175318.fb2 Requiem Para Rusia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

Requiem Para Rusia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

7

Czesich hubiese preferido cenar en uno de los kooperativi de Moscú, los pequeños lugares privados que Gorbachov había legalizado a fines de la década del ochenta, pero Julie le dijo que los kooperativi ahora habían caído todos bajo el control del crimen organizado y no se sentiría bien gastando su dinero allí.

– ¿Qué tiene de malo la comida del crimen organizado? -bromeó por teléfono-. Algunos de los mejores restaurantes donde he comido pertenecían a la pandilla. ¿Qué tiene eso de malo? Tú no dejas de sacar la basura a la calle sólo porque la transporta el crimen organizado ¿no es cierto? Una persona tiene que comer.

Pero ella dijo que sería enviar el mensaje incorrecto, de modo que él acabó por reservar una mesa en el Ladoga, uno de los enormes restaurantes estatales donde los mozos y mozas le sirven a uno sólo sobre la base del soborno.

Al llegar Czesich pronunció las palabras mágicas: "Embajada Americana", y el administratr lo guió entre una multitud de parejas que suplicaban por una mesa a través de un juego de puertas decoradas. Cruzaron un enorme salón con arañas, salpicado de mesas vacías, y le señaló un reservado al lado de la pista de baile.

Julie lo besó levemente en la boca.

Aunque no lo parecía a primera vista, en estos lugares había dos menús, el menú para mostrar y el menú real. El menú para mostrar era un gran cartón con una lista de docenas y docenas de platos, ensalada de cangrejo, costillas de cerdo, zanahorias a la crema, que no se servían allí desde Chekhov. Estas comidas se servían en principye (en principio) lo que quería decir en su imaginación o en la vida por venir o en los años antes de Lenin.

Lo que en realidad estaba disponible era los seis u ocho platos en el enorme menú para mostrar que tenían un precio al lado. Y aún así todo dependía del estado de ánimo del chef y los caprichos del corrupto apparatchiki del servicio de comida.

– ¿De modo que has superado el cansancio del viaje en avión, Antón Antonovich? -quiso saber Julie. Ahora se había liberado de la oficina y se mostraba más cálida.

– Apenas. -Buscó con la vista un camarero en el salón enorme.- Estuve caminando todo el día. Podría comer una vaca.

– ¿Siempre te pones tan irritable cuando tienes hambre?

– Peor -dijo él-. Positivamente menstrual.

– Había olvidado qué bonita era la risa de Julie. Otros pocos comensales con suerte fueron apareciendo por la puerta.

Al otro lado de la pista de baile una fiesta de casamiento estaba ya en el postre, y más allá, mucho más lejos, dos mozos de pie al lado de una mesa grande doblaban servilletas con toda calma. Czesich levantó un brazo. Uno de los mozos pareció a punto de verlo, pero luego dejó que sus ojos flotaran hacia arriba hasta las cortinas de terciopelo hechas jirones

– Ni siquiera pan y manteca, por Dios.

Julie observó cómo sufría y él exageró un poco la nota para divertirla. Esta noche se sentía esperanzado, capaz de dominar su reciente conmoción interna, capaz de hacer que Julie gozara con su compañía de nuevo. En los días posteriores a su encuentro en la embajada, había visitado dos veces a una vieja amiga disidente en la capital, y una parte de la capacidad de adaptación de la mujer parecía haberle contagiado.

Otro camarero de chaqueta azul apareció a media distancia. Czesich le hizo una seña.

– Enseguida vuelvo, enseguida vuelvo -gritó el mozo mientras corría hacia las puertas batientes de la cocina.

Lo más conspicuamente posible, Czesich sacó un paquete de cigarrillos sin abrir de su chaqueta y lo colocó entre su brazo y el de Julie. bien a la vista. En menos de treinta segundos un mozo de bigotes estaba a su lado con pan, dos porciones de mantequilla, dos botellas de agua mineral, con la promesa de volver "en un pequeño segundo" para tomarles el pedido. Miró los cigarrillos con los ojos bien abiertos pero no los tocó.

– Sorprendente que tenga que ser Marlboros -observó Julie.

Czesich untaba con mantequilla dos rebanadas de pan al mismo tiempo.

– Una vez cometí el error de usarWinstons para un viaje en taxi. El conductor casi me escupe encima.

– Es esa cosa del vaquero. El Hombre Marlboro. Interesa al mercado negro.

– Esta vez no he visto a tantos en las calles -dijo Czesich. El primer bocado de pan lo había calmado-. Cuando estuve aquí para la exposición de Diseño-USA estaban al acecho en los hoteles como buitres.

– Puchkov está en una cruzada para eliminar todo vestigio de actividad del mercado negro. El azote de la decadencia occidental y todo eso, ya sabes.

Lo sabía. No era el momento adecuado para empezar a hablar de Puchkov.

– ¿Champaña, vodka o vino?

– ¿No podríamos dejar de ser alcohólicos por una vez?

– Sería ofender las pautas de la comunidad.

– Vino.

Czesich logró que el camarero lo mirara y con un dedo se golpeó el costado del cuello.

– Una botella de Tsinandali -dijo cuando el hombre se acercó.

Antes de que Czesich pudiera abordar el tema de la comida, el camarero sonrió con afectación y se dirigió a la cocina. Czesich casi lo siguió pero se contuvo. La clave esta noche era parecer sensato y responsable, el tipo de hombre que podían despachar a la provincia. Solo, sin correr riesgo alguno.

– ¿Cómo pasaste el fin de semana?

