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El sábado por la mañana la niebla todavía se pegaba a las ventanas del hotel, confiriéndole un color gris amarillento. Czesich se despertó sobrio y solitario; se quedó bajo las sábanas por un tiempo, escuchando el silbido y el golpe de una aspiradora en el vestíbulo. Habían pasado cuatro décadas, y el ruido todavía le evocaba el oscuro apartamento en el segundo piso en la calle McKinley, la sensación de mediocridad lúgubre, las guerras entre sus padres los domingos por la mañana. En esas batallas de fin de semana había algo de ritual, la botella de vodka vacía y las andanadas de insultos; el mismo guión año tras año. como si su padre y su madre se hubieran encerrado en jaulas antagónicas y podían arañar y rugir pero nunca salir del todo de ellas. A veces le parecía que esos gritos habían bastado para hacerlo escapar de la vida doméstica, y correr por todo el mundo en busca de un arreglo con más sentido.
En la puerta del vestíbulo se oyó un golpe tímido y salvo por la sobriedad lo contestó al estilo soviético, en ropa interior, sin afeitar, receloso. Vostok ya estaba haciendo obrar su magia sobre él.
En la puerta encontró a una hermosa joven uzbeki con ropa de trabajo azul claro, que se rehusó a mirarlo a la cara. En la mano izquierda tenía una hoja doblada de papel de telegrama, a sus pies, la edición del sábado de Pravda: el saludo de Bobin a los grandes hoteles de Manhattan. Czesich aceptó el telegrama, pero el tiempo que tardó en dirigirse al cajón del escritorio la mujer le había dejado el Pravda justo en la entrada a la habitación y se había escapado. Se quedó de pie en el umbral, medio desnudo, con un lápiz de labios y un télex en la mano: YA NO ES DIVERTIDO, PRIMER VUELO BUEN TIEMPO O TREN. JS.
Abrió el grifo para tomar un baño.
Mientras la bañera se llenaba, se sentó en el borde frío y observó que una cucaracha corría por el suelo de baldosas blancas. Se imaginó haciendo la maleta y deslizándose escaleras abajo, inventando una historia para Bobin si por casualidad se cruzaban en el vestíbulo, sobornando para conseguir pasaje en el primer tren al norte, entrando en la oficina de Julie el lunes por la mañana y conocer a su Peter McCauley.
En el otro lado de la balanza estaba la oportunidad de dar comida a unos miles de personas que la necesitaban; la oportunidad de aturullar a las dos burocracias, encender una pira funeraria espectacular debajo de todos los viejos fracasos y hacer algo para festejar sus cincuenta años. Humillación por un lado y un martirio glorioso en el otro: ¿Qué clase de opción era esa, Julie?
De todos modos, después de bañarse y tomar el desayuno, todavía le quedaba un pequeño atisbo de duda. El tren a Moscú partía a las 2:45. Decidió ir a buscar la respuesta en la ciudad.
La niebla temprana de la mañana se iba transformando gradualmente en un cielo encapotado, y Vostok estaba bañado por una luz ámbar, y el aire condimentado con escapes de diesel y azufre. Czesich caminó hacia el norte al salir del estacionamiento del hotel y dobló a la izquierda para tomar una avenida de cuatro carriles paralela al Prospekt de la Revolución. El camino llevaba colina arriba, más allá de una serie de frentes de tiendas: un estudio fotográfico, una cafetería sórdida, una librería ofrecía pósters y calendarios y, aún ahora, las obras completas de V. I. Lenin, encuadernadas y relucientes con sus tapas duras rojas. Sobre los frentes de los locales se apretaban las casas de tres o cuatro pisos, con ventanas altas al estilo de antes de la guerra, con gárgolas que lo miraban desde las cornisas. Vio a un viejo que se apoyaba en un bastón delante del video zal y, siguiendo un impulso, le preguntó cómo llegar a la iglesia más próxima. El hombre pareció contento de prestar un servicio. Tomó el codo de Czesich y cojeó hasta la esquina, allí se volvió hacia el sur, luego cambió de idea, se volvió hacia el oeste de nuevo y señaló con un brazo.
