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5

Uno de los guardias de uniforme gris de la KGB recibió a Czesich en la puerta de la embajada y le exigió el pasaporte; luego, como estaba lloviendo, pasó un minuto más hojeando las páginas selladas y comparando el Antón A. Czesich real (congelado y nada divertido) con la fotografía en la primera página. Los truenos sonaban y retumbaban, y la lluvia azotaba, pero el juego seguía, formaba parte de un "donde las dan las toman" de larga data que ni la glasnost había podido hacer a un lado. Czesich sostenía el portafolio nuevo contra el pecho para impedir que se mojara. Por fin, el guarda le devolvió el pasaporte, hizo el saludo militar y señaló la puerta con un amplio movimiento del brazo como parodia de una bienvenida.

Adentro las cosas no funcionaron mucho mejor. A unos metros de la entrada había otro juego de puertas, que sólo podría abrir un infante de marina que estaba parado dentro de una garita de vidrio. Frente a la garita estiba el arco gris del detector de metales, y delante de él un grupo de armenios agitados que iban en busca del permiso de inmigración. El infante de marina les gritaba en un ruso de Carolina del Sur ininteligible: "PROHADITYA CHAiREZ METAL1CHESKi CONTROL!

Los armenios se mantenían callados y perplejos ante la arcada de este frío nuevo mundo. De los bolsillos sobresalían salchichones selectos y botellas de coñac (soborno para los funcionarios consulares) y parecían preguntarse si este no sería el momento de entregarlos.

Czesich se deslizó adelante, ofreció una traducción a la primera pareja de la fila y luego presentó su pasaporte al infante de marina y le comunicó que tenía una cita a las seis de la tarde con el funcionario de asuntos políticos. El infante hizo una llamada telefónica y lo hizo pasar, y Czesich fue recibido por un efectivo del servicio exterior, rubio y buen mozo, que le dio un nombre que él no alcanzó a entender. Últimamente esto de los nombres nuevos era un verdadero problema, parte de un derrumbe generalizado. Todos sus viejos sostenes parecían abandonarlo ahora en su madurez. Retomó con su escolta los deteriorados pasillos del edificio, subieron las escaleras desiguales y llegaron al octavo piso en un crujiente y traqueteado ascensor de madera.

– Todavía es una ruina -dijo Czesich-. Eso no cambia nunca.

Su escolta le dirigió una amplia sonrisa mostrando todos los dientes.

– Un espejo de la hospitalidad del país que nos hospeda -acotó, y a Czesich le resultó antipático enseguida-. Me he enterado que lo envían a las ciénagas

– Acabo de llegar de las ciénagas -contestó Czesich. Se refería a Washington con sus julios ecuatoriales, pero su compañero lo interpretó mal y lo miró como si fuera un antinorteamericano. del tipo que venden secretos de los misiles a la KGB.

Su escolta lo dejó en una zona de espera reducida y le deseó buena suerte con frialdad. Czesich se sentó con las manos apretadas entre las rodillas, sudando como un adolescente en una cita Tenía una caja de caramelos de turrón en el portafolio, pero de pronto le pareció insuficiente como regalo, inferior a lo que sentí, inferior a lo que quería decir. El guión que había estado madurando durante el último mes le pareció imposible aquí, en este edificio en ruinas, una fantasía y nada más.

A las seis y diez la puerta se abrió y apareció Julia Stirvin con un brazo tendido al frente como una espada.

– Es maravilloso verte -exclamó.

Czesich pensó, al principio, que esto era lo que Julie consideraba una broma. Hacerlo esperar quince minutos cuando no tenía a nadie en la oficina. Un apretón de manos de negocios en vez de un beso y un abrazo. Mientras cruzaba el Atlántico había estado imaginando algo muy diferente.

