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Czesich bajó a la plataforma y lo recibió un equipo de seis hombres con expresión adusta, verdaderos soviéticos. Dos tenían traje oscuro, uno de ellos de un metro noventa y buen mozo sin ostentación, el otro casi unos treinta centímetros más bajo, de cuello grueso, ladeaba la cabeza para ocultar una oreja deformada. Uno llevaba un uniforme gris de la milicia con la gran estrella de general de división en cada charretera. Los otros tres, a juzgar por su vestimenta modesta, eran chóferes o asistentes de alguna clase. Tomaron las valijas y se fueron sin decir una palabra. El general de división y los dos hombres de traje se presentaron. Czesich les dio la mano y olvidó sus nombres enseguida.
Frente al edificio de la estación se desarrolló una discusión a un costado, sobre quien llevaría al norteamericano al hotel, pero se resolvió de inmediato. Czesich se sentó en el asiento de atrás de un Volga color durazno detrás del chófer con la mancha de nacimiento violácea y el más alto de los hombres de traje. El general de división con su auto azul y amarillo de la milicia encabezó la salida del aparcamiento, seguido por el hombre de cuello grueso en un Volga blanco brillante, con Czesich y sus dos taciturnos compañeros cerrando la marcha.
Tres funcionarios, pensaba, tres Volgas nuevos, tres chóferes, las señales de empobrecimiento estaban en todas partes.
Cruzaron el Don, ancho y lento allí, e inclinado de oeste a este, y se mezcla-fon directamente en el tránsito de la ciudad. La calzada estaba flanqueada por humildes casas de madera en lotes minúsculos, el tipo de vivienda que se ve en todas Partes en Rusia: de un piso, techo de metal o alquitranada, postigos tallados azules o verdes como protección para las ventanas del frente. Aquí y allá un cerco o un cobertizo pintados alegraban el vecindario, pero las casas en sí estaban pintadas de marrón o negro gastado por el tiempo, las aceras estaban llenas de barro, el cielo plomizo, como si estuviera a punto de vomitar un chubasco de hollín.
Más adelante había una falange de edificios de apartamentos destartalados color maíz, otra ubicuidad soviética. Czesich miró fijamente los balcones manchados con herrumbre y los frentes de las tiendas de planta baja con carteles genéricos deteriorados: Telas, Reparación de Relojes, Panadería. Algunas babushki pasaban por las aceras acarreando bolsas con las dos manos; a un lado a la izquierda alcanzó a ver dos pirámides negras de escoria (enteramente surrealistas) y otro recodo del río. Antes de partir había estado haciendo algunas investigaciones en Washington, y sabía que el ochenta por ciento de los edificios de Vostok habían sido destruidos durante la retirada alemana; que la ciudad había sido liberada en octubre de 1943, a costa de cincuenta y dos mil vidas soviéticas; que era conocida por sus depósitos masivos de carbón y fábricas metalúrgicas; estaba al tanto de su historia cosaca, sus fértiles suburbios y su activo puerto de río. Pero lo que buscaba ahora, lo que siempre buscaba cuando entraba en una ciudad por primera vez, era las huellas digitales del lugar, la percepción de lo que hacía que Vostok fuera Vostok. A primera vista la ciudad parecía singularmente gris, carente de rasgos y de belleza, pero comprendía que eso era sólo otra máscara. Enterrada debajo de esta fachada agria corrían ricas vetas ele amor y coraje, un alma rica, cimiento de la realidad soviética. Lo sentía en su sangre.
Bajó la ventanilla y olió sulfuro y gas.
Sus compañeros estaban sentados con la cara hacia adelante, callados como guardianes de cárcel, y en un instante de pánico Czesich se preguntó si sería porque el Consejo de Comercio e Industria de Vostok ya tenía su número. La naturaleza precaria y ridícula de su posición se le reveló en ese mismo momento. En cuanto el Consejo se enterara por la gente de Moscú que el programa estaba en suspenso, sólo una combinación imposible de suerte y de simulación fantástica podría salvarlo. Era un suicidio profesional, y él lo sabía.
