175318.fb2 Requiem Para Rusia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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18

Propenko iba camino al pabellón, con un retraso de unos minutos, estaba a punto de dejar a Raisa en La Policlínica del Distrito de Kirov, donde pasaría el día revisando los libros. Tenía la intención de recogerla a las seis y llevarla a cenar al Hotel Intourist. En el hotel, después de comer bien y bailar un poco, pensaba darle la noticia de la cena del domingo con el Primer Secretario.

Agosto era estación de nieblas y las calles estaban iluminadas. El semáforo al final de la avenida Octubre parecía un sol del tamaño de un kopek en la bruma del océano, y le hizo pensar en Sochi, los guijarros alisados de la playa y el aire dulce, el balneario del Consejo con sus jardines y habitaciones de techos altos y melocotones frescos para el desayuno. Este año, sus vacaciones estaban programadas para el mes de octubre, la mejor estación, y trató de fijar sus pensamientos en eso, intentó aferrarse a una visión de él y Raisa caminando por el paseo después de cenar, con Vostok y sus grises problemas a quinientos kilómetros de distancia.

– Ella tiene la sangre de mi padre -dijo Raisa.

Propenko no contestó. Lydia había vuelto a casa a medianoche, el día anterior, y había llegado henchida de revolución. Todo el Comité de Huelga había ido a la reunión de la iglesia, les dijo. El padre Alexei había vuelto de Moscú, los mineros y el Tercer Paso estaban preparando un gran funeral para Tikhonovich, y después demostraciones en masa en respuesta al discurso de Puchkov. La finalidad inmediata de esas demostraciones, se jactó, de pie al lado de la cama de sus padres, era convencer a Mikhail Lvovich de renunciar.

– No va a parar hasta que la arrastren a una celda.

– Me tendrán que arrastrar a mí con ella-dijo Propenko. La luz cambió, y él casi chocó con el auto que tenían adelante.

Raisa no se dio cuenta. Su cara se había contraído como una nuez arrugada, y tenía los ojos húmedos de nuevo.

– Palabras de hombres -le dijo enojada-. ¿Qué bien hacen? La arrastran a ella, te arrastran a ti ¿y qué? ¿Mamá y yo formando cola en la prisión para llevarles ropa interior?

Sin sacar los ojos del camino, Propenko extendió el brazo y apoyó una mano en su hombro.

– Ella no lo ve -Raisa retorció un pañuelo sobre la falda y se sacó su mano de encima-. Se cree inmune a las heridas.

– Todos piensan lo mismo a su edad.

– Todo lo que mi madre y yo le contamos sobre mi padre… fue como si habláramos un idioma extranjero. No escucha a nadie excepto al cura, y él le llena la cabeza con la idea de que Jesucristo va a bajar del cielo para protegerla frente al edificio del partido. Nadie puede salvarlo a uno de esa gente. Ni Jesucristo. Ni tu padre el campeón de boxeo. Nadie.

Propenko apretó los dientes. Raisa era una niña de ocho años que jugaba en los columpios del patio después de la cena cuando el komitet había ido a buscar a su padre por primera vez, y el recuerdo de cuando lo sacaron afuera y lo tiraron sobre el asiento de atrás como una bolsa de harina estaba grabado en la carne de su memoria. La cosa más pequeña, un hombre de impermeable gris de pie con las manos atrás, un Volga negro cerca de la casa, volvía abrir la vieja herida y la hacía sangrar. Al cabo de veinte años de intentarlo, él no había encontrado la palabra o la caricia que la calmara.

– Esto no es 1951 -dijo-. Puchkov no es Stalin.

– Es la misma mentalidad, Malov y ese tipo, exactamente la misma, y tú lo sabes. ¿Por qué insistes en hablar así?

– Me ocuparé de Malov.

– Por favor, ¡ basta!

– Basta tú, Raisa -el tránsito se había agolpado ante otra luz roja envuelta en niebla; Propenko volvió la cabeza y vio que su mujer se encogía apartándose de él con los ojos enrojecidos-. Te estás destrozando. No eres así. No lo puedo soportar.

Consiguió hacer avanzar el Lado. Raisa había hecho una pelota del pañuelo en sus dos manos y miraba fijamente hacia adelante.

– Todavía no ha sucedido nada.

– ¿Que la gente venga a mi casa a interrogar a mi madre es nada? ¿Gente que acusa a mi marido de violación, deteniéndonos en el puesto del GAI? ¿Eso es nada? Tú pretendes que no lo ves, Sergei, y yo me vuelvo loca porque lo veo claro como el agua. Lydia y mi madre hablan como revolucionarias, y tú pretendes que todo es normal. Yo soy la única que ve la verdad. ¡Me haces sentir como si fuera una loca! ¿Por qué?

