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La tarde del miércoles era brumosa y húmeda, típica de Vostok en agosto. Propenko se detuvo delante del Pabellón Central de Exposiciones, con su impermeable y se dispuso a observar cómo trabajaban los obreros y a pensar en Nikolai Malov. Era la estrategia del komitet: conseguían la atención de uno, lo hacían trastabillar sólo un poquito de modo que todo lo que uno hiciera, desde cruzar la calle hasta hacer una presentación en la oficina, conllevaba un riesgo de fracaso levemente mayor. Malov no necesitaba hacer algo en realidad, sólo tenía que lograr que uno comprendiera que lo haría, que ningún sentido de vergüenza lo ataba.

Propenko se puso a caminar. Había pasado toda la mañana en la oficina con formularios de aduana y hojas de ruta, la primera evidencia física de que el programa de distribución de alimentos existía realmente. Después del almuerzo se había hecho visible otra prueba y ahora no la tenía lejos: una fila de remolques de tractor, cada remolque cargado con contenedores de carga con ESTADOS UNIDOS DE AMERICA impreso en mayúsculas blancas en todos los costados. El alfabeto extraño lo ponía nervioso, lo mismo el hecho de que faltara un camión. El jefe de los conductores le dijo que se le había roto un eje del remolque justo al sur de Minsk y que el remplazo ya estaba en camino. Pero como había sido golpeado con tantas historias falsas, Propenko tuvo sus sospechas.

Colocaron el primer aparejo en posición debajo de la grúa de veinte toneladas, y dos obreros con pantalones de lona y chaquetas de trabajo del mismo color apoyaron una escalera contra el último contenedor y treparon al techo. Tomaron los ganchos de metal que colgaban de la grúa, los pasaron por los ojetes en las cuatro esquinas del contenedor y bajaron. Con un delicado cambio de palancas, el operador levantó el aguilón de la grúa hasta que los cables quedaron tensos, luego izó el contenedor del suelo del camión muy lentamente. La grúa giró lo necesario. Quince toneladas se movieron en un arco cenado, se balancearon, oscilaron y se depositaron con un suave puní en el asfalto.

Fue un trabajo perfecto. Propenko se percató de que el operador de la grúa trataba de mantener una actitud de indiferencia para beneficio de su pequeña audiencia de conductores y obreros como si lo que había bajado con una jugada magistral no fuera comida americana por valor de trescientos mil rublos, sino simplemente otra caja de acero, tan sólo una tarea más.

Pero ninguno de los otros obreros parecía encararlo como una tarea cualquiera. Sus caras mantenían una expresión seria, y se lanzaban a cada tarea sin los acostumbrados arrastres de pies y rezongos. Quizá nuestro país no pueda alimentarse a sí mismo, parecían estar diciendo, pero podemos descargar contenedores como cualquiera en el mundo.

Claro que no había presente ningún norteamericano a quien decírselo, pero no importaba. El trabajo había adoptado un aire simbólico. Se había convertido en una cuestión de orgullo nacional.

Mientras los obreros trepaban al techo del primer contenedor y luchaban otra vez con los grandes ganchos, Leonid Fishkin cruzó el lote y llegó al lado de Propenko, con una sonrisa apretada. Propenko lo felicitó por los obreros.

– A nadie le gusta sentirse avergonzado-dijo Leonid.

Aunque tenían casi la misma edad, Leonid tenía el cabello enteramente gris y, como para minimizar el efecto, lo llevaba muy corto. Combinado con sus rasgos fuertes, el corte de pelo le daba un aspecto militar, una severidad que no tenía nada que ver con el hombre real. El hombre real -el más viejo amigo de Propenko- era generoso, honesto, y judío; que hubiese llegado al nivel de director del pabellón en la ciudad de Vostok, era un milagro si se tenían en cuenta estos tres puntos.

El día de la huelga de los mineros había sido tema de toda conversación en la oficina, pero Leonid tenía otras prioridades.

– Hablé con todos, Servozha, desde el jefe hasta las mujeres de la limpieza. Lo aclaré bien. Mientras esta operación se administre desde mi oficina, no se hará nada que deja mal a esta ciudad o a este país. Permite que te muestre el salón.