Pero enseguida reparó en una sirena de policía que silbaba y una luz azul que destellaba más adelante. La caravana de automóviles parecía haber entrado ya en el corazón de la ciudad, y allí las cosas eran más viejas y menos horribles. Arboles delgados daban vida a los bordillos y los edificios eran pequeños; estrechas casas de ciudad pintadas en colores pastel, algunas con barandillas de hierro forjado en los balcones y altas ventanas al estilo francés. El hombre apuesto que ocupaba el asiento del pasajero señaló cohibido la luz destellante de la policía y se dio la vuelta.
– En su honor.
– Muy gentil de su parte -dijo Czesich. Si iba a tener alguna posibilidad de sacar esto adelante, era importante actuar como modelo de tacto y autoridad en estos minutos iniciales. Vio que el chófer lo miraba por el retrovisor exactamente como la gente de Boston Este miraría a un huésped rico, a la espera de señales de esnobismo, protegiéndose tras una semblanza dura. La luz y la sirena era una bienvenida indirecta, todo lo que sus anfitriones se atrevían a arriesgar por el momento. y Czesich lo comprendía. Había crecido con eso, y todavía lo prefería a la cordialidad más fácil del mundo refinado. Le hizo una señal con la cabeza al chófer y le pareció ver una sonrisa.
A las pocas manzanas el hombre alto (que ahora Czesich suponía que era una especie de guardia de pocas palabras) repitió su gesto torpe, esta vez hacia el lado del chófer.
– Sus contenedores.
Estaban en una fila roja delante de la estructura de dos pisos y techo plano. A Czesich le agradó verlos, pero había contado sólo doce cuando el auto giró noventa grados a la derecha y entró en el camino al Hotel Intourist, un edificio de ocho pisos en forma de L, sencillo como una bolsa de papel. Otro hombre rechoncho, de traje, estaba ahí para recibirlo, de pie en los escalones del patio con las manos cruzadas adelante y con aspecto de estar nervioso.
Por un instante Czesich se preguntó si no le darían una escolta hasta la misma puerta de su habitación. No tuvo que tocar sus maletas. El hombre de la escalera resultó ser el director del hotel; Czesich retuvo el nombre esta vez: Slava Bobin. Bobin tomó el pasaporte de Czesich, se lo pasó a un socio, y dijo que se ocuparían del registro en el hotel, uno de los círculos exteriores del infierno en la Unión Soviética. Antes de que hubiesen puesto siquiera un pie en el edificio, Bobin había tomado a Czesich por el codo, y no lo soltó hasta que hubieron pasado el deprimente vestíbulo sin alfombra, trepado una amplia curva de escalones, recorrido un pasillo pegados el uno al otro, y abierto la puerta de entrada a lo que Bobin lo aseguró (dos veces) era la mejor suite del Intourist. Bobin olía levemente a salame, y de puerta a puerta no dejó de hablar… "Debe estar cansado del viaje -dijo.
Hemos estado esperando su llegada desde hace un mes. Estamos orgullosos de que hayan elegido a Vostok como una de las ciudades piloto. Tenemos muy buenos obreros acá, ya verá, no peores, verá, que los obreros norteamericanos. Si tiene algún problema con el hotel, cualquier cosa que necesite, póngase en contacto conmigo inmediatamente…" Y así sin parar, todo dicho en tono de conspiración, con la boca de Bobin sólo a pocos centímetros de la oreja de Czesich. El hombre de cuello grueso, el guardia y el general de la milicia habían quedado atrás, sin haber recibido ningún agradecimiento.
Bobin le entregó la llave a Czesich.
– He dado instrucciones a nuestro chef para que le mande una selección de aperitivos y algo para beber -dijo.
– No era necesario.
– Y me sentiría honrado si aceptara ser mi huésped en la cena. La mesa está preparada. Todo está preparado.
Czesich le dio las gracias, expresó su satisfacción con la habitación y le pidió a Bobin que lo comunicara telefónicamente con la embajada en Moscú en cuanto tuviera línea.
– Por supuesto. -Bobin anotó el número, hizo una rápida reverencia y salió de espaldas.