– ¡Porque hasta ahora se trata sólo de Malov, por eso! Es algo personal. Todo el gobierno de la ciudad no está detrás de nosotros como estaban detrás de tu padre, es sólo Malov. Y yo no he hecho nada. ¡Nada! Es por eso. Y no voy a dejar que él…

– Eres el padre de alguien que está involucrado con la iglesia -le retrucó Raisa-. Ahora con los mineros. Tu hija tiene amigos en el Comité de Huelga. Eso es algo Es bastante. Tú estás trabajando con extranjeros

– Eso no son crímenes, Raisa.

– Lo que hizo mi padre tampoco fue un crimen. Hablo fuerte y fue a la iglesia, es todo lo que hizo. ¿Es eso un crimen?

Propenko se acercó a la acera delante del Policlínico y se quedaron sentados un momento sin mirarse. El se había retrasado para su primer encuentro con el norteamericano. En el pabellón tendría que sentarse en una habitación con Nikolai Malov. y similar, ante un extranjero, que eran colegas, cantaradas. Mientras Malov le estaba partiendo su familia en dos.

– Por Lydia -dijo, con tanta calma como pudo-. tienes que olvidarte de tu padre. Tienes que olvidarte del pasado o no habrá futuro.

Raisa sacudía la cabeza.

– Justo al contrario -dijo-. Justo, exactamente, al contrario. -Salió del auto sin mirarlo y sin despedirse.

Eran las nueve y dieciocho minutos cuando Propenko abrió la la puerta de la sala de conferencias. Lo primero que oyó fue la voz de Malov. y supo enseguida que la reunión había comenzado sin él. La pesada puerta se le escapó de la mano y se cerró con un golpe. Todos levantaron la vista. Se sentó en el extremo de la mesa y miró con el entrecejo fruncido.

– Nosotros también queremos acelerar el proceso de despacho de aduana -le decía Malov al Director estadounidense, que estaba sentado solo a un laclo de la mesa, frente a Malov, Ryshevsky, Leonid, y el Jefe Vzyatin. Las obligadas botellas de agua mineral estaban situadas en el centro de la mesa para marcar la zona neutral, pero nadie había pensado en abrirlas. Leonid dirigió a Propenko una mirada nerviosa de súplica.

– Pero, como estoy seguro de que usted sabrá -Malov continuó con su absurdo comportamiento oficial-, hay formalidades que deben ser soportadas en cualquier país. Lo que nuestro jefe de aduana está diciendo es simplemente que necesitamos estar seguro de que ustedes no hayan importado accidentalmente alguna peste agrícola o enfermedad contagiosa junto con los alimentos.

– ¿Y eso va a llevar dos semanas? -dijo el norteamericano.

Propenko notó entonces que el ruso que hablaba el norteamericano, excelente sin duda, tenía un leve acento, una dureza moscovita que le recordó a la madre de su padre, la ardiente visitante de iglesias. En un extranjero parecía agresivo, y la asociación con la iglesia fue sal sobre las preocupantes heridas de Propenko. De todos modos, el extranjero daba buena impresión con su traje oscuro y pulcra camisa blanca, con las manos cruzadas adelante, su buena postura y el cabello cuidadosamente peinado Su manera de mirar con calma a través de Malov mientras este se quejaba y mentía. Sin preocupaciones, pensó Propenko. No le molestaban ni intrigas de oficina ni problemas de familia. El otro lado de la mesa parecía un equipo de escolares grandotes en comparación.

– Podemos tratar de hacerlo -dijo Malov con falsa sinceridad-. Pero los laboratorios más próximos están en Donetsk, un viaje de dos horas.

– Los alimentos ya han sido revisados. Sus propios inspectores vinieron al depósito en Nueva York. -El norteamericano se permitió un dejo de impaciencia en la voz.- Tienen el sello de la Agencia de Comunicaciones de Estados Unidos. Productos de calidad internacional. En todos los países del mundo todo lo que se requiere es una revisión visual en el lugar.

– Este no es cualquier país del mundo -dijo Malov.

Propenko sintió como si su cuerpo se estuviera hinchando y a punto de estallar. Ryshevsky hojeaba su reglamentación de aduanas. Leonid estaba inquieto. Vzyatin estaba sentado tieso con sus manos rojas cruzadas sobre la mesa y miraba al Director norteamericano como si quisiera memorizar su cara. Y el norteamericano, después de haber escuchado lo que Malov tenía que decir, se rascaba la mandíbula y contemplaba una de las botellas de agua mineral. Parecía divertido.

Propenko movió una mano y vio que la palma había dejado una mancha de humedad sobre la mesa.

