175318.fb2
– Bien -dijo Bobin, desplegando su servilleta y alisándola sobre sus muslos. Su cara era regordeta y de color desigual, vagamente enfermiza. Hábleme de los grandes hoteles americanos en Menkhettn.
Czesich no era una autoridad en esos hoteles. Había pasado un total de cuatro noches en los grandes hoteles americanos de Manhattan, dos fines de semana extravagantes, separados por varias décadas. En 1958, cuando él tenía dieciséis años, una noche su padre ganó 750 dólares en las carreras de perros, y al día siguiente llevó a la familia a Nueva York. El único hotel de Manhattan del que su padre había oído hablar se llamaba el Plaza, de modo que tomó una suite en el Plaza y pasó dos días despilfarrando la ganancia. Paseos en auto, banderines y camisetas de la ciudad de Nueva York. Tours en autocar por Harlem y Chinatown. Dos cenas opíparas en Little Italy "para darle el gusto a tu madre". Lo que Czesich mejor recordaba de aquel fin de semana era a los mozos cortando rodajas de melocotón que ponían en vino tinto en La Grotta Azzurra, y a su madre y su padre cantando con la radio en algún lugar de Connecticut, una melodía nada frecuente.
Su segundo fin de semana en Nueva York, treinta años después, lo había pasado en el Gramercy Park Hotel con Eudora Bestweather. Eudora era una agente turística que gozaba de un sabático de un amante aburrido. Una mujer rolliza e irreverente. Fueron en Metro a la estación Penn un viernes por la tarde y pasaron dos días de agosto comiendo, visitando museos y haciendo el amor.
Los hoteles de Manhattan eran para Czesich una mezcla de esos recuerdos, un puro placer.
– Bueno -dijo, enfrentando la mirada a la defensa de Bobin-, no hay casi nada que los hoteles verdaderamente distinguidos no harían por sus huéspedes.
– Por ejemplo -apuntó Bobin. El director del hotel había reservado una mesa al laclo de la ventana en el restaurante del segundo piso, aunque la vista estaba oscurecida por la niebla que aumentaba; había pedido aperitivos, aunque la selección era idéntica a lo que Czesich había visto en su habitación pocas horas antes; se había ocupado de todo desde elegir personalmente a una camarera hasta elegir el plato principal y el vino. La bienvenida tan cuidada y la sonrisa escurridiza lo pusieron un poco incómodo, pero había sabido desde el principio que esta tarea iba a requerir un buen número de apretones de mano calurosos y cenas con mucha bebida y sonrisas forzadas. Esas eran sus especialidades ¿no era así? Talentos que había dedicado décadas a perfeccionar. Una empresa como el Programa Piloto de Distribución de Alimentos, en un país como la Unión Soviética, en un lugar como Vostok, era el vehículo ideal para esos talentos, la función de gala en una carrera de mentiras.
– Por ejemplo, le lavan la ropa en el hotel.
Bobin sonrió con petulancia. Observó cómo la camarera sacaba el corcho de la botella, luego se la tomó, sirvió las primeras gotas en su copa, y llenó la de Czesich. Estudió la cara de su huésped mientras probaba el vino, sonrió cuando Czesich pareció aprobarlo. Hinchó su barriga de tonel.
– Aquí puede tener el mismo servicio -se jactó-. Hable con la mucama. Si se lo pide, le planchará los calzoncillos.
Czesich asintió. No sentía deseos de seguir adelante con la comparación con Estados Unidos, pero Bobin lo instaba a continuar.
– Bueno, en algunos hoteles le dejan los periódicos de la mañana en la puerta a las seis, para que conozca las noticias antes de enfrentarse con el día.
Bobin asintió e hizo un gesto con su mano libre instándolo a que continuara.
– Mediante un pago extra puede pedir el desayuno en su habitación. Le dejan el menú la noche anterior, y usted solamente tiene que marcar lo que desea y colgarlo del pomo de la puerta: café, jugo, huevos, pasteles.
– Con un pago extra -dijo Bobin, anotándose un punto-. Aquí, el desayuno es gratis. Está incluido con la habitación. No sólo té y jugo, sino también pan, queso, carne si la hay. Esta mañana tuvimos hígado de oveja. Usted no estaba.
