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10

Czesich abrió los ojos a una luz taimada, sarcástica, vengativa que se deslizaba entre las cortinas como una daga. Le dio la espalda y se quedó inmóvil, parpadeando, respirando y oliendo las sábanas recién lavadas.

Llevó a cabo su inserción en el mundo, una vez más por etapas, cada una separada de la siguiente por una pausa. Se sentó, se quedó quieto y se puso de pie con las puntas de los dedos contra la pared para mantenerse en equilibrio. Arrastró los pies hasta la puerta del comedor y se detuvo de nuevo, mirando la mesita de cafe con sus flores mustias y la botella de vodka medio vacía. Cruzó la habitación hasta el refrigerador, y cuando abrió la puerta pegajosa de un golpe, los martillazos que sentía en la cabeza parecieron resonar allí entre las provisiones de comida que había comprado para Vostok, salchichón, queso, pickles, aceitunas, cosas que ya no podía soñar con meterse en la boca. Tomó una lata de Heineken, apretó el metal frío contra la nariz un instante, luego abrió la tapa y se obligó a beber. Se estremeció. Sintió asco. Volvió a beber, apretando fuerte los dientes y apoyando la lengua contra el paladar.

Está bien, pensó, cerveza para el desayuno. Ya soy un verdadero ruso.

La bañera estaba equipada con una manguera con una boquilla que pendía, no había ducha. Se sentó adentro, con la intención de lavarse con agua helada, pero cuando le cayeron encima las primeras gotas, rápidamente desvió la boquilla y subió la temperatura del agua. Se enjabonó y se enjuagó como si se sacara de encima una piel a medio caer, luego se arrodilló y abrió el agua fría por sólo un segundo, como penitencia.

Se aproximó a la ventana donde había estado antes de salir a encontrarse con Julie el viernes por la tarde. El día era brillante. Alcanzaba a ver el Kremlin, San Basilio y los taxis que atravesaban a toda velocidad el puente, donde Mathias Rust había bajado con su Cessna hacía cuatro años. Ese vuelo había sido un acto demencial, una victoria del riesgo individual sobre la cautela colectiva. Czesich no podía recordarlo sin sonreír.

Sus ojos se acostumbraron gradualmente a la luz y consiguió distinguir grupos numerosos de turistas soviéticos que salían del ómnibus y seguían hacia el Gran Almacén Universal. Esta mañana, todo lo que veía e imaginaba le hablaba de protección: las caras de piedra, las babuschki protegiendo tiernos corazones con capa sobre capa de grasa y cubriendo luego la grasa con ropas ordinarias y pesadas, aún en verano; bebés envueltos en pañales y tiesos en sus cochecitos; la maciza tumba de Lenin; los muros del Kremlin; el centro de la ciudad, con sus cuatrocientos años, salpicado de catedrales, rodeado por un entorno de la arquitectura más insípida que se pueda imaginar; todo el país erigiendo barreras y barreras y barreras (militares, políticas y burocráticas) como para impedir que el mundo exterior metiera sus manos en el centro puro y delicado de Rusia.

Nunca dio resultado, como es natural. Tarde o temprano los muros cayeron y los pueblos de Potemkin se desmoronaron, y todo aquello contra lo que uno se había ido entró de golpe. Suponía que encerraba una lección para él y para Julie, pero esta mañana no se sentía con ánimo para investigar. Se había emborrachado para no tener que estudiar sus opciones, que sólo parecían incluir la vuelta a la muerte de toda esperanza en la calle Seis Sudoeste, a poner la firma a un contrato como viejo amigo neutralizado en la Embajada de Moscú, el equivalente del servicio exterior en la calle Seis, un lugar que siempre le había parecido cargado con la amargura de existencias vividas a medias.

Pero arrastró los pies de nuevo hasta el dormitorio y descubrió una tercera opción que lo esperaba en la mañana confusa, tan real y obvia como una maleta llena. Se quedó quieto, pensándolo un momento, luego fue hasta el armario, eligió su corbata más extravagante, preparó un traje ligero de lana marrón italiana, y comenzó a vestirse.