– Señor Malov -comenzó el norteamericano con calma-. Como he trabajado en la Unión Soviética, con interrupciones, durante los últimos veintitrés años, puedo decirle que tengo el mayor respeto tanto por los agentes de frontera como por los inspectores regulares de aduana.

Propenko vio que las orejas de Ryshevsky enrojecían con el cumplido.

– También puedo decirle, que mi respeto es compartido por el Gobierno de los Estados Unidos y por el embajador Haydock en persona. -El norteamericano hizo una pausa y barrió una mota de polvo que había sobre la mesa con la yema de los dedos.- Y debo decir -continuó pausadamente, mirando sólo a Malov-. que comprendo su preocupación. Lo que señala está muy bien observado, y si estos alimentos fueran destinados a Estados Unidos, quizás oiríamos las mismas objeciones por parte de ciertos sectores. De hecho, estoy seguro.

Malov sonreía. El norteamericano se estaba derrumbando. Propenko hubiera querido estrangular a los dos hombres.

– Pero lo que me intriga -el norteamericano volvió a alterar su tono, de un modo que no resultaba tan agradable- es que este programa ha sido discutido durante un año. en los niveles más altos, no sólo en Estados Unidos sino también en Francia y Alemania. Sus funcionarios de aduanas de mayor jerarquía estuvieron presentes, y sin embargo durante esas conversaciones nuestras pautas de inspección agrícola no fueron cuestionadas ni una sola vez.

Malov intento interrumpirlo, pero el norteamericano levantó una mano con toda cortesía.

– Lo que me lleva a la conclusión de que o los funcionarios de aduana de mas alto nivel de su país ignoran sus propias leyes, en cuyo caso haré que el embajador Haydock los instruya inmediatamente…

Ryshevsky tragó y miró por la ventana como si viera que una posesión favorita se le escapaba en la niebla.

– …o, y esto me parece más probable, tropezamos aquí con alguna clase de esfuerzo de parte de los funcionarios locales para interferir con un programa de ayuda internacional. Y esto es una novedad que, creo nuestros corresponsales de noticias en Moscú tendrían interés en conocer, así como la prensa francesa y alemana también.

El norteamericano había estado mirándose las manos mientras hablaba. Ahora levantó sus cejas castañas como si la idea que acababa de mencionar fuera algo sorprendente, algo que nunca había pensado antes de este mismo minuto. Miró a Malov directamente a la cara.

– Discúlpeme-dijo Propenko. Cuatro cabezas se dieron la vuelta. Miró al norteamericano y dijo, tembloroso pero fuerte-: Sergei Propenko, del Consejo de Comercio e Industria. Nos encontramos ayer en la estación. Soy el Director soviético.

El norteamericano pareció sorprendido. La cabeza y los ojos de Propenko se volvieron por voluntad propia, hacia Malov. Tuvo que recurrir a una concentración total para no gritar.

– Nikolai -dijo dejando salir el nombre entre sus dientes entrecerrados-, ¿puedes decirme cuál es exactamente tu posición en este proyecto?

– Director de Seguridad -contestó Malov rápidamente.

– ¿Y me puedes decir qué tiene que ver precisamente el Director de Seguridad con las inspecciones de aduana?

– Estaba asistiendo a Yevgeni Ivanovich. Nosotros…

– ¿Yevgeni Ivanovich es mudo?

– Claro que no -dijo Malov.

– Estoy aquí desde hace veinte minutos y Yevgeni Ivanovich no ha dicho una palabra. Tú has sido el único que ha hablado. -La voz de Propenko se fue haciendo gradualmente más fuerte, como si alguien moviera el botón del volumen de una radio.- Nos has estado representando en esta conversación, aunque no tienes absolutamente ninguna experiencia en el área, ¡y casi nos has llevado directamente a titulares internacionales! -Apretó las manos debajo de la mesa y se dirigió a Ryshevsky.- Yevgeni ¿tienes alguna documentación sobre esta regla de inspección?

– Justamente estaba buscándola, Sergei.

– Bien. Dime si la encuentras. De lo contrario empezaremos con el despacho de aduana el lunes por la mañana, a las nueve.

– Había esperado que comenzaríamos esta tarde -dijo el norteamericano.

– El lunes por la mañana es lo más que podemos hacer. Ese era el plan original.

Leonid y Vzyatin miraban a Propenko como si nunca lo hubiesen visto. Ryshevsky estaba simulando una búsqueda de la regla inexistente. Después de permanecer sentado tieso durante dos minutos, con la mandíbula contraída, Malov echó atrás su silla y salió de la sala dando un portazo.

La reunión desfallecía. Leonid abrió una de las botellas y sirvió un poco de agua mineral en el vaso del norteamericano. Este tomó un sorbo por cortesía. El jete Vzyatin tosió y pareció guiñar un ojo. Propenko no le respondió el guiño.