Czesich sintió una leve molesta irritación. Algo en la cara o voz o comportamiento de su compañero, había generado una asociación desagradable. Al cabo de un instante la comprendió; Bobin, con su amplia sonrisa, y secretamente tímido, le hacía acordar de sí mismo.
– Puede llamar a las dos de la mañana y le llevarán comida o bebida a su habitación.
– Está bien -aceptó Bobin-. Eso no lo ofrecemos. Aquí respetamos a nuestros empleados. Nadie debería tener que cocinar para otro en medio de la noche.
– Tienen teléfonos en los baños.
– Los deberes del baño son los deberes del baño. El teléfono no tiene nada que hacer allí.
– Los televisores tienen veinte o treinta canales.
Bobin se retorció un poco. Tuvo que abandonar la conversación un momento porque lo llamaron para asistir a un veterano que comandaba una barricada de sillas cerca de la entrada. La escena era similar a la del Ladoga, pero en escala menor y más tosca. Al veterano lo presionaba una multitud de hombres y mujeres jóvenes que pedían ser admitidos. Algunos de los hombres tenían las manos vendadas, o moretones azules debajo de los ojos, y se erguían como lo hacían los jóvenes forzudos de Boston Este, con los brazos separados del cuerpo, listos para asestar un golpe o un directo a quienquiera les sostuviera la mirada durante más de dos segundos.
– Mest nyet -Czesich oyó que el veterano gritaba a la multitud.- No hay lugar. -A pesar de la vehemencia con que las jóvenes parejas señalaban que en el salón había veinte o veinticinco mesas libres, el veterano sólo repetía su mantra mest nyet, mest nytt, a veces acentuándolo con la palabra zabronirovan, reservada para indicar que las mesas sólo parecían estar desocupadas. Algunas serían ocupadas más tarde en la noche por huéspedes, otras se mantenían libres como seguro, por si el intendente o el Primer Secreteario traían a su amiga. Czesich pensó en decirle a Bobin que en Estados Unidos, dos o tres tandas de comensales usan una mesa en una noche dada, pero Bobín volvía hacia él con una sonrisa orgullosa de propietario, que algún instinto aconsejó a Czesich que se quedara callado. Podría necesitar un aliado dentro de uno o dos días.
El plato principal fue un trozo de carne aceptable con patatas fritas aceitosas y un acompañamiento de remolachas ralladas y repollo en vinagre.
Mientras él y Bobin cenaban, las mesas vacías se fueron llenando gradualmente, y el ambiente de la sala se volvió cada vez más estridente. La gente empezó a beber en serio, cubriendo los manteles con grandes botellas verdes de champaña, y estilizadas botellas azuladas de vodka, tirando corchos al techo, fumando un cigarrillo tras otro. Una banda de rock and roll subió al escenario y bombardeó a la audiencia con una serie de melodías pop que las parejas jóvenes y de mediana edad aprovecharon para bailar extasiadas lanzando los brazos y moviendo el cuerpo en todas direcciones. En cierto momento se inició una refriega cerca de la puerta. Alguien se había cansado de esperar y empujó al veterano, que en represalia agarró un palo de escoba y lo agitaba sobre su cabeza como una porra; pero pareció como si formara parte del entretenimiento de la noche. Bobin habló con cariño de sus dos hijas, de un equipo de baloncesto que el hotel patrocinaba y que iba a hacer una gira por Checoslovaquia ese invierno, y que esperaba que algún día jugara en Estados Unidos. Siempre que quedaba poca comida o bebida, levantaba dos dedos como un señor, hacía un gesto a la camarera que se apresuraba a llevarles otra botella, o una cantidad de champiñones en vinagre u otro plato de pan negro.
Czesich empapó sus ansiedades liberalmente con el mejor vino de Georgia que tenía la casa, pero no conseguía olvidar la conversación con Julie o la sensación de que estaban a punto de desenmascararlo.
Durante el postre, Bobin algo bebido también, inquirió:
– ¿Casado?-en tono más personal.
– Mi esposa y yo estamos separados desde hace nueve años.
– ¿Hijos?
– Un hijo, de veintidós.
– ¿Y usted qué edad tiene? si no es un secreto.