Además, la oficina de Julie era mucho más estéril y controlada de lo que esperaba. Tres; metros sesenta por cuatro, con una sencilla alfombra azul, un escritorio grande a un lado, y un sofá y dos sillas rígidas al otro. Había decorado las paredes con retratos de jefes indios, pero sus caras, fieras y seguras, le hicieron concebir una brizna de esperanza

Julie lo hizo sentar en el sofá y para ella eligió una de las sillas Veintitrés años atrás habían sido amantes cuando ella era la deslumbrante belleza del personal de Photograph USA. Era alta y elegante y todavía muy hermosa a los cincuenta y un años, con grandes ojos pálidos y cabello oscuro peinado severamente hacia atrás despejando la frente y las sienes. Aún con un vestido azul formal, largo hasta las rodillas, con chaqueta corta y constreñida por el ambiente de esta oficina, su cuerpo se movía con una ligereza y facilidad que no tenía nada de la árida burocracia.

Cruzó las piernas y puso las manos sobre su falda. y por unos minutos Czesich se contentó con mirarla

– ¿Tenemos un poco de tiempo?

– Tengo que recibir a un grupo de hombres de negocios en la residencia del Embajador a las siete, de modo que tenemos más o menos una hora, ¿te interesaría venir?

Czesich hizo una mueca tratando de recobrar el equilibrio, a la espera de que se quebrara el hielo

– ¿Nada en común con la comunidad de negocios norteamericana?

– Con ninguna comunidad. -Dejó que su mirada recorriera la habitación

otra vez.

– (La familia bien?

– Igual -dijo él-. La situación no ha cambiado désde Alto Volta.

Julia sonrió y el resistió las ganas de preguntarle sobre su vida de familia, aún más estéril que la suya propia, hermanos y hermanas desparramados a lo largo de la Costa Este como hitos historícos merecedores de unos minutos de atención si uno pasaba por la vecindad, más un ex marido nuevo rico que jugaba al golf en los beyous del Sur Americano.

– ¿Marie todavía no ha encontrado a algún otro? -preguntó ella.

– No está en su naturaleza.

– ¿Y tú?

La pregunta motivó un pequeño latido de sentimiento en el pecho y las mejillas de Czesich, pero sacudió la cabeza

– ¿Michael está bien?

– Muy bien. -Desvió la mirada hacia la ventana. Unos pocos golpes diestros y lo había dejado casi desnudo. Casi Como si fuera algo tangible, sintió que lo envolvía el merengue de chismes diplomáticos y hábil conversación de oficina. Su acto. Se le ocurrió que quizás estaba aquí, en este país y en presencia de esta mujer, porque eran los únicos dos lugares en la tierra donde sabía cómo sacarse de encima esa suave protección.

– Michael está afuera en Reno-continuó, estudiándola, decidiendo cuánto revelar. Los ojos y la boca de Julie parecían fijos en una expresión de cortés interés, una máscara de diplomático, una expresión para enfrentar las caras que a uno se le presentan. Czesich se calló.

A ella se le escapó algo entre un suspiro y una risa.

– Nevada -dijo con nostalgia, mirando por encima de su hombro el crepúsculo tormentoso de Moscú-. Otro planeta

– En cierto modo.

Czesich se recordó a sí mismo que esto pasaba siempre. El primer encuentro siempre se hacía en el campo de ella, a menudo en su oficina. y los dos aguantaban unos minutos de palabrerío e incomodidad, mientras recorrían una serie de temas (la familia, el clima, la política, la salud) como gimnastas a los que se requiere que cumplan un programa de ejercicios obligatorios antes de entrar al corazón de la competencia.

Esta vez, sin embargo, los movimientos le parecieron especialmente gastados, su refugio especialmente seguro, sofocante y frío Ella era ahora una funcionaria en asuntos políticos, la tercera en el escalafón de la embajada, de nuevo soltera; se estaban haciendo viejos. Czesich le preguntó sobre la reciente visita del presidente Bush (ella y el resto de la embajada habían trabajado días de dieciseis horas), luego se puso de pie v caminó por la habitación, simuló que estudiaba los rudos retratos, miró la lluvia desde la ventana, tocó un pequeño adorno sobre el escritorio de Julie.

