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La mañana que llegaba el director norteamericano, Propenko salió del apartamento veinte minutos más temprano; le acompañaban su mujer, su hija, y su suegra, y un estómago lleno de té. No había podido tomar un desayuno adecuado; había dormido sólo cuatro horas. Una silueta que no podía ver oscurecía sus pensamientos.
En la esquina de la calle Makeyevka giró a la izquierda cometiendo una infracción, siguió y se detuvo delante de un local pequeño, con ventanas que nadie había lavado desde Khrushchev. El Lada se detuvo antes de que él apagara el motor. Dentro de la tienda, Vladimir Tolkachev estaba sentado ante una mesa cubierta con despertadores, relojes de bolsillo y herramientas liliputienses aceitadas. Tolkachev levantó la vista cuando oyó
la puerta, sonrió y siguió girando un destornillador del tamaño de un dedo sobre la caja de un reloj de hombre.
– Pequeño Sergei -dijo, con los ojos puestos en su tarea-. Cuantos inviernos, cuantos años.
Propenko lanzó una risa nerviosa -se trataba de días, no años-, y se sentó en un banco para ver cómo el maestro terminaba su trabajo.
Tolkachev era físico de profesión y, según el padre de Propenko había dicho a menudo, excepcionalmente bueno. Pero, como un puñado de otros científicos brillantes de principios de la década de! sesenta, había decidido que su país lo necesitaba tanto que le permitiría decir lo que pensaba en foros científicos a los que asistían extranjeros, en revistas profesionales, en aulas y laboratorios. Peor aún, había cometido el error de dar por sentado que su genio le permitía tomarse una libertad literaria, y en una conferencia había repartido unas hojas escritas a máquina con su anteproyecto de cooperación científica y de paz mundial. Unos años atrás, bajo Stalin. semejante precocidad hubiera sido fatal. Pero a principios de la década del sesenta, le había valido a Tolkachev sólo un año y medio en los campos-donde aprendió a guardar sus ideas pacifistas para sus adentros- y un leve cambio en su carrera que lo había condenado a este frío negocio durante la última mitad de su vida.
Propenko lo veía los fines de semana en la dacha que Tolkachev había conseguido antes de caer en desgracia y que retuvo gracias a la ayuda política del Gran Sergei, pero no dejaba de pasar por el taller de reparación de relojes tres o cuatro veces al mes también. El negocio ofrecía un aire de desafío que le recordaba a Propenko lo que él no era.
– Camarada Director -dijo Tolkachev cuando hubo ajustado el último tornillo y dejado el reloj con todo cuidado sobre el banco de trabajo cubierto con un retal-. Esta mañana tienes una expresión preocupada. ¿Cuál es la última noticia?
– El norteamericano llega a mediodía.
Para indicar que el tema le interesaba, Tolkachev gruñó y se enjuagó las dos manos largas y delgadas.
– ¿Té?
Propenko no lo aceptó.
– Ahora esos hijos de puta van a caer sobre ti como buitres -dijo Tolkachev ocupándose de la tetera y la taza. Había armado una especie de defensa de metal alrededor del calientaplatos, de modo que el agua hervía en la mitad del tiempo usual-. ¿Ya se han lanzado en su vergonzosa súplica?
– ¿Quiénes?
– Los idiotas con los que trabajas y sus jefes idiotas.
– Todavía no.
Tolkachev se quitó los gruesos lentes y se dedicó a limpiarlos meticulosamente con la falda limpia de su camisa.
– No te sorprendas si recibes una llamada del mismísimo Jefe Idiota. -Mikhail Lvovich. segundo Secretario en la época de los problemas de Tolkachev, había formado parte de un grupo numeroso de jefes del partido que se apresuraron a denunciar al joven científico. Tolkachev, por cierto, no lo olvidó jamás.
– Ahora se está ensuciando los pantalones, el hijo de puta, con un norteamericano que llega a esta ciudad y los mineros en huelga. Ve como la locomotora se le viene encima por un túnel oscuro. -Tolkachev se volvió a poner las gafas y dejó oír un ruido suave como chuu chuu.
– Sin embargo anoche pasé frente a la Sede del Partido -confesó Propenko-, y no había casi manifestantes.