La dos cero ocho era una suite de dos habitaciones pequeñas, nada parecido a las que ocupaba en Moscú pero, después del viaje desde la estación, mejor de lo que Czesich había esperado. Las ventanas del cuarto de estar ofrecían la vista de un cubo de basura herrumbrado y de la parte posterior de las graderías de un estadio.
Había un armario con platos y copas, una nevera, un baño limpio con una gran bañera de porcelana y un espejo enmarcado en un plástico anaranjado chillón. Estaba probando el agua caliente cuando un portero entró trayéndole las maletas. Le dio cigarrillos como propina y el portero se quedó en el centro de la habitación, sudando y examinó el paquete suavemente como si fuera una pieza de museo. Antes de salir por la puerta le hizo el saludo militar.
A lo largo de sus veinte años de registrarse en hoteles extranjeros, Czesich había establecido un régimen para sus primeras horas en un lugar nuevo -deshacer la maleta, bañarse, salir y ver la ciudad-, y trató de apoyarse en esta rutina una vez más para calmar una ansiedad insidiosa y en aumento, pero la estrategia le falló Apenas había echado la primera maleta sobre la cama cuando la conciencia de algo se introdujo en la habitación a través de aberturas ocultas. Deshacer el equipaje se convirtió en un acto de fe, ¿pero fe en qué? ¿En el buen humor de la Agencia de Comunicaciones de Estados Unidos y el Consejo del Comercio y la Industria? En la amistad de Julie? ¿En el impulso de borracho que lo llevó a esta habitación poco elegante de esta ciudad sucia?
No importaba, decidió. Ahora volaba, más allá de la lógica, escuchando un susurro. Guardó la ropa interior en los cajones pegajosos, y preparó un discurso desafiante.
Pero el teléfono se rehusaba a sonar. Cuando Czesich estaba abriendo la segunda maleta, oyó un ruido en el cuarto de estar y encontró a una empleada de la cocina que extraía platos de comida de una bandeja y los disponía en su mesa de comedor. Filetes de esturión ahumado, rebanadas de salame grasoso, una jarra de vodka, medio pan negro. Cuando trató de hacerle un regalo a la mujer, ella apretó la bandeja contra su pecho y salió de la habitación incorruptible.
Caminó, incapaz de tocar la comida, e incapaz de aferrarse a su justo desafío. A través de la alfombra oriental ajada, a la luz amarillenta y el nauseabundo olor a goma, insecticida y humo de cigarrillo viejo, Vostok se le estaba dando a conocer, y la sentía no solamente pobre, sino abandonada, apartada de las bondades más simples de la civilización de un modo que le recordaba la Rumania de Ceausescu y las partes más pobres de Polonia. El hecho de que estuviera llevando más de media hora conseguir línea a Moscú le pareció apropiado: Moscú, conectado con el mundo como estaba, existía en otra dimensión.
La tradición de deshacer el equipaje se había roto. Caminó por la sala de estar y hurgó en el escritorio, asustando a una gruesa cucaracha. Encendió y apagó la televisión. Probó otra vez el agua en el baño, comprobó si había tono en el teléfono, estudió los cajones desordenados del escritorio, el empapelado nuevo y el cuadro del mausoleo de Lenin que colgaba sobre su cama. Intentó de nuevo obligarse a ordenar sus pertenencias, pero le invadió una oleada de pesimismo, y se sentó en el sofá y se puso a reflexionar. Por primera vez en innumerables años había ido en contra de la corriente, y ahora se le echaba encima y sentía frío.
Se sentó en la bañera y se dio un baño caliente para reconfortarse, pero el consuelo lo eludía, encontraba risible su fantasía de Vermont Julie iba a odiarlo. Filson seguramente lo haría echar Iba a terminar viviendo de su pensión sin saber qué hacer en su apartamento de Washington, y hundiéndose en una vejez solitaria
El teléfono sonó en la otra habitación. Lo alcanzó a la cuarta llamada y le pidió al infante de marina que lo comunicara con Stirvin, la funcionaría de Asuntos oficiales. Pasó un minuto entero, mientras Czesich envuelto en una toalla goteaba sobre la alfombra y el diván, antes de que oyera la voz de Julie.