Despacio, después de algunas toses y sorbos de agua y ruido de papeles, la conversación recobró su ímpetu. Con el estilo afectado, excesivamente formal que todos ellos parecían adoptar en las salas de conferencias. Vzyatin habló sobre las dificultades que tenían para impedir que los transeúntes curiosos se amontonaran en el lugar de trabajo. El y el norteamericano lo comentaron, Leonid insertó algunas palabras, se disculpó por la coincidencia con la exposición de fotografías, prometió que la fila para sacar entradas iba a ser cambiada de lugar antes de que empezaran a despacharse los alimentos. Se convino que toda el área de aparcamiento sería acordonada con cerco de metal, que dos funcionarios, y dos serenos, vigilarían los contenedores noche y día.

Ryschevsky recuperó el habla. Apostilló que quería estar seguro de que "la parte norteamericana", como dijo él, estaría presente siempre que se abriera un contenedor. En la ausencia de un inspector de aduanas, les recordó, no se podía tocar los sellos.

Leonid se disculpó profusamente por la falta de télex y prometió que antes de las diez de la mañana del lunes quedaría instalado un télex en la oficina del Director. Mientras tanto, invitaba al Director a usar el que ya funcionaba en la oficina principal. Mencionó que habían reservado una mesa en el restaurante del pabellón, que su secretaria hacía té todas las mañanas, y preguntó si había algo respecto al equipo de oficina que el Director requería.

Propenko escuchó todos estos detalles como si estuviera a una gran distancia. Lo que le había dicho a Malov, lo que había hecho, volvía a su mente como una escena de una ópera fantástica.

La reunión iba a darse por finalizada; Ryshevsky y el norteamericano reunían sus papeles y abrían sus portafolios sobre la mesa.

– Dos puntos más -se obligó a decir Propenko-. Lamento decirle… -comprendió que había olvidado el nombre del norteamericano. Trató de disimularlo y seguir, pero el norteamericano se había dado cuenta.

– Antón Antonovich.

Propenko logró una sonrisa tensa.

– Lamento decirle Antón Antonovich, que uno de los camiones tuvo un problema mecánico después de pasar el puesto de control en Brest. Lo estarnas rastreando. Un camión sustituto está en camino pero tardará varios días.

– ¿Qué contenedores?

Propenko consultó su carpeta.

– Contenedores 1024-9996 y 1023-9996.

– Nada crucial.

Propenko asintió. Cuando se iba a referir al segundo punto, vio que Vzyatin miraba por la ventana de la misma manera que Ryzhevsky lo había hecho unos minutos antes.

– Y -dijo-, han robado uno de sus candados.

– El sello de aduana no estaba roto -Ryshevsky se apresuró a agregar.

– Fueron matones -explicó Vzyatin-. Muchachos que jugaban cerca de los contenedores cuando el empleado estaba adentro en el baño.

– Hemos tomado precauciones -dijo Propenko, molesto en extremo. ¿Qué pensará este norteamericano con su traje de mil dólares? El primer día, y estaban actuando como tontos: no hay télex, faltan contenedores, candados robados, discusiones internas-. Tres hombres más de la milicia y un guardia de noche y otro de día.

Antón Antonovich asintió, obviamente descontento, y Propenko esperó que se hiciera presente la famosa altanería americana. Esperaba una reprimenda, comparaciones poco lisonjeras con otros países, por lo menos un gesto desdeñoso, pero el disgusto pasó pronto, una sombra fugaz.

– En uno de los contenedores tengo candados de repuesto -dijo el norteamericano-. Junto con algunos artículos de regalo para todos ustedes de parte de la oficina de Washington.

Vzyatin y Leonid ahogaron sonrisas. Ryshevsky hizo una mueca. Propenko pensó: "Junto con algunos artículos de regalo". El hombre era afable. Había manejado a Malov como un cachorro.

Se pusieron de pie, se dieron la mano y salieron al corredor en fila. Propenko buscó a Malov y no lo vio. Se encontró caminando unos pasos detrás del norteamericano, tratando de encontrar una frase que suavizara el aspecto estrictamente comercial de la reunión, algo que diluyera la terrible primera impresión. Después de todo Antón Antonovich era un huésped en su ciudad. Después de todo, les traía alimentos, alimentos gratis. Estaba solo. Era el único visitante norteamericano oficial que Vostok había recibido en lo que llevaba de vida Propenko, y era probable que retuviera esa distinción por el resto del siglo.

Propenko se puso a la par.

– Antón -dijo, abandonando el patronímico con la esperanza que hiciera todo más informal-. ¿Ha visto su oficina?

