175318.fb2 Requiem Para Rusia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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21

El lunes se levantó la niebla, y se pudo ver Vostok. Desde el patio de baldosas del hotel, Czesich alcanzó a ver más allá del Prospekt de la Revoliutsii hasta el extremo de lo que él había comenzando a considerar el Valle de la Devastación. Columnas de humo, blanco, amarillo y azul metálico, subían desde las fábricas y se aplastaban contra un techo de aire más frío varios cientos de metros más arriba. Vio los cables de alta tensión que formaban curvas y reflejaban la luz; rayas marrones y grises en los montones de escoria negra; chozas de madera esparcidas sobre un declive barroso. La ausencia de niebla le hizo sentirse vigilado desde todas partes: la gente en la parada del autobús, las babushki frente al hotel, un grupo de conductores de autobús y chóferes de pie fumando. Era casi la una de la mañana, hora de Washington. Dentro de ocho horas, Myron R. Filson, hijo, pasaría por el puesto de control de segundad en la entrada principal de USCA, colgaría su chaqueta en la percha de la oficina, encontraría a alguien dispuesto a escuchar el relato completo, no abreviado, de su excursión de pesca en Montana, y luego se dirigiría al télex. De acuerdo a sus instrucciones, los informes semanales del exterior todavía estarían en la máquina. Habría noticias de Elliot Bridgeman sobre la exposición de pósters en Kinshasa: algo del depósito de Viena sobre herramientas o provisiones eléctricas o medidas de paneles; Elissa Thurston haciéndose presente desde la ciudad de Belize.

Y, si el télex del pabellón funcionaba, desde la capital de las minas de carbón de Donbass leería:

A: RAMA DE ULTRAMAR DE USCA. FILSON DE: USCA, RLF 2. CZESICH TEMA: INFORME DEL PARAÍSO

DESPACHO DE ADUANA EN PROCESO RÁPIDO

ALOJAMIENTO. ETC… EN ORDEN. ESPERO PRIMERA ENTREGA ALIMENTOS HOY. MUY NECESARIO. AUTORIDADES CONSEJO LOCAL COOPERATIVAS Y ACOGEDORAS. DIFÍCIL COMUNICACIÓN TELEFÓNICA. LO INTENTARE MIÉRCOLES 10 A M HORA WASHINGTON.

SALUDOS AAC

FIN DEL MENSAJE

Czesich iba y venía por el patio, preparando el guión por enésima vez. El télex mantendría tranquilo a Filson por ahora. Al finalizar la tarde, Julie se daría cuenta de que no tenía la menor intención de volver a Moscú. Entonces tendría que ir a ver al embajador Haydock. Haydock se pondría rojo y patearía durante media hora más o menos: nada que Julie no pudiera controlar. Ella volvería a su oficina, descargaría su malhumor por la línea de larga distancia a Vostok, pero por debajo de toda la desaprobación oficial, esperaba que una o dos gotas de sangre rusa rebelde hervirían, algo del viejo afecto. El volvería a Moscú dentro de unas semanas después de alimentar a alguna gente hambrienta, de haber sacudido la situación política en Vostok y enterrado para siempre las cenizas calientes de su viejo yo. Julie lo vería diferente. El se vería a sí mismo diferente. Y el único precio a pagar sería aguantar la furia de la burocracia por el tiempo que tardara Filson en echarlo de un puesto que hacía tiempo que despreciaba.

A las nueve menos diez, el Volga color melocotón se detuvo frente al hotel. y el chófer de cabello gris, con la espantosa marca de nacimiento salió y mantuvo la puerta de atrás abierta. Necesitó un momento, pero Czesich recordó el nombre. Anatoly Le dio las gracias a Anatoly de todos modos, pero dijo que prefería sentarse adelante, y vio que un temblor de sorpresa cruzaba la cara estropeada.

– El pabellón está enfrente -dijo-. Me parece que no vale la pena que venga a buscarme para llevarme allí. Me hace sentir como un norteamericano consentido.

Anatoly sonrió.