Tolkachev bebió su té.
– Porque los huelguistas convocaron a un mitin público en la mina Nevsky, pequeño Sergei. Dicen que hubo dos o tres mil personas.
Propenko tragó saliva.
– Esto es el final de Lvovich, la locomotora que lo aplastará.
– Es lo que dice Lydia.
– Lydochka sabe más de lo que tú crees.
Propenko estaba seguro. Estaba empezando a ver claramente que la Lydia que conocía en casa (con su poesía rusa, sus pósters de rock & roll y sus amigos cuya idea de una revolución era comprar un par de jeans occidentales y fumar un cigarrillo búlgaro de vez en cuando) era sólo una pequeña parte de la persona real, cuya vida él ya no alcanzaba a abarcar con su imaginación. Estaba seguro de que ella sabía lo de la mina de Nevsky y no le había parecido prudente decírselo.
Tolkachev lo estaba estudiando como si necesitara una reparación.
– Me alivió ver que eran pocos -continuó Propenko llevando su confesión más allá del punto de consuelo. No había ninguna otra persona en la ciudad a la que le habría confesado esto, ni a Leonid o Vzyatin, ni siquiera a Raisa o Lydia o Marya Petrovna. Algo en el modo de ser de Tolkachev daba la impresión de que había contemplado o imaginado todas las traicioneras posibilidades del corazón humano, todos los compromisos que el miedo puede inspirar.
El relojero se encogió de hombros.
– Eso es normal, Seryozha. Es con lo que cuenta ese infame. Nadie quiere más caos que el que ya tenemos. Ese hijo de puta lo sabe. Lo ve ¿comprendes?
Propenko asintió y desvió la mirada, absuelto a medias.
– Pero esta vez calculó mal. No se puede hacer matar a la gente de un tiro en la nuca sin motivo alguno. No ahora. Hace veinte años se podía hacer, hasta hace diez años también. Ahora no.
– No puedo imaginarlo dando a alguien la orden de mandar al cuidador de una iglesia.
– No necesitó hacerlo, Sergei. Todo lo que tenía que hacer era crear las condiciones. ¿Comprendes? Stalin no mató a toda esa gente. En la mayoría de los casos ni siquiera dio la orden. Creó las condiciones. -Tolkachev se colocó las gafas de nuevo sobre el puente de la nariz y, como solía hacer, asumió el tono de un místico que le traduce a las masas.- Ciertas reacciones físicas tienen lugar a ciertas temperaturas y presiones. El universo está limitado por leyes. Las leyes son rígidas. Si uno tiene A y B, debe, dentro de cierta probabilidad, siempre tener C. Y lo mismo ocurre con los seres humanos. -Unió los dedos de las manos en un punto y los presionó uno contra otro por encima de su taza de té.- A cierta temperatura, a cierta presión, cierto resultado. Esto es lo que los creyentes a veces toman erróneamente como la voluntad de Dios. No es la voluntad de Dios, es simplemente el proceder del universo. Dios no tiene nada que ver con eso.
Era imposible saber si Tolkachev hablaba en serio o representaba una triste pantomima a sus expensas. El hombre había sido adiestrado en el fino arte de disimular su opinión. A veces hacía de viejo idiota, otras de profesor. A veces parecía creer en Dios, otras ridiculizar a los creyentes. Tenía un salario modesto -aumentado por gratificaciones por favores especiales- y un apartamento de una habitación lleno de textos de física y novelas francesas. Los fines de semana iba en el tren suburbano a su dacha y hacía vino de arándano, y preparaba verduras en conserva e iba de casa en casa contando historias de su vida en los campos. No había auto con chófer, ni viajes a Suecia para congresos profesionales, ninguno de los privilegios de los que gozaban otros hombres de ciencia de su calibre, pero Tolkachev no parecía echarlos de menos. Aun castigado y desperdiciado, con su genio enjaulado en esa pequeña tienda, había encontrado un tipo de paz. Propenko no podía menos
que compararlo con su propio padre, admirado en su profesión, cauteloso, cómodo económicamente… y desgraciado hasta el día que murió.
– Has ascendido a una nueva altura ahora, pequeño Sergei. Ahí hay una temperatura diferente, una presión diferente. Las cosas ocurrirán a una velocidad diferente.
