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16

Hacía tres años que ei corazón de Marya Petrovna había empezado a fla-quear y agitarse, y desde entonces su rutina diaria se había vuelto cada vez más imprevisible. Algunos días se sentía fuerte como para ir al mercado o ir en tranvía a la Sangre Sagrada y cuidar la tumba de su marido, o encontrarse con Lydia después de las clases para dar un paseo corto por ios jardines de flores cerca del río. Otros días no salía del apartamento. Dos o tres noches por semana no tenía ganas de dormir, y se quedaba sentada hasta la mañana, tejiendo, rezando o escuchando la Voz de América por onda corta, luego se acostaba después del desayuno y dormitaba hasta la cena, o se quedaba dormida sin aviso sentada a la mesa. Para una mujer que había sido el centro alrededor del cual giraba la rueda de la familia, esta inconstancia era una especie de tortura, y Propenko veía con una mezcla de pena y culpa que su carácter áspero se iba suavizando poco a poco. El y Raisa dormían ahora en el cuarto de estar. Habían dejado el dormitorio de atrás para que Marya Petrovna no se sintiera atada a la rutina de la casa y, si bien su propio ritmo matrimonial se había visto alterado por esto, jamás se quejaron, nunca hablaron de soñar con un apartamento más grande.

Entre Propenko y su suegra había un residuo de tensión debido a viejas batallas, por vivir tantos años en el mismo apartamento estrecho, pero no era algo que alguno de ellos tratara de ocultar, de modo que importaba poco.

Esta noche, Lydia estaba limpiando la iglesia para el funeral del sábado, y Raisa había ido a la casa de su hermano en busca de huevos, de modo que Propenko y Marya Petrovna estaban solos. El mezcló para ellos su kokteil especial de vainilla, helado, jugo de manzana y hielo, y se sentaron frente al televisor a esperar que empezaran las noticias nacionales.

Vremya comenzó, como venía sucediendo desde hacía varios meses, con un informe sobre la carencia de alimentos en varias repúblicas y con escenas del continuo ballet político: ahora Gorbachov, ahora Pavlov, ahora Yeltsin haciendo torpes piruetas en la pantalla. Después de semejante introducción era necesario ofrecer algo alentador, y las historias siguientes eran siempre positivas y patrióticas. Esta noche incluyeron tomas de un rompehielos nuclear mientras salía del astillero de Leningrado en su viaje inaugural, y un largo reportaje sobre la colectividad de una fábrica que había desarrollado un sistema eficiente para la producción de azadas y palas de alta calidad. En la pantalla apareció un hombre con botas negras de goma y ropa de trabajo oscura, de pie al borde de un campo que sostenía dos palas, una hecha según el sistema antiguo, y la otra con el nuevo. La cámara enfocó los mangos de madera laqueada.

Marya Petrovna bostezó.

Propenko llevó las copas a la cocina y las volvió a llenar, y cuando se sentó de nuevo, estaban pasando las noticias internacionales. Una compañía japonesa había comprado uno de los estudios cinematográficos de Hollywood (esto era un aliento de distinto tipo, destinado a convencer a la audiencia que el suyo no era el único super poder que hacía agua). Mientras la cámara ofrecía una panorámica del estudio y de la calle, Propenko escrutó a los transeúntes para ver cómo caminaban, cómo estaban vestidos, si parecían felices o desgraciados. A esta distancia era difícil decirlo.

– ¿Cómo era tu norteamericano? -preguntó Marya Petrovna.

Propenko sintió que se ruborizaba.

– Sólido. -Escuchó al comentador unos segundos.- Tan sólido, que me quedé mudo como un colegial. Me sentí como si me hubiesen enyesado. Un norteamericano, pensaba. Un Norteamericano.

– Tan solo otro cuerpo con dos piernas, Sergei.

– Lo sé. Pero me quedé helado. Tuve la sensación de estar rodeado de ojos, que vigilaban todo lo que hacía, que registraban cada palabra, criticándome.

– Ese es tu propio interior -le informó Marya Petrovna-, que se escapó y se instaló en la cabeza de otro. Tienes que sacarlo y traerlo de vuelta.

– Me hizo sentir joven. Me hizo recordar mi primera cita con Raisa.

Marya Petrovna gruñó como si no quisiera que se lo recordaran.

Vieron una investigación sobre un borracho que manejaba un auto en Gorki. Un periodista y su equipo habían tendido una emboscada en el aparcamiento de un café al borde del camino, y el periodista le gritaba preguntas a los conductores tambaleantes que bajaban de sus camiones. Uno de los conductores caminó directamente en dirección a la cámara y, con los párpados medio cerrados por efecto de la droga, se puso a sacudir el dedo regañando al equipo de televisión. ¿No se daban cuenta de que estaban interfiriendo con el trabajo? ¿No sabían que algunos de estos rebyata estaban despiertos desde hacía dieciocho o veinte horas? Manejando por caminos sin marcar, cruzados por zanjas y con baches del tamaño de… se calló de pronto, movió la cabeza en dirección al periodista y preguntó cuándo lo pasarían… para avisarle a su familia.