– Ese es su papel -dijo-. Norteamericano consentido. Nos desilusionará si no lo interpreta. -Salió del aparcamiento y fue hasta el semáforo del Prospekt Revoliutsii.- Mi papel es el de chófer. -Dejó de mirar la luz para ver la cara de Czesich.- Y tenemos un adelanto de ocho minutos. ¿Qué le parecería que le hiciera dar una vuelta a la manzana todas las mañanas para que tuviéramos la ocasión de hablar de política? Nunca he llevado a un norteamericano.

Czesich dijo que le parecía bien, y Anatoly se alejó del semáforo con tanto cuidado como si condujera una limusina. El Volga. auto oficial del Apparatchiki soviético, era un automóvil cuadrado, poco elegante, que recordaba a los Ramblers de la juventud de Czesich, con un sistema de escape traqueteante y un interior sencillo como un escritorio del gobierno. Pero los asientos, el tablero de instrumentos y las ventanillas estaban inmaculadas, y Anatoly había dejado atrás su antifaz de suspicacia. Czesich decidió arrellanarse, relajarse y aprender lo que pudiera.

– Lo he estado observando -dijo Anatoly-. Como camina, su ropa, la manera con que estrechó la mano de todos en la estación, hasta la de los chóferes, hasta la del viejo sereno del pabellón el otro día.

– ¿Cómo camino?

– Como un hombre que es dueño de la calle.

– Es un acto. No es lo que siento por dentro.

– Ponyatna -dijo Anatoly-. Comprendido. Hace que se parezca un poco a un espía, sin embargo. Al principio me engañó.

– Esperemos que no engañe a nadie más.

Anatoly asintió con tal seriedad que inquietó a Czesich.

– Ojalá.

En Vostok el tránsito de la mañana estaba plagado de camiones, taxis y autobuses, no tan diferente de la hora pico en una ciudad norteamericana, pensó Czesich. salvo que los camiones llevaban la inscripción de PERSONAS o PAN en vez de nombres de compañías, y estaban pintados de verdes o marrones parduscos, con avisos chillones y graffiti referentes a la ciudad. La manzana resultó ser un cuadrado de una milla por lado. Cuando llegaron a la primera esquina, Anatoly palmeó un ejemplar de Prenda metido entre los dos asientos.

– ¿Vio el diario?

Czesich dijo que lo había visto. El Pravda de esa mañana hablaba de Valentín Pavlov, el Primer Ministro, con un discurso más bien transparente, un juego de poder con la intención de usurpar gran parte de la autoridad de Gorbachov. Todo el mundo se daba cuenta. El kiosco en el vestíbulo del hotel estaba rodeado por personas con monedas de cinco kopeks en la mano que empujaban y daban empellones para agarrar un diario. Y a Czesich le había parecido que los hombres que salían del hotel por la puerta principal, los chóferes de pie en el escalón del frente y las mujeres que barrían las alcantarillas húmedas, estaban todos particularmente alertas, esperando que el viento cambiara.

– "Nuestra reciente disminución del orden y de la autoridad central" -citó-. ¿Qué quieren decir?

– Es el código para esto: presidente Puchkov.

– ¿No para el presidente Pavlov?

Anatoly movió la cabeza.

– Puchkov es la mano oculta.

– ¿Y entonces qué?

– Y entonces lo mismo que antes, pero peor.

Czesich observó los frentes deslucidos de los negocios que dejaban atrás y estudió las caras en la acera.

– "Rusia se ahoga en sangre y lágrimas", dijo Pushkin "y pone mi cabeza sobre su pecho."

– Da -repuso Anatoly del modo cansino en que a los soviéticos les gustaba decirlo, como los norteamericanos de la generación de Czesich en un tiempo decían “asi es"

Dieron una vuelta por tercera vez, y el pabellón quedó a la vista sobre el trasfondo de la desolación industrial. Anatoly lanzó una miradita atrás

– ¿Le gustan las anécdotas soviéticas?

– Las colecciono -dijo Czesich

La sonrisita arrugó la cara del chófer una vez mas, pero con poca alegría.

– Gorbachov. Reagan y Thatcher van al cielo a hablar con Dios -empezó, con los ojos fijos en la calle-. Reagan se acerca a Dios y dice. "Señor, cuánto falta para que mi gente sea feliz?

