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6

Propenko estaba delante de su edificio de departamentos, mirando la avenida Octubre hacia abajo, en dirección al río. No alcanzaba a ver el Don (sólo la cresta gris del pavimento de la avenida, y en la orilla opuesta, dos kilómetros al sur, los montones de escoria y las chimeneas de las fábricas) pero sí veía que una neblina densa ya iba llenando el valle. Al crepúsculo, la neblina se desparramaría sobre las orillas y se extendería hacia el sur, a través de la llanura industrial y hacia el norte sobre la ciudad, envolviendo los edificios de la avenida octubre y llevando a Vostock una paz húmeda y blanca. En la dacha. cincuenta kilómetros al norte, la noche sería clara y suave.

Lydia salió como una exhalación por la puerta de adelante, llevando una canasta de toallas y sábanas. Propenko la ayudó a meter la canasta en el baúl del Lada y trató de iniciar una conversación.

– Este fin de semana no habrá lluvia.

– Bien -dijo ella aturdida, y luego por encima del hombro mientras volvía a la casa-: Abuela está esperando el ascensor.

Propenko miró sus robustas pantorrillas desnudas (tan parecidas a las suyas) mientras recorría el camino, la vio echar atrás el pelo con un movimiento de la cabeza, tirar de la puerta metálica atascada para abrirla y empezar a subir la escalera a la carrera. Cuando terminó su pequeño festejo en el aparcamiento, y cuando sus colegas del Consejo terminaron de pasar a darle sus felicitaciones, sinceras y de las otras, se había quedado sentado solo en su oficina durante inedia hora, reflexionando sobre la conversación con Bessarovich. Lo imitaba pensar que Lydia pudiera estar flirteando con la política sin mencionarlo en casa. No correspondía con la imagen que tenía de ella, de su propia familia, y de alguna manera que todavía no podía comprender, lo asustaba. El crimen lo asustaba, la escasez., los comentarios sobre una huelga de mineros. Un miedo sutil y persistente se deslizaba por sus arterias y venas, rondaba su sueño y ensuciaba sus horas cuando estaba despierto.

Era un atardecer típico de un invierno de agosto. La mitad de los habitantes del edificio estaban haciendo la maleta para irse afuera en auto o elektrichka, a sus dachas. de modo que el ascensor resultaba muy lento. Cuando Raisa y Marya Petrovna por fin aparecieron en la puerta, Lydia (que había bajado, subido y vuelto a bajar por la escalera) llegaba justo detrás de ellas. Tuvieron que arreglar las cosas para poder cerrar el maletero. Propenko ayudó a Marya Petrovna a instalarse en el asiento trasero, se deslizó detrás del volante y partieron con el Lada que tosía y chisporroteaba mientras se calentaba.

– ¿Te acordaste de cerrar la puerta con llave, Lydochka.?-preguntó Raisa. dándose la vuelta a medias.

En el espejo. Propenko vio que Lydia fruncía el entrecejo. Ya no había lágrimas pero estaba hosca, nada característico en ella, y él decidió que estaba tratando de aceptar la idea de la muerte. Aunque en su caso ya habían pasado quince años, todavía recordaba este proceso, esta lucha con una ausencia repentina. Tampoco entonces había habido ningún aviso. Sus padres habían volado a Lyov para el entierro de un primo y murieron en el viaje de vuelta cuando el jet cayó en el río a unos cien metros del aeropuerto. Un día estaban con él. comiendo, riendo y discutiendo, y el otro ya no existían. Había una parte de él que todavía no lo había podido comprender.

La avenida Octubre iba lenta en ambas direcciones. Gente que volvía a sus casas después del trabajo, gente que se dirigía a sus dachas. Raisa extendió un brazo por encima del respaldo del asiento y apoyó dos dedos sobre su hombro.

– El tránsito no importa. Nada importa cuando uno va a la dacha.

– Lo que importa es si te acordaste de traer papel higiénico -dijo Marya Petrovna.

– Me acordé.

Propenko deslizó otra mirada al retrovisor. El entierro de Tikhonovich se demoraría hasta la vuelta del padre Alexei: el viernes, le parecía que Lydia había dicho. Ahora Lydia miraba por la ventanilla lateral, viajando por otro camino. A Raisa y a Marya Petrovna les había llevado media hora convencerla de venir a la dacha. en vez de quedarse en casa todo el fin de semana sola con su duelo o llorando con las viejas en la iglesia.