– Permite que te recuerde que esta llamada está siendo grabada por las dos partes -fue lo primero que salió de su boca, un pequeño chiste, otra defensa
Julie rió.
– Entonces hablemos en español -sugirió ella.
– No puedo. Lo he olvidado.
– Estamos citados para la cena -le dijo ella-. En cualquier momento después de las ocho.
Czesich cerró los ojos. Pasó un segundo o dos antes de que pudiera pronunciar las palabras:
– No puedo llegar, Julie.
Ella rió de nuevo, y él sintió que un cuchillo lo cortaba.
– Es cierto. No puedo ir a cenar. Lo siento.
– ¿Pero por qué? -dijo ella. Su tono le sonó entre juguetón y lastimero.
El dejó que la línea graznara por un instante.
– Estoy en Vostok. Habitación 208 en el Intourist.
– No hablas en serio.
Estaba tratando de serlo, pensó él. Abrió la boca para decir su verdad finalmente, pero lo que salió fue propaganda.
– Hasta ahora han sido maravillosos, encantados de verme. Los contenedores llegaron todos bien, en buen estado. Todo está bien. Los locales se muestran muy cooperativos
Siguió barboteando palabras, y ella se lo permitió. Tuvo la impresión de que sus palabras estaban alimentando una explosión en el extremo silencioso de la línea, pero si por lo menos podía seguir hablando un tiempo suficiente, a Julie se le pasaría el enojo y dejaría que su entrenamiento profesional se impusiera. Insultada o no. furiosa o no, había cosas que uno no debía decir a un grabador de la KGB. Por lo menos él contaba con eso. La otra opción era que ella lo echara a los lobos, para aclarar bien a quien fuera que estuviese escuchando que un norteamericano, con pasaporte diplomático con una garantía de seguridad absoluta, estaba en Vostok en una misión creada por él mismo, contra los deseos de la embajada, sin compañía y ninguna probabilidad de tener compañía.
Estaría en todo su derecho de hacerlo, y era capaz de hacerlo, de modo que Czesich siguió hablando, barboteando palabras.
El viaje en tren es espectacular también, y la ciudad en realidad es mucho mas bonita de lo que esperaba. Me han dado dos habitaciones, no a la altura de las de Moscú, claro, pero sí muy cómodas. Estaba en el baño cuando me consiguieron la comunicación, agua caliente en cantidad. Jabón. Papel higiénico. El director del hotel me invitó a cenar con él esta noche. Me van a instalar un télex. Mañana podré mandarte el número.
Ella lo dejó hablar, y por fin se le acabó el tema y se sumergió en un silencio espinoso.
– La conexión no es demasiado buena -dijo para beneficio de los grabadores imaginarios, pero en realidad se oía bien. El silencio se hizo más profundo.
Por fin ella habló:
– ¿Cómo está el clima?
– ¿Lo dices de nuevo?
– ¿Cómo está el tiempo allá?
Aturdido, Czesich miró por la ventana, pero antes de que llegara a decir ella agregó:
– ¿Los aviones vuelan?
– En tierra -y ella emitió una risa mordaz-. Niebla espesa. Dicen que a veces permanece así varias semanas en agosto. -En realidad, el desconocido Alexei que lo visitó en el tren le había advertido sobre las legendarias nieblas de Vostok. Y realmente parecía, por lo que podía ver a través de las cortinas de gasa, que la espesa niebla ya se había instalado.
Sintió que la paciencia de Julie se desarmaba. Este no era el momento de aferrarse a la verdad literal.
– Toda la jerarquía local me recibió en la estación, Julie. El Primer Secretario estaba allí, el jefe de policía, gente del Consejo de la Industria, periodistas. Todos están ansiosos por empezar a repartir los alimentos… a los niños especialmente. Todos hablan de los niños. Hay una cierta sensación de desesperación, sabes, de que si no los ayudamos esta vez, volverán a las viejas…
– Chesi -interrumpió ella bruscamente- recibirás un télex. Sigue las instrucciones exactamente ¿entendido?
