175318.fb2 Requiem Para Rusia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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9

Detrás y encima de Malov, de la inmaculada pared amarilla de su oficina colgaba un retrato de Iron Félix Dzerzhinsky, padre de la policía secreta del Soviet. Propenko no se ensució la vista con él. Sabía como era Dzerzhinsky, una gorra tonta sobre una nariz puntiaguda y cara estrecha. Conocía los cuentos: las celdas de tortura de Lubyanka, la comida de carne de rata y gusanos del Gulag. Más recientemente había oído un rumor de Uzinsk donde, se decía, alguien se había metido en la plaza principal después de medianoche y había cubierto las manos de Iron Félix con pintura escarlata. Al día siguiente las autoridades removieron la pintura, pero antes de una semana las manos aparecieron rojas de nuevo y este escándalo se repitió hasta que las manos de bronce fueron limpiadas tantas veces que brillaban al sol de Uzinsk y no fue necesario pintarlas de nuevo ni pretender que alguna vez volvieran a estar limpias.

El país ya no necesitaba a Dzerzhinsky, sus monumentos, sus torturas, pensó Propenko. Pero Malov todavía no se había dado cuenta.

Malov tendió la mano por encima de la esquina de su escritorio, tomó la cafetera especial de vidrio de la máquina eléctrica especial que había traído de Leipzig, y sirvió dos tazas humeantes. Era café de veras, en estos días precioso como el oro. y su aroma le evocó tiempos mejores. Los dos hombres estaban sentados casi como amigos, llevando las tazas calientes a ios labios, mientras se observaban mutuamente sin que fuera notorio. Entre las otras obligaciones, aparentes y secretas. Malov era el especialista político del Consejo de Comercio e Industria, y esta era su charla semanal, su manera de mantener pura la ideología de la oficina.

– Antes que nada, Sergei, permite que te felicite por tu promoción -comenzó haciendo girar la taza entre el pulgar y el dedo del medio. Intentaba aparentar sinceridad. En la oficina, Malov a menudo hablaba con esta formalidad exagerada, destacando las palabras al estilo de actores que hacen el papel de militares.

Protegido por Iron Félix de alguna manera lograba que la afectación pareciera menos absurda-. Director. Trabajando con los norteamericanos

– Es sólo un mes, Nikolai.

Malov ladeó levemente la cabeza y adelanto su oído bueno.

– Un mes en esta tarea. Pero estoy seguro de que si todo anda bien, esta tarea llevara a algo más permanente. Quizás el puesto de Volkov; está cerca de la jubilación. Ese sería el cargo para ti, ¿eh Seryozha: viajes, una cuenta en moneda fuerte, un apartamento más grande?

Propenko se encogió de hombros y bebió su café. Malov era un maestro del arte de insinuar. Parecía obvio, que la expresión de su cara y el tono de su voz estaban llenos de buena voluntad. Pero un centímetro por debajo de esa superficie de simpatía todo estaba empapado de un odio intacto. Exudaba sospecha, sin embargo Malov siempre disparaba desde atrás de su máscara sonriente. Siempre palmeaba espaldas y apretaba hombros en los corredores del Consejo. Sus colegas parecían estar perfectamente dispuestos a aceptar esa simulación. Era una especie de truco, tomar la resistencia de todos. Tenía algo que ver con el miedo que se había asentado en el vientre de todo hombre y mujer. Propenko lo conocía, algo que tenía que ver con Stalin. Dzerzhinsky y lugares lejanos al este.

– ¿Cómo fue tu charla con Madame Bessarovich?

– Franca -dijo Propenko-. Esa mujer dice lo que tiene en la cabeza.

Malov guiñó un ojo.

– Vigílala, Seryozha. Te lo aconsejo como amigo. Sus actividades están siendo controladas de cerca por nuestros camaradas de Moscú.