A Julie siempre la había atraído su estilo impulsivo.

A las 9:43, exactamente en el horario previsto, la locomotora hizo sonar el silbato. Las puertas se cerraron con un sonido metálico todo a lo largo de la línea. Un altavoz dejó oír unos compases de música soviética que sonaron como un trompetazo. La formación de vagones se sacudió, vaciló como si lo pensara dos veces, luego volvió a sacudirse y empezó a avanzar lentamente, traqueteando sobre las uniones de los rieles y chirriando en la primera curva, partió hacia el sur con su carga de moscovitas de vacaciones y mineros de Donbass, y un burócrata de Estados Unidos, bien vestido y con resaca y con la emoción de una rebelión tardía.

Czesich colocó su equipaje en el compartimento de arriba. Cuando la camarera trajo las sábanas, se hizo la cama, corrió las cortinas para despejar la amplia ventana y las retuvo con el delgado cordón plástico. Se sacó los zapatos, colgó la chaqueta y la corbata de la percha que había detrás de la puerta, acomodó bien su Nikon sobre las mantas de la litera que no se usaba, y sacó parte de su comida: los bombones italianos, una porción de queso, salchichón, dos botellas de agua, aspirina, pickles, galletas, una manzana golpeada, una barra de chocolate. Cuando terminó con este ritual, el tren había dejado atrás los suburbios de cemento de Moscú y una agria calma de vodka se había instalado en él. Del corredor le llegaba humo de carbón del samovar, un aroma que siempre asociaría con su primera visita a la Unión Soviética.

Al cabo de unos minutos, la camarera abrió la pesada puerta corrediza y le llevó una taza de té caliente. Sin haber recibido ninguna invitación, se sentó en la litera vacía casi sobre su cámara fotográfica, y lo acompañó mientras miraba los campos sin cosechar. Era una mujer grande, de redondos pechos, muslos y vientre, con un destello de humor en sus bondadosos ojos azules. Czesich le ofreció una punta de salchichón sobre una galletita. Ella lo aceptó y lo masticó pensativamente.

– Usted es norteamericano -afirmó al cabo de un rato.

Czesich estuvo de acuerdo en que lo era.

– Beeznessmin?

– Deeplamat -replicó, aunque era lo que menos se sentía esa mañana.

Le ofreció otra galletita y un pedazo de manzana, contento con la compañía. ¿Cómo anda la perestroika?

Se encogió de hombros, apretando un rollo de carne rosada contra la mandíbula, y contestó:

– Muerta casi por completo. -Saludó con la mano un prado, y le dijo que bebiera el té antes de que se enfriara.

La tierra se ondulaba, sin cercos, interrumpida de tanto en tanto por un grupo de casas de troncos o por bosques. Czesich sintió que el paisaje lo calmaba. El tren pasó silbando por una aldea y alcanzó a vislumbrar una hilera de ómnibus viejos y camiones polvorientos detenidos en un cruce, y un camino perfectamente recto que se extendía hasta el horizonte detrás de ellos. Salvo estos vehículos, algunos cables eléctricos a lo largo de la línea de ferrocarril y algún tractor ocasional que levantaba una polvareda, podría haber estado viajando en el siglo diecinueve. Aún tan cerca de la capital, los hombres todavía llevaban al hombro cubos de agua del pozo colgados de un yugo. Mujeres gordas, con ropa acolchada caminaban por senderos muy hollados, cargando azadas al hombro y a veces llevando de una soga a una vaca que caminaba con aspecto desconsolado. La tierra era extensa y abundante; el cuadro evidenciaba una existencia humilde, serena, completamente genui-na. Se encontró otra vez pensando en una propiedad de ocho hectáreas en algún punto de Vermont. En invierno, cortaría leña e iría esquiando al almacén general a comprar provisiones. En verano, cultivaría un jardín del tamaño de un campo de fútbol, vendería pepinos y frutillas en un puesto al borde del camino. Leería todo Turgenev y Dostoievsky en la lengua original, iría caminando después de la cena a tomar una taza de té con Michael y sus amigos. Lo más importante era que todas estas actividades estarían claramente enmarcadas en un paisaje espacioso e inmaculado. El simple hecho de comer, respirar y trabajar la tierra lo conectaría, a través de una química mística, a una dimensión más allá del Departamento de Estado y del noticiero de la noche. Ya no se sentiría impelido a andar por el mundo en busca del lugar donde se vive la vida real.

