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Propenko bajó al trote los tres pisos por la escalera y salió a la mañana de Vostok con un vestigio de buen humor, pero ese estado de ánimo no tenía ningún fundamento y él lo sabía, así que no le sorprendió sentir como se desvanecía a medida que se acercaba al Edificio del Consejo de Comercio e Industria. Aparcó en el lote colindante, pasó por su oficina, luego fue a la sala de conferencias, se sentó a solas con el retrato tamaño natural de Vladimir Ilych, y contemplé el espectro del desempleo. El asesinato del amigo de Lydia flotaba en el aire a su lado, no del todo real.

Al cabo de unos minutos, Nikolai Malov entró con mucha calma y se sentó a la derecha de Propenko.

– Nuestra jefa de la capital nos honra con su presencia -dijo Malov con sarcasmo. La piel de la comisura de su boca se contrajo. Resaca, supuso Propenko-. ¿Por qué ahora, qué supones? -le preguntó Malov.

– Tú lo sabes mejor que yo, Nikolai.

Malov pareció ofendido. Se frotó su oreja mala.

– ¿Cómo habría de saberlo, Sergei? No tengo ninguna conexión con esta mujer. Para mí es tan sólo otra perra de Moscú.

Propenko se encogió de hombros y miró la puerta. La perra de Moscú de Malov podía entrar en la habitación en cualquier momento y convertir el Consejo de Comercio e Industria en cenizas con dos palabras.

– ¿Te enteraste de lo del empleado de la iglesia?

Propenko asintió fríamente.

– Algo terrible, ¿no?

– Una tragedia -repuso Propenko en tono neutral. Malov parecía bastante sincero, pero uno nunca sabe. Era un hombre con muchas obligaciones, una docena de máscaras y voces. Se rumoreaba que, además de su tarea en el Consejo de la Industria, trabajaba de noche en la sede del Partido asesorando al Primer Secretario, o en las celdas de la chekisti interrogando a activistas políticos con picanas para ganado; que tenía amigos en las altas esferas de Moscú, que él y el Primer Secretario compartían una amante.

– Asesinatos, huelgas de hambre, violaciones. ¿Qué dirían nuestros padres si vivieran, eh Servozha?

– Dirían que nuestra pureza socialista ha sido corrompida por la decadencia burguesa.

– Exactamente -dijo Malov en tono aprobatorio. Propenko desvió la mirada.

Para cuando Lyudmila Bessarovich hizo su majestuosa entrada, con un resonar de tacones y balanceo de caderas, Propenko y Malov estaban acompañados por el grupo de hombres que Raisa llamaba Nuestros Generales. Ahí estaba Volkov, el director nominal del Consejo y jefe nominal de Propenko, un borracho bondadoso, todavía medio dormido. Victor Vzyatin, jefe de milicia y amigo. Mladenetz, mariscal en jefe de bomberos. Leonid Fishkin, otro viejo amigo y director del Pabellón Central de Exposiciones. Ranishvili, gerente de alimentos del Consejo. Ryshevsky, jefe de la aduana. Diversos asistentes y especialistas en transporte. Hubo las usuales bienvenidas serviles. Sólo Volkov se mantuvo adormilado e indiferente, perdido en una niebla fabricada por él mismo. Bessarovich abrió la reunión dejando caer una pila de carpetas marrones sobre la mesa, con lo que silenció a los generales y despertó al director del Consejo de su sueño de vodka.

– Camarada Volkov -dijo ella, fijando sus brillantes ojos verdes en él y casi sonriendo-. Esperamos su opinión con gran interés.

Propenko observó que la cabeza rectangular de Volkov temblaba, mientras se enderezaba y retraía su mandíbula puntiaguda. Con el dedo índice de una mano, Volkov ajustó sus lentes sobre el puente de la nariz, luego tiró los puños de la lustrosa chaqueta de su traje hasta que cubrieron la base de los pulgares. Por fin despierto, se aclaró la garganta y enfrentó la mirada de Bessarovich.

– Lyudmila Ivanovna -comenzó con importancia, en un tono adecuado a un Director-. Mi opinión es esta… Mi opinión es que en este asunto deberíamos seguir la línea marcada por Lenin. Deberíamos actuar por el bien del pueblo.