El dio una respuesta breve. Había visitado algunos de sus lugares favoritos: la pequeña iglesia obrera frente al parque de Empresas Económicas, el monasterio de Kholomenskoe, el vecindario de la Embajada de Canadá. No le contó que había recorrido de arriba abajo las calles curvas de cuatrocientos años que había allí, maravillado ante los edificios color pastel y formulando una estrategia. No dijo que había pasado la mayor parte del lunes y el martes haciendo provisión de comida y artículos para regalos en los negocios que trabajaban con moneda fuerte y en el economato de la embajada, ni que había inflado el Programa Piloto de Distribución de Alimentos a la categoría de salvación de Rusia y de la suya propia.

– ¿De modo que todavía vas a la iglesia?

– Más y más últimamente -dijo él-. En general por el canto, pero no sólo por eso. ¿Y tú?

– No después de Ted.

– ¿Cómo está Ted?

– Ted juega al golf. A esta altura del año, Ted se desplaza en su Mercedes a Carolina del Sur y se dedica a los tiros al hoyo y lo que sea todo el invierno. El mes pasado me mandó una postal desde Nueva Jersey diciéndome que había hecho un hoyo en uno. Me llenó de alegría.

– Bravo. -Czesich tomó otra rebanada de pan. Los invitados de la fiesta de casamiento se emborrachaban y se hacían oír. El mozo de bigotes estaba en el exilio.- ¿Cómo fue la vida con Ted? -dijo tratando de sonar casual.

– Ted -comenzó Julie, y Czesich, que prestaba atención para no dejar pasar ningún matiz, registró cada cambio de entonación, cada parpadeo-. Ted era el eterno optimista. Fue una ayuda durante algunos años, luego se volvió aburrido. Me pasaba el tiempo esperando que se enfermara o le pasara algo, por lo menos una vez, aunque fuera una gripe. Era un verdadero toro.

– ¿Y cómo era Ted en la cama?

Julie frunció los labios en gesto de desaprobación.

– Has estado bebiendo.

– Nada.

Ella desvió la vista y luego volvió a mirarlo.

– Magnífico -dijo. Sin convencimiento-. Fíjate que no te pregunto por Marie.

– Bravo.

– Has estado bebiendo.

– Sólo una al paso antes de salir.

Julie no le preguntó por Marie porque ya lo sabía. Hacía veintitrés años, cuando estaban desnudos y sudorosos en una habitación de hotel en Novosibirsk le había pedido que le describiera cómo hacía el amor su novia. "Muy católica romana", le dijo, mientras lamía el sudor de su hombro. El tenía una memoria excelente para ese tipo de cosas, pese a todas sus encantadoras deslealtades.

Un ruido como de barrilete de metal que chocaban entre ellos resonó en el amplio salón. Czesich levantó la vista y vio que la orquesta se había instalado en el escenario.

– Gospodi pomilui -dijo-. Padre ten piedad. Se puso de pie, y manteniendo una expresión razonable en su cara hasta que Julie ya no pudo verlo, se dirigió a las puertas batientes.

Las paredes de la cocina estaban revestidas con azulejos blancos, y el aire estaba lleno de vapor. Media docena de camareros se paseaban por ahí, fumando, sin preocuparse por la presencia de un extranjero bien vestido en la cocina. Lo observaron con indiferencia y volvieron su mirada vacía a un lacónico secado de vasos limpios con servilletas de tela limpias o a dejar caer la ceniza de cigarrillos extranjeros en ceniceros de papel de estaño. Dos chefs golpeaban cosas detrás de un mostrador de azulejos blancos húmedos.

Czesich echó una mirada a este circo. De ordinario lo habría divertido (especialmente después de las copas bebidas en el hotel) pero su estómago le molestaba, tenía la boca húmeda, la química de su sangre se volvía frenética. Estaba en los genes. Su padre siempre se había paseado de un lado a otro en la cocina como un tigre antes de la cena, una noche húmeda de verano había iniciado un pequeño pugilato mientras esperaba en la fila del Dairy Queen en la plaza Maverick. Como precaución, Czesich hundió bien las manos en los bolsillos del pantalón.

Había tomado la costumbre de llevar dólares en el bolsillo de la derecha, y rublos y kopeks en el de la izquierda. La embajada mantenía todavía una política estricta contra el uso de dólares en cualquier parte salvo en las tiendas Beriozka o los bares de hoteles que se manejaban con moneda fuerte, y técnicamente la ley soviética lo prohibía. Pero ya estaba más allá de todo eso.

Llevó al mozo de bigotes a un costado y le puso una mano sobre el hombro para retener su atención. La otra mano pescó uno de los billetes que tenía en el bolsillo de la derecha (resultó ser de diez) y lo dejó en la mano del mozo. El mozo echó una mirada hacia abajo e hizo desaparecer el billete.

– Escuche -dijo Czesich, acercándole la cara, al estilo soviético-, esta noche le voy a pedir a esa mujer que se case conmigo y quiero lo mejor que tengan: caviar negro, cordero, tomates, un poco de coñac al final.

– Esta noche no hay tomates -dijo el mozo-, los tomates se terminaron.

– Tonterías. Acabo de ver que llevó algunos pequeños a la mesa de al lado.

El mozo se encogió de hombros.

– Quizá haya algunos pequeños en depósito.

– Muy bien. Traiga el vino y alguna clase de zakuski en seguida.

Czesich apretó los hombros del mozo fraternalmente y salió para encontrarse con una ensordecedora versión de I Just Calleed to Say I Love You.