– Una clase de peso diferente -dijo Propenko.
En el local resonó una cacofonía de timbres, zumbidos y campanadas cuando todos los relojes que funcionaban anunciaron la hora. A Propenko se le hacía tarde para ir al trabajo. Se puso de pie y le robó un sorbo de té de la taza del viejo.
– Vine en busca de consejo -dijo en parte para halagar al amigo de su padre, y también porque era cierto.
Tolkachev puso una expresión seria y pensó un momento, mientras la habitación seguía zumbando a su alrededor.
– Cuando te abrumen, Seryozha -le aconsejó- sé el boxeador.
Propenko prometió intentarlo. Abandonó el lugar más nervioso que cuando había llegado.
En el edificio del Consejo trató de serenarse con la rutina. Lyuba Mikhailovna entró para contarle lo que había ocurrido en la oficina la tarde anterior, pero sus palabras parecían llegarle a través de un sueño. Ella dijo "El camión faltante sigue faltando, Sergei Sergeievich", y él respondió "Pónganse en contacto con la GAI y hagan controlar todos los caminos desde Brest", pero sus voces eran susurros entre el tictac y la campanilla de sus pensamientos.
Cuando Lyuba volvió a su escritorio, Propenko hizo una lista de las cosas que había que hacer antes de salir para la estación. Tenía que llamar a Vzyatin y asegurarse una brigada de policía extra para el lunes por la mañana, cuando la distribución de alimentos debía comenzar. Había que confrontar listas de carga, terminar de llenar formularios de aduana. Bessarovich había llamado para dejar un mensaje sugiriendo que concediera entrevistas a los medios de noticias locales. Tenía que ponerse en contacto con el director del Hotel Intourist, Slava Bobin, y averiguar si no había algún problema de último minuto. Pero en cuanto tomó el teléfono para hacer la primera llamada, escuchó un ruido en la puerta, y en el umbral aparecieron dos extraños. Era una pareja rara, uno de los hombres había superado la edad para jubilarse y tenía una buena cantidad de condecoraciones de guerra cosidas en su usada chaqueta deportiva, y cabello blanco desordenado; el otro alto, con una incipiente calvicie, más joven pero igualmente mal vestido y con gafas tan gruesas que sus ojos parecían tan grandes como la esfera de uno de los relojes de Tolkachev. El mayor hizo una leve inclinación de cabeza y dijo:
– ¿Camarada Director? -Le faltaban todos los dientes, un sobreviviente andrajoso de la generación que había salvado al país de la extinción. Por un sentido innato de agradecimiento, Propenko los hizo entrar.
Los dos hombres se sentaron firmes, con el sombrero sobre las rodillas. Además del sombrero, el más joven, de calvicie incipiente, llevaba una bolsa de papel, y Propenko dio por sentado, al principio, que habían ido para sobornar a Ryshevsky para conseguir trabajo en el depósito de la aduana y habían caído en la oficina equivocada.
Pero el mayor repitió su saludo formal.
– ¿Camarada Director? -y parecía esperar permiso para hablar.
Propenko asintió.
– Ayer estábamos en el pabellón donde están almacenando los contenedores de alimentos americanos. -Retorció su gorra con las dos manos, y Propenko vio que además de los dientes, le faltaba la mitad del dedo índice.- Querernos trabajar como serenos ahí. Tenemos experiencia.
El más joven y calvo movió la cabeza exageradamente para asentir.
– Me gustaría emplearlos -dijo Propenko cortésmente-, pero ya tenemos sereno allí. La milicia vigila los contenedores día y noche.
– La milicia es una mierda -dijo el calvo de pronto-. Mierda de los galpones del pueblo.
Propenko no pudo evitar echar una mirada al reloj que tenía delante. Eran las diez y cinco. Tenía que salir para la estación dentro de una hora, y la lista de cosas por hacer antes era tan larga como su antebrazo.
– Muéstrale -dijo el viejo-, y el calvo desplegó y abrió su maleta y sacó un candado de bronce. El cierre estaba abierto y se balanceaba colgado de la bisagra. Se inclinó hacia adelante, y lo puso derecho sobre los formularios de Propenko, y dijo: -Amerikanski.