Como si estuviese impresionada y esperase oír algo mas de su sabiduría, Bessarovich levantó las cejas y dejó caer las comisuras de su boca.

Volkov recorrió con disimulo la habitación con la mirada y se encogió de hombros modestamente. Puso su mano izquierda sobre la mesa y la cubrió con la derecha.

– Después de todo ¿quiénes somos nosotros para objetar las estrategias del propio Vladimir Ilych?

Otra vez se arquearon las cejas de Bessarovich. Cruzó sus labios con dos dedos y asintió varias veces, luego desvió su atención de Volkov y la dirigió al grupo en general, y juntando las manos dos veces, logró una ronda de enérgicos aplausos. Volkov pareció perplejo por un momento y después, como un buen comunista, se unió al aplauso.

La conmoción se apaciguó. Lyudmila Ivanovna dejó que su sonrisa se apagara lentamente y dijo:

– Tengo entendido que en estos días se está asesinado a gente en Vostok.

Los generales examinaron el dorso de sus manos. Las grandes manos de Propenko se habían empapado de sudor desde el momento en que Bessarovich entró en la habitación. Las deslizó debajo de la mesa.

El jefe Vzyatin rompió el silencio.

– Anoche mataron a alguien de un tiro, Lyudmila Ivanovna. Mataron a un hombre trente a la iglesia de la Sangre Sagrada. Un guardián. Tenía cuarenta y un años.

– ¿Y?

– Tengo a mis tres mejores detectives en el caso.

– Mi información es que le dispararon con una pistola de nueve milímetros.

– Vzyatin contempló sus nudillos.

– Correcto -dijo.

– Y entiendo que las pistolas de nueve milímetros son las que usan los funcionarios de nuestro gobierno que hacen respetar la ley.

– Correcto también -repitió el Jefe. Propenko vio que los dedos de Malov tamborileaban sobre la mesa; contrajo la cara de nuevo. Bessarovich echó una mirada a su alrededor y dejó que se detuviera en Lyubov Mikhailovna. Secretaria del Consejo, la única otra mujer en la sala. La vista de la cara redonda de campesina de Lyuba pareció animarla-. Está claro -dijo-, hacer respetar la ley siempre ha sido tarea de hombres, verdad Lyuba, de modo que quizá no debemos entrometernos.

La secretaria se estremeció y trató de asentir con la cabeza.

– Pero algo huele a podrido, ¿no le parece?

– Si usted lo dice, sí, pienso lo mismo, Lyudmila Ivanovna.

– Y sería una lástima que invitáramos a un occidental a Vostok y que este olor a podrido estropeara su visita, ¿no les parece? -Bessarovich fijó sus ojos en cada uno de los generales mientras el segundero recorría austeramente la esfera de un reloj. Propenko observó que estaba golpeando la mesa con la punta roma de su lápiz, ella y Malov tocando un airado dúo sobre la chapa de la mesa.- La semana próxima se va a iniciar una operación internacional en Vostok, ¿estaba al tanto de eso, Giorgi Arkadevic?

Observaron que Ranishvili sacudía su hermosa cabeza gris.

– Vamos a recibir un cargamento de alimentos americanos. Harina, verduras envasadas, judías, leche en polvo. ¿Estaba enterado?

Ranishvili volvió a negar con la cabeza.

– ¿No ha oído decir que los alemanes, los franceses y los americanos nos van a alimentar?

– Lo oigo ahora por primera vez, Lyudmila Ivanovna -dijo Ranishvili con su encantadora sonrisa georgiana.

– Y como director del Servicio del Consejo de Restaurantes Colectivos, ¿qué le parece la idea?

– ¡Una vergüenza! -estalló Malov antes de que Ranishvili pudiera responder. Malov había hecho de sus manos dos puños que apretaba sobre la mesa. Propenko estaba asombrado. No recordaba haberlo visto jamás así. La especialidad de Malov era hacer caer a otra gente en la trampa de comportarse de esa manera, mientras se quedaba sentado con los brazos cruzados, sonreía o simulaba simpatía, observando sin perderse detalle.

Bessarovich lo miró fijamente un instante.