Julie levantó las cejas al verlo. Tenía puestos unos aros colgantes de oro con piedras de malaquita.

– ¿Conversación de hombres?-gritó para hacerse oír.

– De la especie más pura. Le dije que me iba a declarar esta noche, de modo que actúa como si fuera así.

Ella sonrió, pero con una expresión un tanto preocupada que él no comprendió.

Las parejas bailaban sin hacer ningún caso del ritmo.

– ¿Cómo se declaró Ted?

– ¿Por qué este repentino entusiasmo con Ted? Tuviste siete años para hacerme preguntas sobre él.

– No podía preguntarte estas cosas cuando todavía estabas casada. No hubiera sido correcto.

– ¿Código de honor masculino?

– Algo así.

El mozo les trajo el vino y un pequeño bol de caviar rodeado de pepinos cortados y rábanos. Los comensales de las mesas vecinas los miraron fijamente.

– Me llevó a la Riviera (Bandol) y se declaró en la playa después de una cena exquisita.

– Muy lindo.

– Lo rechacé.

– Malo para Ted.

– Yo estaba por salir para mi destino en Marruecos y él todavía tenía su negocio en Baltimore. No me interesaba un matrimonio a larga distancia, y se lo dije.

– Y él dijo que iría a jugar al golf a Rabat durante unos años. -Czesich untaba con caviar un trozo de pan como si fuera manteca de maní y sentía que le remordía la conciencia. Fuera de estas paredes privilegiadas, había gente haciendo cola una hora para conseguir pan; el caviar, en un tiempo una exquisitez para la clase media, era tan escaso como el nombre de Brezhnev en el cartel de una calle.

– Ted vendió el negocio a su hijo y fue a Marruecos conmigo. Y tampoco jugó al golf. Eso es lo que intriga tanto en ese hombre. Está perpetuamente contento. Si su vida consiste en vender Mercedes siete días por semana, es feliz. Si se trata de sentarse al lado de la piscina en Rabat e ir a las recepciones en la embajada por la noche, también es feliz.

– Un hombre de principios.

– No particularmente, pero un hombre bueno.

– A mí me gustó de primeras.

– Le pasa a todo el mundo. Me llevó un tiempo larguísimo entender qué estaba mal. -La banda tocaba Deep Purple, y Julie todavía tenía que gritar cuando dijo "mal" una pizca de pan mojado del tamaño de una semilla de sésamo salió y le quedó pegada en el mentón.- Ted no conocía el sufrimiento -chilló-. Era bastante bueno. Si uno estaba enfermo o si le andaban mal las cosas, traía un medicamento o preguntaba qué podía hacer para ayudar, decía que lo lamentaba. Era sincero pero vacío. Simplemente no se conectaba.

– No tiene sangre rusa -dijo Czesich.

– Es así.

Julie usó la servilleta.

– Finalmente me di cuenta de que nunca íbamos a ir más allá de una agrada-, ble amistad sexual, y eso no me bastaba. Y no podía hacer nada para cambiarlo.

– Podías haber intentado hablar con él.

– Lo hice, varias veces. Era como…

– Tratar de describir cómo se hace el amor con una virgen.

– Iba a decir como tratar de describir la Unión Soviética a alguien que nunca estuvo allí. ¿Qué te pasa esta noche? No eres más que chistes y sexo. No es tu modo de ser.

– Estoy nervioso por algún motivo.

– ¿Por qué?

– Todo me parece vacío -dijo Czesich, pero no era lo que había planeado decir, y resultó entre gracioso y autocompasivo.

– Lo siento. Estaba hablando de Ted. En realidad no pregunté.

– No importa -dijo él, pero eso también sonó mal.

Ahora que los ruidos de la banda por fin se habían calmado por un minuto, ninguno de los dos encontraba qué decir. Oyeron gritos en la cocina. El camarero les trajo la comida -cubitos de cordero y cebolla y una pequeña porción de tomates- y colocó los platos con un cierto ademán triunfal.

– ¿Bien? -le preguntó a Czesich.

– Perfecto. -El camarero levantó una ceja mirando a Julie y se fue.

– ¿Y todavía escribes? -le preguntó Czesich.

Julie se encogió de hombros. Una vez le había confesado el deseo de escribir novelas, y cada vez que él lo mencionaba ahora, ella parecía pensar que le hablaba en broma.

– Un diario. Un diario literario, la mitad sobre los soviéticos y la embajada, y la mitad sobre mí. Lo empecé después que Ted y yo nos separamos. Como un sustituto terapéutico -intentó una sonrisa.

– ¿Lamentas no tener hijos?

– A veces. -La preocupación había vuelto a su cara.- ¿Qué tiene que ver eso?

– ¿Cuándo lo lamentas más?

– Cuando oigo a otras mujeres hablar de un nacimiento. ¿Por qué?

– No sé -dijo Czesich-. Algo en Ted me hizo pensar… Yo tuve estas fantasías de paternidad cuando Marie quedó embarazada. Siempre era un varón, y siempre lo veía de ocho o diez años. Patinábamos juntos en un lago helado o simplemente estábamos sentados en algún lugar tomando una limonada y hablando, pero siempre había un entendimiento perfecto.

Ella asintió, mientras cortaba una pequeña tajada ele cordero.

– Y fue un poquito así con Ted, durante siete años. Vivíamos en ese clima de respeto mutuo, y luego el clima se rompió y todo ha resultado distinto desde entonces, nunca del todo bien.

– Pero hubo momentos.