– Vaya por aquí dos manzanas en la misma dirección en la que iba -dijo-. Doble a la izquierda y siga por esa calle, derecho, derecho, derecho y dará con ella directamente. Es la única iglesia que nos queda ahora. Cúpulas doradas. La va a ver.
Czesich le dio las gracias y, al volverse hacia el paso de peatones para cruzar, notó un movimiento extraño en el gentío detrás de él. No fue nada, se dijo, una sombra, un asomo de recuerdos de la guerra fría. No arriesgó otra mirada atrás.
En la esquina giró y se encontró con una multitud frente a un edificio largo y con rasgos distintivos. Mientras lo observaba, alguien abrió la puerta de vidrio del edificio empujándola, y salió una mujer de mediana edad que se debatió con dificultad entre cabezas y hombros. Paso a paso luchó para avanzar, yendo de un lado a otro y empujando hacia adelante hasta que salió a la vereda liberada y medio se sentó, medio se cayó sobre un banco, respirando con fuerza, y apretando un par de zapatos nuevos contra el pecho. Detrás de ella estalló una discusión: dos mujeres se gritaban cara a cara, y un joven alto trataba de separarlas, mientras alguien lo agarraba desde atrás y otras personas empezaban a gritar, agitaban un dedo y empujaban. Las ruinas de la civilización rusa, pensó Czesich. No pudo soportar seguir mirando.
Tomó un atajo por una calle residencial lateral, evitando otra congregación más pequeña reunida alrededor de un experto timador que trabajaba con naipes sobre una caja de madera dada vuelta. Czesich dio una rápida vuelta a la izquierda, entró en el patio y giró en redondo, un viejo truco que Julie y él habían usado en la década del sesenta cuando hasta las exposiciones de artistas humildes justificaban la presencia de un espía. Pero nadie lo siguió dentro del patio ni lo esperó cuando volvió a la acera, trató de relajarse. El tránsito de peatones continuaba fluyendo melancólicamente, y cada persona sin excepción llevaba algo: rollos de papel higiénico colgando de un piolín; una gallina sin desplumar; bolsas de mercado repletas de huevos o pescado envasado; una caja vacía que decía TELEVISIÓN. Se quedó de pie en medio de la acera, dejando que el río de gente le pasara al lado, mientras tocaba el telegrama que tenía en el bolsillo del pantalón y miraba su reloj, vacilando. Al cabo de un minuto siguió su camino.
La calle lateral cruzaba el Prospekt de la Revolución una milla al oeste del hotel, y luego se hundía en un verdadero barrio pobre. Filson le había dicho que volviera con fotografías "que demostraran que realmente tenían hambre", pero Czesich ni siquiera pensó en enfocar la cámara.
Dos cuadras al sur del Prospekt el pavimento terminó bruscamente, pero siguió adelante tenazmente, caminando sobre una resbaladiza capa de barro, recorriendo, a la luz que se filtraba misteriosa, el paisaje de desolación. Los cercos estaban sin pintar, las casas de madera negra, desvencijadas, los patios atestados de objetos, con sogas de las que colgaba ropa lavada en el aire lleno de hollín. Alcanzó a oler humo de gasolina y carbón, y a ver una niebla fluvial al acecho al frente. Un perro callejero de patas embarradas pasó sin acercarse. Un auto de la milicia salpicó. Frente a una vista especialmente desesperada, no pudo menos que dejar el camino, y se paró con las manos sobre las estacas astilladas del cerco para mirar una casa que se inclinaba tanto a un lado, que parecía estar a punto de caerse sobre una pila de clavos, aserrín y vidrios tintineantes. En el patio del frente había un pequeño montón de ceniza de carbón como remedando los montones de escoria un poco más allá. Un gato negro estaba acurrucado en un escalón hecho con un durmiente del ferrocarril. Encima estaba la madera agujereada de la puerta, y detrás de un vidrio sucio, la cara de un hombre. Cuando Czesich levantó una mano para saludarlo, la vieja cara se quedó inmóvil un momento y luego retrocedió a la oscuridad.