Leonid tomó a Propenko del brazo y lo escoltó hacia una rampa que llevaba a la puerta principal. Propenko no tenía la menor idea de por qué Moscú había elegido el Pabellón Central de Exposiciones, como sede para la distribución. La semana anterior había habido una exposición de fotografías levemente eróticas, y el primer piso había estado lleno de mirones. En la ciudad había otros edificios con grandes aparcamientos y espacio libre para oficinas, edificios en calles laterales o cerca de las minas, lejos de la vista del público. Era casi como si alguien quisiera exagerar el fracaso del gobierno al no alimentar a su pueblo, escribirlo con luces en el techo de la Sede del Partido: ¡CIUDADANOS! ¡NO PODEMOS ALIMENTARNOS A NOSOTROS MISMOS! ¡GLORIA AL ESTADO DE LOS OBREROS! No tenía sentido.

Subieron por la rampa de cemento y pasaron al lado de un guarda adormilado en la puerta del frente. Propenko había visto el salón de Leonid mil veces. Parecido a una caja, sencillo, un primer piso grande con una galería estrecha arriba en los cuatro lados. El pabellón, era usado por industriales polacos que exhibían mazas de madera para carbón y mangueras industriales, organizaciones del Komsomol para sus ferias y conferencias, el Colectivo de los Artistas del Oblast en Vostok para muestras como esta: exposiciones osadas de cuadros y postéis, y fotografías. La exposición de fotografías había sido abierta al público hacía horas, pero en anticipación a la llegada de los americanos, los obreros se movían de un lado a otro, molestando a todos: un equipo de mujeres limpiaba los vestíbulos, los hombres traían mesas extra del depósito, un electricista subido a una escalera cambiaba tubos fluorescentes.

Leonid llevó a Propenko arriba y le mostró una oficina pequeña, muy pequeña.

– Todo está listo, Sergei. Mesas, teléfonos, papel, lápices. El télex se instalará el lunes, una orden urgente. He reservado un sector del restaurante para el director norteamericano y cualquier otro huésped oficial que tengamos: corresponsales, gente de la embajada, etcétera. Tendrá acceso a una secretaria, si la necesita.

Leonid era un hombre nervioso por naturaleza, de un modo que lo llevaba a hacer tres veces más de lo que el trabajo requería, pero hoy parecía especialmente tenso, casi molesto. Propenko quería decirle, relájate Leonid, el que nos visita es un ser humano común, no es un rey… pero sintió la misma tensión en sí mismo. Por lo que él sabía, a Vostok nunca había llegado un visitante norteamericano oficial. Los Estados Unidos de América, después de años de enérgica propaganda en contra, habían resultado estar mucho más adelante que ellos, un reino de casi increíble fortuna y refinamiento. Los norteamericanos acababan de ganar una guerra en Oriente Medio en cosa de horas, contra tanques soviéticos y tropas entrenadas por el Soviet. A Propenko lo preocupaba que Vostok pareciera pobre a los ojos de Occidente.

– La puerta cierra bien -dijo Leonid e hizo una demostración-. Daré al norteamericano mi llave extra. -Tomó a Propenko del brazo otra vez y lo hizo pasar delante de las oficinas principales para ir de vuelta abajo donde señaló una puerta común azul. Tendrá su cuarto de baño propio. Las mujeres lo están limpiando, tiran arena en el piso y lo barren. Se quejan de que no hay jabón. Falta papel higiénico desde hace dos semanas.

– Haremos algo -dijo Propenko-. Hablaré con Malov por lo del papel. El tiene las conexiones para los baños.

Leonid sonrió nervioso.

– Estuvo aquí esta mañana, haciendo cien preguntas con esa sonrisa que tiene. Anoche vi su Volga nuevo delante del hotel. Creo que estaba con Bobin. El hombre no puede menos que meter su nariz en todo. Es como un perro que corre aquí y allá y mea en todo lo que ve.

