175238.fb2 R?quiem Alem?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 37

R?quiem Alem?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 37

34

Seguí a Nebe al interior de la casa y al piso de arriba, a la biblioteca donde habíamos hablado el día anterior. Me trajo un coñac del mueble-bar y lo dejó en la mesa delante de mí.

– Perdóname que no te acompañe -dijo observando cómo me lo bebía de un trago-. Normalmente me gusta tomarme un coñac con el desayuno, pero esta mañana tengo que tener las ideas claras. -Sonrió con indulgencia cuando dejé la copa sobre la mesa-. ¿Mejor?

Asentí.

– Dime, ¿habéis encontrado a vuestro dentista desaparecido, al doctor Heim?

Ahora que ya no tenía que preocuparme por mis propias perspectivas inmediatas de supervivencia, Veronika volvía a ocupar el primer lugar en mis pensamientos.

– Está muerto, me temo. Eso ya es bastante malo, pero ni la mitad de malo que no saber qué le había pasado. Por lo menos, ahora sabemos que no lo tienen los rusos.

– ¿Qué le pasó?

– Tuvo un ataque al corazón. -Nebe soltó aquella risita seca que yo le conocía tan bien de la época del Alex, la comisaría central de la policía criminal de Berlín-. Parece que estaba con una chica en aquel momento. Una chocolatera.

– ¿Quieres decir que le pasó mientras estaban…?

– Eso exactamente es lo que quiero decir. Con todo, puedo imaginar formas peores de morir, ¿tú no?

– Después de lo que acabo de pasar, eso no me resulta especialmente difícil, Arthur.

– Seguro -dijo, y sonrió casi avergonzado.

Dediqué unos momentos a buscar una excusa que me permitiera preguntar inocentemente qué le había pasado a Veronika.

– ¿Y qué hizo ella? La chocolatera, quiero decir. ¿Telefoneó a la policía? -Fruncí el ceño-. No, supongo que no.

– ¿Por qué dices eso?

Me encogí de hombros ante la evidente simplicidad de mi explicación.

– No puedo imaginarme que se hubiera arriesgado a que la arrestara la brigada Antivicio. No, apuesto a que trató de tirarlo en algún sitio. Le pediría a su chulo que lo hiciera, como de costumbre. -Enarqué las cejas, con aire interrogador-. ¿Qué? ¿Tengo razón?

– Sí, tienes razón, como de costumbre. -Sonaba casi como si admirara mi razonamiento. Luego soltó una especiede suspiro nostálgico-. ¡Qué lástima que ya no estemos en la Kripo, no tienes ni idea de lo que echo en falta todo aquello!

– Yo también.

– Pero tú podrías volver. ¿No tendrás ninguna cuenta pendiente, verdad, Bernie?

– ¿Y trabajar para los comunistas? No, gracias. -Fruncí los labios y traté de adoptar un aire preocupado-. De todos modos, prefiero quedarme lejos de Berlín durante un tiempo. Un soldado ruso trató de robarme en el tren. Fue en defensa propia, pero lo maté. Y me vieron dejar la escena del crimen cubierto de sangre.

– «La escena del crimen» -citó Nebe, paladeando la frase como si fuera un buen vino-. Es agradable volver a hablar con un detective.

– Solo para satisfacer mi curiosidad personal, Arthur: ¿cómo encontraste a la chocolatera?

– No fui yo, fue König. Me ha dicho que fuiste tú quien le explicó la mejor manera de buscar al pobre Heim.

– Solo le dije las cosas de rutina, Arthur, cosas que tú mismo le podrías haber dicho.

– Puede que sí. De cualquier modo, parece que la chica de König reconoció a Heim en una foto. Parece que solía frecuentar el club donde ella trabaja. Recordaba que Heim le tenía una especial afición a una de las furcias que trabajan allí. Lo único que Helmut tenía que hacer era convencerla para que se lo contara todo. Así de sencillo.