Propenko se preguntaba cuál sería la mejor manera de decirle al norteamericano que faltaba un camión, si alguna vez lo encontrarían o, si en este mismo momento soldados de la mafia estarían descargándolo en alguna callejuela al sur de Kiev.

– Alguien debe andar atrás de los inspectores de autos del gobierno -dijo, pero Marya Petrovna parecía estar ocupada en otra cosa.

– Maxim acababa de llegar a casa de vuelta del campo de concentración -dijo al cabo de un momento-. Y tú llegaste a la puerta como si fueras el hijo perdido de Lenin. Tan pulcro. Un pequeño Komsomol ansioso por agradar.

– No era pequeño, ni siquiera entonces.

– No. Eras alto y apuesto y acababas de lavarte la cara. Pero todavía eras un Komsomol, hijo entusiasta del marxismo.

– Lo era -admitió Propenko-. En cierto modo todavía lo soy.

– Qué vergüenza… Maxi se acercó a la ventana cuando Raisa y tú salieron y se quedó un largo rato mirando afuera mientras sacudía la cabeza.

Propenko había creído que ya no había nada que Marya Petrovna pudiera decir que lo lastimara. Tragó su bebida pero sintió tensos los músculos de la garganta.

Por fin, cuando se hubo tratado y dejado de lado la escena internacional, y avergonzado por completo al jefe de la GAI, escucharon al comentador embarcarse en una introducción larga y servil. Esta noche, dijo, el ministro del Interior, Boris Nikolaevich Puchkov, había accedido a participar en el programa y proporcionar un informe sobre la situación referente al orden público.

– En tres palabras -dijo Marya Petrovna-, no es buena.

Propenko subió el volumen.

Puchkov apareció en la pantalla, y sus hombros y cabeza parecieron llenar la habitación. Llevaba un traje azul sencillo, camisa blanca y corbata azul, y debajo de la frente alta los ojos eran muy oscuros y directos. Propenko pensó que toda la disposición de la cara tenía como finalidad sugerir la desaprobación paterna, como si esta fuera una persona totalmente segura de qué estaba bien y qué estaba mal, totalmente capacitada para instruir a todos los demás, totalmente segura de que sus hijos no necesitaban nada más que una buena reprimenda.

– Nuestro nuevo líder -dijo Marya Petrovna, usando vozhd', la palabra de Stalin, y empapándola con ácido.

– ¿Te parece?

– Sin duda alguna. Escucha.

– Respetados camaradas -Puchkov empezó sombríamente, tratando, como hacía siempre, de disfrazar su voz aguda y frágil con algo que sonara más viril-. Nuestro país, como es sabido, ha experimentado algunas dificultades durante los últimos meses.

– Años -dijo Marya Petrovna-. Décadas.

– Me preocupa, y estoy seguro de que también a ustedes, que ciertos grupos traten de sacar ventaja de esta situación difícil. Me entristece, y estoy seguro de que a ustedes también los entristece, que los valores hayan decaído en nuestro país al punto en que los ciudadanos estén ensuciando con carteles nuestras calles en vez de trabajar. Que haya jóvenes que se rehusen a servir en nuestras fuerzas armadas.

Niños criados con una dieta de narcóticos. Padres y madres que gastan su dinero en botellas de vodka en vez de zapatos y ropa para sus hijos e hijas. Ese pequeño grupo de extremistas está tratando de destruir una unión en cuya defensa tantos millones de heroicos hombres y mujeres soviéticos dieron sus vidas.

El Ministro del Interior hizo una pausa y echó una mirada a sus papeles dejando ver una mancha oscura en su calva al bajar la cabeza.

– Lo peor de todo es el hecho de que los mismos obreros de los que más dependemos durante esos tiempos de crisis son los que ahora insisten en inflamar nuestras heridas. Ayer, en la ciudad de Kuznoretsk, en Siberia occidental hubo una explosión que redujo para siempre la capacidad de producción de carbón de la mina Kirov. Hoy, en relación a este sabotaje, pusimos bajo custodia a un tal Valentín Borisovich Zastupov -Puchkov mostró en alto una fotografía y la cámara se acercó a la cara de un hombre hosco, de cabello negro con ojos opacos-. Zastupov era minero en la región de Kuzbass. En el interrogatorio confesó haber preparado los planes para colocar una serie de bombas en varias ciudades.