– Sí, claro. Simplemente me preguntaba si Ted no habría encontrado la manera de quedar en ese estado para siempre. De modo que no haya una brecha tan grande entre lo que es y lo que desea.

– El dinero ayuda.

– Es más que dinero. Religión, quizá.

– No con Ted -Julie sonrió-. Es simplemente su modo de ser. Hasta está satisfecho con el divorcio. -Hizo un gesto con las manos como para decir: "Basta". Sus pendientes se agitaron y brillaron. Czesich se preguntó si serían un regalo, y de quién.- ¿Cómo está Michael?

– Michael es gay.

– Nunca me lo dijiste -dijo Julie, como si Czesich lo hubiese sabido desde siempre.

– Vive en Reno y creo que trafica en drogas o vende su cuerpo o las dos cosas, porque no tiene ningún medio visible de vida y le manda a Marie un cheque todos los meses.

– ¿Ella lo sabe?

– No. El me pidió que no se lo dijera.

– ¿Te preocupa?

– Por razones de salud claro que me preocupa. La prostitución, si es prostitución, me preocupa en primer término. Las drogas me preocupan en segundo término. Lo que haga con sus genitales, en realidad, sinceramente, no me preocupa. Cuando me repuse de la impresión inicial me pareció obviamente adecuado para él. -Czesich chupó un trozo de grasa de cordero y bebió vino.- Le hice una visita en junio, sin anunciarme. Tenía la dirección y esperé frente al edificio de apartamentos. Fue muy cortés, me condujo arriba. Le dije que había estado jugando en Las Vegas y se me había ocurrido detenerme al pasar.

– ¿Fuiste a averiguar si era gay'?

– Claro que no. Fue un impulso, como todo lo que hago. Mis fantasías paternales se habían reducido a dos llamadas telefónicas al año y fui a revivirlas o algo así, para hacerlas a un lado.

– Imagínate crecer como gay en Boston.

– Imagínate.

– Vuelvo en un minuto -dijo Julie. Tomó su cartera y pasó al lado de los bailarines en dirección a los baños. Cuando el camarero fue a levantar los platos, Czesich le dio los cigarrillos, luego siguió sentado tomando coñac y observando a los bailarines en la pista. Se preguntaba si Julie y él volverían a dormir juntos otra vez ahora que ella estaba sola, y por qué de pronto esto se volvía tan importante, Por qué las cosas se volvían tan urgentes repentinamente, como si el hielo se hundiera bajo sus pies mientras patinaba hacia la orilla opuesta.

– Creo -dijo Julie cuando volvió- que el rublo va a lograr la convertibilidad antes de que los soviéticos capten el concepto de los baños públicos limpios.

– ¿Tan malo?

– Lo bastante malo como para que deseara ser varón.

Czesich miró la cuenta. La comida costaba menos que la "propina".

– Me gustaría quedarme sentada un rato y luego me encantaría bailar -le dijo.

– Muy bien.

– ¿Estás en forma?

– Czesich se palmeó el abdomen blando.

– ¿Cómo descubriste que Mike era gay?

– Fui al baño y vi una pila de Blueboys en la canasta de lectura. No terminaba de encajar con mis fantasías paternales. Me sentí tonto por no haberlo adivinado.

– ¿Se lo dijiste?

– Claro. Salí y le dije: "Michael, eres gay". Y él contestó: "Sí, papá", sar-cásticamente, como un "Ahora te das cuenta". Fuimos a cenar a un lugar elegante y él insistió en pagar. Cuando le pregunté como se ganaba la vida me dijo: "Una tarea de horario reducido". Cuando le pregunté qué clase de carrera tenía en mente para él, dijo que estaba pensando en un empleo estatal.

– Tiene el ingenio de su padre.

– Czesich había bebido lo bastante como para decir:

– ¿Sabes qué pienso a veces? Pienso en él con el pene de otro hombre en la boca.

– No es tan sorprendente.

– ¿No?

– Si tuvieras una hija podrías imaginarla en cama con el marido. Esas son simplemente las cosas secretas de las que nadie habla, Chesi. nadie excepto tú.

– A veces pienso que el tipo con el pene en la boca subconscientemente soy yo.

– ¿En tu subconsciente o en el suyo?

– En el suyo. Tratando de derribar la barrera. Cuando hablo con él por teléfono eso es todo lo que encuentro, barrera tras barrera.

– Engañaste a su madre -dijo Julie.

Por un instante, Czesich no pudo hablar. Si hubiera podido hablar habría dicho: "Contigo".

– ¿La visita ayudó?

Encogió los hombros. La vida imaginaria nunca podría ser igualada en la realidad. Suponía que Marx tendría algo que decir sobre el tema.

La banda tocaba una canción lenta y Julie lo invitó a bailar.

Al principio la sostuvo separada de él, pero vuelta a vuelta la fue acercando hasta que pudo sentirla respirar y oler su piel. Trató de entrar la barriga, cerró los ojos y trató de sentir, si confiaba tanto en él como para dejar que entrara en su cama de nuevo. Nunca le había gustado que se lo pidieran. "Pide sin pedir", le había dicho ella una vez, en una habitación de hotel diez pisos por encima de una guerra centroamericana. Había pedido sin pedir y ella había consentido sin dudar y el recuerdo seguía ardiendo sin atenuarse. Debió habérsele declarado en ese lugar. Todavía no se había involucrado con Ted en ese entonces; él y Marie tenían un divorcio tácito, hacía años que no dormían juntos. Recordaba haberse despertado al día siguiente con la primera luz de la mañana y haber salido al balcón con sus shorts. El aire impregnado de olor dulce a jazmín y a política podrida, la ciudad atosigada de tránsito se extendía abajo. Julie dormía abrazada a una almohada. Podía verla a través de las puertas corredizas, con el cabello sobre la cara y las piernas desnudas. Había estado a punto de despertarla y declararse allí mismo, y de nuevo más adelante en la tarde, pero un cierto temor vago lo había contenido.