Echó una mirada hacia atrás, en dirección a la ciudad, y entonces vio quien lo estaba siguiendo, un hombre de pelo lacio amarillento y el cuerpo de un defensa de fútbol americano, que simulaba estar sacándose el barro de encima del zapato. Czesich apuntó con su cámara y sacó tres fotos, pero el rubio sólo se enderezó y lo miró con desfachatez.
La iglesia no estaba donde le había dicho el viejo. Nervioso ahora, forzán- dose a no mirar por encima del hombro. Czesich camino por un laberinto de calles bajas durante casi una hora antes de descubrir la punta de una cúpula dorada bien en lo alto sobre una pequeña colina a su izquierda. La tierra a sus pies se volvía mas seca a medida que trepaba, y las casas eran más sólidas, aunque pequeñas y cubiertas de hollín, con patios escondidos detrás de cercas de tablas pintadas y daban sobre el río Don. Pronto vio otras dos cúpulas doradas, la torre de un campanario, el azul del costado de lo que parecía ser la rectoría, un añadido al lado del edificio principal. Echó una mirada rápida hacia atrás una vez, (el rubio no estaba a la vista) siguió por la calle de tierra hacia las puertas de hierro forjado de la iglesia, y se detuvo para sacar una fotografía. Era un cementerio ruso típico, cercos de hierro con puntas alrededor de la mayoría de las lápidas, retratos cubiertos con vidrio, en blanco y negro, debajo de los nombres. Había una tumba abierta, que acababan de cavar y estaba rodeada de flores, y la iglesia con su cúpula dorada mas allá.
El edificio mismo estaba tambaleante y arruinado, pero por lo menos tenía algún color, algún estilo; prometía algo mas allá de la gris utilidad neutra de Lenin. Czesich oyó las notas de un himno fúnebre que se filtraban por las paredes de madera y se sintió atraído.
Trepó por una serie de escalones desvencijados y abrió la puerta que llevaba a un vestíbulo poco iluminado. El canto se desvaneció. Al principio vio exactamente lo que había esperado ver. lo que siempre se veía en las iglesias soviéticas, unas pocas babushki con pañuelos, que se persignaban y se inclinaban, pero no había esperado ver además, una nave desbordada por la gente.
Alguien hablaba al frente de la iglesia, la voz a la vez frágil, expansiva algo familiar. Czesich no llegaba a reconocerla del todo.
– …es lo que debemos recordar en nuestra aflicción -luego una pausa interrumpida por suaves sollozos femeninos-. Nuestra esencia mas profunda es como la mano de un niño pequeño hecha un puño en nuestro pecho
Czesich pensó en los sacerdotes de Boston Este, los imaginó cerrando el puño para lograr este efecto, con una mano sobre el pecho, remedando al afligido Jesús de su imaginación. Aún en sus días de monaguillo, el melodrama nunca le había parecido particularmente sagrado, y se habría vuelto a la calle si no se hubiese dado cuenta de pronto a quien pertenecía la voz. y comprendido que la gente que abarrotaba la iglesia no eran sólo viejas de pañuelo, sino gente joven, hasta adolescente, y hombres de cuello y hombros grandes, y manos gruesas y pesadas. Se deslizó hacia adelante entre las babushki que se inclinaban y llegó a la entrada, donde una apretada hilera de espaldas le cerró el paso
– Alrededor de ese pequeño puño hay otra mano, algo más grande y fuerte, la mano de la familia y los amigos íntimos. Para aquellos de nosotros que somos mayores, y cuyos maridos y esposas ya no viven, esta mano esta ausente, y a veces nos parece que vivimos en un universo vacío, que nuestras almas son pequeñas puntos sin importancia perdidos en las sombras de nuestros seres queridos perdidos, como hoy nos sentimos perdidos en la sombra de nuestro amado Bogdan Tikhonovich.