Propenko dobló a la derecha por la calle Kaminskava. recorrió un atajo lleno de baches y se mezcló con el pesado tránsito del Prospekt do la Revolución. Pasó por delante de su oficina sin mencionar su nueva designación.

El Prospekt Revoliutsii era una avenida amplia de seis carriles que corría de este a oeste a través del cora/ón de Vostok. Estaba dividida por vías de trolebuses y flanqueado cerca del centro por algunos bloques de edificios de granito de cuatro pisos que habían sobrevivido a la guerra, y ahora contenían apartamentos lujosos donde vivían el Primer Secretario y el resto de los criminales importantes. Rejas de metal en las barandas de la escalera, balcones en curva, guardas a la puerta, limusinas. Propenko había pasado delante de ellos tantas veces que ya no lo sorprendía el lujo extraño como resultaba en el suave paisaje de Vostok. Marya Petrovna se lo recordó. Este era el momento en el viaje en que ella siempre tenía una mala palabra para los hombres que habían destrozado su vida, y hoy no fue una excepción. Propenko oyó que mascullaba, ''Hijos de perra". Era un ritual.

El Lada se paró una vez y tomó nota mental para que Anatoly le consiguiera cables para bujía nuevos. Se arrastraron de semáforo en semáforo, mientras se veía la puesta de sol roja en el espejo retrovisor Pronto los hogares de los jefes del Partido cedieron su lugar a hileras de cajas de zapato de nueve pisos, como la casa en que vivían los Propenko. Parecía que a estos edificios los hubieran construido unos cosmonautas borrachos que luego los habían dejado caer desde su órbita en estos lotes sin arboles ni césped: mil balcones idénticos manchados por la herrumbre; diez mil bloques de cemento agrietados y rotos en los bordes y unidos entre sí con rayas de cemento gris. Las esquinas exteriores no eran rectas. Los techos goteaban desde el día que los hicieron. Las cañerías golpeteaban. Los inodoros gruñían, y por los cielos rasos y las paredes corrían grietas como relámpagos. Estaba seguro de que la gente que vivía allí había sobornado, adulado y trabajado horas extra para que los colocaran en lista para estos apartamentos. Recordaba sus propios años de espera Recordaba cuando Malov lo llamó a medianoche y le pidió que fuera a ayudarlo a sacar el auto de una zanja en Lepinskoe. una aldea de tierra donde la amante de Malov tenía una dacha Malov lo había recompensando (con una cena en algún lugar), le había agradecido profusamente, había revestido el episodio con el disfraz de demostración de camaradería en Comercio e Industria, pero los dos hombres comprendían el subtexto. Una hora de viaje a medianoche, y lo hizo. Prácticamente se cortó una de sus bolas y se la entregó a Malov a cambio de ayuda para conseguir cuatro habitaciones en una caja de cemento que chorreaba al lado de una fábrica que hacía envases de lata.

¡ Y cual era la alternativa? La alternativa era esta, lo que estaba viendo ahora, esas cabañas de madera de dos habitaciones en la peor parte de la ciudad. Chozas con ventanas rajadas y una cocina a carbón herrumbrada, un baño exterior en un rincón del patio del fondo, y un grifo de agua fría para toda la manzana. Esta gente haría bien en colgar un cartel a la entrada: "Aquí viven los que no tienen relaciones, los honrados, y los haraganes y los desafortunados, los verdaderos trabajadores del mundo."

Raisa le tocó el hombro, y Propenko se dio cuenta de que había estado apretando los dientes. Era un momento extraño para amarguras: tenían una botella de champaña escondida en el baúl: iba camino a su santuario, su refugio.

Llegaron al límite de la ciudad. A la izquierda se extendía un lote vacío con vigas rotas y esqueletos de camiones. A la derecha estaba el aeropuerto y el recodo marrón del río en el que el vuelo de sus padres se había zambullido en una noche de neblina como esta. El recuerdo llameó y se quemó esta noche, de una manera poco usual

Justo enfrente de ellos, se elevaba la alta garita de vidrio de la Inspección de Autos Gubernamental. Un inspector estaba allí en la calle y aferraba con las dos manos un extremo de su bastón a rayas, con los pies calzados con botas y separados, y un silbato blanco en la boca. En cuanto el Lada de los Propenko apareció, el oficial dio dos pasos entre el tránsito y señaló con su bastón Todos oyeron el silbato.