Pensó en recurrir al truco del teléfono descompuesto, pero ya había ido bastante lejos. Estaba a salvo por uno o dos días. A partir de ahí iría paso a paso.
– Perfecto -dijo. Esperó que ella cortara la comunicación, y cuando no lo hizo, no pudo menos que decir-: Es el momento de correr algún riesgo por esta gente, Julie. Deberías ver…
– Chesi -interrumpió ella, revelando su furia-. ¿Qué es esto, tu respuesta a lo que te dije en el taxi?
– No -contestó él-. Temía que pensaras eso. Es mi respuesta a veinte años de ser un títere.
– Algo adolescente ¿no te parece?
– En absoluto. Siento que lo tomes así. -La imaginó apretando los labios, tensando los músculos de la boca, respirando ruidosamente por la nariz. Trató de sacar a relucir su propia furia, enterrada desde tanto tiempo atrás, pero se disolvió.
– ¿Recuerdas nuestra pequeña escena en el puente de Leningrado? -dijo ella después de otra larga y ruidosa pausa.
– Sin duda.
– ¿Recuerdas lo último que te dije?
– Una de esas observaciones que uno no olvida jamás.
– Bien, supon que la estoy repitiendo ahora -le dijo y la línea quedó muerta.
Se deslizó hacia abajo en la bañera, de modo que la boca le quedó casi al ras de la superficie jabonosa, y dejó que un chorro de agua caliente corriera entre sus pies. Desde Yalta, habían ido en tren de vuelta a Moscú, la última ciudad en la gira de Fotografía USA. Entonces estaban bronceados y eran inseparables; cantaban toda la noche con trovadores georgianos en el camarote contiguo; y Estados Unidos, con sus disturbios, asesinatos y ansiosos amantes abandonados, no podía haberles parecido más lejano. El primer día de la exhibición fueron atendidos por una poetisa y su hija, Nadya y Marina Shokhen, que los invitaron a su apartamento que sólo contaba con agua fría, y los introdujeron en un círculo de artistas y disidentes activistas. Durante las seis semanas siguientes durmieron apenas. Trabajaban en la exhibición de nueve a seis, luego iban en metro a diversos vecindarios alejados de Moscú a lecturas de poesía, cenas con mucha bebida y conversaciones maratónicas con los equivalentes soviéticos a Abbie Hoffman y Lawrence Ferlinghetti. Recordaba el silencio de esas calles a las 4 de la mañana, la sensación de estar solo con Julie por fin, después de un día lleno de gente, el placer de ir a toda velocidad por el Prospekt Kalinin vacío, en el asiento posterior de un taxi, muslo contra muslo. Recordaba ir en un autocar privado al trabajo más allá de San Basilio, leyendo en Izvestia artículos sobre Richard Nixon, y no querer volver a casa nunca.
Cuando finalmente la exposición cerró, él y Julie y los otros guías trabajaron durante doce días seguidos para desmantelar el espectáculo y empaquetarlo en contenedores de carga para el viaje de vuelta. También empaquetaron la mayor parte de sus enseres personales, se despidieron de Nadie y Marina y de los amigos disidentes, y evitaron hablar del futuro. Unas semanas antes habían tenido una alegre conversación sobre cómo darles la noticia a Marie y a Oliver, pero día a día, esa alegría había ido desvaneciéndose. En su ultimísima visita a la Embajada Estadounidense antes de dejar Moscú, Czesich encontró una carta de Marie en el casillero de correo de Fotografía USA. La madre y el padre estaban planeando una fiesta de bienvenida a casa. Se suponía que sería una sorpresa, pero ella pensaba que él Preferiría saberlo. Se preguntaba si se había dejado el cabello largo como los otros muchachos del bachillerato. Lo extrañaba y lo amaba.