– Sacarle información a una furcia nunca es algo «así de sencillo» -dije-. Puede ser como sacarle una blasfemia a una monja. El dinero es el único medio de hacer hablar a una chica de alterne, el único que no deja moretones. – Esperé que Nebe me contradijera, pero no dijo nada-. Claro que un moretón es más barato y no deja margen al error. -Le sonreí como para decir que no tenía ningún escrúpulo en absoluto cuando se trataba de zurrar a una chocolatera en interés de una investigación eficaz-. Yo diría que König no es de los que tiran el dinero, ¿estoy en lo cierto?

Con gran decepción por mi parte, Nebe se limitó a encogerse de hombros y luego miró la hora.

– Será mejor que se lo preguntes tú mismo cuando lo veas.

– ¿También va a venir a la reunión?

– Estará aquí. -Nebe consultó de nuevo la hora-. Me temo que tengo que dejarte. Todavía me quedan un par de cosas por hacer antes de las diez. Quizá sería mejor que te quedaras aquí. La seguridad es muy estricta hoy y no querríamos otro incidente, ¿verdad? Haré que alguien te traiga café. Enciéndete la chimenea si quieres. Aquí hace algo de frío.

Di unos golpecitos en la copa.

– Me parece que ahora ya no lo noto tanto.

Nebe me miró pacientemente.

– Sí, bueno, sírvete más coñac si crees que lo necesitas.

– Gracias -dije alargando la mano para coger la botella-, no me irá mal.

– Pero mantente despierto. Te harán muchas preguntas sobre tu amigo ruso. No me gustaría que se pusiera en duda tu opinión de su valía solo porque hubieras bebido demasiado.

Cruzó el crujiente suelo hacia la puerta.

– No te preocupes por mí -dije contemplando los estantes vacíos-, leeré un libro.

La notable nariz de Nebe se frunció en gesto de desaprobación.

– Sí, es una verdadera lástima que la biblioteca haya desaparecido. Parece que los anteriores dueños dejaron una colección soberbia, pero cuando llegaron, los rusos utilizaron todos los libros como combustible para la caldera. – Cabeceó con aire triste-. ¿Qué se puede hacer con subhumanos así?

Cuando Nebe se fue, seguí su consejo y encendí la chimenea. Me ayudó a concentrarme en lo que iba a hacer a continuación. Cuando las llamas prendieron en el pequeño edificio de troncos y palos que había construido, pensé que el patente regocijo de Nebe sobre las circunstancias de la muerte de Heim parecía indicar que la Org aceptaba que Veronika les había dicho la verdad.

Era cierto que seguía sin saber dónde podían tenerla, pero me daba la impresión de que König todavía no estaba en Grinzing, y sin un arma no veía cómo podía marcharme a buscarla en otro sitio. Faltando solo dos horas para la reunión de la Org, me parecía que lo mejor que podía hacer era esperar a que llegara König y confiar en que tranquilizara mi conciencia. Y si había matado o herido a Veronika, le ajustaría las cuentas personalmente cuando llegara Belinsky con sus hombres.

Cogí el atizador y avivé el fuego descuidadamente. El hombre de Nebe me trajo el café, pero no le presté atención, y cuando se fue me estiré en el sofá y cerré los ojos.

El fuego crepitó, repiqueteó un par de veces y me calentó el costado. A través de los párpados cerrados, un rojo brillante se convirtió en un púrpura intenso y luego en algo más relajante…

– ¿Herr Gunther?

Levanté bruscamente la cabeza del sofá. Dormir en una posición extraña, aunque solo fuera unos minutos, me había puesto el cuello más rígido que el cuero nuevo. Pero cuando miré el reloj vi que había estado durmiendo más de una hora. Flexioné el cuello.

Sentado al lado del sofá había un hombre vestido con un traje de franela gris. Se inclinó hacia adelante y me tendió la mano para que se la estrechara. Era una mano ancha, fuerte y sorprendentemente firme para un hombre tan bajo. Poco a poco, reconocí su cara, aunque nunca nos habíamos visto antes.

– Soy el doctor Moltke -dijo-. He oído hablar mucho de usted, Herr Gunther.

Su acento era tan bávaro que uno podía quitarle la espuma de la superfìcie.

Asentí inseguro. Había algo en su manera de mirar que encontraba profundamente desconcertante. Tenía los ojos de un hipnotizador de cabaré.

– Encantado de conocerle, Herr Doktor.