Se produjo una pelea en la mesa del casamiento. Dos borrachos se empujaban, gritaban, derramaban vino. Czesich echó una mirada, pero le interesaba más sentir moverse a Julie, darse el lujo de sus fantasías de un amor maduro medicinal. Un tipo soviético grandote le golpeó el hombro y le pidió cortésmente si podía interrumpirlos. Czesich se sentía magnánimo.

– Como en Roma -le dijo a Julie. Volvió a su silla y miró desde allí, excitado.

Cuando Julie volvió a la mesa estaba ruborosa y feliz. Por un instante hubo una sensación casi doméstica en el aire entre ellos, como si fueran marido y mujer casados hacía tiempo gozando un renacimiento romántico.

– ¿Nos vamos? -pidió ella y, lleno de esperanza, Czesich la escoltó a través del salón de las arañas de la multitud persistente que esperaba a la puerta.

La ciudad les pareció extrañamente tranquila después del asalto de los decibeles de la banda, y pasearon del brazo a lo largo de la Vieja Arbat pasando delante de tiendas cerradas y músicos callejeros solitarios que remedaban a Vysotski. Desde su última visita, los estilos habían cambiado. Ahora veía muchachos sin camisa con chaquetas de cuero negro, y chicas de pelo anaranjado erizado, todo lo que había estado de moda en occidente una década atrás.

– Imagina lo que piensan Puchkov y los Coroneles de Hierro cuando ven esto.

– No va de acuerdo con sus fantasías -dijo Czesich.

– Cierto. La cuestión es ¿qué va de acuerdo?

– Una Alemania comunista unificada.

Por una vez, pareció mal hablar de política, pero los cabos sueltos de la reunión del viernes seguían batiendo en la brisa y no era posible no tomarlos en cuenta. De alguna manera, sin que él se hubiera dado cuenta, el tierno momento doméstico se había esfumado.

– Quieren atrasar el reloj veinte años -dijo él para evitar que el silencio seinstalara-. Quieren algo lindo y estable, nada de sorpresas, ni demostraciones en la Plaza Roja, ni desastres ambientales en las noticias nocturnas.

– Un buen número de soviéticos comunes quieren la misma cosa.

– Un veinticinco por ciento -dijo él.

– ¿Has hecho una encuesta?

– El veinticinco por ciento de cada persona quiere eso. De cada persona y de cada país. Una vida bella y segura, con un mínimo de problemas, cualquiera sea el costo.

– Yo diría el cincuenta por ciento. El setenta y cinco.

Ahora estaban en la parte más oscura de la Arbat y Julie frunció el entrecejo y se puso pensativa. Hacía veintitrés años. Czesich había optado él mismo por la vida bella y segura -por su amor local, Marie DeMarco y sus bondadosos provincialismos-. y se preguntaba si un cuarto de siglo de lamentarlo era penitencia suficiente, si alguna vez sería posible que Julie lo perdonara, que él se perdonara a sí mismo, si alguna vez serían capaces de intercambiar la vieja amistad por el caos del amor. Los dos estaban secretamente atemorizados, pensó él. Los dos se habían casado con personas estables y cariñosas, y habían sido desgraciados.

– Así es como lo echamos a perder en Lituania -dijo él. dándose un sermón en código-. Fuimos con lo seguro, aunque sabíamos que era un error, y acabamos aceptando tanques y asesinatos, y con Puchkov se erigió en un segundo Stalin.

– No aceptamos a Puchkov -dijo ella tímidamente.

– Tampoco lo enfrentamos. No enfrentamos a Somoza ni a Duvalier. Tenemos una historia de no enfrentar. Mira nuestro voto en la UN sobre el Tibet. Mira el discurso de Bush el otro día en Kiev. De nuevo apostamos a lo seguro. El diablo sabes

– No es tan simple -dijo Julie. Y luego, al cabo de un momento-. ¿Nos estás llevando hacia el programa de alimentos?

Czesich suponía que sí. Había que sacarlo de en medio

Llegaron al final de la senda peatonal e hicieron un raz entre un río de adolescentes que venían del otro lado. Julie le soltó el brazo. A lo lejos se oía cantar y una débil suena de policía.

– El Embajador Haydock no puede recibirte mañana, después de todo.

– Mierda.

Se quedaron callados si bien en lo que respectaba a Czesich no era necesario añadir nada más. El momento elegido por Julie y el tono de su voz le dijeron todo lo que no había querido oír. El Programa Piloto de Distribución de Alimentos había ido a parar al trastero hasta que se aclarara si Gorbachov o Puchkov o Yeltsin emergía como el hombre con quien se debía tratar. El embajador Haydock no tenía el tiempo o el coraje de decírselo a Czesich cara a cara, de modo que le había encargado a Julie que lo hiciera por él. que era lo correcto en el servicio exterior. Filson habría salido de Washington en la tarde del viernes para pescar durante seis días en Montana, razón por la cual no le habían dado la noticia el viernes También perfecto. Era una jugada magistral y casi no quería saber que papel había desempeñado Julie -Hablé a favor de según adelante-dijo ella-. Sé lo mucho que te importa

– No -dijo Czesich-. No puedes saberlo.

