175318.fb2 Requiem Para Rusia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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20

– ¡Los pepinos a dieciocho rublos el kilo! ¡Es un robo! Esta gente viene del sur, pasan unos pocos días dando vueltas por el mercado, estafando a todo el que ven, y se van de vuelta a casa con bastante dinero como para…

Nina Vasilievna dejó su queja incompleta y se metió en la cocina con un cesto que le colgaba del brazo con pulseras, dejando que Propenko imaginara diversos finales. Bastante dinero como para vivir como nosotros, podría haber dicho, en un apartamento de seis habitaciones bastante grande como para hacer competencias de atletismo. Bastante para comprar en el mercado negro un televisor y un vídeo japonés como el que tenemos en la sala de estar. Bastante como para comprar algunas onzas del oro que ves brillando alrededor de mi suave cuello.

Claro que, en el caso de Mikhail Lvovich y su esposa, no era en realidad una cuestión de dinero. Vivían de ese modo no porque tuvieran dinero, sino porque el hombre de la casa se movía en el centro de una maraña inimaginable de deudas, terror e influencia mal habida, una red pegajosa a la que había adherido y de la que se había nutrido durante casi treinta años.

Y, claro, Nina Vasilievna no tenía ningún motivo real para alterarse por los precios en los mercados privados, ya que la mayor parte de lo que comía le llegaba de almacenes especiales, una pequeña gratificación por el fiel servicio de su marido al Partido. Su indignación era tan sólo un recurso social, algo para hacer aparecer a los Kabanov como gente común, algo para suavizar el hielo del ambiente.

– Por lo menos uno puede encontrar pepinos en el mercado negro -dijo Raisa fríamente.

Mikhail Lvovich frunció el entrecejo.

Nina Vasilievna se quedó en la cocina y simuló que no oía.

Cuando reapareció, Propenko observó la forma descuidada con que servía la comida, como si los platos y utensilios tuvieran alguna infección de la clase baja.

Observó las superficies elegantes, mantel de encaje, óleos en las paredes, alfombras de Ashkhabadian, las caras blandas y consentidas de los anfitriones, pero todo estaba levemente fuera de foco. Se sintió presente a medias. La otra mitad estaba en su casa, sentado en la cama de la sala de estar con el teléfono en la mano tratando de clasificar lo que Bessarovich había dicho y lo que no había dicho, lo que él había preguntado y lo que había olvidado preguntar, lo que se había decidido. Le parecía que el resultado real de sus frases confusas y crípticas era muy simple: "Tiene que obrar por su cuenta, Sergei".

– Bien -dijo el Primer Secretario, arreglando el cuchillo y el tenedor con dos dedos gordos y escrutando directamente los pensamientos de Propenko-. ¿Ha hablado con nuestra amiga de Moscú recientemente?

– ¿Qué amiga, Mikhail Lvovich?

– La poderosa Bessarovich.

– No muy recientemente -dijo Propenko. Raisa le dirigió una mirada-. Hablamos a mediados de semana.

– Una mujer poderosa, nuestra Lyudmila Ivanovna. Bien relacionada.

Propenko asintió de manera neutral.

– Me dijo que le transmitiera sus saludos.

– ¿Lo está tratando bien?

– Ni bien ni mal, Mikhail Lvovich. Vino aquí a organizar las cosas, y ahora que las cosas están organizadas, llama de vez en cuando para decir hola, tengo la impresión de que los alimentos americanos no la preocupan como para desvelarla de noche.

El Primer Secretario le dirigió una de sus sonrisitas burlonas y sus ojos recorrieron la camisa de Propenko y su sencilla chaqueta deportiva.

– ¿De modo que el programa está en camino?

– En camino. Mañana a la mañana empezamos a distribuir comida.

– Felicitaciones.

Lvovich había llegado a dominar su acto: la sonrisa, los ojos mezquinos, exactamente la mezcla correcta de sarcasmo y sinceridad, de modo que uno no pudiera estar seguro de qué era real y qué imaginario. Propenko asintió, y los músculos de su cuello ejecutaron una pequeña danza convulsiva.

La comida fue caviar rojo en huevos revueltos en manteca, y un trozo de carne suculenta, tan lujosa y elegante como todo lo demás en la casa. Propenko y Mis anfitriones comieron despacio, con gusto: Raisa paseó la comida por el plato. Después de pasar con dificultad por varios temas, se refugiaron en una conversación sobre la universidad, donde las dos parejas tenían a un hijo.