Aquí teníamos a otro que había cambiado de nombre. Otro que se suponía que estaba muerto, como Arthur Nebe. Y este no era cualquier nazi corriente, fugitivo de la justicia, si es que existía justicia en Europa durante 1948. Me produjo una sensación extraña pensar que le había estrechado la mano a un hombre que, por las misteriosas circunstancias que habían rodeado su «muerte», bien pudiera ser el hombre más buscado del mundo. Era el Henrich Müller de la Gestapo en persona.

– Arthur Nebe me ha estado hablando de usted -dijo-. ¿Sabe?, parece que usted y yo somos bastante parecidos. Yo también era detective de la policía, como usted. Empecé en la calle, haciendo la ronda, y aprendí el oficio en la dura escuela del trabajo corriente de la policía. Como usted, también me especialicé, pero mientras usted trabajabapara el Departamento de Homicidios, yo me vi atraído por la vigilancia de los funcionarios del partido comunista. Incluso hice un estudio especial de los métodos policiales de la Rusia soviética. Encontré mucho que admirar allí. Siendo usted mismo policía, seguro que apreciaría su profesionalidad. El MVD, que antes era la NKVD, es probablemente la mejor policía secreta del mundo. Incluso mejor que la Gestapo. Por la simple razón, creo, de que el nacionalsocialismo nunca consiguió ofrecer una convicción capaz de orientar una actitud tan coherente hacia la vida. ¿Y sabe por qué?

Negué con la cabeza. Su fuerte acento bávaro parecía indicar una jovialidad natural que yo sabía que aquel hombre no podía tener en modo alguno.

– Porque, Herr Gunther, a diferencia del comunismo, nosotros nunca atrajimos a los intelectuales además de a la clase obrera. ¿Sabe?, yo mismo no me uní al partido hasta 1939. Stalin hace mejor las cosas. Hoy lo veo bajo un prisma diferente que antes.

Fruncí el ceño, preguntándome si esta era la idea que Müller tenía de una broma o un chiste. Pero parecía totalmente serio, pomposamente serio.

– ¿Admira usted a Stalin? -dije casi sin podérmelo creer.

– Está muy por encima de cualquiera de nuestros líderes occidentales. Incluso Hitler se queda pequeño en comparación. Piense tan solo a lo que han hecho frente Stalin y su partido. Usted estuvo en uno de sus campos. Sabe cómo son. Incluso habla usted ruso. Uno siempre sabe dónde está con los ivanes. Te ponen contra una pared y te fusilan o te dan la Orden de Lenin. No es como con los estadounidenses o los británicos. -En la cara de Müller apareció una expresión de extremo desagrado-. Hablan de moralidad y de justicia, pero permiten que Alemania se muera de hambre. Escriben sobre ética, pero cuelgan a viejos camaradas un día y al siguiente los reclutan para sus propios servicios de seguridad. No se puede confiar en gente así, Herr Gunther.

– Perdóneme, Herr Doktor, pero tenía la impresión de que trabajábamos para los norteamericanos.

– Error. Trabajamos con los norteamericanos. Pero en última instancia, trabajamos para Alemania. Para una nuevaPatria.

Con un aspecto más pensativo, se levantó y fue hasta la ventana. Su manera de expresar que reflexionaba fue una rapsodia silenciosa más propia de un sacerdote campesino que lucha con su conciencia. Juntó las manos, meditabundo, las separó de nuevo y, finalmente, se apretó las sienes entre los puños.

– No hay nada que admirar en Estados Unidos. No es como Rusia. Pero los norteamericanos tienen poder. Y lo que les da poder es el dólar. Es la única razón por la que debemos oponernos a Rusia. Necesitamos los dólares estadounidenses. Lo único que la Unión Soviética puede darnos es el ejemplo: el ejemplo de lo que la lealtad y la entrega pueden llegar a conseguir, incluso sin dinero. Así pues, piense en lo que los alemanes podríamos hacer con una entrega similar y el dinero norteamericano.

Traté de ahogar un bostezo y no lo conseguí.

– ¿Por qué me está diciendo todo esto, Herr… Herr Doktor?