Tus camaradas de Moscú, pensó Propenko. Tus agriados compañeros fanáticos que espían por teléfono y envenenan reputaciones. Sintió que le nacía un pequeño enojo, e hizo lo que pudo para contenerlo. Su estrategia había sido someterse siempre en forma sumisa a estas sesiones, responder a sus pullas con buen humor, y decirse a sí mismo que amenazar y fisgonear sólo era parte del trabajo de Malov, tan sólo un rol, y no lo debía tomar personalmente.

Pero esta noche algo había cambiado. Por primera vez este interrogatorio casual, con su cauteloso tanteo del oponente, sus fintas y golpes, el alto precio que se pagaba por un instante de descuido, le recordó un deporte que había dominado tiempo atrás. Ahora era Director; quería saber si podía competir en esta arena.

– Lyudmila Ivanovna estasba muy preocupada por el crimen -dijo como al pasar-. Tuve la sensación de que era algo personal Quizás un amigo de la familia.

– Si era un amigo de la familia, peor para ella -los ojos de Malov escrutaron veloces la cara de Propenko-. Ese hombre andaba en mala compañía

– ¿Tikhonovich? Era un guardián. Nikolai. un fanático religioso. He oído decir que abandonó una carrera de ingeniero para barrer pisos y limpiar iconos

Malov gruñó como si supiera algo más. y por un momento se ocuparon del café. Propenko se encontró mirando fijamente una fotografía que estaba sobre la mesita auxiliar de Malov. el joven Nikoiai en el cuadrilátero. Aunque le dolía confesarlo, su historia y la de Malov tenían cierto parecido. Habían crecido en los años que siguieron a la derrota nazi, los días de gloria de Stalin, una época de triunfo y penurias. Los dos habían sido criados por padres severos y conservadores, y madres dedicadas al ideal comunista. A los dos los había atraído el boxeo, uno peso pesado, el otro peso medio. Los dos habían sido activos en el Komsomol en el Instituto, y habían terminado en el Consejo del Comercio y la Industria, un terreno tranquilo para buenos comunistas. Pero en algún punto del camino, llevado por la ambición, por un patriotismo desviado e insultado. Malov había caído en asociarse con los órganos de Seguridad, y los años habían alimentado un sadismo de tal magnitud que Propenko a menudo intentaba convencerse de que Malov en realidad no pensaba lo que acababa de decir o hacer, que no podía haberse convertido en ese tipo de persona, que las historias sobre él, golpeando en la boca a hombres esposados, no podían ser más que chismes de oficina. Era una actitud peligrosa, apoyada por los restos que le quedaban de una ingenuidad de adolescente, y en esos momentos, Propenko se preguntaba qué se necesitaría para hacerlo madurar.

– Sabrás. Sergei -dijo Malov al cabo de un rato, volviendo el iris azul de sus ojos como lentes de una cámara fotográfica hacia Propenko. Los ojos de Malov parecían extraños últimamente; como si pudiera dejar de pestañear a voluntad-. Durante el fin de semana me ocurrió algo muy preocupante. -Miró su taza, luego de nuevo la cara de Propenko. e hizo una mueca como si en realidad no hubiera querido mencionar el tema. Propenko arqueó las cejas, demostró un leve interés, buen humor, simpatía, pero estaba tan alerta como un animal acosado

Malov se rascó el puente de la nariz.

– En realidad fue el viernes por la tarde. Dejé el trabajo temprano.

– Todos hicieron lo mismo -dijo Propenko con simpatía.

– Saqué mi embarcación y fui a pescar a la boca del Malenkaya.

– Un buen lugar.

– De costumbre, sí. Pero la noche anterior había llovido y soplaba el viento. El barco bailaba de lo lindo.

Propenko recordaba que la tarde había sido quieta y cálida, con niebla sobre el río.

– Una lluvia, la noche anterior, a veces ayuda a abrirles el apetito -dijo.

Las mejillas de Malov parecieron contraerse.