Czesich pensó en los jefes indios en la pared de Julie y trató de convencerse de que ella abrigaba un sueño similar. Había querido que él se quedara en Moscú. Se preguntó, todavía preso por este vivido sentimentalismo, cómo se sentiría ella ante la contraoferta de Vermont.

– Flotaba en otra parte -le dijo la camarera cuando la miró. Ella sostenía la Nikon en su mano gordezuela y le daba la vuelta una y otra vez.

– Suelo hacerlo.

– Estaba pensando en su esposa. Lo veo en su cara.

– Sonrió con aprobación y volvió a colocar la cámara sobre las mantas.

– Extraña no dormir con ella.

– Hace años que no dormimos juntos.

– Plokho -dijo la mujer, moviendo un dedo admonitorio, que a su vez le hacía temblar algo así como medio kilo de carne detrás del codo. Se inclinó levemente hacia adelante intrigada-. ¿Es homosexual?

Czesich se apresuró a decir que no.

La palabra rusa era gomoseksualist. En el pasado siempre le había hecho pensar en algún tipo de partido político priápico, o algún número circense. Ahora le recordó a su hijo, las numerosas humillaciones que impone una sociedad mojigata.

– ¿Es un espía?

– Naturalmente que no.

– ¿Por qué "naturalmente que no"? Es norteamericano ¿no es cierto? Va a Vostok donde viven todos los radicales. Habla ruso como un zar.

– Ya no hay más espías -le dijo Czesich-. Ahora tienen la glasnost, no hay nada que no sepamos de ustedes.

Ella hizo un gesto con la mano y rió.

– Estoy con el programa de distribución de alimentos.

– Vivo en Vostok y no he oído hablar de ningún programa de alimentos, ni de norteamericanos.

– El discurso de Puchkov -le apuntó él.

– No he oído hablar de ningún discurso.

Czesich tomó esto como una señal positiva.

– Es un programa secreto-le dijo-. Nadie sabe que viajo. Ni siquiera el Embajador lo sabe. -Particularmente el Embajador, pensó.

Lo examinó de cerca y él se sintió como si estuviera pasando un examen, un test que debía aprobar para que la conversación pudiera seguir.

– ¿Oyó la noticia?

– ¿Cuál?

– Hay huelga en Vostok. Nuestros mineros.

– ¿Cuándo?

– Anoche.

– ¿Por qué?

– Motivos políticos. -La camarera reaccionó como si todo eso la superara. Echó una mirada a la puerta abierta.- ¿Ha oído hablar de nuestro Mikhail Kabanov?

– Por supuesto. El Primer Secretario. Todo el mundo ha oído hablar de él.

– Los mineros lo desprecian.

Czesich no se sorprendió. Desde que algunos años atrás comprendieron que Gorbachov no les iba a permitir hacer huelga sin mandarlos a hospitales psiquiátricos luego, los mineros habían actuado como si fueran la conciencia democrática de la Unión Soviética. Hacían huelgas amenazaban con hacerlas reteniendo como rehén a la frágil economía mientras trataban de empujar a su presidente cada vez más rápido en dirección a la reforma. Si en la Unión Soviética había hoy algunos héroes, estos trabajaban bajo tierra.

– ¿Y qué piensa de nuestro Kabanov? -dijo la mujer como al pasar, pero Czesich sabía que el azar no tenía nada que ver allí. Lo que ella le preguntaba en realidad era: ¿De qué lado está? ¿Qué clase de persona es?

