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Czesich no sabía realmente qué pensar del hombre que estaba sentado en la litera de enfrente. Parecía tener setenta o quizá setenta y cinco años, pero se movía y se sentaba como un hombre más joven. Su ropa correspondía a la clase obrera, sencillas botas negras de trabajo, pantalones arrugados, una camisa holgada azul y limpia, pero los ojos eran los de un artista, firmes, algo soñadores. Los pómulos bien marcados se destacaban sobre una barba larga y rala como las que llevan los sacerdotes ortodoxos, pero si este hombre era un sacerdote, Czesich era un macartista, un abstemio, un hombre de Langlev. Cuando el tren salió de la estación, Czesich, que se preciaba de hacer juicios rápidos, ya había decidido que tenía como huésped a un poeta algo borracho que se interesaba desde mucho tiempo atrás por los Estados Unidos y que ahora lo iba a mantener despierto la mitad de la noche haciéndole preguntas sobre Jack London y Marilyn Monroe. Eso estaría muy bien. Tenía un historial de encuentros con personajes interesantes en los trenes soviéticos. En el viaje de Yalta a Moscú en 1968, él y Julie se habían encontrado con un grupo de gente de teatro y se habían quedado hasta la madrugada bebiendo Tsinandali e intercambiando anécdotas sobre Brezhnev.
– ¿Le molesta que cerremos la puerta? -preguntó el viejo. Su voz resonó en el pequeño compartimento, aunque había hablado en tono bajo.
Un poeta acostumbrado a leer para el público, decidió Czesich. Cerró la pesada puerta corrediza y echó el pestillo.
Su huésped sonrió con los labios cerrados, y dijo:
– Alexei -y tendió una mano frágil.
– Antón Czesich.
– Czesich… Czesich; no es un nombre ruso -observó el viejo-. ¿Croata?
– Es ruso. Antes era Chizhik. -El viejo no pareció comprender, y Czesich
repitió "Chizhik", un poco más fuerte, y agitó las manos en una cruda imitación del pinzón.- El pájaro.
– ¿Entonces por qué usa Czezik y no Chizhik?
– Porque los funcionarios de inmigración lo cambiaron en 1917. Lo escribieron mal.
– Ah -dijo Alexei sonriendo-. ¿Y por qué usted no lo volvió a cambiar?
Hizo la pregunta con amabilidad, pero, Czesich la encontró algo irritante. Los ojos imperturbables de porcelana también empezaban a irritarlo, aunque le recordaban los del padre de su padre, otro Alexei, otro ruso pequeño, tuerte y nervudo. En realidad, Czesich solía quejarse del nombre mutilado, que ahora empezaba en Polonia y terminaba en Yugoslavia. Le habían quitado tanto su país como su nombre, decía a menudo, y le parecía improbable que alguna vez se los devolvieran.
El poeta esperaba una respuesta.
Czesich se encogió de hombros.
– Nunca se me ocurrió hacerlo.
Durante unos segundos siguieron en un silencio amistoso.
– Me han dicho que va a Vostok.
– Correcto. Estoy con el programa de distribución de alimentos. -Al decirlo. Czesich sintió una pequeña punzada de culpa, pero continuó a pesar de todo.- Es un programa piloto. Estamos tratando de averiguar cuál es el mejor tipo de… ayuda que podemos ofrecer en este momento.
– ¿Está con la embajada?
Czesich asintió. Le pasó por la mente que esta era la clase de pregunta y de conversación dirigida, superficialmente agradable, favorecida por los fisgones de la KGB que habían sido destinados a sus exposiciones USCA, pero Alexei no encajaba en el molde. Por una parte, era demasiado viejo; demasiado bondadoso, no totalmente sobrio.
El tren iba como un cohete a lo largo de un tramo llano y recto, y Czesich sintió punzadas de duda que pasaban como fogonazos en la oscuridad tras las ventanillas. Su huida de la jaula burocrática era ahora casi real, y empezaba a preocuparlo.
– ¿Conoce a Peter McCauley de la embajada?
Pyotr Meekawley. Czesich recibió la mención de este nombre, que había oído primero de labios de Julie hacía menos de veinticuatro horas, como una especie de puñetazo burlón sobre su estómago blando. Se había creado una imagen mental dei amante de Julie, alto, seguro de sí mismo, apuesto como un modelo, y ahora miró al viejo y trató de hacerlo desaparecer.
– McCauley y yo compartimos un amigo íntimo -dijo.
Alexei pareció satisfecho.
– El nos dijo que trataría de enviar a alguien a Vostok, pero no esperé que viniera tan pronto. Ya nos ha ayudado antes.
Czesich sonrió por hábito, pero se sentía algo confundido.
– ¿Entonces usted vive en Vostok?
– Por supuesto. Nuestro amigo acaba de morir allí, asesinado. Bogdan Tikhonovich.
Una expresión automática de condolencia afloró a los labios de Czesich y la pronunció. El viejo le dirigió una mirada perpleja, estudiándolo todavía, y Czesich tuvo la intuición de que estaban hablando sin comprenderse, que Alexei lo había confundido con otro. Sintió que se esperaba algo más de él pero no tenía la menor idea de qué podía ser. El dolor de cabeza sordo del vodka había retornado.