– Es para nosotros Seryozha.

Propenko masculló un juramento y se acercó al costado de la calle. Ciudadano respetuoso de la ley como era. llevaba el pasaporte encima siempre que salía, y mientras el inspector se acercaba a ellos, deslizó un billete de diez rublos entre las últimas páginas. El inspector saludó y observó de cerca a cada pasajero. Le pidió a Propenko que saliera. Propenko lo hizo.

El inspector era mas o menos de su altura, rubicundo y de mirada fría, y tenia alrededor de treinta años. Se metió el bastón debajo de un brazo y abrió el pasaporte, apretando las páginas como para evitar que se cayeran los billetes. Miro la cara de Propenko y luego la fotografía, y simuló que examinaba cada renglón, nombre, ciudad de residencia, nacionalidad, mirando a Propenko de vez en cuando como si pudiera verificar esos datos por la boca o los ojos

Propenko esperó erguido, mientras sentía que la luz se desvanecía y que un auto tras otro se dirigían al norte, hacia las dachas. El inspector ya estaba en la segunda página, leyendo a la velocidad de una criatura de ocho años. Quizá fue la arrogancia que revelaba su cara rojiza, o las tres mujeres que esperaban en el auto, que le hizo decir a Propenko. después de varios minutos de estar allí:

– Soy amigo del jefe Vzyatin.

Fue un error. El inspector dejó caer las comisuras de los labios. Pasó una página rápidamente, se demoró, alargando la entrevista, pensando en una multa Aunque sin duda el nombre de Vzyatin le era familiar, dependía sólo indirectamente del jefe de la milicia y pareció que la supuesta amistad no lo impresionaba. Aquí, en la calle, él era la verdadera autoridad, y lo sabía.

– Nos avisaron que un violador dejó la ciudad en un Lada -dijo con un monótono acento ucraniano.

– No soy yo -dijo Propenko. Se avergonzaba de haber metido a Vzyatin en esto. Se preguntó si Lydia lo habría oído.

– Un Lada rojo -repitió el inspector, mientras por encima del hombro uniformado Propenko veía pasar de larga media docena de Laclas rojos.

Por fin, el inspector cerró con fuerza el pasaporte y lo devolvió con un movimiento de la muñeca. Hizo una inspección final y somera del auto y sus pasajeros, saludo, giro sobre el talón de una bota y se alejó.

De nuevo al volante. Propenko sintió las mejillas calientes El lada no arrancó en dos intentos, y cuando el motor por fin respondió y estuvo en el camino abierto, se hizo una obligación de superar el límite de velocidad permitido y mantenerlo asi

– Raro-dijo Raisa

Propenko apretó el volante. Algo en su voz. \c advirtió que iba a retomar donde había dejado durante el desayuno, que había imaginado un nexo entre la actividad de Lydia en la iglesia y la Inspección de Autos del Gobierno, que creía que habían escogido a la familia Propenko para perseguirla, que los chekisti empezaban una campaña de acoso.

– Están detrás de alguien en un Lada rojo -dijo-. Un violador.

– Raisa le echó una mirada.

– Son todos unos cerdos -masculló Marya Petrovna.

Pareció que a Lydia la habían sacado de su duelo.

– ¿Tomó el dinero, papá?

Propenko sacudió la cabeza.

– Quizá porque mencionaste a tu amigo.