– Desprecio todo lo que él representa.

La camarera sonrió y pareció darse por satisfecha y dispuesta a terminar la conversación, como si su misión hubiese sido asegurarse de que no era un espía, ni un homosexual, ni amigo de Mikhail Lvovich Kabanov. Se quedó con él unos minutos más, y cuando el tren aminoró la marcha para detenerse en Tula, el país de Tolstoi. se dio una palmada en los muslos, le agradeció la merienda y desapareció. Al cabo de unas semanas Czesich recordó la visita.

Hizo todo lo que pudo para mantenerse despierto: bebió té dulzón, recorrió el corredor estrecho pasando al lado de hombres en ropa azul en ropa de jogging y mujeres con hijos pequeños, bajó al andén en cada parada e hizo algunos ejercicios para estirarse tratando de recuperar la sobriedad. La decisión de dejar Moscú sin compañía y sin autorización parecía acompañarlo flotando a su lado a una distancia cómoda, benigna y a medias real. Era un gesto, una declaración, algo que podía revertir en cualquier momento. Dentro de años él y Julie podrían recordarlo entre risas

A la par que el tren avanzaba hacia el sur adentrándose en el corazón de la zona industrial, el paisaje pasó de campos ondulados y bosques a extensiones llanas de estepa. De vez. en cuando aparecían pequeñas montañas de residuos de minas y fábricas que arrojaban humo de diversos colores; dos cárceles con sus torres de guardia y alambrado de púas. Hasta hacía muy poco esto había sido todo parte de la Unión Soviética secreta, el país que periodistas, turistas y delegaciones de congresos no veían jamás. Era similar a las más pobres ciudades industriales del Valle del Ohio, sólo que aquí las cuarenta o cincuenta horas de trabajo no alcanzaban para comprar ni siquiera un automóvil de cinco años atrás y una casita descascarada y con hipoteca. No había piscinas en los patios del fondo ni hamburguesas a la vuelta del trabajo, sólo una choza de leños sin instalación sanitaria, un cuadrado de tierra cultivada, un almacén de comestibles en el pueblo que ofrecía pescado enlatado y tarros de repollo en escabeche. La gente caminaba o iba en bicicletas destartaladas o se apiñaba en ómnibus ruidosos y salpicados de barro. Se hacían arreglar los dientes sin cargo por dentistas que nunca habían usado novocaína o rayos X ni jamás tocado un metro de seda dental.

Esos mundos desolados siempre lo habían atraído. Eso fue lo que lo había llevado a la Agencia de Comunicaciones de Estados Unidos. Quería ayudar si podía: una exposición de fotografías para los obreros de Ufa o Novosibirsk, mostrar la última tecnología médica a doctores en Donetsk, entregar unas cuantas toneladas de alimentos en Vostok. Y si no podía ayudar, de todos modos quería estar aquí, sólo para ver las cosas con perspectiva. Muchos años atrás, en una ciudad, una ruina industrial, él y Julie asistieron a un bufyet, en el último piso de su hotel, rodeados por hombres corpulentos que bebían champaña soviética caliente y llenaban sus estómagos con un desayuno de goulash de carne de caballo, cuando descubrieron su causa común. Todavía la veía sentada enfrente de él con su vestido de verano y pendientes de argolla, toda ardor y revolución. "Antón -se había jactado- lo único que jamás voy a ser es un ama de casa mansa y nerviosa preocupada por el color de mi refrigerador mientras los bebés mueren de hambre en Bangladesh."

Julie había sido la joven más hermosa entre el personal de la exposición, una criatura de Chevy Chase y Radcliffe, dos años mayor y tan exótica para él como la campiña bashkiriana. Era todo lo que a él le había faltado en su crianza, dinero, refinamiento, prestigio familiar, y había sentido fuertemente la necesidad de impresionarla.

– Chekhov escribió algo sobre eso -le dijo-. No recuerdo el título del cuento, pero uno de los personajes dice algo así como: "Dentro de la cabeza de toda persona feliz debería haber un hombrecito con un martillo, golpeando para que recuerde a los pobres".