– "¿Su gente? -Dios mira hacia abajo a Estados Unidos-. Veinte años", dice.

– "¡ Veinte años! -dice Reagan-. No viviré para verlo." Se va a un rincón y llora.

– "Señor -pregunta entonces Thatcher a Dios-, cuánto falta para que mi gente sea feliz.'"

– "¿Su gente? -Dios mira hacia Gran Bretaña-. Cincuenta años."

– "¡Cincuenta años! -exclama Thatcher-. No viviré para verlo." Se va a un rincón y llora.

– "Señor -pregunta al fin Gorbachov- dime… Cuánto falta para que mi gente sea feliz.'"

– "¿Su gente? -Dios mira hacia la Unión Soviética-. Yo no viviré para verlo", dice, y se va a un rincón a llorar.

Czesich rió cortésmente, pero su nuevo amigo lo miró, y la sonrisa se desvaneció cuando dijo:

– Lección número uno.

En el pabellón era obvio que. junto con los rumores del fin de Gorbachov, el fin de semana había corrido el rumor de la existencia de alimentos gratis recibidos de Estados Unidos. Se había reunido una multitud El viejo sereno y media docena de hombres de la milicia empujaban a la gente más allá del último contenedor. Los obreros estaban descargando un camión que había sido rodeado con cercos de metal portátiles para formar un corral alrededor de lo que iba a ser la zona de trabajo Las babushki parecían estar en todas partes con sus escobas que les llegaban a las rodillas. Czesich alcanzó a ver a Propenko que se despedía de una joven cuando ella le hubo dado un beso, se acercó hacia él.

– Cambió el tiempo -dijo Czesich mientras se daban la mano.

Propenko asintió distraído. Daba la impresión de no haber dormido desde la tarde del viernes.

El jefe de la milicia se les acercó-Nos vamos a quitar la ropa e ir al río a tomar sol -dijo- Olvídense del trabajo.

Czesich sonrió pero no pudo sostener su mirada. Nunca le había gustado la mentira abierta.

– El embajador ha aceptado hacer una visita -les dijo-. Hablé con su asistente anoche y van a arreglar el viaje lo más pronto que puedan. Posiblemente para el fin de la semana.

– Cuanto antes, mejor-dijo Propenko ausente

– Todo lo que se necesita a esta altura, por razones de protocolo, es una invitación oficial desde Vostok. Puede hacerse por teléfono, pero debería venir de muy arriba, el Intendente o el Primer Secretario, si es posible. Es estrictamente una formalidad.

– Puedo arreglarlo -dijo Propenko-. Llamaré al Primer Secretario esta mañana.

– Son amigos personales -dijo el Jefe, con un guiño. Propenko pareció molesto.

Se dirigían a la zona de trabajo cuando el hombre bajo, de cuello grueso y oreja deformada, llegó cruzando el patio a zancadas sonriendo como un vendedor. Se dieron la mano, y el hombre bajo, siempre sonriente, se disculpó y llevó a Propenko por el codo hacia la rampa del pabellón. Algo de este encuentro llamó la atención a Czesich. A pocos pasos de la rampa se detuvieron y se quedaron frente a frente. El hombre bajo era el que hablaba, sonriéndole a Propenko. tomándolo ahora de los dos hombros, charlando sin parar. Propenko parecía tenso y suspicaz.

– ¿Me repite cómo se llama? -preguntó Czesich al jefe, que también estaba absorto ante la conversación unilateral.

– Malov -dijo el Jefe sin volverse- Nikolai Phillipovich.

– Director de Seguridad ¿correcto?

– Más o menos.

– Día ocupado para él.

Fue una mañana febril, una de esas mañanas brillantes soviéticas, alegre- mente caóticas que recordaban a Czesich otras tantas de las exposiciones que había supervisado durante las décadas del sesenta y el setenta. Prevalecía un ambiente de feria. el placer del trabajo físico y una pereza natural mezcladas en la singular sopa rusa Los obreros formaban un grupo heterogéneo: tres jóvenes musculosos de veinticinco años que hacían la mayor parte del trabajo pesado, mas un armenio que manejaba el elevador de carga y otros dos hombres más o menos de la edad de Czesich. que se deslizaban por el perímetro de la actividad, dando una mano cuando era absolutamente inevitable, deteniéndose alrededor de cada veinte minutos para un perekur (recreo para fumar) mirando todo, tocando todo con su rudeza reforzada por un aire de virtuosa superioridad marxista.