– Raro -repitió Raisa en el mismo tono de sospecha, y Propenko se mordió la mejilla por dentro para no gritarle. Sintió que lo invadía el malhumor, surgiendo de un profundo valle invisible y desplegándose ante sus ojos. Luchó contra él. Se dijo que acababan de nombrarlo director de un proyecto importante (la propia Bessarovich), promovido por encima de varios candidatos más probables. Cuando eso falló, recordó sus días de boxeo, pero las memorias del box pertenecían a otra época, tan excelente y desvaencida como el sueño socialista. Lo que lo salvó por fin fue sencillamente el paisaje, los llanos alrededores de Vostok cediendo su lugar a los trigales, el trigal a ricos pastos. A medida que el camino se volvía hacia el noroeste, alejándose del río, el terreno se levantaba y ondulaba. Propenko admitía ser un tanto sentimental en cuanto a la vida de campo. Nunca había vivido fuera de una ciudad más de unas pocas semanas a la vez y alimentaba la idea de que la gente que ve bosques y campos todos los días no sufren de depresión. En la dacha nunca estaba deprimido, y tampoco lo estaban, por lo que veía, Raisa o Marya Petrovna o Lydia. No recordaba que sus padres discutieran allí, ni que su hermana se emborrachara hasta llorar, ni que los vecinos se gritaran los unos a los otros como hacían tan a menudo en los corredores de cemento de la avenida Octubre. El campo era una medicina para él y la tomaba agradecido. Para cuando dejaron el camino y tomaron la calle polvorienta que llevaba a la colonia de dachas, estaba casi en paz.

La comunidad de dachas había sido construida en unas cien hectáreas de tierra ondulada que habían pertenecido a uno de los intendentes prerrevolucionarios de Voslok. Era un lugar escogido, bordeado por un río limpio, rodeado por bosques y. aún dividido en un damero de lotes de treinta metros, de algún modo conservaba la sensación mágica de tierra rusa sin alambrados. Después de décadas de servir como obediente corresponsal al diario Trabajo Soviético, habían concedido al padre de Propenko un lote a principios de los años sesenta. Al principio, él y su familia habían utilizado la tierra sólo para cultivar verduras, pero poco a poco, haciendo uso de sus numerosas relaciones en la industria de la construcción, y a la fuerza de su hijo, el viejo Propenko había construido una dacha, cuatro habitaciones cuadradas con un altillo, en la que podían dormir seis personas.

Ya podían ver la dacha, la primera de una hilera de once, un templo de ladrillos de ceniza con lecho de metal en punta, y pequeños portales de madera al frente y atrás. Propenko detuvo el auto, la familia sacó el equipaje como un equipo entrenado y se reunió en el pórtico del frente bajo la última luz del día. El alcanzó a oír el ruido de un martilleo apresurado a algunos lotes de distancia. Olió la carne que estaban asando cerca. Frente a la cerca de estacas que él y su padre habían construido, y él y su hija habían pintado recientemente, vio una luz en la cocina vecina.

– Lydia -dijo-, ve al lado y trae a Vladimir Victorovich. Tengo una sorpresa.

Rescató la botella del baúl; la había rodeado de hielo y envuelto en una toalla, y estaba húmeda y todavía tría. Raisa arrastró la pesada mesa de café de la sala de estar y la empujó cerca de las pesadas sillas de madera del portal. Marya Petrovna llevó copas y platos y el pan fresco que habían traído de la ciudad. Cuando Lydia volvió, el vecino que odiaba a los bolcheviques la acompañaba, sonriente y bebido, y con un queso en el hueco del codo.

– Los hijos de perra ahora asesinan gente.

Vladimir Tolkachev había sido el más viejo amigo del padre de Propenko. Habían crecido juntos en la calle Engels, habían hecho el servicio militar al mismo tiempo y habían ido a la universidad juntos después de la guerra. Propenko lo quería como a un tío.

– El perro de Kabanov está detrás de esto -dijo Tolkachev.

– Detrás de todo -convino Marya Petrovna-. La mano oculta.

Propenko miró a Lydia por encima de los anteojos. No estaba escuchando ni comiendo.

– El otro hijo de perra, Puchkov, es su gran amigo.

Marya Petrovna gruñó. Raisa tenía los hombros encorvados. Su buena disposición había desaparecido. Propenko se sentía acechado por un demonio pesimista: tenía unos momentos de paz y luego el demonio le golpeaba el hombro; una pequeña buena noticia, y el demonio se entrometía con una mala.

– Los mineros los van a arreglar-di jo Marya Petrovna. Lo venía diciendo desde que Lydia estaba en pañales. Seguía los paros mineros como un fanático del fútbol sigue los partidos de la liga.

Propenko hizo saltar el corcho al patio y lleno las copas.