Había llevado la carta al río Moscú bajo una lluvia fría y torrencial. La hizo un bollo y la tiró por encima de la baranda. En él se había hecho una división; a un lado, Marie, con su fidelidad viejo mundo y amores y odios francos; y en la otra, Julie, educada, liberada, reservada en asuntos del corazón. Creyó, esa tarde, que las dos únicas mujeres con las que se había acostado hacían pareja con dos mitades muy diferentes suyas, y que tendría que elegir a una y olvidar por completo a la otra si no quería verse partido en dos partes que sangrarían mientras él viviera.
Antes de volver a Estados Unidos, él y Julie habían planeado pasar unos días juntos en Helsinki, comiendo carne y bebiendo jugo de naranja, para celebrar su liberación del mundo comunista. Camino al norte se detuvieron en Leningrado para pasar la noche Estaban a fines de octubre, pero el invierno había llegado temprano, y desembarcaron del tren de Moscú para encontrarse con la ciudad cubierta por un colchón de nieve, los canales centelleando y oscuros, los edificios a lo largo del Prospekt Nevsky remozados. En el monasterio inactivo trente al hotel caminaron por los senderos resbaladizos junto con babushki de piernas arqueadas y pañuelo en la cabeza, y Czesich escuchó las campanas de la iglesia y sintió que se hundía de nuevo en una vieja piedad católica.
Julie y él localizaron la tumba de Dostoievsky, y algo en ella y en los jardines del monasterio con nieve sobre las ramas oscuras de los arboles, asi como los gorilas de Brezhnev al acecho cerca de los escalones de la iglesia, los sumergió en un mar de culpa No era una culpa específica, nada conectado directamente con lo que él y Julie habían estado haciendo durante los últimos seis meses mientras Marie y Oliver escribían cartas de amor desde casa, pero algo más existencial y que lo abarcaba todo. La culpa original. Se preguntó si Julie también lo sentía, pero no pudo obligarse a preguntárselo.
Entonces casi mató a sus viejos demonios, casi se sacó de encima la sutil melancolía que lo había estado acechando toda su vida. Si hubiese podido sacarlo a la luz y mirarlo con Julie quizá lo habría vencido. Quizás habría podido hacer entonces algo que los rusos nunca han podido hacer: reclamar un poco de alegría para si mismo. Pero abrió la boca y lo que dijo fue:
– No puedo hacerle esto a Marie.
Czesich vació la bañera, se enjuagó y se tomó un buen rato para secarse con la toalla rala y tosca.
Julie había dejado escapar un sonido peculiar, un grito; le había dado la espalda sin preguntarle qué quería decir, sin discutir, y se había dirigido a la calle con pasos cortos y rápidos La había seguido a dos pasos de distancia, furioso contra sí mismo, mudo de confusión. Marchando de esa manera, en formación, dieron vuelta en dirección al Neva y subieron a un puente luchando contra un viento helado; Julie caminaba con paso presuroso y lloraba. Con Czesich a un lado y algo mas atrás Tenia la sensación de que. si bien él había hablado, era una decisión que habían tomado juntos, que habían combinado las partes malas de ambos y creado un desastre cuando podían haberse ayudado para evitarlo mutuamente. Se sintió condenado: la sentencia había sido dada y no podía ser apelada. Un destructor de la marina navegaba por las aguas agitadas que pasaban bajo ellos con la hoz y el martillo ondeando. En el medio del puente tomó el brazo de Julie. pero ella le separó los dedos y lo enfrentó.
– Eres un cobarde -gritó, con la cara tensa y pálida. El viento helado tomó las palabras y las llevó río abajo-. Simplemente un maldito cobarde ¿ Me tienes miedo, no es cierto?
Czesich se vistió despacio y con cuidado y se sentó a la mesa. Qué limpia- mente corta una furia como esa a través de toda la simulación fatua y llega a la maldita pequeña verdad. Julie en realidad ni siquiera había pensando lo que estaba diciendo: estaba seguro de eso. Simplemente había surgido de las sombras, de la propia cobardía de ella, de su propio miedo de él. Habían tenido oportunidad de salvarse, el uno al otro y no lo habían hecho, y todavía no podían salvarse. Algún rincón ruso oscuro en ellos, acostumbrado al frío y al sufrimiento, no se atrevía a desear el rescate.