– Vergüenza o no, parece ser un hecho. Los camiones están en camino. Algunos ya han cruzado el puesto de control en Brest.

– ¡No lo necesitamos! -dijo Malov levantando la voz-. No necesitamos su comida y sus productos químicos y su engreimiento. ¡Hemos vivido mil años sin ellos!

Propenko vio que a Malov le temblaban las muñecas. Aún para un hombre con las conexiones que tenía Malov (fueran las que fueran en realidad) levantar la voz a alguien como Bessarovich no tenía precedentes; el comportamiento de un borracho, un lunático o un suicidio profesional.

Pero la cara de Bessarovich sólo reflejaba diversión, como si el estallido de Malov fuera una actuación de teatro de provincia, ni más peligroso ni importante que la siesta matinal de Volkov.

– Nikolai -dijo con calma-. Creo que la decisión fue tomada en un nivel algo más alto que el suyo.

Malov abrió la boca para contestar, luego apretó los dientes y empezó a mover la mandíbula alimentando una tormenta que Propenko podía presentir a un metro de distancia.

– No comprendo por qué -continuó Bessarovich con sarcasmo-, pero en Occidente parece que dudan de que estos alimentos se distribuyan equitativamente, de que beneficien al pueblo (como ha sugerido el camarada Volkov) o que caigan en manos de individualistas que podrían intentar obtener alguna ganancia de ellos. -Hizo una pausa y una vez más recorrió toda la mesa con la mirada.- En consecuencia, no nos van a dar los alimentos en una sola vez. Los americanos, los franceses y los alemanes envían representantes a tres ciudades soviéticas para acompañar y dirigir tres pequeñas entregas iniciales. Si todo sale bien, si nos portamos bien, podrá haber más alimentos gratis en nuestro futuro, lo suficiente como para marcar una diferencia importante. Plátanos y piñas y carne de cerdo envasados, sin duda alguna. -Apoyó las dos manos sobre la mesa, como si contuviera un enojo privado en aumento.- De todos modos, a Vostok le toca la suerte de recibir al representante americano, a partir del martes de la semana próxima.

Alrededor de la mesa hubo un cambio de actitud. Propenko exhaló aire, seguiría todavía en función. El y Leonid Fishkin mantuvieron una breve conversación con los ojos. Menos de una semana para prepararse para recibir a un visitante norteamericano de alto nivel.

– Su norteamericano -Bessarovich consultó un papel que estaba encima de la pila de carpetas- se llama Antón… Chezzik. Ocupará una suite en el Hotel Intourist y una pequeña oficina en el Pabellón Central de Exposiciones, y dedicará sus días a supervisar las entregas, investigar, tomar fotografías, escribir informes, etcétera. Por lo que sé, es de ascendencia eslava y habla el ruso con fluidez, de modo que no se necesitan traductores. ¿Preguntas?

Nadie se movió. Propenko supuso que todos los que estaban en la habitación sentían exactamente lo mismo que él. Por una parte era un alivio: la ciudad tendría más alimento, cosa que necesitaba con urgencia, y el Consejo no se desbandaba; por la otra, era una humillación suprema. Caridad occidental, justo el tipo de actitud protectora que Vostok no necesitaba.

– ¿Estará la prensa extranjera? -Leonid tuvo el coraje de preguntar.

– En algún momento.

– ¿Pero no al principio?

– No que yo sepa -Bessarovich entregó la pila de carpetas a Mladenetz y le indicó con un gesto que las pasara a los que estaban alrededor de la mesa-. Hemos preparado alguna información sobre estas entregas: cantidades exactamente determinadas, descripción de los contenidos, una lista de lugares de distribución, etcétera. -Bebió un sorbo de un vaso de agua, hizo una mueca mientras sostenía el vaso a la luz.- Lamento no haber podido prevenirlos antes -dijo, pero a Propenko le pareció que no lo lamentaba en absoluto. Iba a seguir cuando la distrajo la vista de Anatoly Volkov que cabeceaba de nuevo. Propenko no supo si reír o llorar. Su jefe era un comunista de la vieja escuela: afable, alcohólico, sin principios pero astuto, con la apariencia de carecer de una idea original. Pero la esposa de Volkov había sido prima de Andrei Gromyko, y ese nexo tan endeble en el nivel más alto de la política de Moscú aún ahora servía como una especie de salvavidas. Bessarovich lo observó con una mezcla de afecto y piedad.