– Pruébame

Hizo un ademán de disgusto con la mano y quedo malhumorado unos minutos, luchando contra una oleada de conmiseración por sí mismo que hacía años no sentía. Cuando por fin habló, las palabras salieron de viejas sombras

– En nuestra casa en Boston Este, todo era una catástrofe. ¿Te lo dije alguna vez? Se derramaba un vaso de leche en la mesa, se rompía una ventanajugando a la pelota, se tapaba el fregadero o al abuelo Czesich le dolía el pecho. Siempre. Siempre había gritos, llanto, sollozos, manos retorcidas, mi madre aullaba en italiano, mi padre en ruso, el fin del maldito mundo.

"Por lo tanto yo no iba a ser así. Nada me iba a afectar. Era filosófico. ¿Marie era desgraciada en Washington? Muy bien, no había problema. Vuélvete a Boston. Marie, te iré a visitar, el matrimonio sobrevivirá, nada importante. ¿Tenemos un hijo? Estará bien. Le enviaré guantes de béisbol por correo. ¿Hay que organizar exhibiciones de la Primera Democracia en Malasia durante la guerra de Vietnam? Ningún problema. ¿Obsecuencia hacia los chinos? Trabajar en esa maldita oficina plástica gris en la calle Seis preparando proyecciones del presupuesto y llamando al depósito de Brooklyn para asegurarse de que están embalando la cantidad suficiente de palomitas de maíz para regalar en la Ciudad de Guatemala, y en la Ciudad de Guatemala a tres manzanas de nuestra Exposición sobre la Constitución Americana la policía les arranca los ojos a los estudiantes con destornilladores del gobierno de Estados Unidos!

Czesich se dio cuenta de que la gente se daba vuelta para mirarlo y bajó la voz Julie tenía la vista fija en el suelo.

"La noche que volví a casa después de visitar a Michael caminé hasta Georgetown para cenar, luego fui y me paré en el medio del puente Key y me quedé mirando los aeroplanos que llegaban y salían del aeropuerto Nacional. Por algún motivo, a partir de esa hora, mi vida me ha parecido perfectamente inútil. Mi abuelo solía llevarme a ver el aterrizaje de los aeroplanos en Logan; sentí que habían pasado cuarenta y cinco años y no había hecho nada más que cometer errores. Me casé y fracasé Crié un hijo y lo eché a perder. Tengo este trabajo con el que vuelo alrededor del mundo difundiendo propaganda americana…

– Y realizando buenas acciones -interrumpió Julie-. Ahora USCA se dedica a la ayuda.

– La muy ocasional buena acción… para gente que no volveré a ver. Pero en su mayor parte se trata de aeropuertos, habitaciones de hotel, un abultado cheque regularmente, pero todo está allá afuera. -Tendió las manos hacia afuera y arriba, luego las bajó y se golpeó el pecho.- Y aquí adentro no hay nada, está hueco, Jamás he tomado partido en algo. ¡Nada! Ni una sola cosa, Julie. Tuve que luchar tanto cuando chico que pase el resto de mi vida evitando hacerlo… incluso en Vietnam. Ni siquiera tuve que tomar una decisión entonces.

– Te lesionaste en un partido de hockey, Chesi.

– Me estropeé la rodilla, pero aún para mis adentros seguía sin decidir. En casa oía a mi padre declamando y despotricando contra los hippies y pensaba "Quizás estén equivocados" No hice más que deslizarme entre todo

– Tomaste una decisión sobre mí-lo dijo sin un átomo de autocompasion. y Czesich sintió que lo había abierto en dos y había sacado sus órganos enfermos a la luz de la calle.

– Sin embargo, no es así -le dijo, tomándole el brazo por un segundo-. Nunca lo comprendiste. Marie fue sólo el camino del menor esfuerzo para mí. Es lo que intento decirte, es lo que vi en el puente, que he sido ese perfecto cobarde moral… Se detuvo un momento, con el deseo de que Julie lo interpretara como lo veía él ahora, que bajara la guardia como él estaba bajando la suya, pero ella siguió callada.

– Pero por fin lo vi. Lo vi esa noche. Y a los dos días, como un milagro. Filson me llama a la oficina de la esquina y me dice que está pensando en mandarme para el asunto de la distribución de alimentos. A la Unión Soviética, el único lugar en que alguna vez hice algo que valía la pena… una oportunidad de verte de nuevo, una oportunidad de hacer por fin un poquito de bien a gente que toda su vida ha sido maltratada, el pueblo de mis abuelos. Una tentativa de probarme a mí mismo que toda la carrera no ha sido un desperdicio total. Una oportunidad de ver si nosotros…

– Lo estás poniendo todo demasiado blanco y negro -dijo Julie-. En la USCA había cosas que valorabas. Recuerdo una conversación en San Salvador acerca de lograr que la gente comprendiera las contradicciones de Estados Unidos.

– Cristo.

– Sólo estás a la busca de un poco de heroísmo en tu madurez. Chesi. Eso no es para la madurez, es para los de dieciocho o veintidós. Quieres el ímpetu de los años sesenta de nuevo, quieres cambiar la manera en que el mundo entero funciona. Eso no va a pasar. Ni los sesenta cambiaron nada en realidad, pero durante un tiempo nos sentimos gloriosos.