– Escuché un ruido -dijo-, un ruido extraño, un grito. Ya estaba cayendo la niebla, sabes, y no veía bien la orilla. Volví a oír el ruido y puse en marcha el motor y me acerqué para investigar, y vi a dos personas, un hombre y una mujer. Al principio pense que estaban teniendo una relación sexual.

"Teniendo una relación sexual". ¿quien hablaba así? El último de los empleados del Consejo se había ido a casa a las cinco y el edificio estaba en silencio, el reloj del escritorio de Malov sonaba como una bomba. Propenko esperó.

– Mi barco se deslizó mas cerca. Estaba a punto de volverme y dejarlos haciendo el amor cuando oí que la mujer pedía auxilio. -Malov tomó la cafetera y volvió a servir café en las dos tazas.- Tenía mi pistola. Disparé al aire, dirigí el barco hacia ellos directamente y entonces el asaltante me vio y escapó. La mujer sangraba entre las piernas. Medio desnuda. Histérica.

En otro momento, Propenko habría esperado y observado. Esta noche decidió darle un pequeño puñetazo a Malov en la cara.

– Un violador no merece piedad alguna -dijo-. Yo le habría disparado un tiro.

Por un segundo, Malov pareció perder seguridad. Se recuperó lanzando una carcajada terrible, un largo ja-ja-ja-ja cristalino.

– Ja-ja-ja-ja, bueno, eres más estricto que yo. Seryozha. Yo siempre le doy una oportunidad al criminal para que se explique.

Propenko se preguntó cuántas explicaciones podía haber para una mujer medio desnuda, sangrante, que pedía auxilio.

– Especialmente en asuntos sexuales. Con la hembra nunca se sabe. -La mano de Malov aleteó hacia la ventana en un gesto de imprevisibilidad.- Como estás casado, felizmente casado, las comprendes mejor que un soltero como yo, pero para mí siempre hay un elemento de actuación. Un algo detrás del algo. ¿No estás de acuerdo?

– Yo le habría disparado -repitió Propenko y, por una vez, le hizo bajar los ojos a Malov-. ¿La trajiste de vuelta a la ciudad?

– La llevé hasta el muelle de Zima. Estaba muy conmocionada. En el muelle fui a buscar un teléfono y se escapó.

– ¿Conocía al hombre?

Malov sacudió la cabeza.

– La encontró frente a la fábrica de tractores, de algún modo la convenció de ir al río y procedió a forzarla de esa manera.

Propenko lo seguía observando. La historia era absurda, Malov afuera en el barco en la niebla espesa, la mujer que se mete en un auto con alguien que no conoce… pero no era la historia lo que retenía su atención; era el que la contaba, el algo detrás del algo.

– ¿Viste como era él?

– Sí -dijo Malov con tristeza. Se echó atrás en la silla, con la taza en la mano y miró a Propenko por encima del borde-. Era parecido -Malov tomó un sorbo y se enjuagó la boca con café antes de tragarlo- a ti.

Propenko forzó una sonrisa. Ahora estaba frío y sonriente. Sus manos querían moverse.

– Te cuento esto para tu propia protección, Seryozha -dijo Malov, después de dejar que Propenko sufriera unos segundos-. Yo sé que no eras tú, claro, pero la descripción de la mujer concuerda contigo perfectamente, y el hombre manejaba un Lada rojo

Propenko oyó la voz de Raisa. Oyó a Marya Petrovna diciendo chekisti. Vio Ladas rojos pasando de largo al lado del oficial.

– Sólo trato de advertirte con tiempo, por si la encuentran y sale algo de esto a la luz.

Sonó el teléfono, pero Malov no hizo ningún gesto para atenderlo. Propenko terminó el café y se pasó un dedo por los labios. Ahora le resultaba más difícil dominar su furia; estaba mezclada con otras cosas. El teléfono volvió a sonar, fuerte y molesto en la pequeña oficina. Malov pareció dispuesto a no tomarlo en cuenta, de modo que Propenko tampoco se preocupó. Trató de hablar en tono casual, entre las llamadas enervantes.