– Las clases comienzan pronto -dijo Nina contenta-. Lyosha dice que los profesores son demasiado exigentes. Siempre se queja de eso.

– Lydia también -dijo Raisa, y giró la mirada hacia Propenko como para decirle: si tú puedes mentir, yo puedo mentir. Si vinimos aquí a pasar nuestra noche de domingo mintiendo y simulando ser amigos de esta gente, mentiré y simularé que somos amigos-. Especialmente de inglés -agregó-, dice que el inglés debe ser la lengua más desconcertante de la tierra.

– Después del chino -interrumpió Mikhail Lvovich. Tiró del rabillo de sus ojos para ponerlos oblicuos.

– Después del chino, naturalmente.

– Pero el inglés es un idioma mucho más importante -dijo Nina.

– Mucho más importante -repitió su marido-. El idioma de los negocios.

– Hasta los japoneses están aprendiendo inglés.

– En vez de chino -dijo Mikhail Lvovich.

Propenko decidió que debían haber practicado este dúo en innumerables actos oficiales. Trató de prestar atención simultáneamente a su anfitrión y su anfitriona, y a la vez saborear su comida.

– Dentro de pocos años -dijo Nina resignada-, los japoneses se apoderarán de todo en el mundo de los negocios: bancos, fábricas, materia prima. Ya controlan los mercados de dinero, saben.

– No estés tan segura de tus predicciones, querida -le dijo Mikhail Lvovich-. No descartes a los rusos desde ya.

Esta afirmación era tan absurda que los dejó callados a todos por un momento. A Propenko no le sorprendió que sus anfitriones hablaran de bancos y de mercados de dinero. Los Kabanov eran comunistas por conveniencia, y los comunistas por conveniencia estaban descubriendo que les convenía dominar palabras como "convertibilidad", "estrategia de inversión", "tasas de interés" como en su momento dominaron palabras como "decadencia de la burguesía", "enemigo del pueblo" y "medios de producción". Con la danza imprevisible de Gorbachov-Yeltsin-Puchkov-Pavlov que tenía lugar en Moscú pensaban era una medida prudente tener un pie a cada lado del cerco.

– Es claro que los norteamericanos tienen una ventaja en el campo de los negocios. El inglés les resulta natural.

– Es natural para los ingleses también, Misha-dijo Nina Vasilievna, con un aire de exasperación cariñosa, dando vuelta los ojos y tocando la mano de su marido como si hubiera dicho algo completamente estúpido pero no se le podía reprochar-. Y eso no parece ayudarlos a ellos.

– Los norteamericanos hablan un dialecto más duro, más agresivo-insistió Lvovich-. Más adecuado para hacer tratos. -Propenko estaba tratando de olvidarse de Bessarovich ahora, de olvidar la comida en el plato, y prestar toda su atención a la conversación. Mikhail Lvovich no los había invitado para hablar de lingüística.

– Los ingleses cometieron el error de tratar de extender su manera de vivir a todo el mundo -dijo Nina con seguridad.

– También lo hicimos nosotros -repuso Raisa-. Por lo menos los ingleses no produjeron a un Stalin.

– No -dijo Nina sonriendo-, dieron vida a Estados Unidos.

– Exactamente.

Propenko limpió la última gota de huevo de su plato con el último trozo de carne. Raisa estaba demasiado lejos, sino le habría tomado la mano debajo de lamesa. No había comido casi nada.

– Estados Unidos tiene sus propios problemas -dijo Mikhail Lvovich-. Se está derrumbando.

– Un pepino no cuesta la paga de medio día en Estados Unidos.

– Tiene razón, Raisa Maximovna -admitió el Primer Secretario, asegurándose de que usaba el patronímico para que Raisa supiera que se acordaba de su padre-, pero los amigos que han estado allá dicen que sectores enteros de las ciudades son demasiado peligrosos para transitar por la noche. Hay niños en las calles con ametralladoras, y otras cosas.

– Dicen que si uno se lo señala a los norteamericanos, se encogen de hombros -acotó Nina-. No les preocupa ¿te imaginas?

– Quizá los preocupa y no pueden hacer nada para remediarlo.

– Siempre se puede hacer algo: una huelga de hambre, por ejemplo -Lvovich repitió su sonrisita sarcástica. Nina dejó escapar un sonido que pareció una risa, pero Propenko y Raisa no entendieron el chiste-. ¿Qué dice su americano de todo esto, Sergei?