Esa conversación había marcado su extraño comienzo. Después de eso ninguna Marie DeMarco esperándolo, ningún amigo de la infancia en Chevy Chase, ninguna medida de culpa había podido salvarlos de su chifladura de amor de los años sesenta.

Habían formado parte de la exposición USCA en el buque insignia, algo llamado Fotografía USA, un pequeño museo viajero lleno de retratos de Stieglitz, equipo de fotografía y con un personal de veinticinco norteamericanos que hablaban ruso cuya tarea era explicar la democracia y el capitalismo a las hordas soviéticas Y fueron hordas. Aún entonces cuando todo lo norteamericano era sospechoso para el oficialismo, la gente había acudido a la exposición a razón de dos mil personas por hora, estrujándose en el pabellón recalentado, quedándose mudos ante las fotografías del perfil de los rascacielos en Nueva York como si fuera Oz. Rodeaban a cada uno de los guías americanos en un círculo de cuatro a cinco personas y disparaban preguntas como andanadas de ametralladoras Kalashnikov: "¿Cuánto gana por mes? ¿Cuántos metros cuadrados tiene su apartamento? ¿Por qué no hay negros entre ustedes? ¿Qué impresiones tienen de nuestro país?"

Y una y otra vez: "¿Por qué están en Vietnam? ¿Por qué están en Vietnam? ¿Por qué están en Vietnam?"

Fue una tarea extenuante, seis días por semana durante cinco semanas, y cuando el espectáculo terminó, dos semanas más de tareas manuales, envolver, empaquetar y cargar los equipos de apoyo en contenedores para el viaje a la ciudad siguiente. Aún después de las horas de trabajo seguían representando a su país. A menudo, algún visitante soviético los invitaba a cenar en su casa. En grupos de dos y tres, los guías se apretujaban en las diminutas cocinas de los apartamentos donde los obsequiaban con lo mejor que la familia podía ofrecerles: carne dura, borscht, litros de vodka. Conversaban hasta la medianoche, ofrecían libros, bolígrafos con punta de fieltro, y alfileres de la exposición para la solapa, y eran escoltados de vuelta hasta una manzana antes de llegar al Hotel de Turismo, donde sus anfitriones se despedían para que no los vieran los porteros que vigilaban y los matones de la KGB que andaban por ahí.

El trabajo duró ocho meses en total, en Ufa, Novosibirsk y Moscú, dos meses en cada ciudad con tiempo entre medio para tomarse vacaciones en el interior mientras la exposición viajaba a otra ciudad. El y Julie se habían destacado enseguida entre los otros veintitrés guías de la exposición. Habían aprendido ruso, no en las aulas, sino en sus casas, desde que llevaban pañales, y su fluidez atraía las multitudes más grandes y los convirtió en un equipo no oficial de cocapitanía.

Empezaron a comer juntos en el restaurante del hotel, exploraban las sutilezas de la lengua, compartían frustraciones, contaban historias de Estados Unidos. Pronto quedó aclarado que los dos estaban comprometidos en el sentido sexual: Czesich le había regalado a Marie un anillo poco antes de partir, y Julie había estado saliendo con un estudiante de leyes de Harvard desde hacía un año y medio. Pero para cuando terminó la primera exposición, al "final de Ufa" como les gustaba denominarla a los guías, hacían juntos las visitas a las casas de soviéticos, viajaban en trenes suburbanos para pasar afuera el día que tenían libre o se quedaban hasta tarde escuchando a Cream y a Creedence Clearwater, y planeaban un futuro idealista. Los dos habían tenido una cuota de trabajo de oficina estúpido e inútil y querían algo mejor. Julie decía que el Cuerpo de Paz era una posibilidad. A su Oliver sólo le quedaba un año de estudios; en el Tercer Mundo ya estaban a la pesca de buenos abogados. Se preguntaba en voz alta sobre una carrera de escritora, sobre el servicio exterior.