Durante un espantoso segundo casi lo había llamado Herr Müller. ¿Sabría alguien, además de Arthur Nebe y quizá Von Bolschwing, que me había interrogado, quién era realmente Moltke?

– Estamos trabajando por un nuevo mañana, Herr Gunther. Puede que ahora se hayan repartido Alemania entre ellos, pero llegará un tiempo en que volveremos a ser una gran potencia. Una gran potencia económica. Mientras nuestra organización trabaja al lado de los estadounidenses para oponernos al comunismo, podremos convencerlos para que dejen que Alemania se reconstruya. Y con nuestra industria y nuestra tecnología, lograremos lo que Hitler nunca habría podido alcanzar. Y lo que Stalin, sí, incluso Stalin con sus impresionantes planes quinquenales, solo puede seguir soñando. Los alemanes quizá nunca tengan el dominio militar, pero pueden dominar económicamente. Será el marco, no la esvástica, lo que conquistará Europa. ¿No se cree lo que digo?

Si parecía sorprendido era únicamente porque la idea de que la industria alemana pudiera estar en la cima de nada que no fuese un montón de chatarra me parecía absolutamente ridícula.

– Me preguntaba si todos los miembros de la Org piensan igual que usted.

Se encogió de hombros.

– No exactamente, no. Hay diversas opiniones en cuanto a la valía de nuestros aliados y a la maldad de nuestros enemigos. Pero todos estamos de acuerdo en una cosa, y es la nueva Alemania. No importa si tarda cinco años o cincuenta y cinco.

Absorto, Müller empezó a hurgarse la nariz. Eso lo tuvo ocupado durante unos segundos, después de los cuales se examinó el pulgar y el índice y luego se los limpió en las cortinas de Nebe. Era, pensé, un mal augurio de la nueva Alemania de la que había estado hablando.

– En cualquier caso, quería esta oportunidad para agradecerle personalmente su iniciativa. He estudiado a fondo los documentos que su amigo nos ha proporcionado y no me cabe ninguna duda: es un material de primera clase. Los estadounidenses se volverán locos de entusiasmo cuando lo vean.

– Me alegra saberlo.

Müller volvió a su sillón, al lado de mi sofá, y se sentó.

– ¿Hasta qué punto está usted seguro de que él pueda continuar entregándonos este tipo de material de alto nivel?

– Muy seguro, Herr Doktor.

– Excelente. ¿Sabe?, no podía habernos llegado en mejor momento. La Compañía de Utilización Industrial del Sur de Alemania está solicitando un aumento de fondos al Departamento de Estado estadounidense. La información de su hombre será un elemento trascendental en apoyo de nuestros argumentos. En la reunión de esta mañana recomendaré que a la explotación de esta nueva fuente se le conceda la máxima prioridad aquí en Viena.

Cogió el atizador de la chimenea y removió violentamente las ascuas refulgentes del fuego. No era demasiado difícil imaginarlo haciendo lo mismo con un ser humano. Con la mirada fija en las llamas, añadió:

– En un asunto por el que tengo un interés tan personal, tengo que pedirle un favor, Herr Gunther.

– Le escucho, Herr Doktor.

– Debo confesarle que confiaba en convencerlo para que me dejara ocuparme de este informador yo mismo.

Reflexioné durante un minuto.

– Como es natural, tendría que preguntarle a él qué opina. Confía en mí. Podría llevar algo de tiempo.

– Por supuesto.

– Como le dije a Nebe, querrá dinero. Mucho dinero.

– Puede decirle que lo organizaré todo. Una cuenta en un banco suizo… lo que quiera.

– En este momento lo que quiere es un reloj suizo -dije, improvisando-, un Doxas.

– No hay ningún problema -Müller sonrió-. ¿Ve lo que quiero decir sobre los rusos? Saben exactamente lo que quieren. Un bonito reloj. Está bien, déjelo de mi cuenta. -Müller volvió a colocar el atizador en el soporte y se recostó en el sillón, satisfecho-. Entonces, entiendo que no tiene ninguna objeción a mi propuesta. Como es natural, usted será bien recompensado por traernos a un informador tan importante.

– Ya que lo menciona, sí que tengo una cifra en mente -dije.