– Felicitaciones, de paso -le dijo a su espalda.

– Gracias.

– Es un verdadero logro, haber luchado con hombres de camisa blanca todos estos años y terminar aquí.

– Desde esta perspectiva, los hombres de camisa blanca tienen un aspecto muy diferente, Chesi.

– ¿De veras? -Se estaba preparando a sufrir una decepción, a oírle decir que, en última instancia, todo eso era no sólo necesario sino admirable, que los hombres de camisa blanca que cuidan sus formularios y reglas de seguridad y títulos eran, de hecho, los verdaderos defensores de la libertad.

– Los veo como parte de una gran contaminación espiritual.

Hubiera querido abrazarla.

– Que es como tú siempre los viste -agregó con generosidad.

Czesich observó el tránsito borroso por la calle Ring.

– Hay esperanzas -dijo volviendo a su asiento-. La gente cambia.

Julie sonrió con escepticismo.

– Recuerdo que una vez me dijiste que el servicio exterior era el suburbio del mundo espiritual.

– Era famoso por comentarios de ese tipo. Ahora todos mis amigos del servicio exterior me odian.

– Decías que si nos quedábamos terminaríamos como sumos sacerdotes del compromiso, gordos, asexuados y seguros.

Se encogió de hombros. Ella le estaba echando en cara, a sus cuarenta años, sus palabras de cuando tenía veintiséis. Había olvidado cómo le gustaba ganar y cuántas heridas se habían infligido.

– Y mira cómo resultó -le dijo dándole el gusto-. Tú eres la que te quedaste, y estás delgada y atractiva.

– ¿Y qué hay de la seguridad y el compromiso?

Sonrieron, rompieron el contacto visual y se quedaron un rato sin hablar: un privilegio de su vieja intimidad. Czesich se vio envuelto en un vaho de recuerdos, escenas en una docena de destinos exóticos en los que él y Julia Stirvin habían exhibido su curiosa mezcla de tensión sexual con una fascinación ante el modo en que funciona el mundo. Los dos se habían nutrido con la leche de la amarga nostalgia de abuelos rusos, a ambos los había acosado toda su vida la triste historia de este país. Era un vínculo de sangre que Julie no podía haber compartido con el golfista Ted, y que él nunca había compartido con Marie de Marco. Ahora quería revivirlo. Había viajado ocho mil millas para revivirlo, pero de pronto se sintió incómodo y lleno de dudas.

– Durante un tiempo las cosas parecieron andar bien por aquí-dijo.

Ella asintió con la cabeza. La política era su lenguaje común más seguro.

– ¿Leíste el discurso de Puchkov?

– Por supuesto. Filson lo puso en el tablón de anuncios de la oficina bajo mi

nombre. Este Filson es un gran bromista. Cuando se aburre le gusta venir a mi cubículo para contarme que figuro en todos los archivos de la KGB y que me van a arrestar, meterme en la Lubyanka y arrancarme las uñas. El día siguiente al discurso de Puchkov, Filson se sacó un zapato y golpeó mi escritorio. "¡Espía -gritó-, te vamos a enterrar!"

– Gracioso -dijo Julie, pero no parecía divertida.

– A los secretarios les gustó. Miren al jefe. Miren cómo el jefe pone nervioso a Antón. Miren lo que hace Antón cuando el jefe le da la espalda. -Con un gesto rutinario Czesich masajeó su pierna enferma: asociaba a Filson con un dolor crónico.- Todavía no puede pronunciar mi nombre, "no es Sez-ik -insisto en decirle- Chez-ik, como en Czechoslovakia". Por fin está empezando a darse cuenta. Hace veintitrés años que estoy allí.

Julie sonrió pero no lo miró a los ojos, y Czesich observó que se abría una pequeña fisura en su Gran Muro de formalidad. Por algún motivo, eso lo asustó.

– Si no quieres meterte en esto -dijo ella al cabo de un momento-, puedo arreglarlo.

