175318.fb2
8 de agosto de 1991
Estoy sentada aquí en mi sencillo apartamento soviético (demasiado grande para un soltero y demasiado lleno de reliquias de mis otros destinos) mirando fijamente en la sala de estar una mesa puesta con candelabros sin encender y vasos de vino que no han sido usados y tres gladiolos amarillos en un florero de Burma. En el horno hay un capón, rodeado de patatas que reposan en una capa de grasa congelada. Obligarme a mí misma a escribir es un acto de fuerza de voluntad.
Hace una o dos horas llamó Chesi… desde Vostok. Estoy luchando por considerar ese hecho dentro de su contexto. Por milésima vez en mi vida, estoy tratando de entenderlo, de no enojarme, al borde del odio, tratando de determinar qué porción de culpa debo asignarme, y qué tanto le corresponde a él.
Esta mañana fui a trabajar temprano para poder salir antes de lo usual y tener tiempo de hacer compras para nuestra comida. Fue un día cálido y seco, y caminando por Bolshaya Ordinka hacia el metro observé que muchas ventanas de planta baja estaban abiertas, y eché algunas miradas al pasar: mujeres viejas sentadas a la mesa del desayuno con su kasha y el té; plantas en una ventana debatiéndose en el aire sucio de la ciudad; cortinas de hilo; gorriones en un alféizar buscando nerviosamente migas de pan que alguien les había dejado; un padre que metía la camisa de su hijo pequeño dentro de los pantalones para ir a la escuela. Los apartamentos soviéticos tienen un cierto olor (el olor cálido a sudor, a jabón, de la gente que vive muy amontonada) y una o dos veces lo percibí por la ventana de alguien y me transportó a la época en que Chesi y yo íbamos a hacer visitas después del trabajo cuando éramos guías. Recordé una visita en particular. Fue en Novosibirsk, y nos habíamos hecho amigos de una pareja joven. Habían hablado conmigo en la exposición; luego esperaron afuera hasta que dejamos el trabajo, nos siguieron por el parque (Chesiy yo estábamos enamorados entonces y queríamos salir solos lo más posible, así que no tomábamos el autobús con los otros guías) ynos invitaron a cenar en su casa a la noche siguiente.
El apartamento estaba lejos del centro de la ciudad, justo al final de una de las líneas de tranvía, en un conjunto de cajas de cemento de nueve pisos situadas en un descampado cubierto de hierba. Subimos con gran estruendo en un ascensor ruidoso v recorrimos un pasillo vacío: paredes de cemento desnudas, lo mismo que el suelo, y el techo con una gran bombilla eléctrica colgada de un alambre.
Nuestros anfitriones vivían con su niñito y una cachorrita boxer en dos habitaciones pequeñas y calientes. Habían colocado comida sobre la mesita de café en el cuarto de estar: una tira de carne envuelta en grasa, hongos en vinagre, papas con cebolla, pan, vino para, las mujeres y vodka para los hombres. Lo recuerdo tan claramente. Recuerdo que la perrito se orinó sobre la alfombra cerca de la puerta y todos lo tomaron a risa. Recuerdo que Chesi y yo les mostramos fotografías de nuestras familias y de las casas de nuestros padres: las instantáneas de Marie y Oliver las habíamos dejado en nuestras respectivas habitaciones del hotel. Recuerdo la alegría tan obvia de esa gente al recibir a dos norteamericanos, más o menos de su edad, y cómo no podían dejar de sonreír, mirarnos y ofrecernos comida con muchos oohs y aahs ante nuestra pequeña colección de fotos.
Los dejamos cerca de medianoche, después de haber intercambiado direcciones y concertado otro encuentro y hablado de conseguir entradas para ver Don Quijote en el Teatro de Opera y Ballet. Todavía no estaba oscuro y Chesi y yo caminamos bastante rato, siguiendo la línea del tranvía, antes de tomar un taxi para volver al hotel. Los dos estábamos un poco achispados y absortos en nosotros mismos esa noche y decidimos que acabábamos de ver el verdadero temperamento ruso, y que la frialdad y la mezquindad que veíamos en las calles, y a veces en la exposición, eran sólo una protección, una coraza.
Esta mañana pensé en esa conversación, mientras pasaba por delante de todos esos apartamentos cálidos, empujaba las pesadas puertas de vidrio del metro; bajaba por la escalera mecánica con el viento caliente pegándome el vestido al cuerpo y veía la multitud de caras adustas en el andén y los veloces vagones que se balanceaban.
A veces pienso que, en algún nivel, Gorbachov es un instrumento de los dioses, y que su rol en la historia de la humanidad es el de romper esta costra mezquina y agria, mostrar algo del alma tierna del ruso al mundo. Recuerdo haberlo visto en televisión en su primer o segundo año en el cargo, de pie en la calle bromeando con la multitud, v lo sorprendente que esto parecía después de lo que le había precedido. Fueran cuales fueran sus motivaciones y el juicio final sobre esta época, para mí seguirá siendo maravilloso que haya surgido del sistema del que salió y que hiciera las cosas que hizo.
Hoy estuve pensando en esas cosas, todo el día, hasta llegara aturdirme, y he estado pensando constantemente en ellas desde la llamada de Chesi.
Parece que aún para mí misma, expreso todo en la política y la historia, veo todo en este contexto. Supongo que esa es mi coraza. Esta noche estaba casi lista para sacarme esa coraza, para estar desnuda con Chesi (literal y figurativamente), ver si podíamos salir de nuestra rutina de lastimar y ser lastimados, e intentar algo nuevo para cambiar; nuestras propias perestroika y glasnost. ¿ Y qué pasa? ¿Qué pequeña broma nos reservan los hados? Mi Don Quijote llama por teléfono desde Donbass una hora antes de cuando se suponía que estaríamos cenando juntos y me dice que ha tomado la política exterior de los Estados Unidos en sus propias manos. Estoy tan furiosa con él ahora… Tengo un nudo de furia en el estómago. No siento ninguna necesidad de comer, ninguna necesidad de hacer otra cosa salvo entrar en la oficina del Embajador mañana, como una hija asustada, de Stalin, y entregar a Antón A. Czesich a las autoridades.
Pero no es tan sencillo. Estos últimos días he mirado demasiado dentro de mí misma, para poder estar simplemente enojada con él y endurecerme hasta ese punto otra vez. Está actuando como un tonto, un niño que trata de hacer de héroe, pero hay una pizca de verdad en lo que está haciendo, una verdad profesional y una personal, y no puedo mentirme a mí misma como si no la viera.
Pese a la parte dura, herida de mí que pretende otra cosa, supongo que es un paso adelante no estar juzgándolo demasiado rápido o elegir la paciencia difícil antes del enojo fácil; esperar uno o dos días.
O, quizá me esté dejando engañar una vez más.