El norteamericano se detuvo y sonrió. Tenía dientes perfectos.

– Leonid tuvo la gentileza de mostrármela. Está muy bien. -Siguieron caminando juntos.- No sabía que usted era el Director. Le habría hablado ayer en el hotel pero el señor Bobin me secuestró. No tuve ni siquiera la oportunidad de agradecerle que me llevara, que arreglara todo.

Para sorpresa de Propenko en estas palabras no había ni una gota de superioridad, ninguna vanidad, ningún sarcasmo, ninguna cortesía artificial.

– ¿Como lo trataron en el hotel?

– Muy bien. Ayer hablé con la embajada y todos estamos ansiosos por empezar con la distribución. Gracias por ayudar a que las cosas se movieran hace un momento.

Habían llegado al final del pasillo y estaban entre las paredes temporarias de la exposición de fotografías y la entrada principal del pabellón. Propenko volvió a disculparse por los candados robados.

– No es nada, Sergei. Es un candado. Unos pocos dólares.

Salieron juntos y empezaron a bajar por la rampa. Abajo, Propenko alcanzó a ver al guardia de la milicia con aspecto alerta, y al viejo sereno de pie al lado de su pequeña garita haciendo un gesto obsceno hacia la ladera de la colina donde un grupo de adolescentes sonreían y paseaban.

Malov estaba de espaldas al pie de la rampa, fumando.

– Su ruso es excelente -Propenko se detuvo en el mismo lugar en el que él y Leonid habían estado dos días antes, mirando hacia abajo los contenedores cuidadosamente alineados. La niebla empezaba a levantarse, y parte del valle del río era visible: no era una vista especialmente bella-. Tenemos la costumbre de ofrecer a nuestros visitantes un recorrido por la ciudad cuando llegan. Si tiene tiempo mañana, me gustaría que mi chófer le mostrara la ciudad. Tenemos un maravilloso teatro de ballet nuevo, algunos jardines de flores a lo largo del río, un Museo de Historia Natural que es el orgullo del oblast.

– Me encantaría -dijo Czesich-. Pero deje que su chófer disfrute de su domingo libre. Podemos hacer la gira alguna tarde cuando no haya mucho trabajo

– Como guste -dijo Propenko-. El lo llevará al trabajo a partir del lunes a la mañana Su nombre es Anatoly. Lo estará esperando delante del hotel a las nueve menos diez.

– Oh, puedo ir a pie -dijo Czesich-. No hay más que cruzar la calle.

– Insistimos. -Propenko echó una mirada a Malov, que se había dado vuelta a medias y los estaba observando por encima del hombro.- Permítame que le dé mi tarjeta. -Escribió su número de teléfono particular en el dorso de su tarjeta del Consejo y se la entregó. El norteamericano a su vez le entregó la suya.

Volvieron a darse la mano y Propenko observó a Antón Antonovich mientras llegaba al patio, inspeccionaba algunos contenedores para comprobar su estado, luego se dirigía al viejo sereno y le daba la mano como si fueran iguales, viejos amigos Por el rabillo del ojo vio a Malov que subía por la rampa.

– Aquí no. Nikolai -dijo cuando Malov llegó a su lado-. No es necesario que exhibamos nuestras diferencias delante del norteamericano.

– Demasiado tarde para eso -dijo Malov. pero se dio la vuelta y bajó la rampa con Propenko, y luego siguieron por un camino hasta la parte posterior del edificio. Se quedaron ahí juntos, mirando el valle brumoso

– Me humillaste -dijo Malov al cabo de un rato. Ahora no había sonrisa, nada del engreimiento usual. La sonrisa y el engreimiento se habían borrado, revelando la verdadera naturaleza de Malov, mezquina y tensa. Propenko no dijo nada.

– ¿Me estás escuchando?

– ¿Qué puedo hacer sino escuchar?

Malov rió amargamente. -Cómo cambia una persona cuando tiene una pequeña cuota de poder.

Propenko metió las manos en los bolsillos por precaución. No podía dejar de imaginar a Malov sentado a la mesa frente a Marya Petrovna. acosándola con preguntas. Detrás de esa escena, como un fondo de música fuerte y desafinada había una sarta de pequeñas humillaciones y ridículo sometimiento, una sórdida historia que se remontaba a veinte años atrás, de besarle el trasero a Malov

– Siempre pensé en ti como alguien serio -dijo Malov entonces, en tono de queja, insinuando, comenzando su ataque indirecto-. Estable. Últimamente no estoy tan seguro. Este estallido delante del norteamericano. El incidente en el río. Ya no estoy tan seguro.

– Sigues con lo de la violación, Nikolai.