– Estuvimos ahí anoche -repitió el viejo-. Uno de los candados del contenedor ya había desaparecido, y encontramos este colgado abierto, exactamente como está ahora. Los muchachos prueban todas las combinaciones de números hasta que dan con la correcta.
– ¿Qué muchachos?
– Delincuentes juveniles. La mafia les paga.
– ¿Y la milicia? -Propenko preguntó, con un leve pánico.
El desdentado movió una mano.
– ¿La milicia qué? El teniente está durmiendo adentro. Cada dos horas se despierta y da una vuelta con su linterna y hace pis fuera. Los muchachos están sentados en la colina riéndose. Cuando el teniente vuelve a entrar bajan como perros salvajes y empiezan otra vez con sus números, 0-0-0-1, 0-0-0-2, 0-0-0-3.
Propenko dio vuelta el candado. La combinación mostraba que los delincuentes juveniles habían tenido el tiempo suficiente para hacer mil doscientas sesenta y tres combinaciones. Sonó el teléfono.
– ¿Listo para la invasión norteamericana? -gritó Vzyatin a través del estrépito eléctrico.
Propenko tenía el candado en una mano, el teléfono en la otra, y miraba a los dos hombres al otro lado del escritorio imaginando treinta y ocho contenedores norteamericanos con su pintura brillante y totalmente vacíos.
– Víctor -gritó en respuesta, intentando amplificar la voz- un problema serio. ¿Puedes pasar por aquí antes de que me vaya?
– ¡No! ¡Puedo reunirme contigo en la estación o después para almorzar!
– ¡En la estación! ¡Estaré con Anatoly!
Cuando Propenko cortó, el desdentado señalaba sus condecoraciones.
– A mi me hirieron en los alrededores de Varsovia-dijo, y la palabra salió de entre sus encías sin dientes como Ba-so-ba.
Propenko asintió.
– Necesitaríamos una cabina -dijo su socio-. Yo trabajaría de noche, y él de día. A veces coincidiríamos en parte, por hacernos compañía.
Propenko no escuchaba.
– ¿Rompieron los sellos de la aduana?
– No. -El calvo hizo un gesto con la mano.- Quieren los candados, no la comida.
– Pero otras personas quieren la comida -dijo el más viejo-. Es sólo cuestión de tiempo. Los sellos de la aduana ya no significan nada.
El teléfono sonó de nuevo.
– Buen día, Sergei Sergeievich -tronó una voz en su oído, y pasó un segundo antes de que Propenko pudiera ponerle cara a esa voz.
– Mikhail Lvovich -haciendo lo que pudo para parecer respetuoso. Al oír ese nombre, las dos caras que tenía enfrente empezaron a hacer muecas. El más joven, que ahora Propenko consideraba como falto de cordura, simuló vomitar en el piso.
– Felicitaciones, amigo mío -decía el Primer Secretario-. Anoche cené en el Intourist, y Bobin me dio la noticia. Mis más calurosas felicitaciones.
– Gracias, Mihail Lvovich. El norteamericano llega hoy. Esperamos…
– Escucha. -El Primer Secretario lo interrumpió.- Nina y yo queremos que vengas a cenar a casa. Tú, Raisa Maximovna y nosotros. Nada más que nosotros cuatro.
Propenko vio pasar a Volkov por el vestíbulo. Su jefe desapareció de la vista, volvió, le hizo un gesto de que lo viera después en su oficina, y siguió.
– La noche que te convenga Mikhail Lvovich -dijo por teléfono Propenko, y se arrepintió enseguida-. ¿Qué estaba diciendo? Raisa se pondría furiosa.
– ¿Cuándo empieza realmente la distribución de alimentos?
– El lunes.
– El domingo, entonces. El domingo por la noche. -El Primer Secretario dejó escapar un sonido como si la cena con los Propenko fuera toda una ocasión que él y su esposa hubieran estado esperando todo el verano.- Antes de que estés demasiado ocupado. -Hubo una pausa breve, como si a Lvovich lo hubiese distraído algo en su oficina, y luego otro estallido de sinceridad sobre la línea crepitante.- No podían haber hecho mejor elección para esa función. ¿Cuándo esperas al embajador norteamericano?