– Cuarenta y nueve -dijo Czesich-. Cincuenta el mes próximo. -Al decir realmente la cifra en palabras, sintió un golpecito de entendimiento entre sus sienes. Cincuenta. El enorme cinco, cero. El límite del medio siglo latiendo como una bomba a unas pocas cortas semanas de camino. A la luz anticipada de esa explosión, muchas cosas cobraban sentido.
– Yo tengo cincuenta y tres -confió Bobin por encima del ruido de la banda, y una concupiscencia plateada y vinosa brilló en sus ojos-. No demasiado viejos para las mujeres, ¿no es así, Anton? -Golpeó tres veces la palma de su mano izquierda con el dorso de la derecha en el gesto de amor de los soviéticos.
– De ningún modo -dijo Czesich. Desde que les sirvieron el primer plato se había dado cuenta vagamente de que había mujeres jóvenes sentadas con hombres mayores en algunas de las mesas a lo largo de las paredes. Las mujeres llevaban ropa sensual que pasaba por ser la última moda en las provincias: vestidos con frunces, muy escotados y vaqueros muy ajustados, con tacones altos. Todas fumaban. La mayoría miraba alrededor con los párpados entrecerrados, como las estrellas de cine de la década del cincuenta. Le pareció un cuadro más bien triste, al borde de lo patético, pero de todos modos excitante. El salón oscilaba levemente y lo invadió una ola de autocompasión entre todo el ruido del rock and roll. Iba a cumplir cincuenta dentro de cuatro semanas, y dormía solo.
Bobin tendió la mano sobre la mesa y lo tocó en el brazo.
– ¿No dejó alguna novia allá en Moscú, no?
Por un instante espantoso, Czesich se preguntó si el mismo Bobin no habría escuchado su conversación con Julie. Ofreció su mejor sonrisa falsa.
– Desgracidamente, no.
Bobin se echó atrás en la silla, sacó algunas migas de su corbata, y contempló el salón.
– No creo -dijo moviendo los ojos despacio hasta mirar a Czesich cara a cara-, que muchos hoteles faciliten ese servicio en Estados Unidos.
– ¿Qué quiere decir?
Bobin rió como si Czesich le estuviera tomando el pelo, de hombre a hombre. La camarera les llevó el té y los pastelitos, y sin preguntarle a Czesich cuánto quería le echó tres cucharadas de azúcar gruesa.
– Soy su anfitrión -dijo-. Soy responsable de su atención.
– Es gentil de su parte, Slava, pero he venido aquí para trabajar.
– No me comprende -dijo Bobin bondadosamente-. La manera de trabajar rusa es diferente. Los rusos combinan el trabajo con otras cosas: un poco de bebida, un poco de comida. Romance. Conversación. Antes de la Revolución, los campesinos acostumbraban cantar cuando trabajaban. De esa manera es más natural. No como los norteamericanos, los alemanes y los japoneses que son tan serios. -Su cara adoptó un semblante de concentración sombría.- Robots.
Bajo el efecto del vino, Czesich estuvo a punto de sugerir que la razón por la que los campesinos cantaban mientras trabajaban era que todavía no conocían el marxismo-leninismo, pero se detuvo a tiempo. Ahora Bobin tenía en la boca algo que parecía ser un cigarrillo norteamericano y el humo le llegaba por encima de la mesa pequeña, completando así la insalubridad de la noche. Alcohol, cafeína, carne roja con grasa, crema agria, azúcar, comidas fritas, humo: era la dieta clásica rusa, la actitud rusa clásica.
Recordó un restaurante en Georgetown que decoraba su menú con diminutos corazones rosados al lado de las entradas especialmente bajas en colesterol y grasa, y cuando Bobin le ofreció un cigarrillo lo aceptó y fumó encantado.
Bobin aspiraba tan fuerte que la ceniza se ponía roja como una fresa, luego giró la cabeza y soltó una bocanada de humo contra las cortinas. Afuera una luz solitaria brillaba en un halo de gotitas amarillas, y un autobús paso a marcha lenta por la calle brumosa La ciudad parecía muy tranquila y silenciosa, abandonada
– Un lugar rico, Vostok -dijo Czesich-. Quiero decir, las minas.
– Por cierto -le dijo Bobin-. Proporcionamos combustible a la mitad del país. -Otra vez se inclinó hacia adelante de modo que su vientre quedaba oprimido por la mesa.- Cuando los mineros tienen ganas de trabajar, claro.