– Me ocuparé de él -dijo Propenko, y ante su propia sorpresa, su voz sonó segura y despreocupada. Comenzaba a sentir la autoridad de su nueva posición. Los diversos equipos de obreros les echaban miradas de reojo a él y a Leonid mientras cruzaban el foyer principal. Le pareció oír que una de las mujeres susurraba "direcktr" y entonces comprendió que, si bien el programa de alimentos tenía un elemento vergonzoso, también, de un modo perverso, tenía un elemento de prestigio. Había sido ungido por los poderes de Moscú para trabajar, no sólo con extranjeros, sino con un norteamericano. Bessarovich estaba detrás de él. Leonid era un amigo tan seguro como uno se podía desear. El jefe Vzyatin también. Que Malov hiciera su trabajo sucio. Malov no era el Director.

Leonid lo acompañó hasta afuera entre el ruido y el humo del diesel. Caminaron muy despacio por la rampa de cemento, admirando una ordenada hilera de contenedores descargados: las orgullosas cajas rojas parecían una herida abierta contra el gris del pabellón y el cielo gris de la ciudad. Los norteamericanos ya se estaban luciendo, y el color, la actividad y el alfabeto extraño atraían a casi tantos espectadores como la exposición de fotografías. La gente venía desde el Prospekt de la Revolución, atiborrando el perímetro del lugar de trabajo, y hacían preguntas a los que habían llegado uno o dos minutos antes que ellos. Ya era un acontecimiento público.

– Vamos a tener un problema para controlar la aglomeración, Leonidovich.

– No necesitas decírmelo. No puedo creer que me estén haciendo esto a mí. Todos los días tengo cuatro mil visitantes para mirar fotografías de pezones y mini-faldas. No puedo creerlo. En Moscú todos sabían que este mes teníamos esta exposición; hablé con Bessarovich de ella hace menos de tres semanas. Sabía cuánta gente iba a atraer. Y ahora voy a tener este circo de contenedores en el patio de adelante, justo al lado del Prospekt. La gente vendrá cuando salgan del trabajo para practicar su inglés.

– ¿No puedes hacer entrar a la gente a la exposición de fotografías por la puerta de atrás?

– Ya lo estamos organizando. Vzyatin pasó por aquí. Nos dio más hombres de la milicia, pero aunque entren por la puerta de atrás, tienen que pasar por aquí al lado. Van a detenerse a mirar y pedirán folletos. Es una pesadilla.

Propenko apoyó una mano sobre la espalda de su amigo, y no sintió más que hueso y músculos tensos como cables. Leonid tenía problemas que sólo él conocía. Cuando en el Pabellón Central hubo una exposición de arte los coroneles de la KGB le pidieron invitaciones. Cuando hubo una exposición de herramientas los jefes del Partido le exigieron muestras gratis. Cuando extranjeros alquilaban el espacio, llamaban de la oficina del Primer Secretario y le preguntaban a Leonid si le habían dado algún calendario alemán o relojes suizos o plumas esilográficas italianas. Ahora los nuevos capitalistas de Rusia, lo perseguían para que le diera nombres de sus contactos de negocios en Europa Occidental, y los miembros locales de Pamyat escribían cartas de protesta sobre "esta exhibición pública de pornografía decadente". Encima de todo esto, Leonid tenía que escuchar la Voz de América todas las noches, oír que otro avión desembarcaba judíos rusos en Tel Aviv, y preguntarse si él y su familia no deberían estar entre ellos.

– Son seguros, supongo -dijo Propenko, y señaló la baranda de cemento.

– Sello de la aduana soviética. Candados norteamericanos. Guardia de la milicia las veinticuatro horas.

– ¿La guardia de la milicia debería preocuparnos?

Leonid sonrió inquieto:

– Vzyatin no robaría cinco kopeks a su peor enemigo -dijo-. Pero el resto es un grupo de chicos del campo. Les gustan los fusiles, los uniformes y las chicas -Se encogió de hombros, y miró fijamente más allá del pabellón hacia afuera por encima del rio brumoso, hacia las minas.

– ¿Qué pasa7

Leonid volvió a encogerse de hombros.

– Esta muerte en la iglesia ha cambiado todo -dijo al cabo de un rato-. Lo siento. De pronto estamos en una situación nueva.