La cadena empapada en vodka de Rusia, pensó Czesich. Un letargo para sobrevivir a Dios.

Sintió la tentación de utilizar sus armas de incentivo, pero dado el problema que habían tenido en la reunión del viernes, decidió demorar la apertura del contenedor con los regalos. Comenzaría directamente con los alimentos, seguiría con las calculadoras de bolsillo y licores más adelante en el día.

El lugar de trabajo era aireado y cálido, y los obreros adquirieron gradualmente un ritmo equilibrado y lento. Los pesados cajones de madera fueron levantados uno por uno con la grúa y depositados en el patio, abiertos, despojados de su contenido sistemáticamente por el inspector de aduana con sus listas de embalaje. Czesich se quedó al lado y le traducía. Los obreros se reunieron, y desde las barricadas, los espectadores curiosos alargaban el cuello.

– ¿Qué hay ahí? -gritaba alguno.

Y uno de los viejos trabajadores gritaba en respuesta:

– Remolachas.

– ¿Remolachas? ¿En lata? Tenemos remolachas, devuélvanlas. -Y al cabo de un momento.- ¿Y ahora qué?

– Melocotones en almíbar.

– ¿Y en las bolsas?

– Harina de trigo.

– Lleguen al Vodka -gritó alguien, y la multitud de ociosos lanzó una carcajada.

Ryshevsky, el inspector de aduanas de cabello gris, era todo actividad, sin embargo, falto de sentido del humor como el Politburó y tan cauto como un detective. A este paso, calculó Czesich, Gorbachov se habría retirado y estaría escribiendo sus memorias cuando hubieran vaciado el último contenedor y comenzado realmente a entregar los alimentos, pero se calló. Los funcionarios de la aduana soviética eran de una raza especial. No se los sobornaba. Salvo en circunstancias muy especiales, uno no levantaba la voz. Si había que cambiar algo, se arreglaba que alguien de arriba le diera un golpecito en el hombro. El problema era que Czesich todavía no estaba seguro de quien estaba arriba. Necesitaría un día o dos para sensibilizarse con lo que ocurría con la jerarquía local. Mientras tanto se quedaría sudando bajo el sol, preguntándose qué estaría pasando en la oficina del embajador Haydock, y haciendo traducciones creativas para cosas como "aceite vegetal hidrogenado" y "BHT".

A la hora del almuerzo, se había vaciado un solo contenedor, y las cajas estaban abiertas a pocos metros de la multitud curiosa. Antes de salir para enviar un télex, Czesich llamó al viejo sereno desdentado y le deslizó un encendedor del Cuerpo de Infantes de Marina. El viejo sereno desdentado lo besó en las dos mejillas.

Leonid se había reservado todo un rincón del restaurante del pabellón para él, tres mesas con pequeños carteles de cartón que decían: RESERVADO PARA HUESPEDES EXTRANJEROS. Czesich miró una esquina soleada del Valle de la Devastación y se dedicó a dar cuenta de un fiambre de jamón frío y tomate, una sopa grasosa de gallina y arroz, un plato de carne dura y patatas fritas, una taza de té. Sospechó que era lo mejor que Vostok podía ofrecer, y comió sumisamente, mucho más allá de lo que le pedía su apetito.

Cuando estaba tomando su segunda taza de té, vio que Propenko se acercaba a la mesa.

– Buen provecho.

– Gracias -Czesich le ofreció un asiento.

– ¿La comida es satisfactoria?

– Muy buena.

– ¿Todo en orden en el hotel?

– No podía ser mejor. Bobin es un anfitrión cálido.

Propenko pareció sorprendido ante esta afirmación. Frunció el entrecejo y lo miró de cerca, como buscando el sarcasmo. Czesich lo había visto en el restaurante del Intourist el viernes por la noche y pensó que Propenko parecía tan desgraciado ahora como le había parecido feliz entonces. El y su mujer sentados al lado de la ventana como un anuncio a favor del matrimonio.