– Tengo una noticia -dijo, e hizo una pausa, incapaz de resistirse a un poco de melodrama-. Un programa americano de distribución de alimentos llegará a esta ciudad la próxima semana y esta mañana me nombraron su Director.

Ante su asombro, Raisa, Tolkachev y Marya Petrovna lanzaron fuertes hurrás. Las mujeres se levantaron y lo abrazaron donde estaba sentado, pasándole los brazos gordos alrededor del cuello y con el aliento sobre sus mejillas. Sus amigos de la oficina también habían armado un alboroto, con bromas sobre viajes a Nueva York, cuentas en moneda fuerte, pero no había esperado este tipo de reacción en su casa. Esto parecía salir directamente de su sueño de la piña y no lo comprendió hasta que Raisa apoyó la cara contra la suya y dijo:

– Por fin buenas noticias.

Sintió que Lydia se apretaba contra él y se inclinaba para felicitarlo.

– Dios te bendiga, papá -dijo, pasándole el brazo alrededor del cuello y derramando unas lágrimas. El le puso una mano sobre el hombro y sintió que temblaba.

Cayó la hermosa noche de agosto. Bebieron el champaña despacio, adaptándose al ritmo del campo. Durante la cena compuesta de verduras frescas, pan del día y crema agria, Tolkachev despotricó contra el hijo de puta de Mikhail Lvovich Kabanov, el Primer Secretario de Vostok, y sus compañeros hijos de puta en Moscú, Pavlov y Puchkov y Alksnis. Marya Petrovna que cabeceaba sobre su cuello arrugado, agregó alguna palabra al azar y mató algún mosquito ocasional sobre su rodilla. Torpedearon al dúo de cabellos entrecanos con preguntas sobre el programa de alimentos: ¿Cuántos americanos vendrían a Moscú? ¿La familia y los amigos del Director del Soviet serían presentados? ¿La hija del Director del Soviet podría practicar su inglés con un nativo? ¿Qué clase de alimentos iban a distribuir? ¿A quiénes?

Propenko repartió su reducida cantidad de información con gusto, pero ahora trataba de restar importancia a todo porque sentía que una pequeña serpiente de preocupación se deslizaba por los compartimentos de su mente. Hablaron, bromearon y se quejaron durante más de una hora, pero él observaba a Lydia todo el tiempo, incapaz de festejar sin ella. Cuando Tolkachev se fue, y Marya Petrovna y Raisa fueron adentro a preparar las camas, le pidió que lo acompañara a dar un paseo.

Caminaron despacio por la calle oscura, con mucho tiento para eludir piedras y baches, sin hablar. Los grillos gorjeaban y silbaban. En uno de los lotes oscuros, alguien gemía una vieja canción ucraniana acompañándose con el rasgueo de una guitarra.

– La madre de mi padre era creyente, sabes -dijo Propenko con la esperanza de que un viejo secreto de familia la llevara a abrirse-. Cuando dijiste "Dios te bendiga" hace un rato me acordé de ella. Lo decía todo el tiempo.

Una sombra se cruzó en el paso y los saludó por su nombre.

– Antes de la guerra ir a la iglesia suponía un gran riesgo -siguió Propenko, repitiendo todo lo que ella ya sabía-. Mi padre era un comunista obediente, y ahí estaba su propia madre, yendo a los servicios religiosos, bendiciendo a la gente en la casa, santiguándose. Causaba muchos problemas.

– Los comunistas obedientes siempre provocan muchos problemas -¡dijo Lydia, y Propenko se sintió vagamente ofendido.

A la derecha y detrás de ellos, la luna llena iluminaba la copa de los árboles. Propenko recordó que Vzyatin había dicho que habían hecho salir al guardián de la iglesia y le habían disparado en el cementerio, un buen blanco a esta altura del mes.

– Esta mañana te quise decir -le dijo cuando habían alcanzado casi el final del camino, tu madre y yo, los dos te queríamos decir… cuánto sentíamos lo de tu amigo.

– Más que un amigo.

– Por cierto.