– ¿Qué quieres decir con que sigo? He estado haciendo exactamente lo opuesto. Hablamos del caso y quedé satisfecho con tu explicación. Creí en tus palabras -Malov hizo una pausa y miró por encima del hombro-. Pero el caso es que la víctima se ha presentado. Y la descripción del violador concuerda contigo exactamente, Sergei. Mis colegas me instan a que te enfrente con la mujer para que ella pueda ya sea identificarte o descartarte como sospechoso, pero he estado eludiéndolos. Les quería evitar el mal momento a ti y a tu familia.

– Supongo que es por eso que fuiste a mi casa. Para evitarme el mal mo- mento. -La furia infló la voz de Propenko como una vela; no podía contenerla.- Cuando podías haberme contactado cualquier día, a cualquier hora, en el trabajo.

– Pasé por ahí.

Le tocó a Propenko el turno de reír amargamente.

– Como mentiroso -dijo-, estás perdiendo la habilidad.

Malov simuló que no lo oía, otro de sus trucos.

– El problema es tu grado de responsabilidad, Sergei, tu grado de lealtad. A veces me pregunto de qué lado estás en realidad

– ¿En qué lado de qué?

– Hay una guerra en marcha, por si no te has dado cuenta. Hay fuerzas que tratan de quebrar la Unión en pequeños pedazos. Hay gente que no querría otra cosa que ver el Partido hecho pedazos y tirado en el cubo de basura de la historia.

– Agentes extranjeros -dijo Propenko.

– En parte, sí. En parte, gente de nuestro medio, nuestra propia gente. Los que están más cerca de nosotros.

Propenko dirigió sus ojos hacia Malov y luego de vuelta al valle gris. Pensó en las celdas viscosas de la cárcel y en dientes rotos. Respiró profundamente.

– Hablé con Vzyatin sobre la violación -dijo-. El violador tenía un Lada rojo, es cierto, pero la descripción de la mujer lo presenta como mucho más bajo que yo. diez años más joven por lo menos y habla con acento del sur. Hay diez testigos familia y vecinos, que testificarán que mi Lada estaba delante de nuestro apartamento a la hora de la violación. No hay ninguna sospecha sobre mí, Nikolai. Es una ilusión. Tu propia creación. No creo siquiera que hayas estado en el río ese día Temo que puedas estar sufriendo alguna especie de alucinación. -Había empezado y ahora no podía parar.- Y cuando dices "Los que están más cerca de nosotros", no cabe duda que te refieres a Lydia y a su participación en la iglesia. La conozco y la apruebo. Si quieres llevar eso a tus jefes y tratar de usarlo contra mi eres libre de hacerlo. -Propenko se volvió de modo que él y Malov quedaron frente a trente.- Tú y Puchkov y todos tus amigos pueden probar todos los viejos trucos pero ya no significan nada, Kolya. El país no puede retroceder a lo que fue. Hazme lo que tengas que hacerme, pero escucha bien -Propenko sacó las manos de los bolsillos y aferró las solapas de Malov-. Si alguna vez vuelves a mi casa, e involucras a mi hija, mi mujer o mi suegra en alguna de tus asquerosas maniobras, si alguna de ellas pierde aunque solo sea una hora de sueño por culpa tuya o de tus malditos "colegas", te mataré. -Malov trató de sacar las manos de Propenko de sus solapas, pero este lo retuvo con más fuerza, arrugando la tela y acercando más la cara – No es una amenaza -dijo-, jamás he amenazado a nadie en mi vida. Es un hecho. Te mataré con mis propias manos.

Propenko se vio actuar y se escuchó hablar como si estuviera viendo una película. Las palabras que salían de su boca eran las palabras de otro hombre, la cara de Malov era la cara de alguien real a medias, un espectro. Malov no dijo nada, pero su respiración se había vuelto entrecortada Durante unos segundos estuvieron en esa posición. Propenko una cabeza más alto, las narices a menos de medio metro de distancia. Malov bajó la vista hacia las manos sobre su solapa, y Propenko también las miro como si fueran instrumentos ajenos, y lo soltó.

Debió caminar hasta la esquina del pabellón y luego por el camino hasta el Lada que estaba aparcado en el frente, pero ese tiempo le quedó en blanco. Estaba mirando sus manos sobre el traje azul de Malov, y un instante estaba entrando en el Prospekt de la Revolución en estado de shock. No tenía ni la menor idea de adonde iba Eran las diez y treinta de la mañana. No tenía ninguna cita, ninguna inclinación a volver a la oficina y trabajar con los papeles que tenía sobre su escritorio, ninguna urgencia por llegaracasa. Simplemente conducía el auto, se movía entre el tránsito con los otros autos, se detenía en el semáforo rojo, arrancaba con el verde. Tenía la mente en blanco, y cuando vio el destello de una luz en el retrovisor al principio no sospechó. No oyó ninguna sirena. Debió haber recorrido varias manzanas con el auto detrás haciendo girar su lento faro azul, antes de acercarse a la acera.