Propenko se encogió de hombros. Ahora no necesitaba más enemigos. Tendría suerte si al finalizar la noche conseguía mantener una tregua incómoda.

– No tiene por qué preocuparse por eso -dijo-, con todo el dinero que tiene. -Raisa le dirigió otra mirada de enojo. Mikhail Lvovich y Nina sonrieron.

– Deberían ver sus trajes.

– Los compran en México -dijo Mikhail Lvovich-. A los mexicanos les pagan casi nada por ellos. Los mexicanos son los nuevos esclavos negros en América. Ahora -pareció dispuesto a desarrollar esta teoría, pero miró a su mujer y cambió de opinión-. Nuestros trajes no son inferiores bajo ningún concepto.

Nina retiró los platos y sirvió café con una botella de café armenio cinco estrellas.

– ¿En definitiva, cómo es su americano, Sergei? ¿Cuál es la verdadera historia?

– Competente. Un hombre decente.

– ¿Agresivo?

– No especialmente.

– Lyosha lo vio paseando ayer por el Prospekt Mira -dijo Nina-. Tomando fotografías de todo, como un espía.

– No es ningún espía -dijo Propenko. Raisa le dirigió otra mirada. Se habían encontrado con Czesich en el restaurante de Bobin el viernes por la noche, y al cabo de unos minutos de charla cortés ella había dejado de mirarlo como si fuera un espécimen en el zoológico y lo invitó a cenar. A Propenko le sorprendió, pero luego se puso orgulloso, contento por haber recuperado a su esposa. Ahora, demasiado tarde, los dos sintieron la trampa.

– ¿Cómo sabe que no lo es? -dijo Mikhail sonriendo.

Propenko se encogió de hombros, y de algún modo se las compuso para reír… sólo unas carcajadas suaves, pero cambiaron el clima al instante.

– Los extranjeros no van a volver a ganarnos -dijo-. Lo estamos haciendo muy bien solos, sin ninguna ayuda de afuera.

Mikhail Lvovich se inclinó sobre la esquina de la mesa y palmeó a Raisa en el brazo.

– Sabe más de ganarle a la gente que nosotros, Raisa -le elijo con un guiño-. En ese departamento el especialista es él, no nosotros.

Propenko recordó un proverbio ucraniano que su padre solía citar: La serpiente adula antes de morder.

– El embajador norteamericano vendrá pronto, saben -dijo Lvovich, como si fuera una información privilegiada que compartía con amigos íntimos y no un rumor. El propio Propenko se la había dado-. Deberíamos organizar una recepción, Sergei, ¿no te parece?

– Sin duda.

– Quizás en el Intourist. Bobin tiene un salón. Hablaré con él mañana.

– ¿Cuándo viene el embajador? -preguntó Raisa.

– ¿Es que su esposo no le cuenta sus secretos? -Mikhail Lvovich se inclinó hacia atrás en la silla y deslizó las yemas de los dedos debajo del cin-turón. Desde el codo a la muñeca los dos antebrazos descansaban sobre su vientre.- Es una broma, Raisa. No mire a Sergei como si tuviera una amante. No la tiene. Lo estamos vigilando. Lo sabemos. Es tan fiel como la guardia del zar.

Propenko golpeó la cucharita sobre el platillo y mantuvo los ojos bajos.

– Sabremos la fecha esta semana -continuó Lvovich. Echó una mirada a su mujer-. Nunca hemos tenido un embajador norteamericano en Vostok. Es la primera vez.

– Es maravilloso, Misha -le dijo Nina, dirigiéndose a él, como si fuera un rey.

Pero tu castillo, pensó Propenko, está construido sobre las humillaciones de otra gente.

Durante la comida, una sinfonía de Shostakovich había estado sonando suavemente por el sistema de estéreo japonés, pero cuando Nina trajo cuatro porciones de torta de limón helada a la mesa, Mikhail Lvovich se levantó y puso a Vysotski. Propenko vio una sonrisa amarga en la boca de Raisa, y pensó por un momento que este gesto sería lo que la empujaría a una guerra franca, que saltaría de su silla y señalaría con el dedo gritando: Ustedes son la clase de gente sobre las que cantaba Vysotski ¿no se dan cuenta? Ustedes son los que lo convirtieron en un héroe popular, porque todos los odiaron durante años y no encontraban la manera de expresar su odio hasta que llegó Vysotski. Vysotski fue el comienzo del fin para ustedes, ¿no lo comprenden?