– Pero sobre esta segunda mano, o su sombra, hay una tercera mano, mucho mas grande y más poderosa, de hecho tan grande y poderosa, que al envolver nuestra alma v nuestra familia, a veces nos ciega. A veces aprieta a las otras dos manos dolorosamente, tratando de extinguirlas, de arruinar la rica vida interior sobre la que se apoya todo el mundo superficial. Esa. mis hermanos y hermanas, es la mano del Estado, una mano manchada de sangre, sin espíritu, la mano que ha estado sofocando nuestras vidas interiores durante setenta y cuatro años.
Czesich empujó hacia arriba y a través de la última fila de asistentes se abrió paso hacia adelante un poco más. se deslizó a la izquierda para mirar desde un grueso pilar cubierto de iconos, y vio a Alexei, su visitante del Expreso Donbass. de pie en el pulpito pasándose un pañuelo por su alta y estrecha frente Su peculiar amigo llevaba vestiduras de color blanco y dorado, con una cruz de madera que le colgaba del cuello, y ya no había ninguna posibilidad de tomarlo por un acuarelista disidente o un trabajador retirado. Czesich recordó un articulo de sus lecturas previas al viaje Alexei de Vostok y sus sermones incendiarios, el hostigamiento de la KGB. legiones de seguidores fanáticos Le resultó difícil establecer la conexión entre aquel articulo y la figura sudorosa de pájaro que estaba al frente de la iglesia. -Lo que el Estado no comprende -entonó Alexei-. es que hay otra mano, la Cuarta Mano, que contiene, en su amplio apretón, a la totalidad del universo. Piensen en esto. ¡La totalidad del universo! Miren el cielo limpio de un pueblo por la noche y veían otras galaxias, otros mundos. ¿El Estado ha creado esos mundos? Czesich oyó murmullos a su alrededor, hombres y mujeres que decían "Nyet! Nyet!” como pentecostalistas que gritaran "¡Amén!" en una capilla en D.C. Sudeste. Sintió que entre la multitud fluían corrientes mágicas de furia que le tironeaban las rodillas.
– El Estado puede mandar un sputnik al cosmos, pero el sputnik es como una semilla de melón escupida a una nube. No es nada, es una broma, el grito de un bebé en la vasta taiga siberiana.
Alexei parecía realizar trucos con la voz, mandando cada palabra, tronando desde su cuerpo hasta el cielo raso. Czesich sudaba y aferraba la cámara con las dos manos, mientras trataba de mantener su posición defendiéndose de la presión de los cuerpos. El abuelo Czesich se había consolado con un sueño de la resistencia popular rusa, y él sentía que ahora se había tropezado con ese sueño, por pura casualidad. vislumbraba el pequeño puño ruso enterrado desde hacia tanto tiempo.
– Hermanos y hermanas, les digo esto: Ningún gobierno, ninguna perestroika puede sobrevivir y florecer a menos de estar enraizada en los misterios de la vida interior. Ha llegado el momento de abrir el puño del niño que tenemos adentro, de crear un gobierno del alma, no de la Iglesia o del Apparatchik. no del tanque y del rifle y del misil, ¡ del alma!
El padre Alexei había llegado a un tono sudoroso tan enojado que Czesich pensó que debería llegar al final de la apología pronto o moriría donde estaba. La punta blanca de su barba temblaba: pequeños ríos de transpiración relucían sobre su líente.