Müller levantó las manos y me rogó que la dijera.

– Puede que sepa que hace muy poco he sufrido una importante pérdida jugando a las cartas. Perdí la mayoría de mi dinero, unos cuatro mil schillings. Pensaba que podría redondear esa cifra hasta cinco mil.

Frunció los labios y empezó a asentir lentamente.

– No lo considero poco razonable, dadas las circunstancias.

Sonreí. Me divertía que a Müller le importara tanto proteger su ámbito de especialización dentro de la Org como para estar dispuesto a comprarme mi relación con el ruso de Belinsky. Era fácil ver que de este modo se vería garantizada la fama de Müller, el de la Gestapo, como autoridad en todas las cuestiones relativas al MVD. Se palmeó las rodillas con decisión.

– Bien. Me alegra que esto esté arreglado. He disfrutado de nuestra pequeña charla. Volveremos a hablar después de la reunión de esta mañana.

«Claro que hablaremos», me dije. Solo que probablemente sería en el Stiftskaserne, o dondequiera que los del Crowcass fueran a interrogar a Müller.

– Desde luego, tendremos que hablar del procedimiento para establecer contacto con su fuente. Arthur me dice que tienen un acuerdo de buzón secreto.

– Todo está anotado -le dije-. Estoy seguro de que lo encontrará todo en orden.

Miré la hora y vi que eran más de las diez. Me levanté y me ajusté la corbata.

– Oh, no se preocupe -dijo Müller palmeándome la espalda. Parecía casi jovial ahora que había conseguido lo quequería-. Nos esperarán, se lo aseguro.

Pero casi en aquel mismo momento se abrió la puerta de la biblioteca y la cara ligeramente contrariada del barón Von Bolschwing miró dentro de la sala. Alzó su reloj de pulsera de forma significativa y dijo:

– Herr Doktor, ya es hora de que empecemos.

– De acuerdo -dijo Müller con voz tonante-, ya hemos acabado. Puede decirle a todo el mundo que entre.

– Muchas gracias -dijo el barón, pero su voz sonó malhumorada.

– Reuniones -comentó Müller, burlón-. Una detrás de otra en esta organización. No hay forma de acabar con ese incordio. Es como limpiarte el culo con un neumático de coche. Es como si Himmler no hubiera muerto.

Sonreí.

– Eso me recuerda que tengo una cita ineludible.

– Está al final del pasillo -dijo.

Me dirigí a la puerta, disculpándome primero con el barón y luego con Arthur Nebe mientras me abría paso entre los hombres que entraban en la biblioteca. Eran viejos camaradas, sin ninguna duda. Hombres de mirada dura, sonrisa floja, barriga bien alimentada y una cierta arrogancia, como si ninguno de ellos hubiera perdido nunca una guerra ni hecho nada de lo que tuviera que sentirse avergonzado. Este era el rostro colectivo de la nueva Alemania que Müller había ensalzado.

Pero de König seguía sin haber señal alguna.

En el lavabo, que olía a agrio, tuve buen cuidado de cerrar la puerta con el cerrojo, comprobé la hora en mi reloj y fui hasta la ventana para tratar de ver la carretera, más allá de los árboles de al lado de la casa. Con el viento moviendo las hojas era difícil distinguir nada con mucha claridad, pero me pareció que vislumbraba a lo lejos el guardabarros de un coche negro y grande.

Cogí el cordón de la persiana y, confiando en que estuviera sujeta a la pared mejor que la de mi propio cuarto de baño de Berlín, tiré de ella suavemente durante cinco segundos, luego la dejé que volviera a enrollarse otros cinco segundos. Cuando lo hube hecho tres veces como habíamos acordado, esperé la señal de Belinsky y me sentí muy aliviado cuando oí tres bocinazos no muy lejos. Entonces tiré de la cadena y abrí la puerta.

A medio camino de regreso a la biblioteca, vi al perro de König. Estaba de pie en mitad del pasillo, husmeando el aire y mirándome con algo parecido al reconocimiento. Luego se dio media vuelta y trotó escaleras abajo. No se me ocurrió un medio más rápido de encontrar a König que dejar que aquella birria de perro lo hiciera por mí. Así que lo seguí.