– Desgraciadamente, Nikolai… no tengo un aspecto tan inusual.

– No es cierto -dijo Malov con cordialidad-. Muy al contrario. Un hombre de dos metros de altura y de la talla de un peso pesado olímpico…

_ Se volvió hacia el teléfono con expresión de disgusto y llevó el auricular a su oído bueno.

Propenko miró fijamente por encima del escritorio y sintió un cambio dentro de si, una pequeña alteración de perspectiva. La oreja derecha de su interrogador había sido golpeada en el cuadrilátero hasta perder la forma, y mirarla le hizo pensar en un Nikolai Malov más joven, un peso medio talentoso y agresivo, algo inseguro e incómodo fuera del gimnasio. Habían compartido la habitación durante el torneo de Alma Ata en 1966. El había acabado ganando una medalla de plata en la categoría de pesos pesados, pero Malov, el otro olímpico en potencia de Vostok, había sido eliminado en las semifinales, golpeado casi hasta la muerte en el último round por un granjero de Uzbeki que no lo pudo derribar. Después de la pelea de Malov caminaron de regreso al hotel. Propenko compró dos botellas de cerveza, un poco de pan y salchichón en el Buffet del piso, y se sentaron juntos en la habitación fría y estrecha. Comieron y bebieron sin decir nada. Propenko tenía el ojo izquierdo hinchado y estaba exhausto, pero había llegado a la final y estaba ansioso por llamar a Raisa, entonces su novia, y darle la noticia. Algo en el estado de ánimo de Malov lo mantenía sentado. En medio de la comida Malov dejó de comer abruptamente, dejó su botella sobre la mesita de café y fue hasta la ventana. Propenko sabía que en casa de Malov lo esperaba un padre, una mediocridad egotista y sufriente, que había volcado todos sus sueños inflados en la carrera boxística de su hijo. Malov miraba hacia el oeste por la ventana oscura del hotel en dirección a su hogar, mientras se tocaba con cuidado la oreja reventada e intentaba taparla con algo de cabello. Propenko oyó que decía algo por lo bajo. Se acercó a Malov y vio una lágrima en su ojo izquierdo, que se alargó y cayó, recorrió el pómulo y llegó a la comisura de la boca. Malov pareció ignorar su presencia.

– Ya no tengo ningún futuro -decía-. Ningún futuro.

Ahora Propenko examinaba la oreja desgarrada, que se había convertido una imagen del futuro de los dos, y vio que los músculos de la mandíbula se contraían debajo de esa oreja. La cara pequeña, angulosa, de ojos azules, se había vuelto rosada, y Propenko supuso que eso quería decir que el mundo lo frustraba otra vez, rehusaba adaptarse a sus gustos excesivamente estrechos

– ¡Increíble! -Malov escupió dentro del teléfono.- Increíble. -Los dedos se veían blancos sobre el auricular. Escuchó unos segundos más, luego hizo una serie de preguntas con voz de mando:- ¿A qué hora?… ¿Cuántos?… ¿Por orden de quién?

Propenko supuso que se trataba de uno de esos casos criminales sórdidos sobre los que a veces consultaban a Malov (otro rapto imaginario, quizás; otro alborotador imaginario asesinado al lado de una iglesia), pero Malov bufó con perversidad, lanzó un juramento, cortó bruscamente, y cuando levantó la mirada pareció haber olvidado la historia de la violación por completo. La mejilla derecha tenfa contracciones, el barniz de refinamiento había desaparecido, y un yo más verdadero y crudo estaba a plena vista.

– Los mineros de mierda acaban de votar por la huelga -dijo entre dientes.

Cuando Propenko abrió la puerta del apartamento, encontró a sus mujeres en un estado de ánimo extrañamente festivo. Raisa había preparado bollos siberianos para cena, y la madre había pasado el día recorriendo los mercados y tiendas, hasta que logró encontrar repollo y queso que pagó con el resto de sus bonos de racionamiento. Lydia contribuyó con una barra de chocolate (otro golpe) y parecía animada y desafiante. Camino a su casa Propenko se había detenido a comprar vodka. Se sentaron alrededor de la mesa de la cocina con la televisión zumbando como fondo, y Lydia empezó a hablar de la huelga.