– ¿Y qué tipo de interrogatorio habrá sido? -Marya Petrovna le preguntó a la pantalla.

– Durante el interrogatorio, Zastupov confesó que estaba actuando para una conspiración de mineros, no sólo de Siberia, sino también de otras regiones mineras, y que la catástrofe en Kuznoretsk y las recientes huelgas son parte de una estrategia para desorganizar la vida política y económica de nuestro país. En este momento, las fuerzas del Ministerio del Interior, y agentes del Comité de Seguridad del Estado, están investigando las afirmaciones de Zastupov.

Al oír el nombre de su ciudad en los labios de Puchkov. a Propenko le corrió un estremecimiento por la columna vertebral. Echó una mirada a Marya Petrovna por el rabillo del ojo, pero ella tenía su atención puesta en la pantalla.

Puchkov puso la fotografía a un lado y cruzó las manos sobre la mesa que tenía adelante.

– El Presidente me ha pedido que les asegure que nunca permitiremos que una pequeña minoría de manifestantes, conspiradores y huelguistas desbarate el orden social. Semejantes personas son parásitos que desean vivir a costa del trabajo de la mayoría de ciudadanos respetuosos de la ley. En algunos casos tienen la ayuda (financiera o de otro tipo) de provocadores extranjeros.

– Tu norteamericano-bromeó amargamente Marya Petrovna-. Parte de una conspiración.

Propenko intentó sonreír pero ahora, junto con el miedo, sentía una gota de sospecha. Esto era el genio perverso de gente como Puchkov y Malov. Podían decir algo que uno sabía que era una mentira, pero sin embargo la mentira estimulaba alguna glándula paranoide secreta; la glándula echaría unas gotas de veneno dentro de la sangre de uno, que comenzaría a su vez a odiar.

En otros casos, esta gente actúa por su cuenta, a partir de un deseo equivocado e individualista de interferir con el progreso de la perestroika -Puchkov hizo una pausa para dar énfasis y dirigió una mirada feroz a la cámara-. Estén tranquilos camaradas, que los mejores miembros de nuestros órganos de seguridad trabajan para asegurar no sólo que se solucione este caso particular, sino que las raíces de nuestro desorden, ya sea en organizaciones religiosas, políticas, científicas u obreras, sean arrancadas de nuestro bendito suelo soviético.

El Ministro del Interior concluyó su presentación con una brusca inclinación de cabeza. Propenko vio que el comentador había vuelto a la pantalla. Oyó la música de carnaval que introducía el informe deportivo, pero el informe deportivo no le interesaba esta noche. Las palabras de Puchkov quedaron flotando en la habitación, la clase de código elemental que todos los de su generación habían aprendido a descifrar y esperaban, después de Brezhnev, que podrían olvidar. Puchkov comprendía perfectamente bien que los mineros constituían el mayor obstáculo a su reposición del ala derecha, y con esta actuación les había declarado la guerra. Esta guerra se libraría con rumores, acusaciones falsas y fragmentos de verdad distorsionada. Los agentes de Puchkov y los matones de la Seguridad del Estado se dedicarían a arrestar, hostigar, intimidar y acosar a los grupos de iglesia y a los comités de huelga; se ocuparían de que sus parientes ancianos cayeran "accidentalmente" en el mercado, que las mejores fechas de vacaciones fueran cambiadas "en nombre de la imparcialidad socialista", de que se acusara a los padres de violaciones o se les dieran tareas de perfil alto para hacerlos fracasar. Propenko sabía cómo funcionaba; todos lo sabían. El conocimiento, las palabras del código y el miedo profundo e invisible tenían un lugar en el cromosoma ruso. Esperaba que Raisa no hubiese estado mirando la televisión.

Marya Petrovna observaba fijamente a los jugadores de fútbol en la pantalla, sin verlos

– Voy a rezar por Valentín Zastupov -dijo, pero sus pensamientos parecían estar muy lejos otra vez. y cuando anunciaron el informe meteorológico, Propenko cerró el aparato.

– Maxim solía decirme algunas veces lo que los guardias le hacían a los hombres en los campos de concentración -dijo, como si hubieran estado hablando nada más que de campos de concentración durante toda la noche.

Propenko se puso tenso en su asiento, sin ganas de oír.

– Decía que si pescaban a alguno tratando de escaparse lo metían con los perros cuando estos estaban comiendo. Los perros vivían en jaulas muy pequeñas. Los guardias obligaban a los otros prisioneros a mirar.

– ;Y sin embargo la gente trataba de escaparse?

– No muchos, no muchos. -Se rascó distraídamente un lunar en el dorso de su mano izquierda.- Maxim lo intentó una vez.