– Estás bromeando.

– No, de veras.

– Debes estar bromeando. Rogué que me dieran esta misión. Me encanta volver aquí, ya lo sabes. Otra semana en ese cubículo plástico gris y tenían que internarme en una institución.

– En Vostok hay problemas, Chesi. Demostraciones. Se habla de un paro de mineros. Otras cosas. En el mercado estatal hace un mes que no hay comida.

– Guerra y rumores de guerra, ¿qué otra novedad hay? Vostok es famosa por eso. Es en parte por esta razón que quiero la tarea. Alguien tiene que enderezar el lugar. Alguien tiene que alimentar a los vostokianos.

– Anoche hubo un asesinato.

– ¿Y qué?

Ella frunció el entrecejo.

– Un asesinato.

– ¿A quién mataron?

– A un trabajador de la iglesia.

– ¿Un trabajador de la iglesia? ¿Y qué? Alguien quería robar iconos. Julie, ¿recuerdas cuando estuvimos juntos en San Salvador? Pasé las películas en Uganda. ¿Recuerdas que en temporada baja vivo en Washington? Ahí hay un asesinato cada pocas horas.

Julie ahora lo observaba de cerca. Czesich tuvo la inquietante sensación de que estaba viendo más allá de este resumen de coraje y en el fondo de un lugar secreto que escondía algo muy diferente. La verdad era que en San Salvador tenía un auto a prueba de balas de la embajada, y lo cierto era que en su vecindario en Washington no habían asesinado a nadie desde hacía varios años.

– Alguna gente piensa que han encendido la mecha.

– Oh, Cristo. Vamos, Julie. Eso se dice aquí desde el día en que Gorbachov se instaló en el Kremlin. Siempre hay alguien que viene con rumores de una conspiración de derecha. Va con el territorio.

– Puchkov le ha dicho al pais que eres un espía.

– Ya se ha dicho de mí antes.

Lo miró entrecerrando los ojos.

– ¿No estás tratando de ser un héroe, no?

– ¿Qué héroe? -dijo él. y ante su sorpresa, su desagrado, las palabras salieron revestidas de una vieja inflexión bostoniana. Era Tony Czesich quien hablaba. Estaba en la esquina de la plaza Maverick. tenía diecinueve años y hablaba con las manos para mostrarles a sus amigos que no había cambiado desde que estaba en la facultad. ¿Qué quieres decir, héroe? ¿De que estás hablando? Pero Julie lo conocía bien

Ella sonrió ante la erupción de este otro yo. y lo que había estado flotando bajo su máscara oficial finalmente se liberó. Czesich observó que su mandíbula se relajaba y sus ojos dejaron caer su velo de recelo.

– Todavía tratando de ser el macho -dijo con su encantadora sonrisa-. Amo tu mitad italiana.

– Lo de macho no tiene nada que ver con esto -dijo él-. Si hay algún lugar en la tierra en el que me puedo manejar es este. Está en mi sangre, por Dios, deberías poder comprenderlo. Crecí con mi abuelo que me enseñó a golpear discos de hockey en el patio del fondo y que me hablaba de los diablos bolcheviques. -Czesich estaba a punto de abrirse por entero y revelar las rupturas y tumores de la edad madura masculina (humillaciones de oficina y un matrimonio cauterizado, amoríos de una noche y un hijo que acababa de repudiarlo) cuando pescó un destello de algo nuevo en la cara de ella. La hermosa cara asumió un tinte sutil de traición, la marca de una vida de burócrata, exactamente aquello contra lo que él la había prevenido en sus quijotescos veinte años. De pronto le pareció que incluso el pequeño asomo de desnudez que se acababa de permitir había sido un error. Llevado por una vieja telepatía, dijo:- Estás pensando en suprimir el programa.

La mirada de Julie siguió el dibujo del sofá durante unos segundos antes de dirigirse a él.