– Una nueva clase de poder -dijo Propenko. El también miró hacia el distrito minero, como si pudiera ver qué estaban haciendo los huelguistas. Recordaba más o menos una docena de asesinatos en Vostok durante su vida, usualmente como resultado de una pelea de borrachos con cuchillos, en uno de los bares más bravos, o de una pelea de familia en los vecindarios pobres al sur del río. Era imposible considerar la muerte de Tikhonovich dentro de la misma categoría-. Mi suegra lo llama la segunda crucifixión -dijo.

– ¿No te preocupa?

– Me preocupa, Leonid. Todo me preocupa ahora.

– Vzyatin me contó que alguien pintó un slogan en la iglesia la noche del crimen. Sus hombres lo vieron cuando llegaron. "El Partido es la Mente, el Honor y la Conciencia de Nuestra Era" en letras rojas.

– Matones -dijo Propenko sin darle importancia. "El Partido es la Mente, el Honor y la Conciencia de Nuestra Era" era el tipo de tontería oficial que podía haber brillado iluminado sobre la Sede del Partido hasta no hacía tantos meses.

– Es claro -dijo Leonid amargamente-. Cuando algo sucede, siempre se habla de matones. Supongo que fueron matones los que convencieron a los mineros de ir a la huelga. O agentes extranjeros. O judíos.

Propenko movió la cabeza como para sacarse de encima un insecto zumbador. Leonid estaba hablando tan bajo que el ruido de los motores de los camiones tapaba sus palabras. Había pensado que los días de susurros habían quedado atrás.

– ¿Has oído algo de una organización llamada el Tercer Camino?

– Tercer Paso -dijo Propenko. Un pequeño espasmo le pinchó el pecho. No llegó a ser dolor-. Niños del Tercer Paso

– Celebran sus reuniones en la iglesia-Leonid miró hacia abajo a los obre ros-. Pensé que podías haber oído hablar de ellos. Mi hijo está involucrado.

Propenko olía su propio sudor.

– Anoche organizaron una demostración frente a la sede del partido. Fueron quinientas personas.

– ¡Quinientas!

Leonid asintió.

– Te lo dije. Este crimen ha cambiado todo. La gente está harta. Los mineros están a la espera de que su amado Alexei vuelva y celebre el funeral. Después puede llegar a haber cinco mil personas frente a la sede del partido

Propenko se masajeó la frente. Una mujer abrió de golpe las puertas del

pabellón y empezó a barrer la rampa con entusiasmo, haciendo incntos delante de su jefe y del nuevo Director. Propenko y Leonid simularon concentrarse en el trabajo que se realizaba abajo. Ya se habían descargado diez contenedores, otros veintiocho estaban esperando en catorce camiones que rugían y humeaban. El operador de la grúa, los obreros y algunos de los conductores habían hecho un alto para fumar y estaban al lado de la grúa, riendo con las cabezas echadas hacia atrás. Propenko los observo con una punzada de envidia.

– Anoche, camino a casa, pasé delante del edificio del Partido -dijo Leonid despacio cuando la mujer se alejó y se puso a trabajar en la parte inferior de la lampa- Para ver por mí mismo. A veces pienso que debería estar allí con esa gente

– ¿El director del Pabellón en una huelga de hambre?

Leonid no sonrió. Los dos estaban apoyados sobre los codos, hombro a hombro sobre la baranda de cemento. Propenko movió la cabeza lo suficiente para ver los ojos de Leonid.

– ¿Sabes que Lydia esta involucrada en las reuniones.?

– Me lo dijo mi hijo.

– ¿Sabes quién me lo dijo a mí?

Leonid sacudió la cabeza y sonrió para beneficio de algún observador oculto

– Bessarovich.

La sonrisa se desvaneció en la cara de Leonid como la nieve sobre un techo.

– Extraño -respondió.

– Más que extraño. ¿Cómo es que Bessarovich sabe más sobre mi hija que yo ?

Leonid frunció las cejas Saco un paquete de cigarrillos búlgaros del bolsillo interior y se lo tendió con un movimiento de la muñeca. Propenko lo rehusó. Aba|o los obreros luchaban paia recuperar su ritmo. Uno de ellos resbaló sobre el techo húmedo del contenedor y cayó sobre el codo. Se levantó riendo y sacudiendo el brazo. intentó un golpe de karate contra el cable colgante y se volvió a caer. Propenko se preguntó si los hombres no habrían estado bebiendo durante el recreo.