– Esto va a ser el final de Mikhail Lvovich -anunció.

La abuela asintió con la cabeza tantas veces que pareció que no iba a acabar nunca. Propenko y Raisa se miraron, incapaces las dos de imaginar el final de Lvovich. Hacía años ya que Gorbachov venía socavando al Primer Secretario de línea dura de Vostok, con maniobras, cálculos y estrategias varias con la intención de desacreditarlo. Lvovich no se había movido ni suavizado.

– Esta huelga terminará con él.

A Propenko le pareció que en el entusiasmo de su hija había algo desesperado, como si un Primer Secretario vencido fuera justamente lo que necesitaba para hacerla olvidar la muerte de Tikhonovich. Mientras ella seguía dándoles todos los detalles (las once minas de Vostok estaban cerradas; los mineros, siete mil, apoyaban a los que hacían huelga de hambre, pedían una investigación independiente del asesinato, exigían la renuncia de Lvovich y sus secuaces), no podía dejar de imaginarla en una orilla del río, histérica, sangrando entre las piernas. El poder de las invenciones de Malov era tal que lo perseguían en su mesa. Lo mantenían callado y pensativo en medio del revuelo doméstico. Finalmente abrió la primera botella de la Medicina del Olvido y sirvió cuatro saludables dosis.

– ¿Qué pasa, Sergei?

– Nada.

– Estás callado.

– Estoy pensando en la huelga -dijo, mintiendo sólo a medias-. Pienso que los mineros son las únicas personas con algún coraje y fuerza que quedan en este país.

Raisa frunció el entrecejo.

Lydia endureció la mandíbula con expresión triunfante. La huelga había provocado un cambio en ella, en sus ojos y mejillas, en su postura. A Propenko le recordó el borracho que estaba detrás de él en la fila de vodka una hora antes, maldiciendo al ejército afgano. Era la postura de una persona dolorida y en busca de una pelea.

Ella retiró los platos y regresó.

– No son los únicos -dijo-. La Gente del Tercer Paso tienen coraje.

– ¿Quién? -preguntó Propenko.

Lydia movió un dedo como reprimenda en broma.

– Estás anticuado, papá.

Propenko miró a su suegra, y luego a su mujer en busca de ayuda.

– ¿El grupo peruano?

– Soviet -dijo Raisa abatida-. Local.

Para liberarse del todo de las insinuaciones de Malov, Propenko se sirvió un segundo vaso de vodka y ofreció la botella a los otros. Nadie aceptó.

– ¿Reconocido oficialmente?

– No -dijo Lydia y a él le pareció sentir una nota de orgullo.

– ¿Tú eres miembro?

– Voy a las reuniones. Todos vano. No quiere decir que uno sea miembro.

Marya Petrovna hizo la señal de la cruz, y Raisa se ocupó nerviosamente en el fregadero. Sin embargo, Propenko prefirió ver esta información bajo una luz positiva. Sin duda estas eran las reuniones políticas a las que Bessarovich había aludido. No oficiales pero inofensivas, se dijo. Chiquilines sentados en una habitación pequeña, ostentando sus cigarrillos y dando salida a algo del enojo que sentían contra sus padres por ser mayores, hacia el mundo por no reconocer su sabiduría. Bebió el segundo trago, se sirvió un tercero, lo llevó a los labios. Las reuniones eran sólo reuniones.

– Tikhonovich solía organizarías -dijo Lydia.

A Propenko se le quedó la bebida en la garganta. Tosió y se forzó a tragarla.

– ¿El guardián?

– Cuando el padre Alexis vuelva elegirá a otra persona.

– No a ti -exclamó Raisa.