– Sólo el personal del programa. Los barcos ya han atracado y descargado. Los camiones acaban de cruzar la frontera soviética en Brest. Demasiado tarde para detenerlos.

– ¿Para qué me trajeron hasta aquí, entonces?

– Te lo dije. Las circunstancias han cambiado en las últimas veinticuatro horas

Sonó a falso. En primer lugar, Julie no se habría enterado de la muerte de un capellán de una iglesia en Vostok. con tanta rapidez. La prensa de Vostok, que todavía estaba a las órdenes de Mikhail Kabanov. el Primer Secretario fascista de la ciudad, no se destacaba por informar sobre escándalos provinciales que podían o no tener una dimensión política. Y en segundo lugar, no era como si Czesich estuviera acompañando a un grupo de Scouts a las provincias. Estaba solo. Este era un programa piloto Tanto la mitad bien alimentada del mundo como la que pasaba hambre estarían a la espera de ver cómo resultaba

– ¿Los alemanes y los franceses también tienen esta actitud?

– Hemos hablado.

– ¿Has hablado con Filson?

– Hace una hora.

– ¿Y?

– Se va de vacaciones hoy. de modo que dejó la decisión final al embajador Haydock y al Secretario de Estado.

– Fabuloso -dijo Czesich-. Cortan el sebo y corren. Le dejan comida por valor de tres millones de dólares a Kabanov y sus tiburones de la KGB. Lo cuelgan a Gorby para secarlo. Es una diplomacia floja Julie.

– Una mala elección de palabras.

Su expresión no cambió, y por un momento Czesich pensó que el caso ya estaba cerrado, que lo había dejado volar cruzando el océano sólo porque quería que la viera así. tema de un perfil en la revista MS. una funcionaria importante en Asuntos Políticos que le había hecho un lugar en su apretada agenda treinta minutos al final de su ajetreada semana. Esto sería una especie de medalla de oro suprema en la Olimpíada de amor y deserción que habían compartido durante veintitrés años.

– ¿Te das cuenta de qué mensaje le estarás enviando a Puchkov y sus amigos de la KGB, no?

– Lo hemos tomado en cuenta.

– ¿De modo que ya está decidido?

– No. Queríamos hablar contigo. Filson. la Seguridad de la Embajada. Es un programa de Washington, si bien nosotros tenemos mucho que ver con su implementación aquí, como Filson admitió. Tú sabes que la política de la embajada es no mandar a empleados del gobierno solos a las provincias. y esto significa que tendríamos que designar a uno de los nuestros para acompañarte, es decir que también debemos tomar en cuenta su bienestar.

– Me podrían mandar solo -dijo él.

– Eso equivaldría a un acto ilegal. -Czesich sacudió la cabeza.- ¿Dónde está la pelea, Julie?

Ella cerró los ojos unos segundos con un gesto de impaciencia.

– ¿Por qué te importa tanto? Has hecho este tipo de cosas en todo el mundo

– No este tipo de cosa -le corrigió Czesich-. Y esto no es todo el mundo. Esto es la Unión Soviética. Y este es su único tiro. Soltamos a Gorby ahora, y Puchkov asume el poder y todos se hunden en el olvido por unos cuantos siglos.

– No es el mismo país que querías tanto hace unos años. Chesi

Czesich la observaba, tratando de descubrir qué había detrás de su modo de actuar.

– Estuve aquí hace un año y medio. Justo después de encontrarme contigo y Ted en Sofía, ¿recuerdas?

– Las cosas cambian muy rápido. -Julie trató de mirar su reloj a hurtadillas sin que él la viera.- No tenemos que decidirlo hoy -dijo ella en tono neutro. Profesionalmente. Con diplomacia. En la jerga del Departamento de Estado.- Por ahora sigamos tal como está planeado. ¿Supongo que tus pasajes y el visado están en orden?

El asintió.

– Está prevista tu asistencia el miércoles a una reunión informativa con Seguridad y luego una entrevista con el embajador Haydock, el Grande en persona.