– ¿Un poco de té?

– No, gracias. Llamé a Mikhail Lvovich, el Primer Secretario del Partido del oblast. Le enviará un cable a su embajador esta tarde con una invitación oficial para venir a Vostok a pasar el fin de semana.

– Fantástico -dijo Czesich, aunque sin poder disimular la vergüenza que le producía mentir. No podía imaginarse mintiendo con expresión seria, por noble que fuera la causa. Propenko tenía el aspecto de un atleta, con la dignidad natural de un atleta. Le recordaba a Czesich una versión mucho más joven de él mismo. Un Tony orgulloso y sincero, que jugaba al hockey, antes de la corrupción.

– ¿Todo en orden en el hotel?

– Ya me lo preguntó. Está muy bien.

Propenko se frotó los ojos.

– Quería decir con los obreros, la descarga. ¿Todo bien?

– Había esperado que ya se habrían descargado cinco o seis contenedores, pero no es falta de los obreros.

– ¿Ryshevsky?

Czesich se encogió de hombros.

– Hablaré con él.

Propenko parecía tener dificultad para decir lo que había venido a decir. Echó de nuevo una mirada alrededor del salón, demorándose.

– Cuando nos vimos el viernes a la noche hablamos de una cena -dijo por fin en voz algo más baja-. En casa. ¿Le interesa todavía?

– Decididamente.

– Bueno, mi esposa volvió a mencionarlo esta mañana. Toda la familia está excitada. Mi hija. Mi suegra. ¿Podría venir el miércoles?

– Será un placer.

Propenko estaba de espaldas al salón. Malov y el inspector de aduana estaban cenando ¡untos en otra mesa a unos metros de ellos. Propenko ya había escrito su dirección y el número de su teléfono en un trozo de papel cuadrado, y disimuladamente lo deslizó por encima de la mesa.

– No es muy lejos. Estamos en el cuarto piso.

Detrás de una de sus acostumbradas expresiones de atención cortés, Czesich lo observó, tratando de descubrir qué estaba mal. Suponía que para alguien como Propenko (un hombre que podía haber salido directamente de un cartel de propaganda, corpulento, apuesto) nada resultaba confiable ahora. El esqueleto de hierro del partido se había oxidado y se inclinaba y doblaba bajo su propio peso, dejando a sus Propenkos decentes, crédulos y ambiciosos, abandonados en el cuarto piso, sin saber si quedarse o saltar. Se preguntó qué se sentiría en esa situación… eso agregado a todo lo demás en el camino hacia los enormes cinco-cero.

– Lo vi hablando con una joven esta mañana. ¿Era su hija?

La cara de Propenko cambió ante sus palabras y Czesich sintió una punzada de envidia.

– Muy bella.

– Está estudiando inglés.

– Quizá tengamos oportunidad de conversar el miércoles por la noche.

– Estará encantada.

– Creo que la vi el sábado en el funeral -dijo Czesich.

La cara de Propenko perdió su alegría, y trató de ocultarlo pasando los dedos sobre los labios. El culto público todavía significaba un riesgo en un lugar como Vostok. Czesich hubiera querido morderse la lengua.

– Sí. Es… ayuda allí ahora. Muy devota. Ella… le viene de su abuela, pienso. -Propenko trató de sonreír.

– Mi abuelo a veces me llevaba a la iglesia con él -dijo Czesich-. Servicios rusos ortodoxos. Pero mi madre era católica romana. Causaba muchos problemas.

Propenko asintió.

– Yo lo fui cuando era muy joven. Eso también causaba problemas. De otra manera.

Fue todo lo que se atrevieron a decir. Cuando Propenko se fue, Czesich dejó cinco rublos y un pin sobre la mesa y salió por la puerta equivocada por la parte de atrás del pabellón, donde la fila para la exposición de fotografías doblaba sobre sí misma. Más allá, en el primer montículo de escoria alcanzó a ver destellos de luz del sol reflejada y. más lejos aún, un humo negro que subía ondulando como para ocultar el valle a la vista de Dios. Pensó en la cara de Propenko iluminándose ante la palabra "hija", y en Anatoly cuando lo miró por encima del asiento, con tanta sinceridad. Echó una sola mirada a la fila de gente inspeccionando sus zapatos, trajes y posturas. Qué extraño era ser rico y envidiar a los pobres, mientras ellos lo envidiaban a uno.