Delante de una puerta de la planta baja, el perro se detuvo y soltó una mezcla de ladrido y gemido. En cuanto la abrí salió disparado de nuevo, trotando por un pasillo que llevaba hacia la parte trasera de la casa. Se detuvo una vez más e hizo como si tratara de excavar por debajo de otra puerta que parecía que conducía al sótano. Durante varios segundos vacilé antes de abrirla, pero cuando el perro ladró, decidí que era más sensato dejarlo entrar que arriesgarme a que el ruido atrajera a König. Giré la manija, empujé y, al ver que la puerta no se movía, tiré de ella hacia mí. Se abrió con un ligerísimo crujido, que quedó disimulado en gran parte por lo que, al principio, me sonó como un gato maullando en algún lugar del sótano. El aire frío y la terrible revelación de que aquello no era ningún gato me golpearon en la cara y sentí un escalofrío involuntario. Entonces el perro se introdujo por la rendija de la puerta y desapareció por los desnudos peldaños de madera.

Incluso antes de alcanzar de puntillas el final de las escaleras, donde unos grandes botelleros me ocultaban de la vista, ya había reconocido que la dolorida voz pertenecía a Veronika. La escena exigía muy poco análisis. Estaba sentada en una silla, desnuda hasta la cintura, y tenía la cara mortalmente pálida. Un hombre, sentado justo enfrente de ella, con la camisa arremangada, estaba torturándole la rodilla con un objeto de metal manchado de sangre. König estaba de pie detrás de ella, sujetando la silla y ahogando de vez en cuando sus gritos con un trapo.

No había tiempo para preocuparme por no tener un arma, y fue una suerte que König se distrajera momentáneamente con la llegada del perro.

– Lingo -dijo mirando al animal-, ¿cómo has llegado hasta aquí? Pensaba que te había encerrado.

Se inclinó para coger al perro, y en aquel mismo momento salí rápidamente de detrás de las estanterías y corrí hacia adelante.

El hombre de la silla seguía en su asiento cuando le golpeé las dos orejas con las manos enlazadas y tan fuerte como pude. Chilló y cayó al suelo, agarrándose los dos lados de la cabeza y retorciéndose desesperadamente mientras trataba de dominar el dolor de unos tímpanos que, casi con toda certeza, le había roto. Fue entonces cuando vi lo que le había estado haciendo a Veronika. Saliendo de la rótula, en ángulo recto, había un descorchador de botellas.

La pistola de König solo asomaba a medias de la pistolera. Salté sobre él, le golpeé con fuerza en la axila y luego con el borde de la mano contra el labio superior. La combinación de los dos golpes fue suficiente para dejarlo fuera de combate. Retrocedió vacilando, apartándose de la silla de Veronika, con la sangre brotándole de la nariz. No habría sido necesario que lo volviera a golpear, pero ahora que la mano de König ya no le tapaba la boca, los fuertes gritos de insoportable dolor de Veronika me convencieron para darle un tercer golpe, más salvaje, con el antebrazo, dirigido al centro del esternón. Se había desmayado antes de golpear el suelo. Inmediatamente, el perro dejó de ladrar y se dedicó a lamerlo para tratar de reanimarlo.

Cogí la pistola de König del suelo, me la metí en el bolsillo del pantalón y empecé rápidamente a desatar a Veronika.

– Ya ha pasado todo -dije-, vamos a salir de aquí. Belinsky llegará en cualquier momento con la policía.

Procuré no mirar lo que le habían hecho en la rodilla. Ella emitía un gemido lastimero mientras le quitaba la última cuerda de las piernas manchadas de sangre. Tenía la piel fría y temblaba de los pies a la cabeza, claramente a punto de entrar en estado de shock. Pero cuando me quité la chaqueta y se la puse alrededor de los hombros, me cogió la mano con fuerza y me dijo a través de los dientes apretados.

– Sácalo, por amor de Dios, sácamelo de la rodilla.