Bogdan Tikhonovich Arkhipov -le apuntó Alexei-. En la iglesia… de la Sangre Sagrada.
– El guardián -dijo Czesich. Recordó que Julie lo había mencionado; recordó que había pensado que ella lo estaba inventando para tratar de asustarlo.
– El amigo de Meekawley.
– Claro. -Ahora comprendió. Muy a menudo, los artistas y músicos soviéticos que no eran bien vistos por las autoridades buscaban trabajo fuera de su actividad, como cuidadores de iglesias o ayudantes en aparcamientos, una tarea a la que no se presentaban o de medio horario que les permitiera retener la condición de empleados legalmente, y al mismo tiempo preservar la santidad de su arte. Era el equivalente soviético de los artistas -camareras de restaurantes y los novelistas- taxistas en Estados Unidos. El asesinado Tikhonovich y este Alexei, debieron ser poetas amigos o pintores abstractos o músicos de jazz y este McCauley estaba en el sector cultural de la embajada (¿no le había dicho eso Julie?) a cargo de establecer contactos con el grupo grande y flotante de artistas e intelectuales disidentes. Por eso ella se había enterado del crimen tan rápido; su amante había tenido que ver con el tal Tikhonovich. ¿Por qué no lo dijo directamente?
Ahora Alexei le iba a pedir un favor, Czesich lo sentía. Querría el nombre de directores de revistas literarias en Estados Unidos, o bien ofrecería pagarle para que le enviara provisiones de pintura o cuerdas de guitarra de Estados Unidos. Después de tantos años, Czesich se había acostumbrado a conversaciones como esta, amistades súbitas que conducían muy pronto a la famosa frase rusa: Oo minya yest ahdna prozba. Tengo que pedirle un favor.
Como siempre, le agradaría complacerlo.
– No conocía a Tikhonovich -le dijo, con su mejor voz bondadosa de norteamericano en el extranjero-, y no estoy en la misma línea de trabajo que McCauley. Pero si puedo hacer algo por usted, dígamelo. Sabemos que en Vostok las cosas no son fáciles ahora.
Entonces tuvo lugar uno de esos cambios de actitud tan sutiles que él siempre captaba un poco tarde. Alexei vaciló, le dio las gracias un poco incómodo; hablaron un rato cordialmente de la huelga de mineros, de la situación con los alimentos, y del clima en Vostok. Pero no hubo ninguna petición de favores, y al cabo de unos minutos Czesich sintió que algo había salido mal. Alexei parecía haber bajado una cortina sobre sus ojos, haber cambiado de tema en medio de la conversación. Czesich se preguntó si lo estaba imaginando o si de alguna manera había ofendido al viejo poeta, y repasó las últimas frases intercambiadas con mucho cuidado. ¿Por qué siempre le pasaba esto? ¿Cuántas veces en su juventud había estado conversando alegremente con un primo o tío o un amigo de Boston Este y de pronto sentía que lo estaban mirando tras una cara falsa? Como si lo que la persona pensaba de él, y lo que le decía divergiera sin que se diera cuenta. Como si hubiese dicho algo equivocado, y su sensación de no ser el que se suponía que era -no lo bastante italiano, no lo bastante leal, demasiado libresco- se hubiese revelado como una infección vergonzosa. Recordaba haberse sentido así cuando sus compañeros de equipo en la secundaria EB descubrieron que algunas de las universidades a las que había enviado solicitud de ingreso no eran las debidas, o cuando su padre lo pescó en el dormitorio leyendo Los hermanos Karamazov a medianoche en vez de Playboy. Lo desorientaba y lo frustraba. Redobló sus esfuerzos en la conversación, pero los ojos de porcelana de Alexei se habían ensombrecido.
– ¿Le gustaría tomar una cerveza? ¿Pickles?
Alexei sacudió la cabeza, y hubo otro silencio, no tan confortable.
– Bien -dijo el viejo, poniéndose de pie, dando por terminado su encuentro antes de que hubiera empezado a dar algún fruto, le deseo el mayor de los éxitos con su programa.
Estaban de pie muy juntos entre las literas, Czesich casi treinta centímetros más alto trataba de mantener el equilibrio mientras introducía la mano en su bolsillo para sacar una tarjeta.
– Lo más probable es que me aloje en el Hotel Intourist -dijo-. Espero que venga a verme. Será un placer para mí hacer todo lo que pueda.
Alexei examinó la tarjeta un momento, luego la guardó sin prestarle atención y le dio un apretón de manos aparatoso.
– El mayor de los éxitos, el mayor -insistía en decir hasta que Czesich se desprendió, abrió la puerta y observó al viejo mientras se dirigía a los vagones de segunda clase.