Pero ella sólo bebió su café y picoteó un poco de la torta con un tenedor de plata. Sin embargo, Propenko sintió un cambio. La guitarra ruda y la voz áspera parecieron alterar la luz en la habitación, exponiendo el yo oculto de Kabanov: maligno, inescrupuloso, desprovisto hasta del mínimo rasgo de piedad. La elegancia, la comida maravillosa, la charla y las sonrisas habían sido como un lindo pañuelo de encaje sobre la jaula de una serpiente, y ahora el pañuelo se deslizaba, y la puerta de la jaula se abría. A Mikhail Lvovich le era imposible pasar toda una noche sin mostrar sus colmillos, sin recurrir al poder, y Propenko sintió que ese poder ahora llenaba el aire que respiraba. Se preguntó si la música habría sido elegido como una burla.

El cazador va tras los lobos.

El cazador va…

Sangre sobre la nieve

Y las manchas rojas de banderas.

Tomaron café y la torta mientras escuchaban algunas canciones; luego el Primer Secretario se levantó y se dirigió a una cómoda ornamentada. Abrió el cajón de arriba tan cuidadosamente como un joyero abre el estuche de un collar de diamantes y extrajo una cajita.

– ¿Un cigarro, Sergei? -dijo dándose la vuelta con dos cigarros gordos en la mano. Invitó a Propenko con un gesto a salir al balcón.

– Y los hombres se van -dijo Nina alegremente.

En el balcón, Mikhail Lvovich le ofreció a Propenko un cigarro cubano (imposibles de conseguir en Vostok desde la época de Brezhnev) y lo encendió. Miraron hacia abajo el Museo de Historia Natural y el Hotel del Partido, y dos faroles de la calle empañados por la niebla. La noche estaba fresca.

Para su gran vergüenza, Propenko se encontró en una postura más bien sumisa, vuelto a medias hacia el Primer Secretario, con una expresión de buena voluntad clavada en la cara. Tal es la magia del poder.

– Una muy buena cena, Mikhail Lvovich -se oyó decir.

El Primer Secretario hizo un gesto con la mano a través del humo dulce.

– Nina es la cocinera.

Tres pisos más abajo, Propenko vislumbró una figura que recorría la acera. Cuando el hombre se dio la vuelta y regresó de frente a ellos, pasó debajo de la luz, y Propenko vio el uniforme.

– Imagina tener que vivir con una guardia de la milicia noche y día -dijo Mikhail Lvovich-. Imagina cómo se siente uno.

Propenko no dijo nada. Los hombres de Vzyatin no podían vigilar los contenedores de alimentos inmóviles; ¿cómo se podía suponer que podían custodiarlo a él, a Raisa y a Lydia y a Marya Petrovna? ¿De qué servía un teniente soñoliento en la calle si alguien quería matar a Mikhail Lvovich de un tiro o tirar una granada de mano por la ventana? Era para guardar las apariencias como en todo lo demás. Esta noche se sentía amargado, con Bessarovich por haberlo abandonado, con Vzyatin por su suprema confianza y sutiles manipulaciones. Se sentía vulnerable, tonto y maltratado. La alegría por su designación hacía tiempo que se había agriado.

– No puede saber lo que significa pasar los días tratando de mejorar la vida de las gentes, y tener que ser protegido de esa misma gente.

Propenko se alegró de que Raisa no estuviera allí para oír esto.

– Es una época en la que un hombre aprende a ver a través de los disfraces qué pasan por amistad, por lealtad.

Propenko observó al guardia de la milicia y volvía de nuevo por la parte más iluminada por la calle. Aspiró su cigarro y retuvo el humo en la boca.

– ¿Sabes qué estoy diciendo, Sergei?

Propenko exhaló el humo rápidamente y dijo que lo sabía.

– Solía observarte en las reuniones del Komsomol hace años, sabes. En el salón de la calle Morskaya. Tenías, cuánto, ¿dieciséis?

– Dieciocho.

– Dieciocho. Un campeón de boxeo.

– Campeón de oblast, Mikhail Lvovich. Nada más. Había mejores boxeadores en…

– De todos modos. Un maestro del Deporte. En el equipo olímpico, ¿no es cierto?

– No -dijo Propenko. Lvovich sabía que no había estado en el equipo olímpico y lo mencionaba, sin duda, para avivar un recuerdo doloroso. Lo había intentado dos veces. La segunda vez le habían roto la nariz con un golpe en la tercera vuelta de las semifinales, y no había podido hacer otra cosa que defenderse hasta que sonó la campana.