En ese mismo momento, su única amiga verdadera estaba sentada en la oficina del embajador Haydock, traicionándolo, con todo el derecho del mundo.

A pesar de todas las garantías que le ofrecía Propenko. Ryshevsky no se movió más rápido después de almorzar. Insistió en que los obreros contaran hasta el último cajón de alimentos para ver si la cantidad estaba de acuerdo con los números de su lista de contenido; en tener la traducción exacta de cada componente; en volver a poner los cajones en el mismo orden en que habían sido sacados. Cuando abrieron el tercer contenedor -cuya carga había supervisado el propio Czesich dos meses antes, en el depósito de Brooklyn-, y se encontró con la bebida, los cigarrillos y un cajón con regalos modestos bajo "Artículos misceláneos", Ryshevsky pareció volverse loco. Se pavoneó por la zona de trabajo, escupiendo y mascullando y golpeando su tablilla con los nudillos. Los obreros contenían sus risas, y detrás del cerco de metal un gracioso empezó a cacarear como un gallo de corral.

Se trasladaron al salón de reuniones del pabellón, y allí perdieron una hora y media hojeando un libro de reglas de aduana del tamaño de una biblia, sobre tarifas y derechos de aduana, tipo de cambio, rublos. Esta vez, Propenko fue de poca ayuda. Parecía cansado y preocupado, y se sentó en un rincón neutral mientras Czesich y el inspector discutían; Leonid los miraba sin poder hacer nada. Finalmente, Czesich aceptó un pequeño arancel sobre los artículos para regalo, a pagarse en dólares por la Agencia de Comunicaciones de Estados Unidos dentro de sesenta días.

Pero el ímpetu se había interrumpido. Cuando volvieron al trabajo, casi terminaba la jornada y los obreros sólo tuvieron tiempo para volver a cargar y cerrar el tercer contenedor. Czesich se fue al hotel de malhumor. Su segunda patria, pese a toda su hondura y espiritualidad a veces podía ser un verdadero estorbo.

Malov lo alcanzó en la acera.

– Bien -dijo alegremente-, ¿cuál es su impresión de nuestra ciudad?

Czesich estaba lo bastante enfadado como para dársela. Pero elaboró una respuesta educada y esperó un alto en el tránsito.

– Dicen que su embajador nos visitará este fin de semana. Eso ¿lo pone nervioso?

A Czesich le pareció una pregunta extraña. La luz cambió y él y Malov cruzaron juntos hasta los rieles del tranvía.

– En absoluto. Por otra parte quizá no pueda venir.

– ¿Y si no viene? ¿Cuáles son sus planes?

Algo en la voz de Malov hizo sonar una segunda alarma. Malov le sonreía, pero se trataba de una sonrisa profesional siniestra, los ojos eran opacos y mezquinos. Czesich sonrió en respuesta, sorprendido de que le hubiera llevado dos días enteros darse cuenta de esto. Su instinto estaba oxidado.

– Si el embajador no viene -dijo-, tendré que ir a la iglesia solo.

Malov rió.

– ¿De modo que es usted creyente?

– Totalmente -dijo Czesich. Le causó un placer casi sexual engañar a los recopiladores de información del mundo. Había conocido a tantos a lo largo de los años, pero todavía le sorprendía que fueran tan parecidos. Chilenos, iraquíes, búlgaros, todos tenían la misma capa de afinidad sobre un fondo vicioso y sádico. Todos eran patológicamente patrióticos, agresivos y sin un átomo de compasión. Desde el momento en que abrió la boca en la reunión del viernes, Malov había exhibido todos los signos, y Czesich estaba enojado consigo mismo por no haberse dado cuenta antes.

Un tranvía pasó resonando, haciendo temblar el suelo a sus pies. Cuando hubo pasado, cruzaron juntos en medio de una niebla de escapes de autos y camiones.