Más allá de la última dacha, el camino se deterioraba y terminaba en un montón de hierba mala y una pequeña pila de escombros. La brisa espantaba a los mosquitos. Propenko estaba sentado sobre una viga de madera retorcida y le hizo señas a Lydia de que se sentara a su lado. Lo que él quería era eliminar la molestia que de alguna manera se había instalado entre ellos durante los últimos meses. En este tiempo, había quedado claro que Lydia quería apartarse de él y de Raisa, que estaba intentando desprenderse de una piel vieja que le habían puesto encima cuando se inscribió en la universidad, que quería tomar su lugar entre ellos no como una adolescente sino como adulta. No se oponía a que lo hiciera. Había visto el daño que sus padres le hicieron a su hermana cuando insistieron en mantener un control sobre ella hasta bien entrada en sus treinta. El padre, sobre todo, no había podido aflojar la rienda, y Sonya se había vengado dándose a la bebida, su dependencia prolongada y un matrimonio precipitado y desgraciado que había acabado mal. Con la muerte repentina de sus padres quedó abandonada en el mundo, un cometa sin rumbo en el aire; sólo la unía a la tierra su sombrío hermano menor. Emocionalmente tenía la mitad de la edad de Lydia, y Propenko quería evitar que se repitiera esa misma tragedia familiar.

De todos modos no podía romper del todo con el modelo. Cuando le hablaba a Lydia estos días sólo oía la voz de un padre no la de un amigo. Y ella se lo pagaba con exabruptos ocasionales en la mesa, alusiones a "burócratas cobardes de Moscú" y "títeres gorbachovianos" lastimándolo sin querer. Sus diferencias eran en general generacionales. El era un comunista obediente, siempre lo había sido, siempre había creído en los principios del partido (voluntarismo, igualitarismo, modestia) aun ante la evidencia de su corrupción profunda y repetida. Como su maltratado presidente, todavía se aferraba a la vieja estructura herrumbrada y esperaba verla reformada algún día, mientras que lo único que Lydia quería era echarla abajo y empezar de nuevo.

Después de esos exabruptos periódicos, él se encerraba, por reflejo, en un modelo de autoridad semipaternal. Cortinas sutiles e invisibles se instalaban entre ellos.

Esta noche quería echarlas todas abajo.

– No es la misma cosa exactamente -dijo-, pero cuando tu abuela y abuelo murieron, no pude hacer nada durante semanas. Me quedaba sentado en mi oficina mirando por la ventana, o me quedaba en casa y dormía, o simplemente caminaba, o trabajaba en el gimnasio durante tres o cuatro horas seguidas. Eras demasiado pequeña para recordarlo.

Al principio, Lydia no lo miró ni habló, a Propenko le preocupó que la referencia a la infancia la hubiera herido.

– Me pasa justo lo contrario -dijo por fin, mirando hacia atrás por el camino-. Yo sí quiero trabajar.

– Bueno, eso está muy bien. -¿Por qué se hacía tan difícil hablar?- Mañana puedes trabajar conmigo aquí. Las clases comenzarán pronto, puedes…

– Voy a asumir las tareas de Tikhonovich en la iglesia.

– ¿Qué? ¿Qué tareas?

– Todas las tareas. El cuidado de la iglesia. -Lydia se echó el cabello detrás de la oreja y lo miró desafiante, su cara toda sombras, y luz de luna. Y sexualidad inocente. Había heredado el busto grande de la madre y los cálidos ojos separados, y la talla atlética de él, todos los rasgos más peligrosos para una mujer, pensaba a veces Propenko, todo lo que atraería a los hombres como la sangre caliente a los tiburones. Era un tema que nunca habían tocado.

¿Y las reuniones políticas? hubiera querido preguntar, pero antes de que la frase le llegara a los labios se transformó:

– ¿Y tus estudios?

– Cuando comiencen las clases trabajaré después de clase y los fines de semana.

El se dispuso a objetar. Iba a decir: "Pero no nos consultaste" o "Pero ahí va a haber peligro ahora" o "Pero tu madre siempre va a estar preocupada" o "Pero sólo tienes veinte años". Preparó una frase sobre la vuelta del padre Alexei, luego otra sobre el entierro, pero no pronunció ninguna de las dos.

La tristeza de Lydia había desaparecido, remplazada por una furia a fuego lento.

– En nuestro país hay ahora dos opciones -dijo, con voz segura, una voz de adulto-. O uno espera, o hace algo.

Propenko esperaba.