– No hay ningún dato oficial…
– Extraoficial.
Propenko esperó sólo un segundo. Estaba aprendiendo muy rápido.
– Extraoficialmente -eligió la fecha de su aniversario de casamiento-, el primero de setiembre. Pero es un secreto de Estado.
– Conmigo está a salvo -dijo Mikhail Lvovich a través de lo que ya se había convertido en un estruendo cómico-. ¡El domingo por la noche, a las ocho en punto! -gritó y cortó abruptamente.
– El criminal número uno del oblast -dijo el calvo enfurecido.
Su socio lo hizo callar.
– Necesitamos una cabina y nos ocuparemos del resto.
Propenko necesitó un momento para reponerse. Las cosas ocurrían demasiado rápido… como en Estados Unidos.
– ¿Ya han hecho antes algo parecido?
Asintieron a dúo.
– Estamos en el aparcamiento al lado del mercado central. Donde depositan las piñas. El propio Mikhail Lvovich solía aparcar allí cuando iba a visitar a su amiga en la calle Matroskaya.
– Una noche oriné sobre su neumático -intercaló el calvo.
El mayor pareció consternado.
– Está loco -explicó Propenko-, pero nada lo asusta. Fue él quien vio el candado colgando. Echó a los chicos. Ahora es probable que ya falten dos o tres de los otros candados.
Propenko ya había tomado una decisión, pero se echó atrás en la silla y sopesó las consecuencias. Leonid se iba a preocupar. A Vzyatin le daría un ataque. Y sin duda alguna estos dos pasarían la mitad del tiempo detrás de los norteamericanos pidiendo comida, regalos, dólares, whisky. Complicaba las cosas, pero no era conveniente que les robaran los contenedores debajo de sus narices, pieza a pieza.
– Empiecen mañana-dijo, y sus dos visitantes se enderezaron en sus sillas como soldados-. Hablaré con el jefe Vzyatin sobre esto, pero ustedes me informan a mí. Por la tarde me vienen a ver y me entregan su informe.
Anotó sus nombres. Matvey Bondolenko era el loco, Ivan Shyshkin el viejo veterano desdentado, y les dijo que vieran a Lyuba Mikhailovna al salir. Se quedó con el candado.
Justo cuando estaban saliendo por la puerta, Matvey se dio la vuelta y anunció:
– Soy el Rey del Jazz, sabe. Esto sólo lo hago incidentalmente. Propenko arqueó las cejas. Shyshkin agarró a su amigo y lo empujó hacia la salida.
Volkov, borracho y lastimero, con las maletas preparadas para Bucarest, P;isó diez minutos simulando que le daba consejos a Propenko sobre cómo trabajar con los occidentales.
– Son hábiles, Sergei. Van a hacerte sentir como un tonto a cada rato.
– Luego llegó el tema importante:- Servozha, mi esposa vendrá a verte mientras yo esté afuera. Se quedará sola durante dos meses, sabes, y pensaba que podrías guardar algo para ella. Una caja o dos, nada más.
Propenko prometió hacer todo lo posible.
– ¿Te llamó Mikhail Lvovich?
– Hace quince minutos.
Volkov sonrió.
– Ahora vas a tener nuevos amigos.
– Y nuevos enemigos -dijo Propenko.
– Volkov siguió sonriendo.
Pese a sus tareas, el resto de la mañana pasó despacio. Propenko miró su reloj tantas veces que finalmente lo puso boca abajo sobre el escritorio para no verlo. A las once menos cinco bajó al baño de hombres, se lavó y secó la cara dos veces; se peinó y caminó repetidamente frente a los urinarios repitiendo las frases que Lydia le había enseñado durante el desayuno. "Khe-low -dijo tratando de torcer los labios como ella le había mostrado-. Velkum do Voxtok. Velkimm. Vellkum. Mai naim ees. Mai naim. Mai… Vell-kimm. "
Un idioma imposible.
Volvió a su oficina, revisó por última vez su lista, se puso la chaqueta y caminó por el vestíbulo. Lyuba sonrió y le deseó suerte.
– Vell-kimm do Vostok -le dijo él. Ella pareció impresionada.