– Dado que el camarada Volkov se quedará en Rumania durante dos meses planeando las exhibiciones culturales y comerciales del año próximo, la persona a cargo del operativo en Vostok será Sergei Sergeievich Propenko. Reunirá el personal del Consejo que considere adecuado y mantendrá informada a la oficina de Moscú, de la que recibirá la cooperación más completa. ¿Preguntas?

Propenko sentía como si la coordinación normal entre sus oídos y su mente hubiese desaparecido. No hubo preguntas, por lo menos él no se enteró de ninguna. Con la excepción de Volkov que levantó el mentón como si hubiera oído que mencionaban su nombre, a ninguna de las quince cabezas se le movió ni un pelo.

– Más adelante en el curso del día hablaré con cada uno de ustedes por separado -dijo Bessarovich con un gesto de la mano para despedirlos-. Sergei Sergeievich, quédese un minuto conmigo.

Hubo un ruido de papeles y de sillas que se movían. Mientras se dirigían a la puerta para salir, tanto Leonid Fishkin como el jefe Vzyatin se miraron con Propenko y le guiñaron el ojo a modo de felicitación.

La puerta golpeó suavemente y Propenko quedó a solas con Bessarovich en la amplia habitación. El se sentó a su lado y soportó una breve inspección. Observó rastros de talco en las mejillas de la mujer, y sutiles hilos rojos que cruzaban el blanco de los ojos, pero el resto de la sala era una mancha borrosa que giraba con rapidez. Bessarovich le sonrió cálidamente.

– Me doy cuenta de que está sorprendido, Sergei.

– Asombrado.

– Esta no es una empresa común.

Sin saber qué más hacer, Propenko asintió con la cabeza.

– ¿Comprende lo que le estoy tratando de decir?

Propenko volvió a asentir, aunque no tenía la menor idea de qué trataba de decirle. No recordaba haber tenido jamás una conversación privada con Lyudmila Ivanovna; le había sorprendido levemente que recordara su nombre. Era el asistente de Volkov para visitantes extranjeros, a tres cuartos del camino hacia la cumbre en el escalafón del Consejo, y ella era una leyenda entre los progresistas de Moscú, conectada, según diversas fuentes, con Shevardnadze, con Yakovlev y con el mismo Yeltsin.

– Parece perplejo, Sergei.

– Asombrado -repitió él, y Bessarovich lanzó una carcajada franca, que dejó a la vista un destello de muelas de oro.

Ella apoyó una mano sobre su antebrazo como si fueran viejos amigos.

– Durante estos próximos días será algo así como un personaje público. Un Director, ahora, que trabaja con los norteamericanos. Quizá descubra que la posición complicará su vida en una forma que no puede imaginar.

– Comprendo.

– Se encontrará en una categoría de diferente peso -continuó ella, y Propenko se ruborizó. Era una especie de cumplido, un reconocimiento de su glorioso pasado socialista. Lo había investigado-. Si llegara a sentirse agobiado, quiero que se ponga en contacto conmigo sin vacilar. Llámeme por teléfono regularmente, por lo menos dos o tres veces a la semana. Y si surgiera algo que le resultara incómodo conversar por teléfono, vuele a Moscú y lo hablaremos personalmente. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -le dijo Propenko, pero respondía como un robot, a la espera de que se le permitiera retirarse para poder ir al vestíbulo a explorar los límites de este sueño. ¡Director! ¡Trabajando con los norteamericanos! Se imaginaba llamando a Raisa para darle la noticia, o sorprendiendo a la familia más tarde esa noche en la dacha.

– Mi único consejo sería este: libérese de todo preconcepto.

– De todo preconcepto -repitió Propenko. Era un consejo similar al que le habían dado tantas veces en sus días de boxeo. La mente debe estar vacía, alerta, libre de esperanzas. "Las esperanzas inhiben los reflejos." Asintió ahora como tantas veces había asentido a su entrenador, pero su mente estaba en otra parte.

– Sergei -exclamó Bessarovich trayéndolo a la realidad-. ¿Qué sabe de este guardián de la iglesia?