– No te asustes mamá, a mí no.

Tres vasos de vodka no fueron suficiente para suavizar este golpe, de modo que Propenko se sirvió otro. Raisa trajo la tetera y la posó con demasiada fuerza. Desde el cuarto de estar llegó el sonido de música marcial que anunciaba el Vremya, el noticiario nacional.

Propenko y Raisa entraron y se sentaron en la cama del cuarto de estar, Marya Petrovna en la única silla mullida. Lydia se quedó de pie detrás de su abuela y masajeó los hombros de la anciana mientras ellos observaban.

La huelga de Vostok ni siquiera había sido mencionada en los periódicos locales, que todavía estaban controlados por la gente de la Sede del Partido. Fue la segunda noticia del Vremya. Mineros corpulentos con cascos y caras sucias de hollín salían por la puerta del frente de la mina Nevsky. Propenko vio nieve sobre las pilas de escoria, y se dio cuenta de que era material reciclado de la última huelga, de febrero. Se preguntó si tenían la intención de burlarse: Simplemente dejaron el trabajo hace unos meses y ahí van de nuevo. Hoy día no se podía saber nada; las noticias no eran tan transparentes como habían sido antes; la perestroika había hecho más difícil entender cuál era ese algo detrás del algo.

Tampoco el locutor daba muchas indicaciones sobre la reacción oficial: "Los mineros -dijo muy flemáticamente- hacían la huelga para conseguir mejores condiciones de trabajo, una mejor provisión de comida, y la renuncia de Mikhail Lvovich Kabanov, el veterano primer secretario de Vostok."

– ¡Ninguna mención de Tikhonovich! -se quejó Lydia-. Ese es el motivo principal de la huelga.

El propio Kabanov apareció en la pantalla con una sonrisa engreída y balanceando su enorme panza mientras entraba a una reunión en Moscú.

Y eso fue todo. El comentarista pasó a las noticias internacionales, y primero Raisa, luego Marya Petrovna, y Lydia volvieron a la cocina. Propenko las oyó discutir sobre la huelga, con todo el espectro de opinión desde el entusiasmo de Lydia hasta la reprobación de Raisa. El se quedó mientras daban la información deportiva, y bebió dos vasos más, preguntándose cuánto debía contar de su encuentro con Malov.

Cuando el locutor se despidió eran las diez menos cuarto y la discusión todavía no había terminado en la cocina. Propenko se sentó en su lugar a la mesa y se permitió un último vaso. El mundo se había dulcificado. La cara de Malov había desaparecido.

– ¿Qué piensas, papá?

Agitó un brazo y habló sin contemplaciones:

– Cinco huelgas en dos años. Pierde todo sentido. Nunca van a sacar a Kabanov. -La cocina se balanceaba suavemente en un mar de vodka, y él se sentía protegido contra el peligro, descuidadamente optimista, invulnerable. Pero, hasta borracho, se dio cuenta de que comentario había apagado algo del brillo desafiante de Lydia. Marya Petrovna empezó a decir algo, pero él la interrumpió.

– Cuéntanos de los Niños del Tercer Camino, Lydochka.

– Tercer Paso, Sergei.

– Tercer Camino, Tercer Paso.

– Gente del Tercer Paso, papá. No Niños.

– Muy bien, cuéntanos todo de ellos.

Lydia les contó. Balanceándose al borde del precipicio de la adultez les dio una conferencia a sus mayores sobre los dos imperios del mundo en ruinas; señaló que representaban los dos extremos de la organización social, el colectivismo estúpido y el individualismo estúpido, habló de la polución, de la alienación de los obreros, de las burocracias mellizas corruptas que habían alimentado una carrera de armamentos a expensas de la gente común. Habló de Europa del Este y el Oeste, como la mejor esperanza para la humanidad, una mezcla de socialista y capitalista, el Tercer Paso.