Czesich mantuvo un silencio diplomático Le llevó un momento encontrar el cenicero con la punta de la ceniza ya cayendo
– Antes de este presidente nunca tuvimos huelgas, sabe -continuó Bobin, ahora algo excitado.
– O los diarios no hablaban de ellas.
– No, le digo. Nunca las tuvimos. Las huelgas eran algo que ocurría en los países capitalistas donde se maltrata a los obreros. No aquí. Aquí nunca teníamos huelgas. Nunca necesitamos que otros países nos dieran comida.
Czesich no tomó la observación como cosa personal. Los ojos de su anfitrión flotaban
– Anoche fui a la Sede del Partido -ofreció Bobin, y Czesich observó cómo emergía un ego más verdadero y más mezquino-. Me dirigí directamente a uno de los que hacían la supuesta huelga de hambre (comen, sabe, toman agua y comen un poco de pan) y le pregunté qué bien creía estar haciendo. "Aquí está-le dije-, muriéndose de hambre en vez de trabajar, en vez de alimentar a su familia y ayudar a su país. ¿ Y cual es la razón? (,Qué quiere?" -Bobin avanzó la mandíbula.- ¿Sabe qué dijo?
No tengo la menor idea
– Dijo: "En Estados Unidos el esposo y la esposa tienen un coche cada uno." -Bobin golpeó con los dedos el borde de la mesa.- En eso se ha convertido la Revolución ¿ Se imagina?
Este retazo de desinformación derechista dejó mudo a Czesich. Hizo girar el cigarrillo sobre el borde del cenicero y miró por la ventana.
Bobin extendió el brazo y volvió a tocarle el brazo.
– No hay disciplina-dijo, como si esta fuera una conclusión a la que había llegado después de mucha investigación de campo-. Ese es todo el problema. Eso es lo que este Gorbachov nos trajo.
Como él mismo no era un hombre de mucha disciplina le pareció mejor no responder.
– ¿Recuerda a Andropov.? -Bobin cerró un puno gordo y lo hizo saltar sobre la mesa, haciendo sonar platillos y cuchantes.- Andropov fue un presidente
de veras
– Jefe de la KGB antes de eso, ¿No?
Bob sonrió.
– ¿Y su Dzheordzh Boosht?
– Touché.
Dejaron caer el tema. Después de fumar con fruición durante un rato, Bobin aplastó furiosamente su cigarrillo en el cenicero y encendió otro.
– Bueno, aquí es donde Estados Unidos nos gana -confesó, sosteniendo el cigarrillo delante de su cara, y diciendo Marlbara amorosamente
Czesich aprovechó el comentario:
– Da la casualidad que traje unos cuantos cartones de más -dijo-, en uno de los contenedores. Me voy a ocupar de que le lleguen algunos
Bobin se mostró sorprendido, como si nunca se le hubiera ocurrido esta posibilidad Se lo agradeció profusamente.
Y asi, pensó Czcsich es como funciona todo el país, como funciona la mayor parte del mundo. Algunos paquetes de cigarrillos a cambio de un recibimiento especial, un par de vaqueros occidentales negros por un parabrisas nuevo, y así sucesivamente. No habría un precio fijo para el servicio de lavandería de la camarera. Habría que pensar algo, un lápiz de labios, un par de ejemplares de Mademoiselle. De esa manera era más interesante, más intimo y creaba la ilusión de libertad.
Durante unos minutos, mientras Bobin fue a conferenciar otra vez con el asediado veterano, se encontró imaginando una escena en algún lugar de los laberínticos vestíbulos del Departamento de Estado de Estados Unidos. El estaba sentado a una mesa, frente a un tribunal de burócratas de carrera que trataban de decidir qué porcentaje de su pensión sacarle como castigo por su fiasco en Vostok. Ninguno de los burócratas había pisado jamás la URSS, y el trataba de explicarles que allí las cosas eran diferentes, que los reglamentos y normas escritas eran meramente una tela blanda en la que estaba pintado el retrato contuso de la vida real, que su viajecito sin autorización a Vostok debía ser tomado como un gesto creativo, el único enfoque práctico, quizás equivocado, pero bien intencionado. El tribunal no le creía.
Cuando Bobin volvió, no se sentó.