Después de Ufa, tomaron sus vacaciones por separado. Julie fue a Pyatigorsk con un pequeño grupo de guías femeninas, y Czesich y Mark Freedman volaron desde Wisconsin a Khabarovsk y tomaron el Transiberiano de vuelta a la segunda ciudad para la exposición de Fotografía Usa, Noyosibiisk, la capital no oficial de Siberia.

Llegaron a Siberia occidental a mediados del verano, cálido, húmedo y luminoso hasta medianoche. En víspera de su primer día libre, todo el grupo fue invitado a ir a las afueras a cenar y a dormir en las dachas de una fábrica. Czesich y Julie fueron juntos en el ómnibus alquilado, estuvieron juntos durante una cena regada con vodka, y luego salieron tambaleantes al crepúsculo y se sentaron a la orilla del lago. Julie habló sin parar de Oliver Whitney, sus agravios, sus contratos, la casa de verano de su familia en Rehoboth. Czesich miró fijamente hacia la orilla opuesta del lago, y en un momento dado extendió la mano, le apartó el cabello y tocó la vena de su cuello con el dorso de los dedos. Julie se quedó inmóvil unos segundos sin mirarlo, y a él le pareció que los dos estaban sopesando obligaciones lejanas y algo muy cercano y cálido. Habían bebido mucho y se sentían levemente nostálgicos. La tierra húmeda y arenosa de Siberia sobre la que estaban sentados, parecía estar separada de Estados Unidos por una distancia inconmensurable, parecía desconectada del resto del mundo. Las consecuencias de lo que pudieran hacer allí no llegaría a resonar en algo tan alejado como la civilización.

Julie, tal como él lo recordaba -y había gozado recordándolo a lo largo de un largo lapso de años- ni siquiera había querido que se besaran. En ella había una maravillosa altanería leonina. Le tomó la cabeza con sus dos manos y la empujó suavemente hacia abajo contra el cierre de sus jeans. El pudo olería a través de la tela. Pudo oler la arena húmeda debajo de ella y su propio sudor y aliento ácido. Cuando se hubieron quitado la ropa la saboreó, exotismo de exotismos, lamió los suaves contornos de su pecho chato y salado, lamió debajo de sus brazos, y por fin encontró su boca y se acomodó allí. La hizo rodar una y otra vez en la arena hasta que ella quedó con la nuca sobre la orilla lamida por el agua del lago riéndose. ¡Qué diferente de Marie! Marie era furtiva y pudorosa y lo hacía medio vestida en el auto de los padres de él a la playa Reveré o una vez, de prisa en el apartamento del tercer piso en la calle Orient. Con Marie el acto estaba siempre envuelto en un velo de pecado y miedo.

Julie se había liberado del pecado y del miedo. Bebida, indiferente y picante. Lo envolvió con sus piernas, lo hizo girar de modo que el pelo de él se mojara en el borde del lago. Una ola le mojó la cara y él escupió agua. Ella rió y lo hizo girar de nuevo para que quedara arriba y se retorció en el barro como si fuera una serpiente. El tuvo su orgasmo demasiado pronto para los dos, pero ella lo abrazó con fuerza y retorció las caderas y corrió los dedos hacia arriba por debajo de él y lo hizo quedarse en ella hasta que pudo moverse de nuevo. Julie gruñía de tal modo que él pensó que estaba lastimándola. Esto fue una novedad para él. exuberante, sudoroso y brutal. En algún lugar detrás de ellos, se oyó una risa, pero ellos siguieron y siguieron hasta que ella cedió y se echó de espaldas jadeante, con los dedos en el agua.

Temía haberle fallado pero no podía decirlo. Antes de que ella pudiera retomar su ropa interior comenzó a sangrar y ni siquiera la bebida pudo evitarle un momento de pánico.

– Estás lastimada -le dijo y ella rió.

– Mi bolso, por favor, si es posible, Antón Antonovich -urgió y señalando majestuosamente la orilla.

Terminado el tema Marie. Terminado el tema Oliver.