Anton Antonovich Chizhik durmió como un lirón, un sueño medido por el traqueteo de las ruedas y mecido por el vaivén del camarote. Soñó que era testigo de un accidente de automóvil, todo era vidrios rotos y gritos. Ayudó a sacar un cuerpo despellejado de una zanja al costado del camino, y estaba muy orgulloso de sí mismo porque no se había mareado al verlo y tocarlo. Se arrodilló al lado del cuerpo, y entonces se dio cuenta de que no sabía ni lo más elemental de los primeros auxilios. El sueño cambió y él mismo estaba en una cama de hospital, retorciéndose de dolor, despellejado, en carne viva. Pedía auxilio, pero el doctor le pidió que esperara, y empezó a hacer unos trucos desesperados con los ojos, cruzándolos, agrandándolos hasta el tamaño de pelotas de golf, mirando en una dirección con uno, y en la opuesta con el otro.
Cuando se despertó, perplejo y con la boca seca, había amanecido y el Expreso Donbass atravesaba un área de carga del tamaño de un lago pequeño. Observó por la ventana una hilera tras otra de vías muertas, luego, escalonadas formaciones de contenedores detenidos, sin locomotora, cargados con carbón y madera; vagones tanque que goteaban y transportes militares plateados y relucientes. En el pasillo, la camarera amiga cantó:
– Uzinsk, Uzinsk. -Los frenos chirriaron. Golpeó la puerta dos veces.- Despiértese, camarada americano. ¿Quién está allí con usted?
– Completamente solo y desnudo -gritó él, y la risa fuerte y agitada de ella se fue desvaneciendo por el pasillo.
El tren jadeó, se zarandeó y se estremeció hasta detenerse. Un hombre con pantalones negros con manchas de aceite y una chaqueta negra acolchada golpeaba el tambor de los frenos con un martillo de mango largo a lo largo del tren. Czesich bebió de una de sus botellas de agua Evian y observó la conmoción en el andén, donde reclutas del ejército con la cabeza rasurada estaban formados en filas desordenadas, y una pareja de enamorados se besaban. En su organismo quedaba muy poco alcohol, no había nada en la mañana nublada que le impidiera considerar la magnitud de su misión no sancionada, la locura y el riesgo. Durante el tiempo que la embajada tardara en encontrarlo -y no pasaría demasiado-, él estaría solo, representando un papel en un remanso stalinista. Ahora asesinaban a servidores de iglesias en Vostik; ¿esperaba realmente cambiar algo con unas cuantas cajas de alimentos?
Cuando el tren volvió a ponerse en movimiento tomó sus útiles de afeitar y se escurrió entre los pasajeros que contemplaban los alrededores devastados de Uzinsk. La cara que lo recibió en el pequeño espejo del baño estaba demacrada e hinchada, no era el rostro de un héroe. Apoyó un pie contra la puerta, extendió crema de afeitar sobre las mejillas y el mentón, y evaluó las opciones. A menos que tomara el próximo tren hacia el norte, Julie se pondría furiosa con él, y con todo derecho. Tanto profesional como personalmente estaba sobrepasando los límites, presionándola entre la amistad y su carrera, violando todas las reglas de la embajada y la USCA. En lo que respecta a su situación personal, lo razonable habría sido quedarse en Moscú unas semanas, reforzar la debilitada amistad, ver cómo estaban las cosas en realidad con el apuesto McCauley.
Limpió el jabón de la hoja y empezó con el cuello, trabajando con cuidado en el camarote bamboleante y maloliente. En el aspecto profesional, lo razonable habría sido redactar un cable secreto a Washington presentando las razones por las que quería ir a Vostok, y luego esperar una audiencia con el embajador Haydock para presentar su caso, desapasionada, fría y diplomáticamente. Había por lo menos una posibilidad de que fuera la embajada laque estuviera demorando el programa, no el Departamento de Estado. "Información fresca", como decían en el lenguaje federal. Debió haber estudiado esas posibilidades, pasado algún tiempo con Julie, permitido que el gobierno de Estados Unidos hiciera su lenta jugada. Eso habría sido razonable.
Terminó de limpiarse el mentón, se salpicó la cara, se secó y contempló su nuevo yo en el espejo. Cabello castaño ralo, ojos castaños tristes, una cierta blandura insalubre de oficina que parecía rodear a un alma que se encogía. Había estado haciendo cosas razonables durante veintitrés años. Y he aquí adonde lo habían llevado.
De vuelta en el camarote bajó su pesada maleta y envolvió la cámara fotográfica en un pulóver y la metió entre su ropa interior. Luego se vistió para la batalla: una camisa blanca limpia, una corbata discreta, con diagonales negras y lilas; su mejor traje, lana negra y seda con una raya azul fina. Pasó un trapo a los zapatos y llenó el bolsillo derecho de la chaqueta con alfileres para la solapa y encendedores del cuerpo de Infantes de Marina, se miró en el pequeño cuadrado de espejo detrás de la puerta, se arregló el cuello, se sacó una pelusa de un ojo. Pasaron por un pequeño pueblo al lado del río, y vio a una campesina que caminaba pesadamente por las calles de tierra llevando una botella de leche contra el pecho como si fuera un lingote de oro. La mujer le recordó la dulce nostalgia del abuelo Czesich, la ruina detras de las fachadas frías y orgullosas de la Rusia de Pushkin.
'Desde un país de sombrío exilio -susurró Czesich a través de la ventana- me llevaste a otro país."