– En un camión -dijo Propenko. Eormaba parte de la mitología de la familia. Maxim Semyonich escabulléndose por la entrada en el camión del pan, y luego casi muriéndose de hambre en la estepa de Kazakhi. Lo había oído cincuenta veces. Lydia había sido criada con estas historias de desafío heroico, y esta noche le resultaba obvio a él que la habían llevado directamente al padre Alexei y sus mineros radicales: la habían llevado al campo de batalla a enfrentar a uno de los dos o tres hombres más poderosos del país… mientras su padre lo veía y se retorcía las manos.

– En la parte de atrás de un camión de pan -dijo Marya Petrovna-, escondido en el piso con ocho jergones de madera encima, aplastándolo. Cada vez, que el camión pasaba por encima de algún obstáculo en la calle los jergones volaban por el aire y le caían encima de golpe… Cuando oscureció saltó afuera, con la espalda y las piernas todas magulladas por los jergones, con grandes chichones en la cabeza donde lo habían golpeado… Saltó afuera y cruzó la estepa a pie, bebiendo en charcos sucios donde saciaban su sed los animales, caminando toda la noche y escondiéndose durante el día. Durante cuatro días no comió nada. Por fin llegó a las afueras de un pueblo y golpeó en la puerta de una cabaña para pedir comida, y la campesina lo entregó.

– Y en el campo le pegaron -dijo Propenko.

– Le rompieron los brazos. Agregaron dos años a su sentencia, y cerca del final de esos dos años extra murió.

– Era un hombre valiente -dijo Propenko, pero estaba apretando sus brazos cruzados contra el cuerpo, mientras miraba fijamente una mancha en el piso, y se preguntaba, si valiente era la palabra apropiada. ¿Qué habría hecho Maxim Semyonich si hubiera llegado a Vostok después de escaparse? ¿Habría besado a su amante esposa y a su hija y se habría ido a vivir en la clandestinidad? ¿No habría sido mejor cumplir la sentencia y volver a casa con vida?

– Demasiado valiente -dijo Marya Petrovna, como leyendo lo que pensaba.

– Pienso -dijo Propenko, sin mirarla-. A veces, pienso… me pregunto si… Lydia oyó esa historia tantas veces mientras crecía… me pregunto si ahora está comprometida con la iglesia para tratar de ser tan heroica como su abuelo… -Se calló. Expresado en voz alta, el pensamiento tomó un matiz que él no había querido darle. Marya Petrovna lo miraba.

Al cabo de un rato la vieja desvió la vista y se encogió de hombros, como si no hubiera esperado otra cosa de él. Se deslizó hacia adelante en la silla y se preparó para ponerse de pie.

– Te preocupas por Lydia, Sergei, pero tú no puedes hacer nada.

– Si no intento hacer algo, no soy un padre.

– Tú eres su padre hagas lo que hagas, eso es lo que no ves. No puedes protegerla como si fueras Dios.

– Un padre tiene ciertos deberes -dijo Propenko tercamente. Se sintió bañado en vergüenza, inmerso en ella. Puchkov, esta conversación, el norteamericano… se sintió como un niño asustado entre héroes y padres severos.

Marya Petrovna emitió un pequeño gruñido, se puso de pie y lo miró desde arriba.

– Muy bien -dijo-. Los deberes están bien. Pero no se puede rehacer a una hija a su propia semejanza. Créeme, de eso entiendo. Lydia va a vivir como quiere, hagas lo que hagas. -Le tocó el hombro y pasó delante de él camino al dormitorio.

Propenko se acercó a la venta y miró abajo hacia la avenida Octubre. Un autobús emergió de la niebla, se detuvo justo debajo de él y dejó salir a un pasajero que cruzó la calle y desapareció en un patio enfrente. Pensó en Maxim Semyonich sentado demacrado y sin afeitar en la mesa de cocina de Raisa, y en Volodya Tolkachev inclinado sobre sus herramientas y resortes en el negocio polvoriento y ruidoso en la calle Makeyevka. A esos hombres se les olía el miedo. Tan sólo ver sus caras bastaba para que uno comprendiera que el mundo sereno común era una ilusión, que yacía como una mortaja sobre algo absolutamente desprovisto de piedad, un pozo negro. Todo dolor. Y terror.

Se sintió insoportablemente solo en el cuarto de estar oscuro. No podía imaginar tener que enfrentar lo que el padre de Raisa había enfrentado, una sala para interrogatorios manchada de sangre, golpes, brazos rotos, años sin la familia. No podía permitirse pensar en Lydia enfrentándolo.

La puerta se abrió. Raisa entró con una bolsa que llevaba huevos blancos y una botella de leche. Tenía la cara pálida y adusta.

– ¿Estuviste viéndolo, Sergei? -fue la primera cosa que dijo.