y él se arrodilló a su lado y la abrazó.

– ¡La espada! ¡Dame la espada! -rugió.

Entonces, tuvo la empuñadura ensangrentada en la mano. Con un movimiento veloz, Lochlan se hizo un corte profundo sobre el corazón y arrojó el arma lejos de sí. Tomó la cabeza de Elphame entre las manos y le apretó los labios contra la herida.

– Bebe, corazón mío -le suplicó.

Ella tenía los ojos cerrados, y no respondió.

– Bebe, Elphame -gritó él-. He hecho lo que me has pedido. Ya sólo puedes salvar tu vida cumpliendo la Profecía. ¡Bebe!

Ella comenzó a mover los labios contra su piel y bebió. Abrió los ojos de golpe y tensó la boca contra el pecho de Lochlan, mientras la sangre de los demonios entraba en su cuerpo. Al principio sólo percibió un sabor metálico, pero después comenzó el calor. Estaba bebiendo de la lava de un volcán, pero no podía apartarse por mucho que lo deseara. El calor la seducía. Llenaba su cuerpo y le acariciaba el alma con el poder hipnótico de la locura y la oscuridad de una raza entera. Las heridas de sus brazos se secaron y se cerraron solas. Entonces, su mente se llenó de pensamientos ajenos.

«Sangre… Nunca es suficiente… Debería dejarlo seco… Debería beberse la sangre de todos ellos, y comenzaría a formar su propio ejército… Sería en parte diosa, en parte demonio… Primero debía matar a Lochlan… Matar al traidor…».

¿Matar a Lochlan? ¿Matar a su compañero?

Su propia conciencia se abrió paso entre los susurros de los demonios y, con un jadeo, apartó la boca del pecho de Lochlan. Se alejó de él a gatas y, con un sentimiento de pánico, se percató de que el charco de sangre que cubría el suelo y su cuerpo era su propia sangre. No. La sangre que cubría el suelo ya no era la suya, porque la suya estaba irremediablemente mezclada con la de los demonios.

«Ahora es un demonio… Tiene que aceptarlo».

– No escuches los susurros oscuros -le dijo Lochlan entre jadeos, y se desplomó en el suelo, pálido y mareado-. ¡Lucha contra ellos, Elphame!

– ¿Elphame? -le dijo Cuchulainn, acercándose lentamente a ella con los brazos extendidos-. Ven conmigo -le pidió. Elphame no respondió, y a él se le quebró la voz-. No puedes dejarme tú también, hermana mía. No podría soportarlo.

Al oír aquella expresión de cariño, Elphame se estremeció. La oscuridad que ella había aceptado en su cuerpo era la causante de la pérdida de Cuchulainn. Y ahora, ella formaba parte de aquello… «Sí». Las voces se revolvieron en su mente y en su cuerpo, como si tuviera cientos de insectos bajo la piel. «Sí… Siéntenos… Óyenos… Ahora somos tú».

– Ya no soy tu hermana. No puedes ayudarme.

Elphame no reconoció el sonido de su propia voz. No reconoció las caras de la gente que la rodeaba. Sus pensamientos, y sus recuerdos, se fragmentaron, y todo comenzó a hundirse en la marea oscura que latía en ella. Giró por el suelo y se encontró con el viejo centauro.

– Llama al espíritu de las piedras -le dijo Danann-. Te ayudará.

Ella negó con la cabeza. No, los espíritus ya no responderían a su llamada. Estaba sola, perdida en la locura.

«Ten calma, Amada. Yo nunca te abandonaré».

Aquellas palabras recorrieron su cuerpo, y Elphame se aferró a ellas como si fueran su tabla de salvación.

– ¡Epona! -sollozó.

Al pronunciar el nombre de la diosa, notó un temblor en el cuerpo, y una idea se abrió paso en su mente. Debía confiar en sí misma. Luchó contra el miedo y la oscuridad, y se puso en pie.

Se tambaleó hacia delante, y el clan se abrió para que ella pudiera acercarse a la fuente que estaba en mitad del patio. Miró la cara de la muchacha de mármol, su antepasada, y el primer rayo de sol de la mañana la acarició. Con una mano limpia y suave, el rayo halló el broche de La MacCallan y le arrancó una luz brillante. Elphame buscó en aquella luz, buscó y encontró su herencia, la fe, la fidelidad y la fuerza del amor que no podía ser usurpado por la maldad oscura. El día amaneció como un faro de esperanza, y Elphame recordó quién era, y al saberlo, la oscuridad se marchitó y se encogió, y tuvo que retirarse de la luz cegadora de la confianza y el valor. Los susurros malvados desaparecieron, se convirtieron en el recuerdo de un eco.

Como si acabara de despertar de un largo sueño, puso los brazos manchados de sangre bajo el agua de la fuente, y observó cómo desaparecían las manchas. Después echó la cabeza hacia atrás y dejó que la luz pura de la mañana de Epona le lavara la cara. Un grito comenzó a formarse en su interior, y salió de ella hacia las murallas, que lo hicieron rebotar hasta que las voces jubilosas, primero la de su hermano, después la de su esposo, y después las del clan, lo repitieron.

– ¡Fe y fidelidad!

Con una sonrisa de triunfo, Elphame se desvaneció y cayó en el suelo de mármol, dándole la bienvenida a la paz de la inconsciencia.