Automáticamente, sacó el pasaporte, pero cuando se volvió hacia la izquierda, no había ningún hombre de la milicia. Estaba verificando con el retrovisor lateral para saber si las luces azules también eran imaginarias, cuando la puerta del pasajero se abrió y el jefe Vzyatin entró con una gran sonrisa. Pareció que quería abrazar a Propenko, pero se contentó con apretarle el hombro.

Propenko dejó que le apretara el hombro

– ¿Cuál es exactamente tu posición en este proyecto, Nikolai? -Vzyatin lo remedó, radiante.

Propenko todavía tenía el pasaporte en la mano. Vzyatin se lo tomó y lo metió en el bolsillo interior del traje.

– ¿Que te dijo afuera?

– Que yo lo había humillado.

– ¿Y tú qué le dijiste?

– Le dije que lo mataría si lastimaba a mi familia.

– ¿No usaste realmente la palabra matar?

– Dos veces.

La gran sonrisa se evaporó. Vzyatin se echó atrás en el asiento.

– Le conté lo que tú me habías dicho sobre la violación.

– ¿Y cómo reaccionó?

– Me dijo que no se podía confiar en mí. Quería saber de qué lado estaba. Le dije que apoyaba todo lo que Lydia estaba haciendo en la iglesia, pero no tengo la menor idea de qué está haciendo en la iglesia, Victor. Simplemente lo dije. Era un poseso. A partir del momento que entré por esa puerta y me di cuenta de que la reunión había comenzado sin mí, fui un poseso.

– Mucho antes de eso, Sergei. Masha lo notó hace meses.

La mujer de Vzyatin, Masha, era profesora de psicología en la universidad. Últimamente (para disgusto de los veteranos de la fuerza, cuya ¡dea de la psicología era patear al prisionero entre las piernas) el Jefe había empezado a incorporar algunas de sus teorías en el trabajo de la milicia.

– Lo odias desde hace años -observó Vzyatin, con su seguridad acostumbrada-. Pero tuviste miedo de tomar alguna medida. Ahora, por alguna razón, ya no tienes miedo.

– Tengo más miedo que nunca.

– No subconscientemente. Estás harto, y yo estoy harto -Vzyatin bajó la ventanilla y escupió. Durante un momento miraron fijamente los vehículos que pasaban.

– Ayer recibimos el test balístico de Moscú.

No era la máxima preocupación de Propenko.

– La bala fue disparada a través de un silenciador.

– Un silenciador -repitió Propenko. Era algo que parecía salido directamente de las películas de espías de la CIA-KGB con los que habían crecido. Casi tuvo ganas de reír.

– En Vostok no proveen de silenciadores a la milicia. Ni siquiera yo puedo conseguir uno. Los silenciadores se les dan a cuatro personas en la cumbre del komitet.

Al oír esta palabra que había estado deslizándose por los límites de los pensamientos de Propenko toda la mañana, se dio la vuelta y vio una sombra en los ojos de Vzyatin. En sus sueños, Vzyatin no iba a ver a hombres que violaban a su hija, vería hombres violando a las hijas, hermanas y esposas de todos, deslizándose a través de un cerco por la noche y llevándose la mitad de una construcción, cientos de miles de rublos del mercado negro que cambiaban de manos en el aparcamiento, a oscuras detrás de la fábrica de acero. Sus sueños estarían llenos de esposas maltratadas y borrachos muertos de frío en las callejuelas, y la KGB. institución paralela para hacer cumplir la ley, interfiriendo a cada rato.

– Pudo haber sido un criminal -dijo Propenko-. Los criminales tienen silenciadores, ¿no es así?

– Por definición, cualquiera de los cuatro superiores del komitet serían criminales -dijo Vzyatin, tratando de no darle importancia. Pero al cabo de unos segundos la sombra volvió-. No dan a conocer los cuatro nombres, naturalmente, pero Malov debe ser uno de ellos. El tamaño de sus zapatos corresponde a la huella en el cementerio de la iglesia, pero eso no prueba nada.

Propenko dejó escapar un gruñido de dolor. Conocía a Malov desde que tenían quince años, y pese a todo lo que había visto y oído durante esos años, le parecía imposible (físicamente doloroso) forzar su imaginación para incluir a Nikolai el asesino. Nikolai el boxeador, sí. Nikolai el tenorio mundano, sí. Nikolai, el matón de oficina, el mentiroso, el funcionario de la KGB envidioso, cómplice, llorón. Nikolai. el aliado de Mikhail Lvovich y Boris Puchkov. Hasta Nikolai el torturador. Pero hasta hacía dos segundos, no a Nikolai de pie en el cementerio de la iglesia matando de un tiro en la espalda a un sereno de cuarenta años.