Novosibirsk fue así. Días extenuantes de responder a preguntas en un pabellón sin aire acondicionado, y noches crepusculares y sofocantes en el sencillo hotel. Después del trabajo, a veces iban en el elektrichka a las afueras y exploraban un Pueblo con calles de tierra. A veces llevaban un picnic y tomaban un hidroplano hasta una de las islas deshabitadas que salpicaban el frío Ob y hacían el amor en la arena antes de que el cielo oscureciera, y luego volvían a la ciudad bajo las estrellas. A veces iban de visita a casas soviéticas, pero Novosibirsk era un centro militar y científico, y la KGB había logrado intimidar al populacho local. Había pocas invitaciones. Cuando él y Julie hacían una visita siempre llevaban algo exótico para rendir honor al coraje del que los invitaba: licores norteamericanos del economato de la embajada, tarros de manteca de cacahuete, fotografías de sus familias.

Cuando les llegaban cartas de Estados Unidos las leían como culpables cada uno en su habitación y seguían haciendo el amor, drogándose con él.

Después de Novosibirsk tomaron dos semanas de vacaciones juntos en el Mar Negro, en Sukhumi, Sochi, Pitsunda y Yalta, media semana en cada lugar, quince días sin correo ni preguntas sobre la guerra o las quejas y la curiosidad de los otros guías. Czesich sabía demasiado ahora como para no reconocer la nostalgia almibarada que regaba esos recuerdos, pero esos quince días no necesitaron ningún almíbar. Esos quince días no estuvieron sometidos a las reglas comunes de la vida humana. Existieron enteramente en otra dimensión, joyas en una urna de vidrio.

La oscuridad caía afuera de la ventanilla del tren. Czesich descubrió que no quería recordar más. Moscú, más que ninguna otra ciudad soviética estaba conectada con el mundo exterior, y sus últimos dos meses en Moscú habían sido abigarrados, buenos y malos días, un hundirse lento y lujurioso en un final difícil. Recordar ese fin sólo lo sumiría en una vieja depresión. Había escuchado demasiado esa triste melodía a lo largo de años, se había avergonzado como si fuera toda una orquesta de hombres. Ahora no iba a pensar en ello.

Salió al corredor y se quedó un rato ante las grandes ventanillas. Algunos otros pasajeros sentimentales estaban allí también escudriñando la oscuridad, pero la mayoría estaba cenando en sus camarotes o de pie entre vagones, envueltos en remolinos de humo de tabaco.

Percibió olor a cerveza, embutido y pañales sucios, sentía los últimos restos del vodka en el pecho y la cabeza, la bandera de la rebelión agitándose a su lado, aún no del todo real. Metió una mano en el bolsillo y tocó el pasaje de vuelta.

A las 9.08 de la noche, con tres minutos de atraso, el expreso Donbass chirrió y bufó al entrar en la estación de Skovorodila, una parada de diez minutos. Czesich se apeó en medio del olor a azufre y paseó por la estación de piedra para ver lo que se pudiera. Observó los quioscos oscuros, un bufyet sombrío y cerrado, hombres y mujeres cansados encorvados sobre bultos hacinados en el suelo de piedra húmeda, sentados y a la espera de alguna forma oscura de metal en la noche. Recorrió toda la estación y salió por la entrada principal atrayendo miradas con sus zapatos y traje. Se quedó en la acera entre un ir y venir sonambulesco de la gente que entraba y salía por las puertas giratorias, y se sintió invadido -hasta que alguien le golpeó el hombro suavemente- por la dulzura de un anonimato total.

Se dio la vuelta. A su lado había un hombre bajito, de cuello delgado, barba blanca rala, ojos y mejillas hundidas. Czesich ya había metido sus dedos en los bolsillos del pantalón en busca de cambio cuando el hombre dijo en un ruso suave y elegante:

– Usted es el norteamericano ¿no? Czesich asintió.

– ¿Podría hablar con usted en su camarote? Czesich no vio ningún impedimento.