– ¡No necesitamos que nos maten a nuestros Tikhnoviches por la espalda mientras rezan! ¡Ya no queremos hombres y mujeres silenciados en Rusia! En nombre de nuestro amigo asesinado y en nombre de Cristo, tenemos que ponernos de pie ahora. Debemos elegir lo que nos asusta, el camino que nos asusta. Tenemos que salir de la seguridad de las sombras silenciosas y actuar. Pero nuestros actos deben permanecer anclados en el espíritu o nos habremos sacado el yugo para correr del infierno del silencio directamente al infierno del odio y la guerra civil.
El viejo sacerdote hizo una pausa de pocos segundos para recobrar el aliento, luego levantó una mano y muy despacio hizo el signo de la cruz. La congregación no quería que el flujo de palabras se acabara, Czesich lo sintió. Se puso de puntillas y alcanzó a ver un ataúd cubierto cerca del altar, pero el cuerpo del sereno parecía casi incidental después de semejante oración. Alexei bajó del pulpito y siguió con la misa de difuntos; se arrodillaba, agitaba el incienso, desaparecía detrás del altar, reaparecía, leyendo sus resonantes oraciones de una Biblia que sostenía una joven que lloraba. Czesich miró a su alrededor las paredes literalmente cubiertas con iconos magníficos -de oro y plata y madera, santos con caras largas, cientos de delgadas velas marrones con llamas que se agitaban en brisas minúsculas y trató de romper el hechizo. Este Alexei -amigo del Peter McCauley de la embajada, era un sacerdote radical, no un poeta. Su iglesia olía a revolución. Estaba llena de una juventud de pelo largo y ojos brillantes que podía haber salido del Estados Unidos de la década del sesenta, y mineros con polvo de carbón, metido en sus cuellos.
¿Qué tenía que ver la revolución con los asuntos culturales?
Ahora el padre Alexei bendecía el ataúd, y la galería del coro, directamente sobre la cabeza de Czesich había estallado en canto, una quejosa subida y bajada de notas insoportablemente tristes, una representación perfecta de la tristeza entre la que había caminado hacía una hora.
Na-acido de una madre libre de pecado,
Na-cido en un mundo de pecado.
Na-acido a una vida sin pecado…
Pero de alguna manera era muy personal, también. íntimo, secreto.
Ante el panegírico creciente, la piel sobre la espina dorsal y los brazos de Czesich se erizó. ¿Quién sabía qué era? ¿Miedo? ¿Inspiración? ¿La esperanza sentimental del cielo? Al escuchar las voces, le pareció que se le estaba permitiendo vislumbrar más allá de las superficies y la armadura, abajo en la bóveda oscura y agrietada en su centro, y que la mano que veía allí aferraba lo que la mano secreta de cada uno había aferrado: un pedazo del suelo del sentimiento infantil, produciendo sueños de adultos entre los dedos apretados del puño. Quizás eso era lo que Alexei había tratado de describir.
El servicio estaba a punto de terminar, los que iban a llevar el féretro se adelantaron, y Alexei agitó el incienso sobre el ataúd. Con su cámara cara y su curiosidad y sus relucientes ropas americanas. Czesich se sentía como un intruso, otro McCauley rico que interfería. Se deslizó de nuevo entre la gente y salió al cementerio, seguido todo el camino por un eco a capella. No tenía la menor idea de cómo uno se ponía a buscar su propia esencia más protunda después de tantos años de estarle escapando, décadas de tomar decisiones de afuera para adentro, casarse con la mujer con la que otros querían que se casara, diciendo las cosas que otros querían que uno dijera. Cruzó el cementerio a grandes zancadas, tratando de imaginar esa esencia, el camino correcto para llegar a ella. Sigan el camino del temor, había dicho el padre Alexei. Parecía muy simple. Aún en su estado de agitación, el camino del temor era obvio: llevaba más allá de las sombras de la KGB y los "amigos" de la embajada y derecho derecho derecho a través de las ruinas de la civilización rusa. Ya había estado andando por ese camino durante uno o dos días, de modo que tenía sentido seguirlo hasta el final.
Ahora era un samurai del mundo diplomático, y esta actuación final su harakiri virtuoso.