– ¿Hay sospechosos?

Leonid lanzó una bocanada de humo por el costado de la boca

– Si le crees lo que cuenta Malov. Huellas digitales en la pared de la iglesia Huellas en la tierra.

– Ese hombre miente con la misma facilidad que respira -dijo Propenko-. La otra noche poco menos que me acuso de una violación

Leonid no dijo nada durante unos segundos. Dejó el cigarrillo colgando de sus dedos, y una pequeña voluta de humo a lo largo de su cara. Propenko se dio cuenta de que había mencionado la violación solo para conocer la reacción de Leonid. compararla con la suya, con la de Raisa

La reacción de Leonid no lo calmó.

– Si ha llegado a ese nivel, amigo mío, espero que tengas a alguien que esté mas alto que yo con quien puedas hablar.

Propenko pensó en Bessarovich, trató de imaginar qué diría ella si él volara a Moscú, entrara en su oficina y le dijera lo que acababa de decirle a Leonid.

– Creo que sólo trata de tenerme en línea, con la llegada del norteamericano y todo eso. Le preocupa que pueda pedir asilo político, que lleve a la familia a Menkhettn.

Leonid tenía el aspecto de sentir dolor.

– No dejes de vigilarlo, Sergei, eso es todo. Lo viste en la reunión. Ultima-mente está un poquitín loco. Su mundo se está cayendo a pedazos como el de todos los demás. Espero que tengas a alguien que te pueda apoyar.

Una vez más, Propenko hizo un gesto de no importarle. Le dio un apretón de manos a Leonid y se alejó del pabellón, pensando en Raisa, en Lydia y en Marya Petrovna. En un análisis final, ellas serían las que lo apoyarían, y las únicas. No había querido decírselo a Leonid.

Raisa había tomado el auto esa mañana para llevar a su madre al policlínico para unos análisis. Quedaba a cinco kilómetros de su apartamento: quince minutos en un troley atestado o cuarenta minutos a pie. Propenko decidió caminar, pero había llegado a la mitad de la primera cuadra cuando cambió de opinión y se dirigió al oeste entre una multitud de peatones en la hora pico.

La Sede del Partido estaba ubicada bien apartada de la acera, detrás de un pequeño parque que tenía una estatua de Lenin en el centro. Cuando todavía le faltaban dos cuadras para llegar, Propenko empezó a tratar de oír cantos de manifestantes y a buscar gente que respondiera a su idea de un activista político, pero no vio ni oyó nada fuera de lo común. Apareció el espacio verde del parque, y todavía ninguna persona, ningún ruido inusual. Llegó a la esquina y torció a la derecha, vio el techo de la imponente sede de granito detrás de los árboles, vio la coronilla de la cabeza gris de Vladimir Ilych, un brazo extendido, dirigiendo a las masas. Pero no había masas para dirigir. Dio algunos pasos dentro del parque y vio algo, por fin, en el borde opuesto del césped: un crucifijo de madera, algunos grupos de gente dando vueltas alrededor de unos ocho o diez carteles clavados en la tierra como señales de calles. Otro puñado de manifestantes estaban sentados sobre una lona impermeable hablando entre ellos: supuso que eran los que hacían la huelga de hambre. En total, la protesta reunía a no más de cincuenta personas, y generaba tanta energía como una parada de ómnibus concurrida.

Se quedó y observe durante un momento, aliviado. Ni siquiera un paranoico Mikhail Lvovich se sentiría amenazado por un grupo tan heterogéneo.

Satisfecho con su breve inspección y ya retrasado para la cena, se permitió el lujo de un taxi. El conductor fumaba y cambiaba de carril sin hacer señales, y movía la cabeza de atrás adelante al ritmo de una cinta de rock and roll occidental. Miró la ciudad que dejaba atrás y su sensación de alivio se desvaneció.

La primera cosa que notó cuando abrió la puerta del apartamento fue que Raisa y Marya Petrovna estaban sentadas demasiado juntas. Raisa tenía las dos manos sobre la muñeca de la madre y la frotaba una y otra vez como para reanimar la circulación.