– Sabía que ibas a ir ascendiendo -dijo Lvovich. Caminó hasta el extremo del balcón y volvió, una excursión pensativa de seis pasos-. Reconozco la calidad cuando la veo, y la vi en ti hace mucho tiempo.

Más halagos, pensó Propenko. Ahora la sorpiente va a morder.

– He oído decir que hay problemas con el programa de alimentos.

– ¿A quién?-estalló Propenko.

– Amigos.

– No hay ningún problema. Empezamos mañana por la mañana.

– También se dice que hay tensión. Peleas. Contenedores faltantes. Oigo rumores de Moscú que hablan de que el norteamericano ha estado pensando en cancelar todo el espectáculo, que quizá ya lo han cancelado.

– Lo sabríamos -dijo Propenko.

– ¿Lo sabríamos?

De pronto a Propenko se le ocurrió que Mikhail Lvovich lo había invitado a su casa para relevarlo de sus tareas. Lo iban a dejar en la calle. Ese era el secreto que había sentido en la voz de Bessarovich por teléfono. "Algunos problemas deben ser resueltos más cerca de la fuente", había dicho, queriendo decir: Malov puede hacer sus juegos sucios porque es amigo de Mikhail Lvovich, y Mikhail Lvovich está a punto de despedirlo, y yo no puedo hacer nada para impedirlo. Sálvese como pueda.

– Ha habido uno o dos problemitas, Mikhail Lvovich. Pero todo proyecto tiene sus problemas. La comida va a ser entregada según lo programado. Lo garantizo.

Lvovich gruñó e hizo otra lenta excursión con su abdomen voluminoso, exhalando una nube de humo. Una lluvia muy liviana comenzó a golpear el árbol que tenían a la derecha, y se acercaron más a la pared.

– ¿Qué hay de Lydia? -preguntó Lvovich.

Propenko se quedó helado.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Cómo está?

– Bien. Una estudiante excelente, una buena hija.

– Nuestro Lyosha habla muy bien de ella, aunque él mismo ha dado trabajo últimamente. Los estudiantes viven en un mundo más simple… Se les mete una idea en la cabeza y no hay forma de sacárselas.

Propenko inspiró el humo del cigarro, miró enfrente y sus ojos encontraron los de Mikhail Lvovich, tratando de ver en ellos la próxima movida. "Es sobre el poder ¿no es cierto, papá?" le había dicho Lydia, y era exactamente así. Ahora él ocupaba un lugar donde se trataba de poder y de nada más. Pero ¿qué era exactamente este "poder"? ¿De qué estaba hecho? ¿Dónde residían; en la voz, en el título, en el número de deudas? ¿En el puro terror físico? Así ocurría con Malov constantemente corrían rumores sobre Lvovich, una mitología de lo maligno. Del Primer Secretario se decía que había forzado a la esposa del director de un periódico desleal a visitar a su marido en la cárcel, justo después de un interrogatorio; el marido desnudo y destrozado en una celda fría. Propenko se preguntaba si el mismo Lvovich inventaba esas historias.

– Estás enterado de las demostraciones, ¿no, Sergei?

– No puedes vivir en Vostok y no estar enterado de ellas.

– No te preguntaré qué piensas, porque lo sé. Te conozco desde hace años, te he visto en reuniones, mi gente me ha informado sobre ti. Sé que perteneces a un grupo de comunistas sólidos que no se van a doblar ante cada brisa que sopla. Pero tienes que comprender mi posición en esto. Las demostraciones me crean un problema enorme, con la venida del embajador de Estados Unidos y todo lo demás, un problema tremendo. Podría hacer una llamada telefónica ahora mismo y conseguir que vinieran los Boinas Negras y los metieran a todos en la cárcel: los de la huelga de hambre, los mineros, el cura loco, todos. -Lvovich movió el brazo para abarcar a todos sus enemigos.- En otros lugares lo hacen así. Fíjate en Tbilisi. Fíjate en Vilnius. Vienen, usan sus bastones, rompen unas cuantas costillas, tiran a algunos agitadores en el camión, y se acabó todo. Pero yo no odio a esos manifestantes, Seryozha, no soy ese tipo de hombre. Soy un padre. Comprendo a los jóvenes, y comprendo a los mineros. Mi tío era minero, sabes.

Propenko contestó que no lo sabía.

– Comprendo que la situación es difícil para ellos ahora. Nina y yo tenemos nuestras dificultades, también, aunque no apelamos llorando al mundo. Son tiempos duros para todos.