Con un ojo en las escaleras por si aparecía alguno de los hombres de Nebe buscándome, porque hacía ya rato quedebía haber estado arriba, me arrodillé delante de ella y miré la herida que el instrumento había causado. Era un descorchador de aspecto corriente, con un mango de madera ahora pegajoso de sangre. Le habían atornillado el afilado instrumento en un lado de la rótula hasta una profundidad de varios milímetros y no parecía haber medio de sacarlo sin causarle casi tanto dolor como le habían causado al introducírselo. Incluso el más ligero contacto con el mango hacía que chillara.

– Por favor, sácalo -insistió, notando cómo vacilaba.

– Está bien -dije-, pero agárrate al asiento. Te va a doler. Acerqué la otra silla lo bastante para evitar que me diera una patada en la entrepierna y me senté.

– ¿Lista?

Cerró los ojos y asintió.

La primera vuelta en sentido contrario a las agujas del reloj le cubrió la cara de un brillante tono escarlata. Luego chilló con cada partícula de aire de sus pulmones. Gracias a Dios, a la segunda vuelta se desmayó. Observé un momento la cosa que tenía entre las manos y luego la lancé contra el hombre cuyas orejas había golpeado. Tendido en un rincón, con una respiración entrecortada entre gemidos, el torturador de Veronika parecía estar muy mal. El golpe había sido brutal, y aunque nunca lo había usado antes, sabía por mi entrenamiento militar que a veces llegaba a provocar una hemorragia cerebral mortal.

La rodilla de Veronika sangraba abundantemente. Miré a ver si encontraba algo con que vendarle la herida y decidí hacerlo con la camisa del hombre al que había dejado sordo. Fui hasta él y se la arranqué.

Después de plegar la camisa, la apreté fuerte contra la rodilla y luego utilicé las mangas para atarla fuertemente. Cuando el vendaje estuvo acabado, era un bonito ejemplo de práctica de primeros auxilios. Pero la respiración de Veronika se había vuelto superficial y no tenía ninguna duda de que iba a necesitar una camilla para sacarla de allí.

Para entonces, ya habían pasado casi quince minutos desde mi señal a Belinsky y seguía sin oírse nada que indicara que hubiera pasado algo. ¿Cuánto tiempo podían necesitar para entrar? No había oído ni un grito que indicaraque quizá habían encontrado alguna resistencia. Con gente como el letón por allí, me parecía que era demasiado esperar que Müller y Nebe hubieran sido arrestados sin lucha.

König gimió y movió la pierna débilmente, como un insecto al que le han dado con el matamoscas. Aparté al perro de una patada y me incliné para echarle una mirada. La piel de debajo del bigote se había vuelto de un color oscuro y lívido y, a juzgar por la cantidad de sangre que tenía en las mejillas, supuse que le habría desprendido el cartílago nasal de la parte superior de la mandíbula.

– Supongo que pasará bastante tiempo antes de que disfrutes de otro puro -dije sombrío.

Me saqué la Mauser de König del bolsillo y comprobé la recámara. A través del agujero de inspección vi el brillo familiar de un cartucho de ignición central. Uno en la recámara. Saqué el cargador y vi otros seis pulcramente alineados como si fueran cigarrillos. Volví a colocar el cargador en su sitio golpeándolo con la palma de la mano y luego hice lo mismo con el percutor. Era hora de averiguar qué había pasado con Belinsky.

Subí las escaleras del sótano, me detuve detrás de la puerta un momento y escuché. Por un momento pensé que oía una respiración entrecortada, y luego comprendí que era la mía. Levanté la pistola a la altura de la cabeza, deslicé el seguro con la uña del pulgar y crucé la puerta.

Durante una décima de segundo vi al gato negro del letón y luego sentí lo que parecía ser todo el techo que se me desplomaba encima. Oí un pequeño ruido, como el «pop» de una botella de champán al abrirse, y casi me eché a reír al darme cuenta de que lo único que mi conmocionada mente era capaz de descodificar era el sonido de la pistola al dispararse involuntariamente en mi mano. Atontado como un salmón en tierra, yacía en el suelo. El cuerpo me zumbaba como si fuera un cable telefónico. Demasiado tarde recordé que, a pesar de su tamaño, el letón se movía con una notable ligereza. Se arrodilló a mi lado y me sonrió a la cara antes de blandir la cachiporra de nuevo.

Y entonces se hizo la oscuridad.