– Algo ocurrió -dijo mientras se sacaba el impermeable y se reunía con ellas.

– Algo -repitió Raisa amargamente-. Tu Malov estuvo aquí hablando con mamá mientras yo estaba en el trabajo.

Propenko golpeó la mesa con el puño haciendo sonar la azucarera y derramando parte del té de su suegra.

– Volví a casa para llevarla a la clínica y la encontré mirando por la ventana y jurando como un cosaco.

La vieja se encogió de hombros y alisó el mantel con una mano.

– ¿Qué quería?

– Dijo que quería hacerte una pregunta sobre las entregas de alimentos -dijo Raisa-, pero acabó hablando de Lydia. ¿Qué estudia en la universidad, dónde quiere trabajar después, qué hace en su tiempo libre? Todo era incidental. Actuaba como un primo en una visita social, sonriendo todo el tiempo.

– ¿Qué le dijiste, madre?

– Le dije que encendería una vela por su alma en la iglesia de la Sangre Sagrada -dijo Marya Petrovna con ferocidad-. Le dije que a mi marido lo habían sacado de mi propia casa y lo habían golpeado en el sótano de la Seguridad del Estado, que habían tenido que atarle las manos antes de golpearlo porque eran unos cobardes. Le dije al flojo chekist: "Si usted no ha salido de este apartamento antes de que vuelva mi yerno, lo va a tirar por la ventana con su mano derecha. Maestro de Deporte en Boxeo" -le dije-. Una derecha y usted estará en la cuneta cubierto de vidrios y saliva".

Oyeron que la puerta del ascensor se abría y se cerraba. Los pasos de Lydia sonaron en el corredor, y el ruido de la llave en la cerradura pareció chupar parte del aire de la cocina.

– Quizá podrías haber omitido esa última línea, madre -dijo Raisa secamente, y se forzaron a sonreír.

Después de la cena, Propenko se sentó en el sillón con un ejemplar de El trabajo en la Unión Soviética en el regazo, y recorrió la primera página tratando de conectar esas manchas de tinta con hechos reales, vivientes. No parecía poder quedarse quieto. A través de la habitación, miró a Raisa que estaba sentada en la cama, cosiendo, contrayendo los músculos de su cara al concentrarse: luego a Lydia, que bebía té en la mesa de la cocina y estaba inmersa en un libro de poesía de Alchmatova.

Intentó otra vez encontrarle sentido a la editorial, pero abandonó rápidamente, entró en la cocina y se sirvió un vaso de agua. Lydia dejó de leer y lo miró

– Lydochka -dijo él-, voy al gimnasio por un rato. ¿Quieres practicar con el auto?

A ella le agradó el ofrecimiento.

Condujo nerviosa y cuidadosamente, aferrando el volante con las dos manos, con la frente arrugada como la madre cuando cosía, moviendo los ojos de un lado del camino al otro. El gimnasio estaba sólo a un kilómetro, y cuando llegaron. Propenko dejó que practicara el aparcamiento paralelo durante unos minutos mientras él practicaba lo que iba a decir.

– Manejas mejor que yo -le dijo cuando apagó el motor-. ¿Por qué no te llevas el auto y vas a ver a tus amigos o a Tía Anna? A mí no me importa volver a casa caminando esta noche. Tengo que pensar unas cuantas cosas.

– ¿Tienes un problema, papá?

El se volvió en el asiento de modo que quedaron frente a frente. Lydia había sido efervescente y llena de argumentos ya cuando era una criatura, y él no quería crear en ella ahora lo que había sido inculcado en él. No quería ayudar a crear una mujer que pudiera retirarse de la Sede del Partido tranquilizada poique había pocos manifestantes.

– Me gustó lo que dijiste la otra noche. Sobre los Niños del Tercer Paso.

– Gente del Tercer Paso. papá.

– Correcto. Le encontré sentido. Las ideas son buenas -Se calló y miró por el parabrisas, tratando de adivinar qué lenguaje escuchaba.- Pero creo que omite algo. -El estudió su cara. Parecía dispuesta a discutir, por lo menos, si no a escuchar.- Las cosas como el marxismo, el capitalismo, el Tercer Paso, deben llevarse a la práctica en el mundo de la gente, sabes. Y todas las personas tienen fallas, de modo que esas fallas van a ser parte de cualquier sistema ¿Lo comprendes?