– Pero mi tren sale el miércoles por la mañana.

Ella le entregó una hoja de papel con su horario escrito a máquina.

– Cambiaremos los pasajes para el jueves, si decidimos que vayas.

Czesich le echó una mirada al papel. Julie parecía no estar dispuesta a bajar la guardia, por lo menos no aquí. La gran ventaja de haber luchado con los hombres de camisa blanca todos estos años, la gran recompensa por una vida de ideales cada vez más disminuidos, era que finalmente había ascendido a un lugar donde la deferencia era automática y el respeto estaba institucionalizado. Los infantes de marina la saludarían y, sobre todo en las ciudades más pequeñas, los soviéticos darían vueltas de carnero para impresionarla. Se dijo que alguna parte de ella necesitaba aferrarse a un poco de eso, aún con él, quizá particularmente con él. Era su propia clase de coraza, y en ese momento lo que él más quería era atravesarla y ver si todavía quedaba algo cálido y real abajo.

– Falta una cita -dijo golpeando el horario nuevo con un dedo.

– ¿Cuál?

– Cena con la encargada de asuntos políticos el sábado por la noche.

Ella desvió la mirada y luego la volvió hacia él.

– La encargada de asuntos políticos está ocupada hasta el martes con la delegación comercial.

Czesich se obligó a sonreír.

– El martes por la noche entonces, ya que todo se difiere.. -Muy bien.

Sabía que ahora ella quería que se fuera, que estaba resistiendo el impulso de ponerse de pie para despedirlo. Había una manera con la que él quería terminar esta conversación, una manera que había imaginado para terminarla, pero se le escapaban las palabras adecuadas.

– Todavía pienso en ti -dijo de pronto, de pie-. Te llevo alrededor del mundo conmigo.

Julie también se puso de pie y él vio que se le caía el disfraz. Sus cejas temblaron una vez. Intentó fruncir el entrecejo pero no le resultó del todo. Parecía estar preguntándose de dónde habían venido esas palabras, de qué posición negociadora, de qué compartimento del arsenal diplomático. No pareció que se le ocurriera que él había hablado espontáneamente y desde el corazón.

Cuando ella le abrió la puerta, el funcionario de mandíbula de hierro del servicio exterior estaba en la sala de espera, vigilando, y había algo en su sencillo traje gris, las desnudas paredes pintadas y el mobiliario enviado por el gobierno que lo frenaban, pero Czesich de todos modos besó a la funcionaría de Política Exterior en la boca. Julie se echó atrás levemente molesta.

El se entregó a la custodia de su escolta y se introdujeron en el ascensor, descendieron a sacudidas y en silencio hasta la planta baja.

– ¿Planes para el fin de semana? -preguntó el compañero de Czesich mientras caminaban por el largo y estrecho pasillo hacia la puerta del frente. El tono fue falsamente casual, de expatriado amistoso, con algo del interrogador, algo de la Seguridad de la embajada.

Czesich echó un vistazo a la cara del hombre, luego desvió la mirada. Ahora espían a nuestra propia gente, pensó. Se están contagiando la enfermedad del Soviet.

– Una copa en la Embajada Británica -mintió-. La iglesia. El mercado de Pulgas de Izmailovo.

– Tenga cuidado allí-dijo el hombre. Sonó como una advertencia.

Czesich se forzó a sonreír y a apretar una mano húmeda, dejó al infante de marina atrás y salió a la calle.

La lluvia se había calmado. El portafolio golpeaba contra su muslo, haciendo sonar la caja de caramelos. Caminó hacia la estación del metro, con el pavimento mojado ahora, los neumáticos de los ómnibus silbaban, el anochecer sombreado de Moscú se levantaba a su alrededor recordándole más a Nevada que a Washington. Rusia era ese tipo de lugar. Había algo insondable en el aire, una esperanza cálida y misteriosa que volaba frente a siglos de una mala historia. Se dijo que era el lugar de su corazón, el lugar donde estar si el corazón estaba enfermo.