Petya Dolgovoy, otra aliada en las guerras de oficina, le dirigió una gran sonrisa y le dio un apretón de manos, y luego Propenko se encontró afuera, entrando en el Volga color durazno del Consejo, al lado de Anatoly, traqueteando por el Prospekt de la Revolución para conocer a su primer norteamericano.
– ¿Nervioso, Sergei?
Propenko sacudió la cabeza, y luego dijo:
– Sí.
Anatoly sonrió, y la gran mancha de nacimiento rosa y violácea se deslizó hacia arriba por el pómulo.
– Debería sentarse atrás, sabe. Ahora es un director.
– Volkov es de los que se sientan atrás Volkov y Mikhail Lvovich. Yo me voy a quedar adelante, con usted.
– Pero el norteamericano se sentará atrás ¿no?
El norteamericano tendrá puesto un sombrero de cowboy y llevará una pistola, y estará fumando un gran cigarro -dijo Propenko. Recordaba todas las caricaturas de la guerra fría. Veia a un Tío Sam ávido de sangre montado sobre un misil de dibujo animado, rumbo a Moscú. Veía al presidente norteamericano, Dzhonson pisando fuerte, con su inmenso pie desnudo, sobre bebés vietnamitas.
– Y ahora nos dan comida -dijo Anatoly como si casi no pudiera creerlo.
– Envenenada, sin duda.
– Sin duda.
Anatoly tomó el camino del río. La ciudad gris se asentaba en una elevación a la izquierda de ellos. A la derecha y abajo, más allá del arco llano del Don, se extendía el río poco profundo, el valle con sus fábricas y minas. Pronto aparecieron las cúpulas de la Iglesia de la Sangre Sagrada, de un dorado brillante contra un cielo arremolinado que parecía venirse abajo. Propenko miró hacia el otro lado.
– Puchko está en la televisión esta noche -dijo Anatoly. Echó una mirada para captar la reacción de Propenko.
– Hablando de veneno.
Anatoly asintió. Había perdido un padre no lejos de Varsovia, y un hijo no lejos de Kabul, no se sentía obligado a acomodar sus creencias al estilo conservador del Consejo. Últimamente, había tomado la costumbre de llevar un crucifijo de bronce colgado del cuello y hablaba de Lituania como si fuera un país aparte.
Dos gotitas de lluvia salpicaron el parabrisas.
– Va a hablar de los mineros -continuó Anatoly-. Va a decir que la huelga forma parte de la conspiración de la OTAN.
– Y eso hará feliz a Mikhail Lvovich.
Anatoly gruñó y detuvo suavemente el Volga al llegar al semáforo. A pesar de sus bromas a Propenko le pareció que el conductor del Consejo estaba más bien sombrío. Usualmente se podía contar con que Anatoly relatara una o dos anécdotas escabrosas en momentos de tensión, pero hoy parecía hacer los gestos necesarios para simular un buen estado de ánimo. Como Leonid, pensó Propenko. Como yo.
– Puchko es impaciente -dijo Anatoly-. En sueños oye latir el corazón de Gorbachov. En sus sueños está en la dacha presidencial en Crimea.
– Gorbachov está terminado -se oyó decir Propenko. Las palabras parecieron haber surgido de alguna fuente subterránea, un arroyo de agua limpia burbujeando entre la piedra, un chorro de opinión desprotegida. Miró la cara de Anatoly de soslayo. Anatoly lo sabía. Todos lo sabían. Y nadie tenía la menor idea de qué vendría luego-. Me sorprende que nadie le haya pegado un tiro en la nuca.
Siguieron un trecho en silencio. Propenko observó un avión que asomaba entre las nubes y se deslizaba hacia el aeropuerto.
– Recuerdo el día que mataron a Kennedy -dijo Anatoly-. Fue en noviembre, después de un aniversario. -Ahora habían dejado el camino del río y se incorporaron de nuevo al tránsito de la ciudad. Propenko divisaba la calzada congestionada del puente. Su estómago era un mar tormentoso, té y aprensión.
– El veintidós -dijo-. El cumpleaños de Marya Petrovna.