Para Propenko fue una valoración simplista, salpicada con entusiasmo ingenuo y clichés, pero, sin duda, con ecos de verdad. Una verdad, pensó, que sería aplastada como un escarabajo por las botas del poder. Una verdad que lo mandaba a uno a la cárcel o a la cocina de un cafe de obreros, a lavar platos, con el título universitario en el bolsillo. Una verdad que aún en esta época, la más indulgente que jamás habían conocido, le había valido por lo menos a un hombre, una bala en la nuca. Le parecía importante advertir a Lydia de nuevo sobre las sutiles diferencias entre lo que se podía decir en casa y lo que se podía anunciar al mundo. Decidió que formaba parte de los deberes de un padre soviético, pero, impedido por la bebida, no supo cómo hacerlo.

– Tu abuelo hablaba como tú -dijo Raisa-. Y murió en el Campo Noventa y Tres, a los cincuenta y dos años.

– Los tiempos cambian, madre.

– La gente es la gente. El mal es el mal.

– Hoy Malov me acusó de violación -dijo Propenko de pronto. Le pareció que la noticia se adecuaba a la conversación hasta que las palabras salieron de su boca. Ahora Raisa lo miraba horrorizada, y él trató de restarle importancia-. No es cierto, claro, pero la verdad no tiene importancia. Ocurrió el viernes a la tarde a orillas del Malenkaya. Malov dice que había salido a pescar y vio a una pareja joven en la orilla. El violador supuestamente se parecía a mí. Se escapó. Malov llevó a la mujer hasta el muelle en Zima. Ella también se escapó. -Propenko hizo un gesto con el brazo.

Raisa tenía lágrimas en los ojos. Su cara parecía flotar.

– De modo que no hay más testigos que Malov -dijo Lydia.

– Malov puede crear testigos, Lydia. Puede inventarlos. -Propenko se sintió desligado del asunto ahora, como si hablara de la suerte de otra persona, pero observaba a Raisa por el rabillo del ojo.- Esa es una de sus especialidades.

– ¿Pero por qué lo haría?

– Porque no cree en cosas como la Gente del Tercer Paso -dijo la abuela-. Por eso.

– Creerá en ellas -dijo Lydia-. Muy pronto.

Propenko asintió con la cabeza y vio como oscilaba la mesa. Por lo menos ella no había dicho: "Creerá en nosotros".

Apretado contra su mujer en la pequeña cama a un lado del cuarto de estar, Propenko se concentró en los ruidos de la calle: frenos de ómnibus, claxon de automóviles y el resonar de los troles contra sus cables. No pensaba de una manera completamente sobria, y no estaba seguro de lo que esperaba oír afuera: sirenas militares, anuncios irradiados por altavoces del ejército, cantos de manifestantes que marchaban contra la Sede del Partido. Mañana podían despertarse y encontrar que los mineros y los Boinas Negros luchaban en las calles. O las cosas seguirían más o menos como durante los últimos cuatro o cinco años: comida que apenas alcanzaba, un lugar donde ir a trabajar, un hogar al que volver, un futuro brumoso.

El vodka lo ayudó a pensar sobre la entrevista de esa tarde con más calma. Por lo menos parecía posible que Bessarovich estuviese interesada en saber qué tramaba Malov, para que Vzyatin, Leonid y algunos otros generales se unieran y elevaran algún tipo de protesta.

Aparentemente los mineros lo habían inspirado.

Raisa estaba recostada y le daba la espalda, y le pareció que dormía hasta que sentenció:

– Me siento como si hubieran violado nuestra casa.