– Quiero cambiar la manera en que yo funciono -dijo Czesich, pero ella estaba callada, sin mirarlo, sacudiendo la cabeza tercamente-. ¿.De modo que esas son las opciones, Julie? ¿Inmadurez o mierda. ¿Viva Fidel o mirar al otro lado mientras los Boinas Negras aplastan cráneos en el Báltico y las criaturas mueren bajo los tanques en Beijing?

– Nosotros no miramos al otro lado.

– Lo sé. Les dimos el status de Nación Más Favorecida

Habían llegado al Ladoga de nuevo y Julie se dirigía a la parada de taxis. Czesich la tomó del brazo y la llevó en la otra dirección, calle abajo.

– No lo vi, eso fue lo peor. Durante veintitrés años estuve insensible, ciego, un peda/o de madera que caminaba.

– Quizá Michael te lo mostró.

Czesich siguió algunos pasos en silencio, sin darse cuenta hasta que Julie se quejó de que estaba apretándole el brazo cada vez más fuerte. "Está bien papá'", casi dijo en voz alta. "¿y qué eres tú?”

– El programa sólo está suspendido -le dijo Julie-. no cancelado. Quizá todavía puedas tener tu oportunidad de ser un héroe Les estamos diciendo a los sovieticos que se ha demorado por motivos logísticos. que puede recomenzar cualquier día. Y podría. Ya sabes como funciona la burocracia

Sabía exactamente como funcionaba. Despacio como la geología. Cada idea original, con agallas se filtraba hacia arriba a través de capas y capas de empleados glorificados, cada uno mas ansioso que el próximo de no cometer un error. Ya no tenía tiempo para eso.

– Quizá vaya a Vostok por mi cuenta -dijo, medio en serio-. Sólo para reconocer el terreno.

– No seas absurdo. Allí todavía no han oído hablar de la glasnost. La KGB local te comería vivo.

Los taxis pasaban raudos muy cerca de ellos, con las luces del techo saltando hacia el centro de la ciudad. Un camión tanque retumbó detrás de ellos, y expulsó un chorro de agua en el borde de la acera. Cuando se acercó, Czcsich condujo a Julie a la seguridad de una entrada sólo les llegaron unas gotas livianas. La calle y la acera quedaron empapadas, pero no más limpias.

– Pasa la noche conmigo. Julie.

Ella sacudió la cabeza.

– No pretendía simpatía con todo eso. simplemente me salió.

– No pensé que la buscaras. Es simplemente que no puedo hacer nada por tu pasado.

– Claro que puedes -dijo él pero ella se deslizó desde la entrada y empezó a caminar de nuevo.

La alcanzó y acomodó su paso al de ella, sin tomarla del brazo.

– No puedo ocuparme de esto ahora -dijo ella, cuando hubieron caminado una cuadra, y su voz le recordó a Czesich el brazo duro del apretón de manos del viernes. Ella vaciló, se calló, luego empezó de nuevo-. Pero si quisieras quedarte en Moscú, hay una vacante en la embajada. Teníamos a alguien destinado al puesto, pero las acreditaciones Mesaban tanto tiempo que ella se echó atrás. -Julie se calló de nuevo.- No puedo ir más lejos con estos zapatos. ¿No podrías tratar de conseguir un taxi?

Czesich descendió a la calzada y levantó un brazo a una sucesión de taxis vacíos que iban a toda velocidad, pero toda su atención era para Julie.

– Analista político consultor -prosiguió ella, parada en el borde mismo de la acera-. si puedes creer en ese título. Está un grado por debajo del tuyo, pero ofrecen un apartamento y un viático. Parece hecho para ti. Chesi. recorrida de calles, viajes, mucha lectura y ver los noticiarios y encuentros con diversos grupos para tratar de darnos una idea de sobre qué tendríamos que estar pensando, a largo plazo.

Deja que te diga en qué estoy pensando, a largo plazo, casi le contestó, pero estaba tratando de interpretar su ofrecimiento. Olvídate del salario, ya no importaba el dinero, tenía más de lo que podía gastar, décadas de sueldos magros y viáticos ganando interés en un banco. ¿Qué significaba realmente el ofrecimiento'.' ¿Qué quería tenerlo cerca? ¿Cerca en qué forma? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Hasta que la destinaran a otro lugar? La miró a los ojos y luego desvió la mirada. Ella le apoyó una mano en el hombro y se sacó un guijarro de un zapato.

Un taxi se detuvo. Entraron, Julie dio su dirección y, milagro de milagros, el conductor, puso en marcha el contador y arrancó. Sin titubeos, sin pedir cigarrillos o dólares, ningún ruidito de números blancos que marcan 27,60 antes de que uno se haya siquiera sentado.

Czesich apoyó su mano sobre la de Julie, pero no pudo mirarla. Sentía que había llegado al punto en que años de soñar se cruzaban con una dura y negra realidad, y de pronto lo aterraba. Un puesto en la embajada y una agradable amistad no sexual no tenían ningún atractivo para él esta noche. Quería algo extremo, un cambio radical, una enorme perestroika del corazón.

Julie estaba silenciosa y fruncía sus hermosos labios.

Cuando el taxi se detuvo delante de su edificio, Czesich se obligó a decirle:

– Invítame a subir.

Ella le apretó la mano y dijo que no con la cabeza, la preocupación ahora franca, con todas sus letras.

– Estoy viéndome con alguien, Chesi…

– ¿Con quién?

Frunció el entrecejo, vaciló.

– Alguien de la embajada. Peter McCauley. Está en asuntos culturales.

– ¿Amor? -dijo Czesich, pero su voz lo traicionó, temblorosa como la de un viejo.

Ella volvió a fruncir el entrecejo, la cara llena de preocupación, pálida y tensa.