– Y yo amenacé con matarlo a él -masculló.

– Puede no haber sido él -dijo Vzyatin-. Si lo hizo no habría usado su propia arma y podía no haberse puesto sus propios zapatos, de modo que en realidad no tenemos nada, pero ahora debemos tener cuidado. Es un momento difícil. -Miró los autos y camiones que pasaban a toda velocidad.- Pondré un detective de civil frente a tu casa, sólo por seguridad.

La idea flotó a través del asiento, completamente irreal.

– Quedará allí todo el tiempo que sea necesario. Hasta que resolvamos el caso, o hasta que se arreglen las cosas entre tú y Malov.

– ¿Y qué pasa con Lydia?

– Alguien vigilará a Lydia también. Y a Raisa y a Marya Petrovna.

– Vas a necesitar la mitad de la fuerza.

– Yo me ocupo de la fuerza, tú ocúpate de ti mismo. Esto no es el cuadrilátero de boxeo ahora; esto es real.

– El cuadrilátero de boxeo era real -dijo Propenko, pero se dio cuenta de que lo decía sólo para protegerse, para hacerse creer a sí mismo que ya había pasado por algo parecido a esto antes; estaba simulando, desempeñando un papel, tal como se había engañado a sí mismo tantos años con Malov-. ¿Por qué no designas a alguien para seguir a Malov?

– Todavía no. No queremos mostrar nuestras cartas.

– No lo puedo imaginar. No lo puedo imaginar matando a un sereno de iglesia.

– Nikolai se está volviendo loco, Sergei. Ya se lee en sus ojos, en la manera en que se fue de la reunión de esta mañana, en cómo ha estado corriendo por toda la ciudad. Y el hombre no era un sereno cualquiera.

– ¿Qué quieres deicr? ¿Qué organizó unas cuantas reuniones?

El Jefe se encogió de hombros.

– Era el sereno de Alexei. Alexei está muy cerca de los mineros. Los mineros están tratando de deshacerse del Primer Secretario. Piensa en eso.

– Lydia está en ese cargo ahora. En eso estoy pensando… Es lo único en que piensa Raisa.

Vzyatin frunció sus grandes cejas negras.

– No es bueno -dijo.

– No es bueno -repitió Propenko-. ¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Prohibírselo? Tiene veinte años. ¿Se supone que debo educarla a la antigua, para que termine viviendo asustada y siendo una obsecuente como su padre?

– Su padre no se portó como un obsecuente hoy, por lo que pude ver. -Vzyatin se puso un cigarrillo entre los labios y lo dejó ahí, sin encenderlo.-

Quizá deberías decirle que hiciera alguna otra cosa durante una temporada, que hiciera otro tipo de contribución.

– No.

– ¿Por qué no? Tú mismo dijiste que en realidad no sabes qué hace ahí.

– La conozco. Y no voy a tratar de rehacerla a mi propia imagen.

Vzyatin abrió la boca como para replicarle, pero echó una mirada a los ojos de Propenko y sacudió la cabeza.

– Tú eres el padre -dijo, y después de una pausa-: ¿Adonde vas ahora?

– A la oficina. Raisa y yo vamos a cenar al Hotel Intourist después del trabajo. Estamos invitados a cenar con Lvovich el domingo y quería darle la noticia allí, más bien que en casa.

– Habla con Bessarovich primero -dijo Vzyatin-. Antes de ver a Kabanov. Ella te dijo que la vieras si tenías algún problema, no es así?

Propenko asintió. No recordaba haber mencionado esa parte de su conversación a Vzyatin.

– Eso puede ser considerado un problema, ¿no te parece?

Propenko volvió a asentir.

– Es un momento delicado, Seryozha. Kabanov está asustado, pero todavía da las órdenes. Todavía tiene centenares de personas, gente importante, que están en deuda con él. Tres primeros secretarios renunciaron la semana pasada, Kuibishev, Khabaravosk y Donetsk, ¿lo sabías?

– No -dijo Propenko, aturdido. Por unos segundos pensó que comprendía lo que Tolkachev había querido decir: si uno tiene A y B, uno debe, con cierta probabilidad, siempre tener C. Durante unos segundos pareció que C le iba a ser revelada, una velada Regla del Universo que emergía, pero entonces los viejos preconceptos se apoderaron de él.

Su amigo Víctor Vzyatin, conocedor de secretos, le dio una palmada fuerte en el muslo, y le dijo que no se preocupara.