Al principio, Propenko no entendió la pregunta. Miró fijamente a Bessarovich y observó la superficie de piel empolvada, los ojos verdes y el pelo castaño rizado, pero al mismo tiempo sintió algo más profundo. Ya se daba cuenta de que algunos preconceptos comenzaban a ceder.

– Nada en absoluto -respondió.

Sintió que una punzada de dolor le cruzaba la frente, de sien a sien. Se le ocurría que toda la reunión podía haber sido una charada, una treta con la intención de llevarlo a este punto, a una traición que tendría que sobrellevar hasta su último aliento. Quizá Lydia tuviera razón: estaban de nuevo en los años treinta, los padres obligados a denunciar a sus propios hijos.

Bessarovich lo observaba. Propenko asintió sin romper el contacto visual.

– ¿Y está al tanto de lo que ha ocurrido en la iglesia de la Sangre Sagrada?

– Servicios, supongo. No concurro a la iglesia. Lyudmila Ivanovna.

– Reuniones -dijo Bessarovich-. De carácter político.

– Imposible.

– Imposible no, Sergei. Es un hecho.

– ¿Y Lydia estaba involucrada? -Las palabras simplemente le brotaron de la boca, estallaron. ¿ Y Lydia estaba involucrada?

– ¿Y usted me lo pregunta a mí?

Propenko vaciló sólo un segundo. La cautela ya no tenía sentido.

– Si estuvo involucrada -dijo-, la apoyo por entero.

– ¿La apoya? ¿Está seguro?

Sintió que se le contraían los músculos de la garganta, al tratar de evitar que se le escaparan las palabras, enronqueciéndole la voz.

– Ciento por ciento.

Durante quizá cinco segundos, Bessarovich permaneció recostada hacia atrás en la silla y lo estudió, pero a Propenko le pareció que pasaban días, meses, la mitad de una vida. La cara de la mujer carecía por completo de expresión. La mujer no revelaba nada. Por fin dijo:

– Un padre leal -en un tono que él no pudo interpretar, y finalizó la entrevista con una leve sonrisa-. Esta es una misión difícil, Sergei. Le deseo suerte.

Propenko salió de la sala de conferencia enormemente confundido. Le pareció, como entre sueños, que Bessarovich no le había facilitado ningún detalle sobre sus obligaciones. Suponía que esta información estaría en las carpetas que, junto con su portafolio, había dejado sobre la mesa de conferencia. Caminó por el corredor, encontró la puerta posterior y salió al aire y al sol.

Frente al edificio de Comercio e Industria había un pequeño café para obreros. La comida era horrible: pepinos reblandecidos, en una crema agria aguada y una sopa que parecía haber sido sazonada con polvo, pero no hacía mucho Ranishvili le había informado que allí se podía conseguir un poco de coñac, aún antes de la una. Se suponía que uno debía preguntar por Vadim en la puerta posterior y mencionar a Ranishvili.

Propenko logró abrirse paso entre el tránsito en el Prospekt. En la puerta posterior del café, por diez rublos, Vadim le entregó una botella de agua mineral, a medio llenar, con coñac diluido, y Propenko se quedó de pie detrás del edificio, contemplando los chatos campos de trigo más allá del río. y bebiendo el licor con tragos rápidos.

Al cabo de unos minutos, depositó la botella cuidadosamente sobre el suelo, adoptó la postura correcta, arrastró los pies y lanzó una serie de derechas e izquierdas al aire de agosto. Hizo fintas con la mandíbula, lanzó una mano derecha directa, pensó, "¡Director!" y rebanó el cielo con una combinación de hermosos Jobs y crosses. Un uppercut corto. "¡Volkov a Rumania!" Dos izquierdas a la cabeza, una derecha al abdomen, una izquierda relámpago, una hermosa derecha cruzada final, y ahí estaba de pie sobre su contrario, atrapado en la mirada de acero de una babushka que tomaba un atajo en diagonal por el aparcamiento. La madre tomaba de la mano a un niño de cuatro o cinco años y los dos lo observaban como si fuera el Anticristo, un enorme lunático, padre de insurrectos políticos.

– Boylnoi -le explicó la mujer en voz baja a su nieto-. Enfermo.