– Piensa en el trabajo. Podemos cenar el jueves por la noche, y hablar un poco más.

– ¿Por qué el jueves? -dijo él, pero ya se había ido.

La suite del hotel era extravagante, estrictamente zarista, cuatro habitaciones amuebladas con todo, desde cubiertos a un bidet. En cualquier otro país en la tierra lo habría desconcertado; aquí sólo formaba parte del juego, una ironía marxista-leninista más. Aquí era un Direcktr, la palabra evocaba nobleza. La gente esperaba cierta pompa y firmeza.

Antes de salir para el Ladoga, había colocado los candelabros italianos que a ella le gustaban, una botella de vodka en hilo, y un vaso con flores por si Julie volvía con él. Ahora estas estatuas de optimismo, dispuestas en la mesita de café, se burlaban de él. Julie estaba más linda, más elegante, más rica, más exitosa. Dejando de lado el Departamento de Estado, había llevado una vida de dedicación y honor personal, y él había hecho una vida de indecisión y de protesta estúpida, apuntándole a Filson con el dedo a sus espaldas. "La cuestión es -le había dicho ella una vez en el hotel en El Salvador cuando discutían sobre la guerra-, que tienes que elegir un lado y aferrarte a él, con todas sus imperfecciones, en la fortuna o en la adversidad. De otro modo no eres una persona seria."

Esa noche también, la línea entre lo político y lo personal se había desdibujado. Había sido demasiado bondadosa para mencionar a Marie, pero la sugerencia era clara: En la fortuna o en la adversidad. Lo veía como un cobarde.

Tomó un rápido trago de vodka, mordisqueó una galletita con queso, y miró fijamente el teléfono del comedor, resistiéndose todavía a abandonar las últimas briznas de esperanza. Salía con otras personas, mujeres profesionales de Washington en sus cuarenta o cincuenta años, almas solitarias como él girando en el vacío con sus hijos satélites y ojos secos y heridos. Se podía pasar buenas horas con esas mujeres, conversación inteligente, buen sexo, momentos cercanos a la intimidad, pero no había historia, e historia era lo que él quería esta noche, buena o mala.

Pidió una llamada a Nevada pero le dijeron que tendía que esperar.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿Cómo podría yo saberlo? -espetó el operador-. Cuelgue y espere.

Colgó y esperó, imaginando a ese Peter McCauley. No tenía urgencia por dormir, ninguna esperanza de renacer en Vostok a menos que Puchkov cayera muerto o el Secretario de Estado pasara por encima del embajador Haydock. No podía imaginar qué podría hacer hasta el jueves por la noche para demostrarle a Julie que por fin había elegido un lado, que Marie DeMarco no tenía ya ningún derecho sobre él, que él había cambiado. Quizá Michael lo iluminara. Otra vez.

Mucho más vacía la botella, el teléfono sonó. Czesich levantó el auricular, oyó la voz del operador, luego la de su hijo.

– ¿Interrumpo? -dijo, hablando con cuidado para que Michael no se diera cuenta de que había estado bebiendo.

– Nunca, papá. Estás borracho.

– Estoy en Moscú.

– Tu lugar favorito del planeta ¿no?

– Me recuerda a Nevada -dijo, y a través de la cambiante niebla del alcohol escuchó la risa de su hijo-. ¿Estás bien?

– No podría estar mejor.

– ¿Te cuidas?

– Al extremo. Demasiado, en exceso.

Czesich supuso que había alguien más en la habitación y que Michael estaría haciendo muecas por encima del hombro mientras hablaba.

– Los dos estaremos en Boston para Navidad. En casa de tu madre.

– Magnífico.

– Quiero verte más.

Michael se quedó callado, asombrado hasta el silencio, pensó Czesich. A la gente no le gusta que uno cambie cuando ya es un hombre maduro, no les inspira confianza.

– Voy a comprar una granja pequeña en Vermont -dijo abruptamente para llenar el silencio incómodo. Tenía una visión creada por el vodka, completa hasta el mínimo detalle. Veía la granja, olía el humo de leña de la chimenea del vecino y sentía que caminaba por una calle de tierra-. Ya la estoy viendo. Puedes ir allá si quieres y te daré una parcela de tierra para una casa. ¿Qué te parecería?

– Magnífico, papá -dijo Michael, sin entusiasmo.

Czesich estaba sentado en el brazo del sofá mirando una pared verde mate.

– Esto no es otro de esos planes de cinco años, sabes. Tengo mucho viático ahorrado y una buena pensión. Puedes traer un amigo. Esta vez no es mera charla.

– Lo sé. Te creo.

– ¿Me crees?

– Claro. ¿Por qué no?

– Porque todos estos años me he portado como una mierda, por eso.

– No es verdad, papá. No es verdad.

– Tienes la bondad de tu madre.

– Si tú lo dices.

– Deja de mandarle cheques, Michael. Yo ya le mando cheques. Ahora tiene un salario decente. Quiero que uses el dinero para ti.

– Está bien. -Michael cubrió el micrófono por un instante, y Czesich no oyó nada más que un zumbido muy débil.- Tengo que salir, papá. Llama cuando estés en casa, ¿de acuerdo?

– Ten cuidado.

– Siempre.

Llama cuando estés en casa. La habitación giró suavemente. Czesich tomó otro trago más de vodka (la Medicina del Olvido, lo llamaban sus amigos soviéticos) y se puso de pie, fue hasta el armario, y con una eficiencia torpe de borracho empezó a hacer su maleta.