Propenko no se atrevió a mirarlo a los ojos. Siguió fumando y miró directamente por encima del techo del museo; un hombre de madera en el reino de la furia.

– Nunca te he pedido un favor, ¿no es así, Seryozha?

– No -confesó Propenko. Apenas si me has hablado durante treinta años, quería decirle. Nos estrechamos la mano en los desfiles del Primero de Mayo y el Siete de Noviembre, y el resto del tiempo volamos a diferente altura-. Nunca.

El Primer Secretario asintió.

– Bueno -elijo con solemnidad-, ahora tengo que pedirte uno. De padre a padre. De amigo a amigo.

– Bien -Propenko trató de cobrar ánimo. De padre a padre. Ahora iba a tener que contarle a Mikhail Lvovich todo lo de los Niños del Tercer Paso. Le iba a preguntar que dijera todo lo que sabía del rebelde padre Alexei y sus asistentes. Lo que se conseguía con puños, cadenas y electricidad en el sótano de Seguridad del Estado treinta años atrás, ahora se hacía con cigarros, caviar y alusiones vagas a la lealtad, la paternidad y los Boinas Negras. En Vostok, eso era a lo que llegaba la perestroika.

– Cuéntame sobre el programa de alimentos -dijo Lvovich-. Quiero decir, cómo funciona, en la práctica.

– Bessarovich nos dio una lista de los lugares de distribución. Tenemos que pasar los alimentos por la aduana, luego cargarlos en camiones y llevarlos a esos lugares. En cada lugar hay un contacto, que también está en la lista. Fijamos una hora y día, y el contacto se ocupa de que los alimentos vayan a las personas que más los necesitan. Si todo funciona como se espera, se necesitarán dos semanas para vaciar los contenedores. Como máximo tres.

– ¿Y quién estuvo involucrado en la preparación de estas lista?

– No sé. Volkov, quizá.

Mikhail Lvovich rió sarcásticamente. El guardia de milicia oyó el ruido y miró hacia arriba.

– Eres ingenuo, amigo mío.

Propenko no lo negó.

– ¿Cuáles son los lugares en el lado sur del río?

– Sólo la mina Nevsky.

– ¿Y en el Distrito Lenin?

– En Belaya Rechka -dijo Propenko. Tragó, comprendiendo de pronto lo que había preferido no ver-. En el orfelinato al lado de la iglesia de la Sagrada Sangre.

El Primer Secretario hizo una pausa y rascó una costra de pintura en el edificio.

– ¿Y qué se requeriría -dijo-, para poner esos dos lugares al final de la lista?

Este no era el favor que Propenko había esperado. Al principio le pareció que no le costaría nada a nadie. Sintió una pequeña oleada de esperanza.

– Los dos están al principio de la lista -dijo.

– Esa no es una respuesta a mi pregunta, Sergei. Ahora necesito una semana, diez días como mucho. Necesito diez días de garantía de que la gente que está aquí tratando de arruinarme no será bendecida públicamente por los poderosos de Moscú y en el exterior. Es un favor muy pequeño.

Propenko vaciló.

– No quiero recurrir a mis otras opciones con esta gente, Seryozha. Me conoces bastante como para saberlo. Necesito diez días para que mis delegados hagan algún trato con ellos. Pacíficamente. Sin sangre. No es accidental que la mina Nevsky y la iglesia estén en los primeros lugares de la lista. Si llevan alimentos allí es lo mismo que decirle a todo el oblast que Estados Unidos quiere que Kabanov pierda su posición. Moscú lo quiere echar. ¿Comprendes?

Propenko asintió. Comprendía. Comprendió, en realidad, que había sido un títere en un teatro de traición política. Comprendió que la gente que manejaba los hilos le decían: Estoy demasiado lejos para ayudar. Y que ambos lados trabajaban de acuerdo a los mismos principios: intimidación, manipulación, adulación, soborno, mientras la gente común seguía bailando su danza de hambre y terror. Se preguntó cuánto sabría su amigo, Víctor Vzyatin.

– Comprende, Sergei, que no estoy pidiendo un regalo. Te estoy preguntando qué exiges para hacerme este pequeño favor.

Propenko tardó medio minuto en contestar. En ese lapso varias docenas de respuestas vinieron a sus labios, toda una rueda de ruleta de opciones, y luego le parecería que la respuesta que emergió finalmente fue sólo una cuestión de suerte, un golpe más en la ruleta de Montecarlo.