– Yo tenía veintinueve años -dijo Anatoly-. El último año de soltería. Estaba con esta Natasha en el apartamento de un amigo que había llevado a su familia a Pyatigorsk. Afuera helaba, pero ella abrió la ventana que daba al patio. La radio sonaba al lado de la cama y la habitación estaba a oscuras. Se podía ver adentro de los apartamentos de enfrente -mujeres lavando platos, alguien sentado a la mesa leyendo un periódico, otro afeitándose-, eran las diez de la noche. Lo recuerdo como si fuese ayer. "Felicidad doméstica", dijo Natasha. Era una mujer muy sarcástica, Sergei. Salvaje y sarcástica. Yo intentaba conducirla a la cama, mientras le desabrochaba el vestido, pero me rechazó y se acercó a la ventana. Frente a la ventana, metió la mano por debajo de su vestido, se sacó la ropa interior y la tiró al patio, pienso que como una protesta contra la vida doméstica. Desde seis pisos de altura. Corrí a la ventana, y vi como su ropa interior caía a tierra. Le digo que nada me ha afectado jamás como eso. Esa noche fui como un semental. Estábamos revolcándonos en la cama cuando por radio dijeron que habían matado a Kennedy. Lo recordaré mientras viva.
Ahora habían cruzado el río, y Propenko vio la casa de cemento verde de la estación, y una muchedumbre que cruzaba las vías con bolsas de compras. Anatoly llevó el Volga del Consejo justo enfrente y paró el motor.
Voy a encontrarme con un norteamericano por primera vez en mi vida -le dijo Propenko-, y tengo un bulto en mis pantalones.
– En Estados Unidos -dijo el chófer-, eso es una señal de respeto.
Llegaron con un adelanto de quince minutos. Durante un rato pasearon de abajo arriba por el andén, vigilando el cielo tormentoso y mirando los trenes suburbanos que llegaban y desembarcaban sus cargas de gentes del campo. Cuando Vzyatin se acercó a grandes pasos entre la multitud con su uniforme gris bien planchado, Anatoly se fue a sentar con el chófer del Jefe. Propenko y Vzyatin caminaron hasta el otro extremo del asfalto, donde Propenko sacó el candado de su bolsillo y se lo entregó.
– De uno de los contenedores norteamericanos.
– Que me parta un rayo -dijo Vzyatin.
Propenko le habló sobre los otros candados que faltaban y sobre el Rey del Jazz y su socio desdentado, y vio cómo las cejas pobladas como orugas se le juntaban.
– Está bien -dijo el Jefe. Miró hacia el norte a lo largo de las vías-. Una vergüenza. Después de esto iré directamente allá y le daré una patada en el trasero al teniente Erfimov. Nunca volverá…
– Necesitaremos una cabina.
Vzyatin encendió un cigarrillo y tiró la cerilla a la vía.
– Hay una enfrente, en el estadio. Haré que Erfimov la traiga sobre sus espaldas. -Fumó enojado durante un minuto.
– Esos dos, Shyshkin y Bondolenko, no están tan locos como aparentan. El nieto de Shyshkin tuvo problemas hace unos años; le gusta provocar incendios. Una noche lo llevé detrás del Departamento Central y apoyé mi cigarrillo sobre su brazo. Se acabaron los incendios. Shyshkin me regaló una botella.
Un tren de carga pasó, desparramando pedacitos de carbón. Vzyatin sacó una hilacha de la solapa de Propenko.
– Tenemos huellas de pisadas en el cementerio de la iglesia -dijo por encima del ruido del tren-. Tamaño cuarenta y dos. Lástima que en Vostok haya sólo cien mil personas con ese tamaño de zapato.
– ¿Nada más?
– Tuvimos que enviar la bala a Moscú. ¿Quién puede saber qué le pasará en Moscú?… Aparte de eso, todavía estamos a la caza de pistas. Todos los que viven a menos de tres calles de la iglesia piensan que esa noche vieron algo sospechoso. Treinta testigos, treinta descripciones diferentes. La imaginación rusa.
Propenko sintió que Vzyatin lo estaba estudiando, escrutando dentro de su mente. Al cabo de unos segundos el Jefe dijo, con una vez perfectamente tranquila:
– No te preocupes por Lydia.
– No puedo dejar de preocuparme. Está involucrada con la iglesia.