Ella asintió, mirándolo con cierta sospecha. Al final de la cuadra pasó un troley echando chispas

– No estoy diciendo que no se debe tratar de cambiar el sistema (algunos sistemas absorben las fallas mejor que otros) pero debes recordar que no se trata de cosas predecibles Se trata de gente, y las personas no actúan de acuerdo a la razón. La gente, los hombres en particular, pueden ser perversos, no es necesario que te lo diga

– ¿Esto tiene algo que ver con el hombre que vino a casa? ¿Es un kagebeshnik?

– Era Nikolai Malov de la oficina-dijo Propenko. sintiendo el nombre de nuevo justo debajo de sus costillas-. Tú lo conoces.

– Tu amigo, el de la oreja. Lo he visto a menudo últimamente. -¿Dónde? -Por ahí.

– ¿Por ahí dónde¿ ¿,Te ha estado siguiendo?

– Simplemente por ahí. papá. Lo vi en en el centro de la ciudad una o dos veces, eso es todo

Propenko se mordió la mejilla por dentro y trató de eliminar el miedo de su

voz

– Mi amigo el de la oreja ha tenido celos de mí durante treinta años. Que sea de la KGB o no es menos importante que sus celos ¿Lo comprendes? -Sintió que se estaba saliendo del camino. Había querido advertir, no aleccionar Había querido hablar sobre ella, no sobre sí mismo, ni sobre Nikolai Malov.

– Claro, papá

– Mi relación con él es complicada. No te la puedo aclarar porque yo mismo no la entiendo. Si la entendiera, sabría qué debo hacer, y todavía no se cómo actuar

Lydia lo pensó un momento.

– Mis amigos del Comité de Huelga dicen que sólo es por poder. El padre Alexei dice lo mismo.

– ¿Tienes amigos en el Comité de Huelga?

Ella se echó el cabello hacia atrás y desvió la mirada.

– Quiero decir que si este hombre tiene poder y si es celoso, los celos tienen poder. Es la lección de Stalin, ¿no es así? Si una persona tiene el poder, sus fallas y fuerzas importan mucho. Si el poder es compartido, todo es mejor, ¿no?

– La lección de Stalin es el miedo-le dijo Propenko-. Y quienquiera que mató a Tikhonovich está tratando de enseñarnos a todos de nuevo. Es una vieja táctica, prehistórica

– ¿De modo que este Nikolai está tratando de asustarte?

– A nosotros -dijo Propenko. Trató de olvidar todo lo que alguna vez había oído sobre los interrogatorios de Malov, de parecer lo menos atemorizado posible, pero Lydia no lo estaba mirando. Había vuelto los ojos al parabrisas y miraba la calle oscura, con los brazos cruzados tercamente sobre el pecho, exactamente como Marya Petrovna. Había terminado con el llanto del viernes y los tristes silencios del sábado.

– En ese caso lo que tenemos que hacer -dijo-, es asustarlo a él. papá, ¿conforme?

Propenko dio un espectáculo con la pesada bolsa. La rodeaba, golpeando con su izquierda sobre el cuero, a la altura de la cabeza, una vez, dos, y luego con la derecha, dura y baja. A medida que su cuerpo entraba en calor, iba retomando el ritmo y giraba cada vez más ligero, golpeaba más rápido, hacía tintas, extraía su fuerza desde los pies y las piernas. Se acercó unos pasitos y se lanzó contra el vientre de su contrincante con los dos puños; cada golpe mandaba la bolsa arriba y atrás con su cadera. Algunos boxeadores, gimnastas y levantadores de pesas dejaron lo que estaban haciendo y observaron al fuerte hombre maduro. Pero el fuerte hombre maduro estaba ciego a todo lo que no fuera la bolsa movediza y saltarina, y el trabajo sudoroso de sus propios brazos y piernas. Castigó la vieja bolsa hasta que empezó a perder arena que fue dejando un dibujo sobre el suelo de cemento, y el gerente del gimnasio se le acercó y le pidió muy cortésmente que parara.