– Mi familia ha sido amenazada -dijo, un hombre que hablaba en un sueño lluvioso y lleno de humo-. He sido molestado. Quiero que esto se acabe.

Las palabras no habían acabado de ser pronunciadas y ya Propenko sentía la necesidad de recogerlas del aire húmedo y meterlas de nuevo en su boca; pero era demasiado tarde. Sintió que algo le tocaba el codo, y vio abajo la mano del Primer Secretario. La estrechó envuelto en un mareo leve, negro, que nunca había tenido antes, y luego siguió a Lvovich mansamente dentro de la sala de estar. Y allí, con Vysotski graznando su sinfonía de ofensa moral como trasfondo. escuchó cómo los hilos insustanciales de conversación se ataban en pulcros lazos, con el cazador de pie al lado de su presa, sonriendo.

En el viaje de vuelta a casa, Raisa se apartó de él y miró por la ventanilla. Mientras esperaba en los semáforos, o cuando había un trecho despejado de camino, Propenko echaba una mirada a su nuca o al cuello húmedo de su abrigo. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar el volante. La sensación de estar partido en dos, presente a medias, no lo había abandonado, pero ahora su otra mitad estaba de pie en el balcón de Mikhail Lvovich.

– ¿Por qué mentiste cuando le dijiste que habías hablado con Bessarovich, Sergei?

– Porque no era asunto suyo.

Se detuvieron ante otra luz roja y el motor se paró. Propenko lo volvió a poner en marcha con un movimiento furioso de su muñeca.

– ¿Qué le dijiste a ella?

– Ya te lo dije, Raisa. Hablamos de problemas sobre el permiso de aduanas.

– ¿Llamaste desde casa para hablar de permisos de aduanas?

Atrapado en una mentira, Propenko no dijo nada.

– ¿Le dijiste que ibas a la embajada?

– ¿Qué embajada?

– La de Estados Unidos.

– ¿De qué estás hablando?

Ella se volvió. El tránsito se movió hacia adelante.

– Pensé que ese era el motivo de la mentira, para que él no lo supiera.

– ¿Para qué iba a ir a la embajada de Estados Unidos?

– ¿Por qué gritas? Para conseguir los papeles para emigrar ¿para qué otra cosa?

– ¡Papeles de emigración!

– Otra gente lo está haciendo. -Ahora los dos gritaban.

– Y qué, ¿irnos a Estados Unidos?

– Claro, ¿adonde si no?

– ¿Primero Moscú, y ahora Estados Unidos?

– Leonid y Eva los están solicitando para Israel.

– ¿Leonid Leonidovich?

– Es judío -dijo Raisa.

– Crecimos juntos, Raisa. No necesitas decirme que es judío.

– Ellos van a ir. ¿Qué te pasa esta noche?

– Perderá el pabellón si presenta esa solicitud. ¿Qué le pasa a él?

– Presentaron la solicitud el viernes por la tarde. Se van.

– No lo creo.

Siguieron un kilómetro sin hablar, con el motor funcionando mal, y la presencia de Mikhail y Nina Kabanov que se les pegaba como olor a pescado podrido. Cuando entraron en el Prospekt de la Revolución, Propenko sintió que lo iba a invadir el malhumor. Raisa esperó, vigilándolo.

– Hablé con Bessarovich sobre Malov. -El Lada funcionaba mal, y tendría que mantenerlo acelerado para que no se detuviera. En un tramo inclinado, pasó a punto muerto y aceleró el motor. Sentía la necesidad de lanzar el puño contra el parabrisa.- Tuvimos una discusión el viernes después de la reunión. Lo amenacé.

– ¿Lo amenazaste? ¿A Malov? No físicamente.

– Le dije que si le hacía daño a alguien de mi familia, lo mataría.

– Oh, Dios mío -gimió Raisa-. Dios mío, Sergei.

– Vzyatin ha puesto un guardia cerca de la casa y gente que nos sigue. Bessarovich me había ofrecido ayuda, de modo que la llamé.

– Oh, Dios mío -repitió Raisa-. Me casé con mi padre.

– Tu madre no piensa así.

Raisa empezó a llorar sin hacer ningún ruido.

Justo más allá del pabellón, el Lada se detuvo. Propenko lo dirigió hacia la acera, movió la llave para apagar y luego para poner en marcha el motor, y escuchó cómo gruñía y luego la batería perdió gradualmente su carga. Pegó con una mano en el vidrio de la ventanilla y aplastó una telaraña.

– ¿Qué ocurre?