– Tengo que ocuparme de un problema en la cocina -dijo con tristeza, de pie al lado de la mesa y con la mano de Czesich en las dos suyas- Pero por favor, quédese Pida champaña, coñac, lo que quiera. Fue un gran placer aprender cosas de Estados Unidos
Czesich lo observó mientras paseaba lentamente por el salón, se detenía aquí y allá para intercambiar algunas palabras con uno de sus huespedes. Cuando Bobin paso por la puerta de la cocina, Czesich esperó un tiempo prudencial y se dirigió, un tanto inseguro, rodeando el borde de la pista, y a través del vestíbulo lleno de humo y por la escalera, al santuario de sus habitaciones
Eran las 10 de la noche, demasiado tarde para las noticias De todos modos
acababa de encender el televisor, con la esperanza de pescar un resumen del discurso de Puchkov, cuando alguien golpeó su puerta. Atravesó la alfombra descalzo, esperando encontrar a Bobin o a la camarera para preguntarle por su ropa interior, o a algún amigo del ocupante anterior que esperaba encontrarlo allí. En cambio, se encontró con una joven de pechos puntiagudos, con vaqueros blancos ajustados y tacones altos. Durante unos segundos se quedó mirándola, todavía medio borracho, sin comprender nada. Ella metió un pulgar en la cintura de los vaqueros -gesto tomado directamente de alguna revista de modas de Occidente, y echó una mirada a la habitación por encima de su hombro.
A Czesich le pareció que se había atragantado.
– ¿Sí?
– Usted es amigo de Slav -dijo ella, acercándose-. Slav dice que usted es simpático. He venido a hacerle compañía un rato.
– Oh, me parece que no… Yo…
– ¿Por qué no? -ronroneó la mujer. Introdujo un dedo en el cinturón de él y se acercó lo suficiente como para besarlo.
Czesich no podía explicarle por qué no. Olió un perfume fuerte y vio una manchita de máscara mal puesta debajo del ojo derecho de la mujer y una de lápiz labial sobre un diente. Su cuerpo era un ejemplo de su respuesta a una situación crítica, un cálido latir en el centro, un cambio en la respiración: sin embargo, más cerca de la superficie, resistencia. Se hizo obvio que él le estaba bloqueando la entrada.
La mujer inclinó la cabeza hacia un lado e hizo un puchero. El dedo buscó alrededor del cinturón de Czesich. El le tomó la mano y se liberó.
– Realmente-dijo-, no.
– ¿Es que quiere un muchacho, no?
– Oh, no, claro que no. Usted me resulta muy atractiva, en realidad. Es sólo que… soy casado, sabe.
Su risita desagradable retumbó hasta la pieza de la dezhurnaya, que estaba allí, valorándolo, calculando el juego. Algo en su mirada amenazaba reducirlo a una soledad de adolescente, burlada y confusa. Se sintió partido, excitado, tentado; de todos modos resistió. Ella se encogió de hombros.
– Está bien, entonces, iré a decirle a Tío Slava que se puso los pantalones al revés. Un error nuestro. Dio una vuelta y se alejó, y Czesich miró el pasillo unos segundos sin comprender.
Cuando cerró la puerta, la suite adquirió su tono burlón. La mesa, las sillas del comedor y el sofá gastado tenían algo del aire desafiante de una prostituta, que no ama y no es amada. Todavía descalzo, volvió a abrir la puerta y aventuró unos pasos por el pasillo, pensando que podría verla allí y llamarla para charlar, por lo menos, y tomar una copa de vino. Pero no vio nada más que a la dezhurnaya, guardiana de las llaves, con un libro abierto en las manos y que lo miraba severamente.
Más tarde, dando vueltas debajo de una sábana gris, demasiado nervioso para dormir, arriesgado ya para tomar en cuenta la posibilidad de retroceder a una posición más segura, Czesich se preguntaba qué gene aberrante o capricho de la suerte era lo que lo había llevado tan lejos del territorio de su juventud. Esta noche en la calle Oriente, una mujer de pelo negro, linda y solitaria, se preparaba para acostarse en una casa que era propiedad de su madre, en un vecindario lleno de tías y amigos que la conocían desde que era una criatura. ¿Qué indicio era el que lo había prevenido contra esa vida?