– Usted parece preocupado -dijo Malov-. ¿Molesto?

Czesich sonrió. Lo clásico.

– Sí-dijo.

El disfraz de Malov cayó, revelando algo que Czesich había visto muchas veces. El peligro residía en que estaba envuelto en torpeza y parecía casi risible. En Estados Unidos perduraba, en su mayor parte, en el mundo animal del crimen organizado; aquí había sido aprobado por el gobierno por lo menos durante setenta y cuatro años.

– Veo que no comprende el humor americano.

Malov parecía estar resentido. Czesich se preguntó si no habría ido demasiado lejos.

– El Jefe me dijo que usted trabaja como Director de Seguridad en este proyecto.

– Correcto.

– Un cargo importante.

– En realidad no -dijo Malov fríamente-. No esperamos tener problemas.

– Espero que no. No esta semana, especialmente.

– Ninguna semana.

– Tengo entendido que algunos corresponsales norteamericanos vendrán con el Embajador -dijo Czesich-. Vostok será famosa.

– No me había enterado.

– Todos los importantes. Time, Newsweek, Washington Post. Después de todo, este es un programa piloto. En el resto del mundo la gente está ansiosa por saber cómo será recibido.

– Será muy bien recibido -dijo Malov-. Hoy hicimos mucho.

– ¿Eso es humor soviético? ¿Tres contenedores en ocho horas es "mucho"? Justamente estaba pensando en llamar a la embajada para quejarme.

– Nuestro jefe de aduanas está bajo cierta presión -explicó Malov y Czesich

recordó cómo había mentido, disimulado, y se había derrumbado en la reunión del viernes. De acuerdo a su experiencia, los agentes provinciales de la KGB pertenecían a dos categorías: los hombres rudos y torpes que constituían la tropa, que lo seguían y molestaban a uno y hacían preguntas transparentes; y los funcionarios mucho más refinados, afilados como una cuchilla ensangrentada, capaces de cualquier cosa. Estudió los ojos de Malov pero no pudo estar seguro todavía. Malov parecía haber recuperado su falso buen humor, pero en su voz había una mezcla de preocupación y venenos. Czesich se había hecho un enemigo.

– Debería mencionar que hubo un incidente en Donetsk no hace mucho -siguió diciendo Malov-. Se encontaron narcóticos en un envío de elementos de construcción. Creo que era un contenedor norteamericano.

Naturalmente, pensó Czesich.

– Haré lo que pueda para apresurar las cosas, si usted quiere. Teniendo en cuenta que va a venir su embajador y la prensa. No querríamos tener un disgusto.

– Le quedaría muy agradecido. -Una de las reglas fundamentales de Czesich era jamás hacer un favor a esta gente y nunca aceptarles uno, pero esta vez no la iba a seguir. Si Propenko no le iba a dar un golpecito en el hombro al inspector de aduana, tendría que hacerlo Malov… a pesar de las motivaciones retorcidas que podría tener Malov. Lo que importaba era poner la mayor cantidad de alimentos posible en la ciudad antes de que los grandes y lentos engranajes de la embajada empezaran a moverse, y entonces tener una historia preparada y las maletas hechas cuando la charada empezara a descubrirse.

– Siempre tratamos de que nuestros huéspedes extranjeros se sientan como en su casa.

– Muy gentil de su parte -dijo Czesich, pero no pudo eliminar la nota de sarcasmo en su voz. Se dieron la mano. Malov apretando muy fuerte; la batalla había empezado.

Czesich se había dicho que no bebería después del trabajo, pero quería sacarse de encima a Malov, de modo que fue abajo al bar de moneda fuerte, donde los soviéticos no eran bienvenidos.

El lugar era demasiado brillante, las paredes de los reservados estaban tapizadas en simil cuero de un rojo chillón y el salón estaba salpicado con otros bebedores solitarios. Acarició una cerveza tibia y dejó que la frustración del día se desvaneciera. Pidió una segunda cerveza, una tercera, una lata de nueces alemanes de siete dólares, y entonces comprendió que estaba sentado allí sólo para no subir a su habitación y hacer la llamada a Moscú. En algún momento de la tarde, su fe en la ardiente sangre rusa de Julie parecía haberse evaporado. Era más de las cinco y media; ahora tendría que llamarla a su casa, donde no se sentiría reprimida por el decoro de la oficina.