El no sabía qué quería decir, pero movió sus dedos, que reposaban sobre el vientre de ella, para demostrar que estaba despierto. Ahora, cuando estaban solos, a veces se volvía poética. Le recordaba los primeros años en Makeyevka cuando, con Marya Petrovna, habían compartido dos habitaciones en una casa cubierta de hollín. Breznhev acababa de ascender al trono del Kremlin y estaba cerrando rápidamente todas las puertas que Khruschev había abierto, y él y Raisa se veían como jóvenes liberales, si bien su liberalismo no iba más allá de susurrar estrofas de Tsvetayeva y Mandelshtam en su cama fría. Lydia nació mientras vivían en esa casa, y poco después él había comenzado su lento ascenso en el Consejo de Comercio e Industria. Pese a las relaciones que tenía allí y a tener una hija, la había llevado varios años subir en la lista para apartamentos, y varios años más antes de que pudieran comprar un auto. Ahora contemplaba esos años bajo una luz más clara. El y Raisa habían hecho el camino de radicales imaginarios a obedientes servidores del Estado sin la menor resistencia. Se habían vuelto cómodos y tranquilos.

– Mucha charla sobre perestroika y glasnost pero no ha cambiado nada.

– ¿Sólo por un encuentro con Malov?

– No sólo eso, Sergei, todo. Kabanov. Nada en las noticias locales sobre una huelga en nuestra propia ciudad. El crimen. Ahora Lydia va a tener que pasar por lo que yo pasé, lo siento en mi cuerpo.

Esto, pensó Propenko era el meollo del asunto. La piedra en el corazón de su matrimonio. Por un instante le pareció que su único deber como esposo y padre había sido siempre evitar que la miserable historia de la familia de Raisa se repitiera, protegerlas a ella y a Lydia del más antiguo de los destinos soviéticos. Las palabras de Raisa le sonaron a amenaza: si fallaba en esto, fallaba del todo.

Trató de pensar alguna manera para calmarla.

– Nikolai sólo trata de llamarme al orden -dijo casualmente, como si Malov lo hubiese acusado de usar demasiados lápices o de olvidarse de cerrar la puerta de su oficina con llave-. Siempre ocurre lo mismo cuando alguien del Consejo empieza a trabajar con un occidental. Todos se ponen en contra de él y tratan de asustarlo un poquito. Lo hacen hasta cuando uno trabaja con gente de países socialistas. ¿Recuerdas cuando empecé a trabajar con búlgaros?

– No creo que seas tú, Sergei. Es Lydia. Es la iglesia y su padre Alexis. El se reúne con los mineros, está involucrado con este grupo del Tercer Paso, va a Moscú en misiones misteriosas.

– Tiene setenta y cinco años, Raisa. Lo vi una vez. Parece un gorrión.

– Pero Kabanov le tiene miedo, a él y a los mineros. La huelga lo va a empeorar. Ya tiene los que hacen huelga de hambre en el césped delante de su oficina, ahora va a tener a los mineros, a los estudiantes y la prensa extranjera. ¿Y si mandan a los Boinas Negras y Lydia está ahí en una manifestación? ¿Y si las minas de todo el país hacen huelga, y las fábricas empiezan a cerrar, y la KGB piensa que todo empezó en Vostok, en la iglesia?

Propenko no contestó. Raisa tenía la habilidad de tomar sus temores más vagos y volverlos concretos con pocas palabras; de imaginar el peor final para cada situación.

– Nunca podrías haber sido boxeador -dijo, borracho.

– ¿Qué quieres decir?

– Te das por vencida antes de empezar.

Ella se dio la vuelta y lo enfrentó:

– Tengo razones para darme por vencida.

– Lo sé.

– No crecí con un padre que tenía una dacha, que era un favorito de los personajes importantes del partido, que…

El le apoyó una mano en la cadera y la hizo callar. Raisa parecía estar llorando por dentro.

– Esta no es la década del cincuenta -repuso Propenko.

– Lo es en Vostok. En la mente de Kabanov todavía estamos en eso.

La apretó contra su pecho y dejó que temblara contra él, que se sacara algo de su furia y su miedo, pero se sintió alejado. El padre de ella estaba de nuevo en la cama con ellos. Malov y Mikhail Lvovic estaban en la habitación contigua. Stalin estaba en algún lugar del vestíbulo. En realidad las paredes de su hogar habían sido violadas, mucho, mucho tiempo atrás.