Un tranvía pasó retumbando. Propenko salió y miró debajo del capó, tocó con los dedos las formas negras y aceitosas, cables, metal caliente, la tapa engrasada de la batería. Era una mala jugada. Sabía perfectamente que el Lada no arrancaría hasta que se secaran los cables, y estos no se secarían hasta que se levantara la niebla. Cada vez que había una serie de días de niebla o lluvia, tenían la misma historia, y cada vez que ocurría se decía que hablaría con Anatoly acerca de comprar cables nuevos, y sieinpre lo dejaba hasta que salía el sol y lo salvaba. Escupió en la calle. Ahora tendría que comprar cables nuevos y un vidrio nuevo. O se ponían a esperar un taxi una noche de domingo o caminaban en el frío. Sacó los limpiaparabrisas, los tiró debajo del asiento y cerró la puerta con un golpe. Empezaron a caminar. Miró atrás una vez, como buscando un taxi, con la esperanza de ver a los hombres de Vzyatin. Nada. El tránsito ciego que pasaba silbando, las luces de la calle, los rieles mojados del tranvía, pero ningún idiota de la milicia. Pensó en caminar hasta el pabellón y usar el teléfono allí, pero estaba demasiado enfadado, sería demasiada humillación para esta noche. ¿Y a quién podía llamar ahora, a Mikhail Lvovich? Siguieron caminando.

– Lo siento -dijo al cabo de una manzana o dos.

Raisa no contestó.

– Soy un tonto. -Propenko trató de mirar accidentalmente por encima del hombro. Nada. Sin duda el hombre de Vzyatin estaría en el baño.- Sigo tratando de descubrir dónde empezó. He repasado todo mil veces. ¿Dónde empezó? ¿Empezó el viernes en la reunión? ¿O giré a la derecha un día, allá en el pasado, en vez de a la izquierda? Cada decisión que tomo ahora me explota en la cara.

Durante un minuto, pensó que Raisa no le iba a contestar. Miró por encima del hombro otra vez y vio que un auto se había detenido detrás de su Lada. Bien, pensó. Llévate las ruedas. Llévate ese maldito artefacto.

– Empezó con Lydia -dijo ella-. Pero tú te niegas a verlo, porque sigues pensando en ella como una niña pequeña que no puede estar involucrada en nada importante o peligroso. Pensar así te hace sentir fuerte.

Propenko lo pensó, y luego sacudió la cabeza.

– Empezó cuando me nombraron Director. Cualquiera en la oficina hubiera querido trabajar con los norteamericanos. Malov, Volkov, Zhigorin. Me promovieron por encima de todos ellos. Empezó allí, con Bessarovich. Está usando el programa de alimentos para vengarse de Mikhail Lvovich, para humillarlo, y me metió a mí justo en el medio de todo eso.

Oyó el tranvía detrás de ellos y se volvió para ver el número. Se acercó, amarillo y marrón en la oscura humedad de la noche, balanceándose y lanzando chispas, pero no les servía. A su izquierda y atrás, unos faros se arrastraban pegados a la acera.

Propenko tomó el brazo de Raisa y dobló por la calle Decembrista.

– Toda mi vida he tratado de mantenerme alejado de la intriga política, Raisa. No te imaginas las cosas que he hecho con ese fin.

– Empezó con Lydia -insistió Raisa-. En la iglesia. Nada de esto habría ocurrido, Cuándo nos ha invitado el Primer Secretario? No es nuestro nivel. No es nuestra gente.

Propenko volvió a mirar atrás. Ningún faro.

– Gente despreciable. Quejándose del mercado cuando hace años que no compra en el mercado. Vysotski en el altavoz. Cuando Vysotski vivía no hubiera ido ahí ni para usar el baño. No entiendo por que se tomaron el trabajo de invitarnos. ¿Para averiguar algo sobre el norteamericano?

– ¿Quién sabe?

– ¿Qué ocurrió en el balcón?

Propenko miró por encima de su hombro.

– Fumamos. Me habló de lo difícil que era tratar de ayudar a la gente para que luego se volvieran contra uno. Habló del "disfraz de la amistad".

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo -Propenko escupió.

Estaban al final de la calle Decembrista, donde se une a la avenida Octubre, a una manzana del local de Tolkachev. Al cruzar el extremo de la calle, Propenko miró a su derecha. Un borracho se tambaleaba por la acera. Un perro olfateaba la alcantarilla. Ningún faro No venían a envenenarlo ahora No necesitaban hacerlo El se envenenaría a si mismo.