Una vez en su habitación pidió la llamada y tomó un sorbo de vodka para aclarar la confusión de la cerveza. A los veinte minutos sonó el teléfono. Lo tomó y oyó un silbido y un clic, luego la voz de Julie, sentimiento inconfundible.

– ¿El hecho de que sea una causa justa no establece ninguna diferencia? -dijo él.

– Hablé con Haydock, Chesi.

– Haz lo que tengas que hacer.

– Lo hice.

Hubo unos segundos de zumbido durante los que Czesich vio pasar veintitrés años de servicios leales al gobierno delante de sus ojos. No podía obligarse a condolerse.

– Ya está, entonces -dijo.

Julie no contestó.

– ¿El Gran Hombre recibió la invitación?

– La recibió. Lo primero que hizo fue llamarme para que subiera, y la primera cosa que yo hice fue contarle lo que estaba pasando. No me dejaste otra opción.

– ¿Pudo captar el concepto?

– Todavía es una broma para ti, ¿no es así?

– En realidad, no -Czesich lo pensó un momento-. Una broma es lo que menos es para mí.

– Siento que lo hiciste sólo para darme una cachetada.

– Exactamente lo opuesto. Tú sabes por qué lo hice. Piensa en nuestras viejas conversaciones y sabrás por qué.

– Hay formas de proceder para todo, Chesi. Incluso para llamadas telefónicas.

– ¿Cuál es la forma de proceder para tener hambre?

Ella se quedó callada un rato, luego dijo:

– El trabajo en Moscú está descartado. Tú te ocupaste de que no pudiera ser.

Czesich estaba mirando a través de las cortinas de gasa, imaginando a Malov o Bobin escuchando la conversación. Había temas que nunca debían ser mencionados en líneas inseguras, pero parecía importante apartarse por completo de las reglas de su cauteloso mundo anterior. Quería decirle a Julie que la amaba… por lo menos como un amigo, sin importarle a quien estaba "viendo", pero le sonó demasiado meloso a su oído interior. De modo que proclamó su afecto de esta manera:

– Anoche traje a una prostituta a mi habitación.

Hubo otra pausa.

– ¿Qué se supone que debo decir? ¿Felicitaciones?

– No hice nada. En realidad, ni le abrí la puerta. Sólo quise decirte eso. No…

– ¿Algo más para confesar a los micrófonos?

– Nada que pueda mencionar. Pensamientos impuros, ese tipo de cosa. -Ahora se estaba esforzando, con temor de que cortara, de que ya hubiese colgado. La estática no le permitía saberlo.- Las cosas están cambiando -le dijo-, conmigo, quiero decir.

– Me alegro. Piensa en alguien que no seas tú.

– Eso es lo que creí que estaba haciendo.

– Piensa otra vez.

– Hay diferentes niveles.

– Filson quiere que lo llames enseguida. Ese es un nivel.

– Ya no opero más en ese nivel, eso es lo que estoy tratando de decirte, Julie. Filson ya no me importa, ni las reglas de Filson, ni…

– Tengo que dejarte -dijo Julie-. Aquí hay alguien.

– ¿McCauley?

– No seas infantil, Chesi.

– Aquí parecen conocerlo. Me estaba preguntando…

– Otro tema -dijo ella-, o corto. Lo digo de veras.

– ¿Por qué? -La línea no estaba tan mal que no le permitiera oír la incomodidad en su voz al oír el nombre de McCauley, y (quizá fuera la frustración del día o lo que había bebido o simplemente celos) sintió la necesidad urgente y avasalladora de saber qué significaba. Había procedimientos para todo. La existencia de cierto tipo de empleados de la embajada no se reconocía por teléfono.

– Fue extraño como ocurrió -dijo-. Estaba conversando con un miembro del clero local cuando venía en el tren…

La línea hizo clic una vez, la estática se convirtió en un zumbido continuado, y Czesich supo la respuesta.