– ¿Por qué no entras y lo dices por el altavoz?
– Los Niños del Tercer Paso -continuó Propenko más tranquilo-. Va a las reuniones.
– Lo sabemos, Sergei. A esas reuniones va mucha gente. Por ejemplo, el sobrino de Mikhail Lvovich.
– Imposible.
Vzyatin dejó escapar una risa incómoda.
– En algún punto de la línea, amigo mío, dejaste de prestar atención. Los tiempos han cambiado. Tú piensas que el Tío Leonid todavía está sentado en el Kremlin. Piensas que el país todavía está rebosante de comunistas leales como tú.
– Nos invitó a Raisa y a mí a cenar.
– ¿Brezhnev?
Esa era la manera con que Vzyatin echaba un manto de humor sobre todo. Cuanto más lo preocupaba algo, más bromas hacía. Propenko no pudo ni siquiera sonreír.
– El Primer Secretario.
– Quiere averiguar si no hay Makdohnlds khemburgrs en esos contenedores rojos. El y Nina fueron a Moscú el año pasado para la inauguración oficial. No le menciones el tema o pasará horas contándote sobre las khemburgrs y el papel con que las envuelven, y el servicio, y lo limpios que están los baños. Y así sucesivamente.
– Quizá quiera hablar sobre Lydia.
Vyziatin se sacó el cigarrillo de la boca y escupió.
– Mierda, Sergei. Lo que quiere es saber qué puedes conseguirle de esos contenedores. Es el Primer Secretario. Si no tratara de extraerle hasta la última gota de sangre a la ciudad, no estaría cumpliendo con su deber. Basta con que consigas que el norteamericano le dé algunas botellas de bebida o un libro con ilustraciones dedicado, o algo, y te dejará en paz…
Propenko asintió. Según el reloj de la estación eran las doce y diez. No había señal alguna del Expreso Donbass, y se encontró deseando que el tren llegara sin ningún pasajero norteamericano, que se cancelara todo el programa gracias a alguna maniobra política de Moscú, y él pudiera volver a su vida anterior, que desde su posición estratégica, le parecía maravillosamente tranquila. De pronto, perdido en sus pensamientos, miró hacia el centro del andén y vio a Nikolai Malov solo, detrás de un grupo de reclutas del ejército con sus cabezas afeitadas y que reían fuerte y nerviosamente. Malov parecía no haberlo visto. Propenko sintió la sangre en sus manos y dedos, y un impulso urgente (algo salido directamente de sus sueños) que se unía a su cuerpo despierto como si fuera un espíritu. Se obligó a desviar la mirada a preguntarle a Vzvatin si efectivamente había habido una violación a la orilla del Malenkaya el viernes por la tarde.
– Algo como una violación -dijo Vzyatin-. ¿Porqué?
Oyeron un silbato fuerte. El tren verde de pasajeros, con la locomotora echando humo al cielo plomizo, tomó la curva y se acercaba a ellos.
– Malov piensa que yo soy el violador. El martes vino al apartamento por la tarde y le estuvo preguntando a Marya Petrovna por mí y por Lydia.
Ahora caminaban hombro con hombro, y el tren venía detrás de ellos. Malov los vio y saludó amistosamente, con la mano. Vzyatin no dijo nada. Tenía los ojos fijos adelante, entrecerrados, y los labios apretando lo que quedaba del cigarrillo.
El tren rechinó mientras se detenía poco a poco. Malov se dirigió hacia ellos, y con tono insinuante y alegre, gorjeó:
– ¿Qué es esto? ¿Asunto oficial de la milicia?
Propenko no pudo mirarlo. Si miraba a Malov ahora le daría un golpe, y si le daba un golpe, si dejaba que esa parte de él aflorara fuera de sí, no lo podría volver a contener jamás.
– Una inspiración -dijo Vzyatin con voz agradable, sin sonreír-. Vinimos para pescarte, Nikolai.
Las puertas del vagón se abrieron con un golpe. Propenko levantó la vista y vio a la cobradora, y tras ella a un hombre robusto, de cabello castaño que sonreía seguro entre la multitud, vestido con uno de los trajes más magníficos que jamás había esperado ver.